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La noche del 28 de septiembre, Bernstein estaba aguantando algunas quejas bien intencionadas de los linotipistas por su nueva costumbre de hacer cambios a última hora en sus artículos o decidir insertar en ellos nuevos párrafos. El sonido del teléfono significó, pues, un cierto alivio, cuando interrumpió la conversación.

Quien llamaba se identificó como un abogado del Gobierno que no tenía nada que ver con la investigación del caso Watergate. Dijo que creía disponer de alguna información que podría tener, o no, algo que ver con las cosas sobre las que Bernstein y Woodward estaban escribiendo.

Tales llamadas se habían venido haciendo cada vez más frecuentes, aunque en la mayor parte de los casos los «informes» que recibían los periodistas eran más bien peticiones o insinuaciones de que el Post debía investigar determinadas teorías sobre las muertes de John Kennedy, Mary Jo Kopechne, Martin Luther King y otros.

En cuanto a las «informaciones» relacionadas con el caso Watergate, habían investigado sobre docenas de ellas que habían resultado inconsistentes o faltas de fundamento[21].

El abogado que en esos momentos estaba al teléfono, le dijo que tenía un amigo al que se le había pedido «… de modo poco usual que trabajara en pro de la campaña de Nixon».

Bernstein puso una hoja de papel en la máquina de escribir y empezó a tomar notas.

El comunicante dijo que su amigo se llamaba Alex Shipley y era ayudante del Fiscal General del Estado de Tennessee y residía en Nashville. En el verano de 1971, un antiguo compañero del Ejército le pidió que se uniera a él para trabajar en la campaña de Nixon.

—En esencia la propuesta era que se iba a formar un equipo de gente cuyo trabajo consistiría en crear desorden en la campaña de los Demócratas durante las elecciones primarias. El hombre le dijo a Shipley que había disponible una cantidad de dinero verdaderamente ilimitada.

El informador no sabía cómo se llamaba el hombre que entró en contacto con Shipley.

—Era abogado. La idea era ir de un lado para otro, a algunas ciudades y esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Por ejemplo, si los candidatos demócratas alquilaban una sala para celebrar un mitin, el contratado debía ponerse en contacto con el propietario de la sala y decir que el acto había sido aplazado y así, cuando llegaban los candidatos, se encontraban con la puerta cerrada.

Shipley le había contado la historia «en el curso de una conversación de borrachos con motivo de una excursión campestre» y no recordaba más detalles. En la época que su amigo recibió la propuesta, seguía en el Ejército y estaba destinado en Washington. Habló con gentes que habían trabajado para el exsenador Albert Gore, de Tennessee.

—Éstos le aconsejaron que siguiera en contacto con el tipo de la oferta para ver si podía descubrir dónde iba a parar todo eso.

El informador no sabía qué sucedió después.

Como a disgusto, le dio a Bernstein su nombre y su número de teléfono, pero con la condición de que nunca fuera identificado como fuente para ulterior investigación. Bernstein se lo prometió así, le dio las gracias y le rogó que siguiera en contacto con ellos.

Bernstein consiguió el número de teléfono de Alex Shipley en la centralita de información de Nashville, pero nadie contestó a su llamada.

Al día siguiente Bernstein le mostró sus notas a Howard Simons y le dijo que estaba convencido de que la información —aunque evidentemente sólo en esbozo— era importante. Por sí solo, aislado, el caso de la escucha clandestina en el Watergate tenía poco sentido, sobre todo si se tiene en cuenta que había sucedido cuando la campaña de Nixon se hallaba en su momento álgido. Pero si formaba parte de algo más extenso, la cosa era distinta; entonces sí podía tener sentido, dijo Bernstein. Y había pruebas de la existencia de un esquema más amplio, aun cuando la información resultaba inconexa.

Entre las cosas de que estaba enterado se contaba el intento de penetración en el cuartel general de McGovern, la investigación realizada por Hunt sobre Teddy Kennedy, otra investigación realizada por McCord sobre la vida de Jack Anderson, el esfuerzo de Baldwin por infiltrarse en la Asociación de «Veteranos del Vietnam contra la Guerra», la investigación de Hunt sobre las infiltraciones en los medios de información, y el hecho de que McCord alquilase una oficina cerca del cuartel general de la campaña de Muskie. Tal vez la Casa Blanca estaba mezclada de modo más profundo en estos asuntos de espionaje político y durante más tiempo de lo que la gente creía. El caso Watergate podía haber sido planeado antes de que la reelección presidencial tuviera tantas posibilidades de éxito. Y tal vez alguien descuidó conectar los aparatos de escucha.

Simons se mostró interesado y le pidió a Bernstein que tratara de encontrar a Shipley lo más pronto posible. El director compartía la afición de Bernstein a elaborar proyectos basándose en detalles casi esquemáticos. Al mismo tiempo iba con cuidado y se mostraba precavido sobre lo que se imprimía. En más de una ocasión les dijo a Woodward o a Bernstein que era mejor aplazar la publicación de una historia o, en caso necesario, retirarla en el último momento si existían dudas. «No me importa que sea una frase, una palabra, un párrafo, todo el reportaje o incluso una serie de reportajes —dijo—. En caso de duda, no publicarlo».

Como reportero científico, Simons había conseguido un importante premio periodístico, y se convirtió en el segundo de a bordo del Post un año antes. Era un hombre inteligente, sensible, con larga nariz, cara delgada y ojos hundidos, que tenía más bien el aspecto de un profesor de Harvard, siempre con la regla de cálculo entre el cinturón y los pantalones. Pero era un hombre hábil, con una gran sensibilidad y un frágil humanismo que servía de adecuado contrapunto a Bradlee. Éste era más parecido a Woodward: le gustaba disponer cuanto antes de información consistente, sensacionalista, y se mostraba impaciente ante las teorías.

Bernstein trató de despertar el interés de Woodward en la historia de Shipley, pero su compañero se mostró escéptico.

Aquella misma noche, Bernstein fue a casa de Shipley. Éste pareció complacido y sorprendido de que un reportero mostrara tanto interés por el intento de que fuera objeto de reclutarlo para la campaña.

—El trato que se me ofreció era bastante astuto —dijo Shipley—. Debíamos decir que estábamos trabajando para fulano de tal, con los demócratas, cuando en realidad lo estábamos haciendo en favor de Nixon. Por ejemplo, mi trabajo debía consistir en acudir a una de las reuniones de Kennedy, donde debía decirle a uno de sus partidarios: «Estoy con vosotros. Queremos colocarte en un empleo en la oficina de Muskie, y cuando sepas algo, me lo harás saber y yo se lo pasaré a Kennedy».

En cierta ocasión le habían dicho a Bernstein que la CIA operaba de esta forma a gran escala. Se le llamaba «cambio de mente», pero en la Agencia se la conocía como «Operación Negra».

Shipley continuó:

—Se me dijo que habría todo el dinero necesario —continuó Shipley—. Personalmente, me ofrecieron el cielo y la tierra. Gastos, dietas, un buen salario. Yo estuve trabajando para él.

Shipley no quiso dar el nombre hasta después de decidirse a relatar toda la historia.

—Estuve pensando en que alguna vez habría de contarle el asunto a alguien. Hace unos seis meses hice un pequeño resumen de todo lo ocurrido, para mí mismo, y lo tengo en mi despacho. Allí están las fechas. Y le diré todo lo que pueda recordar.

Antes de hacerlo, sin embargo, deseaba obtener permiso de su jefe. Creía que éste lo aprobaría. El Fiscal General de Tennessee era demócrata como él. Esto, desde luego, era lo que daba un aspecto más extraño a la cuestión del intento de captación.

—Cuando esa persona vino a mí, le dije que yo tenía una fotografía de Franklin Roosevelt en la pared de mi cuarto desde niño. ¿Por qué, pues, iba a trabajar para ellos? Me respondió que podía ser muy bien por una simple razón de conveniencia. «Podemos hacer mucho por ti». Como yo prefería a los demócratas, no le hice demasiado caso.

Aparte de las palabras de aquel hombre, Shipley no tenía otras pruebas de que el ofrecimiento le hubiera sido hecho en nombre de las fuerzas que dirigían la campaña para la reelección de Richard Nixon. Había conocido al hombre en el Ejército.

—Mi impresión era que no podía ser muy efectivo como espía y esas cosas. Pero me afirmó que trabajaba para Nixon.

Bernstein no deseaba presionar, todavía, para conseguir el nombre del reclutador.

A la mañana siguiente volvió a llamarle. El Fiscal General, demócrata, de Tennessee, le había dicho a Shipley que hiciera lo que creyera justo y éste había tomado sus notas. Entonces mencionó el nombre de quien había entrado en contacto con él: Donald Segretti.

—El primer contacto conmigo lo tuvo, por teléfono, el 26 de junio de 1971. Me llamó y me dijo que estaría en Washington y lo invité a cenar en mi casa ese día. En esa noche no me dijo nada. El 27 nos encontramos a la hora del desayuno y fue entonces cuando me hizo la propuesta por primera vez. Me preguntó si me interesaba el asunto, ya que estaba a punto de dejar el ejército. Ambos estábamos a punto de licenciarnos. Éramos capitanes del Cuerpo Jurídico General y ninguno de nosotros había previsto nada para después. Él me dijo que el objeto de su viaje a Washington había sido celebrar una entrevista con el Departamento del Tesoro con miras a un empleo.

Bernstein escribió una nota para uso personal: «Tesorería-Liddy». Gordon Liddy, en efecto, había trabajado en ese departamento antes de incorporarse al personal de la Casa Blanca, más o menos por las fechas en que ocurrió lo que Shipley le estaba relatando.

La mañana del 27 de junio de 1971, Shipley acudió al Georgetown Inn a recoger a Segretti para llevarlo al aeropuerto Dulles.

—De camino hacia Dulles —dijo—, me preguntó: «¿Te gustaría trabajar en una operación haciendo un poco de espionaje político?». Le pregunté de qué me estaba hablando. Y explicó: «Supongamos que acudimos a una reunión política de Kennedy y nos encontramos con un ardiente defensor de su campaña. Le dices que tú también eres partidario de Kennedy, pero que trabajas entre bastidores y que necesitas que te ayude. Lo envías entonces a trabajar con Muskie, para llevar sobres de propaganda electoral o cualquier otra cosa parecida y lo utilizas para transmitir información. Las personas captadas así creerán que están haciendo algo en favor de Kennedy y contra Muskie, pero en realidad usarás la información conseguida para otros objetivos». Era algo extraño. Cuando llevábamos recorridas las tres cuartas partes del viaje al aeropuerto, le pregunté: «Bien, ¿y para quién estaremos trabajando nosotros?». Me respondió que para Nixon. Me sentí sorprendido, porque lo que me estaba describiendo debía llevarse a cabo durante las elecciones primarias de los Demócratas.

—El propósito principal —continuó Shipley— era que los demócratas no pudieran presentar un frente unido después de descubrirse una serie de trucos en la campaña para la elección de su candidato. Me dijo que lo que debíamos hacer era causarles los estragos suficientes como para que no pudieran reponerse. Le respondí: «Bien, la cosa parece interesante. Déjamelo pensar».

La semana siguiente, Segretti volvió a llamar a Shipley desde Fort Ord (California) para renovarle la oferta.

—El viernes 1 de julio —continuó Shipley—, fui y tuve una entrevista con un amigo que había trabajado para el ayudante administrativo del senador Albert Gore y le pregunté qué debía hacer. Le dije que en realidad no tenía demasiado interés en ello, pero me preguntaba si podía servir de alguna ayuda a los demócratas haciéndoles el juego o si debía rechazar la oferta de inmediato. Su recomendación fue: «No te metas hasta el cuello en el asunto, pero tampoco digas que no; sigue hasta ver qué puedes sacar en claro». El 19 de julio Segretti me llamó y me dijo que pensara en otros cinco hombres con los que debiera entrar en contacto (para incorporarlos a la operación). No recuerdo si le di algún nombre o no. El domingo 25 de julio me llamó desde Chicago y me dijo que había hecho la misma propuesta que a mí a otro capitán del ejército, Roger Lee Nixt, que estaba destinado en el Cuartel General del V Ejército, con sede en Chicago, según creo recordar. Me dijo que quería tomar el avión y venir a Washington para hablar conmigo… ¿El motivo de la conversación? Quiero saber si estás conmigo o no.

—Cuando hablamos —siguió Shipley con su relato— le pregunté qué era lo que deseaba que hiciera y me respondió: «Reclutar gente… Ser imaginativo».

Subrayó que a las personas a quienes pudiera interesar debería preguntarles si estaban en condiciones de viajar. Me explicó también que si trataba de contar principalmente con abogados era para subrayar que no se trataba de nada ilegal.

—No presentó la cosa como una operación peligrosa y de gran alcance, y más bien subrayó lo mucho que nos divertiríamos…

Dijo que cuando estaba prevista Una reunión de un candidato, por ejemplo a las siete de la tarde en un teatro o sala de una ciudad:

—… puedes telefonear fingiendo que eres el director de la campaña del candidato en cuestión y que tienes noticias de que unos gamberros, hippies o lo que sea, intentan causar problemas, por lo que la reunión se aplaza de las siete, hora en que estaba prevista, a las nueve; así, cuando el candidato se presenta para pronunciar su discurso, se encuentra con la puerta cerrada…

El 28 de julio, Segretti telefoneó de nuevo a Shipley y le pidió que tomara el avión de Atlanta para ayudarle allí en el alistamiento de otro excapitán jurídico, Kenneth Griffiths. Pero Shipley no fue.

La última vez que tuvo noticias de Segretti fue el 23 de octubre de 1971.

—Me llamó desde California y me pidió que comprobara cómo le iban las cosas a Muskie en Tennessee… Cada vez que me pedía algo, yo le respondía que lo haría, pero jamás hice nada para él.

¿Sabía Shipley dónde entrar en contacto con Segretti, dónde vivía?

—Hace dos semanas traté de conseguir su número de teléfono en Los Ángeles, pero no figuraba en la guía. Me dijo que pensaba formar parte de una firma de abogados con el nombre de «Young y Segretti», que según él sólo sería una tapadera, pues en realidad pensaba dedicarse al trabajo político.

Shipley había terminado con sus notas. Bernstein le pidió que tratara de recordar sus conversaciones con Segretti con mayor detalle.

—En cierta ocasión, Segretti me dijo que resultaría conveniente tener una tarjeta de identidad falsa para viajar bajo otro nombre, cosa que haría más difícil que pudieran encontrarnos. Me dijo que pensaba usar el seudónimo de Bill Mooney. Y de paso me preguntó por qué no pensaba yo un buen nombre para mí y me hacía con un carnet a ese nombre. Le respondí que yo no era precisamente un experto en ese tipo de cosas. Me dijo, también, que se ocuparía de mí después de la reelección de Nixon y que me buscaría un buen enchufe en el gobierno. Le pregunté: «¿Cómo se van a ocupar de ayudarnos después, si nadie sabe lo que estamos haciendo?». Y Segretti me respondió: «Nixon sabe que algo estamos haciendo. Se trata de un trato típicamente político: “No me digas nada y así no sabré nada”».

¿Hasta qué punto estaba seguro Shipley de que Segretti trabajaba para la campaña de Nixon?

—La verdad es que no sé siquiera si trabajaba para Nixon —dijo—; no tengo la menor prueba. Podría haber estado trabajando igualmente para Kennedy, Muskie o cualquier otro, por lo que sé.

Pero Segretti le había dicho a Shipley que si trabajaba con ellos en la operación esto le llevaría a conseguir un empleo permanente en la administración.

Bernstein le preguntó a Shipley si sabía algo de los otros con los que Segretti entró en contacto.

Peter Dixon, un abogado de San Francisco.

—Todos los demás, cuyos nombres tengo en la lista, estuvieron juntos en Vietnam como capitanes del Ejército, en el 68 o el 69. Nixt trabaja para una firma de abogados en Denison, Iowa, según creo. Griffiths sigue todavía en Atlanta.

¿Se acordaba de algún otro detalle?

—Bien, Segretti me dijo que los que entraron en contacto con él para incorporarlo a la operación eran de Los Ángeles. Podría tratarse de compañeros de la Escuela de Leyes o viejos amigos de la familia, no tengo la menor idea. Jamás me mencionó nombre alguno. Me dijo que yo tampoco tendría que decirle a él los nombres de los que colaborasen conmigo… Añadió que deseaba crear una red que cubriera todo el país. Francamente, no creo que pueda lograr una cosa semejante. No es un hombre capaz de eso: le falta la adecuada personalidad. Es un tipo pequeño, con una gran sonrisa permanente y aire inocente.

Bernstein le pidió una descripción física más amplia de Segretti:

—Enjuto, con cara de niño. Un metro setenta, y unos setenta kilos de peso.

Shipley no sabía mucho de las ideas políticas de Segretti.

—Siempre pensé que era liberal, pero lo cierto es que no recuerdo haber tenido con él ninguna discusión sobre política. Segretti dijo que él sería «más o menos el jefe coordinador para todo el país», pero un gran número de las cosas que se proponía hacer no me parecían tan efectivas. Dijo, por ejemplo, que tomaría un apartado de Correos en Massachussetts, bajo el nombre del «Comité de Seguridad en Carretera de Massachussetts», para conceder una medalla a Teddy Kennedy[22].

»Una de las cosas que me llamaron la atención fue que siempre parecía estar muy bien de dinero. Se pasaba el tiempo volando de un extremo a otro del país. Me dijo que el dinero no era problema, que la gente para la que trabajaríamos quería resultados y no les importaba pagar bien por ellos.

Shipley le preguntó quién financiaba todo eso, pero Segretti le había dicho:

—«No me preguntes nombres porque no voy a decírtelos». Me dio la impresión de que se trataba de un espléndido colaborador financiero, pero no un hombre del gobierno.

Bernstein le pidió a Shipley qué no hablara del asunto con nadie más y llamó a Woodward a su casa. Estaban en buen camino le dijo. Harían falta algunos días más, pero la historia presentaba un buen cariz. En esa ocasión, Woodward se mostró intrigado.

Los números de teléfono de Kenneth Griffiths, Roger Lee Nixt y Peter Dixon figuraban en las guías telefónicas correspondientes.

Nixt no quiso ni hablar del asunto.

—Todo lo que tuve fue una conversación al respecto con Don (Donald Segretti). Es un amigo y por consideración hacia él no estoy dispuesto a discutir el asunto… Yo no hice nada… Sí, me propuso realizar cierto trabajo en pro de la campaña de Nixon, pero le repito que no quiero hablar del asunto.

En casa de Griffiths, en Atlanta, nadie respondió al teléfono. Sólo quedaba Dixon en San Francisco. Su secretaria dijo que había salido de excursión campestre, pero que se esperaba que esa misma tarde llegara a Reno, Nevada, a casa de su amigo Paul Bible.

—¿El hijo del senador? —preguntó Bernstein.

—Sí —fue la respuesta.

Había sido una gran suerte. El senador Alan Bible, de Nevada, y su familia habían vivido puerta a puerta con la familia de Bernstein, en Silver Spring, Maryland, durante más de doce años. Paul tenía un par de años más que Bernstein, pero se conocían bien y de chavales habían jugado al fútbol juntos en la calle. Recordaba cuando Paul recibió su «Chevy Impala» modelo 58, un coche deportivo negro y bajo, que le había hecho sentir envidia.

Llamó a Bible en Reno y le explicó el asunto en que trabajaba. Estaba seguro de que Paul le ayudaría.

Bible se mostró más que sorprendido. ¿Segretti? No podía imaginarse nada semejante. También Bible había servido en el Ejército con Don y dijo que no le parecía hombre capaz de meterse en tales cosas. Le dijo que le diría a Dixon que le llamara en cuanto llegara y, mientras, le dio los nombres de otros oficiales que también habían servido con ellos en la unidad de Segretti.

Dixon lo llamó desde la casa de Bible.

—Don me llamó —le explicó— y me preguntó si estaba interesado en llevar a cabo un trabajo en favor de la reelección del Presidente… «Mira, Don», le respondí, «no me interesa nada la política. Y no soy republicano, desde luego». No volvió a insistir.

Dos personas que reconocían haber sido contactadas por Don Segretti. Bernstein logró ponerse en contacto con Griffiths, después de dos intentos más. Tampoco éste quería hablar de sus tratos con Segretti. Habían comido juntos y habían hablado sobre la campaña. Segretti había tratado de reclutarlo para hacer algo por la reelección presidencial. En la conversación salió a relucir la palabra «subterráneo» o underground, no recordaba exactamente cuál de ellas.

—Le dije —terminó Griffiths— que, aunque me gustaría mucho poder hacer algo por el presidente, no tenía tiempo para hacer otra cosa que enviar una contribución en dinero para su campaña.

Entre una y otra llamada, Bernstein trató de hallar el número de Donald Segretti. No figuraba en los listines de Los Ángeles. Tampoco existía ninguna firma de abogados bajo el nombre «Young & Segretti». Había, sin embargo, algunos otros Segretti. Después de varias llamadas dio con la señora A. H. Segretti, en Culver City. Le dijo que era la madre de Don.

En esa ocasión Bernstein prescindió un poco de las reglas. El Post mantenía con toda firmeza la política de que sus reporteros jamás encubrieran su identidad. Pero en esta ocasión no le dijo a la madre de Segretti que trabajaba para el Washington Post. Le dejó dos números de teléfono, el de su apartamento y el de Woodward. Pero se olvidó de decírselo a éste.

Woodward estaba jugando una partida de cartas con un amigo, en su apartamento, cuando sonó el teléfono.

—¿Está Carl Bernstein?

Woodward dijo que no y preguntó quién llamaba.

—Don Segretti.

Woodward se quedó helado. ¿Por qué llamaba Segretti a Bernstein y precisamente a su casa? Bernstein sólo le había mencionado superficialmente su conversación con Shipley y Woodward no estaba lo suficientemente familiarizado con el asunto como para poder presionar sobre el que llamaba.

Hizo una pausa y sólo pudo apuntar una breve exclamación:

—¡Oh!

—¿Dónde está Carl Bernstein? —insistió Segretti.

Woodward se dio cuenta de que estaba perdiendo terreno y trató de recuperarlo. Le dijo que él y Carl eran compañeros, ambos reporteros del Washington Post. Sin dejar que Segretti le quitara la palabra, añadió que deseaban hacerle unas preguntas referentes a unos serios rumores que habían captado en torno a su participación en cierto trabajo subterráneo realizado para la campaña de reelección de Nixon.

—¿El Washington Post? —preguntó Segretti.

A continuación dijo que no tenía la menor idea sobre lo que Woodward estaba diciendo y que, además, estaba demasiado ocupado para perder el tiempo. Y colgó.

Woodward llamó a Bernstein a la redacción de periódico y le preguntó qué estaba ocurriendo. Bernstein estaba furioso consigo mismo. Había perdido una gran oportunidad.

Los dos reporteros comenzaron a pensar qué podían hacer después de todo aquello. Uno de ellos, u otro reportero, debía ponerse inmediatamente tras la pista de Segretti. Llamaron a Sussman que estaba ya en su casa. Éste sugirió que utilizaran al corresponsal del periódico en la Costa Occidental o bien a un stringer recomendado por la redacción de «nacional», Robert Meyers, un joven de 29 años que antes había sido también stringer del Newsweek. El término stringer se usa para designar a un reportero al que contrata un periódico para realizar un trabajo especial en relación con un reportaje o información determinada.

Meyers tenía más aspecto de profesor que de periodista. Pipa, lentes sin montura. Cuando Bernstein fue a verlo a su casa lo encontró metido en el baño. Había seguido muy de cerca el asunto Watergate tal y como lo había publicado el Post y Bernstein le puso al corriente de lo que se refería a Segretti.

Bernstein tuvo que hacer dos llamadas más esa tarde. Una de ellas a la empleada del Hotel Georgetown Inn, para que mirara los archivos correspondientes a la semana del 21 de junio de 1971 y ver si había estado allí un tal Donald Segretti o Bill Mooney. La otra, a casa de Gordon Liddy.

Para hacer esta última Bernstein se fue a un despacho vacío situado cerca de la redacción. Estaba dispuesto a romper las reglas de conducta establecidas por el Post —al menos en esa ocasión— y no quería que Bradlee o cualquiera otro se acercara a su mesa y oyera lo que estaba haciendo. Por otra parte desde ese nuevo teléfono tenía la seguridad de que no estaba controlada su llamada.

Cerró la puerta y marcó el número.

—Gordon… aquí Don Segretti. Creo que estamos metidos en un lío…

Todo lo que deseaba era un destello de reconocimiento, algo así como «¿Qué problema es ése, Don…?».

Desgraciadamente, Bernstein no se había preparado para la posibilidad de que la señora Liddy respondiera al teléfono, como en realidad ocurrió. Preguntó que quién llamaba. Si la señora Liddy había oído con anterioridad el nombre de Segretti no dio muestras de ello. Y si su marido conocía a Segretti, lo más probable era que lo llamara a California y se encontrara con que quien había llamado a su casa haciéndose pasar por Segretti había sido un impostor, posiblemente del Washington Post, porque sus reporteros habían entrado en contacto con Segretti y su familia a primeras horas de ese día.

Bernstein colgó el teléfono a toda prisa.

La llamada siguiente, procedente del Georgetown Inn, confirmó que Donald H. Segretti se había registrado en el Hotel el 25 de junio de 1971 y estuvo allí hasta el 27. No había ficha de las llamadas telefónicas que pudiera haber hecho.

Bernstein renovó el contacto que hiciera en junio cuando trató de establecer los movimientos de los cinco hombres detenidos en el Watergate. Llamó a un empleado de una de las compañías que facilitan tarjetas de crédito, éste, si se le prometía el anonimato, afirmó que podía obtener la ficha de pagos realizados por una determinada persona.

Una tarjeta de crédito deja una estela en hoteles, restaurantes, billetes de avión, etc., con datos sobre fecha, lugar, precio, transacciones. El FBI, cuando se trata de seguir los movimientos de alguien, utiliza generalmente esas fichas, exigiéndolas mediante orden judicial.

Segretti —cuyo nombre en italiano significa «secretos»— había cruzado el país de parte a parte más de diez veces durante la última mitad de 1971, según datos facilitados por su tarjeta de crédito; generalmente no se quedaba en una ciudad determinada más de una o dos noches. Entre las ciudades en las que se había detenido se contaban: Miami, Houston, Manchester, New Hampshire, Knoxville, Los Ángeles, Chicago, Portland, San Francisco, Nueva York, Fresno, Tucson, Albuquerque y, repetidas veces, Washington. La mayor parte de esas ciudades se encontraban en Estados claves para campaña electoral presidencial de 1972; principalmente estados en los que se habían celebrado importantes elecciones primarias. Segretti había ido de ciudad en ciudad, dejando su rastro en estados en los cuales las elecciones primarias de los demócratas se habían realizado en medio de una dura lucha. Así que el registro de sus viajes confirmaba el relato hecho por Shipley.

Bernstein pasó a Meyers la información conseguida sobre Segretti por los reporteros. Éste había rondado el apartamento de Segretti y entablado conversación con sus vecinos. Marina del Rey, donde según las apariencias vivía Segretti, significaba el no va más, el ideal del buen alojamiento para un soltero. Estaba a las orillas del río, tenía saunas, puerto turístico para veleros, campos de tenis, piscinas, había fiestas a la luz de las velas, buenas comidas, cuerpos bronceados, compañía animada y sin demasiados prejuicios. Todo el esplendor de un lugar para solteros acomodados que gustan de vivir lo mejor posible y para quienes el dinero no constituye problema.

Meyers logró subir a la terraza del apartamento de Segretti y echarle un vistazo. Sobre la mesa de la cocina y en el fregadero había platos sucios. El apartamento tenía un aspecto cómodo, confortable; con gruesas alfombras, una chimenea preparada para gas con troncos fingidos; un buen equipo estereofónico; libros, revistas y discos por todas partes. Había una bicicleta con cambio de diez piñones en una especie de hall que parecía conducir al dormitorio.

Dos de los vecinos de Segretti dijeron que éste pareció marcharse con muchas prisas, en su «Mercedes» deportivo blanco, el sábado por la tarde y que había dicho que era posible que no volviera en varios días. No sabían nada de su trabajo, salvo que era abogado y que viajaba mucho. No solía hablar de política.

El garaje, situado en el sótano del edificio en que vivía Segretti, parecía más bien la sala de exhibición de una firma especializada en la venta de coches deportivos, combinada con un garaje de preparación de coches de carrera. Siempre, a cualquier hora del día o de la noche, había alguien que parecía hacer algo en un automóvil. Meyers se pasó mucho tiempo en ese garaje, controlando si volvía el «280 SL» de Segretti, vigilando la plaza reservada para él en el aparcamiento; quería descubrir manchas nuevas de aceite por si había regresado sin que él se hubiera apercibido de ello. Pero el suelo seguía seco: y el correo se acumulaba en el buzón de Segretti.

Por la mañana del jueves, Meyers vio que la cerilla que había colocado disimuladamente en un intersticio de la puerta del apartamento de Segretti, para que se cayese si se abría, estaba en el suelo. Pero no obtuvo respuesta a sus llamadas y el coche de Segretti no estaba en el garaje. Por la tarde Segretti regresó y cuando el periodista llamó a su puerta abrió. Meyers se presentó como reportero del Post. Su periódico, dijo, tenía información de cierto trabajo que Segretti había realizado por encargo de Teddy Kennedy o Hubert Humphrey. ¿Podían hablar sobre el asunto?

Segretti permaneció junto a la puerta y, por unos instante, en silencio. Parecía más joven que sus treinta y un años, como sí estuviera a la mitad de los veinte. Su rostro tenía una expresión amistosa, aunque no sonreía.

Meyers le preguntó si tuvo algún contacto con Kennedy o Humphrey. La respuesta fue: «¡No!».

¿Conocía a Alex Shipley?

—¿Por qué?

Porque el Post tenía información que relacionaba a Segretti con un intento de reclutar a Shipley para realizar un trabajo político encubierto.

—No lo creo —dijo Segretti.

Realmente, ¿no había intentado Segretti reclutar a Shipley durante un viaje en coche al aeropuerto de Dulles, el 27 de junio de 1971, para que hiciera cierto trabajo conectado con las elecciones primarias de Humphrey o de Muskie?

—No me acuerdo.

¿Conocía a Shipley?

—Sin comentarios.

¿No había llamado a Shipley desde Chicago y le había dicho que deseaba hablar con él respecto a un trabajo que estaba en condiciones de ofrecerle?

—No me acuerdo.

Posteriormente, ¿no había vuelto a telefonear a Shipley para pedirle que tomara el avión hacia Atlanta para reclutar a Kenneth Griffiths?

—No lo recuerdo.

Conocía a Shipley, ¿no era así?

—No tengo nada que comentar.

Había llamado a Shipley desde California el 23 de octubre para pedirle que informara sobre la operación de Muskie en Tennessee, ¿no era cierto?

El comportamiento de Segretti siguió siendo afable, suave.

—Eso es ridículo —le dijo a Meyers—. No sé nada en absoluto de lo que me habla. Todo me suena a fantasía de James Bond.

Meyers le preguntó sobre Dixon, Nixt y por qué el Departamento del Tesoro había observado algunos de sus manejos; volvió a preguntarle sobre su trabajo como abogado, sobre sus viajes y sobre Shipley.

Segretti permaneció impasible con una débil sonrisa en sus labios.

¿Qué sabía sobre el nombre de Bill Mooney, una falsa identidad que Segretti había dicho que tal vez usaría? ¿No despertaba ningún recuerdo en él?

—¡Ridículo!

Segretti se dirigió hacia la puerta. Meyers echó mano de su cámara de 35 mm, que llevaba detrás de la espalda, debajo de la chaqueta y le dijo que deseaba hacer unas fotografías antes de marcharse y sin más comenzó a disparar.

Segretti dio marcha atrás, hacia el hall, mientras gritaba:

—¡Nada de fotografías!

Un momento después regresaba y Meyers lo enfocó a la cara. Sólo una más, le dijo. Segretti trató de cogerlo pero el reportero se escabulló; sin embargo después de que el periodista hubiera apretado el obturador una vez más, logró tomarlo del brazo y lo empujó hacia la puerta mientras Meyers seguía fotografiando cuanto podía sin parar.

Meyers se dirigió a un teléfono público. Bernstein estaba hablando con Sussman en el despacho del redactor jefe. Las cosas estaban explotando. En una llamada telefónica de rutina a un funcionario del Departamento de Justicia, para comprobar su información, Bernstein le había preguntado si había oído hablar de Donald Segretti y si sabía algo de él. Había sido una pregunta lanzada al azar.

—No puedo responder a su pregunta porque forma parte de la investigación —le dijo el funcionario judicial.

Bernstein se excitó. Woodward y él habían pensado que eran los únicos que estaban tras Segretti.

No podía hablarse de Segretti, porque formaba parte de los involucrados en la investigación del caso Watergate, ¿era eso?

Exactamente. Pero el funcionario no estaba dispuesto a oír una sola pregunta más sobre Segretti. Bernstein, en vista de esa actitud, volvió a la lista de nombres que tenía que comprobar, escribiendo detrás de cada uno de ellos «no» o «nada».

¿Helbert W. Kalmbach?

—También es parte de la investigación, por lo que tampoco puedo hablar sobre él —dijo el funcionario.

Sloan se había negado a decir si Kalmbach estaba entre los autorizados para disponer de la cuenta depositada en la caja fuerte de Stans. Pero dado que esos fondos estaban destinados a «trabajos de los servicios de inteligencia», era muy posible que Segretti hubiera ido proveyéndose de fondos por ese medio. Shipley había tenido la impresión de que Segretti recibía el dinero de un «gran donante» que no formaba parte del gobierno. Eso podía aplicarse muy bien a Kalmbach que, aunque abogado personal de Nixon, no formaba parte del gobierno.

¿Había alguna conexión entre Segretti y Kalmbach?

El funcionario repitió que no quería decir nada al respecto.

Todas esas cosas las estaban discutiendo Sussman y Bernstein cuando un ayudante de redacción entró en el despacho del redactor jefe para avisarles de que Meyers esperaba al teléfono y que parecía tan excitado como para no poder ni respirar tranquilo.

—¡Dios mío!, he estado a punto de que me peguen por querer tomar unas fotografías[23] —le dijo a Bernstein.

Después logró recuperar el aliento y le pudo poner al corriente de la situación.

Bernstein dijo a Meyers que los agentes federales sabían de la existencia de Segretti. Sussman intervino para hablar con Meyers. Se mostró de acuerdo en que debía volver y tratar de hablar con alguien que conociera mejor a Segretti y enterarse de si los amigos o conocidos de Segretti habían sido visitados, interrogados o contactados de algún modo por el FBI; qué les habían preguntado los federales en el caso de que hubieran sido interrogados y todo aquello que pudieran saber de Segretti.

Parecía que lo más práctico era realizar una visita a la Universidad Southern de California, y a la Escuela de Leyes Boalt Hall, en la Universidad de Berkeley, donde Segretti había estudiado.

Al día siguiente Meyers llamó para decir que cuando Segretti se estaba preparando para su ingreso en la USC, había tenido contactos con algunas personas que posteriormente pasarían a formar parte de la Casa Blanca de Nixon. Entre los que habían acabado su graduación en la USC, se encontraban Ron Ziegler, el secretario de Prensa del Presidente; Dwight Chapin, el secretario particular de protocolo del Presidente, encargado de concertar las citas y entrevistas con éste. Bart Porter, que ocupaba un cargo de importancia en la Casa Blanca, formó parte del equipo de directores y había recibido dinero de los fondos en cuestión; Mike Guhin, un miembro del equipo del Consejo Nacional de Seguridad de Kissinger; Tim Elbourne, que fue ayudante de Ziegler en la secretaría de Prensa, y Gordon Strachan, ayudante político de Haldeman y enlace de la Casa Blanca con el CRP.

Bernstein comenzó a recorrer la redacción del Post en busca de alguien que tuviera un contacto que no fuera meramente superficial con miembros del equipo personal de la Casa Blanca.

Sus esperanzas no eran demasiado grandes teniendo en cuenta las relaciones existentes entre la administración Nixon y el Washington Post. Aquella época feliz, de buenos sentimientos, cuando los reporteros podían saludar con golpes cariñosos en la espalda y codazos de entendimiento a los hombres de Kennedy, en los partidos de fútbol o en los bares a media luz de Georgetown y Cleveland Park, eran cosa del pasado.

Pero Karlyn Barker, una exreportero de la UPI, que se había incorporado a la redacción local del Post el mismo día que lo hiciera Woodward, le dijo que tenía un amigo que había asistido a la USC[24] con algunos de los tipos que trabajaban en la Casa Blanca y se mantenía en estrecho contacto con ellos. Al cabo de algunas horas Barker le extendió una hoja de notas a Bernstein que estaba encabezada con el título:

«NOTAS DE LA GENTE DE LA USC»

Su amigo había conocido a Segretti, a Chapin y a Tim Elbourne desde el preuniversitario. Se refirió a la «Mafia de la USC» en la Casa Blanca y dijo que Segretti y Elbourne habían sido llamados por sus excompañeros de estudios Dwight Chapin y Ron Ziegler para ayudar en los asuntos de la elección de Nixon.

Todos ellos pertenecían a una organización política dentro del campus y se denominaban a sí mismos «Troyanos por un Gobierno Representativo». Los Troyanos llamaban a su sección para las elecciones los «esquiroles» y hacían de todo. Se rompían urnas, se situaban espías en el campo adversario y abundaba la literatura insultante. Ziegler y Chapin se habían incorporado a la campaña de 1962 de Richard Nixon, cuando se presentó para gobernador de California. La campaña estaba dirigida por Bob Haldeman. Después de su graduación, Ziegler, Chapin y Elbourne se incorporaron a la Agencia de Publicidad de J. Walter Thompson, en Los Ángeles, de la cual Haldeman era vicepresidente. Segretti fue convocado a Washington y entrenado para trabajar en la elección presidencial, según la información facilitada por el amigo de Karly Barker.

Bernstein volvió a llamar a su amigo del Departamento de Justicia, que fue el primero en decirle que el nombre de Segretti estaba incluido en la investigación del caso Watergate.

—No, no puedo hablar de él —le dijo el funcionario una vez más—. Así es, aun cuando no esté mezclado directamente en el allanamiento de Watergate… Pero es obvio que se ha tropezado con él en el curso de la investigación… Sí, Segretti supuestamente está asociado con el sabotaje político. He oído un término que lo describe: «ratfucking». Existe una poderosa información, especialmente sobre lo ocurrido antes del 7 de noviembre.

El 7 de noviembre había sido el día de las elecciones.

¿Esa información, involucraba a Dwight Chapin? ¿Había sido él quien contrató a Segretti? ¿O lo había hecho Ziegler? ¿O…?

—No quiero decir absolutamente nada de Ziegler ni de Chapin.

Bernstein sospechaba que había sido Chapin. El funcionario dijo que no trataba de apartar al Washington Post de ninguna de las direcciones que quisiera dar a su investigación.

En ese lenguaje de claves, rudo, que habían desarrollado en sus conversaciones, Bernstein interpretó la observación como confirmadora de que existía alguna conexión entre Segretti y Chapin.

Otra pregunta que hizo a su reservado informador fue: ¿Había tenido algo que ver Segretti con el asunto de la «Carta Canuck[25]»?

El funcionario dijo que tampoco podía hablar sobre esa «carta», pues también formaba parte de la investigación.

Bernstein rebuscó entre el montón de papeles que cubrían su mesa y por fin halló una carpeta de cartón fino sobre la que estaba escrito: «Teléfonos». En junio había comenzado a anotar todos los números de teléfono de las personas relacionadas con sus reportajes sobre el caso Watergate, colocando cada uno de ellos en una cuartilla en la que anotaba las llamadas y su resultado. Empezó a repasar esas hojas para ver quiénes de ellos podían saber algo de Donald Segretti, o el grupo de acción de las elecciones, Dwight Chapin, la «Mafia de la USC», o la «Carta Canuck».

Bernstein había estado leyendo antes los recortes que tenía sobre las elecciones primarias en busca de algunos ejemplos de trucos malintencionados realizados en ellas.

Finalmente se encontró con las notas de una llamada.

¿Ratfuckings? —La palabra pareció haber tocado en un nervio sensible a un abogado del Departamento de Justicia—. Creo que en ese terreno debes llegar hasta la misma cima. Yo me llevé una desagradable sorpresa cuando me enteré de ello. No podía creerlo. ¿Son ésos nuestros servidores públicos? ¡Dios mío!, resulta nauseabundo. Se está usted refiriendo a muchachos que provienen de las mejores escuelas y universidades del país. ¡Hombres que dirigen el gobierno!

Bernstein se preguntó qué querría decir aquello de «hasta la misma cima». Pero no le dieron tiempo a preguntarlo. El abogado en cuestión parecía presa de un ataque de furia.

—Si el Departamento de Justicia encuentra una Ley que poder aplicarles, un jurado podría condenarles por esos actos de gamberrismo y violencia. Es algo absolutamente despreciable. Sería conveniente que escribieras un artículo sobre el tema. Yo me sorprendí tanto que no podía comprenderlo. Se trata de una conducta totalmente inmoral. Increíble en gentes como ésas. Fíjate, por ejemplo, en Hunt. Yo no puedo creer que se encuentre envuelto en esos actos de los «esquiroles electorales». Pero realmente es capaz de todo. Y tiene acceso a la Casa Blanca.

—Y la Prensa —continuó— no ha publicado esas cosas. Se trata de gentes que actúan como si esto fuese Dodge City[26] y no la capital de Estados Unidos. ¡Hunt estaba metiendo pistolas en la Casa Blanca!

Bernstein estaba impresionado. Jamás había supuesto que aquel hombre pudiera sentirse tan indignado.

¿La conexión Chapin-Segretti?

—Mira el asunto con la máxima atención para comprobar que los hechos son ciertos —le aconsejó el abogado.

¿Habían servido los fondos secretos para financiar los actos de violencia de los «esquiroles» en las elecciones?

—Ése es un terreno que puede resultar muy fértil.

Se calmó por un momento, pero su tranquilidad no duró mucho y pronto su voz volvió a sonar irritada:

—¿Para qué demonio querían ese dinero siempre allí, sin control…? Es un escándalo. Pero todo se pondrá en claro en el transcurso del juicio…

¿La «Carta Canuck»?

—La carta de Muskie forma parte del asunto.

¿Kalmbach?

—No quiero mencionar nombres. Han pasado ya tantas cosas que ahora nada me extrañaría ya. Pero todo se aclarará en el juicio; eso es lo mejor que puede pasar, pues así la gente sabrá que se trata de algo cierto y cuál es la auténtica verdad. La fiscalía tiene la verdad y lo que desea es la oportunidad de ponerla al descubierto. Los que trabajan en ello son gente dispuesta a mantenerse firmes.

¿John Mitchell?

—¿Mitchell? No querían llamarlo. Pero estaba allí. No puede decir que no sabía lo que pasaba, porque la estrategia, la estrategia básica, exigía que todo llegara hasta la cabeza. Incluso más arriba del propio Mitchell.

El abogado se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. ¿Más arriba del propio Mitchell? Dwight Chapin no era más que un funcionario, un hombre que había hecho carrera, una especie de criado dignificado de Richard Nixon y de H. R. Haldeman. Pero al menos había tres personas, allí, que estaban más arriba que el propio John Mitchell: John Ehrlichman (tal vez), Haldeman y Richard Nixon.

La estrategia básica exigía que todo llegara hasta la cabeza. Esa frase enervaba a Bernstein. Por vez primera, empezó a considerar la posibilidad de que fuese el propio Presidente de los Estados Unidos quien estuviera al frente de aquellos «esquiroles» de la ilegalidad electoral.

«Cuando yo soy candidato soy yo quien dirijo la campaña», había dicho Nixon después de que sus ayudantes hubiesen actuado chapuceramente, con las elecciones a medio hacer, en 1970.

Sentado en su mesa de trabajo, Bernstein recordó la cita y hubiera deseado que Woodward estuviese allí en aquel momento, pero su compañero se había marchado a Nueva York para pasar el fin de semana. Después de casi cuatro meses de trabajar juntos, se había creado entre ellos una especie de afinidad espiritual. Algunos compañeros del periódico les gastaban bromas diciéndoles que serían ellos los que acabarían por conseguir la dimisión del presidente. ¿Y qué pasaría si ambos, verdaderamente, tenían que enfrentarse con tal situación —no la de obligar a que se marchara el presidente— pero sí obtener pruebas convincentes de que estaba involucrado en el caso?

Bernstein trató de pensar como lo hubiese hecho Woodward de estar en su lugar. ¿Cómo hubiera sido? Había tres abogados que afirmaban que fueron solicitados por Segretti. Pero no había otras pruebas, más que la reacción de enfado de los representantes del Departamento de Justicia. Los tres tenían antecedentes de haber viajado mucho… ¡Todo circunstancial! No había prueba alguna de que se hubiera violado una sola ley.

Todo lo que tenían era circunstancial, pero existían pruebas bastantes para tratar de escribir algo. La regla era: Montadlo todo pieza por pieza, escribid lo que se conozca sólidamente; la imagen conjunta, general, puede esperar.

Bernstein trató de escribir un borrador:

Tres abogados han comunicado al Washington Post que fueron preguntados si querían realizar espionaje político y sabotaje en favor de la campaña de reelección del presidente Nixon; la captación corrió a cargo de un hombre que se halla sometido a investigación por parte del FBI en conexión con las escuchas electrónicas ilegales en el Watergate.

Las palabras «espionaje» y «sabotaje», no debían elegirse a la ligera. Eran términos bélicos. A Bernstein y a Woodward se les había prevenido sobre ello: tanto la Casa Blanca como el CRP consideraban la campaña de reelección del Presidente como una guerra santa.

Bernstein estuvo escribiendo hasta muy entrada la noche. Por la mañana del domingo, regresó muy temprano y llamó a Sussman a su casa. Debía tener redactado el borrador de su artículo para el mediodía y mostrárselo a Sussman. Éste llegó al periódico a eso de las dos, leyó el borrador y, después, por teléfono, se lo leyó a Woodward que seguía en Nueva York.

Sussman y Bernstein querían publicar la historia. Woodward argüía que no poseían los suficientes detalles sobre las operaciones de sabotaje y que tanto sus objetivos como sus propósitos quedaban un poco oscuros. Y, además, las implicaciones no se debían insinuar hasta que se contara con una información más sólida.

Prevaleció el punto de vista de Woodward. Tomaría el primer avión para Washington y trataría de entrar en contacto con «Garganta Profunda».

Así lo hizo. Tomó el último avión que salía para el Este, y desde el Aeropuerto Nacional llamó a «Garganta Profunda» a su casa.

Hacía poco se habían puesto de acuerdo en un nuevo método mediante el cual Woodward podía solicitar encontrarse con él en el garaje sin necesidad de identificarse. Woodward puso su maleta en una taquilla del aeropuerto y comió una hamburguesa. Tomó un taxi hacia un hotel de la parte baja de la ciudad donde esperó diez minutos. Después otro taxi, que le dejó un poco antes del garaje. Hizo a pie la última parte del recorrido y llegó a la 1:30 de la madrugada.

«Garganta Profunda» estaba ya allí y fumaba un cigarrillo. Se mostró satisfecho de ver a Woodward, le estrechó la mano. Woodward le dijo que él y Bernstein necesitaban ayuda, realmente ahora era una ocasión en que verdaderamente les hacía falta. Su amistad con «Garganta Profunda» era auténtica, genuina y no algo artificial o prefabricado. Mucho tiempo antes del Watergate, ya habían pasado muchas veladas hablando de Washington, del gobierno y del poder.

En noches como aquéllas, «Garganta Profunda» le había explicado que la política se había infiltrado en todos los rincones del gobierno, como un brazo fuerte, una mano que todo lo abarcaba y estaba metida dentro de todos los departamentos de la Casa Blanca de Nixon. Algunos ayudantes políticos jóvenes de la Casa Blanca daban órdenes al más alto nivel de la burocracia. Alguien llamó aquello «mentalidad de vergajo». Y se había referido también a la tendencia de los hombres del presidente a jugar sucio y sin reparos. No se preocupaban en absoluto de lo que de sus juegos podía resultar, no sólo para sus adversarios, sino ni para el gobierno mismo y la nación.

No había amargura por su parte. Woodward se dio cuenta de la resignación de un hombre cuyo espíritu de lucha había sido minado por demasiadas batallas, «Garganta Profunda», jamás trataba de inflar sus conocimientos o destacar excepcionalmente su importancia. Por regla general decía siempre menos de lo que sabía. Woodward lo consideraba como un sabio maestro. Era un tipo desapasionado y parecía siempre dispuesto a dar la mejor versión posible de la verdad.

La Casa Blanca de Nixon le estaba hastiando y aburriendo.

—Todos ellos son difíciles de conocer e imposibles de predecir —le había dicho numerosas veces. Pero también desconfiaba de la Prensa—. No me gustan los periódicos —se explicó francamente y sin tapujos. Odiaba la inexactitud y el que las cosas se presentaron veladas en su autenticidad.

Conocía su propia debilidad y estaba dispuesto a admitir sus defectos. Aunque parezca incongruente, era un chismoso incurable, aunque precavido para no lanzar rumores así porque sí, pero fascinado por ellos… Conocía mucha literatura y demasiado a fondo y dejaba que la influencia del pasado lo apartara de sus instintos. Podía ser violento, bebía mucho, más de lo que soportaba. No era bueno en el arte de disimular sus sentimientos y esto, desde luego, no le hacía el hombre ideal para la posición que ocupaba. Watergate le subyugaba; había hecho de él su juguete. Incluso en las sombras del garaje Woodward pudo darse cuenta de que estaba un tanto cargado y que sus ojos parecían inyectados en sangre.

Aquella noche, «Garganta Profunda» parecía más hablador que de costumbre.

—Hay un medio de desanudar el nudo Watergate —comenzó—. Yo no puedo, ni quiero darte nuevos nombres, pero todo parece indicar en la dirección de lo que llaman «Seguridad Ofensiva»… Recuerda que no has sido tú quien ha hecho esas 1 500 entrevistas (del FBI)[27] y no tienes en tus manos más que lo que se deriva de un simple allanamiento. Pero, por favor, mantente equilibrado y haz que tus reporteros lo comprueben todo, porque una gran parte del trabajo de inteligencia (del CRP) era pura rutina. No eran unos tipos demasiado brillantes y muchas cosas se escapaban de sus manos —dijo «Garganta Profunda»—. Ésa es la frase clave: el sentimiento de que todo se les fue de las manos… Muchos de los intentos de recoger información fueron efectuados sobre los propios contribuyentes que aportaron sus fondos a la campaña, mientras que otros se utilizaron para controlar a los contribuyentes que ayudaron a los Demócratas… Es decir, controlar a gente de un modo que sería como un chantaje a medias en el caso de que se descubriera algo interesante. Una operación, pues, bastante dura y vigorosamente controlada.

«Garganta Profunda» tenía acceso a información de la Casa Blanca, del Departamento de Justicia, del FBI y del CRP. Lo que sabía representaba una suma o compendio de los datos que llegaban a su conocimiento procedentes de distintos sectores. A disgusto, después de resistirse un tanto, acabó por conceder que Woodward y Bernstein coincidían con su idea de que había altas personalidades implicadas en el caso Watergate, así como en otras actividades igualmente ilegales.

¿Y Mitchell?

—Mitchell está involucrado.

¿Hasta qué punto?

—Sólo el Presidente y Mitchell lo saben —dijo—. Mitchell llevaba a cabo su propia investigación (o algo que él llamaba así) que duró como unos diez días después del 17 de junio. Y pareció que iba a volverse loco. Encontró cosas que incluso a él lo dejaron atónito. En cierto momento, Howard Hunt, para colmo de las ironías, fue asignado para ayudar a Mitchell en la obtención de determinadas informaciones. Fue despedido fulminantemente y tuvo que marchar a su mesa de trabajo, empaquetar sus papeles y dejar la ciudad para siempre. No menos de lo que le ocurrió a John Ehrlichman.

Woodward reaccionó con la misma medida de extrañeza que de escepticismo. Ehrlichman era el «buen chico», el hombre residente en la Casa Blanca encargado de la programación, que se ocupaba de la legislación, los conceptos ideológicos, las crisis internas. La política era asunto de Haldeman y Mitchell. Woodward subrayó la gravedad de la afirmación contenida en la observación de «Garganta Profunda» sobre que «sólo el Presidente y Mitchell lo sabían». Pero él no se volvía atrás.

Woodward preguntó si las escuchas electrónicas y el espionaje en Watergate eran un hecho aislado o formaban parte de una misma operación que incluía otras actividades. «Garganta Profunda» lo afirmó también.

—Controla hasta el menor dato —le confió «Garganta Profunda»—. Las operaciones abarcan todo el mapa y eso es muy importante. Podrías estar escribiendo historias sobre el tema desde ahora a Navidad o más todavía… Ni uno solo de los juegos (ése era el término que aplicaba a las operaciones underground) fue llevado a cabo por individuos contratados sólo para esa operación. Eso también es importante. Todos estaban mezclados en todo.

Pero no quiso referirse específicamente a la operación de Segretti. Woodward no podía entender el porqué de esa postura.

—Basta con que recuerdes lo que estoy diciendo. Todo formaba parte de una acción conjunta. No había ni una sola operación contratada a alguien que sólo tuviera que ver con ella. Sé bien de qué estoy hablando.

¿Los «esquiroles» para sabotear las elecciones?

Había oído hablar de ello y conocía el término. Lo utilizaban las fuerzas de Nixon para referirse a la infiltración en el terreno de los Demócratas.

«Garganta Profunda» volvió a referirse a Mitchell y a su propia declaración:

—Definitivamente ese tipo aprendió algunas cosas en aquellos diez días que siguieron al descubrimiento del caso Watergate. Se sintió verdaderamente enfermo, y todo el mundo afirmaba que su propia gente había arruinado su carrera, en especial Mardian y LaRue; se la había arruinado además lo sucedido dentro de la Casa Blanca.

—Mitchell dijo: «Si todo esto se pone al descubierto, puede conducir a la ruina a la propia administración. Y lo digo textualmente». Mitchell se daba cuenta de que personalmente su carrera estaba arruinada y que no tenía más remedio que marcharse de allí.

Woodward le preguntó sobre la Casa Blanca.

—Había cuatro agrupaciones básicas de personal para llevar a cabo operaciones subterráneas —dijo «Garganta Profunda».

Se trataba del «Grupo Noviembre» que manejaba la publicidad del CRP; un grupo de la Conexión que se ocupaba de las cuestiones de inteligencia y la planificación del espionaje tanto en las Convenciones Republicana como Demócrata; un grupo primario, que hacía lo mismo en las elecciones primarias de ambos partidos; y el grupo de Howard Hunt, que era «el equipo encargado de las operaciones difíciles».

—El grupo de Howard Hunt informaba a Chuck Colson —continuó «Garganta Profunda»—, aunque es posible que él no supiera nada específico sobre el espionaje en Watergate. No hay pruebas de ello pero Colson recibía a diario relación de las actividades y la información. —Movió la cabeza—: Hay muchas historias al respecto por la ciudad. No dejes ninguna por examinar. Todas son buenas.

¿Qué había con Martha Mitchell?

—Aparentemente no sabe nada, pero esto no significa que no quiera hablar —no se rió de su propia ironía.

«Garganta Profunda» había dicho que había «juegos» por toda la superficie del mapa. ¿Dónde, por ejemplo?

—Conozco casos de interferencia de la inteligencia y de «juegos» en Illinois, Nueva York, New Hampshire, Massachusetts, California, Texas, Florida y el Distrito de Columbia.

Las fuerzas del presidente, según él, habían actuado en todos esos lugares para obstaculizar la campaña electoral tanto de los Demócratas como de los propios oponentes del Presidente en el seno de su propio Partido, como Paul McCloskey, de California, y John Ashbrook, de Ohio.

—Esa operación se llevó a cabo no sólo para cubrir la falta de información asequible en los periódicos, sino incluso para poder facilitar información a la Prensa. Era la operación de Hunt y Colson. Entre los que recibieron esa información prefabricada se incluyen todos tus tipos: Jack Anderson, Evans y Novak, el Post, el New York Times y el Chicago Tribune. En el asunto de la ficha de Eagleton por conducir borracho y la de su estado de salud se encuentran involucrados, de un modo u otro, la Casa Blanca y Hunt. Su objetivo era la manipulación total, para que todo el mundo, en un momento u otro, tuviera que bajar a comer a sus propias manos. Incluso la Prensa.

«Garganta Profunda», pues, confirmaba lo que se les había insinuado a los periodistas por otras fuentes. El FBI y el gran jurado habían limitado sus investigaciones a la operación Watergate y habían ignorado otras operaciones de espionaje y sabotaje.

—No se ha investigado ninguno de los «juegos» llevados a cabo fuera. Se limitaron sólo al caso Watergate propiamente dicho, porque de no ser así jamás hubieran terminado, créeme. Había, además, algunos casos de falta de colaboración y perjurio ante el gran jurado.

¿Sally Harmony?

—Sally y otros.

«Garganta Profunda» le hizo una advertencia claramente explícita.

—Intentan perseguir al Post. Desean recurrir a los Tribunales para conseguir saber cuáles son vuestras fuentes informativas.

Eran las 3 de la madrugada. Siguió un poco más de conversación general en la que se discutió sobre la Casa Blanca, su ambiente, su estado, su atmósfera bélica. Woodward y «Garganta Profunda» estaban sentados en el suelo del garaje. Ninguno de los dos parecía desear dar por terminada la conversación. Tenían la espalda y la cabeza apoyadas contra el muro, pero se hallaban exhaustos. Woodward dijo que él y Bernstein no podrían ir mucho más lejos pues lo que tenían era demasiado vago. Watergate no pondría al descubierto lo que había hecho la Casa Blanca, al menos si no se contaba con información más específica.

De nuevo habló «Garganta Profunda» para decirle a Woodward que se concentrara en los demás «juegos» y no se limitara sólo al allanamiento del cuartel general de los Demócratas.

Aun así necesitarían ayuda, dijo Woodward. ¿Podían decir con certeza que aquellos «juegos» los había patrocinado la Casa Blanca?

—Desde luego, desde luego, ¿es que no entiendes lo que te estoy diciendo? —«Garganta Profunda» estaba exasperado. Se levantó.

¿Qué «juegos»?, preguntó Woodward. No podían publicarse reportajes ni artículos basados en vagas referencias a altas personalidades, a informaciones que pudieran haber sido infiltradas, o quizá no, en la Prensa por Howard Hunt; en el caso de los archivos de Eagleton quizá se hallaban involucrados de un modo u otro Hunt y la Casa Blanca…

—No tengo nada más que decirte —replicó «Garganta Profunda» y comenzó a andar.

Woodward insistió que él y Bernstein necesitaban algo más, algo que fuera más allá de las simples generalidades. ¿Qué había de la «Carta Canuck»?

«Garganta Profunda» se paró y dio la vuelta.

—Fue una operación de la Casa Blanca… llevada a cabo dentro de las verjas que rodean la Casa Blanca y el Edificio de las oficinas de los ejecutivos. ¿No es bastante eso?

No lo era. Necesitaban conocer la extensión de las operaciones llevadas a cabo por la inteligencia, la de los «juegos». ¿Habían sido llevados a cabo por ellos mismos o simplemente planeados?

Woodward tomó por el brazo a «Garganta Profunda». Había llegado el momento de presionarlo al máximo. Woodward se dio cuenta de que se estaba poniendo de mal humor. Le dijo a «Garganta Profunda» que estaban jugando entre sí un juego estúpido. «Garganta Profunda» por tratar de pretender, para sí mismo, que jamás facilitaba a Woodward información primaria, y él, Woodward, por portarse como una rata que se conforma con masticar los desperdicios que caen de la mesa del picnic, sin atreverse a escalarla para meterle mano al plato principal.

«Garganta Profunda» estaba también enfadado, pero no con su amigo.

—Muy bien —dijo con tono suave—. Todo esto es muy peligroso. Puedes decir con seguridad y sin ponerte en peligro que cincuenta personas trabajaban para la Casa Blanca y el CRP para llevar a cabo operaciones de inteligencia, espionaje y sabotaje. Algunas de las cosas que hicieron están por encima de lo creíble, golpeando a la oposición por todos los medios imaginables. Tú ya conoces de sobra algunos de ellos.

«Garganta Profunda» hizo un movimiento afirmativo de cabeza cuando Woodward le recitó una lista de las tácticas y acciones; eran las que Bernstein conocía como usadas contra la oposición política: escucha clandestina por medios electrónicos, seguir a la gente, dar a la prensa información falsa, falsificar cartas, cancelar reuniones políticas de los adversarios, investigar la vida privada de los que trabajaban en las campañas políticas, introducir espías en las líneas de la oposición, robo de documentos, introducir provocadores en el seno de las manifestaciones.

—Todo eso está en los archivos —dijo «Garganta Profunda»—. El Departamento de Justicia y el FBI tienen noticia de ello, aunque no lo han investigado a fondo.

Woodward estaba atónito. ¿Cincuenta personas dirigidas por la Casa Blanca y el CRP para destruir la oposición, sin limitación de medios?

«Garganta Profunda» asintió con la cabeza.

¿La Casa Blanca había estado dispuesta a corromper (¿no era ésa la palabra adecuada?) la totalidad del proceso electoral? ¿Realmente se había lanzado a ese intento?

Otra afirmación. «Garganta Profunda» parecía intranquilo.

¿Y contrató a cincuenta agentes para hacerlo?

—Puedes decir con tranquilidad que fueron más de cincuenta —dijo «Garganta Profunda». A continuación, dio la vuelta y comenzó a andar por la rampa de descenso y salió a la calle.

Eran casi las 6 de la mañana.