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Ya más entrada la mañana, cuando recuperó su compostura, fue la secretaria de Dean quien volvió a llamar a Bernstein para leerle una declaración hecha en nombre de Dean:
Hasta este momento me había abstenido de hacer ningún comentario público sobre el caso Watergate. Continuaré con la misma actitud en el futuro… Tengo esperanzas, sin embargo, de que aquellos que verdaderamente están interesados en ver… que se hace justicia, irán con cuidado antes de llegar a una conclusión sobre la culpabilidad o participación de cualquier persona… Finalmente, puede haber quienes esperen, o piensen, que voy a convertirme en chivo expiatorio en el caso Watergate. Quienquiera que así lo piense, no me conoce; no conoce los hechos reales y no comprende nuestro sistema de justicia.
Bernstein leyó por dos veces la declaración. Un John Dean amenazante, desafiante, era algo nuevo. Llamó a la Casa Blanca, Oficina de Prensa, para comprobar la autenticidad de la declaración. La Casa Blanca no haría ningún comentario sobre una declaración «no autorizada» de John Dean.
El reportero del Post en la Casa Blanca, Carroll Kilpatrick, llamó a Bernstein desde la Sala de Prensa. Ziegler, en su conferencia diaria, no había hecho el menor esfuerzo por defender a Dean. El consejero presidencial estaba en «su despacho»… «atendiendo algunos asuntos». El Presidente estaba buscando la verdad y no «chivos expiatorios».
Bernstein localizó a un amigo de Dean con el que ya había hablado una vez con anterioridad. Su previa conversación, breve y poco amistosa, parecía olvidada. En esta ocasión dijo a Bernstein:
—La verdad sobre el asunto es mucho más larga y ancha, y sube y baja, a los más altos lugares y a los más bajos… No puede hacerse un caso único de ello… ni pensar que sólo estaban mezclados Mitchell y Dean. Si Jeb dice que Dean tenía conocimiento previo de la escucha electrónica del Watergate, John, por su parte, cuenta otra historia que ahora se le ofrece de poder dar su versión al gran jurado. No está dispuesto a dejarse abrasar en las llamas por las actividades de otros.
El amigo no mencionaría a qué otros se refería. Pero el mensaje, fuerte y claro, confirmaba que aquellos que una vez sirvieron a Richard Nixon y olvidaban la superestructura de rígida disciplina de la Casa Blanca y del autocontrol, acababan en guerra con los demás.
Bernstein se puso en contacto con uno de los asociados de Dean que le sugirió la secretaria. El hombre le respondió cordialmente cuando Bernstein se presentó. Le dijo que estaba dispuesto a hacerle una propuesta.
El Post había sido muy rudo con John Dean, dijo, pero los hechos lo justificaban. Ahora el caso se estaba desplegando públicamente: Dean había estado en una posición única para saber todo lo relacionado con el Watergate. Otras personas, dentro y fuera de la Casa Blanca, lo habían convertido en objetivo de sus disparos: por ejemplo Ziegler, hoy, y Magruder ayer. Todos ellos tratarían de desacreditar a Dean antes de que éste pudiera causarles a ellos daño alguno. Si el Post sabía lo que Dean podía decir, si Dean hablaba con los reporteros y ellos opinaban que les estaba diciendo la verdad, el periódico podía contrarrestar esos ataques. Pero sólo con hechos. Los reporteros tenían fuentes suficientes para comprobar sus acusaciones y ver si estaban o no fundamentadas. Esto podía beneficiar a Dean. Si no, mentía.
El asociado le dijo que Dean respetaba el modo como el Post había tratado el caso Watergate. «Vaya, vaya… Eso era precisamente lo que a ellos les faltaba: la aprobación de Dean», pensó Bernstein.
El hombre continuó diciendo: «Dean no cree que ustedes jueguen sucio con él. No había razón alguna para que tomara las cosas personalmente. ¡Diablo…! La verdad es que jamás dio un paso sin que alguien le dijera lo que tenía que hacer en este asunto. Jamás intentó tomar ninguna decisión que tendiera a derrotarles a ustedes. Estaba en contra de ello. Nada le hubiera gustado más que sentarse con ustedes y contarles toda la historia. Pero no es eso precisamente lo que ahora necesita. Si llega a testificar, tendrá que estar en condiciones de declarar bajo juramento que no habló del asunto con la Prensa anteriormente. Pero eso no significa que usted y yo no podamos lograr nada si cambiamos impresiones de vez en cuando. Cuando usted haya comprobado algunas cositas y resulte que son ciertas, tal vez se pueda establecer una confianza mutua y entonces ambos sabremos mejor a dónde vamos».
Sin saber qué podía esperar, Bernstein le preguntó que por dónde empezaba.
—Puede usted empezar con la declaración de «P» —le dijo el asociado (a Bernstein le costó algún tiempo darse cuenta de que «P» significaba el Presidente)—. Descubra lo que ocurrió el 21 de marzo, quién fue el que presentó todas esas «serias acusaciones» a la atención de «P».
—¿Fue John Dean?
—Bien, yo no estoy diciendo quién fue, pero usted va por buen camino. Compruébelo. Es seguro que no fue John Ehrlichman quien entró en el Despacho Oval en aquella ocasión y dijo: «En el caso Watergate ha habido encubrimiento y es mucho peor de lo que usted piensa, señor Presidente». Habría más de una buena razón para convertir a alguien en chivo expiatorio, si uno fuera «H», por ejemplo, ¿no lo cree usted así?
—¿Haldeman?
—Y otros. Desde el 17 de junio, John Dean no hizo absolutamente nada sin que alguien se lo ordenara anteriormente… incluso lo del dinero secreto.
—¿Qué otros?
—Veamos primero cómo se las arregla para comprobar esto.
—¿Qué pasaba antes del 17 de junio?
—John Dean se lo dirá al Gran Jurado. Dean estuvo en una reunión en la que se discutió la escucha clandestina, y en esa reunión dijo que no quería tener nada que ver con ello; añadió que cualquiera que hiciera una cosa así, debía de estar loco.
John Dean parecía tener respuesta para todo. ¿Si había estado en esa reunión, cómo explicaba el «informe Dean»? ¿Y la afirmación del presidente de que Dean y su informe le habían convencido de que sus colaboradores más próximos no tenían conocimiento previo de la operación de escucha?
—El llamado «informe» de la investigación no es nada real, sólo un concepto, una teoría, que fue pasada a Nixon.
—¿Por quién?
—No por John Dean. Él jamás discutió el asunto Watergate con el Presidente hasta el 29 de agosto.
—¿En qué consistía el informe?
—¡Maldita sea! Yo suponía que vosotros, los chicos de la Prensa, erais más despabilados —dijo echándose a reír—. Jamás existió ese informe. Pidieron a Dean que ocultara ciertos hechos. Debía manipularlos y torcerlos para ayudar a algunas personas que se hallaban detrás de él. Ahora esas personas planean cortar todos sus lazos con él e implicar a John Mitchell y a Dean en el asunto. Sería un pensamiento que demuestra su ambición, si creen que pueden seguir adelante con esa maniobra.
—¿Por qué ha esperado tanto para hablar públicamente, si Dean verdaderamente estaba tan interesado en la verdad?
—En primer lugar porque nadie le creería si ahora mismo dijera todo lo que sabe. El asunto no comenzó con Watergate. Era algo consustancial con la vida cotidiana de la Casa Blanca. Tiene que ir probando, poco a poco, que es digno de confianza, que no va a mentir. Porque conoce cosas de las que nadie hablaría gustosamente. Y casi todo lo que sabe puede comprobarse. Pero antes de hablar tiene que convencer a todo el mundo; a la fiscalía, a la Prensa y a la gente del senador Sam en el Capitolio… Tiene que convencerles de que está diciendo la verdad. De otro modo la Casa Blanca acabará con sus vuelos antes de que adquieran la menor oportunidad.
—Era por esto por lo que John Dean quería entrar en tratos con el Washington Post, ¿verdad?
—Mire, usted me hace las preguntas adecuadas y yo le ofrezco ciertas indiscreciones. Comprendo que el Washington Post no va a arriesgarse por John Dean. Así que compruebe mis «filtraciones» y llámeme de nuevo mañana.
Bernstein no sabía qué pensar. De todos los personajes principales del caso Watergate, el que menos consideración le merecía era sin duda John Dean. Por lo menos, John Mitchell había sido su hombre. En cuanto a Colson, su intelecto era de primera magnitud, alguien al que había que respetar en la mesa de póker, independientemente de lo que se pensara de él. Haldeman era un enigma, a veces brillante, otras digno de compasión por lo corto de sus miras, frecuentemente cruel y en otras ocasiones conmovedoramente humano. Pero en lo que respecta a Dean, siempre le había parecido un hombre vacío, un tipo con suerte que había sabido abrirse camino a la cumbre, aunque ni siquiera había parecido demasiado imaginativo en él. Pero, por otra parte, Dean era el tipo de persona en la que Haldeman confiaría y con el que se uniría en determinados asuntos. Por lo tanto debía de saber mucho.
Bernstein volvió a telefonear al socio de Dean. Lo que le iba a preguntar era algo poco corriente, pero podría ser una buena prueba para descubrir hasta qué punto estaba dispuesto a colaborar su interlocutor. Bernstein le preguntó por qué había de confiar en él, quiénes eran sus amigos, con quién había hablado, cuáles eran sus ideas políticas, cómo había conocido a Dean, por qué estaba tan convencido de que Dean estaba diciendo la verdad, qué personas le disgustaban e, incluso, qué solía hacer en su tiempo libre.
Hablaron durante más de media hora y Bernstein se dio cuenta de que él también estaba respondiendo a algunas preguntas sobre sí mismo. Parecía un hombre que podría llegar a caerle bien. Y descubrieron que tenían un amigo común, alguien cuyos inicios eran respetados por Bernstein.
El periodista llamó al amigo común. Los informes que le dio sobre el socio de Dean eran altamente recomendables, especialmente en lo que se refería a su honestidad y la confianza que su palabra merecía.
Bernstein se sintió aliviado. Si Woodward, o él mismo, podían encontrar a alguien a quien Dean le hubiera hecho las mismas alegaciones, podían escribir el reportaje.
Woodward llamó al hombre del CRP.
Resultó que Dean no sólo le había dicho a él lo mismo, sino que conocía, de modo directo, algunas de las acusaciones.
—Jamás se llevó a cabo ninguna investigación por parte del Presidente hasta que John Dean le dijo aquel día (21 de marzo) todo lo que sabía —explicó el hombre—. Dean no había sido más que un peón en el encubrimiento del Watergate. No tuvo nada que ver con él, ni con el pago a los conspiradores, que no había sido aprobado por Haldeman. Dean estaba dispuesto a contárselo todo al Gran Jurado si podía conseguir hacer un trato con la Fiscalía.
Bernstein llamó al otro amigo de Dean, al primero con el que había hablado brevemente esta tarde a primera hora. Dean le había contado la misma historia.
Bradlee no parecía muy dispuesto a publicar unas acusaciones que Dean no estuviera dispuesto a hacer públicamente o a confirmar personalmente. Los dos reporteros, con la ayuda de Rosenfeld y Sussman, trataron de convencerlo de que se trataba de algo tan importante que el periódico no lo podía ignorar. Por otra parte, la declaración que presentaba a Dean como un chivo expiatorio parecía no tener demasiado sentido. Le explicaron todas las precauciones que habían tomado.
Pero la decisión final de Bradlee, estuvo basada primariamente en algo que ellos habían olvidado: la llamada telefónica de «Garganta Profunda» a Woodward. Si Haldeman estaba fuera, dijo Bradlee, es porque debe hallarse en tan graves problemas que ni el propio Presidente puede permitirse el seguir protegiéndolo.
—De acuerdo, adelante —dijo finalmente.
La misma mañana que el Washington Post informaba de las acusaciones de Dean, los titulares más importantes del New York Times señalaban que las alegres negativas de Mitchell sobre su complicidad podían darse por acabadas. Tan sólo unos pocos días antes, cuando aparecieron en el Post los alegatos de Magruder Mitchell, había dicho:
Las cosas están resultando un poco estúpidas, ¿no es así? Pero yo he dormido maravillosamente esta noche y no he oído ni una sola de esas tonterías.
Pero ahora, informaba el Times, Mitchell había dicho a algunos «amigos» que en tres reuniones celebradas durante 1972, había escuchado la propuesta de someter a escucha los teléfonos de los demócratas y que en cada ocasión rechazó el asunto. También Dean había rechazado la idea, había dicho Mitchell a esos «amigos», pero tenía ciertas dudas con respecto a Jeb Magruder.
Para los reporteros, el nuevo juego en la ciudad era encontrar un «socio» o «amigo» de uno de los personajes del Watergate, dispuesto a exponer, anónimamente, su versión de los acontecimientos. Aquella mañana Bernstein localizó a un «socio» de Mitchell que confirmó el relato del Times. Mitchell debía comparecer ante el gran jurado a las 12:30. Bernstein le preguntó cuál era su estado de ánimo.
—Para ser un hombre que ve arruinada su carrera, se está portando muy bien —dijo el «socio»—. Se ha resignado a la idea de que acabará en la cárcel. No puede escabullirse a causa de la actitud de la Prensa. Éste es el problema principal. Se pasa el día encerrado en su apartamento viendo la televisión o trabajando en su defensa. De vez en cuando se siente decaído y nervioso, pero por lo general conserva su fortaleza. Martha se pasa todo el tiempo diciéndole que debe hundirlos a todos, incluyendo a Nixon. Pero si sabe algo que pueda indicar que el Presidente está implicado, lo guarda para sí. Dice que la respuesta es no, pero eso es lo que diría en cualquier caso. Es demasiado orgulloso, incluso para telefonear a Nixon y, más aún, para pedirle ayuda o consejo. «Esas cosas las pueden hacer Haldeman o Ehrlichman, pero no yo», dice. Quiere seguir siendo leal a toda costa, sin que le importen ni el precio que tenga que pagar por ello, ni el odio que siente por los demás.
—¿Qué demás…?
—Ehrlichman en primer lugar, por encima de todos. Y Colson también, aunque en este caso es distinto. Cree que Colson está loco, con todos esos esquemas que no convencen a nadie y que presenta en las noticias de las seis de la televisión, criticando a Nixon.
—El odio que siente por Ehrlichman y Haldeman se basa en distintas razones —continuó— y es todavía mayor. Cree que ellos han arruinado al Presidente, que han envenenado su mente. En especial Ehrlichman. Una gran parte de sus sentimientos son de tipo personal porque ellos lo alejaron de Nixon. Ahora sostiene que anduvieron detrás de él durante meses y que el caso Watergate es simplemente la excusa que esperaban. Y han mezclado a Martha. De un modo u otro Pat (Nixon) intervino también en contra suya: en enero, tras una fiesta, habló con su esposo y comentó que su ayudante Mitchell «olía terriblemente a alcohol». Otto y Fritz (Haldeman y Ehrlichman) se enteraron de lo que ocurría y los tres se apresuraron a lanzarse sobre el pobre muchacho diciendo al presidente que bebía demasiado y que tenía que despedirle.
Mitchell, canoso y delgado, salió de la sala donde estaba reunido el Gran Jurado poco después de las tres y se enfrentó a los reporteros fuera de la audiencia federal. Por primera vez reconoció públicamente que había asistido a algunas reuniones en las que se discutieron algunos planes para someter a los Demócratas a escucha electrónica. Esto ocurría cuando todavía era Secretario de Justicia.
He oído discusiones sobre tales proyectos, que siempre interrumpí y me hubiera gustado saber quién era el que siempre hacía que el tema se pusiera sobre el tapete… Rechacé una y otra vez la vigilancia electrónica…
Sin embargo, había aprobado…
Un programa completo de vigilancia por los servicios de Inteligencia…
… destinados a obtener…
… la mayor información posible sobre lo candidatos de la oposición y sus operaciones.
¿Mediante la escucha electrónica?, se le preguntó de nuevo.
No, no y no. La escucha telefónica y el grabado de conversaciones es ilegal, como ustedes saben y nosotros, desde luego, no autorizamos ninguna actividad ilegal.
Woodward llamó a otro de los socios de Mitchell del que sabía que era digno de confianza. Según éste, Mitchell había declarado ante el Gran Jurado que aprobó el pago de los siete primeros acusados del caso Watergate con fondos del CRP. Pero había insistido, declarando bajo juramento, que el dinero estaba destinado al pago de los gastos legales de los acusados y no para comprar su silencio. Había testificado que vetó las propuestas de espionaje electrónico, por tercera y última vez, durante una reunión con Magruder en Cayo Bizcaino. Pero creía que Magruder había pasado por encima de él y había obtenido la aprobación para la operación Watergate, por alguien de la Casa Blanca.
—¿Quién?
—Él cree que fue Colson, pero no ha mencionado ningún nombre ante el Gran Jurado. No está ofreciendo pruebas convincentes.
Bernstein seguía tratando de encontrar a Dean. El socio de éste le había comunicado por teléfono que Dean había escondido la «prueba documental» que, entre otras cosas, serviría para establecer que sus superiores estaban involucrados tanto en la operación de control telefónico como su posterior encubrimiento.
—Hasta ahora John Dean había sido un soldado fiel a la Casa Blanca y ahora la Casa Blanca parece haber decidido que, precisamente por esto, puede cargarlo todo sobre él. Pero está dispuesto a llevarse consigo a algunos capitanes y tenientes si él se hunde.
Un abogado mezclado en el caso dijo a Bernstein que había visto a Chuck Colson en el Departamento de la Fiscalía por la tarde de este mismo viernes. Woodward pudo deducir que Colson había presentado unos documentos de sus archivos que implicaban a John Dean en el encubrimiento. Las cosas se estaban precipitando. Le entregaron a Bernstein un recorte con la columna de Jack Anderson del último domingo. Anderson estaba consiguiendo copias textuales de las declaraciones hechas ante el gran jurado. Gordon Strachan, el ayudante político de Haldeman, había testificado que, inmediatamente después de la elección, Haldeman le había ordenado que entregara a Fred LaRue 350 000 dólares procedentes de los fondos del CRP, que se guardaban en una caja de caudales de un Banco de Virginia desde abril.
Seguidamente, Woodward localizó a un «socio» de LaRue.
Éste confirmó que se trataba del dinero de los pagos sumado a los 80 000 dólares originales que LaRue había recibido de Sloan y con que pagó a los conspiradores. Un funcionario del Departamento de Justicia confirmó a Bernstein que el Gran Jurado estaba actuando partiendo de la estimación de que tanto los 350 000 dólares como los otros 80 000, todos ellos en fajos de billetes de a cien, se habían usado para pagar a los conspiradores.
Un reportero de la ABC abordó a Haldeman en la puerta de su casa y le pidió que confirmara o negara las informaciones que corrían sobre su dimisión.
—Puedo negarlo —dijo.
¿Plenamente?
—Sí, señor, totalmente.
Respondiendo a una llamada, un funcionario de nivel medio de la Casa Blanca describió la situación a Woodward del siguiente modo: antiguas fidelidades se tambaleaban, se trabajaba poco, reinaba gran confusión y nadie sabía quiénes de entre el alto personal acabarían por ser acusados; y nadie sabía quién había ordenado esto o aquello, quién mandó a quién hacer qué, quién iba a dimitir y quién podría salvarse…
—Cada uno se preocupa por sí mismo. Es un «sálvese quien pueda»… Todos buscan abogado y tratan de echar las culpas a los demás.
El Presidente se había reunido con su gabinete.
—Ya hemos tenido antes nuestros Camboyas —fue su comentario. Seguidamente, acompañado por Ziegler, tomó el avión para Cayo Bizcaino.
Bernstein y Woodward necesitaban recuperar algo del sueño perdido y el domingo ninguno de ellos llegó al periódico hasta después del mediodía. La redacción estaba tranquila, con sólo una docena de periodistas por allí. Leyeron la edición dominical de algunos periódicos. Hersh también decía que el Gran Jurado estaba pendiente de la conexión Haldeman-Strachan-LaRue, así como de la posibilidad de que Haldeman hubiera recibido las cintas magnetofónicas grabadas.
Woodward y Bernstein habían explicado la última acusación hecha por el socio de Dean sobre que Ehrlichman estaba implicado en el encubrimiento de la realidad del caso Watergate. («E era el funcionario en acción y no H», le había dicho). Haldeman y Erlichman habían contratado al mismo abogado, que se había entrevistado con el Presidente. Algunas noticias, que sólo unas pocas semanas antes hubieran constituido titulares sensacionales, ahora sólo eran mencionadas en el interior del texto de un largo reportaje: Gordon Strachan había testificado que Haldeman había aprobado la contratación de Donald Segretti. Sólo escribieron un simple párrafo sobre el tema.
Los dos reporteros comenzaron a llamar por todas partes de la ciudad, en busca de «socios» de los tres principales personajes de los que hasta ahora no se había hablado: Colson, Haldeman y Ehrlichman. Woodward localizó a un subordinado de Colson que daba la impresión de estar dispuesto a hablar. Se sentía un tanto preocupado:
—John Dean se dirigió a Sam Ervin y a los fiscales como alma que lleva el diablo y trató de ponernos a todos en evidencia. Entre otras cosas dijo que entregaría a Colson, si le ofrecían inmunidad.
—¿Qué dijo Dean sobre Colson? —preguntó Woodward.
—¿Quién lo sabe? No soy tan presuntuoso como para suponer que voy a convencerle a usted de que Colson es un santo. No lo es y este lugar no es la Capilla Sixtina. Pero Colson no quebrantó la Ley.
En vez de descubrir el caso Watergate, insistió, Colson había tratado de dar con la verdad. Fue entonces cuando sonó la señal de alarma.
—Colson se dirigió directamente al Presidente, ya a principios de diciembre, y le dijo todo lo que pasaba. Advirtió a Richard Nixon de que algunos de sus hombres habían tomado parte en el caso Watergate, de modo muy principal, y que estaban organizando el encubrimiento de la verdad de lo sucedido. Previno al Presidente contra Dean y Mitchell. El Presidente le dijo: «Ese hombre (Mitchell) lo ha negado; deme algunas pruebas». Hubo otras dos personas más que fueron a verle y le dijeron que se apartara de Dean y Mitchell. Pero no pasó nada. Es verdaderamente absurdo y no deja en muy buen lugar al Presidente. Se le había avisado de que John Dean y John Mitchell le estaban traicionando.
Woodward llamó a una de sus fuentes informativas de la Casa Blanca. Por lo menos en tres distintas ocasiones, Colson había dicho al Presidente durante el invierno, que debía «librarse de algunas personas» porque estaban involucradas en el caso Watergate. Y lo mismo hicieron otros. La mayoría de las advertencias estaban dirigidas contra Dean y Mitchell, le dijo su informador.
Woodward llamó a Colson. Éste negó «haber prevenido» al Presidente contra Dean o Mitchell, así como haber encubierto el caso Watergate.
—En ese caso, ¿qué le comunicó usted al Presidente? —inquirió Woodward.
—No discutiré mis comunicaciones privadas con el Presidente —dijo Colson—. ¡Con nadie…! Ni con usted, ni con la prensa en general, ni con el Gran Jurado, ni con el comité del Senado.
Pocos minutos después Woodward recibía una llamada telefónica de otro socio de Colson.
—No haga demasiado caso a la negativa de Colson —le aconsejó.
También éste confirmó que Colson había dicho explícitamente al Presidente que poseía pruebas de que aquellos hombres estaban metidos tanto en la operación de escucha electrónica de Watergate como en su intento de encubrir la verdad a los ojos de la justicia. El socio dijo que había dos razones para el mentís de Colson: evitar el reconocimiento de que el Presidente había sido advertido previamente, y el temor de que John Dean se «vengara» acusando a Colson ante el gran jurado.
La Casa Blanca no hizo ningún comentario sobre el reportaje publicado el lunes en el Post y que llevaba por título:
Nixon alertado sobre el encubrimiento en diciembre
El jueves siguiente, 26 de abril, Bernstein hizo su llamada cotidiana al principal socio de John Dean, a primera hora de la tarde: una vez más preguntó qué era lo que había ocurrido en el período comprendido entre la reunión de Dean con el Presidente, el 21 de marzo, y el anuncio del Presidente del 17 de abril.
—Creo que perdimos la partida de póker más sonora de toda la historia de la ciudad.
Bernstein habló en voz alta de la posibilidad de que el Presidente lanzara a Haldeman y Ehrlichman contra John Dean.
—Así lo parece ahora. Pero nadie querrá decir nada con seguridad. Es como un prisionero… John se sintió muy afectado durante algún tiempo porque tenía la impresión de que estaba cumpliendo con su deber, haciendo lo correcto. Creo que se había llegado a un acuerdo. Después se derrumbó todo porque los «pastores alemanes» dijeron que ellos no estimaban oportuno marcharse a la perrera con John Dean.
¿Es que Haldeman y Ehrlichman pensaban…?
—… Que ellos podían ser acusados para salvar la situación…
¿Qué fue exactamente lo que Dean dijo al Presidente el día 21?
—John se acercó y le dijo: «Señor Presidente, existe un cáncer que está corroyendo toco el departamento y que debe ser extirpado. Para salvar a la presidencia, Haldeman, Ehrlichman y yo, debemos presentarnos y decirlo todo a los fiscales y enfrentarnos con las consecuencias y, por tanto, la posibilidad de acabar en la cárcel». Eso fue, en resumen. El Presidente estaba sentado en su sillón y se quedó atónito, como alguien a quien le cae una piedra sobre la cabeza.
—¿Y qué pasó después?
—Lo dijo todo… incluso le dio una lista de los que posiblemente tendrían que ir a la cárcel. Era una lista muy extensa. John le dijo que «los pastores alemanes» habían estado enterados de toda la historia desde el principio, que los había mantenido informados de todo lo que debían de saber y que había cumplido sus órdenes. Desde el primer momento le dijeron que no hablara para nada del asunto con el Presidente, que ellos se encargarían de hacerlo cuando todo hubiera terminado.
—¿Cuál fue la reacción del Presidente?
—Al principio se limitó a escuchar. Después le dijo que suponía que debía de encontrarse sometido a una gran tensión. Le dijo que se fuera a la «Cumbre de la Montaña» a poner en orden sus pensamientos y que después los pasara todos al papel… John regresó de Camp David esperando que todos se levantarían y dirían: «Sí, nosotros somos responsables y el Presidente no sabe nada en absoluto del asunto. Estamos preparados para aceptar las consecuencias y a colaborar con el Gran Jurado en su investigación».
—Pero no ocurrió así. Cuando John regresó a la Casa Blanca resultó obvio que «los alemanes» habían persuadido al Presidente para que mantuviera reducidas al mínimo sus pérdidas… Que sacrificara a John Dean mientras trataba de evitar el procesamiento de Haldeman y Ehrlichman. En vez de mostrarse dispuestos a cooperar, lo que estos dos hicieron fue decirle al Presidente que era John quien debía pagar los platos rotos, por todos. Y ahora parece que el Presidente está dispuesto a dar a John el último empujón.
Bernstein le preguntó si Dean creía ahora que el propio Presidente estaba involucrado en el encubrimiento.
—Primero debe ver qué dicen los demás al respecto —le respondió—. Después podremos volver a hablar sobre ello.
Woodward llamó a su hombre en el CRP.
—Dean dijo en marzo que deseaba hacer estallar todo el asunto. Dean intentaba ser honrado, pero estaba recibiendo órdenes de Haldeman y Ehrlichman. La honestidad y el cumplimiento de esas órdenes estaban en desacuerdo, así que Dean rompió la disciplina.
El periodista comenzó otra ronda de llamadas a la Casa Blanca. Le resultó sorprendentemente fácil comprobar la versión de Dean sobre los acontecimientos ocurridos desde el 21 de marzo. El temor era que Haldeman y Ehrlichman hubiesen autorizado amplias actividades clandestinas y estuviesen enterados de que se había pagado a los conspiradores convictos; pero seguían manteniendo que nunca habían aprobado u ordenado nada específicamente ilegal.
A eso de las 7:45 de la tarde, Woodward recibió una llamada telefónica de una de sus fuentes en el Capitolio que le dio base para un reportaje aún más importante: «El New York Daily News, estará en la calle dentro de unos minutos —le explicó— y en él se dice que el director en funciones del FBI, Gray, destruyó documentos procedentes de la caja fuerte de Howard Hunt en la Casa Blanca». Los documentos que, según este reportaje, se destruyeron, consistían en dos carpetas. Una de ellas contenía falsos cablegramas del Departamento de Estado[71], «fabricados» por Hunt para implicar al presidente John F. Kennedy en el asesinato del Presidente del Vietnam del Sur, Ngo Dinh Diem, en 1953. La segunda era un dossier, lleno de información recogida por Hunt sobre el senador Edward Kennedy. La fuente dijo que el reportaje del News reflejaba la verdad.
Woodward llamó a un funcionario del Senado que formaba parte del equipo de ayudantes del Comité Watergate, quien confirmó lo publicado por el News. John Dean había hablado con el ayudante del fiscal general, Henry Petersen, unos diez días antes.
A eso de las nueve y media sonó el teléfono de la mesa de trabajo de Woodward.
—Dame un número para que te pueda llamar —le dijo «Garganta Profunda».
Woodward le dio el número de una de las líneas principales de la sección local de la redacción. La llamada llegó casi de inmediato.
—¿Has oído ya la historia de Gray? —le preguntó «Garganta Profunda»—. Pues bien, es cierta. El 28 de junio, en una reunión con Ehrlichman y Dean, le dijeron que aquellas carpetas eran «dinamita política» (fueron sus propias palabras) y «jamás debían ver la luz del día» (sus propias palabras). Se le dijo, también con estas mismas palabras, que «podían causar más daño que toda la operación de escucha clandestina del Watergate por sí misma». De hecho, Ehrlichman había dicho a Dean a primera hora: «Estás en mayor peligro cada día, John. ¿Por qué no tiras la manta de una vez?».
Gray conservó las carpetas como una semana y después las metió en una bolsa de basura para que fueran incineradas. No se le había ordenado exactamente la destrucción de tales documentos, pero se dio cuenta inmediatamente de que era lo que Dean y Ehrlichman deseaban[72]. La cosa estaba completamente clara.
Bernstein telefoneó al socio de Dean.
—¿No has oído nunca la expresión «reducidas a cenizas»? —le preguntó—. Esto es lo que Ehrlichman deseaba que se hiciera con aquellos dossiers.
La historia tenía una base sólida. Howard dijo que se le reservara la primera página de la segunda edición.
Bernstein estaba conmovido y asustado por todas esas cosas; nunca lo había estado tanto antes del 17 de junio. El lenguaje y el conjunto de las observaciones de Ehrlichman a Dean era algo que le preocupaba. Como si fuesen una pareja de mafiosos charlando en un restaurante, el segundo de los ayudantes del Presidente, le había dicho al consigliere del Presidente: Hala, Joe, vamos a tirar todas estas cosas al fuego antes de que el jefe pueda resultar herido.
Howard Simons se dejó caer en su silla fumando con fruición su cigarrillo. El color se le había ido del rostro.
—¿Un director del FBI destruyendo pruebas? ¡Jamás creí que una cosa así pudiera llegar a suceder!
Lo dijo con calma.
A última hora de la tarde del 27 de abril, un redactor llamó a Woodward y Bernstein para que echaran un vistazo a un informe de la Associated Press que acababa de llegar al teletipo.
Se trataba de otro Watergate. En Los Ángeles, en el juicio de Daniel Ellsberg, el juez Matthew Byrne había anunciado que habían supervisado la escucha telefónica clandestina del despacho del psiquiatra de Ellsberg en 1971.
Bernstein llamó al socio de John Dean para su conversación diaria. Al cabo de tanto tiempo ya habían llegado a tutearse.
—Carl, ¿cómo crees que se han enterado de esa pequeña operación de la costa? —le preguntó el socio.
¿También por Dean?
—Pregúntaselo a los fiscales… John tiene muchas cosas que contar. Pregúntales a ellos si merece crédito. Todo lo que ha dicho se ha comprobado… y hay muchas cosas que todavía no ha dicho, que no ha contado a los fiscales y que éstos están deseando saber. No olvides que John Dean ha estado en la Casa Blanca mucho tiempo y que se han realizado muchos planes y elaborado muchos proyectos. John tiene conocimiento de actividades ilegales que tuvieron lugar hace ya mucho tiempo.
¿Cuánto tiempo?
—Mucho… desde el principio.
¿Más grabaciones telefónicas clandestinas?
—No me atrevería a negarlo.
¿Allanamientos?
—¿Es que iban a tener contratada a toda una banda de ladrones durante todos esos años si sólo los iban a utilizar en uno o dos trabajos…? «E» y «H» estaban fuera de sí porque las cosas habían ido demasiado lejos. Existen documentos…
¿Con respecto a allanamientos y robos?
—Sobre muchas cosas. Piensa en lo que se ha dicho de Patrick Gray, destructor de todos esos documentos. Sólo hay una forma de que la historia se haga pública… No puedes suponer que «E» correrá a la fiscalía para decirles que ha violado la ley. ¿Estuvo allí «H»? Tampoco puedo suponer que el Presidente baje a la Pennsylvania Avenue, a la Audiencia, para contar lo ocurrido. Queda una sola persona. Otra vez John Dean… Estamos poniendo los cimientos para nuestra propia protección. Haldeman y Ehrlichman han tratado de colgar todas las culpas sobre John y han convencido al Presidente de que salve el pellejo de ellos y lo cargue todo sobre las espaldas de John. Y el Presidente ha accedido —añadió.
¿Va John Dean a complicar al «P»?
—Hubo muchas reuniones en las que se discutió cómo encubrir el Watergate. Y el Presidente asistió a ellas.
A la noche siguiente, Woodward se dirigió a la Casa Blanca. Había pedido una entrevista con uno de los ayudantes más importantes de Nixon para discutir el caso de John Dean. Woodward esperó en una de las oficinas decoradas con colores brillantes, en el antiguo edificio del Ejecutivo, y se tomó un café en una taza decorada con el sello del Presidente de los Estados Unidos.
Haldeman y Ehrlichman estaban terminados, le dijo el hombre.
Y, además, parecía cierto que John Dean iba a mezclar al Presidente en el asunto del encubrimiento del caso Watergate. El ayudante tenía una expresión de tristeza y desánimo.
¿Qué pruebas tiene Dean?
—No estoy seguro de que las tenga… Creo que el exabogado del Presidente va a acusarle… de felonía.
El hombre temblaba de pies a cabeza. Le pidió a Woodward que se marchara.