13
La mañana del 23 de marzo, Woodward marchaba por un pasillo próximo a la redacción de la página editorial cuando Herblock, el caricaturista del Post lo detuvo.
—¡Hola! —le saludó—. ¿No has oído lo de la carta de McCord al juez? Acabo de escucharlo por la Radio.
La última vez que alguien le había traído noticias radiofónicas sobre el caso Watergate, Woodward pensó que el caso Haldeman explotaba sobre su cabeza.
No, no había oído nada y esperó.
—Bien, McCord afirma que ha habido perjurio y presiones para que se guarde silencio y hay otros que están también involucrados en ello.
Cuando Woodward se precipitaba como una tromba en la redacción, Howard Simons estaba junto a la mesa de información nacional. Tenía en la mano una hoja de papel recién arrancada del teletipo y gritaba presa de la mayor excitación.
Era una copia del texto de la carta de McCord al juez Sirica:
«Varios miembros de mi familia han expresado temor por mi vida si descubro lo que sé sobre este asunto… En el interés de la justicia… para restaurar la fe en el sistema de justicia penal…». McCord estaba decidido a decir lo que sabía. Woodward estudió las acusaciones que se hacían en la carta: presiones políticas ejercidas sobre los acusados para que se declarasen culpables y guardaran silencio. En el curso del juicio había habido casos de perjurio. Otras personas mezcladas en el asunto Watergate no fueron identificadas en las declaraciones.
McCord «pedía ser recibido por el juez Sirica después de pronunciada sentencia… dado que no tenía confianza suficiente para hablar con un agente del FBI o prestar declaración ante el gran jurado cuyos fiscales federales trabajaban para el Departamento de Justicia, ni tampoco para hablar con otros representantes del Gobierno».
Woodward se preguntaba si McCord podría probar sus acusaciones. La imagen de John Mitchell saliendo de la sala del tribunal escoltado por los alguaciles pasó por su mente como un relámpago.
Simons, rebosante de júbilo, dijo a Woodward:
—Descubre de qué demonio está hablando, quién cometió perjurio, quiénes más estaban involucrados, quién presionó sobre ellos…
Seguidamente llamó por teléfono a la señora Graham que se encontraba en Singapur.
Por su parte Bradlee estaba como subyugado. La carta podía significar un paso gigantesco hacia adelante, pero era un tanto vaga.
—Nombres, muchachos, queremos nombres —les dijo.
Los dos reporteros se encontraron el domingo en la redacción y comprobaron que las directrices dadas por Howard Simons eran más que difíciles de cumplir. Si McCord había dicho a alguien lo que tenía en la mente al escribir la carta, sus confidentes guardaban bien el secreto. La acusación del caso Watergate dudaba de que McCord conociera demasiadas cosas. Estaba en juego la reputación de la Casa Blanca. Los pocos funcionarios de la Casa Blanca que respondieron a las llamadas de los periodistas no sabían nada; si respondían, o si incluso volvían a llamar después, era para ver si eran ellos quienes podían enterarse de algo.
A media tarde Woodward supo que Samuel Dash, el consejero jefe del Comité del Senado para el Caso Watergate, iba a dar una conferencia de Prensa al cabo de una hora. Bernstein tomó un taxi para dirigirse al Capitolio. Dash estaba en su oficina sentado en su mesa de trabajo de acero gris, esperando que los equipos de cámaras hicieran los ajustes finales. Leyendo unas notas, dijo que había interrogado a McCord, en largas sesiones grabadas con magnetófono durante el fin de semana. McCord había «mencionado varios nombres» y comenzó a «facilitar una declaración honesta» sobre la operación Watergate. Bernstein no comprendió la razón de esa Conferencia de Prensa. No estaba ofreciendo detalles concretos, sino simplemente suposiciones, con más o menos base, sobre lo que McCord le había dicho a él. Iba a haber audiencias públicas por el Comité Watergate en las cuales McCord prestaría declaración. La Prensa podría dar un duro golpe al Comité Watergate, y atacar su investigación, si las acusaciones de McCord se filtraban y no se podían probar.
Bernstein regresó a su despacho y sin entusiasmo comenzó a tratar de encontrar alguna fuente que le dijera lo que McCord había dicho. Hizo media docena de llamadas sin el menor éxito, cuando recibió una información de los teletipos del Los Angeles Times. McCord había dicho a Dash que Jeb Magruder y John Dean habían conocido de antemano la operación de escucha del Watergate y estaban implicados en su planificación. Si el hombre designado por el Presidente para investigar tal operación había sido uno de los que la habían ideado, las consecuencias eran incalculables. Ya anteriormente la Casa Blanca había pronunciado una declaración negando categóricamente los cargos contra Dean. No se mencionaba en esa negativa a Magruder. Los hombres de Nixon se estaban distanciando de él.
Por la noche, Bernstein había llamado ya a más de 40 personas: senadores, miembros del equipo del Comité Watergate, abogados, fuentes del CRP y de la Casa Blanca, funcionarios del Departamento de Justicia, amigos de McCord, e incluso al Secretario de Justicia. Nada de nada. Él y Simons decidieron escribir un artículo citando al Times de Los Ángeles sin poner nada de su propia cosecha; ni siquiera que el Post no había logrado confirmar tales alegaciones de McCord. Después Simons recibió una llamada telefónica de un abogado que dijo representar a John Dean. Amenazó con denunciar al Post por difamación si el periódico publicaba las supuestas alegaciones de McCord, relacionadas con Dean. Simons dijo a Bernstein que mencionara la amenaza indicando el nombre del abogado.
Simons se daba cuenta de las frustraciones de Bernstein a medida que se iban desarrollando los acontecimientos cotidianos. Le dijo que debía irse acostumbrando a que, a veces, se le adelantaran otros en la información. Habían pasado los días en los que el Post dominaba casi por completo el caso Watergate.
Por la mañana siguiente Bernstein y Woodward trataron frenéticamente de confirmar el relato del Times y finalmente dieron con tres personas de la Colina Capitolina, quienes afirmaron la veracidad de la información. Una de estas personas, un político republicano, dijo que las alegaciones de McCord eran «convincentes, turbadoras y estaban apoyadas en cierta documentación».
En la Casa Blanca Ron Ziegler anunció que el presidente había telefoneado personalmente a Dean expresándole su «absoluta y total confianza» en él.
El caso Watergate iba a estallar. Las acusaciones de McCord no eran más que una parte de las presiones que se venían ejerciendo contra la presa de contención a la que se había referido «Garganta Profunda». Su derrumbamiento aún estaba distante, pero se aproximaba ya la avalancha que habría de hundirla: Dean, Magruder, Mardian, Mitchell y —lo que era más importante— el propio H. R. Haldeman, iban a ser arrastrados por las aguas.
Woodward decidió pedir al segundo secretario de Prensa de la Casa Blanca que le facilitara una entrevista con el Presidente. Era un disparo a larga distancia, quizá demasiado ambicioso y embarazoso, pero Woodward siempre se había sentido extrañado e intrigado por la tendencia de Nixon hacia lo inesperado. Si el presidente podía abrir negociaciones con la China Roja, ¿por qué no con el Washington Post?
Woodward le telefoneó y le preguntó si podía ir a verle para mantener con él un abierto cambio de impresiones. Warren vaciló un momento pero después dijo:
—Muy bien.
Woodward no tenía pase de Prensa para entrar en la Casa Blanca. Warren le dijo que daría su nombre a la puerta para que lo dejaran pasar.
El 27 de marzo era un día soleado y cálido y Woodward sudó moderadamente al hacer a pie las cinco manzanas que separaban el periódico de la Casa Blanca. La Sala de Prensa en el Ala Occidental estaba desierta. Esperó, sentado en una silla incómoda, de alto respaldo y sin acolchar. Al cabo de diez minutos se presentó Warren y condujo a Woodward a su despacho, que no era mayor que el pequeño camerino de un teatro. Apenas si cabían el sillón, la mesa y otra silla para el visitante. Warren, un hombre alto, con gafas y atildado, tenía todas las apariencias y todas las maneras de un profesor universitario.
—¿No le importa si tomo notas? —le preguntó Warren preparando una libreta de hojas amarillas.
Naturalmente Woodward no puso la menor objeción. Le explicó que él y Bernstein tenían información indicadora de que el Watergate era una conspiración mucho más amplia de lo que hasta ahora nadie había sugerido públicamente. La información iba a ser publicada, dijo Woodward, y el Post no iba a ser el único órgano informativo que la descubriera. Tal vez la Casa Blanca conocía algo que pudiera mitigar el efecto de tal publicación. El Post deseaba explorar esos factores. La situación había alcanzado un nivel de gravedad que sólo las respuestas directas del Presidente podrían, tal vez, aminorar el daño.
De vez en cuando Warren levantaba los ojos de su cuaderno de notas y preguntaba por datos específicos. Woodward dijo que él y Bernstein sólo hablarían con el Presidente de los hechos y esperaba que Warren considerase eso como una petición formal de una entrevista con Nixon. Warren dijo que lo tendría en cuenta, pero que presentía que la petición sería denegada.
—Le advierto que no seré yo quien tome la decisión —dijo Warren—. Pasaré su petición siguiendo la línea oficial de jerarquías.
Woodward podía imaginarse que su petición llegaría sólo hasta Ziegler, al que no había acudido adrede. Insistió.
Juzgando por la valoración personal de la información, dijo Woodward, el presidente no iba a tener más remedio que intervenir directamente en el Caso Watergate y en un momento que estaba ya próximo. El Post se sentía ansioso por discutir algunos detalles específicos antes de que eso ocurriera. Woodward dijo que contaban con información sobre otras escuchas clandestinas y grabaciones ilegales, allanamientos y otras operaciones secretas, todas las cuales iban a llegar al público.
Warren parpadeó un poco y después le lanzó una mirada de incredulidad.
—Si usted pudiera ser algo más específico —le dijo—, eso quizá le ayudaría.
Woodward dijo que no estaba dispuesto a entrar en detalles específicos en ese momento, pero que si el presidente accedía a la entrevista, las preguntas se le darían por adelantado. No existía el menor interés en saltar de improviso sobre él.
Woodward se iba sintiendo un poco nervioso. Las cosas no salían bien, se daba cuenta de ello. Su temor por el Presidente le iba agarrotando: era una mezcla de temor y de respeto a su alto cargo. Y otra de las razones por las que estaba allí, sentado en aquel pequeño despacho: lo que realmente quería era prevenirle, y Warren también se dio cuenta de ello. No se sentía amenazado, Woodward trató de que eso quedara claro. Lo que buscaba era un camino de solución, se mostraba amistoso, ofreciendo respetuosamente una salida. Woodward buscaba un arreglo. Deseaba utilizar al periódico para persuadir con hechos y buena información, pero no deseaba levantar una muralla de hostilidad.
Warren sonrió como si quisiera decir: Las cosas no resultan como usted esperaba. Pero habló con tono comprensivo y amistoso como si deseara demostrar que él no era un obstáculo y estaba como prometiendo: «Volveremos a hablar sobre el asunto». Pero tal vez eso no era más que un espejismo, producto de la imaginación de Woodward y de las maneras amables de Warren.
Cuando Woodward terminó la presentación de su demanda, Warren dejó la pluma sobre su cuaderno de notas y le tendió la mano.
—Bien, ya le llamaré —le dijo.
Woodward replicó que no había prisa y se encogió de hombros como dando a entender que ya sabía cuál iba a ser la respuesta. Cuando salió a la calle, fuera de aquel pequeño cubículo, y notó de nuevo el calor del sol respiró satisfecho. Al menos lo había intentado.
Bernstein y él se daban cuenta de que a partir de este momento, en adelante no tendrían que dedicarse tanto a descubrir acontecimientos como lo hicieron antes. Fuerzas poderosas se encargarían de ello. Las investigaciones del gobierno estaban en camino, y el instinto de supervivencia podría convertir a algunos de los hombres del Presidente en informadores.
El 28 de marzo, miércoles, fue citado McCord para prestar su primera declaración jurada, a puerta cerrada, ante los siete senadores que componían el Comité del Senado para el Watergate. Bernstein se unió a las docenas de periodistas que esperaron en la puerta de la sala de la audiencia. Los reporteros empezaron a discutir sobre las «filtraciones» o «indiscreciones» que pronto acabarían por producirse y estuvieron de acuerdo en que resultaba peligroso informar sobre lo que estaba sucediendo «dentro». Ya no era cuestión de información «investigadora», es decir de evaluar una información, poner juntas las piezas de un rompecabezas, iluminar lo que estaba oscurecido. Deberían limitarse a enterarse, por adelantado, del testimonio del testigo que eventualmente acabaría por declarar en público. Era necesario juzgar qué alegaciones estaban simplemente basadas en rumores y cuáles eran producto de un conocimiento directo; luego había que ponerlas en relación y esto iba a ser muy difícil. Podía haber acusaciones sensacionales y filtraciones deliberadas preparadas por las partes interesadas, que serían muy difíciles de evaluar. Si algunos periódicos o redes informativas se lanzaban a la búsqueda de filtraciones, todos los demás reporteros se verían obligados a meterse en una lucha de competencia.
La sesión del Comité con McCord duró cuatro horas y media. Después, el senador Howard Baker, de Tennessee, vicepresidente republicano del Comité, anunció que McCord había ofrecido «información muy significativa… que abarcaba muchos terrenos».
Bernstein y Woodward iniciaron las llamadas telefónicas de ritual, comenzando por los senadores.
—De acuerdo, voy a ayudaros en este caso —le dijo uno de ellos a Woodward—. McCord testificó que Liddy le había comunicado que los planes y los presupuestos para la operación Watergate habían sido aprobados por Mitchell en febrero, cuando todavía era Secretario de Justicia. Y dijo que Colson tenía noticias adelantadas sobre lo que ocurría en Watergate.
Pero respondiendo a las preguntas de Woodward, añadió que McCord sólo tenía información secundaria para sus alegaciones, como sucedió con anteriores acusaciones, de que Dean y Magruder habían tenido conocimiento anterior del Watergate.
—Sin embargo —dijo el senador—, resultaba bastante convincente.
Bradlee pudo conseguir que un segundo senador corroborara la historia y Bernstein recibió la misma versión de un miembro del equipo auxiliar del Comité.
El artículo del día siguiente, después de llamar la atención sobre la naturaleza poco firme del testimonio de McCord, citaba la opinión crítica del senador al que no se nombraba.
Continuó la serie de artículos que comenzaban con el típico «McCord dice…». Éste compareció de nuevo el jueves y los reporteros se vieron obligados a repetir los mismos ejercicios del día anterior.
McCord declaró que Liddy le había dicho que los planes que dibujaban las líneas de la operación Watergate habían sido mostrados a Mitchell en febrero. Tres fuentes distintas dieron la misma versión de su declaración.
Fue en estos momentos cuando el secretario de Prensa de la presidencia, Ronald Ziegler, anunció que el presidente, «en un intento de acabar con el mito… de que nosotros intentamos encubrir», había ordenado a los miembros de su equipo que, en caso de que fueran citados, comparecieran ante el gran jurado y declarasen. El Star-News interpretó esto como un cambio de política y publicó un reportaje en el que decía: «Significa una notable relajación de la firme política de Nixon de proteger a sus ayudantes bajo la sombrilla de los privilegios del poder ejecutivo».
Temerosos de que el Post fuese a cometer el mismo error, Bernstein y Woodward se dirigieron a Dick Harwood, el redactor jefe de la sección nacional. Ziegler había dicho que no había nada nuevo en esa actitud de la Casa Blanca. Algunos miembros de su personal habían declarado ya anteriormente o presentaron testimonios jurados ante el gran jurado. El presidente jamás había reclamado la aplicación del privilegio de inmunidad ejecutiva en beneficio de sus ayudantes para protegerlos y evitar que tuvieran que declarar en una investigación penal; solamente lo había hecho cuando se trataba de audiencias ante comités del Congreso.
Los dos reporteros opusieron sus reservas, con gran fuerza, por un artículo de Lou Cannon, un reportero de la sección nacional del Post, en el que se decía que el nuevo anuncio de Ziegler no representaba un cambio de política. Las fuentes con que contaba Cannon dentro de las filas republicanas eran considerables, y había logrado escribir muchos de los mejores artículos del Post sobre los efectos del caso Watergate en la Casa Blanca. Se sentían furiosos. Habían discutido el asunto con los miembros más experimentados de los periodistas acreditados en la Casa Blanca y todos ellos estaban de acuerdo con que el presidente había relajado su posición al prescindir parcialmente del privilegio ejecutivo.
Watergate había sido durante varios meses una fuente de discordia en las relaciones, nunca demasiado cordiales, entre las secciones nacional y local de la redacción del Post. Bernstein y Woodward se sintieron ofendidos por el tono de la información de Cannon, así como por su postura rectora en el periódico del siguiente día.
En efecto, este día, fuentes de la Casa Blanca confirmaron que la declaración de Ziegler no era nada más que un gesto propio de un jefe de relaciones públicas. Pero el comité del Senado alegó algo más importante: que se trataba de apartar la atención de la reclamación hecha por el Presidente del privilegio del ejecutivo en la investigación del Senado. Algunas fuentes de este último organismo sugirieron una razón más, adicional, para justificar sus quejas sobre la buena disposición del Presidente para cooperar con determinadas encuestas o investigaciones y no con otras: el procedimiento del gran jurado se mantendría en secreto y bajo la supervisión de la administración del Departamento de Justicia, mientras que las declaraciones ante el Senado serían públicas e independientes del poder ejecutivo.
Nueve meses después de las detenciones de Watergate, la Casa Blanca demostraba una vez más que conocía mejor los asuntos de la Prensa, que la Prensa los de la Casa Blanca.
Si había un reportero en todo Washington que difícilmente podría caer en el truco de esas manipulaciones de la Casa Blanca, a juicio de Bernstein y Woodward, éste era Seymour Hersh, del New York Times. Un amigo común se las arregló para organizar una cena en la que se encontraran los tres. Ocurrió el 8 de abril.
Hersh, 36 años, rechoncho y con gafas de gruesa montura de cuerno, se presentó en la cena con unos viejos zapatos de tenis, camisa abierta de rayas llamativas, que debía de poseer desde su época de estudiante, y pantalones caqui. No se parecía en nada a ninguno de los reporteros que habían conocido hasta entonces. Era un tipo que no vacilaba en calificar públicamente a Henry Kissinger de criminal de guerra y se sentía, abiertamente, atraído y repelido al mismo tiempo por el poder que representaba el New York Times. Hersh había sido el primero en romper el fuego con la información sobre los sucesos de My Lai y se había pasado años informando sobre asuntos de la burocracia de la seguridad nacional y la seguridad militar. No había nadie mejor que él para poder comprender las ramificaciones del caso Watergate.
—Conozco perfectamente a esos tipos —dijo Hersh—. La más típica característica de esta administración son sus mentiras.
Podía ser igualmente rudo en sus artículos en el New York Times. «Mentiras, mentiras, mentiras», había observado refiriéndose a un artículo escrito por un colega.
Durante la cena, Bernstein y Woodward mencionaron a uno de los hombres del Presidente que sospechaban estaba involucrado también en el caso Watergate.
—Realmente, me gustaría poderle echar la mano a ese hijo de puta… Ya le conozco desde mucho antes de lo del Watergate —dijo Hersh—. Pero no lo voy a atacar con balas de fogueo. O lo tengo bien cogido, con hechos, información sólida, pruebas, la verdad, o no le tocaré.
Los tres periodistas intercambiaron sus impresiones sobre algunos de los testigos y actores principales del caso Watergate, cuidando de no pillarse los dedos. Ya bastante tarde, Bernstein le preguntó bromeando qué nuevo relato sobre el Watergate sería descifrado cuando la primera página del Times llegara a la redacción del Post por la noche.
—Sólo algo poco importante —le respondió Hersh.
Bernstein y Woodward no estaban seguros de si bromeaba o no. Woodward llamó a la redacción. Hersh no había bromeado. Aquello «poco importante» era nada menos que la primera información de que McCord había declarado que los pagos en metálico hechos a los conspiradores del Watergate procedían directamente del CRP. Esta conexión era una de las claves que estaban esperando. Desde enero, todo el mundo había supuesto que el CRP había comprado el silencio de los conspiradores, pero ahora había alguien que, desde dentro, lo afirmaba así.
Meses antes, Hugh Sloan había dicho a los reporteros que los famosos fondos secretos seguían existiendo, incluso después de las detenciones de Watergate. Bernstein y Woodward se quedaron sorprendidos. Sloan les dijo que el dinero había sido transferido de la caja de caudales de Stans a la de Fred LaRue. No habían escrito nada sobre ello, porque no estaban en condiciones de comprobarlo y además no sabían cómo se había invertido o gastado el dinero. Sloan se había negado a hablar de la suma envuelta en el asunto. Ahora parecía posible que esta suma hubiera servido para comprar el silencio de los acusados. LaRue había sido el lugarteniente de Mitchell y codirector de «la limpieza casera de Watergate». Él y Mardian eran los dos funcionarios del CRP que habían supervisado a Kenneth Parkinson y los otros abogados del Comité. El testimonio de McCord había identificado a Parkinson y a la difunta Dorothy Hunt, la esposa de Howard Hunt, como los enlaces que habían llevado los fondos para pagar a los conspiradores.
Woodward llamó a un funcionario del CRP que había sido amable con él, aunque anteriormente no se mostrara dispuesto a hablar sobre nada específico.
El hombre vomitó sobre el teléfono el terrible estado de cosas de la víspera de las revelaciones de McCord.
—John Mitchel seguía sentado allí, fumando su pipa y sin decir nada… Yo solía tomar su actitud por una sabia precaución. Ahora me doy cuenta de que no era más que ignorancia… ¡Dios mío, jamás pensé que llegaría a deciros que no odio lo que estáis haciendo!… Lo que ha minado a la presidencia es el modo con que la Casa Blanca está tratando esta porquería… Tengo amigos que cuando me ven se me quedan mirando y me preguntan: «¿Cómo puedes conservar tu dignidad y seguir trabajando para el CRP?». Verdaderamente me siento asqueado, enfermo.
Se vislumbraba en el estado de ánimo del interlocutor una oportunidad poco corriente. Woodward le dijo que él y Bernstein sabían que LaRue estaba mezclado en el asunto del pago a los conspiradores. Woodward no conocía personalmente a LaRue, sólo le había visto en fotografías. Era un hombre pequeño, calvo, con gafas redondas; anteriormente había sido dueño de un casino en Las Vegas y millonario en el negocio del petróleo. El perfecto negociante, había pensado Woodward.
—No puedo responder a ninguna pregunta, pero os voy a decir algo que tal vez os cueste trabajo creer —les dijo el hombre del CRP—. Fred LaRue no mentirá si se le hace declarar bajo juramento. Si se lo preguntan, dirá que colaboró en el pago de aquellos hombres.
Woodward llamó a Hugh Sloan. Le dijo que LaRue había pagado a los detenidos y casi de inmediato se dio cuenta de lo estúpida que sonaba esa afirmación. Sloan no se sorprendió. Siempre había supuesto lo peor, fuera lo que fuera.
¿Cuánto dinero se había transferido de los fondos? Woodward buscaba una cifra redonda.
Sloan no la dijo.
Hicieron el juego de siempre, como si se tratara de dos viejos sparrings que habían estado ya en el ring muchas veces. ¿Más de 100 000 dólares? ¿Más de 50 000? ¿Entre 50 000 y 100 000? ¿Por encima o por debajo de los 75 000?
—A unos 5 000 dólares de esa cifra.
Eso estaba bien. Probablemente serían 80 000 dólares, pero para no pecar por exceso dirían 70 000.
¿Cómo pudo el CRP continuar manteniendo los fondos secretos después de las detenciones del Watergate y seguir sirviéndose de ellos?
—La transferencia se hizo en julio —dijo Sloan—. Hasta entonces no había salido a relucir nada relacionado con el dinero y el secretario Stans la aprobó (la transferencia). Era el mejor modo de seguir interviniendo en el asunto: disponer de dinero en metálico.
Sloan presumía que alguien se lo había ordenado así a Stans pero no estaba seguro de ello, ni sabía quién había sido. Pero también a este respecto sospechaba lo peor.
¿Estaba la fiscalía enterada de ello?, preguntó Woodward.
—No lo creo. A mí nunca me preguntaron nada sobre este asunto[67].
Woodward llamó a un funcionario del Departamento de Justicia. ¿La fiscalía estaba tratando de determinar si los conspiradores habían sido pagados con los 70 000 dólares que LaRue consiguió de Stans después de las detenciones de Watergate?
—Los fiscales están localizando hasta el último céntimo del dinero del Comité para ver si se utilizó para pagos. ¡Hasta el último céntimo que puedan localizar!
—¿Incluso el dinero que estaba en la caja de Stans? —insistió el periodista.
—Exactamente.
Esto anudaba el lazo. Los reporteros vieron que los fondos secretos habían abarcado todo su círculo: primero pagar para la escucha ilegal y, después, para encubrir la verdad de lo ocurrido.
La cena anual de la Asociación de Corresponsales en la Casa Blanca es un acontecimiento formalista, presuntuoso, saturado de alcohol y al que asisten todos aquellos que tienen influencia y poder —o pretenden tenerlo— en los medios informativos y en el gobierno. Tuvo lugar el 14 de abril en el Hilton de Washington. Haldeman, Ehrlichman, Kissinger y el Presidente (que llegó después de la cena con un grupo de exprisioneros de guerra) se contaban entre los que presenciaron un espectáculo de variedades, en el que se incluían los más fuertes chistes sobre el caso Watergate.
Bernstein y Woodward habían sido invitados porque recientemente habían recibido dos premios destacados del periodismo. Se pasaron toda la noche fingiendo que jamás habían visto a muchos de los funcionarios del alto personal de la Casa Blanca que figuraban entre sus fuentes de información desde hacía mucho tiempo. Muchos habían sido difíciles de encontrar y se mostraron poco dispuestos a hablar. Pero ahora un buen número de ellos se encontraba a oscuras y deseaban que los periodistas les dijeran qué era lo que estaba ocurriendo.
«¿Qué pasa?». «¿Hasta qué punto es grave?». «¿Qué creen ustedes que debe hacer el presidente?», eran las preguntas que Bernstein y Woodward oyeron con mayor frecuencia.
En el vestíbulo del Hotel, después de la cena, los reporteros vieron a Kleindienst, el Ministro de Justicia, rodeado de una corte de amigos. La declaración pública de Kleindienst había sido la médula espinal de la defensa de la administración con respecto a su investigación. Woodward y Bernstein jamás tuvieron acceso a él. En esa ocasión se aproximaron y se presentaron ellos mismos.
—Vosotros dos defendéis con valor vuestras convicciones —les dijo Kleindienst.
—¿Qué es lo que va a pasar? —preguntó Woodward.
—El caso Watergate va a hacer explosión —se limitó a decir el ministro, simplemente.
Woodward dijo que en ese caso sería conveniente que tuvieran una conversación. ¿Qué le parecía al día siguiente?
—Mañana tengo que ir a la iglesia —fue la respuesta.
Woodward y Bernstein insistieron en que estaban ansiosos por tener una conversación con él.
—Muy bien. Venid conmigo mañana a la iglesia y después volveremos a casa para desayunar.
Algunas de las organizaciones periodísticas o informativas habían alquilado suites en el hotel, en las que se estuvieron sirviendo bebidas hasta la salida del sol. Woodward llegó al party ofrecida por el Wall Street Journal a eso de las 2 de la madrugada. Unas 20 personas, vaso en mano, estaban en una de las esquinas de la sala y una voz familiar se oía en el centro del círculo:
—Tú, hijo de perra…
Era la voz inconfundible de Bradlee, que estaba discutiendo con su antiguo empleado y ahora funcionario de la Casa Blanca, Ken Clawson. El motivo inicial de la discusión fue la declaración, después negada, de Clawson de que él había escrito la «Carta Canuck», pero habían pasado a otros temas más amplios; a las viejas batallas, la Prensa contra el gobierno, el Washington Post contra el presidente Nixon. Clawson había dicho a unos amigos, en cierta ocasión, que Bradlee era el hombre a quien más admiraba. Ahora parecía despreciarlo y lo consideraba personalmente culpable del disgusto que le había ocasionado el asunto de la «Carta Canuck».
Llenos de alcohol, la discusión se fue haciendo cada vez más fuerte, agresiva, personal. Los dos hombres, vestidos de smoking, rechazaban a todo el que quería intervenir en la discusión. Finalmente, en un ridículo intento de quedarse a solas, se fueron a un pequeño guardarropa y dejaron la puerta abierta.
—¿Han empezado ya a pegarse? —preguntó una mujer con voz llena de esperanza.
En el bar había otra discusión a causa del Watergate. Edward Bennet William, el abogado del Post y presidente de los Redskins[68], el equipo de rugby favorito del presidente Nixon, estaba discutiendo con Patrick J. Buchanan, uno de los que escribían los discursos de la Casa Blanca. La firma de abogados de William representaba también al Partido Demócrata. Estaba hablando con mucha amargura y mala intención sobre las elecciones de 1972.
—Eres un mal perdedor, Ed —le estaba diciendo Buchanan.
—Es que jugasteis sucio, Pat —dijo William echando hacia un lado su pesado cuerpo—. Tuvisteis que hacerlo así. Ganasteis, es cierto, pero tuvisteis que robar la victoria.
—El caso Watergate es todo lo que tenéis que decir en contra nuestra —alegó Buchanan—. Simplemente porque unos cuantos cubanos entraron allí para echar un vistazo al correo de Larry O’Brien… Habéis inflado el asunto hasta desproporcionarlo.
—Sucias, Pat, fueron unas elecciones sucias —dijo William—. ¿No te da vergüenza? Eres un conservador y todo esto significa una violación de la Ley. Y el Washington Post os ha cantado las verdades. ¡Oh, estoy seguro que eso es lo que más os ha dolido! —William pasó el brazo por encima de los hombros de Woodward—: El Washington Post tratándoos a patadas.
—Sesenta y uno por ciento, Ed —le respondió Buchanan—. Sesenta y uno por ciento. La victoria más amplia de toda la historia reciente. Y de no haber sido por el Watergate, el porcentaje hubiese sido aún mayor.
—Jugasteis sucio.
—Un poco de espionaje, Ed. Así es la política.
—Ganasteis, Pat, es cierto, pero ahora todo el mundo sabe dónde huele a podrido.
Willian se tambaleó ligeramente y sostuvo la copa con ambas manos.
—¿Y qué me dices de algunos de tus clientes, Ed? —le respondió Buchanan, refiriéndose posiblemente al expresidente del Teamster James Hoffa y al exayudante del senador Bobby Baker—. Has representado a tipos realmente buenos, Ed.
—Pat —dijo William adelantándose y plantando su poderosa figura ante Buchanan—. Me sorprendes, Pat… Hay una gran diferencia…
—¿Qué me dices sobre algunos de esos bandidos a los que defiendes? —dijo Buchanan con aire insultante.
—Hay una gran diferencia —gritó William—. Una enorme diferencia.
Levantó la cabeza ron aire desafiante y se apoyó, en el bar. Miró a su interlocutor con aire apacible y tranquilo, esperando la reacción de éste.
—¿Y cuál es esa diferencia, Ed?
—Que yo no presento la candidatura de ninguno de mis clientes para la presidencia.
Por la mañana, Woodward y Bernstein se durmieron a la hora en que tenían que estar en la iglesia y, después, en coche se dirigieron a la casa de Kleindienst en Virginia, para el desayuno que se les había prometido.
La señora Kleindienst les abrió la puerta.
—Le han llamado a la Casa Blanca y no podrá discutir con ustedes el asunto Watergate —les dijo—. Asistió en la Casa Blanca a los servicios religiosos y ha tenido que quedarse allí para una reunión. Lo siente mucho.
Por la tarde, casi al anochecer, Woodward estaba con un amigo sentado sobre el césped del Montrose Park, en Georgetown. A poca distancia, una pareja enfrascada en una intensa conversación se encaminaba hacia donde ellos estaban.
—Es Haldeman —le dijo su amigo a Woodward.
Sí, era realmente Haldeman, con un jersey de color claro, pantalones de franela deportivos y una pelliza beige. Caminaba despacio, con las manos en los bolsillos. Su esposa, también vestida con la misma sencillez descuidada, le hablaba con tal emoción y convicción que saltaban a la vista. Haldeman escuchaba en silencio y, de vez en cuando, volvía la cabeza hacia ella. El sol se estaba ocultando.
Woodward vio una ocasión estupenda para saltarse el protocolo. Estaban en un parque público, sin guardianes ni policías, sin automóviles oficiales de la Casa Blanca esperando. Haldeman tenía un aspecto sumiso.
Woodward comenzó a levantarse, al tiempo que se preguntaba si Haldeman le daría un puñetazo cuándo se acercara a él y le dijera quién era.
—Déjale en paz, no le molestes —le aconsejó tranquilamente su amigo. La pareja pasó junto a ellos enfrascada en su conversación. Woodward no acabó de levantarse y se quedó inmóvil.
El lunes por la mañana Kleindienst telefoneó a los dos periodistas a la redacción para disculparse por el anulado desayuno. Le habían llamado para una reunión urgente en la Casa Blanca, dijo enigmáticamente. Todo quedaría aclarado en unos pocos días.
Aquella noche, el redactor jefe local de noche llamó a Woodward a su casa. Los Angeles Times predecía en su primera página que la Casa Blanca iba a hacer un dramático reconocimiento de su participación en el caso Watergate dentro de pocos días. Uno o varios funcionarios de alta categoría, no identificados por el periódico, serían culpados de dirigir o apoyar actividades de espionaje y sabotaje político, sin contar con la aprobación del presidente.
Woodward hizo una llamada telefónica de emergencia a «Garganta Profunda». El procedimiento consistía en hacer una llamada desde un teléfono público previamente determinado, no decir nada y colgar al cabo de diez segundos. Woodward tuvo que esperar casi una hora en la cabina telefónica hasta que «Garganta Profunda» volvió a llamarle.
No había posibilidad de una reunión esta noche.
—No tienes que decirme por qué me llamas.
—Toda la ciudad parece estar volviéndose loca. ¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Woodward.
—Debes aceptar lo que te digo —le explicó «Garganta Profunda»—. Dean y Haldeman van a ser despedidos… ¡seguro!
—¿Echados…? —repitió Woodward incrédulo, atontado.
—Sí. Oficialmente van a dimitir. No hay forma de que el presidente pueda evitarlo.
—¿Podemos publicarlo en el Post? —preguntó Woodward.
—Desde luego. Es seguro. —Dijo «Garganta Profunda».
—¿Qué hemos de decir? —preguntó Woodward.
—Alguien ha hablado. Mejor dicho, han sido varios… y siguen hablando. Trata de averiguarlo. Yo tengo que irme. Pero es cierto, trata de investigar.
«Garganta Profunda» cortó la comunicación.
Cuando Woodward llegó a la redacción a eso de las once de la mañana siguiente, 17 de abril, Bernstein, Sussman, Rosenfeld, Simons y Bradlee, se hallaban en el despacho de este último estudiando lo que debían hacer de inmediato. Bernstein acababa de hablar con un funcionario de la Casa Blanca que le había dicho que allí reinaba un gran caos, pero que nadie parecía saber lo que iba a ocurrir, ni cuándo.
Woodward se precipitó en el despacho y les soltó a bocajarro el mensaje que le había transmitido «Garganta Profunda». Los otros se quedaron atónitos.
Era una información consistente, sólida, dijo Woodward. «Garganta Profunda» había dicho que lo sabía con certeza. Todos se dieron cuenta de que el asunto estaba al borde de derrumbarse como un castillo de naipes.
—¿Podemos publicarlo? —preguntó Bradlee.
—Sí —dijo Woodward, pero expresó, seguidamente, su preocupación de que el reportaje pudiera retrasar las dimisiones.
Bernstein, por su parte, pensaba que tal vez la publicación en el Post podría empujar las decisiones por otros caminos.
Rosenfeld sugirió, cortésmente, que tal vez los dos reporteros, así como el Post, estaban sobrevalorando su importancia. Si Dean y Haldeman tenían que marcharse, el presidente tendría más cosas en que ocuparse, fuera de si había sido o no el Post el primero en dar la noticia.
Bradlee recordó que en cierta ocasión se había pillado los dedos con una de esas noticias sobre dimisiones y la experiencia le había dejado un temor saludable a tales asuntos.
—Escribí una historia de primera página para el Newsweek —explicó— sobre J. Edgar Hoover, en la que decía que se estaba buscando ya a la persona que habría de sucederle al frente del FBI. Moyers (Bill D. Moyers, secretario de Prensa de Johnson), había dicho: «Por fin nos cargamos a ese bastardo. Johnson me ha pedido que le busque un sustituto». Ése fue el tema del artículo, aunque sin citar el nombre de Moyers: «Finalmente se está buscando un sucesor para J. Edgar Hoover». Creo que al día siguiente de la publicación del artículo, Johnson dio una conferencia de prensa ¡en la que comunicó el nombramiento de Hoover como director vitalicio del FBI! Cuando éste se presentó ante las cámaras de televisión, le dijo a Moyers: «Puede volver a llamar a Bradlee y decirle que se vaya a la m…». Bien, durante años ha habido gente que me ha repetido: «Usted lo hizo, Bradlee. Fue usted quien hizo que lo nombraran director vitalicio, para toda su vida».
Seguidamente, Bradlee dijo que no sabía qué hacer con la noticia de la dimisión de Dean y Haldeman. Deseaba publicarla, pero tenía miedo.
Seguidamente ocurrió algo que por el momento hizo innecesario tomar una decisión. Un ayudante de redacción llevó al despacho copia de un mensaje que acababa de llegar por teletipo. El Presidente había anunciado que haría un anuncio importante esta tarde en la sala de Prensa de la Casa Blanca.
Los reporteros decidieron que Bernstein debía asistir para el caso de que el Presidente se mostrara conforme con responder a preguntas de los periodistas. Tuvo que llamar a la oficina de Ziegler para conseguir la autorización. Bernstein tampoco disponía de un pase de prensa para la Casa Blanca.
Cuando Bernstein llegó, la sala de prensa estaba ya abarrotada. Se mostró sorprendido ante lo que a su juicio significaba una actitud muy distinta entre los varios componentes del cuerpo de informadores de la Casa Blanca, los viejos y los jóvenes. Había muchos tipos que estaban enfadados y agresivos: el humor negro a la orden del día. El presidente estaba retrasándose.
—Debe de haber ido a comprar un cocker spaniel y un abrigo de paño para Pat —dijo un veterano reportero[69].
—Nixon le va a retirar el privilegio de inmunidad a Manolo y, finalmente, lo echará también de pasto para los lobos —dijo otro.
Manolo Sánchez era el ayuda de cámara del Presidente.
Alguien teorizó que estaban a punto de oír el mensaje presidencial sobre la ley de reformas en las prisiones.
—Sí —admitió otro—, van a trasladar la Casa Blanca a Leavenworth[70].
Unos cuantos miembros del cuerpo de corresponsales acreditados en la Casa Blanca, entre ellos Helen Thomas, de la UPI, creían que el Presidente iba a anunciar la dimisión de Bob Haldeman. Pasó una hora y las luces de la televisión se apagaron. Garry Warren se presentó y dijo que el presidente saldría tan pronto como le fuera posible. Tenía un aspecto desolado.
Se discutió si la presencia de Warren significaba que Ziegler había terminado e iba a ser sustituido. Si el Presidente admitía la menor relación de la Casa Blanca con el caso Watergate, Ziegler se merecía la destitución. Se la merecía en cualquier caso, admitió otro y su observación fue acogida con carcajadas.
Helen Thomas creía que el presidente estaba tan emocionado, que se veía en la necesidad de anunciar que no lograba la serenidad y el control necesario para salir a hacerlo. Eso explicaría el retraso, dijo.
Warren volvió a aparecer y dijo que ya no tardaría mucho en llegar el Presidente. Las luces se encendieron de nuevo.
A las 4:40 de la tarde, Ziegler, con un aspecto aún más descompuesto que el de Warren, apareció procedente del pasillo que llegaba del Ala Occidental.
—¡Señoras y señores —anunció—, el Presidente de los Estados Unidos!
El Presidente estaba muy bronceado por el sol, pero parecía más viejo que en las fotografías. Bernstein se dio cuenta de que le temblaban las manos.
—El 21 de marzo —dijo—, como consecuencia de acusaciones muy graves que despertaron mi atención, algunas de las cuales han sido hechas públicas, comencé a realizar nuevas investigaciones sobre el caso Watergate en general que abarcaban todo lo relacionado con él… Hoy estoy en condiciones de informar que se han producido acontecimientos importantes a este respecto, de los que sería impropio hablar más específicamente en estos momentos. Únicamente quiero decir que se han realizado auténticos progresos en el camino de la verdad.
No iba a haber dimisiones este día. En vez de ello, el presidente anunció que suspendería de su empleo a «toda persona del Ejecutivo o del Gobierno» que fuera acusada en el caso.
El presidente se había convertido en el investigador que haría justicia allí donde los demás habían fallado. Ésos eran los tan anunciados «acontecimientos importantes». El domingo Nixon se había reunido con el Ministro de Justicia, Kleindienst y su lugarteniente Henry E. Petersen «para revisar los hechos que llegaron a mi conocimiento en el curso de mi investigación y también para revisar los progresos realizados en la otra investigación llevada a cabo por el Departamento de Justicia».
Ahí estaba la explicación de por qué Kleindienst no pudo desayunar con ellos el domingo por la mañana.
Richard Nixon, pues, se había convertido en el fiscal, en el acusador y había expresado «a las autoridades pertinentes mis puntos de vista de que ninguna consideración de tipo personal, ningún cargo o posición, pasado o presente, de la importancia que sea en la administración, dará inmunidad a nadie contra la acusación».
El Presidente, cambiando su anterior actitud, permitía a sus ayudantes y alto personal que prestaran declaración bajo juramento ante el comité senatorial del caso Watergate. Sin embargo, éstos podían reclamar su privilegio de inmunidad en determinadas preguntas. John Ehrlichman estaba ultimando los detalles con el comité.
El anuncio del Presidente duró unos tres minutos. En todo ese tiempo sus manos no dejaron de temblar. La mayor parte del tiempo sus ojos estuvieron fijos, por encima de los periodistas que tenía frente a él, en las cámaras de televisión que se hallaban en una plataforma al otro extremo de la sala de prensa, o en los papeles de notas de su declaración.
Al terminar frunció una sonrisa, que más bien era una mueca, y salió apresuradamente de la sala. Bernstein preguntó a varios de los habituales de la información en la Casa Blanca si las manos de Nixon solían temblar. Sólo recientemente, fue la respuesta.
El humor en la sala de Prensa se hizo aún más agrio cuando el Presidente salió. Los reporteros estaban dispuestos a obligar a Ziegler a que se sometiera a sus preguntas. A que reconociera que la Casa Blanca había dado un giro.
Al principio, la resistencia de Ziegler fue firme. No había contradicción entre la declaración del Presidente y lo que él mismo había venido diciendo previamente, insistió el jefe de Prensa de la Casa Blanca. Las declaraciones previas de la Casa Blanca habían estado basadas en «investigaciones anteriores a la acción del Presidente», en «las investigaciones previas» y en «informaciones disponibles en aquellos momentos». Ahora, «nuevas informaciones» habían conducido a esa reciente declaración de «toma de posición».
Pero los periodistas querían explicaciones más amplias. Tras muchos ataques, Ziegler se rindió:
—Ésta es la declaración en vigor —dijo—. Las otras son inoperantes.
Durante un momento se hizo un silencio impresionante.
Eran más de las seis cuando Bernstein llegó a la redacción y comenzó a escribir. El relato sobre la dimisión de Haldeman y la de Dean tendría que esperar hasta que se consiguieran nuevas confirmaciones. Ziegler había llenado muchas páginas esquivando la pregunta. Pero Woodward había escrito ya unas notas que ayudaban a dar perspectiva a la declaración del Presidente. Varios funcionarios del Departamento de Justicia y de la Casa Blanca, le habían dicho que algunos ayudantes de ella iban a ser acusados por el gran jurado del Caso Watergate. Mitchell, Magruder y Dean eran los candidatos más posibles. Pero sus nombres no se mencionaron en el artículo.
Cuando leyó el artículo, Harry Rosenfeld dirigió a Bernstein una mirada benevolente mientras le decía:
—Ya tendría que saber lo que no debe publicarse.
Y borró del artículo la referencia a las manos temblorosas del Presidente.
Los reporteros comenzaron a buscar las razones exactas que se encubrían tras el repentino cambio de posición del Presidente. A la mañana siguiente, 18 de abril, Woodward telefoneó a un hombre del CRP y le preguntó quién había sido el que habló a la fiscalía.
—¿Por qué no se pasa por mi despacho esta tarde a eso de las cuatro? Es posible que tenga algo para usted.
Fue un paseo largo, demasiado caluroso y poco agradable, porque la construcción del Metro había forzado a levantar muchas calles y aceras por el camino. El ruido de los martillos neumáticos, los bulldozers y otras máquinas de construcción resultaba ensordecedor. Woodward aún podía oír el ruido exterior cuando estaba sentado en una silla frente a la mesa de despacho del funcionario del CRP.
—Magruder es el próximo McCord —le dijo—. Fue él quien dirigió a los fiscales el sábado pasado (14 de abril) y delató a Dean y Mitchell.
Woodward se sintió verdaderamente sorprendido. Siempre había considerado a Magruder como un tipo superleal. Las cosas debían de haberse puesto muy mal, comentó.
—¿Mal…? ¡Mierda! —Exclamó el hombre—. Las paredes se le estaban cayendo sobre la cabeza… No sólo las paredes, el techo, el suelo, el tejado… todo.
Alzó las manos por encima de la cabeza para dar mayor énfasis a su declaración.
Woodward preguntó qué había revelado Magruder sobre Dean y Mitchell.
—Toda la basura —dijo el hombre—, los planes de escucha clandestina, el esquema de pago… sus entrevistas. Cuando menos una, que tuvo lugar en el despacho de Mitchell y en la cual se discutieron todos los detalles, con Liddy, antes de instalar los sistemas de escucha.
Woodward tomó un taxi de regreso al periódico y llamó a un funcionario de la Casa Blanca.
—Sabemos que Magruder ha hablado —le dijo Woodward.
—Pues tienen ustedes una buena información —le respondió el funcionario.
¿Qué importancia tenía lo que Magruder había dicho a la acusación?
—Los trabajos… todos los proyectos para las escuchas telefónicas, los planos, el sistema de pagos… Aquí no se trata de simples rumores como en el caso de McCord. Su declaración hará que Dean y Mitchell acaben en la cárcel.
Woodward llamó por teléfono a James J. Bierbower, el abogado de Magruder y le dijo que el Post estaba enterado de que cliente había ido a hablar con la Fiscalía.
—Un momento, un momento —dijo Bierbower—. Ni siquiera estoy confirmando que sea mi cliente.
Woodward le dijo que el Post iba a informar de que Magruder había acusado a Dean y Mitchell, tanto de las operaciones de escucha clandestina como del encubrimiento.
—Le llamaré en un cuarto de hora —le dijo Bierbower.
Seguidamente Woodward llamó a un funcionario del Ministerio de Justicia y le dijo lo que tenía.
—Eso no es todo —el funcionario sonaba positivamente ansioso—. Otras personas han testificado que Mitchell y Dean estaban mezclados con los pagos.
Bernstein se puso en comunicación con otra fuente de la Casa Blanca que confirmó la información de «Garganta Profunda» sobre que Dean y Haldeman estaban acabados. La dimisión de Dean ya había sido pasada a máquina y Haldeman estaba trabajando en la suya.
Woodward estaba terminando la primera página de su artículo cuando Bradlee se acercó a su mesa. Traía consigo una de sus hojas dobles de papel y copia y se sentó junto a una máquina de escribir que había detrás de Woodward. Estaban sentados espalda contra espalda. Woodward oyó que Bradlee decía algo así como «el relato que estaba esperando». Después, Woodward oyó el ruido de la máquina de escribir que utilizaba Bradlee. El director tardó como un minuto en terminar el primer párrafo. Después se volvió a Woodward y le pidió que se volviese y le diera un vistazo.
Woodward protestó suavemente de que Bradlee había dejado de expresar de qué fuentes procedía la historia. El párrafo sonaba como si las denuncias de Magruder no vinieran de ninguna parte y hubieran caído directamente, llovidas del cielo, en la redacción del Post.
Bradlee no se dejó detener por la observación.
—Eso puede usted ponerlo después —dijo, y continuó escribiendo su artículo.
Cuando terminó su tercer párrafo había resuelto más o menos el problema de las atribuciones y había llenado su página con copia.
Con la excepción de los títulos, los nombres y las iniciales introducidas posteriormente, los tres primeros párrafos del artículo se debían a la máquina de Bradlee:
El ex Ministro de Justicia John N. Mitchell y el consejero de la Casa Blanca, John W. Dean III, aprobaron y ayudaron a llevar a cabo el plan de escucha clandestina de Watergate, de acuerdo con las declaraciones del exayudante especial de Nixon, Jeb Stuart Magruder.
Mitchell y Dean se las arreglaron más tarde para comprar el silencio de los siete convictos de conspiración en el Caso Watergate, dijo también Magruder.
Magruder, Vicepresidente de la campaña del Presidente, hizo estas declaraciones ante los fiscales federales el pasado sábado, de acuerdo con tres distintas fuentes informativas de la Casa Blanca y el Comité de Reelección del Presidente.
El reportaje, en su totalidad, ocupaba la mitad de la primera página, el mayor espacio que jamás se dedicó a un artículo o reportaje sobre el caso Watergate en primera página.
En la edición de este mismo día, 19 de abril, el New York Times publicaba un reportaje, titulado a cinco columnas, sobre el Watergate:
El Ministro de Justicia Kleindienst no se consideraba calificado para dirigir por sí mismo el caso, debido «a las persistentes informaciones» de que tres o más de sus colegas iban a ser acusados
Hersh escribía que la encuesta del Gran Jurado había traspasado la mayor parte de su interés por el caso Watergate en sí, hacia la obstrucción de la justicia por parte de funcionarios de la administración, de los que se sospechaba estaban implicados en un intento de encubrimiento. Se decía que John Dean había afirmado que, si se le acusaba a él, estaba dispuesto a implicar a otros.
Por la mañana, Bernstein llamó a la oficina de Dean. La secretaria estaba llorando. No sabía dónde se encontraba su jefe ni tampoco si seguía trabajando en la Casa Blanca. Dio a Bernstein el nombre de varios amigos y asociados de Dean, que podían servirle de ayuda. No pudo ponerse en comunicación con ninguno de ellos.