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Sussman le había dicho a Bernstein que se tomara vacaciones el lunes y el martes. El miércoles fue enviado a tratar de averiguar todo lo que pudiera sobre Charles W. Colson. Telefoneó a un exfuncionario de la administración de Nixon que pensó estaría en condiciones de facilitarle algunos datos biográficos que pudieran serle de ayuda. Pero en vez de darle una biografía, el hombre le dijo a Bernstein:

—Quienquiera que sea el responsable del allanamiento de Watergate tiene que ser alguien que no sabe un pepino de política pero que está convencido de que sí sabe… Por eso, a mi juicio, cabe aquí el nombre de Colson… Cualquiera que supiera algo no iría allí en busca de información política. Seguramente estaban buscando otra cosa… escándalos, chismes.

Aquel hombre conocía el trabajo interno de la Casa Blanca del cual Bernstein y Woodward estaban a oscuras casi de modo total, y, lo que era mejor, aún mantenía amplios contactos con sus excolegas.

Bernstein le preguntó si creía que existía la menor posibilidad de que el Comité de la campaña presidencial o —menos posiblemente— la Casa Blanca fuera a patrocinar una misión tan estúpida como la invasión del Watergate. Bernstein esperaba una respuesta negativa.

Yo conozco al presidente lo suficientemente bien para saber que si necesita que se haga una cosa como ésa no lo haría de un modo tan estúpido —dijo el exfuncionario. Pero no resultaba de todo punto inconcebible que el presidente deseara que sus ayudantes en la campaña electoral conocieran cualquier dato de información política y chismes de sus adversarios. Recordó que uno de los consejeros políticos de la Casa Blanca se pasaba el tiempo hablando continuamente de walkie-talkies. Uno le hablaba de política y él respondía hablando de instrumentos de escucha. En la Casa Blanca existió siempre una gran preocupación por todas esas tonterías del espionaje. Algunos de aquellos tipos eran lo suficientemente estúpidos como para creer que allí podía haber un sistema de escucha o espionaje electrónico semejante.

La imagen que su amigo le ofrecía de la Casa Blanca era muy distinta, un duro contraste con la máquina suave y bien engrasada que Bernstein estaba acostumbrado a identificar en los periódicos cuando mencionaban la casa presidencial: esos vigilantes, de idéntico aspecto, cuidadosos y disciplinados, que guardaban el palacio y a los que invariablemente se mencionaba como «los hombres del Presidente».

Bernstein le preguntó sobre uno de ellos, Robert Odle, en esos momentos director de personal del CRP y exayudante de la Casa Blanca. El comité había identificado a Odle como el hombre que contrató los servicios de McCord, como coordinador de los servicios de seguridad.

Eso es pura mierda —le respondió el exfuncionario—. Mitchell jamás hubiera dejado escapar de sus manos una decisión como ésa. Mitchell no hubiera decidido sin el consejo de alguien que supiera algo sobre seguridad.

—En la contratación de McCord tenía que estar involucrada, cuando menos, otra persona —le dijo, un ayudante de Mitchell al que describió como la antigua mano derecha del Fiscal General, Fred LaRue. Bernstein tomó nota del nombre (escribiéndolo La Roue) y se enteró de más cosas sobre él.

—Cabe esperar que, si había alguna cinta magnetofónica grabada en el momento del allanamiento, LaRue estuviese enterado de ello.

El exfuncionario le ofreció, además, una idea adicional. Le habló de Murray Chotiner, el viejo amigo del presidente Nixon y especialista en tácticas rastreras en las campañas políticas. Desde los días de la campaña electoral para el Congreso de Nixon contra Jerry Voorhis y Helen Gahagan Douglas, Murray Chotiner estuvo a cargo de algo a lo que se llamó «seguridad electoral». Aun cuando oficialmente esa ocupación no estaba definida, parece ser que la misión del detentador de ese cargo era evitar que los Demócratas le robaran la elección, como el Presidente y sus leales (al igual que algunos Demócratas) mantenían que había sucedido en 1960.

Algo después, esa misma tarde, David Broder, el reportero y columnista especializado en política nacional del Post, le dio a Bernstein el nombre de un funcionario del Comité Nacional Republicano y le sugirió que se pusiera en contacto con él. Broder describió al funcionario como «un tipo muy recto» que tal vez podía saber algo del asunto porque se encontraba entre los que se ocupaban de planear las medidas de seguridad para la Convención GOP. De acuerdo con lo dicho por el CRP, McCord había trabajado como consejero de seguridad en la convención.

—La verdad es que McCord jamás hizo el menor trabajo relacionado con la seguridad ni ningún otro para la convención —le dijo el funcionario a Bernstein—. Lo que hizo, según creo, fue tomar a su cargo la seguridad del Comité de Reelección. Lo único que a ellos les importa es Richard M. Nixon. No pueden preocuparse menos de lo que lo hacen por el Partido Republicano. Si se les diera la oportunidad de hacerlo, lo hundirían.

¿Creía aquel funcionario del partido en las declaraciones que negaban toda relación con el caso Watergate hechas por John Mitchell y el CRP?

El hombre se echó a reír.

—Bob Dole y yo estuvimos hablando del asunto el día de las detenciones y estuvimos de acuerdo en que el responsable de todo el asunto debía ser uno de esos «generales de trece por docena» que siempre están dando vueltas en torno al Comité en la Casa Blanca. Chotiner o Colson. Ésos fueron los nombres que salieron a relucir.

Bernstein no hubiera esperado nunca que alguien tan estrechamente ligado a la administración de Nixon pudiera hablar con tanta ironía y desprecio de los hombres que rodeaban al Presidente.

Después de la conversación, fue a ver a Sussman y le contó lo que le habían dicho. El redactor jefe de la sección local opinó que la información resultaba muy interesante. Pero, un tanto molesto y a disgusto, le dijo a Bernstein que tenía que apartarlo de la información del caso Watergate, porque su otro trabajo usual, la sección política de Virginia, no podía permitirse el prescindir de uno de sus dos reporteros políticos en época de elecciones.

Bernstein regresó a su mesa aparentando indiferencia, pero de un humor pésimo. El Post le debía casi cuatro meses de vacaciones. Hasta que se presentó el asunto Watergate había estado pensando en utilizarlos durante el verano para hacer una excursión en bicicleta por todo el país. Decidió hacer un último intento para seguir con el asunto. Escribió un memorándum de cinco páginas, en el que hacía el sumario de lo que llamó la «Teoría de Chotiner», y envió copias de él a Sussman, Woodward y Harry M. Rosenfeld, el redactor jefe metropolitano del Post.

Se trata de algo arriesgado, seguro, comenzaba el memorándum, pero… Colson es el sucesor de Chotiner en la Casa Blanca… Es posible que Colson pueda seguir atado, en ciertos aspectos, a la «seguridad de las elecciones» con Chotiner. Es decir, evaluando cualquier información que pueda conseguir Chotiner.

Al día siguiente Rosenfeld le dijo a Bernstein que prosiguiera con la «Teoría de Chotiner» y viera de lo que podía enterarse sobre ella.

En una conferencia de prensa de esa misma tarde, el 22 de junio, el presidente Nixon hizo su primera declaración pública sobre el caso:

La Casa Blanca no tiene la menor relación con ese particular incidente.

Bernstein y Woodward tomaron nota de lo de «ese particular incidente». Existían ya demasiadas coincidencias que no podían dejarse de lado tan a la ligera: un abogado de Washington había dicho que podía identificar positivamente a Frank Sturgis como uno de los varios hombres que habían atacado a uno de los acusados en el caso de los «Documentos del Pentágono», a Daniel Ellsberg, cuando salía de asistir a un servicio religioso en memoria del difunto J. Edgar Hoover, en el mes de mayo. En la agenda de otro de los acusados había el burdo esbozo de un plano de las habitaciones del hotel que habían sido utilizadas como cuartel general por el senador McGovern en la Convención Demócrata. Un arquitecto de Miami dijo que Bernard Barker había tratado de hacerse con copias de los planos de la sala donde se celebraría la convención y de su sistema de aire acondicionado. El jefe de Hunt en la firma Mullen, Robert Bennett, había sido el organizador de unos cien comités electorales dedicados a conseguir millones de dólares en contribuciones secretas para la campaña de reelección del presidente. Cuando McCord fue detenido llevaba encima un impreso de solicitud del carnet de identificación de Prensa para asistir a la Convención Demócrata. No hacía mucho había realizado un viaje a Miami Beach. Algunos de los acusados de Miami habían estado en Washington tres semanas antes de su detención cuando se llevaron a cabo varios robos en las habitaciones ocupadas por algunos destacados abogados del Partido Demócrata en el Hotel Watergate.

Una hora después de la declaración del Presidente, DeVan L. Shumway, el director de Relaciones Públicas del CRP, informó a algunos reporteros de que John Mitchel había ordenado una investigación interna sobre el allanamiento del cuartel general de los demócratas.

El día 1 de julio, nueve días después de la declaración del presidente Nixon, Mitchell presentó la dimisión como director de la campaña electoral, dando como pretexto la insistencia de su esposa.

Woodward preguntó a muchos de los miembros de la sección de política nacional del Post, a los que informó del asunto, si creían que la dimisión de Mitchell estaba relacionada con el caso Watergate. La respuesta fue afirmativa.

Al día siguiente, el redactor jefe de la sección metropolitana, Harry Rosenfeld, le dijo a Woodward:

—Un hombre como John Mitchell no renuncia a todo ese poder por complacer a su esposa.

Poco antes de que el nombre de Charles Colson llamara por vez primera la atención de Bernstein, un joven colega le había dicho que, en cierta ocasión, salió con una muchacha que trabajaba en la Casa Blanca, según creía recordar, en la oficina de Colson. Bernstein se puso al habla con ella por teléfono. La joven había trabajado con uno de los ayudantes de Colson y no personalmente con éste. Y había llegado a conocer, aunque superficialmente, a Howard Hunt.

—Yo sospechaba de todo su grupo, pero en especial de Colson, porque éste siempre se mostraba en exceso protector del Presidente y muy a la defensiva cuando se trataba de sí mismo —dijo la muchacha—. Siempre estaba yendo de un lado para otro con documentos y era muy reservado.

Sin embargo a Hunt lo había encontrado «realmente simpático, un hombre agradable y con personalidad. Era una de las pocas personas que andaban por allí que le hacían a una sentirse como formando parte del conjunto». Incluso ocasionalmente la llevó a almorzar. Aun cuando no era más que un consejero contratado, «se pasaba trabajando allí casi todo el día. En cierta ocasión se marchó a Florida por algún tiempo… e hizo algunos viajes a California».

Eso había ocurrido en el verano y comienzos de otoño de 1971. Hunt era casi tan reservado como Colson, continuó la chica, pero…

—… alguien en la oficina me dijo que Howard estaba llevando a cabo trabajos de investigación sobre distintas cosas, entre otras sobre los «Documentos del Pentágono».

Tenía la impresión que no estaba trabajando en el «análisis» de los documentos del Pentágono, como había dicho la Casa Blanca, sino más bien tratando de averiguar cómo había sido posible que llegasen a manos de la Prensa.

—Casi al mismo tiempo observé que sobre su mesa había un libro sobre Chappaquiddick, y le pregunté sobre el asunto. También estaba investigando ese asunto de Kennedy. De todos modos nadie hablaba demasiado… jamás conseguí que me dieran información suficiente.

¿Quién le había dicho que Hunt estaba investigando sobre Kennedy?

Otra secretaria de la oficina de Colson. Después había visto sobre la mesa de Hunt otros libros y documentos relacionados con el senador Kennedy y el accidente de automóvil ocurrido en Chappaquiddick. Recordaba que uno de esos libros era una edición barata en rústica.

—Tenía un título muy sencillo, algo así como «Kennedy y Chappaquiddick».

Parte del material había sido conseguido en la biblioteca de la Casa Blanca, creía. También otro de los colaboradores de Hunt, no recordaba cuál, le había dicho que Hunt estaba investigando a Kennedy.

Bernstein telefoneó a la Casa Blanca y pidió hablar con la bibliotecaria. Le pusieron en comunicación con Jane F. Schleicher, ayudante de la bibliotecaria. Se identificó como periodista y le preguntó si recordaba el nombre del libro sobre el senador Kennedy que el señor Hunt había sacado de la biblioteca.

Creo recordar algo de eso —explicó la bibliotecaria—. Se llevó un montón de material sobre el senador Kennedy y Chappaquiddick.

La señora Schleicher añadió:

—Creo que debo tenerlo anotado.

Y le pidió a Bernstein que la llamara más tarde para darle oportunidad de mirar en los archivos.

Cuando Bernstein la llamó por segunda vez, la señora Schleicher le explicó:

—Creo que el libro al que usted probablemente se refiere puede ser uno escrito por Jack Olsen y que se titula «The Bridge at Chappaquiddick»[6].

A continuación, Bernstein le preguntó si recordaba cuándo había sacado Hunt el libro. La señora Schleicher le dijo que siguiera al teléfono y esperase un momento. Cuando volvió al aparato, unos minutos más tarde, parecía muy agitada.

En mis tarjetas no consta que el señor Hunt se llevara ese libro —dijo—. Recuerdo que saqué el libro para alguien, pero no consta en mis archivos que el señor Hunt se lo llevara.

En el libro ya no estaba la tarjeta donde se anota quién lo saca, como suele hacerse en las bibliotecas norteamericanas; jamás Hunt le había pedido ningún libro. Ni siquiera sabía quién era Hunt y le dijo a Bernstein que si quería saber algo más se dirigiera a la Oficina de Prensa.

Después Woodward la telefoneó y le preguntó sobre el material relacionado con Kennedy.

—Yo no tengo nada que ver con lo que él (Bernstein) sepa —le contestó.

Seguidamente Woodward, sin dejar la comunicación con la centralita de la Casa Blanca, le pidió a la operadora que le pusiera con un funcionario de la presidencia, un muchacho joven al que había conocido en una reunión de sociedad. Hablaron durante una hora. Después de recibir la promesa de que su nombre no se utilizaría, el funcionario le aseguró que Hunt había sido destinado por la Casa Blanca para que llevara a cabo una investigación sobre la vida privada del senador Kennedy. Recordaba que Hunt había recibido bastante material informativo sobre Kennedy de la Biblioteca del Congreso.

Bernstein y Woodward tomaron un taxi y se dirigieron allí. Hallaron la oficina que se ocupa de las peticiones de material procedentes de la Casa Blanca. Una bibliotecaria habló con los reporteros en el pasillo, casi sin dejarles entrar en su despacho y les informó cortésmente de que las transacciones con la Casa Blanca eran confidenciales. Por casualidad, los periodistas encontraron otro empleado más amigo de cooperar y se pasaron la tarde en la sala de lectura revisando millares de fichas de petición, todas las que se habían hecho a partir de julio de 1971, cuando Hunt fue contratado por la Casa Blanca.

Woodward llamó a Ken Clawson y le relató la conversación que Bernstein había tenido con la bibliotecaria de la Casa Blanca. Clawson le llamó más tarde y le dijo que había hablado con la señora Schleicher.

—Niega que haya habido tal conversación (con Bernstein) —dijo Clawson—. Afirma que las dos veces que ustedes llamaron se limitó a indicarles que se dirigieran a la Oficina de Prensa.

Clawson afirmó que Hunt nunca había recibido ningún encargo de la Casa Blanca en relación con el senador Kennedy.

—Es posible que estuvieran realizando esa investigación por cuenta propia —añadió Clawson—. Hunt ha escrito cuarenta y cinco libros, ¿sabes?

Howard Hunt, en efecto, escribía novelas de espionaje.

Seguidamente Bernstein llamó al exfuncionario de la administración de Nixon, quien le dijo:

—La Casa Blanca estaba verdaderamente en un estado de paranoia con respecto a Kennedy…

El Presidente, el Jefe de servicios y personal de la Casa Blanca, H. R. Haldeman, y Colson, habían estado «obsesionados» por la idea de obtener información que pudiera perjudicar a la candidatura de Kennedy.

Bernstein y Woodward escribieron un reportaje en el que informaban que Hunt había estado investigando en la vida de Kennedy mientras estaba contratado por la Casa Blanca. La importancia de ese relato estribaba en el hecho, así pensaban sus autores, de que Hunt no era un consejero corriente de la Casa Blanca sino que operaba en un terreno estrictamente político.

Harry Rosenfeld se mostró entusiasmado con el reportaje y lo presentó a Benjamin C. Bradlee, el director ejecutivo del Post. Éste salió de su despacho acristalado, situado en uno de los extremos de la sala de redacción y tomó asiento en una silla al lado de la mesa de Bernstein. Llegó con una copia del reportaje en la mano y moviendo la cabeza dubitativamente. Era la primera vez que el reportero se encontraba con Bradlee desde que había comenzado el asunto Watergate. El Wall Street Journal lo había descrito, otrora, como un hombre con aspecto de ladrón internacional de joyas. Bradlee, que tenía 50 años, había sido amigo íntimo del presidente Kennedy y se mostraba muy susceptible en lo que se refería a las historias relacionadas con la familia Kennedy.

Retrepado en su silla, le dijo a Bernstein:

—No, no han conseguido nada. Una bibliotecaria y una secretaria dicen que Hunt estaba leyendo un libro. Eso es todo.

Woodward le explicó que una fuente cualificada de la Casa Blanca había dicho explícitamente que Hunt estaba realizando esa investigación.

Se aproximaba la hora de cierre. Otros periodistas estaban presenciando la escena.

—¿De qué categoría? —preguntó Bradlee.

Woodward se mostró un tanto inseguro. No conocía exactamente las reglas sobre revelación de las fuentes de información a un director en funciones. Así que le preguntó:

—¿Desea usted conocer la fuente informativa?

—Sólo quiero que me diga su categoría. ¿Está a la altura de un ayudante del Presidente? —dijo Bradlee.

Woodward no estaba demasiado enterado de títulos y escalafones, así que le describió la situación de la persona en cuestión en la Casa Blanca. Bradlee no pareció impresionado. Tomó su pluma y comenzó a revisar el reportaje, cambiando el primer párrafo hasta dejarlo reducido a la afirmación de que «Hunt mostraba un interés especial» por Kennedy y por el accidente de Chappaquiddick. Tachó por completo otro párrafo en el que se hablaba de la actitud de la Casa Blanca en relación con la candidatura de Kennedy. Rosenfeld le preguntó a Bradlee si el reportaje debía ser publicado en la primera página.

Bradlee dijo que no. Y añadió:

—La próxima vez consigan información más consistente —terminó mientras se alejaba.

Mientras tanto, Howard Hunt no había podido ser localizado desde que mantuvo su breve conversación telefónica con Woodward. El FBI había destinado ciento cincuenta agentes a su búsqueda. El día 7 de julio, es decir el mismo en que la historia sobre Hunt y su interés sobre Chappaquiddick apareció en el Post, Hunt «regresó del frío». Varios días después, Bernstein habló con un abogado de Washington que conocía al abogado que se había hecho cargo de la defensa de Hunt, William O. Bittman.

Bittman, dijo el abogado, había recibido 25 000 dólares en billetes, dentro de un sobre marrón, para que se hiciera cargo del caso Hunt. El hombre estaba un tanto molesto. Bittman era un hombre altamente respetable, miembro respetado del Colegio de Abogados y socio de la prestigiosa firma legal Hogan and Hartson. Había sido el fiscal del Departamento de Justicia que, con tanto éxito, acusó a Jimmy Hoffa, el expresidente de la «Teamsters Union».

—Es una información digna de crédito, eso es todo lo que le puedo decir —le explicó el hombre. Después pasó a hablarle de otra cosa. Al menos 100 000 dólares del presupuesto del CRP se habían destinado a la «Seguridad de la Convención». Y terminó:

—El dinero es la mejor clave para desvelar este asunto.

Bernstein llamó a Bittman. Éste no quiso explicarle cómo había sido contratado para el caso Hunt.

¿Había recibido 25 000 dólares dentro de un sobre?, le preguntó Bernstein.

Bittman se negó a discutir cualquier aspecto de su relación con el caso. Pero, con gran sorpresa de Bernstein, no negó específicamente haber recibido el dinero.

Sin embargo, Woodward y Bernstein no pudieron encontrar a nadie más que hubiese oído hablar de esa historia del sobre con el dinero. Pasaron horas y horas sin conseguir nada que los llevara a parte alguna. Y no sólo en lo que se refería al dinero.

Funcionarios de la Casa Blanca y del CRP estaban empeñados en desviar la atención de los periodistas en una dirección falsa. Había habido filtraciones que decían que el allanamiento del Watergate era obra de los cubanos anticastristas que intentaban probar que los Demócratas estaban recibiendo ayuda económica de Cuba[7].

La historia sobre el caso Watergate parecía haberse atascado, quizá muerta para siempre. Los periodistas no comprendían por qué se había llegado a esa situación. El contacto de Bernstein con la administración, el exfuncionario, no estaba en condiciones de conseguir la menor información que sirviera de algo y bromeó —al menos así lo pensó Bernstein— diciendo que la Casa Blanca había entrado «en la clandestinidad».

Protestando, Bernstein fue enviado de nuevo a su sección de política de Virginia. Woodward decidió tomarse unas vacaciones.

El 22 de julio, el día en que Woodward salía para el Lago Michigan, el Newsday, el periódico de la tarde de Long Island informaba de que un exayudante de la Casa Blanca llamado G. Gordon Liddy, que había estado trabajando como consejero jurídico en el Comité de la Campaña Electoral, había sido despedido por Mitchell, en junio, por haberse negado a responder a las preguntas del FBI en relación con el caso Watergate.

Liddy, de 42 años, había dejado la Casa Blanca el 11 de diciembre de 1971, para pasar a ocupar el cargo de consejero general del CRP. Posteriormente fue designado consejero de finanzas y regía las cuestiones relacionadas con las finanzas y las contribuciones recibidas para la campaña. Al igual que McCord, era un exagente del FBI, pero Devan Shumway, el portavoz del comité, dijo que las obligaciones de Liddy no tenían nada que ver en absoluto con los asuntos de la seguridad o de la información.

En la Casa Blanca, Ken Clawson reconoció que, a finales de 1971, Liddy había trabajado allí en problemas relacionados con «la aplicación forzosa de la Ley», y que lo hizo «como miembro del equipo de John D. Ehrlichman», el principal ayudante del Presidente Nixon para asuntos internos.

Tres días después, en su día libre de la batalla política de Virginia, Bernstein recibió en su casa una llamada telefónica de Barry Sussman. ¿Podía presentarse en el periódico? El New York Times, en su primera página, publicaba una historia informando que se había descubierto que desde los teléfonos de Barker, en Miami, se habían hecho como mínimo 15 llamadas telefónicas al CRP. Más de la mitad de esas llamadas tuvieron lugar entre el 15 de marzo y el 26 de junio y se hicieron en una oficina del CRP compartida por Liddy con otro abogado.

Bernstein contaba con suficientes fuentes de información en la Compañía Bell[8]. Sin embargo, siempre se mostró vacilante en utilizarlas, sobre todo en lo que se refería a conseguir datos sobre comunicaciones privadas, por lo que había de poco ético en la cuestión. Se trataba de romper la intimidad, la vida privada de una persona mediante el estudio de su ficha de llamadas telefónicas. En su mente esto constituía un problema para el que jamás encontró solución. ¿Por qué un periodista tenía acceso a las fichas personales y financieras individuales, cuando esta investigación le hubiera parecido un ultraje de haber sido él el sometido a tal intromisión en su vida privada por parte de los investigadores?

Sin preocuparse por el problema en esta ocasión, Bernstein llamó por teléfono a su fuente informativa en la Compañía y le pidió una lista de las llamadas interurbanas de Barker. Esa misma tarde, su contacto le llamó a él y le confirmó la lista publicada en el Times. Pero añadió que no podía ofrecerle la lista completa porque la ficha de las llamadas telefónicas de Barker había sido requisada judicialmente por el fiscal del distrito de Miami.

—¿Quiere usted decir el FBI, el Fiscal Federal o su despacho, no es eso? —preguntó el periodista.

—No. La delegación de la Compañía Telefónica en Miami dice que ha sido el fiscal local del distrito —le contradijo su informador.

¿A qué podía deberse que un fiscal local se interesara en esa ficha? Antes de hacer su versión sobre lo que había publicado el Times, Bernstein telefoneó al Fiscal Federal en Miami, quien le dijo que no había hecho esa requisa.

Inmediatamente Bernstein comenzó a llamar a los distintos fiscales locales de los distritos de la zona de Miami. En la tercera de sus llamadas se puso en contacto con Richard E. Gerstein, el Fiscal del Estado para el distrito del Condado de Dade, que incluía el área metropolitana de Miami. Había sido su oficina la que había ordenado la requisitoria de la ficha telefónica de Barker porque deseaba determinar si alguna ley del Estado de Florida había sido violada por las personas implicadas en el Caso Watergate. Gerstein dijo que no sabía lo que figuraba en la ficha pero que su jefe de investigación, Martin Dardis, estaba enterado de ello. Le ordenaría que cooperase con ellos si le prometía que el Post no revelaba que estaba en tratos con su oficina. Aquella misma tarde, a última hora, Bernstein recibió una llamada telefónica de Dardis.

Éste parecía tener prisa y no estaba dispuesto a hablar por teléfono. Había requisado, también, algunas fichas de las cuentas bancarias de Barker, así como las del teléfono, y Bernstein sería bien recibido si tomaba el avión a Miami para cambiar impresiones con él y discutir el asunto. Bernstein le preguntó si sabía el origen de la suma de 89 000 dólares[9], que el ayudante del Fiscal Federal, Silbert, había dicho que fueron depositados y sacados de la cuenta corriente de Barker, en Miami, durante la pasada primavera.

—Son algo más de 89 000 dólares —le dijo Dardis.

—¿Más bien 100 000? —le preguntó Bernstein.

—Algo más.

—¿De dónde procede el dinero?

—De la Ciudad de México —le replicó Dardis—. De un hombre de negocios de aquella ciudad, un abogado.

No quiso darle a Bernstein el nombre del abogado, pero dijo que estaba dispuesto a discutir el asunto con él si se llegaba a Miami. No podría ver a Bernstein en los próximos días, así que fijaron la cita para el lunes 31 de julio. Sussman aprobó, por el Post, el viaje del periodista.

Bernstein, como era habitual en él, llegó al aeropuerto sólo unos minutos antes de la hora fijada para el despegue de su avión. Cuando corría para subir a él, tomó un ejemplar del Post y otro del New York Times y pasó la puerta de entrada de pasajeros. Estaba ya en la zona interior del aeropuerto cuando vio en la primera página del Times, a tres columnas: «La pista del dinero lleva a México». Bernstein dedicó muy malos pensamientos a Gerstein y Dardis. El reportaje del Times, firmado por Walter Rugaber, estaba fechado en México City. Bernstein estaba casi seguro de que Rugaber había conseguido la información en Miami y tomó inmediatamente el avión a México para completarla y escribirla desde allí. El reportaje mencionaba: «fuentes próximas a la investigación», sin citar al FBI, al gobierno federal o al Departamento de Justicia. Rugaber había hallado la pista de los 89 000 dólares en la cuenta corriente de Barker como procedente de cuatro cheques firmados por el cajero del Banco Internacional y a nombre de Manuel Ogarrio Daguerre, un destacado abogado de México[10].

Bernstein llamó a Sussman desde el aeropuerto de Miami. ¿No le parecía que debía marchar a México y dejar que Woodward, que ya había regresado de sus vacaciones, se encargara de negociar con Dardis por teléfono? Sussman pensó que era mejor que Bernstein se quedase en Miami, al menos durante ese día.

Media hora más tarde, Bernstein se registraba en el «Sheraton Four Embassadors», el hotel más caro de Miami. Le pidió al conserje el número de habitación de Walter Rugaber.

—El señor Rugaber ha dejado libre su habitación durante el fin de semana —fue la respuesta que obtuvo.

La oficina del Fiscal del Estado en el Condado de Dade, Florida, ocupaba el sexto piso del Palacio de Justicia del Condado Metropolitano de Dade, situado frente a la cárcel del condado y separado de ésta por una calle estrecha bordeada de palmeras. Bernstein tomó el ascensor, se detuvo en la oficina de recepción y preguntó por Dardis.

La recepcionista le dijo que el señor Dardis le pedia que lo disculpara pero había tenido que salir para un caso urgente. La joven no tenía idea de cuándo regresaría. Bernstein decidió esperar y empezó a ojear algunas revistas.

Transcurrió una hora. Agentes uniformados de la policía, detectives en mangas de camisa, con sus chatos «treinta y ocho» en la sobaquera, acusados y acusadores, entraron y salieron. Algunos de ellos se detenían durante un momento para charlar con la recepcionista cuyo nombre era Ruby y preguntarle cómo le iba al «jefe» —Gerstein— en su campaña electoral. Diez días antes había anunciado que iba a hacer algo sin precedentes: presentar su candidatura para la reelección a la Fiscalía por quinta vez consecutiva.

Bernstein le preguntó a Ruby algunos detalles sobre la personalidad de Gerstein. Era demócrata, tenía 48 años de edad, había sido piloto de bombardeo en la Segunda Guerra Mundial y el hombre que había conseguido mayor número de votos en la historia de las elecciones a la Fiscalía del Estado.

—Todo el mundo le quiere —terminó Ruby.

Bernstein estaba repasando un periódico local de la tarde. «Gerstein aniquila un sucio negocio interestatal de venta de bebés», decían los titulares. ¡Vaya, vaya…!, pensó Bernstein casi en voz alta. Las primarias del Partido Demócrata estaban fijadas para el 12 de septiembre. Ya podía ver, en los periódicos del 11: «Gerstein pone fin al caso Watergate».

Transcurrió otra media hora y Bernstein le preguntó a Ruby si no podía ponerse en contacto telefónico con el coche de Dardis.

—No está disponible en este momento, pero con toda seguridad llamará dentro de poco —le dijo la mujer.

Bernstein cruzó el pasillo que lo separaba de la oficina de registros del Condado y le pidió al empleado de servicio las copias de todas las requisitorias dictadas por Gerstein en el mes de julio. El empleado regresó con un acordeón de fichas ordenadas por los días del mes. Bernstein las revisó hasta dar con una dirigida a la «Bell Southern», la Compañía telefónica local, pidiéndole que pusiera a disposición de la fiscalía la ficha con el registro de todas las llamadas interurbanas realizadas por Bernard L. Barker o Barker Asociados, como era el nombre de su compañía de bienes raíces. Se había presentado otra requisitoria al Republic National Bank, pidiendo el extracto de cuentas de Barker. Había órdenes semejantes dirigidas a otros Bancos y a la compañía telefónica pidiendo «todos y cualquier documento y fichas» relacionados con los otros tres sospechosos del caso Watergate residentes en Miami. La firma de Dardis estaba en todas esas requisitorias. Bernstein tomó nota de los documentos que llevaban la firma de Dardis. Después llamó a Woodward desde un teléfono público.

Woodward no había podido localizar a Ogarrio y no había estado en condiciones de confirmar, de ningún modo, el relato publicado por el Times. Sin embargo se había hecho con una importante información en Capitol Hill. Los hombres de Miami habían comprado su equipo fotográfico, y habían pagado el revelado de unas películas en una tienda de fotografías en el barrio cubano de Miami.

Bernstein tomó la guía telefónica, páginas amarillas, y comenzó a telefonear a las tiendas de fotografías. Así pasó otra hora. Dardis seguía sin dar señales de vida.

—¿No está su secretaria en la oficina? —preguntó el periodista.

—Se ha ido con él —le dijo la recepcionista.

Bernstein estaba a punto de explicar a Ruby el problema que tenía con la hora de cierre de su periódico, cuando Gerstein hizo su entrada rodeado de una corte de ayudantes. Bernstein lo reconoció por la fotografía que acababa de ver en el diario vespertino.

¿No podía ver al señor Gerstein? Su petición fue medio súplica medio exigencia. Ruby transmitió su mensaje. Bernstein fue conducido a la antesala del despacho de Gerstein. Su secretaria le dijo que estaba en una conferencia. Media hora más tarde se abrió la puerta y Gerstein invitó a entrar a Bernstein. El fiscal del estado era un hombre de casi dos metros y vestía un traje de verano inmaculado y de buen corte.

—Cuénteme cómo va el caso —comenzó Gerstein—. No puedo pedirle al FBI que me lo explique.

Bernstein le respondió que tendría mucho gusto en tener una oportunidad de pasar con él la tarde discutiendo el asunto Watergate, pero que eran ya casi las cinco y que la primera edición del Washington Post se cerraba dos horas más tarde (realmente no lo hacía hasta tres horas más tarde, pero Bernstein no podía permitirse mayores riesgos). Si él, Bernstein, podía conseguir de inmediato datos para su reportaje del día, después tendrían todo el tiempo libre para hablar. Había llegado a Miami esperando ser recibido por Dardis, con el que estaba citado, a primeras horas de la tarde y conseguir cierta información que podía servirle para un reportaje. Pero lo que había ocurrido era que, le explicó a Gerstein, el reportaje se había publicado en el New York Times de esa mañana y la fuente era Dios sabía cuál.

—Yo no sé lo que Dardis tiene sobre el asunto —le dijo Gerstein—. Lo he dejado por completo en manos de Martin porque me encuentro totalmente agobiado de trabajo. Sé que existen ciertos cheques, pero no estoy seguro de lo que eso significa ni su cuantía. Le pondré en contacto con Dardis tan pronto pueda localizarlo.

Bernstein dio las gracias al fiscal. Cuando salía de su oficina se le ocurrió algo. El cambiar información con lo que hasta entonces había pensado era una fuente informativa para él era un asunto delicado y un último recurso, pero no había tenido el menor éxito en la localización de la tienda fotográfica que le había indicado Woodward. Así que decidió poner en antecedentes de ello a Gerstein. Si sacaban algo en limpio de ello, ¿le llamarían por teléfono?, preguntó a Gerstein.

—Desde luego —le respondió éste.

Después de esperar otros cuarenta y cinco minutos en la sala de recepción, Bernstein volvió a llamar a Woodward desde el teléfono público. Parecía mentira, pero llevaba toda la santa tarde esperando en aquel lugar, le explicó. Le dijo que finalmente había sido recibido por Gerstein pero que lo único que había sucedido fue que, en vez de ofrecerle una formación, el fiscal quiso obtenerla de él.

Después de colgar, Bernstein regresó por el corredor, abrió una puerta sobre la que se leía NO ENTRAR y vio el nombre de Dardis sobre otra puerta, tras aquella especie de antesala. Había en ella una secretaria que estaba hablando por teléfono:

—Sí, señor Dardis —estaba diciendo—. De acuerdo, le haré pasar enseguida.

Tratando de conservar su calma en todo lo posible, Bernstein se presentó y le explicó a la secretaria que llevaba toda la tarde esperando para ver al señor Dardis.

—El señor Dardis está en una conferencia —le dijo la secretaria—. Lo siento, pero usted no debe permanecer aquí. Vuelva a la sala de recepción y ya le avisaremos.

Bernstein le dio las gracias y volvió a los dominios de Ruby; ya estaban cerrando las puertas.

Volvió rápidamente al departamento señalado con un NO ENTRAR, pasó a lo largo de la oficina de Dardis y cruzó el corredor hacia el despacho de Gerstein. Éste estaba ya a punto de marcharse.

—Mire —dijo Bernstein estallando—. Si existe alguna razón por la que el Departamento del Fiscal del Estado no puede hablar sobre lo que sabe o no puede dejar que el Post lo publique, no tienen más que decirlo. Pero le habían estado tomando el pelo durante todo el día. Dardis estaba en su oficina y posiblemente había estado allí toda la tarde, desde hacía horas y…

—Haré que le reciba inmediatamente —dijo Gerstein—. Yo no sé nada de lo que pasa. Lo siento.

Parecía verdaderamente afectado y sus excusas sinceras. Bernstein regresó a la sala de recepción por una puerta lateral interior, pues la principal ya estaba cerrada. Pocos momentos más tarde Dardis entraba en ella. Era un hombre bajo, con el rostro enrojecido y una nariz aún más roja. Su viejo blazer estaba rozado por los codos. Inmediatamente dirigió una mirada a su reloj de pulsera.

—¡Jesús…! —Dijo—. Tengo una cita a las siete. Tengo que salir de aquí a las siete menos diez. ¿No podemos discutir el asunto mañana? ¡Jesús…!

Bernstein trató de mantenerse sereno. Si podían echar un vistazo y tratar de los cheques rápidamente, al día siguiente podían ocuparse del caso con más detenimiento…

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Dardis. Parecía irritado—. ¿Qué ocurrencia ha sido esa de mencionar lo del New York Times a Gerstein? ¿Está tratando usted de crearme problemas con mi jefe? Se suponía que usted iba a tratar conmigo y no con él. Vamos, regresemos al despacho y terminemos cuanto antes.

Bernstein se sentó al otro lado de la mesa de Dardis mientras el investigador jefe abría un archivo metálico con cierre de clave, sacó de él una carpeta y de ésta un montón de impresos de teléfonos con el registro de las llamadas de Barker. Se las pasó a Bernstein, al otro lado de la mesa:

—Puede ir mirando esto mientras saco el material del Banco —le dijo.

Bernstein empezó a tomar notas rápidamente.

—Oiga, un chico con el que solía trabajar está ahora en la Oficina de campaña de Washington del FBI —dijo Dardis—. Su nombre es… ¿Lo conoce usted?

Bernstein, sin levantar la cabeza ni dejar de escribir, respondió negativamente con la cabeza.

Dardis sacó los estados de cuentas del Banco y se los extendió al periodista como el comerciante que ofrece su mercancía. Comenzó a hablar, casi gritando, sobre las transacciones de lo que decía era el estado de cuentas de Barker en su banco.

—¡Dios mío, no podremos salir de aquí a las siete menos diez! —Se quejó.

—Mire —le dijo Bernstein—, ¿no tiene una fotocopiadora?

Dardis le respondió que no podía arriesgarse a sacar una copia fotográfica de los estados de cuentas ni de los cheques.

—Alguien podría suponer que he sido yo la fuente de la información.

—De acuerdo —le dijo Bernstein—. Sáqueme fotocopias de las fichas telefónicas y yo copiaré los cheques.

—Muy bien —concedió Dardis—; pero, por amor de Dios, dese prisa.

Los cheques mexicanos eran exactamente como los había descrito el Times. Cada uno de ellos estaba librado contra un Banco distinto de los Estados Unidos y endosado, con una firma ilegible, colocada encima de una anotación mecanografiada: «Señor Manuel Ogarrio D. 99-026-10».

Pero había otro cheque más, por 25 000 dólares. Era un poco más ancho que los otros y estaba fechado el 10 de abril. Bernstein lo copió como había hecho con los otros cuatro, es decir como si estuviera dibujando un facsímil. Era también un cheque firmado por un cajero, girado al «First Bank and Trust Co.» de Boca Ratón, Florida, y llevaba el número 131138, pagable a la orden de Kenneth H. Dahlberg.

Dardis regresó en ese momento, cuando Bernstein terminaba de copiar los cheques. Los 25 000 dólares habían sido depositados el 20 de abril conjuntamente con los otros cuatro cheques mexicanos. El total de la suma depositada ascendía a 114 000 dólares. Cuatro días más tarde, Barker sacó 25 000. Los restantes 80 000 habían sido retirados por separado.

—Todavía estamos tratando de averiguar quién es ese Dahlberg —dijo Dardis—. ¿No oyó nunca hablar de él?

Bernstein le respondió negativamente.

Dardis le entregó las fotocopias de las fichas telefónicas y le dijo:

—Venga mañana a las nueve y podremos hablar. Ahora tengo que darme prisa.

—Gracias —le dijo Bernstein—. Realmente le agradezco su ayuda.

Bernstein cruzó el corredor, dio la vuelta y se dirigió al ascensor. Eran las siete. Llamó a Woodward desde un teléfono público del vestíbulo, le contó lo del quinto cheque y le dictó los números y los demás detalles. Después regresó a su hotel para tratar de averiguar lo que pudiera de aquel misterioso Kenneth H. Dahlberg.

En el Banco de Boca Ratón no le respondió nadie. El Departamento de Policía de esa ciudad le dio el nombre y el número de teléfono de un funcionario del Banco que podía ser localizado en caso de emergencia. El banquero en cuestión jamás había oído hablar de Dahlberg. El cheque estaba firmado por un funcionario del Banco cuyo nombre de pila era Thomas, pero el apellido resultaba ilegible. En el Banco había dos funcionarios que se llamaban Thomas, pero ninguno de ellos recordaba la transacción. Bernstein le pidió al segundo de los funcionarios, el último con el que habló, el nombre y el número de teléfono del Presidente del Banco.

El presidente conocía a Dahlberg sólo superficialmente y sabía que tenía una residencia de invierno en Boca Ratón y que era director de un Banco en Fort Lauderdale. El presidente de dicho Banco era James Collins.

Puesto en comunicación con Collins, éste le dijo que, en efecto, Dahlberg era un director de su Banco. Cuando le estaba explicando el por qué de su interés en los asuntos financieros de Dahlberg, Collins hizo una pausa y añadió:

—No sé exactamente cuál es el título oficial de su cargo, pero presidió la campaña electoral en favor del Presidente Nixon en el Medio Oeste en 1968, según creo.

Bernstein le pidió que repitiera sus últimas palabras.

Eran las nueve cuando Bernstein volvió a telefonear a Woodward. Sussman respondió a la llamada. Woodward estaba hablando con Dahlberg.

—¡Por amor de Dios, comunícale que Dahlberg era el presidente de la campaña en favor de Nixon en el Medio Oeste en el 68! —le gritó Bernstein.

—Creo que ya está enterado de eso —dijo Sussman—. Volveré a llamarte enseguida.

En Washington, Woodward había comprobado la información de Boca Ratón y encontró el número de teléfono de Dahlberg en el listín. Pero el teléfono estaba desconectado. Después, también llamó a la policía, que le informó de que el hogar de Dahlberg estaba en una zona residencial que tenía su propia cerca privada y su servicio de seguridad y vigilancia particulares. Woodward llamó al hombre de guardia en la puerta de entrada, quien no pudo decirle otra cosa salvo que Dahlberg sólo vivía allí en invierno.

Woodward preguntó a uno de los encargados del archivo si había algo sobre Dahlberg en los archivos. No, no lo había. Sussman pidió que se examinara el registro de fotografías. Pocos minutos después tenía ante sí una fotografía de un diario, que puso sobre la mesa de Woodward. Era una fotografía del senador Hubert H. Humphrey, de pie, junto a un hombre pequeño de jubilosa sonrisa. En el pie de foto se le identificaba como Kenneth H. Dahlberg.

¿Era Dalhberg demócrata? La fotografía no tenía fecha. Sin confiar demasiado, Woodward llamó a información de Minneapolis, la mayor de las ciudades del Estado natal de Humphrey y consiguió el número telefónico de Kenneth H. Dahlberg. Sin estar seguro de si se trataba de la persona que buscaba, el periodista marcó el número. Cuando Dahlberg se puso al aparato, Woodward le dijo que había intentado ponerse en contacto con él llamándole primero a su residencia de Florida. ¿No tenía allí su casa de invierno?

—Sí —respondió Dahlberg.

—En cuanto al cheque de 25 000 dólares depositado en la cuenta bancaria de uno de los asaltantes de Watergate…

¡Silencio!

—Ese cheque que, como usted sabe, lleva su nombre…

¡Silencio!

—Vamos a escribir un reportaje sobre el asunto y si usted desea hacer algún comentario…

Dahlberg, finalmente, le interrumpió:

—No sé lo que ha sucedido con ese cheque… No tengo la menor idea de ello… entregué todo el dinero al Comité.

—¿Al Comité para la reelección de Nixon?

—Sí.

—¿Le ha preguntado a usted el FBI cómo es que su cheque ha ido a parar a la cuenta corriente de Barker?

—Yo soy un ciudadano honrado y todo lo que hago es limpio —le respondió Dahlberg. Su voz denotaba tensión. Después pareció relajarse por un momento y pidió comprensión a Woodward e indulgencia por su estado de ánimo—. Acabo de sufrir una terrible prueba —explicó—. Mi muy apreciada amiga y vecina Virginia Piper ha sido raptada y los secuestradores la han tenido en su poder durante dos días[11].

Woodward volvió a insistir sobre el cheque.

Dahlberg reconoció que era suyo, pero se negó a discutir el asunto y colgó. Sin embargo, minutos más tarde era él quien llamaba. Había vacilado antes de contestar a las preguntas porque no estaba seguro de que Woodward fuera verdaderamente un periodista del Post. Hizo una pausa como si lo invitara a preguntarle lo que deseara saber.

—¿De dónde provenían esos 25 000 dólares?

—Contribuciones que recogí en mi calidad de director de finanzas en el Medio Oeste.

Woodward se esforzaba en conservar la calma. Tenía miedo de que sus preguntas delatasen su ansiedad.

—Sé que no debería contarle a usted esto… —resumió Dahlberg.

«¡Cuéntamelo, cuéntamelo!», pensaba Woodward.

Pero se lo voy a decir. En una reunión del Comité (de la campaña) en Washington, le entregué el cheque al tesorero del Comité (Hugh W. Sloan, Jr.), o sería tal vez al propio Maurice Stans.

Woodward apenas si podía esperar a que el otro cortara. ¡Stans, el jefe de colectas de Nixon y el director financiero del CRP!

Eran las 9:30, una hora antes, exactamente, del cierre de la segunda edición. Woodward comenzó a escribir en su máquina:

Un cheque de 25 000 dólares, al parecer destinado a la campaña de reelección del Presidente Nixon, fue depositado en abril en la cuenta corriente de Bernard L. Barker, uno de los cinco hombres detenidos por el allanamiento y el intento de colocar micrófonos en el Cuartel General del Comité Nacional Demócrata en esta ciudad, el día 17 de junio…

La última página de la copia del artículo fue entregada a Sussman precisamente a la hora de cierre. Sussman dejó su pluma y su pipa sobre la mesa y se volvió a Woodward:

—Jamás hemos tenido una historia como ésta —dijo—. Exactamente eso: ¡nunca!