12
Cuando Woodward regresó del Caribe, un hombre de pequeña estatura, muy robusto y macizo, con una barba poco poblada y unas gafas de montura delgada se acercó a su mesa.
—Tim Butz —dijo, presentándose, con voz que tenía un tono de conspiración.
Explicó, después, que había trabajado para el servicio de Inteligencia del Ejército. En la actualidad formaba parte de un grupo de voluntarios, formado por antiguos miembros del servicio de espionaje, que investigaba a la gente sospechosa de estar mezclada en asuntos de espionaje interno.
—Creo que hemos encontrado en la Universidad de George Washington a un estudiante que espía en favor del CRP —le dijo Butz—. Estaría dispuesto a hacerse cargo de otro trabajo…
A continuación le contó una historia poco hilvanada y sin consistencia. Woodward le pidió que continuara sus investigaciones y durante los días siguientes recibió casi una docena de llamadas telefónicas que le informaban sobre los progresos de la investigación. Al cabo de una semana aproximadamente, Butz lo llamó y le dijo que había encontrado un camarada y compañero sospechoso de espionaje, quien le dijo que estaba dispuesto a contárselo todo. Se pusieron de acuerdo para cenar juntos por la noche en la cafetería del Hotel Madison. Cuando Woodward llegó, Butz estaba ya en el hall con un joven al que presento como «su fuente». Se trataba de un estudiante alto, nervioso, llamado Craig Hillegas. Los tres se dirigieron a una mesa aislada en un rincón.
Hillegas explicó cómo su compañero de Hermandad en la Kappa Sigma le había dicho que recibió 150 dólares semanales del CRP para infiltrarse en el grupo de cuáqueros que ejerció una vigilancia de 24 horas diarias sobre la Casa Blanca durante muchos meses, la obligación de Brill era, simplemente, enviar informes regulares al CRP sobre la vida personal y los planes de los manifestantes y, además, colaborar para que algunos de ellos pudieran ser detenidos y acusados de posesión y uso de drogas. Al parecer la policía ya había hecho una razzia, pero no pudo encontrar nada.
Brill era el presidente de la Juventud Republicana en la Universidad George Washington. Su trabajo para el CRP terminó dos días antes de que se llevaran a cabo las detenciones en el caso Watergate.
—La idea era —dijo Hillegas, que tiró su vaso de agua sobre la mesa, tan excitado estaba—, causar las mayores molestias a los demócratas, porque cualquier dificultad que se causara a los grupos radicales se consideraría como un obstáculo para la política liberal y la del senador McGovern.
Con ilimitada satisfacción siguió explicando cómo Brill recibía su paga a lo James Bond.
—Ted me dijo que le pidieron que se encontrara con una mujer que llevaría un vestido rojo, un clavel blanco sobre el pecho y un periódico. Debía entregar el informe a la mujer y recibir de ella un sobre que contenía el dinero. En otra ocasión tuvo que dirigirse a una librería, en la esquina de calle 17 y la Avenida Pensilvania, donde alguien le entregó un libro en el interior del cual estaba su dinero.
—Brill formaba parte de una extensa red. Según me dijo había, por lo menos, otras 25 personas más… Añadió que la información que todos facilitaban llegaba a gente situada muy arriba en la jerarquía del CRP.
Woodward empezó a recordar y reflexionar en las reclamaciones continuas de Rosenfeld para que encontrara los restantes 50 espías mencionados en el reportaje sobre Segretti publicado el 10 de octubre.
—¿Dónde están los otros 49? —preguntaba Rosenfeld cada semana o cada quince días a lo sumo. Pensó que quizá, con la declaración ya podía presentar, por lo menos, otros veinticinco. Theodor Brill no parecía ser un personaje importante, un hombre que controlara nada destacable, pero si su camarada estaba diciendo la verdad, formaba parte del grupo.
La Universidad George Washington estaba situada a sólo cinco manzanas de la Casa Blanca. Por la noche, Woodward visitó a Brill en su apartamento de River Edge, Nueva Jersey. Tener que hacerse el «duro» con un muchacho de 20 años, estudiante de Historia, no fue agradable para Woodward, pero Brill pareció una de las personas con las que vale la pena emplear esa táctica y en seguida se abrió. Confirmó el relato de su cofrade y añadió algunos detalles complementarios. Había sido contratado y pagado por George K. Gorton, de 25 años de edad y jefe de la fracción estudiantil del CRP.
—Cobré cinco semanas en mayo y junio, una vez en billetes y otras cuatro con cheques personales de Gorton. Después me enteré de que esto había sido un error de su parte, porque se suponía que no debía quedar rastro de nuestros contactos. De mis tratos con Gorton saqué la impresión de que había algunos otros que estaban haciendo mi mismo trabajo… y Gorton me dijo que había alguien más, mucho más importante, que sabía lo que estábamos haciendo. Se había pensado que se me enviaría a la Convención de Miami para hacer lo mismo que hice aquí con otros grupos radicales.
—¿Por qué no se le envió? —preguntó Woodward.
—Mi trabajo se dio por terminado dos días después de las detenciones en el Watergate. Gorton me invitó a comer con él, al mediodía, y me comunicó que debía parar debido a lo ocurrido en Watergate. Me dijo que la operación se había previsto como supersecreta. Había gente en la Casa Blanca que se hallaba muy disgustada —dijo Brill dando a entender claramente que existía una conexión entre la Casa Blanca y el CRP, conexión que nadie debía establecer con el Watergate, ni con otras operaciones de espionaje y sabotaje.
¿No se le había ocurrido pensar en la parte ética de su trabajo?, le preguntó Woodward.
—¿Ética…? —dudó Brill—. Bien, tal vez aquello no era del todo ético, pero desde luego no había nada ilegal.
Woodward se compadeció, le dio las gracias y colgó el teléfono. Seguidamente encontró el número de teléfono de la casa de Gorton y lo llamó. Cuando descolgaron el aparato pudo oír un fondo de música rock y la voz de un joven le dijo que Gorton había salido. Woodward se marchó a su casa y desde allí probó de nuevo. La música continuaba, pese a que era casi la una de la madrugada. Gorton se puso al teléfono y Woodward le explicó lo que quería.
—¿Está usted loco? —le replicó Gorton—. Un reportero del Post no llamaría a la una de la mañana.
Woodward se sorprendió un tanto. ¿Por qué había siempre gente que respondía lo mismo, tanto a él o a Bernstein, cuando llamaban por la noche? Woodward deletreó su nombre y le dio su número de teléfono, el de su casa y el de la redacción.
—Veremos —le respondió Gorton hablando en voz muy alta—. Ahora tengo una reunión aquí.
Woodward estaba sentado en su mesa mirando por la ventana las luces de la ciudad nocturna, «hormiguero luminoso», la había llamado Nicholas von Hoffman, columnista iconoclasta del Post. Siguió mirándolas hasta que su rabia se disipó.
A la mañana siguiente le despertó el timbre del teléfono.
—Aquí habla George Gorton —dijo la voz—. No podía creer que fuera usted, a esas horas de la noche.
Woodward le hizo algunas preguntas.
—Sí, desde luego. Ted Brill hizo algunos trabajos sin importancia para mí… Espiar… bueno ésa es una forma un tanto extraña de llamarlo. Lo que le pedí a Brill fue, solamente, que se enterara de qué era lo que estaban haciendo los elementos radicales. Forma parte de mi trabajo saber lo que los jóvenes piensan.
Woodward dijo que se trataba de una forma singular de llevar a cabo estudios psicológicos del comportamiento… ¡colocar a un agente disimulado, sobre todo si se trataba de un agente provocador!
Gorton negó que Brill hubiese ayudado a organizar la manifestación de los cuáqueros y le señaló el hecho de que el trabajo de Brill había terminado casualmente dos días después del descubrimiento del allanamiento del Watergate.
Seguidamente, Gorton, que había sido director del Baile Juvenil para la inauguración de la Campaña del Presidente, declaró con orgullo que tenía gente consiguiendo información de los elementos radicales en treinta y ocho estados.
—Fue idea mía —dijo Gorton con un tono no demasiado convincente. Se la había comunicado a Kenneth Rietz, director de División del Voto Juvenil del CRP—. Rietz sabía que yo podía facilitarle información de lo que pensaban los radicales. Yo le di esa información pero Rietz no me preguntó cómo la había conseguido.
Sin embargo, después cambió la versión y dijo que Brill había sido su único operador.
Haldeman había elegido a Ken Rietz, de 32 años de edad, para que fuera presidente nacional de los Republicanos. Había dejado el CRP para pasar al Comité Nacional y presidir, en 1964, la campaña electoral para el Congreso.
Brill, con sus 150 dólares de sueldo semanal, no tenía por qué quedar inscrito bajo la nueva ley reguladora de la campaña electoral. Cuando se publicó el relato de la intervención de Brill, la Oficina General de Impuestos volvió a consultar los libros del CRP. Eso ayudó a establecer que Rietz había presidido un «Cuerpo Juvenil» de espías en favor del presidente.
Por esos días Woodward acudió a visitar a un funcionario del CRP que ocupaba un cargo bastante bien situado. El hombre parecía poco satisfecho, disgustado con la Casa Blanca y las tácticas que se habían usado para asegurar la reelección del presidente.
—Si existen dos caminos, uno honesto y otro deshonesto para hacer cualquier cosa —dijo—; si ambos conducen a los mismos resultados y elegimos el deshonesto… ¿puede usted explicarme la razón?
—¿Qué sugiere?
—Es difícil pensar en algo específico —dijo el hombre del CRP. Reflexionó un momento antes de continuar—. ¿Recuerda la decisión de minar el puerto de Haifong, tomada unos cinco meses antes de las elecciones? Muchos de nosotros creímos que aquello significaba la caída del presidente. Gastamos 8 400 dólares en falsos telegramas y tarjetas de adhesión y apoyo a la decisión presidencial. Se gastó mucho dinero en enviar telegramas a la Casa Blanca en los que se felicitaba al presidente y se le decía que había tomado una magnífica y gran decisión. Así Ziegler pudo anunciar a la Prensa que los telegramas de apoyo al presidente estaban alcanzando un importante porcentaje. El dinero sirvió también para publicar un falso anuncio en el New York Times.
Tomó una copia del anuncio, que sacó de un cajón de su mesa y se la tendió a Woodward. El título era: El pueblo contra el «New York Times». El anuncio criticaba un editorial del Times que se oponía al minado del citado puerto.
—Fíjese —le dijo el hombre del CRP— en que está firmado por unas diez personas supuestamente independientes, para dar la impresión de que el pueblo se alzaba en armas contra el editorial y estaba dispuesto a gastarse varios miles de dólares —el precio del anuncio— para expresar su opinión. Pues no había nada de eso. El anuncio fue pagado con cuarenta de esos billetes de cien dólares procedentes de la caja secreta de Stans.
Un párrafo del anuncio preguntaba: ¿A quién van ustedes a creer, al «New York Times» o al pueblo norteamericano?
De vuelta a su despacho, Woodward telefoneó a otro funcionario del CRP. Éste le dijo que el esfuerzo para conseguir apoyo popular a la decisión de minar Haifong les costó mucho trabajo…
—… tuvimos que poner a todo el equipo en el asunto, haciendo horas extras durante dos semanas… El trabajo consistió en hacer visitas y viajes en busca de peticiones, organizar manifestaciones, llevar a la gente a Washington en autobuses, acosar con llamadas telefónicas a la Casa Blanca, lograr que los electores llamaran a sus congresistas, etc. etc.
Bernstein recordó algo que parecía acorde con lo que le decía. En mayo de 1972, Barker y Sturgis aparecieron, sin ser invitados, en una reunión de los exilados cubanos en Miami y trataron de planear una manifestación en apoyo de la decisión de minar Haifong. Sturgis condujo el primero de los camiones que encabezó el desfile de apoyo.
Sussman pidió a los periodistas que escribieran un artículo sobre la campaña de decepción que rodeó a la decisión de Haifong.
—Eso puede ser un golpe que duela —dijo—. La gente odia esos intentos de manipulación de la opinión pública.
El día en que se publicó el artículo, James Dooley, un joven de 19 años que había sido jefe de la oficina postal del CRP, se presentó en la redacción de noticias y pidió hablar con alguien sobre la operación de minado de Haifong. Woodward lo introdujo en la oficina de Sussman.
—Ustedes no saben todo lo que se hizo cuando el minado de Haifong —dijo Dooley—. Convocamos una encuesta para saber si la gente estaba de acuerdo con la decisión presidencial o, por el contrario, la rechazaba.
La estación local de televisión pidió a sus televidentes que enviaran una tarjeta indicando si estaban de acuerdo o no con la decisión presidencial. Se publicaron, como anuncios, en el Post y en el Star, boletines que había que rellenar y enviar a la Casa blanca.
—Fue la oficina de Prensa la que dirigió el proyecto —explicó Dooley— y lo llevó a cabo a fondo. Cada uno de nosotros debía enviar quince tarjetas. Muchas personas estuvieron trabajando durante diez días comprando distintos tipos de sellos y postales y consiguiendo que distintas personas falsificaran la escritura… Se compraron millares de periódicos en los kioscos, se recortaron los boletines de respuesta y se enviaron.
Como mínimo se falsificaron 4 000 boletines apoyando la decisión de Nixon, que fueron enviados al organismo que realizaba la encuesta. Según éste, se recibieron en total 5 157 boletines en favor de la decisión presidencial y 1 158 en contra. Es decir —dijo Dooley— que si no se hubieran enviado esas tarjetas falseadas por el CRP, el presidente hubiera perdido aunque, en el mejor de los casos, sólo fuera por un voto: 1 158 contra 1 157.
—Cuando todos los boletines quedaron separados de los periódicos —continuó Dooley— tuvimos miedo de que éstos fuesen descubiertos, así que alguien pidió que los tiráramos. McCord estaba a cargo de los depósitos y se sentía verdaderamente molesto con esas toneladas de papel que llenaban todas las estanterías… Destruimos, pues, los periódicos y después los tiramos, tal como se nos había ordenado.
Woodward llamó al portavoz del CRP y le preguntó si la encuesta había sido trucada.
—Cuando uno se halla involucrado en un proceso electoral se hace lo que se puede —le replicó Shumway—. Partimos de la conclusión de que los otros también lo harían. Partimos de esa presunción. No sé si lo hicieron o no.
Woodward preguntó, con ironía, si al decir los otros se refería a los vietnamitas del norte.
—No —respondió Shumway—; quiero decir las fuerzas de McGovern.
Siguiendo el asunto hasta el fin, Woodward llamó a Frank Mankiewitz, antiguo jefe de la campaña de McGovern.
—No, no hicimos nada de eso —dijo con tono incrédulo—. Ni se nos ocurrió, puede creerme. Por lo visto suponen que tenemos el mismo resbaladizo sentido ético que ellos.
No hubo otra decisión presidencial que se considerase peor aconsejada y que dejara más perplejos a los dos reporteros, que el anuncio de la Casa Blanca, hecho en el mes de febrero, de que el nombre de L. Patrick Gray sería presentado al Senado para que se le confirmara como sucesor permanente de Edgar Hoover al frente del FBI. Gray, como ya hemos visto, llevaba bastante tiempo actuando como director en funciones; su proyecto de confirmación definitiva en el cargo, no cabía duda de que motivaría una encuesta del Congreso sobre la actitud del FBI en el caso Watergate, sobre el modo como había llevado a cabo su investigación. ¿Por qué arriesgarse a las posibles consecuencias de una expedición de pesca organizada por el Senado simplemente para dar carácter permanente a su cargo? Los funcionarios del gobierno a los que los periodistas plantearon la cuestión no parecían menos perplejos que ellos. Algunos de los que estaban muy introducidos, sólo creían saber que existía una gigantesca lucha en los círculos más próximos a Nixon. Se decía que John Erhlichman se oponía vehementemente al nombramiento, pero que el presidente, en última instancia, había prescindido de su consejo. A nadie se le ocurrió la idea de que Gray fuera a ser nombrado por su habilidad ni, tampoco, porque la Casa Blanca considerara que la encuesta del Congreso daría ocasión a que el asunto Watergate se examinara a fondo y sin tapujos.
Poco antes de que tuviera lugar la audiencia del Senado, los reporteros decidieron que ya era tiempo de que Woodward volviera a cambiar de sitio la maceta de su balcón. Esa noche hizo el camino al garaje a pie y en taxi. «Garganta Profunda» no estaba allí. Habían quedado en que, si por alguna razón uno de ellos no podía acudir a la cita, dejaría una nota en cierto lugar. Woodward, que medía más de un metro setenta y cinco no pudo, sin embargo, alcanzar el lugar donde estaba oculto, así que tuvo que buscar un trozo de cañería vieja y con su ayuda logró sacarlo.
Era un trozo de papel en el que «Garganta Profunda» le informaba que se encontrase con él a la noche siguiente en un determinado bar del que Woodward jamás había oído hablar. ¿Un bar? ¿Es que «Garganta Profunda» se había vuelto loco? Woodward estaba sorprendido. Algo debía de ir mal, tenía que haber un error en alguna parte. Cuando llegó a casa, empezó a consultar la guía telefónica. No existía ningún bar a ese nombre. Salió y desde un teléfono público marcó el número de información. Una operadora le dio el número y la dirección del bar, que estaba situado en las afueras de la ciudad.
La noche siguiente, a las nueve, Woodward anduvo unas manzanas desde su casa antes de tomar un taxi en la dirección opuesta a la del bar. Lo dejó, anduvo otros quince minutos y tomó otro coche del que salió a poca distancia del bar. Realmente era más bien una taberna, una vieja casa de madera convertida en una tasca para camioneros y obreros de la construcción. Woodward, que iba vestido de manera sencilla, entró y nadie pareció fijarse en él. Vio a «Garganta Profunda» sentado en un rincón y, un tanto nervioso, fue a sentarse frente a él.
—¿Por qué aquí? —le preguntó.
—Hay que cambiar —dijo «Garganta Profunda»—. Ninguno de mis amigos ni de los tuyos tendrán la ocurrencia de venir por aquí, a un bar soñoliento y oscuro, eso es todo.
Se acercó un camarero. Los dos pidieron whisky escocés.
Tenía que haber algo más, para que se hubiera decidido a buscar un nuevo sitio de reunión, sugirió Woodward.
—Un ambiente más acogedor —le respondió «Garganta Profunda»—. ¿Estás seguro de que no te ha seguido nadie? ¿Cambiaste de taxi y todas esas cosas?
Woodward hizo un gesto afirmativo.
—¿Cómo le han caído al Post las citaciones?
Estupendamente, dijo Woodward.
—Ése es sólo el primer paso. Nuestro Presidente parece haber sufrido un ataque de nervios con respecto a la filtración de noticias del caso Watergate. Hay gente apropiada, que le ha dicho: «Llegue hasta el límite para detenerlos». Y cuando dicen una cosa así, realmente sus palabras deben ser tomadas textualmente. Se van a lanzar a ello. Habrá una investigación interna y, además, utilizará a los Tribunales. Se ha discutido si presentar una demanda criminal o un pleito civil, primero. En una reunión, Nixon ha dicho que los 5 millones, más o menos, que han sobrado de la campaña, pueden utilizarse para acabar con el Washington Post. Ésta es la razón de tu citación y de los demás. También se discutió en esa reunión la posibilidad de que se llevara a cabo una investigación por un Gran Jurado, pero eso se prevé para más tarde.
»Nixon estaba furioso, indignado. Y dijo a voces: “No podemos soportar una cosa así y vamos a detenerla. No me importa nada lo que cueste”. Su teoría es que los medios informativos han ido demasiado lejos y que esa presión debe ser detenida… Parecía que estaba hablando sobre los gastos federales. Se ha emperrado en el asunto y no parece importarle el tiempo que le cueste. Quiere que se haga. Para él la cuestión no es, ni más ni menos, que la defensa de la integridad del gobierno y de la lealtad básica. Piensa que la Prensa se ha lanzado a acabar con él y que, por ese motivo, es desleal; los que hablan con la Prensa aún son peores; enemigos infiltrados o algo parecido.
Woodward respiró profundamente. «Garganta Profunda» se bebió su whisky a sorbos guturales y después, groseramente, se limpió la boca con el dorso de la mano.
Woodward le preguntó hasta qué punto se sentía preocupado.
—¿Preocupado? —«Garganta Profunda» se retrepó en su silla y pasó el brazo sobre el respaldo—. No podrán conseguirlo. Jamás cogerán a nadie. Nunca. Están ocultando demasiadas cosas que acabarán por descubrirse y que aún les desacreditarán más en su guerra contra las filtraciones. La marea se aproxima, te lo digo yo. La Casa Blanca quiere devorar al Washington Post; bien ¿y qué? Se lanzarán sobre él, pero el resultado final ya se vislumbra. Se está edificando ya y ellos lo ven y saben que no pueden detenerlo. Por esto están tan desesperados. Lo que tenéis que hacer es ir con cuidado, vosotros particularmente y el periódico. Y esperar. No tratéis de andar a saltos ni demasiado deprisa. Tened cuidado y no seáis demasiado ambiciosos.
Woodward distaba mucho de quedarse tranquilo con las afirmaciones de su amigo. Dijo que necesitaba más detalles si quería comunicarlo todo a los demás del periódico que, aunque también estaban incluidos en el menú, no llegarían a ser devorados. «Garganta Profunda» movió la cabeza indicando que no podía decir mucho más.
¿Qué había del nombramiento de Gray? ¿Tenía algún sentido?
«Garganta Profunda» dijo que sí, y muchísimo, pese a que significaba un gran riesgo.
—A principios de febrero, Gray fue a la Casa Blanca y dijo efectivamente que «estoy aguantando el golpe de Watergate». Estaba muy enfadado y dijo que había cumplido a la perfección con su trabajo y que había contenido la investigación dentro de límites juiciosos, que jugaban limpio con él colocándolo allí para que lo aguantara todo. Dio a entender que todo podía irse al diablo si no estaba en condiciones de permanecer constantemente en su cargo y, consecuentemente, las riendas podían escapar un día de su mano. Nixon pudo llegar a pensar que se trataba de una amenaza, aunque Gray no es de ese tipo de personas. Pero por la razón que sea, el caso es que el Presidente accedió rápidamente y envió el nombre de Gray al Senado. Muchas personas de la Casa Blanca se oponían a ello, pero no pudieron evitar que el Presidente cumpliese su voluntad.
Así que el bueno de Pat Gray había montado un chantaje sobre el Presidente.
—Yo jamás he dicho eso —se echó a reír «Garganta Profunda». Dio a sus ojos un exagerado aire de inocencia[65].
¿Qué sabía sobre el reportaje de la revista Time? ¿Sabía Gray lo del control y las grabaciones de las conversaciones telefónicas de algunos reporteros y funcionarios de alta categoría de la Casa Blanca?
—La respuesta es afirmativa —dijo «Garganta Profunda» que, precavidamente, añadió que ni siquiera él sabía todo lo que tenía que saber sobre el asunto—. Había un grupo de vigilancia, de entrada y salida de información, que controlaba las grabaciones de las llamadas que llegaban y las que se hacían afuera. Entre las grabaciones se cuentan algunas tomadas a Hedrick Smith y a Neil Sheehan, del New York Times, después de la publicación de los «Documentos del Pentágono». Pero las cosas habían comenzado ya con anterioridad. Se suponía que todas las grabaciones y ficheros habían sido destruidos.
Explicó que las grabaciones de las conversaciones telefónicas las habían llevado a cabo exagentes del FBI y de la CIA, cedidos o contratados al margen de los canales oficiales. Mardian había dirigido la parte final de la operación del Departamento de Justicia para la Casa Blanca. El caso Watergate no era nada nuevo para la administración, continuó «Garganta Profunda».
Hubo una reunión, en la que se discutió la estrategia a elegir, en la cual Haldeman presionó a Mitchell para que pusiera en marcha una acción de control de teléfonos al servicio de la campaña. Mitchell vaciló, pero Haldeman insistió. Mitchell recibió instrucciones del Jefe de Personal de la Casa Blanca para que traspasara parte de la operación de vigilancia de la Casa Blanca a la campaña electoral. Con esto se refería a Hunt y Liddy.
—En 1969 el principal objetivo de esta agresiva campaña de controles telefónicos y grabaciones fueron los reporteros y los miembros de la administración sospechosos de deslealtad —dijo «Garganta Profunda»—. Después, el énfasis se trasladó a la oposición política más radical durante la oleada de protestas antibélicas. Cuando se aproximó la época de las elecciones, resultó ya natural controlar a los Demócratas. Las detenciones de Watergate sacaron de sus casillas a todos, porque ello podía poner al descubierto la totalidad del programa.
«Garganta Profunda» y Woodward saborearon otro scotch, cada uno aprovechando el confort poco familiar de su nuevo lugar de cita. Woodward se preguntó si su amigo, realmente, no estaba flirteando intencionadamente con el peligro de ser descubierto. ¿Deseaba que le cogieran para así tener la oportunidad de poder hablar públicamente? ¿Había una de esas raras relaciones odio-amor con su servicio al gobierno? Woodward fue a iniciar la pregunta pero se contuvo. Le bastaba con saber que «Garganta Profunda» jamás trataría falsamente con él. Algún día todo se podría explicar.
Las bebidas eran baratas en ese bar. Woodward dejó un billete de 5 dólares sobre la mesa y fue el primero en salir.
A la mañana siguiente los dos reporteros estudiaron las notas de Woodward. Estaban pensando en la posibilidad de un reportaje que, como el del 10 de octubre, fuese el relato de la masiva campaña de espionaje, con el caso Watergate en el fondo de la perspectiva. Algo así como que el allanamiento del Watergate sólo había sido un pequeño detalle, una parte ínfima de una campaña masiva, en el año electoral; espionaje y sabotaje, esfuerzo encubierto para conseguir la reelección presidencial; todo esto, a su vez, formando parte de un programa aún más amplio, dirigido por los hombres del Presidente casi desde el principio, contra aquéllos que a su juicio resultaban peligrosos para la administración.
Pero para hacerlo, los periodistas necesitaban más detalles, ejemplos y otras fuentes que pudieran confirmar lo sucedido.
La audiencia para la confirmación de Gray en su cargo se fijó para comenzar el 28 de febrero.
La noche anterior, Bernstein estuvo hablando con Tom Hart, un joven colaborador del Senador Robert Byrd, de Virginia Occidental, que era el encargado de velar por la disciplina de la fracción Demócrata en el Senado y, también, miembro del Comité Judicial. Hart había establecido un archivo con todos los reportajes y artículos publicados en revistas y diarios y de ellos había entresacado una lista de contradicciones y preguntas sin respuesta sobre el Caso Watergate.
Esas cuestiones se hicieron circular entre miembros destacados de Comité. Se dijo que mientras no fueran contestadas satisfactoriamente, y confirmadas por pruebas procedentes de los archivos del FBI sobre el caso Watergate, Gray debería permanecer en el estrado de los testigos. Incluso aunque el Comité Judicial informara favorablemente sobre el nombramiento, Byrd estaba dispuesto a usar su gran influencia en el Senado para oponerse a él en tanto que las contradicciones no se aclararan.
La audiencia comenzó el 28 de febrero, con la declaración de Gray, que insistía en que la investigación del caso Watergate había sido especial y masiva, abierta por completo a la prensa y sin barreras de contención. Después, sin ser preguntado, declaró voluntariamente que había entregado los archivos de la investigación a John Dean y que no estaba en condiciones de asegurar que Dean no se los hubiese mostrado a Segretti.
Los senadores se quedaron atónitos. Woodward se alegró enormemente de que Bernstein no estuviera allí para oír el testimonio de Gray. Bernstein había venido defendiendo la idea, durante meses, de que debían escribir un reportaje contando que Dean había recibido esos ficheros del FBI. Woodward no había creído que eso resultara importante y esto precisamente era lo que Gray estaba tratando de demostrar con poco resultado. Ofreció entregar los ficheros del caso Watergate a los senadores. Pero la impresión de que Gray había actuado como una especie de ayuda de cámara de Dean, un hombre veinte años más joven que él, ya no pudo ser alejada. Se vio claro desde el primer momento que el interrogatorio de Gray iba a convertirse al mismo tiempo en un interrogatorio, aun cuando fuese indirecto, de Dean.
Al día siguiente, jueves, Bernstein leyó la ficha personal de Dean. Éste, que había pasado a hacerse cargo del contenido de la caja de caudales de Howard Hunt después del 17 de junio, tardó al menos siete días en entregárselo al FBI. Había una anotación que indicaba que dos agendas, propiedad de Hunt, no figuraban en la lista del inventario hecho por Dean. Un abogado del Ministerio de Justicia dijo a Bernstein que la fiscalía sólo oyó hablar de ellas el 11 de octubre, cuando Hunt pidió por escrito que le devolvieran las pertenencias personales que había dejado en la oficina.
Se lo dijo a Bernstein:
—La Casa Blanca afirma que jamás se vieron allí tales agendas. No sabíamos qué pensar. Ni lo sabemos todavía.
Bernstein llamó al abogado de Hunt, William Bittman. Éste confirmó la historia y dijo a Bernstein que las agendas contenían nombres y direcciones que, según habían dicho los fiscales, podrían conducir a otras personas implicadas en la conspiración del Watergate.
—Creíamos que el FBI tenía tales agendas y que las había usado en su investigación. Se iba a proceder a una apelación basada en que el caso había sido manipulado por el gobierno, ya que la información procedía de material (las agendas) obtenido en un registro ilegal. Iba a llamar a Dean y otras personas de la Casa Blanca para demostrar que Hunt estaba usando su oficina todavía en el mes de junio y que no había abandonado sus pertenencias en la Casa Blanca.
—Cuando nos dimos cuenta de que el FBI jamás había tenido las agendas —continuó—, el asunto perdió su sentido y significado. Todo lo que puedo decir es que… aquel jaleo resultaba extraño. No sabía a dónde quería ir a parar —terminó William Bittman.
Bernstein le preguntó si Hunt creía que las agendas podían resultar tan importantes como para fundamentar una acusación contra algunos altos personajes.
—Supóngalo usted mismo —le respondió Bittman—. Suficientemente valiosas para que alguien deseara su desaparición.
El día 2 de marzo, en una conferencia de Prensa convocada de forma imprevista por el Presidente, Nixon declaró que haría uso del privilegio del ejecutivo para oponerse a la petición de que Dean declarara ante Gray. Así la historia de las agendas desaparecidas y del papel que representó Dean al entregar el material de la caja de caudales de Hunt, quedaba al margen del asunto.
Cuatro días después, Gray dijo a los senadores que estaba «convencido de manera inalterable» de que Dean no se había quedado con nada de la caja de Hunt. Casi simultáneamente, la Casa Blanca hacía una declaración confirmando que Dean había entregado todo su contenido[66]. Pero el asunto quedó pronto eclipsado por el desarrollo posterior de los interrogatorios que pusieron al descubierto cosas muy interesantes.
Por la tarde, un grupo de reporteros entre los que estaba Woodward, entraron en la antesala de Tom Hart y recogieron copias de algunos documentos que Gray había suministrado; respondían a requerimientos anteriores del senador. Uno de ellos llevaba el título: «Interrogatorio de Herbert W. Kalmbach».
«El señor Kalmbach dijo que en agosto o septiembre de 1971 el señor Dwight Chapin entró en contacto con él y le informó que el capitán Donald H. Segretti, estaba a punto de licenciarse del servicio militar y que tal vez podría ser de utilidad al Partido Republicano».
Todo figuraba allí. En el interrogatorio, Kalmbach admitió que había pagado a Segretti para que llevara a cabo actividades clandestinas, siguiendo instrucciones de Chapin. Con un paso que no cabía desandar, Gray había minado la rotunda afirmación de inocencia de la Casa Blanca. Y, al mismo tiempo, ayudaba a restablecer el crédito de la veracidad del Washington Post.
Bernstein y Woodward tuvieron dificultades para terminar el artículo sobre Gray antes de la hora de cierre de su periódico. Periódicos, agencias de información, estaciones de radio y televisión no cesaban de telefonear pidiendo los comentarios del periódico sobre la reivindicación de que había sido objeto. Reivindicación fue la palabra usada por casi todos los que llamaron al Washington Post.
El artículo de Bernstein y Woodward reflejaba diez meses de continua rabia y frustración creciente. Fueron citando, una tras otra, textualmente, todas las negativas de la Casa Blanca siempre que se mencionaba a uno de los hombres del Presidente. Aunque inintencionadamente, el artículo era mortal como el hacha de un asesino. En la parte superior de la primera página del periódico, a tres columnas, aparecía el título:
EL JEFE DEL FBI DICE QUE LOS AYUDANTES DE NIXON PAGARON A SEGRETTI…
En el texto se intercalaron grandes fotografías de Chapin, Kalmbach y Segretti. La desafortunada combinación de su colocación y los pies que acompañaban a las fotos, daban la impresión de llevar la peor intención del mundo:
Chapin: informó que podía contarse con Segretti… Kalmbach, un simple agente pagador… Segretti: relacionado con el equipo de Nixon.
Con la excitación del momento, el efecto pasó desapercibido para el Post pero no en la Casa Blanca. Sus funcionarios y los de otros departamentos dijeron a los reporteros que la forma con que el periódico había presentado la información se había granjeado para el Post más odio que cualquier otra cosa.
Bradlee generalmente era muy sensible para este tipo de cosas; pero se había complacido demasiado con los acontecimientos del día y lo demás se le fue de las manos.
Entre una y otra llamada, que se sucedían de continuo, pidiendo entrevistas y declaraciones, iba de un lado para otro de la redacción, golpeando satisfecho y alegre en la espalda a Rosenfeld; trató de estrechar la mano a Sussman (que estuvo a punto de perder su pipa) y proclamó a los cuatro vientos y con toda ironía, que Pat Gray acababa de rescatar a la Prensa libre.
Durante las dos semanas siguientes, los reporteros observaron sorprendidos cómo, día tras día, Gray estaba testificando la ineptitud —cuando no la negligencia criminal— de su supervisión de la investigación del FBI. La implícita sugestión de «Garganta Profunda» de que Nixon había temido presentar el nombramiento de Gray se fue haciendo cada vez más plausible a medida que el designado iba dando muestras de un candor verdaderamente peligroso.
El día 22 de marzo, Gray testificó que John Dean probablemente había mentido cuando dijo al FBI, el 22 de junio del año anterior, que no sabía si Howard Hunt tenía un despacho en la Casa Blanca. La Casa Blanca pronunció una declaración que negaba inequívocamente la acusación de Gray; y Dean, por su parte, pidió una corrección.
El día antes, las citaciones y demandas presentadas por el CRP contra los reporteros del Washington Post, habían sido rechazadas por el Tribunal.