10
Durante varias semanas, Bernstein y Woodward no hicieron más que esperar el día de las elecciones. El período final de la campaña fue la época de mayor frustración desde el 17 de junio, fecha en que se inició el caso Watergate.
La debacle provocada por el caso Haldeman, fue como ver derrumbarse todo el edificio tan pacientemente levantado piedra a piedra. Después de la autosatisfacción y el entusiasmo generado por el relato inicial de las operaciones de Segretti y la conexión Chapin-Kalmbach, el Post organizó una gigantesca investigación bajo la dirección y el mando de Sussman. Participaron en ella intermitentemente más de una docena de reporteros: investigaron, analizaron los fallos políticos, escribieron pequeñas biografías de las figuras centrales, siguieron la actuación de los tribunales, del Capitol Hill y de la Casa Blanca. Sin embargo, surgieron pocas novedades en lo que a información se refiere: se descubrieron algunos nuevos contactos de Segretti, algunos incidentes de sabotaje llevados a cabo por las fuerzas de Nixon, ejemplos adicionales de la estrechez de la actuación seguida por el FBI y los fiscales federales.
Bernstein y Woodward continuaron con sus visitas nocturnas. Nada. Las elecciones se avecinaban, estaban ya demasiado próximas. Hubo mucha gente que insinuó que tal vez estarían más dispuestos a hablar después de la victoria de Nixon.
La promesa de un acceso más fácil a la información después del 7 de noviembre no era la única razón por la que los periodistas esperaban que quedaran detrás las elecciones. Cuando Nixon fuera reelegido, la Casa Blanca tendría que abandonar la política de acusar al Post de estar trabajando en favor de la elección de McGovern.
Woodward se pasó idílicamente el día de la elección observando el entusiasmo de Sussman por el acontecimiento. Soplando y aspirando su pipa, Sussman estaba tratando de descubrir si había algo raro en las elecciones, calculando que si George McGovern llegaba a ganar debía de ser a base de la abstención de tantos y tantos millones de votantes. Las últimas observaciones se tradujeron en largas multiplicaciones, divisiones, sumas y restas y una serie de complicados símbolos que sólo podía entender el propio Sussman. Llegó a la conclusión de que resultaba matemáticamente imposible que Nixon perdiera.
Woodward, pese a ser un miembro registrado del Partido Republicano, no votó. No pudo llegar a decidirse si le gustaba menos la desorganización y el inocente idealismo de la campaña de McGovern, o la conducta de Richard Nixon. Creía, además, que el no votar le permitía ser más objetivo en la información sobre el Watergate, un punto de vista que Bernstein consideraba estúpido. Bernstein votó por McGovern, con entusiasmo y sin vacilación, pero después se fue a una casa de apuestas y se jugó su dinero a que Nixon ganaría por un margen del 54%[41].
Al día siguiente de la elección Bradlee y Simons pidieron a Sussman que expresara en un memorándum cómo pensaban proseguir su investigación Woodward y Bernstein y en qué terreno pensaban concentrarse. Sussman constató que los periodistas eran centro de una considerable presión: se les pedía un reportaje, una historia tan larga como resultara posible sin perder interés; algo que apartara la idea de que el periódico había estado promocionando la campaña de George McGovern.
A Woodward le molestó la petición. No sin arrogancia, Bernstein y él le aconsejaron a Sussman que escribiera el memorándum poniendo lo primero que se le ocurriera.
Sussman lo escribió en una sola página y lo terminó así:
… Woodward y Bernstein volverán a revisar todas las antiguas fuentes y algunas otras nuevas que han mostrado interés en hablar ahora que las elecciones ya han pasado. Muchos de nuestros mejores artículos no procedieron de una línea de encuesta previamente trazada, sino que surgieron de modo inesperado, y es posible que suceda lo mismo ahora.
A las cinco de la mañana del 11 de noviembre, una de las telefonistas del Post localizó a Bernstein en casa de un amigo. Le dijo que llevaba desde la medianoche tratando de localizarle por toda la ciudad.
—Estupendo —respondió Bernstein, y preguntó en una voz alta que no ocultaba su sorpresa, cómo le había localizado la telefonista y quién demonios le estaba llamando tan insistentemente.
La telefonista le respondió bromeando:
—No descubrimos nuestras fuentes de información, señor.
Le dijo que llamara a Sussman a su casa inmediatamente. No era la primera vez que Bernstein recibía a medianoche llamadas del periódico. Generalmente señalaban calamidades o tragedias: el asesinato de Robert Kennedy, bombas en el Pentágono o el Capitolio, o cosas semejantes.
Sussman respondió al teléfono.
—Segretti ha regresado a su casa. Bob Meyers ha hablado con él brevemente.
Sussman quería que Bernstein tomara el primer avión para Los Ángeles y hablara con Segretti, si éste quería hablar. Segretti, como se recordará, desapareció de inmediato tras la publicación del reportaje del 10 de octubre.
Bernstein llegó al aeropuerto de Dulles cinco minutos antes del vuelo y con menos de veinte dólares en la cartera.
Meyers esperaba a Bernstein en el aeropuerto de Los Ángeles y se fueron en automóvil al apartamento de Segretti en Marina del Rey, a unos veinte minutos de allí. Segretti no estaba en casa y Meyers puso, como era su costumbre, una cerilla en la puerta para que cayera si se abría.
Por la tarde a última hora, Bernstein logró localizar telefónicamente a Segretti.
—¡Hola Carl! —le respondió—. Ya me preguntaba cuándo llegaríamos a vernos…
Su tono era amable y superficial pero sin jactancia. Se mostró conforme con recibir en su casa a Bernstein y Meyers.
—No quiero discutir sobre nada específico y no debe registrarse nada.
Segretti vestía pantalones de pana y un jersey escandinavo; los recibió con una amplia sonrisa. Estrechó calurosamente la mano de Bernstein.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó Bernstein sorprendido al ver que Segretti apenas si medía un metro sesenta centímetros. ¿Era éste el «maestro de espías»? ¿El agente secreto de gala de la Casa Blanca? Segretti tenía cara de bebé, una sonrisa de dientes un poco salidos y el pelo arremolinado.
Segretti invitó a Bernstein y Meyers a que tomaran asiento en el diván de la sala de estar y charlaron durante unos minutos sobre su instalación estereofónica de alta fidelidad.
Al cabo de un rato dijo:
—El hecho es que estoy casi en la ruina, sin trabajo y con varios plazos del coche todavía pendientes… y aún me quedará por pagar la factura de los gastos legales.
De su relato se deducía que Segretti se hallaba confuso, asustado, enfadado y sin amigos. Bernstein encontró su situación patética.
—Realmente deseo relatar toda la historia y librarme de esto de una vez para siempre. No comprendo cómo me metí de cabeza en el asunto. No sabía realmente de qué se trataba. Jamás me informaban de nada, salvo de mi propio papel. Para enterarme de lo que ocurría tenía que leer los periódicos.
¿Quiénes? ¿A quiénes se refería al decir que jamás le informaban, así, en plural?
—La Casa Blanca.
Segretti estaba agitado, disgustado por las investigaciones a que habían sido sometidos su familia, amigos y conocidos, asediados todos por la Prensa y por los investigadores del subcomité del senador Edward Kennedy[42].
—Kennedy va a la caza de sangre y yo voy dejando una estela mientras me desangro —dijo Segretti—. Kennedy quiere hacerme pedazos. Ha habido quienes han llegado a preguntar a mis amigos si yo conocía a Arthur Bremer[43]. —Los ojos de Segretti se llenaron de lágrimas—. ¿Cómo es posible preguntar una cosa así? Es horrible, horrible. Yo no he hecho nada para merecer eso. ¿Quién cree la gente que soy? Si éstas son las cosas que Kennedy cree de mí, tal vez ha llegado ya el momento de mandarlo todo a la mierda y salir de aquí para que me metan en la cárcel… Se me ha lanzado maliciosamente a los dientes de los lobos. Tú crees que yo estaba fabricando bombas o algo semejante, pero no hay nada de eso. No he hecho nada ilegal y menos algo tan grave. Mis amigos, mis padres, mis chavalas, todos han sido sonsacados; han invadido mi vida privada, mi teléfono está controlado, cada vez que alguien llama se oye el click de la escucha; hay gente que me sigue; basta con que trate de telefonear a un amigo para que éste se sienta confuso y preocupado.
La inocencia infantil de Segretti casi era conmovedora. Culpaba a la Prensa de la mayor parte de sus problemas y dificultades. Estaba particularmente furioso con el New York Times y el Newsweek porque habían conseguido su ficha telefónica y porque habían molestado a su familia. Así, calculadamente, era como Meyers y Bernstein estaban de su lado.
El proceso de captación resultaba sumamente lento, como un tormento. Segretti, voluntariamente, no facilitaría información; iba a ser necesario aguijonearle, y se negaría a hablar de sus actividades si no era en términos generales.
—Lo que yo hice eran trabajos pequeños, cosas sin importancia —dijo—. Apenas nada que valga la pena mencionar.
Finalmente Segretti admitió que había sido contratado por Chapin. Strachan también había discutido con él las condiciones de su trabajo. Kalmbach le pagaba. El primer contacto corrió a cargo de Dwigth Chapin, quien le había llamado a él y no al revés, como se había dicho.
—No estaba en condiciones de elegir el trabajo, pero yo no busqué ése —dijo Segretti con amargura—. ¿Qué harías tú si acabaras de salir del Ejército, si hubieras estado apartado del mundo real durante cuatro años y no supieras qué tipo de especialidad legal vas a practicar y recibes una llamada telefónica de alguien que te propone trabajar para el Presidente de los Estados Unidos? Si esas cosas siniestras que se cuentan sucedieron realmente, no creo que Dwight estuviera enterado de ellas —dijo Segretti—. Dwight se limitaba a hacer lo que se le ordenaba.
¿Por quién?
—Bien, yo creo que eso nos llevaría a Haldeman —sugirió.
¿Tenía Segretti alguna prueba importante de que se trataba realmente de Haldeman? ¿Lo había dicho Chapin en alguna ocasión?
—No, pero yo creí entender que Chapin recibía órdenes de Haldeman.
Segretti confirmó que se había encontrado varias veces con Howard Hunt y con un hombre al que creía reconocer como Gordon Liddy, en Miami; Hunt le pidió que organizara una manifestación anti-Nixon para causar dificultades a McGovern. No podía decir en qué consistía la trama del plan, «pero a mis ojos había algo ilegal y yo no quise tener nada que ver con violencias ni con nada contrario a la Ley».
Después de cada entrevista con el FBI, reconoció Segretti, había telefoneado a Chapin pidiéndole consejo, pero no podía decir lo que éste le aconsejó antes de su comparecencia ante el Gran Jurado. Negó que su testimonio hubiera sido inducido o ensayado, o que se le hubieran mostrado informes del FBI.
—Ése es un ejemplo de muchas de las porquerías que se han escrito —dijo—. Esto es casi tan malo como la escucha ilegal de Watergate.
Había «discutido» su próximo testimonio con alguien de la Casa Blanca; se habían puesto de acuerdo en que debía contestar con la pura verdad a cualquier pregunta que le hiciera el Gran Jurado. Bernstein sacó la impresión de que la persona con quien había cambiado impresiones sobre el asunto era John Dean. Segretti pensaba que el interrogatorio a que fue sometido era para «la investigación Dean». Pero no podía decir si la entrevista la dirigía el propio Dean o bien otra gente de su equipo, ni siquiera si había tenido lugar inmediatamente antes de su comparecencia ante el gran jurado.
—No quiero discutir nada relacionado con John Dean —dijo. Y añadió que no estaba dispuesto ni a decir si le había visto alguna vez en su vida.
Segretti dijo que pensaba que no volvería a ser nunca más un instrumento de la Casa Blanca.
—Tendrían que echar abajo la puerta para obligarme a salir de aquí de nuevo y trabajar para ellos. Todo lo que quiero es que mi vida vuelva a ser como era antes. Creo que el momento peor, en todo este tiempo, fue cuando la madre de una chica que salía conmigo en serio y a la que conocía desde hacía mucho tiempo, me llamó para decirme que no quería que su hija volviera a verme. La gente, verdaderamente, puede llegar a ser muy cruel.
De nuevo los ojos de Segretti brillaron y se llenaron de lágrimas.
—Parece que todo el mundo esté deseando despedazarme y crucificarme: Kennedy, la Casa Blanca, la Prensa. Yo lo único que quiero es quedarme aquí por algún tiempo, navegar a vela, nadar, tumbarme al sol, ver a algunas chicas.
Durante la entrevista, que duró varias horas, Segretti pareció tan interesado, al menos, en conocer lo que Bernstein sabía, como éste por enterarse de lo que Segretti conocía. Tendrían que verse alguna otra vez, dijo Bernstein, ocurrirían más cosas, y no demasiado suaves, previno a Segretti. Le dijo que debía ir con cuidado si no registraba pronto su historia. Contrariamente a sus superiores, él no contaba con la protección que tiene quien ocupa un elevado cargo oficial. A Segretti le pareció bien, pero deseaba disponer de un poco de tiempo antes de hablar. Quedaron en que volverían a encontrarse el día siguiente.
Desde su motel, Bernstein llamó al periódico. Woodward, Sussman, Rosenfeld y Bradlee se agarraron a las extensiones telefónicas supletorias.
—¡Por amor de Dios… consigue que te autorice a publicar sus declaraciones y regístralas! —le dijo Bradlee. En la declaración de Segretti había la información suficiente para contrarrestar seriamente las apologías de la Casa Blanca.
Bernstein se quedó cinco días más en Marina del Rey, convenciendo a sus colegas del Post —y a sí mismo— de que Segretti iba a hablar y les dejaría informar de ello; que permitiría que se publicaran sus declaraciones y se incluyeran en los archivos. Pero no fue así.
—Bien, muchachos, olvidémonos de eso —fue la réplica de Bradlee cuando Bernstein regresó a la redacción. Había escrito un memorándum de 12 páginas a un espacio en el que detallaba todos los aspectos de sus conversaciones con Segretti.
Bradlee echó un vistazo al escrito e hizo un gesto de desolación con los brazos.
—Bien, muchacho, tendrás que esforzarte y conseguir alguna información —le dijo a Bernstein.
La frustración que sentía Bradlee era comprensible. El triunfo electoral no había suavizado los disparos de la artillería de la Casa Blanca. La autoconfianza subsiguiente al triunfo electoral había envalentonado a los hombres del presidente. La ofensiva postelectoral estaba dirigida por Charles Wendell Colson[44], un excapitán del Cuerpo de Infantería de Marina, 41 años de edad, y comandante en jefe de la guerra política de la Casa Blanca.
Al cabo de una semana de las elecciones, Colson se trasladó a Kennebunkport, Maine, muy cerca de donde Edmund Muskie tenía su casa de verano, para dirigirse a la Sociedad de Periodistas de Nueva Inglaterra. Comenzó su discurso diciendo que su estado natal, Massachusetts, había sido el único que había votado mayoritariamente en favor de George McGovern. El presidente, dijo bromeando, había decidido remendar algunas verjas y situar una nueva instalación federal en Massachusetts: ¡Un centro para el aprovechamiento de desperdicios atómicos en la Haward Square!
Después de asegurar a su audiencia que «la Primera Enmienda de la Constitución sigue viva y en buen estado en Washington», acusó al Washington Post de mccarthismo y llamó a Bradlee «el autonominado líder de lo que Teddy White[45], de Boston, describió como “esa estrecha franja de élite arrogante que afecta a la saludable corriente del periodismo norteamericano con sus puntos de vista peculiares sobre el mundo…”».
»Si Bradlee sale alguna vez de círculo de las cocktail-parties de Georgetown, donde él y sus camaradas almuerzan mientras tratan de conseguir información de tercera mano y chismes y rumores, tal vez podrá descubrir la Norteamérica verdadera que hay fuera de aquellos lugares. Y podrá aprender que toda la verdad, todo el conocimiento y toda la sabiduría superior no emanan exclusivamente de esa pequeña claque de Georgetown y que el resto del país no se limita a quedarse sentado esperando que se le ordene qué es lo que debe pensar».
Bradlee leyó el discurso de Colson en su despacho y se dirigió a la mesa de Woodward.
—Me están atacando fuerte. Aquí tienes un poco de la porquería que me está destinada personalmente.
Woodward vio que estaba irritado.
—Eso es culpa nuestra —dijo Bradlee.
Woodward creyó ver en las palabras de su jefe una insinuación de que debían hurgar más profundamente.
Posteriormente, en una entrevista, Bradlee dijo que «había estado dispuesto a mantener las cabezas de Bernstein y Woodward bajo el agua hasta que llegaran con alguna otra historia que valiera la pena». La angustia era el denominador común.
Verdaderamente durante las cuatro semanas que siguieron a las elecciones los dos reporteros estuvieron buscando algo importante como si, en efecto, tuvieran su cabeza bajo el agua y sólo pudieran sacarla para respirar cuando lo hallaran. Se estaban enterando de muchas cosas pero no resultaban capaces de elaborar ningún relato importante con el material de estas informaciones… La secretaria de Magruder dijo a Bernstein que no comprendía por qué no había sido interrogada por el FBI… John Dean había estado presente en los interrogatorios que realizó el FBI a todo el personal de la Casa Blanca, dijo un abogado del Ministerio de Justicia, y ello había molestado a los fiscales. Dean había recibido, además, copia de todos los informes del FBI en relación con el Caso Watergate… Una secretaria de la empresa Mullen dijo a Woodward que Dorothy Hunt, la esposa de Howard Hunt, había proclamado que «Howard estaba siendo utilizado como chivo expiatorio…». Un funcionario de categoría media de la Casa Blanca dijo: «Dwight Chapin va de un lado para otro como si estuviera a punto de hacer las maletas…». La gran victoria electoral pareció poner sordina a todo, decían otros funcionarios de la Casa Blanca, quienes situaban el caso Watergate en la prioridad del Presidente, de Haldeman, Ehrlichman y Colson… Otros ayudantes presidenciales, que generalmente estaban muy enterados de todo, afirmaban desconocer qué se estaba preparando…
En la Casa Blanca se discutió la posibilidad de publicar un informe sobre el Watergate, una especie de pequeño «Libro Blanco» que pusiera al descubierto los hechos, pero la idea fue rechazada como algo demasiado arriesgado… Un destacado abogado de Washington, que tenía contactos políticos a alto nivel, dijo a Woodward: «Comprendo perfectamente que alguien está cuidando de Hunt y McCord, bien por medio del CRP o de la Casa Blanca; alguien de la Casa Blanca fue a ver al juez Richey por la puerta trasera y ha conseguido que éste se decida a ayudar a la administración; un gobernador republicano dijo que podía llegar hasta Richey y recibió la contestación de que ya no era necesario, que ya se había hecho[46]». Un amigo íntimo de John Mitchell describió al ex-Fiscal General[47] como «hombre esencialmente honrado que no iba a ser de ninguna utilidad si se le empleaba en ese tipo de cosas a lo Mickey Mouse, que Haldeman y Colson y los demás soñaban con llevar a cabo…». Uno de los más destacados ayudantes del Presidente argüyó que Haldeman «quizás había delinquido» al poner en movimiento un procedimiento que consiguiera información política secreta para el Presidente… Un funcionario de categoría del Departamento de Justicia observó: «De lo que he oído deduzco que algunos de mis mejores amigos debían estar en la cárcel…». Por lo menos una docena de personas afirmaban que Jeb Magruder estaba acabado y que jamás podría conseguir un cargo que requiriese la confirmación del Senado… Un ayudante del Fiscal General estaba convencido de que la investigación de Dean era «un fraude, un oleoducto que conduce a Haldeman…». Un íntimo amigo que tenía contactos con el gobierno le dijo a la señora Graham (la propietaria del Post) que los teléfonos de algunos ejecutivos y periodistas de su diario estaban controlados. El periódico se gastó 5 000 dólares en pagar a unos expertos en electrónica que no encontraron nada… Inexplicablemente las autoridades gubernamentales habían descuidado la ejecución de las órdenes de registro en las casas de los cinco detenidos por el allanamiento de Watergate… Un funcionario del «Internal Revenue Service», mencionó el interés de la Casa Blanca en ciertas investigaciones sobre los impuestos de algunos amigos del presidente: «No puedo mencionar nada concreto, tangible, pero el mensaje llegó desde arriba». Algunos de los empleados que trabajaron en la campaña del CRP se refirieron a cierta información «de tapadera» relatada a los fiscales que se ocupaban del caso… Hunt y Liddy habían sido miembros de un equipo secreto, llamado los «Plumbers»[48] que investigaba las infiltraciones en los medios informativos. (La Casa Blanca no hizo ningún comentario, en verano, cuando la revista Time mencionó la existencia de ese grupo).
Un domingo de noviembre, ya entrada la noche, uno de los redactores responsables del Post dijo a Woodward que deseaba tener una breve conversación con él. Se dirigieron a un lugar desierto de la redacción. El redactor contó que uno de sus vecinos le había dicho que una tía suya formaba parte de un gran jurado y que él creía que se trataba del Gran Jurado del caso Watergate; la mujer había hecho algunas observaciones tales como que «sabía todo lo relacionado con ese asunto».
—Es republicana —había dicho su vecino— pero ahora no se cansa de decir que ha llegado a odiar a Nixon. Mi vecino cree que desea hablar.
Pocos días después, el compañero le entregaba un pedazo de papel con el nombre y la dirección de la señora. Woodward y Bernstein se dirigieron a Rosenfeld, al que pareció gustarle la idea de hacer una visita a dicha señora. Pero creyó conveniente aplazar la decisión definitiva, hasta que hubiera comprobado con Bradlee si ésta no marginaba la ley. Bradlee consultó con los abogados del Post.
Bernstein y Woodward consultaron en la biblioteca del Post un ejemplar de las Normas Federales en Procedimientos Criminales. Los miembros de un Gran Jurado prestaban juramento de mantener en secreto sus deliberaciones y los testimonios depositados ante ellos; pero el peso de la Ley parecía limitarse a los jurados. No había nada en la Ley que prohibiera a nadie hacer preguntas. Los abogados se mostraron conformes, pero pidieron que todo cuanto se tratara de establecer en contacto con la jurado se llevara a cabo con la máxima precaución. Lo mejor era que los periodistas preguntaran a la mujer si deseaba hablar.
Bradlee estaba muy nervioso.
—No machaquéis a nadie, no presionéis… Nada de trucos ni de amenazas —instruyó a Woodward y Bernstein. Se puso detrás de su mesa y señalándoles con el dedo continuó—: Estoy hablando en serio. Sobre todo usted, Bernstein: sea sutil por una vez en su vida.
Les ordenó que se pusieran en contacto con él tan pronto como concluyera la visita.
—Meteos en un teléfono público y llamadme, cualquiera que haya sido el resultado.
Los dos reporteros se dirigieron a la casa de la señora. No estaba allí. Woodward telefoneó a Sussman y le pidió que se lo retransmitiera a Bradlee.
A la mañana siguiente los reporteros atravesaron la ciudad, llamaron a la puerta y la señora abrió. Se identificaron como periodistas del Post y la señora les invitó a pasar. No mencionaron para nada el gran jurado y le dijeron simplemente que habían oído decir que ella sabía algo sobre el caso Watergate.
—Una porquería es lo que sé —afirmó la mujer—. Pero ¿cómo podría saber yo cualquier otra cosa excepto lo que he leído en los periódicos?
Fueron necesarios diez minutos para llegar a la conclusión de que la mujer formaba parte de un gran jurado en el Tribunal de Justicia, pero no del Watergate. Le dieron las gracias y se marcharon.
El episodio excitó su interés, tenían ya las líneas generales de la información que necesitaban. Faltaban los detalles que un miembro del Gran Jurado, dispuesto a cooperar, podría facilitarles. Esa tarde, Bernstein telefoneó al fiscal jefe del caso Watergate, Earl Silbert, y le pidió la lista de los 23 miembros del jurado. Silbert se negó rotundamente, rechazando el alegato del periodista de que el nombre de los jurados era asunto de interés público.
Woodward preguntó a un amigo que tenía en las oficinas del Palacio de Justicia, si no había modo de hacerse con una lista de los miembros del gran jurado del caso Watergate.
—En absoluto —fue la respuesta—. Los archivos son secretos.
A la mañana siguiente, Woodward tomó un taxi y se dirigió al Palacio de Justicia.
La oficina de archivos empleaba a unas noventa personas. Woodward comenzó por uno de los extremos de un complejo de varios despachos dedicados a guardar los ficheros y al cabo de media hora encontró a alguien dispuesto a dirigirle a un rincón remoto de la zona principal de los archivos donde se conservaban las listas de los procesos, juicios y miembros de los jurados. Se identificó ante otro empleado como reportero del Post y le dijo que deseaba echar un vistazo a esos archivos. El empleado se quedó mirando a Woodward de modo sospechoso.
—¡De acuerdo! —dijo al cabo de un momento de vacilación—. Puede mirar, pero no le está permitido copiar nada. No puede anotar ningún nombre ni tomar notas de ninguna clase. ¡Estaré vigilando!
Woodward comenzó a examinar los ficheros y, finalmente, encontró la lista principal de los grandes jurados de 1972. Los miembros de dos de ellos habían prestado juramento el día 5 de junio. Recordó que el presidente del gran jurado del caso Watergate tenía un apellido del Este europeo y trabajaba para el gobierno como economista o algo semejante. Encontró su nombre en el Gran Jurado Número Uno que había prestado juramento el 5 de junio de 1972.
Habían abierto una pequeña ficha de color naranja a cada uno de los miembros del jurado y en ella se indicaba su nombre y apellido, su edad, ocupación, dirección particular y profesional y los correspondientes números de teléfono. Woodward comenzó a revisar las fichas y dirigió la mirada por encima del hombro. El empleado que le había autorizado a mirar el fichero estaba sentado junto a su mesa de trabajo, a unos cinco metros de distancia y lo miraba con atención. Woodward tomó las primeras cuatro fichas y empezó a estudiarlas a fondo, memorizando los nombres, las direcciones y los números de teléfono, así como la profesión. Le costó diez minutos aprenderse de memoria las cuatro fichas. Seguidamente le preguntó al empleado dónde estaba el lavabo de caballeros.
Una vez dentro, encerrado en uno de los retretes, Woodward sacó un cuaderno de notas del bolsillo y empezó a escribir lo que había memorizado:
Priscilla L. Woodruff, 28 años, sus labores. Trató de figurarse el aspecto de cada uno de aquellos jurados, como si esto pudiera ayudarle a determinar cuál estaría más dispuesto a darle información. Naomi R. Williams, 56 años, maestro jubilado y ascensorista. Julian L. White, 37 años, bedel en la Universidad George Washington.
Al escribir el próximo nombre Woodward imaginó un escudo de armas y el nombre de Haldeman grabado debajo de un par de dagas cruzadas que guardaban el trono: George W. Stockton, escribió en su libro de notas. Instituto de Heráldica. Departamento del Ejército. Técnico. Edad 53 años. Se guardó el libro en el bolsillo del pantalón. Ya tenía 4 nombres. Le faltaban 19.
Woodward se aprendió de memoria las siguientes cinco fichas. Tratando de no parecer sospechoso, se dirigió de nuevo al empleado y le preguntó dónde estaba el despacho del decano de los jueces.
El hombre se mostró vacilante:
—Está usted dedicando demasiado tiempo a examinar esas fichas. Ya no estoy seguro de poder permitirle que las siga mirando.
Woodward dijo que volvería tan pronto consultara algo con el juez decano.
Subió al lavabo del tercer piso y escribió los cinco nombres que había memorizado y las demás informaciones que constaban en sus fichas. Le faltaban todavía catorce fichas. Al ritmo que llevaba el trabajo se le iba a llevar toda la mañana.
En el tercer intento logró aprenderse de memoria seis fichas. Al regresar del lavabo al archivo le preguntó al empleado dónde almorzaba.
—No salgo de aquí para almorzar —fue la respuesta.
«El chupatintas perfecto», pensó Woodward, que incluso come en su mesa. En esta ocasión necesitaba aprenderse las restantes ocho fichas porque el empleado se estaba impacientando. Le costó casi 45 minutos aprenderse los últimos ocho nombres y demás detalles.
En la redacción, pasó a máquina la lista de los jurados y los datos subsiguientes. En el despacho de Bradlee, los redactores jefes, Bernstein y Woodward eliminaron a casi la mitad de los miembros por considerar demasiado arriesgado intentar un acercamiento a ellos: a los funcionarios de poca categoría —en especial los de más edad— que estaban acostumbrados a actuar siguiendo las normas burocráticas, consultándolo todo con sus superiores y sin fiarse casi nunca de su propio juicio. Lo mismo se hizo con los militares. Buscaron aquellos que aparentemente estaban menos predispuestos a dirigirse al fiscal jefe para informarle de que acababan de recibir la visita de un periodista. Los candidatos, además, debían ser lo suficientemente inteligentes y abiertos como para darse cuenta de que el sistema de Gran Jurado había sido objeto de abuso en el caso Watergate, y con capacidad para apreciar los distintos matices de las pruebas.
La persona ideal debía ser capaz de saltarse el respeto a la Casa Blanca, a la Fiscalía, o a ambos; alguien acostumbrado a sortear las normas, el tipo de persona que concede más valor a la práctica que a los procedimientos. El trabajo continuó con Woodward, Bernstein y sus jefes, intentando conseguir un retrato psicológico de unos extraños, sin más base que su nombre y apellidos, dirección, edad, ocupación, origen étnico, religión, nivel de ingresos. Se decidió que fueran los dos reporteros los que realizaran la elección final.
Todos los presentes tenían sus dudas sobre el resultado de esa nueva aventura. Bradlee buscaba desesperado un buen artículo y, al mismo tiempo, tranquilizado por los abogados, volvió a ser el de siempre. Simons protestó en voz alta sobre la utilidad de ese trabajo de selección de gente desconocida y se sentía preocupado por el periódico. Rosenfeld se preocupaba sobre todo por el procedimiento que se debía seguir para evitar que los reporteros pudieran ser cogidos en falso. Sussman temía que alguno de los dos, posiblemente Bernstein, presionara con demasiada fuerza y se metiera en algún callejón que bordeara la ilegalidad. Woodward se preguntaba si en realidad había justificación para enviar a un reportero a una operación que podía salirse de la estricta legalidad mientras los demás se quedaban tranquilamente al otro lado de la línea. Bernstein, que vagamente aprobaba la desobediencia civil, no se mostraba preocupado por algo que sólo pudiera implicar una violación de la Ley, en abstracto. La cuestión era cuál era esa Ley, y estaba convencido de que el procedimiento del Gran Jurado debía continuar inviolado. En el planeamiento de la operación se decidió hacer todo lo necesario para mantenerse dentro de la Ley. Los reporteros debían identificarse de inmediato, decir a los jurados que se habían enterado por una fuente anónima que era posible que él, o ella, supiera algo sobre el caso Watergate y deseaban saber si estaban dispuestos a discutir con ellos el asunto. Se marcharían sin insistir salvo en el caso de que el jurado ofreciera información voluntariamente. No se mencionaría para nada la palabra Gran Jurado, salvó que la persona visitada lo hiciera por su cuenta.
Bradlee se dirigió a los reporteros con sus instrucciones finales como el general que revista a sus soldados antes de enviarlos a la batalla y les repitió las órdenes de campaña:
—Nada de tácticas de mano dura, muchachos. ¿De acuerdo?
Se pasaron el primer fin de semana de diciembre trabajando por separado, tratando de resolver la pesada charada con media docena de miembros del gran jurado. Regresaron sin la menor información y con la clara impresión de que la fiscalía había prevenido a los jurados contra las visitas de inoportunos provistos de un carnet de Prensa. Sólo una persona confesó voluntariamente que formaba parte del Gran Jurado y explicó a Woodward que únicamente había hecho dos juramentos en su vida: el de boy scout y el del Gran Jurado, y que ambos eran sagrados para él. Todos los demás les dijeron que sobre el caso Watergate no sabían absolutamente nada más que lo que habían leído u oído en los medios informativos.
Uno de ellos aún fue más lejos.
—¿Watergate…? —le preguntó a Bernstein—. ¡Ah, sí!… Ese edificio de apartamentos allá abajo en el Foggy Botom… He oído algo en la televisión, que alguien intentó robar en una tienda y no sé qué más. Ya, ya… No queda lugar seguro en toda la ciudad.
Hasta que oyó hablar del juramento del boy scout, Bernstein llegó a temer que el compañero y su fantástica memoria hubiesen estado perdiendo el tiempo al memorizar una lista que no era la del Watergate.
El lunes Bradlee convocó a los reporteros en su despacho para una reunión de urgencia. Cerró la puerta, una medida sólo reservada para cuando iban a tratar los asuntos más delicados.
—La bomba está a punto de estallar —dijo.
Cuando menos uno de los miembros del jurado había comunicado a la Fiscalía que había recibido la visita de un reportero del Washington Post. Uno de los fiscales había telefoneado a Edward Bennet Williams, jefe de los abogados del periódico. La fiscalía había acudido a presencia del juez Sirica con el jurado visitado por el periodista. Por eso Williams avisaba a Bradlee para que éste advirtiera a sus reporteros que anduvieran con tiento.
Éstos preguntaron a Bradlee hasta qué punto pensaba Williams que se hallaban metidos en un lío y cuál era su gravedad.
—No van a recibir una condecoración por ello —dijo Bradlee—. Williams me ha dicho que todo depende del juez.
Era una razón más para preocuparse: John Sirica, el Juez Jefe de la Audiencia de Distrito de los Estados Unidos para el Distrito de Columbia (es decir, un juez federal) era conocido como «Máximum John»: imponía siempre la ley en su máximo grado.
Esa misma tarde, Bradlee dijo a los dos reporteros que se personaran en el bufete de Williams a la mañana siguiente.
—Las cosas parece que se han arreglado un poco —les dijo—. Williams ha hablado con Sirica y la Fiscalía y cree que os puede mantener al margen del asunto.
A la mañana siguiente Williams estaba paseando de arriba a abajo por su elegante y bello despacho.
—John Sirica está deseando echaros la mano encima —les dijo—. Hemos tenido que hablar mucho para convencerle de que no os pusiera a la sombra.
Williams dijo que era absolutamente necesario desistir de cualquier otro intento de contacto del Post con miembros del Gran Jurado. Hasta la Fiscalía había tenido que intervenir en favor de los periodistas, recomendando al juez que no tomara ninguna medida contra ellos, ya que ninguno de los jurados había compartido la menor información. Pero Sirica seguía enfadado, y les haría sentir el peso de la Ley con el menor motivo.
—Seguid en contacto conmigo y mantened la nariz fuera de cualquier asunto turbio —les advirtió.
El Juez Sirica no era un hombre cuya conducta pudiera predecirse.
Los periodistas volvieron a dedicarse a la búsqueda de fuentes más convencionales. Unas noches después, Bernstein firmó la tarjeta para utilizar uno de los coches del periódico y se dirigió a un apartamento situado a bastantes millas de distancia. Eran aproximadamente las ocho cuando llamó a la puerta de su lugar de destino. La mujer que buscaba le respondió, pero cuando oyó su nombre no quiso ni abrirle la puerta. Metió una hoja de papel por debajo de la puerta, en el cual había escrito su número de teléfono que no figuraba en la guía. Además le dedicaba unas palabras:
«Llámeme esta noche, algo más tarde. Sus artículos han sido excelentes».
La mujer estaba en inmejorable posición para tener conocimiento de las actividades secretas de la Casa Blanca y del CRP. Bernstein ya había tratado anteriormente de entrar en contacto con ella, pero se había negado a toda aproximación. Bernstein regresó a la redacción y marcó el número. La voz sonó inquieta, nerviosa.
—A estas alturas ya no, confío en nadie —dijo—, pero respeto su postura.
Le preguntó a continuación si la estaba llamando desde un teléfono seguro. Estaba en el aparato de una mesa de la redacción que correspondía a un reportero de Maryland. Pensaba, pues, que sí.
—Tengo que estar absolutamente de acuerdo con Ben Bradlee: la verdad no ha salido a relucir —dijo.
Bernstein trazó una gran «Z» mayúscula sobre un cuaderno de notas. La «X» había servido para designar a la tenedora de libros.
—Mi jefe llama a lo que está ocurriendo una «limpieza» —dijo «Z»—. Dos años antes jamás me hubiera atrevido a creer nada semejante, pero los hechos son indiscutibles, abrumadores.
Le recomendó, seguidamente, que leyera cuidadosamente todo lo que anteriormente había escrito, sus propios reportajes.
—Hay mucho más de verdad en ellos de lo que puede suponer… Tiene usted muchas claves para descifrar el asunto. Lo estaba haciendo muy bien, pero podía haberlo hecho todavía mejor. Hay que presionar más. Mucho más.
Se negó en absoluto a ser interrogada y fue ella la que estableció las reglas que debían gobernar sus contactos: ella orientaría a los periodistas en la dirección adecuada para ayudarles a dar con algunos nombres y lugares adecuados… Les facilitaría algunos indicios, ciertas claves para utilizar como punto de partida. En todo caso, y si lo hacía, respondería sólo de un modo general a sus preguntas. Muchas de las cosas que ella llamaba «mensajes» podrían ser vagos, en parte porque ella misma no las comprendía totalmente y porque la elección de la información era difícil.
—Su perseverancia ha sido admirable —dijo la mujer—. Aplíquenla de ahora en adelante a lo que yo les diga.
Bernstein no tenía idea de lo que podía esperar, pese a que la voz de la mujer sonaba como la de un místico.
De pronto, la mujer comenzó a hablar de Haldeman:
—Tiene que haber alguien que mueva los hilos. Son muchos los que, como usted, piensan que se trata de Haldeman… John Dean resulta muy interesante. Resultaría también interesante saber a fondo en qué consistió realmente la investigación de Dean. Su implicación en el asunto va muy por encima… Pero Magruder y Mitchell están definitivamente mezclados en él… Mitchell requiere mayor perseverancia.
Bernstein la había interrumpido varias veces, pero ella estaba decidida a no ser más explícita. ¿En qué estaban involucrados? ¿En trucos sucios? ¿En espionaje de las comunicaciones orales?
La mujer le aconsejó que tomara en consideración a Haldeman, Ehrlichman, Colson y Mardian como si formaran un grupo.
—Descifre cuál es el lazo común —le dijo.
Y también:
—… y ha de conseguir información grabada.
¿Quería decir que habían recibido información de las grabaciones conseguidas en el Watergate?
—El encubrimiento es el lazo común. Cuando alguien tiene un cargo importante que puede perder, hará todo lo que pueda, lo que sea, por conservarlo. El lema general es: «No destapar el asunto», ni siquiera ahora. En estos momentos están mejor organizados que lo estaban antes del 17 de junio. Son buenos organizadores, pero un tanto sucios. El estudio de las finanzas es el mejor camino para averiguar quién está involucrado. Hay que descubrir otros Segrettis. Kalmbach era el pagador. En torno a los «Plumbers», se han desarrollado múltiples actividades. Todo va mucho más lejos que los «Documentos del Pentágono». Los «Plumbers» son un elemento importante; dos de los miembros del grupo están acusados en el caso Watergate. Me gustaría saber cuántos más forman parte de ese grupo.
Bernstein trataría de averiguarlo.
«Z» le dijo que no habría más mensajes. Y le prohibía totalmente que la telefoneara.
A la noche siguiente Woodward y Bernstein hicieron el camino familiar hasta la casa de Hugh Sloan. Tal vez él podía ayudar a descifrar el mensaje de «Z». Como sabían que Sloan estaba deseoso de todo menos de verles, no le telefonearon previniendo su visita. Como era norma en él, fue lo suficientemente correcto como para no darles con la puerta en las narices. Había adelgazado. Les dejó entrar en el hall. Les dijo que la busca de empleo iba por mal camino: gracias a la sombra del Watergate. Y lo que era peor: no se veía el fin del juicio ni del pleito civil, ni de las declaraciones que parecían haberle transformado en una especie de testigo profesional por 20 dólares al día. Los periodistas no supieron qué responder. Cada vez que visitaban a Sloan acababan sintiéndose como una pareja de buitres.
Los periodistas le describieron en líneas generales lo que les había dicho «Z», pero Sloan contestó que no veía en todo aquello mucho más de lo que ellos podían ver. Seguidamente les pidió disculpas por el asunto de Haldeman que terminó en catástrofe y, finalmente, quedó en claro lo que había ocurrido en aquella noche de lluvia. Sloan había entendido mal la pregunta de Woodward. Creyó que Woodward le había preguntado si hubiera mencionado a Haldeman ante el gran jurado, en caso de ser interrogado sobre ello.
Ahora sabía mucho más que antes sobre las relaciones de Haldeman con el fondo y con el CRP.
—Bob manejaba el comité por medio de Magruder, hasta que Mitchell y el secretario Stans se le unieron en la primera mitad de 1972. Jeb fue quien autorizó los primeros pagos a Liddy. Creo que Liddy trabajaba ya por entonces, en el verano del 71, en la Casa Blanca. Realmente Haldeman estaba detrás de los cuatro que recibieron grandes pagos del fondo: Kalmbach, Liddy, Magruder y Porter.
Haldeman estaba aislado de los fondos. Magruder, Kalmbach, Stans e incluso Mitchell habían actuado, efectivamente, en nombre suyo, explicó Sloan. Haldeman jamás se puso en contacto personal con Sloan para ordenarle que hiciera un pago. Pero el terreno económico era patrimonio del jefe de personal de la Casa Blanca.
—Maury (Stans) se quejaba con frecuencia de que se estaba sacando demasiado dinero de los fondos —dijo.
Woodward le preguntó algunas cosas más sobre la estructura de la oficina de Haldeman. Chapin era el secretario de protocolo del presidente, el encargado de fijar sus citas; Strachan, el asistente político; Larry Higby, una especie de jefe de personal y mayordomo; Alexander Butterfield supervisaba «la seguridad interna y controlaba el flujo de periódicos que debía llegar al presidente».
Al pasar a máquina sus notas, aquella noche, Woodward subrayó las palabras «seguridad interna». Así se llamaba la División del Departamento de Justicia encargada de obtener la grabación de conversaciones por encargo del gobierno. Anteriormente estuvo dirigida por Robert Mardian.
Mientras Woodward pasaba a máquina sus notas, Bernstein sacó una carpeta de casi diez centímetros de espesor, llena de documentos, en la que se leía «Para comprobar». Varios días antes, Lawrence Meyer, un reportero del equipo local, cuyo terreno ere la Audiencia Federal, había obtenido una copia confidencial del acuerdo legal rutinario entre los acusadores y los abogados defensores de los siete acusados en el caso Watergate, cuyo juicio debía comenzar el 8 de enero. Bernstein leyó las «estipulaciones», que ocupaban 12 páginas. En ellas constaban los registros de viajes, llamadas telefónicas y cuentas bancarias que la acusación y la defensa habían acordado dar por fidedignas. La mayor parte de toda esa información la conocían ya los reporteros. Sin embargo, aún quedaban dos asuntos inquietantes: uno de ellos era la confirmación de que Gordon Liddy y Howard Hunt habían hecho juntos varios viajes a Los Ángeles, utilizando nombres falsos, el 4 de septiembre de 1971, el 7 de enero de 1972 y el 17 de febrero de 1972. Esas fechas estaban dentro del periodo en el que ambos habían trabajado para la Casa Blanca, meses antes del allanamiento del Watergate. Encontraron también nota de que un teléfono fue instalado «el 16 de agosto de 1971 en el despacho 16 del “Executive Office Building”, situado en la esquina de la calle 17 con la Avenida Pennsylvania N. W., en Washington D. C. y… desconectado el 15 de marzo de 1972». Figuraba en la lista con el nombre y dirección de Kathlee Chenow, de Alexandria, Virginia.
No figuraba ninguna Kathlee Chenow en el listín telefónico pero, usando el de calles, Bernstein encontró a alguien que ocupaba aquel domicilio; llamó y le contestaron que la señorita Chenow se había trasladado a Milwaukee. La localizó allí. Le costó unos pocos minutos determinar que Kathlee Chenow había sido la secretaria del grupo de los «Plumbers». No parecía experimentar la menor vacilación al hablar. Bernstein, que ya casi no se acordaba de la última vez en que había encontrado una fuente de información dispuesta a hablar voluntariamente, no sabía cómo empezar. Finalmente se lanzó preguntando qué y quiénes eran los «Plumbers». Su respuesta fue directa y concreta: los «Plumbers» eran Howard Hunt, Gordon Liddy, David Young y Egil (Bud) Krogh. Se dedicaban a investigar las «filtraciones» hacia los medios de información y debían informar de ello a John Ehrlichman. Su oficina se hallaba en el sótano del «Executive Office Building», enfrente de la Casa Blanca. Técnicamente ella había sido la secretaria de David Young, pero fue cedida por la oficina del Dr. Henry Kissinger al equipo de Ehrlichman.
Young enviaba regularmente informes a Ehrlichman sobre los progresos conseguidos por los «Plumbers» en su investigación. Krogh era uno de los principales lugartenientes de Ehrlichman.
—Al principio, el gobierno había deseado obtener un estudio de hasta qué punto coincidía la versión de los «Documentos del Pentágono» en el New York Times con los documentos en sí. Después trataron de descubrir cómo habían llegado a manos del periódico tales documentos. Más tarde se dedicaron, en general, a estudiar todas las infiltraciones que llegaban a los medios de información. Durante un tiempo trataron de descubrir las que procedían del Departamento de Estado. Controlaron los cablegramas de las embajadas y trataron de ver por qué manos pasaban tales cables antes de llegar a su destino. La mayor parte del trabajo realizado por el señor Hunt, por lo que yo vi, se dedicaba a asuntos relacionados con el Departamento de Estado. Cablegramas que había revisado mientras estudiaba el fondo de los «Documentos del Pentágono».
Bernstein preguntó si recordaba alguna filtración específica investigada.
—Naturalmente, los «Documentos del Pentágono». Hubo también una época en la que Jack Anderson dirigía el personal de la administración, en diciembre; los controlaron también en busca de posibles filtraciones. El señor Mardian del Departamento de Justicia bajó al sótano dos o tres veces durante ese período.
—En otra ocasión el señor Mardian acudió a una importante reunión que tuvo lugar en el despacho del señor Krogh, conjuntamente con Liddy, Hunt y tres o cuatro personas más que no conocía —dijo Chenow—. Y David Young hablaba con mucha frecuencia con John Mitchell… No sé sobre qué; ni tampoco sé la frecuencia con que se encontraban.
Le preguntó sobre el teléfono listado en las «estipulaciones».
—Se trataba del teléfono del señor Hunt. Lo pusieron a mi disposición para que yo respondiera y tomara los recados para él. El señor Barker llamaba siempre a ese teléfono; casi diría que era el único que llamaba allí con cierta asiduidad. Lo hacía normalmente una vez por semana, aunque algunas semanas lo hizo dos o tres veces…
Añadió que Hunt y Bernard Barker «Estaban casi siempre murmurando por teléfono. El señor Hunt solía decir: “¿Cómo estás? ¿Qué has estado haciendo en…?”. Algunas veces, cuando hablaba con Barker lo hacía en español; al parecer le gustaba hablar en ese idioma, aunque no sé la razón… No, yo no hablo español… Me acuerdo de que el señor Hunt llamaba al señor Barker y a nadie más. A veces el señor Liddy también utilizaba el teléfono para hablar con alguien a quién había contactado el señor Hunt. Supongo que también debía de llamar al señor Barker. La mayoría de las llamadas se hicieron entre agosto y noviembre. El teléfono se dio de baja el 15 de marzo, pero para aquel entonces ya hacía mucho tiempo que no se usaba».
Bernstein le preguntó algo obvio. ¿Por qué razón un teléfono perteneciente al complejo de la Casa Blanca, que contaba con el sistema de comunicación más sofisticado del mundo, tenía que estar registrado a nombre y con el domicilio de un particular de Alexandria?
—Una buena pregunta —concedió la mujer—. Creo que deseaban que estuviera a mi nombre precisamente para que nadie pudiera relacionarlo con la Casa Blanca… los motivos los ignoro.
Los recibos del teléfono eran enviados por correo a su domicilio[49] y ella los entregaba a otro de los ayudantes del Ehrlichman, John Campbell…
—… de modo que los recibos los pagaba la Casa Blanca. Al parecer así se había acordado por el señor Hunt, el señor Young y el señor Liddy. Éstos hablaron con Campbell, quien se hizo cargo del asunto.
La señorita Chenow dejó el equipo de la Casa Blanca el 30 de marzo de 1972 y se hallaba de viaje por Europa cuando acaecieron los arrestos del Watergate. Unas dos semanas más tarde, Fred Fielding, ayudante de John Dean, la localizó en Birminghan, Inglaterra.
—Éste había ido a Europa a recogerme —dijo—. Me explicó que el FBI estaba interrogando a los empleados de la Casa Blanca y que tanto el FBI como la Casa Blanca iban a realizar una investigación. Al parecer el FBI le había pedido al señor Dean que me buscara. El señor Fielding me pidió que regresara y me dijo que debía recordar mi trabajo, pues me preguntarían cosas sobre él y el teléfono…
»… En el viaje de regreso, el señor Fielding me entregó un ejemplar de la revista Time y trató de ponerme al día de lo ocurrido. Me preguntó: “¿Conoce usted a alguien de los que se mencionan en el artículo sobre el allanamiento?”. Y yo respondí: “Naturalmente. Al señor Hunt”».
Se presentó en la oficina de John Dean a las 8:45 de la mañana del día siguiente a su llegada; era la primera semana de julio. Fielding y David Young estaban allí.
—El señor Dean me dijo que a las nueve iba a ser entrevistada por el FBI; que debía explicar en qué había consistido mi trabajo y si conocía algo sobre la escucha clandestina. Tenía que contestar directamente, de acuerdo con mi mejor conocimiento.
El interrogatorio duró unos cuarenta minutos y Dean, Fielding y Young estuvieron presentes, sentados en silencio.
—El señor Dean no hizo ninguna pregunta ni tampoco tomó notas.
Posteriormente tuvo una breve conversación con Young:
—Parecía verdaderamente sorprendido de que hubiera podido darse un caso semejante de escuchas electrónicas clandestinas. Sabía que lo del teléfono estaba relacionado con ello, de un modo u otro. Una vez que las cosas se fueron aclarando, me llegué a dar cuenta de que estaba atando cabos.
Esa misma semana Chenow se entrevistó con los fiscales del caso Watergate y tuvo que prestar declaración ante el Gran Jurado. Silbert jamás le preguntó por Ehrlichman —dijo—. Sólo por Colson, Hunt, Liddy y Young.
La conversación de Bernstein con Chenow duró más de hora y media.
La mañana siguiente, el día del Aniversario de Pearl Harbor, Woodward llamó a Jack Harrington, el funcionario de la Chesapeake and Potomac Telephone Company encargado de los servicios de la Casa Blanca, quien confirmó que la oficina de Ehrlichman había ordenado la colocación del teléfono de la señorita Chenow y arreglado lo del pago de los recibos de un modo totalmente insólito en sus 25 años de servicio.
Mientras tanto, fuentes próximas a la Casa Blanca informaron a los dos reporteros que John Campbell había sido el jefe de las oficinas de Ehrlichman. No había, pues, posibilidad de que tal teléfono hubiese sido instalado sin la autorización de Ehrlichman. Eso dijo el informador.
Ya bien entrada la tarde, Bernstein había completado su reportaje de 2 000 palabras (unos seis folios) sobre la instalación secreta del citado teléfono, sobre el relato de Chenow con respecto a los «Plumbers» y su entrevista con John Dean. Gerald Warren, segundo secretario de Prensa de la Casa Blanca, le dijo a Woodward que por parte de ésta no habría comentario alguno, porque podría incidir en el próximo juicio sobre el asunto Watergate.
«Al no comentar», escribió en su artículo, párrafo quinto, Bernstein, «La Casa Blanca deja sin respuesta la pregunta de por qué los deberes oficiales de Hunt requerían un teléfono camuflado y registrado a nombre de otra persona; por qué la oficina de Ehrlichman había aprobado su instalación».
Para complicar más las cosas, Bernstein estaba solo con su entusiasmo. Era la primera vez que alguien le había dicho, con vistas a su publicación, que existían «los Plumbers», que Ehrlichman y su oficina estaban implicados en sus actividades y que Hunt y otros ayudantes del presidente habían estado investigando cómo se producían las «filtraciones».
Rosenfeld no parecía muy interesado en la historia y se la pasó a Sussman. Éste y Woodward, sin tanta frialdad, tampoco estaban demasiado entusiasmados y pensaron que aquello «no probaba nada». Bradlee, por su parte, expresó más alivio que otra cosa; pese a sus defectos era el primer artículo un poco fuerte del Post desde el reportaje sobre Haldeman. Se sentía inclinado a darle una calificación mediana, pero se la dio superior, debido a qué era la primera vez que se mencionaba una fuente por su nombre. La Casa Blanca podía discutir su significado, pero no los hechos. Dijo que el artículo debía publicarse en primera página aunque sólo fuera para probar que, cinco semanas después de la derrota de McGovern, el Post seguía todavía metido en el asunto Watergate.
Esta misma noche Bernstein y Woodward salieron a bordo de un «747» para Los Ángeles con la esperanza de que, si tenían suerte, Donald Segretti sería menos evasivo que en su entrevista anterior. Llevaban en sus maletas copia de las fichas de los viajes de Hunt y Liddy. Y Woodward había hablado por teléfono con una secretaria del bufete de los abogados de Herbert Kalmbach que se había manifestado bastante amistosa.
Durante el viaje, Bernstein comenzó una partida de póquer bastante fuerte. Ganaba 35 dólares cuando Woodward regresó. Movido por sus instintos protectores, le pidió que se uniera a la partida. A veces Bernstein se preocupaba porque su amigo no tenía la suficiente mundología para mantenerse al margen de los problemas y frecuentemente se veía metido en líos. (Por su parte Woodward se preocupaba, también con mucha frecuencia, porque Bernstein podía hacer tan rápidas amistades y se sentía a gusto en compañía de gente a la que acababa de conocer). Woodward jugó y perdió. Bernstein ganó treinta y cinco dólares. Lo que Bernstein no sabía era que Woodward había pasado muchos fines de semana en Las Vegas, durante su época de marino destinado en la Base Naval de San Diego.
Por la noche, ya en Marina del Rey, alquilaron una habitación en una residencia de turistas a 9 dólares por día. Tuvieron que hacerlo así por no encontrar nada mejor pues todos los hoteles de aquel centro de vacaciones estaban ocupados. Y Segretti, por su parte, no se hallaba en casa.
Al día siguiente se dirigieron al Beverly Wilshire Hotel, un elefante de mármol y terciopelo rojo falso, donde Hunt y Liddy se habían alojado en septiembre de 1971. Los periodistas hablaron con el detective jefe de seguridad, un hombre mayor que había sido antes capitán de la Policía y que no tenía idea de dónde se guardaban los registros de las llamadas telefónicas del hotel. El jefe de contabilidad del hotel, un hombre cuyo aspecto confesaba sus noches de juerga, tampoco pudo ofrecerles mayor colaboración. Rodeado de montones de facturas y documentos financieros en su oficina, informó resueltamente a los periodistas que había dado su palabra a los hombres del FBI de no comentar nada sobre la estancia en el Hotel de Hunt y Liddy. Bernstein le preguntó a la secretaria del contable si aceptaba tomar una copa con él en el bar, «ahora o después».
—¡Está de broma…! —Fue la respuesta de la secretaria, que siguió caminando lentamente.
Bernstein le dijo que no, que hablaba en serio. Nada de bromas.
—Sería mejor si fuera broma —comentó.
Después Woodward consiguió hablar por teléfono con uno de los supuestos enlaces de Segretti y le propuso un encuentro.
—Si viene usted por aquí le pego un tiro —fue la respuesta.
Woodward tomó un coche y se dirigió a las oficinas de Kalmbach en Newport Beach. El abogado personal del presidente estaba fuera de la ciudad. La secretaria que había sido amable con él por teléfono le ofreció a Woodward una taza de café y su opinión:
—El señor Kalmbach es uno de los mejores hombres que conozco. Es una persona honesta y cuando todo esto haya pasado usted lo comprenderá todo.
No estaba dispuesta a decir nada más.
En el hogar de Kalmbach una mujer le abrió la puerta y cuando le preguntó si podía hablar con ella unos minutos le respondió.
—En absoluto. No.
Le acompañó hasta la verja y le despidió con un portazo en sus espaldas.
Los dos reporteros comieron con Larry Young, el examigo de Segretti que les había ayudado tanto en el mes de octubre. El hombre no sabía nada nuevo. Al cabo de cuatro días lograron dar con Segretti por teléfono y acordaron encontrarse en una cafetería. Mientras se tomaban unos batidos de fruta charlaron durante casi una hora. Segretti no estaba dispuesto a hablar de cara a la publicación de sus palabras en un futuro previsible.
Los periodistas regresaron a Washington el 11 de diciembre por la noche. En la conferencia de Prensa en la Casa Blanca de la mañana siguiente Ron Ziegler, presionado de nuevo por los que querían una respuesta sobre el asunto del teléfono secreto de Hunt y el asunto de «los Plumbers», ofreció por vez primera el reconocimiento de la Casa Blanca: efectivamente, «los Plumbers» habían estado investigando casos de infiltraciones en los medios informativos. Pero negó que Howard Hunt o Gordon Liddy hubieran pertenecido al grupo.
Ni Bernstein ni Woodward acudieron a la conferencia de Prensa de Ziegler. Estaban convencidos de que podían enterarse de más cosas en cualquier otra parte y puesto que, además, temían que su presencia diera lugar a unas respuestas de Ziegler más personalizadas, acostumbraban a evitar la sala de Prensa de la Casa Blanca[50].
Por esa época, la Casa Blanca comenzó a excluir al Post de la asistencia a los acontecimientos sociales que se celebraban en la Mansión Ejecutiva: primero un banquete de los Republicanos; después otra cena en honor de los miembros del gabinete entrantes y salientes; posteriormente los servicios religiosos del domingo; finalmente una fiesta dada a los hijos de los diplomáticos extranjeros. El blanco inmediato de esta discriminación fue la reportera Dorothy McCardle, una gentil señora de 68 años, la abuela de toda la redacción del Post que en él venía informando sobre los acontecimientos sociales de la Casa Blanca desde las últimas cinco presidencias.
El mismo día en que se impidió a la señora McCardle la asistencia a la ceremonia religiosa de la Casa Blanca, Bernstein tenía una cena con varios amigos, entre ellos un colega del Washington Star.
El reportero del Star le contó una interesante historia de una conversación que mantuvo con Colson pocos días antes del 7 de noviembre; recuérdese que ésta fue la fecha de la celebración de las elecciones presidenciales de las que salió reelegido Richard Nixon.
«Tan pronto como hayan pasado las elecciones vamos a emprenderla con el Post —citó las palabras de Colson—. Los detalles no han sido elaborados todavía pero se ha tomado ya la decisión básica… en una reunión con el Presidente».
Colson aconsejó al reportero del Star que no dejara de acudir con la mayor frecuencia por allí «con una gran cesta» porque «vamos a llenársela de noticias». Eso haría que la lectura del Star resultara indispensable mientras que al Post se le dejaría en la inopia e iría perdiendo sus lectores.
«Esto será sólo el principio. Después empezaremos a ser realmente duros. Puede estar seguro de que en la Calle L (en la que está el edificio del Washington Post), llegarán a desear no haber oído hablar jamás del caso Watergate».
Muy pronto la Federal Communications Comission[51] puso reparos a la posesión por parte del Post de dos emisoras de Televisión en Florida. El precio de las acciones del Post en la Bolsa bajó casi en un cincuenta por ciento. Entre los que habían alegado contra la propiedad de las estaciones de televisión por el Post —que formaban una organización de ciudadanos que propusieron que la FCC les concediera a ellos las nuevas licencias de las emisoras— había varias personas relacionadas desde hacía mucho tiempo con el Presidente.
El Juez Sirica convocó a Bernstein y a Woodward en su Sala para el 19 de diciembre a las 10 de la mañana. Se celebraba una audiencia judicial en otro asunto relacionado con la Prensa (una moción de la defensa para forzar a Los Angeles Times a entregar las cintas magnetofónicas y las notas de una entrevista con Alfred C. Baldwin).
Los dos reporteros se pusieron sus mejores ropas para acudir ante el tribunal. Woodward hasta se arregló el pelo. La sala estaba atestada, principalmente con gente relacionada con los medios de información interesados en ver cómo se resolvía la lucha por las cintas. Bernstein y Woodward se sentaron en la segunda fila.
Sirica, que hizo su entrada en la sala exactamente a las diez en punto, era capaz de expresar su desagrado frunciendo el ceño tan profundamente como para no dejar la menor duda sobre la reputación de su severidad. Estaba decidido a meter en cintura a los reporteros. El gran jurado entró en la sala. Los presentes obedecieron la orden: «¡En pie!». El juez frunció el ceño aún más.
—¡Muchacho…! —murmuró Woodward a Bernstein, aguantando la respiración, de modo que las palabras sonaron como quien ordena a un caballo que se detenga. Bernstein estaba meditando sobre qué destino prefería: la ignominia de ser desnudado delante de sus colegas por su conducta semiindigna o el mitigado honor de ser tratado por «Máximum John».
—Recientemente me ha llamado la atención —comenzó Sirica relatando los desgraciados hechos…
Durante el primer fin de semana, algunos miembros de un Gran Jurado habían sido solicitados por reporteros que buscaban información. Sin embargo se puso en claro posteriormente y en un cambio de impresiones con dichos miembros y la Fiscalía, que no se había infiltrado la menor información; por ese motivo la investigación no había ido más lejos. Debía alabar a los jurados por su silencio. Quería robustecer su resolución recordándoles el juramento que hacia que sus deliberaciones fueran «sagradas y secretas».
El juez dirigió la vista a la audiencia:
—Ahora quiero que esas personas que intentaron sonsacar a los miembros de un gran jurado sepan que este Tribunal considera el asunto como extremadamente serio.
Los reporteros estaban pendientes de cada palabra del juez, y perdían la confianza en que Ed Williams y los fiscales hubieran sido convincentes en sus argumentos.
El juez tenía el rostro serio y contraído. Observó con tono reflexivo que la persona que había intentado sonsacar al gran jurado no era un abogado defensor ni un acusado, sino… «un representante de los medios de información». Se oyó un murmullo entre los periodistas que se hallaban presentes. ¿A quién de entre ellos se refería el juez? Bernstein y Woodward esperaban que el juez los desenmascarara y, tal vez, les preguntara si deseaban pedir disculpas y solicitar la gracia del Tribunal.
Lo que hizo Sirica en primer lugar, actuando según un propósito previsto de antemano, fue señalar las complicaciones y ramificaciones legales del asunto y recordó a los presentes que el intento de conseguir información de un jurado es, al menos potencialmente, un delito de desacato al tribunal. Después pidió excusas al Gran Jurado y se marchó de la Sala. El escribano anunció una pausa.
A los dos periodistas les costó algún tiempo comprender lo que había ocurrido y que aquello significaba el fin de todo. Estaban libres.
Bernstein y Woodward trataron de adoptar un aire indiferente y tranquilo cuando se mezclaron con sus colegas. Todos andaban preguntándose mutuamente con curiosidad quién sería el culpable. Ellos dijeron que, personalmente, no deseaban especular. Dan Schorr, de la CBS, que tenía una vista de águila para divisar cualquier anomalía, fue el primero en sugerir en privado que los aludidos debían de ser Bernstein y Woodward. Eso es una calumnia, una acusación sin base, una ofensa profesional, protestó Bernstein. Schorr le respondió con una sonrisa de suficiencia, como si lo supiera todo. Durante una escapada al pasillo, los dos periodistas se habían puesto de acuerdo en que sólo negarían la acusación de modo directo en caso de extrema necesidad. Confiaban en poder escapar sin necesidad de hacerlo, empleando la astucia y mostrando una indignación bien dosificada.
La confusa escena que se estaba desarrollando en el pasillo no les permitió que pudieran concentrarse atentamente en sus pensamientos personales. Dos docenas de colegas estaban lanzando teorías particulares, tratando de sonsacar a alguien en busca de la identificación del culpable. Acosado de nuevo, Woodward dijo lo primero que le vino a la mente: el contacto con el gran jurado había tenido lugar en el primer fin de semana de diciembre. Es decir seis semanas antes de que Bernstein hubiese escrito su reportaje más importante. De un modo u otro la forzada falta de lógica del silogismo dio resultado. Bernstein, que se sentía preocupado, oyó con satisfacción cómo otro periodista explicaba que el culpable tenía que ser, probablemente, un miembro de los servicios de la Radio o la Televisión.
—Sirica ha utilizado expresamente el término «medio de información», es decir el que se emplea por regla general para referirse a los reporteros de estos servicios. Cuando la gente se refiere a un reportero de un diario o revista dice «la Prensa» —se expresó el periodista que se pasaba de listo.
¡Oh sí!, afirmó Bernstein asiéndose a la ocasión, él también se había dado cuenta de ello.
Woodward y Bernstein trataron de evitar a un colega que estaba realizando una especie de interrogatorio a los reporteros presentes sobre qué opinaban de la sesión en la Sala del juez Sirica. Alcanzó a Woodward cerca del ascensor, y directamente, sin ambages, le preguntó si el juez se había estado refiriendo a él o a su compañero Bernstein.
—¡Vamos, hombre…! ¿Pero qué te has creído…? —le respondió Woodward indignado.
El periodista insistió: ¿Había sido uno de ellos, sí o no?
—Escucha —le respondió Woodward—. ¿Quieres una respuesta precisa? ¿Me estás preguntando en una entrevista oficial, para publicar mi respuesta? ¿Estás trabajando el asunto en serio? Porque si es así te daré una respuesta concreta… ¡que tal vez no te guste…!
El periodista se quedó atónito:
—Lo siento Bob. No pensé que te pusieras así conmigo, que te lo tomaras tan en serio —le dijo a Woodward.
El peligro pasó. La visión de pesadilla que les había aterrorizado durante todo el día (Ron Ziegler en el podio pidiendo que se les sometiera a una completa investigación por parte de las autoridades federales) desapareció. Intentaron imaginarse los términos que Ziegler hubiera utilizado («¿intento de soborno a un jurado?») y advirtieron que no tenían suficiente estómago para resistir algo semejante. Se vieron miserables. No habían violado la Ley al visitar a los miembros del Gran Jurado, esto al menos parecía cierto. Pero la habían esquivado y habían puesto a otros en peligro de hacerlo. Habían elegido la eficacia por encima del principio y su acción había sido descubierta. Habían atentado contra la ética, se habían escabullido, evadido, habían sugerido e intimidado, aun cuando no hubieran mentido directamente.
Por la tarde Woodward regresó a la Sala del juez Sirica para presenciar la continuación del juicio oral en el caso del material del Los Angeles Times sobre Baldwin. Las notas, las grabaciones y una lista de documentos de los reporteros Jack Nelson y Ronald Ostrow debían ser requisados a petición de los abogados defensores en el Caso Watergate.
La entrevista del Times con Baldwin, fue la muestra más viva de periodismo en todo el caso Watergate y en ella quedó verdaderamente retratada la diferencia entre un «intento de allanamiento de tercera categoría» y la clase de guerra política de gangsters realizada por los hombres del presidente. Woodward recordó sus contactos con los abogados de Alfred Baldwin y dudaba de que éstos hubieran accedido a la celebración de cualquier entrevista sin contar con la seguridad de que las cintas y las notas quedarían en poder del Times. Ciertamente la historia que él y Bernstein escribieron, nunca hubiera sido posible sin tales garantías.
El juez ordenó a John F. Lawrence de Los Angeles Times que entregara las cintas que había recibido del periódico para su custodia. Lawrence era el jefe de la delegación del Los Angeles Times en Washington.
—Respetuosamente debo negarme a ello —respondió Lawrence con voz suave. Era un hombre delgado cercano a los cuarenta.
Sirica le acusó de desacato y ordenó su encarcelamiento.
El abogado de Lawrence argüyó que encarcelar a su defendido mientras se estaba considerando una apelación basada en la Primera Enmienda de la Constitución, no serviría de nada ni tenía razón de ser. Señaló que estaban en plenas navidades y que el señor Lawrence tenía esposa y un hijo pequeño. Pero Sirica no se dejó enternecer y los alguaciles condujeron a Lawrence a los calabozos sin permitirle siquiera despedirse de su esposa[52].
Bernstein jamás había visto tan conmovido a Woodward. Los dos se dieron cuenta, dolorosamente, del contraste: Lawrence, cuyo único delito consistía en actuar profesionalmente y seguir los dictados de su conciencia, estaba en la cárcel. Ellos se habían librado con una amonestación secreta, nadie se había metido con ellos y ni siquiera se les puso en evidencia.
La aventura del Gran Jurado no fue el último tropiezo de los dos reporteros con el juez Sirica y los fiscales.
Varios días después de su aparición ante el Tribunal, Woodward telefoneó a una exsecretaria de la oficina de Morton B. Jackson, un abogado de Los Ángeles con quien Hunt había residido durante la semana que ocurrió el allanamiento de Watergate. Woodward se identificó y dijo que sabía que ella fue interrogada por el FBI.
—¡Déjeme en paz! —le respondió la secretaria—. Quiero vivir mi vida. No puedo resistir todo esto. ¿Qué interés tiene usted por fastidiarme?
Woodward le dijo que intentaba cerciorarse de cierta información llegada a su poder, que indicaba que ella conocía alguna de las intenciones de Howard Hunt y Gordon Liddy, en sus viajes a la Costa Occidental.
—Yo no soy nadie… No soy absolutamente nadie… Déjeme en paz… —La mujer comenzó a llorar y Woodward cortó la comunicación.
Al día siguiente, Bradlee llamó a Bernstein y Woodward a su despacho.
—La fiscalía del caso Watergate ha vuelto a llamar a Williams… Cierta mujer de California se ha quejado de que uno de vosotros la telefoneó y se hizo pasar por agente del FBI.
Bernstein se echó a reír ante el solo pensamiento de Woodward presentándose como agente del FBI. Pero Bradlee estaba serio. Mientras se celebraba la audiencia relacionada con las cintas de Baldwin, Sirica se dirigió a todos los testigos potenciales en el caso, pidiéndoles que no hablaran con los periodistas hasta después de celebrado el juicio.
—Ahora tenemos que vérnoslas otra vez con Sirica —dijo Bradlee—. Ha convocado a la fiscalía. Claro está que no creen que te hicieras pasar por agente del FBI. Pero piensan que tal vez habéis cometido una violación de las normas sobre los testigos.
Bradlee dijo que Williams volvería a visitar al juez. Bernstein se quejó de que sería de todo punto imposible para ellos continuar con la investigación si se les prohibía hablar con los testigos. Bradlee aceptó esa opinión, pero ordenó:
—Sin embargo, mientras no hayamos llegado a un acuerdo, deberéis permanecer alejados de ellos.
Los periodistas preguntaron a su jefe cómo podían saber quién era un testigo o no.
—No hay manera. Por lo tanto —añadió Bradlee— debéis parar vuestras informaciones… Es decir, dejad de escarbar en terreno nuevo… hasta que se haya logrado un acuerdo.
Por primera vez en seis meses, se imponía la inactividad de Woodward y Bernstein.
Dos días después, Bradlee les comunicó las nuevas normas que debían regir su información. Se envió copia de las instrucciones a Rosenfeld, Sussman, Woodward y Bernstein:
Williams ha hablado con Sirica esta mañana. Podemos hablar con los testigos… SIEMPRE Y CUANDO recordemos que, en el mismo instante en que un testigo nos diga que el tribunal le ha prohibido hablar con nosotros, debemos retirarnos por el foro. Y en el mismo instante significa esto: en el mismo instante. En otras palabras, no podemos intentar hacer hablar a un testigo si éste nos dice que ha comprendido que el Tribunal espera de él, o de ella, su silencio. Tenemos que cumplir esta norma en su espíritu y su letra.
Unos días después, pasaron por el despacho de Earl Silbert para discutir las líneas directrices. Eran más o menos las nueve de la mañana y la audiencia estaba todavía casi desierta. Silbert parecía de buen humor. Como era normal en tales reuniones, se negó a comentar el caso de modo concreto y estuvieron charlando de las elecciones. El fiscal jefe pertenecía al Partido Demócrata y su esposa, una artista, había trabajado voluntariamente en la campaña de McGovern, aunque lo hizo empleando su nombre de soltera, para que no pudieran hacerse interpretaciones erróneas sobre sus actividades políticas y su relación con los acusadores en el caso Watergate.
Como casi todo lo relacionado con Silbert, su despacho estaba meticulosamente ordenado. (La madre del fiscal principal del caso Watergate había dicho en cierta ocasión, en una entrevista con los periodistas, que su hijo fue siempre tan meticuloso que, cuando dejaba sus zapatos en el armario los alineaba sin que un tacón sobresaliera ni un milímetro más que el otro). Los montones de carpetas y papeles que cubrían casi toda pulgada disponible, estaban colocados en un orden perfecto. Woodward se dio cuenta de que sobre la mesa había una carta y reconoció en ella el membrete de la Compañía Watkins-Johnson de Rockville, Maryland. Woodward sabía que se trataba de la compañía en que McCord había comprado parte del equipo de escucha electrónica clandestina en el Watergate.
Se lo dijo así a Bernstein cuando, en un taxi, regresaban a la redacción…
Bien, ¿y qué?, dijo Bernstein. Woodward no podía saber de qué se trataba, pero al día siguiente llamó por teléfono a la Compañía y se enteró de que McCord había presentado allí su documento de identidad como miembro del CRP cuando compró el equipo y que pagó con billetes de a cien dólares: 35 de ellos.
Woodward escribió una breve información sobre esta transacción y se publicó el 23 de diciembre en las páginas interiores del periódico.
El lunes siguiente, Bernstein recibió una llamada de Silbert en la que pedía que él y Woodward se presentaran de inmediato en el despacho del Fiscal. Bernstein no tenía la menor idea de cuáles serían los deseos de Silbert. Woodward se imaginó que el fiscal había relacionado el reportaje sobre la compra de equipo electrónico por valor de 3 500 dólares y la carta que estaba sobre su mesa. Bernstein dijo que consideraba inconcebible que Silbert los llamara por un asunto tan trivial, sobre todo porque ellos ya tenían, anteriormente, documentos que probaban las compras de McCord.
Cuando llegaron al despacho de Silbert, éste y su asociado Seymour Glanzer los recibieron con una expresión seca y seria. Silbert dijo que deseaba conocer cuál era la fuente que les había informado de las compras. La carta estaba sobre la mesa en la misma posición que antes, en el ángulo izquierdo, más alejado y claramente visible frente a Woodward. Éste dijo que había visto la carta y se decidió a llamar a «Watkins-Johnson» a ver si había algo nuevo sobre el equipo desde que los reporteros habían hablado con ellos la última vez.
—Para que crea eso —dijo Silbert— tienen que decirme ustedes quién fue su fuente original de información.
Los periodistas se negaron.
Silbert estaba convencido que los reporteros habían obtenido la información de su carta y sólo de su carta. Les amenazó con hacer correr una circular por toda la Oficina Fiscal de los Estados Unidos contando a todo el mundo el incidente y recomendando, en consecuencia, que nadie recibiera ni hablara en el futuro con Woodward o Bernstein. También pensaría en la posibilidad de emprender una acción judicial contra ellos. Si él hubiera dejado caer algo en su conversación, concedió Silbert, le parecería lógico que los periodistas se hubieran aprovechado. Eso sería correcto y adecuado. Pero conseguir información de la mesa de alguien era «ofensivo y mezquino». Glanzer dijo que era una acción deshonesta.
Bernstein había aprendido, ya hacía muchos años, que la habilidad de leer de abajo para arriba podía ser de utilidad en la labor reporteril, pero no podía por menos de estar conforme, en parte por lo menos, con la actitud de los fiscales. Pidió excusas sincera y profundamente… Woodward también se excusó, pero pensaba que Silbert y Glanzer estaban portándose de modo irracional y lo dijo así.
Silbert dijo que en adelante no estaba seguro de poder volver a confiar ya en ellos.
Si los fiscales emprendieron alguna acción sobre el asunto, Woodward y Bernstein nunca tuvieron noticias de ella.
En diciembre, unas pocas semanas antes del comienzo del juicio contra los siete acusados del Watergate, Woodward estuvo almorzando con Sussman y Rosenfeld en el Jefferson Hotel. Los redactores jefe —fraternal pero insistentemente— deseaban conocer con más detalle cómo se iba desarrollando la investigación del Post sobre el asunto Watergate.
Woodward tenía algunas ideas fantásticas sobre la prosecución del asunto. Una de ellas era la de que Gordon Liddy les invitara a él y a Bernstein a tomar una copa en su casa; se pasarían la noche bebiendo mientras Liddy les contaba la historia completa y les autorizaba a que la grabaran en su magnetófono.
A los jefes, sin embargo, no les interesaban estas fantasías. Deseaban algo más práctico y concreto. Woodward preguntó a quién enviaría el Post a informar sobre las sesiones del juicio. Rosenfeld dijo que todavía no lo había decidido. Woodward opinó que, a su juicio, eran él y Bernstein quienes debían hacerlo. Rosenfeld no se mostró de acuerdo. Resultaba más importante que nunca que el Post tuviera una información objetiva e irreprochable. Podía destinar a otros reporteros que habían trabajado el asunto y ya no estaban en él. Woodward insistió en que él y Bernstein se habían ganado el derecho a ser los informadores. Rosenfeld le dirigió una mirada penetrante y reafirmó que todavía no había decidido nada.
Varios días más tarde, Rosenfeld informó a los dos reporteros que había designado para cubrir la información del juicio a Lawrence Meyer, el reportero que normalmente se encargaba de la información sobre los asuntos de los tribunales federales. Woodward y Bernstein debían continuar su investigación. Cada uno de ellos asistiría en días alternos al juicio para ver si de los testimonios se deducía alguna filtración o indicio que resultara útil para su trabajo.
Rosenfeld tenía razón en su manera de ver las cosas y en su decisión, pero los periodistas no lo vieron así en aquellos momentos. Dieron entrada al resentimiento. El caso parecía entrar en una nueva fase y temían que el Post fuera a acabar con la publicación de sus trabajos sobre el caso Watergate; con ello, todo lo que hasta entonces habían escrito no pasaría a ser más que un exceso de entusiasmo juvenil.
Sus temores aumentaron cuando, justamente antes del comienzo del juicio, Bernstein y Woodward redactaron un amplio «análisis informativo». Se basaba en investigaciones realizadas durante varios días e incluía largas entrevistas con funcionarios del Ministerio de Justicia. El tema central de su reportaje defendía que el juicio dejaría sin respuesta la mayor parte de las cuestiones relacionadas con la financiación y el patrocinio de la operación Watergate. Se ignoraría la extensa campaña de espionaje y sabotaje políticos. Rosenfeld rechazó la publicación del artículo:
—Veamos primero lo que ocurre. Esperemos y después podremos informar.
Dos días antes del comienzo de la vista, Bernstein oyó que los acusados de Miami estaban residiendo en un lujoso edificio de apartamentos en Arlington, Virginia, con sus familiares y abogados. Esa noche visitó a uno de los hombres, quien le habló de la defensa con la que esperaban apoyar su declaración de inocencia. Iban a afirmar que se les había asegurado que el asalto al Watergate había sido aprobado por altos funcionarios del gobierno y que, por lo tanto, ellos habían estado trabajando recientemente en una misión oficialmente autorizada. Había una pega, le dijo a Bernstein: Howard Hunt, aunque partidario de una defensa común, se oponía vehementemente a cualquier tipo de estrategia defensiva frente al Tribunal, que pudiera sugerir que la conspiración se extendía más allá de los siete acusados.
Por la mañana del 8 de enero se abrió la vista. Hunt, con aspecto cansado y el pelo canoso, llegó a la audiencia vestido con un abrigo de paño negro adornado con un aristocrático, aunque un poco deteriorado, cuello de piel. Fumando su pipa, empezó a pasear de un lado a otro del corredor, hablando frecuentemente en voz baja con su acompañante, Gordon Liddy. Los dos cruzaron el hall sin dejar de hablar. Hunt, cuya esposa había muerto en un accidente de aviación pocas semanas antes, se apoyaba sobre el hombro de Liddy como buscando protección.
Liddy había llegado con un gran cigarro puro entre los labios, sonriendo, saludando con la mano a todo el mundo y radiando confianza. Más tarde, cuando fue presentado a los respectivos jurados, se alzó sobre las puntas de sus pies y agitó la mano derecha triunfalmente, como el político que saluda a la multitud. Los cuatro hombres de Miami aparentaban hallarse bajo una gran tensión y llegaron acompañados de su abogado, Henry B. Rothblatt. Éste llevaba tupé y lucía un pequeño bigote que parecía haber sido subrayado con rimel. McCord, con aspecto serio, llegó pocos minutos después. Rechazó las preguntas de los periodistas que lo asediaron con un «sin comentarios».
Los componentes del equipo de la acusación fiscal (Earl Silbert, de 36 años; Seymour Glanzer, de 46, y Donald E. Campbell, de 35) llegaron muy pulcros y aseados. Cada uno de ellos llevaba un montón de carpetas y documentos. Cuando se dirigieron al ascensor se vieron agobiados por los reporteros.
—Todas vuestras preguntas tendrán respuesta —les dijo Glanzer—. No tenéis más que esperar.
El juez jefe del Distrito Federal U. S. John J. Sirica, que se había asignado el caso a sí mismo, sentábase en el estrado situado por encima del resto de la sala. Su pelo negro y ondulado le hacía parecer mucho más joven de sus 68 años. Durante una audiencia previa celebrada en el diciembre anterior, había expresado claramente sus intenciones:
—Este jurado deberá intentar conocer: ¿Por qué entraron estos hombres en el cuartel general (del Partido Demócrata)? ¿Era su único objetivo realizar espionaje político? ¿Lo hacían por dinero? ¿Cuáles iban a ser sus beneficios económicos? ¿Quiénes les habían contratado? ¿Quién puso en marcha el asunto?
Los críticos de Sirica, y tenía muchos en los círculos profesionales legales más conocidos, incluso entre los propios fiscales, oponían que un juicio no es el lugar adecuado para llevar a cabo una investigación, puesto que esa misión correspondía propiamente al Gran Jurado[53].
Woodward y Bernstein acudieron juntos para asistir a la primera sesión del juicio y escucharon el discurso de dos horas con el que Silbert presentó el caso. El fiscal jefe parecía exasperado cuando dijo que sólo podría estar en condiciones de exponer en qué se habían gastado 50 000 de los 235 000 dólares entregados a Gordon Liddy, en billetes de a cien y que procedían de los fondos de la campaña presidencial. Basando su teoría principalmente en las declaraciones de Jeb Magruder y Herbert L. Porter, Silbert dijo que los fondos habían sido entregados a Liddy para dirigir actividades de inteligencia legítimas y legales. Silbert dijo que Liddy había actuado por propia iniciativa y que fue así como organizó y ejecutó la ilegal operación de Watergate. Ésta era la versión de «cobertura» del CRP tal y como había sido descrita a los reporteros meses antes, en el transcurso de sus visitas nocturnas.
Mientras Silbert iba exponiendo su tesis de una conspiración delictiva de poco nivel, Woodward estaba sentado entre los demás periodistas que tomaban notas furiosamente. No tenía que escribir la información del juicio y, por tanto, podía dedicarse exclusivamente a reflexionar sobre lo que Silbert estaba diciendo.
Recordó una lección aprendida en su año de novato en Yale. Su profesor había ordenado a los estudiantes que leyeran determinados documentos medievales sobre la famosa visita de Enrique IV a Canossa para pedir perdón al Papa Gregorio. De acuerdo con esos documentos, el rey había esperado descalzo, sobre la nieve, fuera del Vaticano, durante varios días. Woodward se había tragado todos los documentos, tomó notas y basó su escrito en los hechos en los que coincidían la mayor parte de los testigos. Todos atestiguaron que Enrique IV había estado allí, con los pies descalzos sobre la nieve, durante varios días. El profesor suspendió a Woodward porque no había dado muestras de sentido común. Ningún ser humano podía estar durante días con los pies descalzos sobre la nieve sin que éstos se le congelaran, dijo el profesor. «El Derecho divino de los reyes no llega hasta el extremo de violar las leyes de la naturaleza y del sentido común».
Mientras Silbert se estaba dejando arrastrar a sí mismo a un estado de indignación contra Liddy —el jefe de toda la operación según dijo—, Woodward se preguntó si Silbert habría hecho también un curso de historia en Harvard. Todo parecía indicarlo así. Silbert tenía todas las pruebas: sesenta testigos, un caso claro como el agua. Sólo había una cosa falsa: todo aquello no tenía sentido. El CRP no iba a gastar 235 000 dólares por una información inconsecuente que podía obtener gratuitamente del FBI y de la policía local. Además, antes de hacer un pago de tal cuantía, los directores responsables del CRP tenían forzosamente que haberse informado de los presupuestos exactos y de los resultados precisos.
Silbert había dicho a Bernstein y Woodward que no esperaba satisfacer a nadie con su investigación sobre el caso Watergate. Y lo iba a conseguir, eso estaba claro. Había repetido con insistencia que no había pruebas para acusar a nadie aparte de los siete hombres que habían sido atrapados.
—Hay una regla no escrita en el Departamento de Justicia que dice que mientras más importante es la gente contra quien se actúa, más seguro hay que estar de tenerlos bien cogidos por los c… Y creo que es una regla acertada.
En la declaración inicial Howard Hunt cambió su declaración anterior de inocencia por la admisión de su culpabilidad. Fuera de la sala del tribunal declaró a unos periodistas que «por lo que personalmente sabía» no había ninguna persona «más alta» mezclada en la conspiración.
El día anterior, uno de los miembros del contingente de Miami había dicho a Bernstein que tal vez los cuatro hombres de Florida se declararan culpables si Hunt lo hacía. Los rumores en este sentido persistían. Por la tarde del viernes, tras el fin de la sesión, Bernstein y Woodward estaban en la puerta de la Audiencia con Nicholas von Hoffman, columnista del Post y el editorialista del diario, Roger Wilkins. Henry Rothblatt, el abogado de los hombres de Miami, estaba con sus clientes en la esquina próxima tratando de conseguir un taxi.
Vamos a perderlos si uno de nosotros no se va con ellos, dijo Bernstein. Woodward estaba de acuerdo. Bernstein dijo que iría él.
Woodward le entregó 20 dólares. Rothblatt y sus clientes encontraron un taxi en el momento en que Bernstein se dirigía hacia ellos a toda prisa. El abogado, el robusto Frank Sturgis y los otros tres llenaron el coche, pero Bernstein sin ser invitado se metió también en él, se sentó encima del más próximo y cerró la puerta de un portazo. Von Hoffman y Wilkins se troncharon de risa. Woodward escribió una nota recordatoria de que Bernstein le debía 20 dólares.
Por la tarde del sábado, Bernstein regresó a la oficina ojeroso y con aspecto cansado. Había ido al aeropuerto con Rothblatt y sus clientes, compró un billete para un vuelo en el que se marchaba uno de los hombres, se acercó a éste y le ofreció a ayudarle con la maleta y comenzaron a hablar amistosamente y una vez dentro del avión se sentó en el asiento a su lado. Bernstein no tuvo que presionar demasiado al hombre para llevar la conversación al tema del juicio. El reportaje surgió en una tranquila conversación mientras el avión calentaba sus reactores sobre la pista. La entrevista, pensó Bernstein, le estaba costando al Post más de un dólar por minuto.
De acuerdo con la versión del hombre del avión, Hunt había ido visitando a los cuatro hombres de Miami durante una semana insistiendo en que debían declararse culpables; si lo hacían así sus familias recibirían ayuda financiera y ellos podían contar con un indulto del poder ejecutivo después de pocos meses de cárcel. En la confraternidad típica de la CIA, Hunt, el funcionario experimentado y veterano, estaba transmitiendo órdenes a los que trabajaban a nivel inferior al suyo. Durante más de una década, los hombres se habían mantenido absolutamente fieles a Hunt, incluso después de que éste supervisara su participación en la operación de la Bahía de Cochinos. Era su jefe, el lazo entre sus propios proyectos y la causa del patriotismo norteamericano. Rothblatt, según supo Bernstein, se había puesto furioso y dio instrucciones a sus clientes de «mantenerse alejados de ese hijo de perra de Hunt», pero fue demasiado tarde. La declaración de culpabilidad se hizo a la semana siguiente.
Al teléfono, respondiendo una llamada de Woodward, William Bittman, el abogado de Hunt, negó en absoluto que su cliente hubiera estado presionando sobre los hombres de Miami:
—Creo que esa sugestión es absurda… No puedo ni pensar una cosa así —dijo.
Los dos reporteros y el subdirector del Post, Howard Simons, cambiaron impresiones sobre la historia. Les inquietaba su publicación. Si lo hacían, tal vez el juez Sirica convocara de nuevo a los dos periodistas ante el Tribunal, para tratar de conocer la fuente de su información y ordenar una investigación sobre lo que parecía ser un caso de obstrucción a la justicia. Simons consultó a varios de los abogados del Post sobre las posibilidades de que John Sirica ordenara tal investigación. Cuando se aproximaba la hora de cierre las opiniones seguían divididas. Prevaleció la precaución decisiva y la historia sobre Hunt se dejó sin publicar para reconsiderarla al día siguiente. Una cosa era cierta: si el reportaje se publicaba, llevaría sólo la firma de uno de los dos periodistas. Así, si Sirica ordenaba que se le informara de las fuentes, sólo uno de ellos tenía posibilidad de dar con los huesos en la cárcel, por desacato, al negarse a identificar su fuente informativa.
Por la noche se convocó por teléfono a Woodward y Bernstein que ya estaban en su domicilio. Un reportaje del New York Times decía que los cuatro hombres de Miami aún seguían cobrando de personas no mencionadas. El reportaje, firmado por Seymour M. Hersh decía también que Sturgis, uno de los acusados del allanamiento de Watergate, había admitido que se le había dicho que John Mitchell estaba enterado de la operación Watergate y que había animado al equipo para que la realizara. Al día siguiente, la revista Time anunció una próxima serie en la que se diría que a cada uno de los cuatro hombres de Miami se le habían prometido mil dólares por cada mes que se pasaran en la cárcel. Un relato escrito por Jack Anderson llevaba el asunto aún más lejos: «La mayor parte del dinero para los acusados ha sido manejada por Hunt, quien entregó parte de él a Bernard Barker».
Estos relatos apagaron los temores de Simons.
—El juez Sirica tendrá que llevar a la cárcel, con vosotros, a los reporteros del Time y del New York Times, así como a Jack Anderson —les dijo.
Al día siguiente, lunes, la historia de las maniobras de Hunt apareció en el Post. Por la mañana del mismo día, ante el tribunal, los cuatro hombres de Miami despidieron a Rothblatt como abogado y se les asignó otro. Éste lo primero que hizo fue presentar la declaración de culpabilidad de sus defendidos.
Sirica estaba muy agitado. Después de aceptar la nueva declaración, hizo que los cuatro hombres de Miami se acercaran al estrado. Lo hicieron despacio. El acusado Barker se balanceaba sobre las puntas de los pies, con las manos cruzadas detrás de la espalda. Al parecer, presa de la ansiedad del momento, sentía que las rodillas le flaqueaban. Respondió a las preguntas del juez moviendo la cabeza de un lado a otro y con palabras entrecortadas como si tuviera la garganta contraída.
El juez Sirica preguntó qué había de «esos billetes de 100 dólares que parecían flotar por doquier como hojas en el viento».
Barker replicó que no sabía su procedencia. Los otros hicieron gestos de confirmación.
—Recibía el dinero por correo en un sobre negro —dijo.
—Lo siento mucho —replicó el juez Sirica— pero no le creo.
Sirica estuvo interrogando a los cuatro hombres durante casi una hora.
Las cabezas de los cuatro acusados parecían estar manejadas por los mismos hilos: se movían de un lado para otro, al unísono. Afirmaron que la decisión de declararse culpables la habían tomado sin haber sido sometidos a presión alguna en ese sentido. El Juez les preguntó si alguien les había mencionado la posibilidad de conseguir un indulto del poder ejecutivo.
—No, señoría —respondieron.
El ceño del juez se fruncía cada vez más.
¿Alguno de ellos había trabajado en alguna ocasión para la CIA?
—No, que yo sepa —respondió el acusado Martínez que había sido un colaborador de la CIA y que recibió 100 dólares mensuales de este organismo hasta el día siguiente de su detención en Watergate. Entre los que soltaron una carcajada se contó Gordon Liddy que había estado descabezando un pequeño sueñecito en la mesa de la defensa cuando Sirica comenzó a interrogar a los cuatro hombres.
—¿Por qué llevó usted a cabo este allanamiento del Watergate? —preguntó el juez Sirica.
—Todo está relacionado con la situación en Cuba —respondió Martínez—. Cuando se trata de Cuba y de una conspiración comunista contra los Estados Unidos, haré siempre todo lo que esté en mis manos para proteger este país contra cualquier conspiración comunista.
Sirica movió los ojos de un lado a otro con incredulidad.
—¿Qué tiene que ver el cuartel general del Partido Demócrata con una conspiración comunista? —preguntó.
—No lo sé —respondió Martínez, que añadió que eso era lo que Barker y Hunt le habían dicho.
Seguidamente los cuatro negaron haber recibido ningún dinero por la realización de aquel trabajo.
—No somos hombres capaces de vendernos por dinero —dijo Barker orgullosamente.
—¿Trabajaban ustedes bajo la dirección del señor Hunt o de otras personas, en la tarea que estaban realizando? —preguntó Sirica a Barker.
—Yo trabajaba con el señor Hunt y quiero hacer constar que estaba identificado completamente con él… Fue para mí una distinción y un gran honor —dijo Barker.
Mientras el juez Sirica los estaba interrogando, el jefe fiscal Silbert movía la cabeza con aire de disgusto y tenía los ojos fijos en el montón de papeles legales que tenía frente a él. Glanzer estaba retrepado en su silla y se rascaba un lado de la cara. Las afirmaciones de la Fiscalía de que todo se aclararía en el juicio se estaban desvaneciendo a medida que los acusados se metían más profundamente en su propia declaración de culpabilidad.
Sirica le preguntó a Barker sobre los 114 000 dólares en cheques de la campaña de Nixon que habían sido ingresados en su cuenta corriente. Barker afirmó que no sabía de dónde provenía el dinero.
—¿No le resultaba extraña una cosa así? —preguntó el juez.
—No veo nada raro en ello, Señoría —replicó Barker—. Antes de esto ya he estado involucrado en otras operaciones que me han acostumbrado a no ver, por mi parte, nada raro en tales cosas.
Los cuatro de Miami fueron conducidos a la cárcel.
Al mediodía Woodward tomó un taxi de regreso al Post para almorzar con Katharine Graham y Howard Simons.
—Katharine desea conocer algo más sobre vuestro trabajo y las fuentes de información —dijo Simons.
La señora Graham, la editora del periódico, era la hija de Eugene Meyer, quien compró el periódico en 1933. Cuando su marido, Philip Graham, que era el propietario, se suicidó en 1963, ella se hizo cargo del control del diario.
Woodward se sintió halagado al ver que la señora Graham había esperado a que transcurriera el período de los reportajes que habían requerido trabajo más intenso de investigación y los ataques de la Casa Blanca, del otoño anterior, antes de convocar aquella reunión. Tomó el ascensor hasta el octavo piso y atravesó la doble puerta de cristal hasta una gruesa alfombra blanca que conducía a la oficina de la propietaria. Simons estaba allí, con una copa en la mano. Pronto los tres estuvieron sentados en un rincón del despacho.
—¿Qué ha pasado en el juicio hoy? —preguntó la señora Graham.
Woodward le explicó la declaración de culpabilidad de los cuatro hombres de Miami y el interrogatorio a que los había sometido el juez Sirica. El juicio se estaba convirtiendo en algo cada vez más ridículo, dijo Woodward, que describió la escena de los cuatro acusados hablando y moviendo la cabeza al unísono, como marionetas movidas por una misma mano.
La señora Graham le hizo varias preguntas sobre lo que todo aquello podía significar y su opinión sobre lo que sucedería en el futuro.
—¿Saldrá a relucir la verdad? —preguntó con cierto tono de aprehensión—. Lo que quiero decir es si alguna vez llegaremos a saber todo lo que hay detrás del asunto.
Woodward pensó que ésa era la manera más delicada de preguntar: «Muchachos, ¿qué habéis estado haciendo con mi periódico?». Respondió que él y Bernstein no estaban seguros de que las cosas llegaran a ponerse en claro.
El rostro de Katharine Graham expresó cierta depresión y movió la cabeza.
—¿Nunca? —preguntó—. No quiero oír esa palabra.
Se echó a reír y movía hacia atrás la cabeza con una amplia sonrisa en el rostro.
—Bueno, vamos a comer —dijo levantándose y conduciendo a sus invitados al comedor, que se hallaba directamente detrás de su despacho.
Una mujer, con el tradicional uniforme de las doncellas de casa grande, uniforme negro y delantal y cofia blancos, les sirvió unos deliciosos «huevos a la benedictina».
Howard Simons explicó los motivos de aquel almuerzo de trabajo: una conversación confidencial sobre las fuentes de información de los reportajes sobre el caso Watergate[54]. Woodward, que había acabado de tomar dos bocados de sus sabrosos huevos, se dio cuenta de que tendría que mantener un monólogo. Habló, principalmente a la señora Graham, de Martin Dardis, en Florida, de los distintos abogados del Departamento de Justicia, de un agente del FBI, de un ayudante de la Casa Blanca, de la contable, de Hugh Sloan. La editora del Post le dijo que estaba menos interesada en los nombres que en las posiciones que cada uno de ellos ocupaban.
Woodward le dijo que él no había dicho a nadie el nombre de «Garganta Profunda».
La señora Graham hizo una pausa y después dijo:
—¡Dígamelo a mí!
Woodward se quedó helado. Dijo que le diría el nombre si de veras se lo exigía. Estaba pidiéndole a Dios que no le presionara. La señora Graham se echó a reír, le puso la mano en el brazo y le dijo que sólo estaba bromeando, que en realidad no deseaba cargar esa responsabilidad sobre sus hombros. Woodward volvió a tomar un bocado de los huevos. Ya estaban fríos.
—Ahora hablemos del asunto de Haldeman —dijo la señora Graham, mirando a Woodward como si en realidad no estuviera segura de si quería oír hablar del asunto.
Woodward dejó su tenedor sobre el plato y comenzó a relatar la historia del error que él y Bernstein habían cometido con respecto al testimonio de Sloan ante el gran jurado.
—Pero ¿están ustedes seguros de que tenemos razón? —La pregunta llevaba consigo una tensión e intensidad que no había estado presente en la conversación anterior—. Recuerdo haber hablado con Henry Kissinger —continuó—, quien me dijo: «¿Es qué no cree usted que vamos a resultar reelegidos? ¿Pero qué es lo que pasa? Ustedes se han equivocado con respecto a Haldeman». Pareció bastante disgustado y añadió que se trataba de algo terrible, muy poco noble con respecto a Haldeman.
Si hay alguien con quien no hemos sido injustos, es con Bob Haldeman, dijo Woodward. Fue la declaración más concreta que el reportero hizo en el curso del almuerzo.
—¡Oh…! —exclamó la señora Graham—. ¿Es realmente así? Estoy satisfecha de oírselo decir porque verdaderamente estaba preocupada…
Hizo una pausa y continuó:
—Me ha tranquilizado, realmente lo ha hecho.
Se quedó mirando a Woodward fijamente. Su rostro decía claramente: «Siga haciéndolo aún mejor».
El juicio duró otras dos semanas. Woodward y Bernstein continuaron acudiendo a sus sesiones, observando las declaraciones y la montaña de documentos que se exhibieron ante el Tribunal. Woodward tomó nota de los números de teléfono que constaban en las agendas de los acusados, que fueron presentadas como pruebas y una noche empezó a llamar a algunos de esos números.
—¿El FBI? —dijo uno de los hombres a quienes telefoneó—. No, el FBI jamás me interrogó. Nunca se pusieron en contacto conmigo.
Woodward dejó caer el auricular sobre su horquilla de un golpe. En la investigación más amplia, más extensa, de las llevadas a cabo desde el asesinato del presidente Kennedy, el FBI ni siquiera había llamado a los números de teléfono que constaban en las agendas de los detenidos. ¿Cómo era posible una cosa así?
Mientras controlaba la lista de los testigos, dio con uno de ellos que conocía a Hunt bastante bien. Lo llamó a su despacho y le preguntó sobre qué iba a testificar. El testigo le respondió:
—Le diré gustosamente sobre lo que me gustaría declarar y podría hacerlo, pero Silbert no me preguntará sobre ello. Si el Juez o los abogados me preguntan se lo diré, puede estar seguro.
Woodward se puso tenso en la silla azul situada junto a su mesa y le preguntó qué incluiría su testimonio.
—Howard siempre usaba el término «ellos» o «la Casa Blanca» cuando se refería a sus actividades. Pero un día me acuerdo bien de que se estaba quejando de Ehrlichman y dijo que Ehrlichman era un «aficionado», pues ponía inconvenientes y pegas a muchas de las operaciones de «inteligencia», secretas, que Howard estaba realizando. Alguna operación hubo de ser aplazada dos o tres semanas debido a que Ehrlichman no se decidía a autorizar los pagos.
Ehrlichman. Woodward rompió en dos el lápiz que tenía entre los dedos.
—Howard siguió diciendo que era por eso por lo que le gustaba Colson, porque éste sabía que esas cosas eran necesarias. Colson era un hombre práctico que no vacilaba en dar autorización inmediata. Él se las arreglaba para conseguir rápidamente el dinero necesario del presupuesto.
Colson… bueno, en ese caso la cosa tenía sentido, pero ¿con Ehrlichman? Woodward se entretuvo en alinear sobre su mesa una serie de clips sujetapapeles mientras el testigo seguía hablando.
—De los comentarios hechos por Howard parece deducirse que Mitchell estaba recibiendo informes mecanografiados de las grabaciones obtenidas en las operaciones de escucha.
¡Eso concuerda!, pensó Woodward. ¡Parece tener sentido!
—Después de las detenciones de Watergate, cuando Howard dejó la ciudad para esconderse y tuvo necesidad de un abogado, buscó a John Dean y dijo: «Haz que me busquen un abogado».
La mano de Woodward destruyó la simetría de la formación que había construido con los clips.
—¿John Dean? —preguntó.
—Así sonó, exactamente igual, la voz de Silbert cuando se lo dije —comentó el testigo—. Me dijo: «Ésta es la primera vez que sus huellas aparecen en este asunto».
Woodward tomó uno de sus enormes clips sujetapapeles y lo dobló hasta formar con él una «L» mayúscula que siguió torciendo entre sus dedos a medida que releía sus notas. En esos momentos, Bradlee se dirigió a su mesa y le preguntó qué era lo que estaba ocurriendo. Tal vez mucho y tal vez nada en absoluto, le dijo Woodward, pero al menos habían dado con un testigo que podía perjudicar de algún modo a John Mitchell, Colson, Ehrlichman y John Dean. Los ojos de Bradlee relucían. Bromeó, fingiendo que bailaba una danza hawaiana con una toalla en torno a su trasero, antes de marcharse.
Woodward, aunque trataba de eludir toda posibilidad de volver a entrar en contacto con el juez Sirica, pensó en el modo de poner en su conocimiento, en el de alguno de sus subordinados que intervenían en el juicio, que aquel testigo podía responder a preguntas muy interesantes. Pero rechazó de pleno el proyecto.
Realmente el testigo no tuvo que responder a tales preguntas, pero, posteriormente, en otra conversación con Woodward le explicó por qué Hunt mantenía silencio sobre sus relaciones con personajes situados a más alto nivel.
—En su escala de valores —dijo el testigo—. Howard cree estar realizando un acto heroico. Se siente como un monje medieval que hace de mediador con altos personajes con la esperanza de que éstos le ayuden a alcanzar el cielo… Howard iba a convertirse en el Alger Hiss de las Derechas.
El juicio seguía adelante. Durante los descansos Liddy y McCord eran accesibles a los periodistas y charlaban frecuentemente con ellos en los pasillos, Liddy se divertía contando pequeñas anécdotas, como la de un avión militar que accidentalmente dejó caer por error una bomba en el barrio chino de una ciudad fronteriza mexicana. Los funcionarios de la ciudad realizaron una visita a la base militar —les contó Liddy a los periodistas— y dijeron a los jefes que no era necesario que siguieran bombardeando los burdeles, que ya los cerrarían ellos.
Liddy relacionaba este chiste con su propia historia y se reía tan convulsivamente que su rostro se ponía rojo como un tomate.
En una ocasión, después de que el abogado de Liddy, Peter Maroulis, presentara otra de sus frecuentes objeciones rechazadas por Sirica, Liddy se dirigió a Woodward cuando ambos se encontraron en el pasillo.
—¿Sabe usted jugar al ajedrez? —le preguntó Liddy con tono de conspirador.
Woodward le dijo que sí.
—Bien, entonces ha podido ver como Peter (su abogado) les acaba de matar la reina —le aclaró Liddy.
Woodward le preguntó qué quería decir realmente.
—Oiga, eso es todo lo que puedo decirle: han perdido su reina.
El periodista le preguntó si con ello quería dar a entender que el Juez había cometido un error, en base al cual un tribunal superior podía intervenir y anular toda convicción.
—Es usted un buen jugador de ajedrez dijo Liddy, paseándose de un lado para otro con las manos metidas en los bolsillos.
El día 23 de enero fueron llamados a declinar los únicos testigos del comité de Nixon: Jeb Magruder, Bart Porter, Rob Odle y Hugh Sloan. El excomerciante de productos cosméticos faciales y géneros de punto para mujeres, llevaba una bandera norteamericana en el ojal de la solapa de su traje de corte conservador. Magruder echó una mirada a su reloj y después se dirigió a Silbert.
—¡Hola Earl! —le dijo tuteando al Fiscal General—. ¿Cuánto tiempo crees que tendré que esperar todavía?
Silbert sonrió con deferencia y le dijo algo así como que los tribunales no regulaban sus sesiones de acuerdo con las necesidades de los testigos. Magruder, un hombre alto, de 38 años, se sintió exasperado. En ese momento Liddy se acercó a él y lo saludó con una amplia mueca en el rostro. Los reporteros que se hallaban en el pasillo se echaron a reír y Magruder, enfadado, dio la vuelta y se dirigió al patio de la audiencia, en el piso bajo.
Woodward decidió que ya había llegado el momento de abordar a Magruder. Se dirigió a él y se presentó. Magruder se mostró más amistoso de lo que había esperado.
—Sólo tengo una objeción a lo que hicieron usted y ese compañero suyo, Bernstein: la visita de ustedes a unos familiares míos, llamando a su puerta y sin querer identificarse.
Woodward dijo que tanto él como Bernstein siempre se habían identificado y siempre se mostraron corteses y educados.
—Una sucia forma de hacer información —dijo Magruder—. Bueno, quizá no fuera usted, pero Bernstein lo hizo: lo sé.
La típica conducta de un político. Magruder no estaba dispuesto a enfrentarse con él y cargaba las culpas a Bernstein, que no estaba presente. Woodward dijo que ir a visitar a la gente después de las horas de trabajo no tenía nada de sucio y que era una necesidad debido precisamente a la falta de espíritu cooperativo de Magruder y de muchos como él, que se negaban a responder a las preguntas sobre el caso Watergate. Magruder dio la vuelta para seguir su camino y volvió la vista hacia Woodward:
—Éste no es asunto suyo —dijo, compendiando así el punto de vista del CRP.
Durante 33 minutos, Silbert estuvo haciendo a Magruder preguntas respetuosas y suaves. Magruder testificó que, en su calidad de primer ayudante de John Mitchell, se hallaba muy ocupado supervisando a 25 jefes de división y 250 empleados fijos y controlando el empleo de unos 30 o 35 millones de dólares, por lo cual, era lógico que no pudiera dedicar su tiempo a ocuparse sólo de lo que hacía Liddy. Dijo que jamás había colaborado con Liddy. Éste tenía un estilo propio de dirigir, Magruder dijo que precisamente las divergencias en el modo de ver cómo debe llevarse a cabo una función directiva es una de las cosas más serias que pueden separar a dos personas y que Liddy, en una ocasión, incluso amenazó con matarlo. Mientras Magruder hablaba, Liddy se balanceaba adelante y atrás en su asiento.
Hugh Sloan, el extesorero de la campaña de Nixon, entró nerviosamente en la sala y pasó a ocupar el estrado de los testigos. Parecía más delgado que nunca.
—Se ha quedado en el pellejo y los huesos —le dijo su madre a un reportero del New York Times.
Silbert, al interrogarle, se mostró frío y distante. Sloan dijo que había pagado a Liddy unos 199 000 dólares en billetes. Silbert no preguntó quién le había ordenado hacer los pagos.
Cuando Silbert terminó el interrogatorio, el juez Sirica ordenó al jurado que abandonara la sala y le hizo a Sloan 41 preguntas por su cuenta. A una de ellas Sloan respondió diciendo que, en efecto, se había sentido preocupado por la gran cantidad de dinero entregada a Liddy. En vista de eso consultó con Maurice Stans quien, a su vez, comprobó los gastos con John Mitchell. Éste confirmó que el dinero debía entregarse en billetes, a Liddy.
—¿Con quién comprobó usted? —preguntó Sirica.
Sloan eludió la respuesta.
Antes de completar su interrogatorio, Sirica puso en claro que no creía en la veracidad del testimonio de Sloan, la entrega de una cantidad de dinero tan grande sin preguntar cuál era su destino. Divertido y sorprendido por la aparente ingenuidad de Sloan le preguntó:
—¿Usted es graduado universitario, no es así[55]?.
Mientras duró el interrogatorio de Silbert, Liddy seguía en su silla, meciéndose lentamente, con una sonrisa en los labios, cuando el fiscal le describió como el «señor Grande» del Watergate. Liddy, el exagente del FBI, el exfiscal que había hecho carrera jugando a policías y ladrones. El que antaño jugara a policía ahora estaba en el papel de ladrón. Silbert hizo una pausa, obviamente complacido con el sonido de sus propias palabras. Liddy movió las manos como si saludara triunfalmente al jurado, exactamente como hizo el primer día del juicio.
Los jurados sólo necesitaron 90 minutos para determinar que Liddy y McCord eran culpables de todos los cargos que se hacían contra ellos. Liddy se mantuvo firme, impasible, con los brazos cruzados sobre el pecho, y una actitud desafiante cuando el escribano leyó el veredicto del tribunal y repitió seis veces la palabra «culpable». McCord se mantuvo en actitud heroica cuando se pronunció la palabra «culpable» ocho veces, una para cada una de las acusaciones hechas contra él. Sirica ordenó que ambos fueran encarcelados sin fianza. Antes de ser sacado de la audiencia, Liddy abrazó afectuosamente a su abogado y le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda; seguidamente saludó agitando las manos a los espectadores y a la prensa.
Bernstein y Woodward escribieron un extenso «análisis de la situación» compendiando lo que había sido el juicio. Bajo el título «Lo que aún sigue en secreto: ¿Quién contrató a los espías y por qué?» observaron que los dieciséis días que duró el juicio se caracterizaron por preguntas sin respuesta, preguntas que no se hicieron, testigos que no fueron llamados a declarar y muchos lapsos de memoria en los que lo fueron.
Los dos reporteros estaban convencidos de que los fiscales no habían apurado el caso. Más bien parecía que ellos mismos fueran también víctimas de las sutiles presiones ejercidas desde la Casa Blanca y el Departamento de Justicia. Principalmente no parecían haber sido capaces de comprender el trabajo del CRP y la Casa Blanca y el estilo de los hombres del presidente.
Tres días después del veredicto, el juez Sirica tuvo una audiencia en su sala y determinó una fianza de 100 000 dólares cada uno, para Liddy y McCord.
Aprovechó la ocasión para criticar duramente a Silbert con palabras claras y concisas:
—No quedé satisfecho, ni tampoco lo estoy ahora. Creo que no se han puesto al descubierto todos los hechos pertinentes que debían haberse presentado —dijo que debían haberse presentado— ante un jurado norteamericano.
Defendiendo su propia conducta añadió:
—No creo que debamos seguir sentados aquí como si fuéramos bobos. Lo voy a exponer de este modo: tengo grandes dudas de que el señor Sloan nos haya dicho toda la verdad en el caso. Lo repito ahora como ya lo indiqué durante el transcurso del juicio.
—Tengo la impresión —añadió— de que ninguno de ustedes, ni la acusación ni la defensa, preguntaron al señor Sloan nada verdaderamente importante. Yo tenía derecho a interrogarle y ver de poner al descubierto todos los hechos.
—Todo el mundo sabe —terminó— que va a haber una investigación del Congreso sobre el caso. Yo francamente confío en ello, y no sólo como juez, sino como ciudadano de un gran país y uno de los millones de norteamericanos que desearían conocer ciertas respuestas. Confío y espero que se le dé al Comité del Senado el poder suficiente, garantizado por el Congreso con una amplia mayoría, para que trate de llegar al fondo de lo que realmente ha sucedido en este asunto. Confío en ello. Eso es todo lo que tengo que decir.