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17 de junio de 1972, un sábado por la mañana. Hora: las nueve. Demasiado temprano para telefonear. Woodward tomó el receptor de manera vacilante y acabó de despertarse. El redactor jefe local del Washington Post estaba al otro lado de la línea. Cinco hombres habían sido detenidos esa madrugada cuando trataban de penetrar ilegalmente en el Cuartel General del Partido Demócrata; llevaban consigo un completo equipo fotográfico y una serie de instrumentos electrónicos. ¿Podía presentarse para hacerse cargo del asunto?

Woodward llevaba sólo nueve meses trabajando para el Post y siempre había deseado que se le presentara una buena oportunidad para llevar a cabo una misión profesional para la edición del domingo; pero aquel trabajo no parecía ser la oportunidad esperada. Un asalto al Cuartel General del Partido Demócrata parecía ser, más o menos, lo mismo que venía haciendo: investigar locales que no reunían las suficientes condiciones sanitarias, en algunos restaurantes, o descubrir casos insignificantes de corrupción policiaca. Woodward confiaba en haber salido ya de este tipo de trabajo; acababa de poner punto final a una serie de reportajes sobre el intento de asesinato del gobernador de Alabama, George Wallace. Pero, al parecer, volvían a meterle en el mismo tipo de insignificancia informativa anterior.

Woodward salió de su apartamento de una sola habitación en la ciudad baja de Washington e hizo a pie las seis manzanas que lo separaban del edificio del Washington Post. La gigantesca redacción de noticias del periódico —más de ciento cincuenta pies cuadrados, cubiertos con filas de mesas de colores brillantes, sobre un acre de mullida alfombra que absorbía el sonido— estaba tan tranquila y en calma como suele estarlo usualmente en las mañanas de los sábados. Pero cuando Woodward se detuvo para recoger sus recados telefónicos y su correo en la entrada de la sala de redacción de noticias, notó una extraña actividad junto a la mesa del redactor jefe local. Cambió impresiones con él y se enteró, con la consiguiente sorpresa, de que los ladrones no habían entrado en la pequeña oficina del Partido Demócrata, sino en el Cuartel General del Comité Nacional del Partido Demócrata en el complejo de apartamentos y oficinas del Hotel Watergate.

Era un lugar extraño para encontrar a los demócratas. El opulento Hotel Watergate, en las riberas del río Potomac, en la ciudad baja de Washington, era tan republicano como el Club de la «Union League». Entre sus inquilinos se contaban el exfiscal general de los Estados Unidos, John Mitchell, en esos días director del Comité para la Reelección del Presidente; el ex Secretario de Comercio, Maurice H. Stans, jefe de finanzas de la campaña para la reelección del Presidente; el senador Robert Dole, de Kansas, jefe nacional del Partido Republicano (PR); Rose Mary Wood, secretaria del Presidente Nixon, y Anna Chennault, viuda del as de la aviación militar, de los «Tigres Voladores», Claire Chennault, que en esos momentos era una de las «azafatas» más populares del Partido Republicano. Y, además, vivían allí otras figuras destacadas de la administración Nixon.

El complejo arquitectónico de estilo futurista, con sus balaustradas serpenteantes (y tan amenazadoras como auténticas serpientes en lo que a precios se refiere, unos cien mil dólares por muchos de sus apartamentos de dos dormitorios), se había convertido en el símbolo de la clase gobernante del Washington de Richard Nixon. Dos años antes, había sido el objetivo de 1 000 manifestantes anti-Nixon, que se habían desgañitado frente al edificio gritando «cerdos», «fascistas» y «Sieg Heil[2]», mientras intentaban tomar al asalto la ciudadela del poder republicano. Pero tropezaron contra una sólida muralla de policías de Washington, equipados especialmente para contener manifestaciones, que les hicieron retroceder hasta el campus de la Universidad de George Washington, a base de bombas lacrimógenas y golpes de porra… Desde sus balcones y terrazas, los ansiosos inquilinos del Watergate habían podido observar la confrontación y muchos de ellos hasta vitorearon y brindaron por las fuerzas del orden cuando los manifestantes fueron obligados a retroceder y los vientos occidentales del Potomac arrastraron el gas lacrimógeno lejos de su fortaleza. Entre los que habían sido golpeados hasta dar con sus huesos en el suelo se hallaba el reportero del Washington Post Carl Bernstein. El policía que lo había tumbado de un golpe de porra posiblemente no había visto su carnet de Prensa que exhibía, colgado del cuello, seguramente atraído visualmente por sus largos cabellos.

Cuando Woodward comenzó a hacer llamadas telefónicas, se dio cuenta de que Bernstein, uno de los dos informadores políticos de Virginia que trabajaban en el periódico, se ocupaba también del asunto del Watergate.

«¡Oh, Dios mío, Bernstein, no!», fue el primer pensamiento de Woodward, cuando recordó ciertos rumores que circulaban por la redacción sobre la capacidad de Bernstein para abrirse camino cuando se trataba de un buen reportaje y hacerse con la gloria de la información.

Esa mañana, Bernstein ya había conseguido fotocopias de las notas enviadas por los reporteros que se encontraban en el escenario de los hechos y se puso en contacto con el redactor jefe del servicio local para comunicarle que seguiría informándose del caso. El redactor jefe aceptó a regañadientes y para ese entonces Bernstein había comenzado ya una serie de llamadas telefónicas a todo el mundo en el Watergate que se le puso a tiro: recepcionistas, porteros, camareras encargadas de cuidar los departamentos en los distintos pisos del hotel, y camareros del restaurante.

Bernstein dirigió su mirada a todo lo largo de la sala de redacción. Había una columna entre su mesa y la de Woodward, separadas por unos veinticinco pies. Bernstein retrocedió unos pasos. Se dio cuenta de que Woodward estaba trabajando en el mismo caso. Bob Woodward era una prima donna cuya influencia pesaba en la política de la redacción. Graduado en Yale. Excombatiente del Cuerpo de Oficiales de la Armada. Gran jugador de tenis en todo terreno, hierba, tierra, o de salón. Bernstein supuso que sería capaz de hacer un buen reportaje de investigación y se quedó corto. Pero sabía, también, que Woodward no era un buen escritor. Corría el rumor por la redacción de que el inglés no era el idioma materno de Woodward.

Bernstein se había hecho desde abajo. Empezó como botones en el Washington Star cuando tenía 16 años y a los 19 era ya reportero con contrato fijo. Trabajaba para el Washington Post desde 1966. Ocasionalmente escribió reportajes señalizados, fue reportero judicial y redactor municipal y le gustaba escribir artículos largos y controversiales sobre la gente que vivía en la capital federal y sus aledaños.

Woodward sabía que Bernstein, ocasionalmente, escribía para el Post sobre música rock. Eso parecía propio de él. Cuando se enteró de que Bernstein, de vez en cuando, también escribía comentarios sobre música clásica, sólo pudo aceptarlo con dificultad. Bernstein tenía el aspecto de ser uno de esos periodistas de la contracultura a los que Woodward despreciaba. Por su parte, Bernstein creía que el rápido ascenso de Woodward en el Post tenía mucho menos que ver con su capacidad y talento que con sus influencias y credenciales en el Establishment.

Jamás habían trabajado juntos en un reportaje. Woodward tenía 29 años y Bernstein 28.

Los primeros detalles del caso los había comunicado por teléfono, desde el interior del propio Watergate, Alfred E. Lewis, un periodista de 35 años veterano de la información de sucesos que trabajaba para el Post. Lewis era un tipo legendario en el ámbito periodístico de Washington, medio policía, medio periodista, un hombre que muchas veces se metía dentro de una de las zamarras de oficial de la Policía Metropolitana, abrochada por abajo con una hebilla que era una estrella de David de metal. A sus treinta y cinco años de edad, Lewis, realmente, jamás había escrito un reportaje; su trabajo se limitaba a enterarse de los detalles y enviarlos a un redactor que se encargaba de escribirlo por él. Durante años, el Washington Post ni siquiera tuvo una máquina de escribir en la sala de Prensa del cuartel general de la Policía.

Los cinco hombres detenidos a las 2:30 de la madrugada iban vestidos con trajes oscuros de negocios y todos ellos llevaban guantes de goma Playtex de los que usan los cirujanos para operar. La policía les había intervenido un «walkie talkie[3]», cuarenta rollos de película virgen, dos cámaras de 35 milímetros, ganzúas, pequeñas pistolas de gas lacrimógeno del tamaño de una estilográfica, y micrófonos y aparatos de escucha que parecían aptos para recoger y captar conversaciones por teléfono o que se celebrasen dentro de una habitación determinada.

Uno de los hombres llevaba encima 814 dólares, otro 800, el tercero 234, el cuarto 215 y el último 230 —había dictado Lewis por teléfono— y la mayor parte del dinero en billetes de cien dólares con numeración correlativa… Parecían conocer el terreno donde operaban, al menos uno de ellos tenía que estar familiarizado con él. Habían tomado habitaciones en el segundo y el tercer piso del hotel. Aquella noche cenaron en el restaurante sus buenas langostas, todos ellos juntos, en la misma mesa. Uno de ellos vestía un traje comprado en Raleigh. Otro una americana con un escudo en el bolsillo del pañuelo.

Woodward se enteró por Lewis de que los sospechosos iban a comparecer ante el juez aquella tarde para una audiencia preliminar. Y decidió asistir a ella.

Woodward ya había estado con anterioridad en el edificio de la Audiencia. El procedimiento seguido en esas audiencias previas estaba rígidamente regulado por la ley; era un sistema institucionalizado dentro del estilo de la justicia local. Una breve comparecencia ante el juez que fijaba la fianza que debían pagar los chulos, las prostitutas y demás gentes de mal vivir detenidos durante la noche… Y, ese día, los cinco hombres arrestados en el Watergate.

Un grupo de letrados —conocidos como «los abogados de la Calle Quinta», debido a la situación geográfica de la Audiencia y de sus respectivas oficinas situadas enfrente— vagaba por los corredores, como era su costumbre, en espera de que el Estado les nombrara defensores de oficio, pagados por el contribuyente para defender a los criminales indigentes. Dos de los abogados que habitualmente estaban por allí —uno de ellos un tipo esquelético y alto, enfundado en un rozado terno de ese género brillante conocido como piel de tiburón, y el otro un hombre obeso, de mediana edad, que ya había sido amonestado en cierta ocasión por tratar de buscar clientes en el bloque de celdas para detenidos del piso bajo de la Audiencia— paseaban rumiando su fracaso profesional. En un principio se les había designado para representar de oficio a los cinco acusados de Watergate, pero después les habían informado de que los cinco detenidos tenían su propio abogado particular, lo cual resultaba cosa poco corriente.

Woodward entró en la sala de la Audiencia. En una de las filas de asientos, en el centro, estaba sentado un hombre joven con el pelo largo y bien cuidado, cortado a la moda, vestido con un traje caro y distinguido, solapas anchas y altas. Mantenía la barbilla alzada agresivamente mientras sus ojos recorrían la sala como suele hacerlo quien se encuentra en un lugar que no le resulta familiar.

Woodward se sentó a su lado y le preguntó si se encontraba allí a causa de los detenidos del Hotel Watergate.

—Tal vez —le respondió el desconocido—. Yo no soy el abogado designado oficialmente. Actúo, más bien, de manera privada.

Se llamaba Douglas Caddy y le presentó a otro hombre, de aspecto anémico, que estaba a su lado y que resultó ser el asesor legal de los detenidos. Se llamaba Joseph Rafferty, Jr. Daba la impresión de que le habían sacado de la cama de forma imprevista; no parecía haberse lavado ni afeitado y la luz lastimaba sus ojos. Los dos abogados entraron y salieron de la sala en varias ocasiones. Finalmente, Woodward volvió a encontrar a Rafferty en uno de los corredores del Palacio de Justicia y consiguió el nombre y la dirección de los cinco sospechosos. Cuatro de ellos procedían de Miami. Tres eran de origen cubano.

Caddy no quiso hablar.

—Por favor —dijo a Woodward—, no lo tome como algo personal. Sería una equivocación que lo interpretara así. Lo cierto, verdaderamente, es que no tengo nada que decirle.

Woodward pidió a Caddy detalles sobre sus clientes.

—No son mis clientes —dijo.

—Pero ¿usted es abogado? —preguntó Woodward.

—No puedo hablar con usted.

Caddy regresó a la sala. Woodward le siguió.

—Por favor —insistió el abogado— no tengo nada que decirle.

Woodward, sin embargo, le preguntó si creía que los cinco hombres estarían en condiciones de pagar la fianza.

Después de negarse a responder varias veces, ante la insistencia de Woodward, Caddy le dijo, brevemente, que todos ellos trabajaban en empleos fijos y tenían familia, hechos éstos que el juez debía tener en cuenta a la hora de dictaminar su libertad bajo fianza. Y volvió a salir al pasillo.

Woodward le siguió.

—Dígame algo sobre usted. ¿Cómo ha llegado a verse introducido en el caso?

—No lo estoy.

—¿Por qué está usted aquí?

—Mire —cedió por fin Caddy—; conozco a uno de los acusados. Me lo presentaron en una reunión de sociedad.

—¿Dónde?

—En la capital. Se trataba de un coctel en el Club del Ejército y la Armada. Tuvimos una agradable conversación. Eso es todo lo que puedo decirle…

—Pero ¿qué tiene usted que ver en este caso?

Caddy dio la vuelta y entró de nuevo en la sala de la Audiencia. Al cabo de media hora volvió a salir.

Woodward le preguntó de nuevo cómo era que estaba allí, interviniendo en el asunto.

En esa ocasión Caddy se mostró algo más explícito y le dijo que le habían telefoneado poco antes de las 3 de la mañana. Al otro lado de la línea estaba la esposa de Barker.

—Me dijo que su esposo le había avisado que me telefoneara en caso de que no hubiera vuelto a casa a las tres de la madrugada, pues eso podía significar que se encontraba en dificultades.

Caddy añadió que el motivo de la llamada debía ser que él era el único abogado que Barker conocía en Washington, y se negó a escuchar más preguntas. Comentó que tal vez ya había hablado demasiado.

A las 3:30 de la tarde los cinco sospechosos, todavía con sus ropas oscuras pero sin corbatas ni cinturones, fueron conducidos por el marshall a la sala de la audiencia. Se sentaron silenciosos en un banco y fijaron sus ojos en el estrado del magistrado, mientras conservaban las manos cruzadas. Parecían nerviosos, preocupados y respetuosos.

Earl Silbert, el fiscal del gobierno, se levantó cuando el escribiente anunció que se iba a tratar su caso. Delgado, escurridizo y astuto, con aspecto de búho debido a sus lentes de gruesa montura de concha, era conocido por el sobrenombre de «Earl The Pearl» entre los asiduos de la Calle Quinta, debido a su preferencia por los gestos dramáticos y su hablar florido y grandilocuente ante el Tribunal. Arguyó que los cinco sospechosos no debían ser puestos en libertad bajo fianza. Habían dado nombres falsos y se habían negado a cooperar con la policía, poseían en total, y en metálico, «2 300 dólares y una clara tendencia a viajar al extranjero». Habían sido detenidos cuando iban a llevar a cabo un «escalo profesional con violación de morada» y con «intención clandestina». Silbert subrayó e hizo hincapié en la palabra «clandestina».

El juez preguntó a los sospechosos cuáles eran sus profesiones. Uno de ellos dijo, levantándose, que eran «anticomunistas» y los demás hicieron gestos de asentimiento confirmando la declaración de su compañero. El juez, que estaba acostumbrado a oír mencionar las más extrañas profesiones, las descripciones menos convencionales de ocupaciones raras, no pudo menos que sentirse perplejo. El más alto de los sospechosos, que había dicho llamarse James W. McCord Jr., fue interpelado por el juez, que le pidió se acercase a su estrado. Estaba medio calvo, tenía la nariz grande y plana, la mandíbula cuadrada, dientes perfectos y una expresión benigna que contrastaba incongruentemente con sus duras facciones.

El juez le preguntó cuál era su ocupación.

—Consejero de seguridad.

El juez le preguntó dónde ejercía su oficio.

McCord, con voz suave, respondió que hacía poco se había retirado del servicio del gobierno. En ese momento, Woodward se cambió a la primera fila y se inclinó hacia adelante, interesado.

—¿En qué servicio del gobierno? —insistió el juez.

—La CIA —respondió McCord casi en un susurro.

El juez vaciló ligeramente.

«¡Mierda! —pensó casi en alta voz Woodward—. La CIA».

Tomó un taxi, regresó a la redacción e informó sobre la declaración de McCord. Ocho reporteros, siguiendo las instrucciones de Alfred E. Lewis, estaban ya trabajando en la historia dándole consistencia y unidad. A las 6:30 de la tarde llegó el momento crucial, cuando Howard Simons, el director del Post, se presentó en el despacho del redactor jefe local, en la parte sur de la sala de redacción de noticias.

—¡Es una historia sensacional…! —le dijo al redactor jefe local, Barry Sussman, y ordenó que se publicara en la primera página de la edición del domingo.

El primer párrafo de la información decía así:

Cinco hombres, uno de los cuales afirma ser exmiembro de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), fueron detenidos ayer a las 2:30 de la madrugada cuando intentaban llevar a cabo lo que las autoridades han descrito como un plan bien elaborado para colocar aparatos de escucha en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en esta ciudad.

Mientras tanto ya se había anunciado que un gran jurado federal realizaría una investigación del asunto. Sin embargo, en la opinión de Simons, quedaban todavía muchos factores ignorados en el caso que podían hacer de él una noticia de primera página.

—Puede tratarse de un grupo de cubanos chiflados —dijo.

Sin embargo, la idea de que el intento de allanar las oficinas pudiera ser, de un modo u otro, obra de los republicanos, parecía totalmente improbable. El 17 de junio de 1972, menos de un mes antes de la Convención Demócrata, el presidente estaba por delante de todos los candidatos anunciados por los Demócratas por no menos de 19 puntos. La visión anticipada de Nixon de un resurgir de la mayoría republicana, que podría dominar el último cuarto de siglo, así como los demócratas habían dominado en las dos generaciones anteriores, parecía posible. Cuando la brutal sesión primaria se acercaba a su fin, el partido demócrata aparecía totalmente dividido. El senador George McGovern, de Dakota del Sur, a quien los políticos profesionales de la Casa Blanca, al igual que los del Partido Demócrata, consideraban el más débil de los posibles oponentes de Nixon en las elecciones, se estaba perfilando como el candidato favorito de los Demócratas para la Presidencia de la nación.

El reportaje del Post decía así:

No hay explicación inmediata del por qué los cinco sospechosos deseaban someter las oficinas del Comité Nacional Demócrata a ese espionaje y escucha, y tampoco si están trabajando para otras personas privadas u organizaciones.

Bernstein escribió otro informe sobre los sospechosos para el diario del domingo. Cuatro de ellos procedían de Miami: Bernard L. Barker, Frank A. Sturgis, Virgilio R. González y Eugenio R. Martínez. Había telefoneado a un reportero del Miami Herald y había conseguido una lista muy extensa de los líderes cubanos exiliados. Otro reportero del Post que se hallaba asistiendo a una reunión de Prensa del presidente en Cayo Bizcaino, fue enviado a investigar en el seno de la comunidad cubana en Miami. Los cuatro detenidos de Miami fueron sospechosos, anteriormente, de andar mezclados en actividades anticastristas y se decía que tenían contactos y conexiones con la CIA. «Yo nunca llegué a saber si mi marido trabajaba para la CIA o no —le dijo la señora Barker a Bernstein—. Los maridos no suelen decir a sus mujeres esas cosas».

Sturgis, un soldado mercenario norteamericano, el único no cubano de entre ellos, había estado reclutando cubanos militantes para manifestarse en el transcurso de la Convención Nacional del Partido Demócrata, según decían varias personas. Un líder cubano exilado le dijo a Bernstein que Sturgis y otros, a los que describió como «antiguos tipos de la CIA», habían estado intentando conseguir provocadores pagados para combatir a los manifestantes demócratas antibelicistas, en las calles, durante las convenciones políticas nacionales.

Woodward dejó la redacción a eso de las ocho de la tarde ese sábado. Sabía que debía haberse quedado hasta más tarde y tratar de localizar a James McCord. Ni siquiera había comprobado el listín telefónico local para ver si había un tal James McCord residente en Washington o en sus suburbios[4].

El equipo nacional del Washington Post raramente se ocupa de reportajes sobre asuntos criminales o policíacos. Así, por petición de Sussman, tanto Woodward como Bernstein regresaron a la redacción a la mañana siguiente, un brillante domingo de sol, 18 de junio, para continuar con su trabajo. Una noticia en el teletipo de la Associated Press les hizo ver con claridad y embarazo que McCord hubiera debido merecerles mayor interés e investigación por su parte. De acuerdo con los archivos del gobierno, James McCord era el coordinador de seguridad del Comité para la Reelección del Presidente (CRP).

Los dos periodistas, en el centro de redacción de noticias, quedaron mirándose el uno al otro. «¿Qué crees que significa esto?», preguntó Woodward. Bernstein no lo sabía.

En Los Ángeles, John Mitchell, el ex-Fiscal General de Estados Unidos y director de la campaña presidencial, hizo una declaración:

La persona implicada es el propietario de una agencia privada de seguridad que fue empleada por nuestro Comité hace meses para ayudarnos en la instalación de nuestro sistema de seguridad. Como ya estábamos informados, esa persona tiene un buen número de intereses, negocios y clientes, y nosotros no tenemos el menor conocimiento de esas relaciones. Deseamos subrayar que ni ese hombre ni los otros implicados estaban actuando por encargo nuestro ni con nuestro consentimiento. En nuestra campaña, o en el proceso electoral, no hay lugar para ese tipo de actividad y nosotros no permitiríamos ni perdonaríamos algo semejante.

En Washington, el presidente nacional del Partido Demócrata, Lawrence F. O’Brien, dijo que:

… el allanamiento pone sobre el tapete la más fea cuestión sobre la integridad del procedimiento político con que me he encontrado en veinticinco años de actividad política. Una simple declaración de inocencia hecha por el jefe de la campaña de Nixon, John Mitchell, no basta para disipar las dudas.

Los servicios telegráficos que habían distribuido las declaraciones de Mitchell y O’Brien podían ser considerados como las versiones oficiales de los políticos nacionales. Los reporteros creyeron conveniente dedicar su atención a los autores del allanamiento.

En el listín telefónico figuraba la Agencia de Seguridad dirigida por McCord. Pero las llamadas hechas a ese número no dieron la menor respuesta. Entonces miraron en el listín que ofrece los números por direcciones. Tampoco obtuvieron respuesta, ni en la casa particular de McCord ni en sus oficinas. La dirección de McCord Asociados, en el número 414 de Hungerford Drive, Rockville, Maryland, era un extenso edificio de oficinas y el listín telefónico de Rockville tenía los números de los inquilinos. Los dos periodistas se repartieron los nombres de todos ellos y empezaron a llamarlos uno por uno a sus casas. Un abogado se acordaba de una jovencita que había trabajado por horas para él, el verano anterior, y que conocía a McCord, o tal vez era el padre de la muchacha quien le conocía. No lo recordaba bien. El abogado sólo podía recordar el apellido de la muchacha: Westall, o algo por el estilo. Tuvieron que ponerse en contacto con cinco personas de ese apellido antes de que, finalmente, Woodward diera con Harlan A. Westrell, quien dijo conocer a McCord.

Westrell, que obviamente no había leído los periódicos, se preguntó con sorpresa cuáles eran las razones por las que Woodward se interesaba por McCord. El periodista se limitó a comunicarle que estaba reuniendo material para un posible reportaje. Westrell se sintió halagado y facilitó bastante información sobre McCord, su amigo, y su formación y origen. Además, dio a Woodward algunos otros nombres a los que podía llamar.

Poco a poco fue surgiendo la imagen de McCord. Era natural de Texas, en Panhandle; había sido miembro activo y profundamente religioso de la Primera Iglesia Baptista de Washington; tenía un hijo que era cadete en la Academia Militar de las Fuerzas Aéreas y una hija retrasada mental; había sido agente del FBI, oficial de la reserva, exjefe de seguridad física en la CIA; profesor en un curso sobre seguridad en el College Junior de Montgomery; un hombre de familia, extremadamente concienzudo y digno de confianza. Tranquilo y serio. La declaración hecha por John Mitchell no concordaba con las ideas de los que conocían a McCord, que coincidían en afirmar que estaba trabajando en exclusiva para el Comité de reelección del presidente.

Muchas de las personas interrogadas hicieron referencia a la integridad de McCord, a su carácter «firme como una roca». Y había algo más: Westrell y otras tres personas describieron a McCord como un consumado «hombre del gobierno», poco dado a actuar por iniciativa propia, respetuoso con las jerarquías en lo que a las órdenes se refiere y obediente a éstas sin preguntar sus motivos.

Woodward escribió a máquina los tres primeros párrafos de una historia en la que se describía a uno de los implicados en el allanamiento de Watergate como coordinador de los servicios de seguridad, a sueldo del Comité para la reelección del presidente, y lo puso en manos de uno de los redactores de información local. Un minuto más tarde, Bernstein estaba mirando por encima del los hombros del redactor lo que Woodward le había entregado. Woodward se dio cuenta de ello. Después Bernstein regresó a su mesa con la primera página de su reportaje y pronto se le vio dándole de nuevo a la máquina de escribir. Mientras tanto, Woodward había terminado su segunda página y la pasaba al redactor jefe. Bernstein se interesó de nuevo por lo escrito y después volvió a su máquina. Woodward decidió que lo mejor que podía hacer era enterarse de lo que estaba sucediendo.

Bernstein estaba escribiendo el reportaje de nuevo, con todos los datos. Woodward leyó la nueva versión. Era mucho mejor que la primera.

Esa noche, Woodward tomó el coche y se dirigió al domicilio de McCord, una casa grande, de ladrillo, de dos pisos, típicamente suburbana, situada en un callejón sin salida no lejos de la Carretera 70-S. la autopista principal que atraviesa Rockville. Las luces de la casa estaban encendidas, pero nadie respondió a sus llamadas.

Después de la medianoche, Woodward recibió en su casa una llamada telefónica de Eugene Bachinski, el reportero del Post de servicio regular nocturno en la Policía. Ese trabajo de reportero de sucesos en la jefatura de Policía y durante la noche está considerado como lo peor de todo el periódico. Las horas de trabajo son malas: desde las 6:30 de la tarde a las 2:30 de la noche. Pero Bachinski, alto, barbudo y tranquilo, parecía satisfecho, como si le gustara ese trabajo o, al menos, le gustaran los policías. Había llegado a conocer a fondo a algunos de ellos, tenía algún que otro contacto social privado con ellos y se movía entre ellos con facilidad, acompañando en sus distintas rondas nocturnas a los diversos servicios y patrullas de la jefatura: homicidio, orden público, vicio (llamada elocuentemente la División de la Moral), drogas, servicio de inteligencia, sexo, fraude, robos… es decir, todo el catálogo de la delincuencia de una gran ciudad a ojos de un policía.

Bachinski tenía algo de lo que se había enterado por una de sus fuentes informativas en la policía. Dos agendas de direcciones, pertenecientes a dos de los hombres detenidos en el interior del Watergate, contenían el nombre y el número de teléfono de Howard E. Hunt, con las breves anotaciones «W. House» y «W. H.»[5].

Woodward se sentó en una de sus sillas de madera, junto al teléfono, y consultó el listín telefónico. Halló el nombre de E. Howard Hunt Jr., en Potomac, Maryland, uno de los distritos suburbanos de Montgomery County. Llamó. No obtuvo respuesta.

En la redacción, a la mañana siguiente, Woodward hizo una lista de las cosas que tenía que hacer por orden de preferencia. Uno de los vecinos de McCord le había dicho que había visto a McCord vestido con uniforme de oficial de las Fuerzas Aéreas y otro lo había confirmado, añadiendo que era teniente coronel de la reserva de dichas fuerzas. Tuvo que hacer media docena de llamadas al Pentágono hasta que un oficial encargado del servicio de personal le informó de que James McCord era teniente coronel de una unidad especial de la reserva destinada en Washington, agregada a la Oficina de Prevención de Emergencias. El oficial le leyó la lista de componentes de la unidad que contenía sólo quince nombres. Woodward comenzó a llamarlos. A la cuarta llamada dio con un tal Philip Jones, un soldado movilizado, que le dijo como de modo casual, sin darle importancia, que la misión de esa unidad era conseguir listas de los individuos sospechosos de radicalismo y ayudar a desarrollar planes de urgencia para la censura de los medios de información y el correo de Estados Unidos en caso de guerra.

Woodward hizo otra llamada a James Grimm, cuyo nombre y teléfono en Miami, según le había dicho Bachinski, figuraba en la agenda de direcciones de Eugenio Martínez. El señor Grimm se identificó como funcionario del servicio de alojamiento en la Universidad de Miami y le dijo que el señor Martínez se había puesto en contacto con él, hacía como unas dos semanas, para preguntarle si podía encontrar en la Universidad alojamiento para 3 000 jóvenes republicanos, durante la GOP, Convención Nacional en agosto. Woodward llamó al CRP, en su cuartel general, y a varios funcionarios del Partido que trabajaban en la preparación de la convención en Washington y Miami. Todos ellos dijeron que jamás habían oído hablar de Martínez y menos aún de sus planes de utilizar la Universidad para alojar a los jóvenes republicanos.

Pero el trabajo que tenía prioridad ese lunes era Hunt. Los objetos de los sospechosos de Miami estaban registrados en una relación confidencial, un inventario de la policía que Bachinski había conseguido obtener. En la lista figuraban dos «trozos de papel amarillo rayado», uno dirigido a un «Querido amigo señor Howard» y el otro a un «Querido señor H. H.», así como un sobre que no había sido enviado por correo, que contenía un cheque personal firmado por Hunt, por 6.36 dólares, pagadero al Lakewood Country Club en Rockville, junto con una factura por el mismo importe.

Woodward llamó a un viejo amigo que a veces le facilitaba información, y que trabajaba para el gobierno federal al que no le gustaba que le llamasen a su oficina. Su amigo le dijo que el allanamiento se estaba convirtiendo en un «hierro al rojo», pero no quiso darle más explicaciones y cortó.

Eran aproximadamente las 3:30 de la tarde cuando los redactores jefes responsables de las distintas secciones del Washington Post presentaron la relación y «el nuevo presupuesto» de los reportajes y demás colaboradores que esperaban para el periódico del día siguiente. A Woodward, a quien se había asignado la misión de escribir para el martes el reportaje sobre el caso Watergate, tomó el teléfono y marcó el 4561414, el teléfono de la Casa Blanca. Preguntó por Howard Hunt. La encargada de la centralita conectó con una extensión determinada. No hubo respuesta. La operadora volvió a hacer acto de presencia en la línea.

—Hay otro lugar en el que puede estar —dijo—. En la oficina del señor Colson.

—El señor Hunt no está aquí en estos momentos —le dijo a Woodward la secretaría de Colson y le dio el número de teléfono de una firma de relaciones públicas en Washington, «Robert R. Mullen y Compañía», donde, según dijo, el señor Hunt trabajaba como redactor.

Woodward cruzó la sección de información nacional y preguntó a uno de los redactores de información política nacional quién era Colson. J. D. Alexander, el hombre en cuestión, un individuo serio y reflexivo, entre los treinta y los cuarenta, con una espesa barba, se echó a reír. Charles W. Colson era un consejero especial del presidente de los Estados Unidos, el «hombre duro» de la Casa Blanca, según dijo.

Woodward volvió a llamar a la Casa Blanca y le preguntó a uno de los empleados de la sección de personal si Howard Hunt estaba en la nómina del Presidente. La empleada le dijo que esperase un momento que consultaría los ficheros. Pocos momentos después le informó que Howard Hunt era un consejero que trabajaba al servicio de Colson.

Woodward volvió a llamar a Mullen, la empresa de Relaciones Públicas, y preguntó por Howard Hunt.

—Howard Hunt al aparato —dijo la voz.

Woodward se identificó.

—¿Sí? ¿Y qué desea? —La voz de Hunt tenía un tono de impaciente nerviosismo.

Woodward le preguntó por qué razón su nombre y su número de teléfono figuraban en la agenda de direcciones de dos de los detenidos en Watergate.

—¡Dios mío…! —No pudo evitar exclamar Hunt, que enseguida se controló y añadió rápidamente—: Como el asunto está sometido a investigación judicial, no puedo hacer el menor comentario.

Hunt colgó el teléfono.

Woodward pensó que con todo lo que sabía había suficiente para escribir su historia. Ciertamente que el nombre y el teléfono de cualquiera podía estar en una agenda de direcciones. Pero la cuenta del Club de campo y el cheque parecían ser una prueba adicional de que Hunt estaba, o había estado, en contacto con los sospechosos. Pero ¿cuál era esa conexión? Titular su reportaje: «Un consejero de la Casa Blanca relacionado con los sospechosos de espionaje telefónico», podía ser un grave error, poco limpio con respecto a Hunt y engañoso para el lector.

Woodward llamó a Ken W. Clawson, el subdirector de los servicios de comunicaciones de la Casa Blanca, que había sido periodista del Washington Post hasta el mes de enero anterior. Le dijo lo de las agendas y lo que sabía del inventario de la Policía, para pasar a preguntarle cuáles eran los deberes de Hunt en la Casa Blanca. Clawson le respondió que lo averiguaría.

Una hora más tarde, Clawson lo llamó y le dijo que Hunt había trabajado como consejero de la Casa Blanca en la clasificación de los llamados «Papeles del Pentágono» y, más recientemente, en un proyecto de los servicios especiales sobre narcóticos. La última vez que Hunt había cobrado de la Casa Blanca como consejero había sido el 29 de marzo. Desde entonces no había hecho ningún otro trabajo para la Casa Blanca.

—Me he ocupado del asunto muy a fondo —le dijo—. Y estoy convencido de que ni Colson ni nadie en la Casa Blanca tiene el menor conocimiento ni participación en ese deplorable incidente del Comité Nacional Demócrata.

Era un comentario que nadie le había pedido.

Woodward telefoneó a Robert F. Bennett, presidente de la Compañía de Relaciones Públicas Mullen, y pidió informes de Hunt. Bennett, hijo del senador republicano Wallace F. Bennett, del Estado de Utah, dijo:

—Creo que no es ningún secreto que Hunt estuvo en la CIA.

Pero para Woodward sí que había sido un secreto. Después llamó a la CIA, donde un portavoz le dijo que Hunt había pertenecido a la Agencia de 1949 a 1970.

Realmente Woodward no sabía qué pensar. Hizo otra llamada a su amigo en el gobierno y le pidió consejo. Su amigo parecía nervioso. Partiendo de la base de sus conocimientos, le dijo a Woodward que el FBI consideraba a Hunt como uno de los primeros sospechosos en la investigación sobre el asunto Watergate y que tenía para ello varias razones, además de las anotaciones de las dos agendas de los detenidos y su cheque. Pero le dijo a Woodward que no empleara su información para el reportaje, pues se trataba de información confidencial obtenida en los ficheros. Sin embargo, por lo demás, su amigo consideraba que no habría nada censurable ni de juego sucio en escribir un reportaje mencionando lo de las agendas y las conexiones existentes a través del club de campo. Naturalmente esta recomendación tampoco debía ser mencionada en letra impresa.

Barry Sussman, el redactor jefe de la sección local estaba intrigado. Inspeccionó en los archivos del Post hasta dar con la carpeta de Colson y se encontró con que en el mes de febrero se había publicado un reportaje en el que, basándose en una información de fuente anónima, se describía a Colson como «una de las eminencias grises… un hombre osado, uno de esos tipos dispuestos a poner las cosas en orden cuando se salen de madre y a hacer el trabajo sucio cuando las circunstancias así lo requieren». El artículo de Woodward que identificaba a Hunt como consejero que había trabajado en la Casa Blanca, para Colson, incluía la anotación de que la información procedía de datos ofrecidos por «Ken W. Clawson, un funcionario de la Casa Blanca que, hasta fecha bastante reciente, había sido reportero del Washington Post».

Así, el reportaje fue titulado:

Consejero de la Casa Blanca relacionado con los sospechosos de espionaje telefónico

Esa mañana, en la Casa Blanca de Florida, en Cayo Bizcaino, el Secretario de Prensa del presidente, Ronald L. Ziegler, respondió con brevedad a una pregunta que se le hizo sobre el allanamiento del Watergate con la siguiente observación:

Ciertos elementos están tratando de extender el asunto mucho más allá de lo que verdaderamente es.

Ziegler describió el caso como un «intento de robo de tercera clase», que no merecía ningún otro comentario de la Casa Blanca.

Al día siguiente, el presidente del Partido Demócrata, O’Brien, presentó una demanda de un millón de dólares por daños contra el Comité para la Reelección del Presidente. Mencionaba la potencial intervención de Colson en el allanamiento, y O’Brien hizo la acusación de que los hechos, «tal y como se desarrollaban, señalaban una relación clara con la Casa Blanca». Y añadía:

Nos enteramos de ese intento de instalar aparatos de escucha en nuestras oficinas sólo porque fue descubierto. ¿Cuántos otros intentos pueden haberse dado ya y quién estaba implicado en ellos? Creo que estamos a punto de ser testigos de una última prueba de la esencia de esta administración, que tan piadosamente se declaró a sí misma dispuesta a establecer una nueva era de ley y orden, hace justamente cuatro años.