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Bernstein y Woodward se dieron cuenta de que había indicios que comenzaban a señalar inconfundiblemente hacia John Mitchell, ex-Fiscal General de los Estados Unidos. Desde su declaración original de la inocencia del Comité para la Reelección del Presidente, el 18 de junio, Mitchell había sido objeto de una constante investigación por parte de los reporteros, que ahora habían llegado a enterarse de que la opinión prevalente en el Comité era la de que John Mitchell estaba implicado en el caso.
Después de su admisión como jefe de la campaña, Mitchell había seguido ayudando directamente en los esfuerzos por conseguir la reelección de Nixon. Un funcionario del CRP dijo que Mitchell había colaborado en la redacción de muchos de esos mentís que nada desmentían, que fueron publicados como réplica a sus reportajes. Mitchell había sido interrogado por el gran jurado.
Y estaba el asunto de su esposa. Desde el 22 de junio, cuando ésta telefoneó a Helen Thomas, de la United Press International, para decirle que «se sentía asqueada y enferma de todo el asunto» y había amenazado con abandonar a su esposo, el exabrupto de Martha Mitchell se convirtió en un rasgo especial del caso Watergate. Tres días después de la primera llamada, volvió a telefonear para declarar que se sentía como un prisionero político. «No estoy dispuesta a enfrentarme con todas estas cosas sucias que están ocurriendo. Si usted pudiera verme no lo creería, pero estoy negra, morada».
Los Mitchell se habían trasladado de nuevo a Nueva York y vivían en la Essex House, al Sur del Central Park. Woodward tomó el último avión para Nueva York la noche del 21 de septiembre, con la esperanza de localizar por teléfono a la señora Mitchell a la mañana siguiente en su hogar, después de que su marido se hubiera marchado a su oficina en la firma «Mudge, Rose, Guthrie y Alexander», abogados, de la que él y Richard Nixon habían sido socios.
A las nueve de la mañana siguiente, Woodward le preguntó al empleado por el número del apartamento de J. N. Mitchell. Pero nadie figuraba registrado allí con ese nombre.
Abandonó el edificio y se dirigió a un teléfono público desde donde marcó el número de la Essex House.
—Deme el número de la habitación que ocupan los Mitchell; deprisa, por favor, es muy urgente.
—Habitación 710 —dijo la telefonista, y marcó la extensión.
Un hombre se puso al teléfono. Preguntó quien llamaba y Woodward se identificó como reportero del Post. La señora Mitchell no podía ponerse al aparato, dijo el hombre, y colgó.
Pocos minutos después, Woodward tomaba el ascensor para el piso séptimo y se dirigía a la habitación 710, que era la «suite Marriot», de acuerdo con la placa de bronce que indicaba su nombre sobre la puerta de esmalte blanco. Se situó en un ángulo del corredor y llamó a la puerta. No le respondió nadie, que era exactamente lo que Woodward esperaba; pero podía quedarse frente a la puerta todo el día, si era necesario, en espera de que alguien la abriera.
Ya había hablado anteriormente con la señora Mitchell, en 1971, cuando ésta le llamó después de que publicase un reportaje suyo sobre una gran planta generadora que lanzaba demasiado humo y estaba contaminando el aire distinguido de las proximidades del Watergate. Tras comprobar sus archivos de la ciudad, Woodward había descubierto que entre las muchas quejas que se habían presentado contra la central en cuestión había una de Martha Mitchell, residente en el Watergate. Había tratado de ponerse al habla con ella por teléfono, antes de escribir su reportaje, para preguntarle si estaba enterada de que ese humo, esa contaminación, procedía de una central monstruo que suministraba energía eléctrica a la Casa Blanca y al Departamento de Justicia. Pero no pudo ponerse en contacto con ella. La señora Mitchell le había llamado la misma mañana que apareció el reportaje y Woodward la había encontrado simpática y sincera.
Cariño, le había dicho, a ella no le importaba si su esposo John y el señor presidente tenían que trabajar a la luz de las velas. Ya sabía bastante sobre el asunto, desde Fine Bluff, en Arkansas, para comprender que los seres humanos no tienen por qué estar sometidos a los atropellos de nadie.
Esto había ocurrido un año antes. Siempre había sido considerada como una de las pocas personas que en Washington solían decir la verdad, aunque tal vez fuera un poco liberal. Ahora, pensaba Woodward, Martha Mitchell se había convertido en el coro griego de la tragedia del Watergate, que no vacilaba en cantar sus advertencias a todo el que quisiera escucharlas.
Woodward llevaba esperando en el corredor como unos veinte minutos cuando uno de los guardias de seguridad de Mitchell, un negro de elevada estatura, abandonó el departamento y tomó el ascensor hacia la planta. Woodward hizo lo mismo y desde una cabina telefónica del vestíbulo llamó a la habitación 710. Martha Mitchell respondió al teléfono. Su voz sonó jovial y parecía dichosa de tener la oportunidad de charlar con alguien. Hablaron sobre Washington, la política, las próximas elecciones, Manhattan… En ese momento la operadora les interrumpió para advertirles que debía depositar otros cinco centavos si deseaban seguir hablando.
—No quisiera que Katie Graham (la propietaria del Post) gastase otro nickel por mi causa —bromeó la señora Mitchell.
Woodward puso un cuarto de dólar en la ranura del teléfono. Pero, de repente, la voz de la señora Mitchell adquirió un tono de ansiedad y le dijo que tenía que colgar. Woodward volvió a tomar el ascensor hacia el piso séptimo.
Después de esperar varios minutos, unas camareras del hotel llamaron a la puerta de la suite 710 y Martha Mitchell las dejó entrar. Woodward corrió a la puerta, pero llegó en el momento en que ésta se cerraba. Llamó. La señora Mitchell, que posiblemente pensó que era alguna otra camarera que se había quedado fuera, abrió la puerta. Vestía una blusa estampada, pantalones azules y sandalias blancas.
—Me siento violenta —dijo—. Me ha sorprendido con la cara llena de crema.
Durante quince minutos de conversación, con el ruido de los aspiradores como música de fondo, la señora Mitchell le dijo que proyectaba escribir un libro sobre sus experiencias en Washington y que se sentía muy feliz de «transformar a mi familia en una entidad apolítica». El tema Watergate, desde luego, le hizo ponerse visiblemente nerviosa. Cada vez que Woodward sacaba a relucir la cuestión, ella respondía: «No sé nada…». «Usted lo dice», o «Eso aparecerá en el libro que voy a escribir». Y después se mostraba elusiva. No estaba dispuesta a caer como antes en declaraciones tales como «sucia política», o «este asunto de policías y ladrones», como hiciera antes, cuando respondía a las llamadas de los periodistas a medianoche.
Habló sobre la próxima elección. Predijo que el presidente Nixon ganaría por «la mayor diferencia de votos de la historia de este país… consiguiendo el 99.9 de los votos».
—Yo creo —continuó— que no se debería votar ahora. El presidente debería tener un período de gobierno de siete años y, después, ¡fuera!, sin posibilidad de reelección. Realmente un presidente sólo empieza a poder gobernar cuando ya lleva dos años en su cargo. Y no me importa de qué partido esté usted hablando.
Woodward escribió un breve reportaje para la sección de entrevistas del Post. Pero había sido un viaje perdido.
Melisa Madison Sloan, la hija del matrimonio Sloan, nació el 25 de septiembre, en el Hospital Georgetown, en Washington. Bernstein llamó por teléfono a Hugh Sloan al día siguiente. Sloan parecía más tranquilo, como si su mente estuviera ya lejos de los problemas del caso Watergate y del CRP. Bernstein había estado intentando volver a ver a Sloan desde hacía varios días. Pero a la mañana siguiente al nacimiento de su hija, incluso la sola mención del caso Watergate sonaba inadecuada. Charlaron durante unos minutos sobre la recién nacida, de su madre —se sentía bastante fatigada, como era lógico esperar, dijo Sloan—, de los abuelos, que llegarían a la ciudad dentro de unos días.
Esa tarde Bernstein meditaba, casi discutía consigo mismo, sobre si debía llamar a una floristería para ordenar un ramo de flores para la paciente del Hospital Georgetown. Tenía miedo de que su gesto fuera mal interpretado. No podía negar que el motivo del envío era egoísta. Pero, por otra parte, no podía olvidar la circunstancia de que, realmente, sentía simpatía por los Sloan, especialmente por la esposa. Confió en que las flores no llegaran mientras se hallaba allí Maurice Stans o alguno de sus otros amigos de la Casa Blanca.
Dos días después, Bernstein volvió a llamar a Sloan. Éste dispondría de algún tiempo la mañana siguiente, pero realmente no sabía en qué podría serle útil… Bien, si los periodistas tenían alguna información que él pudiera confirmar o desestimar, de acuerdo. Con ello no violaría ninguna norma de fidelidad. ¿Podrían encontrarse a primeras horas de la mañana siguiente?
Bernstein le llamó antes de las ocho.
Sloan les dijo que tenían que limpiar la casa antes de que llegaran los padres de su esposa, pero que, si los reporteros se apresuraban en llegar a McLean, podrían charlar durante unos minutos.
Sloan vestía un traje deportivo y, de no ser por la escoba que tenía en la mano, hubiera parecido el estudiante universitario de Princeton que fuera antaño. Estrechó la mano de Woodward, que inmediatamente expresó su deseo de ayudarle a limpiar la casa. Sloan rechazó la oferta y les ofreció café. Una tarjeta de felicitación, enmarcada, con la fotografía del presidente Nixon y su esposa, dedicada, colgaba junto a la mesa de la cocina-comedor. Había un cariñoso saludo a mano firmado por el presidente y la Primera Dama.
En la sala de estar había otros recuerdos: otra tarjeta de felicitación de Navidad, carteritas de cerillas de la Casa Blanca con el escudo del Presidente (Bernstein encendió un cigarrillo con una de ellas, que después se guardó en el bolsillo), recuerdos de la campaña de 1968.
Sloan se sentó en una silla de alto respaldo, con la cabeza baja, mientras removía lentamente el azúcar en su taza de café. Era un hombre tímido.
Empezaron a cambiar impresiones sobre el departamento de Maurice Stans, quiénes trabajaban allí, las normas por que se regía. Sloan sentía devoción por Stans. Quienes creyesen que, a sabiendas, Stans tuviera algo que ver con el espionaje político, era porque no conocían al secretario, dijo. Stans estaba angustiado. Había permitido que la Prensa hablara mal de él para proteger a los políticos. Nunca supo adónde iba a parar el dinero retirado por Liddy, Porter y Magruder.
¿Significaba esto que sabía de antemano que alguien había retirado dinero de esos fondos?
Sloan vaciló. Había tratado de defender el caso de Stans y, en vez de hacerlo así, lo estaba complicando más.
La contable se había negado a decir si Stans conocía o no aquellas entregas de dinero. Bernstein trató de hacer el papel de «abogado del diablo» y sugirió que Stans no debía haber insistido en que le informasen de en qué se gastaba el dinero que salía de su propia caja de caudales. Sloan estuvo conforme. Después dijo que Stans había dado su aprobación antes de que Liddy, Porter o Magruder recibiesen autorización para retirar dinero de aquellos fondos. Pero no había dado su permiso sin antes recibir la garantía de los directores políticos de la campaña de que éstos estaban conformes con el desembolso del dinero.
¿Quiénes eran estos directores políticos?
Sloan se sintió incómodo al oír esta pregunta. Bastaba con saber que Stans no obró por iniciativa propia, dijo.
Woodward se precipitó por la rendija que acababa de abrirse. En otras palabras, un grupo de gente, en la jefatura política de la campaña, era el que tenía la suprema autoridad para aprobar los desembolsos de los fondos secretos, ¿era así?
Justamente, confirmó Sloan, pero no quiso ir más lejos en la discusión del tema.
Si conseguimos esos nombres todo habrá terminado, pensaba Bernstein.
Sloan se mostraba más interesado en discutir la información sobre la «limpieza casera» de Mardian-LaRue. Sentía curiosidad por saber cómo habían conseguido los dos periodistas esa información. Estaba conforme con sus propias deducciones, pero le sorprendía que hubiera alguien en una posición tal que le permitiera enterarse de tales asuntos, directamente; alguien capaz de hablar de modo tan explícito.
De pronto, Bernstein sintió agitarse el pánico en su estómago. Le había dado la impresión de que Sloan estaba confirmando la casi totalidad de su historia y que lo hacía basándose en datos de primera mano, no en deducciones. Otras fuentes habían confirmado ya básicamente su reportaje, era cierto, pero una gran parte de él seguía basado en lo que Sloan había dicho, y ahora parecía que éste estaba retirando su apoyo. Volvieron a discutir de nuevo el relato, con la dificultad de no tener un borrador ante los ojos. A medida que lo fueron revisando, punto por punto, Woodward y Bernstein volvieron a sentirse algo más tranquilos. Pocas cosas de las que Sloan había dicho anteriormente eran deducciones. No estaba seguro de que hubiera caracterizado los datos específicos del relato como prueba de «la limpieza casera», pero eso era cuestión de interpretación de los reporteros. No sabía demasiadas cosas sobre Odle, pero esto, de todos modos, no podía ser causa de gran preocupación puesto que la información al respecto podía haber sido facilitada por cualquier otra persona. En realidad, nada en toda la historia variaba de lo que él creía cierto, acabó por reconocer Sloan.
La discusión siguió bordeando la cuestión de los fondos secretos. ¿Había alguna posibilidad de que los gastos se hubieran autorizado para llevar a cabo actividades legales? ¿Para proyectos de los servicios de inteligencia, tales como misiones inocuas, como por ejemplo grabar los discursos y declaraciones públicas de la oposición o archivar y localizar los recortes periodísticos publicados sobre el tema? Con respecto a casi todas las cuestiones relacionadas con los fondos secretos, las respuestas de Sloan venían a decir más o menos que las circunstancias le habían forzado a «presumir lo peor». Y acababa por preguntar a los periodistas lo que ellos pensaban. Él, dijo, había estado en la Casa Blanca y en el CRP y había trabajado en otras campañas electorales anteriormente, pero tal vez ellos conocían cosas que podían obligarles a dar una nueva dirección a sus planteamientos.
No, no lo hicieron. Sus ideas se dirigían hacia el sector político del Comité, en especial a John N. Mitchell. Bernstein recordó a Sloan su observación de que Mitchell, casi con toda seguridad, había conocido los pagos en metálico procedentes de los fondos secretos. ¿Era él uno de los que —según Sloan había dicho unos minutos antes— estaban «autorizados» para aprobar esos desembolsos?
—Eso es obvio —dijo Sloan.
Había, según él, cinco personas que tenían autorización para el manejo de los fondos y Mitchell era uno de ellos. Stans era otro.
¿Había conocido Mitchell las entregas que se habían hecho a Magruder, Porter y Liddy?
Sloan afirmó con un movimiento de cabeza. Pero no había pruebas de que Mitchell hubiese conocido el caso de espionaje electrónico en Watergate. Existía la remota posibilidad de que los tres hubieran actuado por cuenta propia y hubieran gastado el dinero en proyectos no autorizados, aunque Sloan dudaba de que éste pudiera haber sido el caso. Andaba con tiento.
¿Cómo funcionaba aquello? ¿De qué modo ejercía Mitchell su control de los fondos? ¿Mediante vales?
Era un procedimiento rutinario, dijo Sloan, y dentro del contexto de la campaña, de una campaña con un presupuesto de más de 50 millones de dólares, aquello había parecido algo insignificante, al menos por aquel entonces. La primera vez que Sloan tuvo algo que ver con ese dinero, se limitó a descolgar el teléfono y llamar a Mitchell al Departamento de Justicia. Todo fue cuestión de segundos. Mitchell le dijo que podía entregar el dinero. Hubo algunas llamadas telefónicas semejantes a partir de 1971.
Los dos reporteros, Woodward y Bernstein, evitaban cambiar miradas entre sí. Mientras John Mitchell fue Fiscal General de los Estados Unidos, había autorizado el empleo de fondos de la campaña para actividades contra la oposición política que resultaban aparentemente ilegales. Los periodistas trataron de asegurarse de que habían entendido bien a Sloan.
Así había sido. Mitchell no sólo era uno de los cinco hombres que ejercían control sobre los fondos secretos, sino que frecuentemente había hecho uso de esa facultad. Lógicamente, al principio, fue él la única persona que podía autorizar los gastos. Después, esa autoridad fue pasando también a otros. Magruder se encontraba entre ellos, dijo Sloan.
El relato de la contable en relación con los fondos secretos, comenzaba a tener sentido. Ella dijo que había unas seis personas implicadas, pero sólo conocía a tres de ellas: Porter, Magruder y Liddy, que recibieran dinero. Los otros se conformaban con efectuar el control telefónico. Las cosas iban coincidiendo. Los otros nombres eran los de aquellos que autorizaban los pagos. Eran las personas consultadas por Sloan antes de entregar los fondos. Magruder había recibido, inicialmente, el dinero por autorización de Mitchell. Por lo visto, éste tenía autoridad para aprobar los pagos… y algunos otros también.
Mitchell, Stans y Magruder… había otros dos que podían autorizar los pagos, según Sloan. ¿Formaban parte estos otros de las filas políticas del CRP?
Ninguno de ellos trabajaba en el comité para la reelección, dijo Sloan, que no quiso ser más explícito.
Incluso dejando a un lado la cuestión de los nombres, los dos periodistas no podían comprender totalmente cuál era la utilidad de aquellos fondos. ¿Quién estaba autorizado a recibir fondos de la caja fuerte de Stans? ¿Tenían, forzosamente, que estar enterados de la acción de espionaje?
Sloan no tenía motivos para creer que todos los que recibían dinero estuvieran mezclados en el asunto, o que el dinero que recibieran fuera ilegal o impropio desde un punto de vista financiero. Sólo Porter, Liddy y Magruder habían recibido grandes sumas. Cantidades que no podían compararse con las entregadas a los demás.
¿Cómo podía saber Sloan que el dinero recibido por esos tres antes citados pudiera ser destinado a un uso impropio o ilegal si el resto del dinero se gastaba legalmente?
De nuevo, Sloan dijo que temía lo peor. Pero había algo más que meras suposiciones. Había oído y visto muchas cosas.
Woodward, que con anterioridad no había visto a Sloan, estaba impresionado por su atención y su cuidado en no mencionar nombres de personas de las que no tenía motivos para suponer que hubieran dado un paso en falso. Las garantías de Sloan como fuente de información parecían impecables. Seguía siendo partidario de la reelección del presidente Nixon y parecía convencido de que el presidente no sabía nada de las indiscreciones cometidas por su equipo electoral.
Y parecía comprender cómo habían ocurrido las cosas. Exceso de celo, exceso de capacidad, un deseo de no dejar nada a la casualidad en el esfuerzo por conseguir la reelección de Richard Nixon… Todo eso ya lo había visto con anterioridad en la Casa Blanca. Se respiraba una atmósfera enrarecida cuando se estaba al servicio del Presidente. Y Sloan pensaba que la Casa Blanca estaba implicada en el asunto Watergate.
Las otras dos personas autorizadas para aprobar pagos de los fondos secretos, ¿eran miembros del personal de la Casa Blanca?
Sólo uno de ellos, dijo Sloan. El otro no era funcionario ni de la campaña electoral ni de la administración. Ni siquiera era de Washington.
Los reporteros sugirieron que sólo tres personas de la Casa Blanca parecían estar en condiciones de haber asumido el control de los fondos: H. R. Haldeman, Charles Colson y John Ehrlichman. Ellos apostaban por Colson.
Sloan hizo un movimiento negativo de cabeza. Ése no era el modo de actuar de Colson, dijo; Chuck era demasiado precavido, demasiado cuidadoso como para meterse en algo que pudiera perjudicarle de tal modo. De haber sido Colson no lo hubiera hecho directamente sino a través de otra persona, y no había sido así.
La única razón que había movido a los reporteros a mencionar en sus relatos a John Ehrlichman había sido su alta posición en la Casa Blanca. Si Stans y Mitchell tenían que ser consultados antes de que el dinero fuera concedido, alguien que ocupase una posición equivalente en la Casa Blanca tenía que estar involucrado también. Ehrlichman no jugaba un papel de importancia en la campaña por lo que sabían los reporteros. Por lo tanto, la de Haldeman parecía una elección más lógica, debido a que él era el supervisor del CRP y, también, a causa de su reputación.
Haldeman apenas si era conocido por los reporteros salvo por su reputación de ejercer un control autocrático del personal de la Casa Blanca, y ser los ojos y los oídos del presidente en la campaña electoral. Sloan se mostró conforme con ello. Por medio de su ayudante y consejero político Gordon Strachan, Haldeman se mantenía informado de cualquier decisión importante que tomara el CRP. Magruder era, también, un hombre de Haldeman en el Comité, al que se había colocado allí para asegurarse de que John Mitchell no dirigiese el comité sin recibir las oportunas instrucciones de la Casa Blanca.
Todavía Sloan seguía sin decir ni sí ni no. No dijo nada que desviara la atención que los dos periodistas habían puesto en Haldeman, contrariamente a lo que hiciera cuando éstos mencionaron a Colson. Por lo tanto, estaban casi convencidos de que se trataba de Haldeman.
Esto dejaba en la sombra sólo a una persona: la que no había trabajado ni en el Comité ni en la administración.
¿Murray Chotiner?
—No —dijo Sloan.
Bernstein sacó a relucir un nombre que Woodward no había oído con anterioridad: Herbert Kalmbach, el abogado personal del presidente Nixon. Era una simple suposición. Sloan se mostró sorprendido.
Bernstein recordó que había leído en cierta ocasión un artículo del New York Times, exactamente el pasado mes de febrero, que aludía a Kalmbach como «el abogado personal de Nixon en la Costa Occidental», y afirmaba que los posibles clientes que tenían negocios con el gobierno no podían consultarle por menos de diez mil dólares. Decía que su práctica legal se había multiplicado y que sólo Maurice Stans le superaba en el equipo encargado de conseguir fondos para la campaña de reelección del Presidente. Era secretario de la Fundación Nixon, que estaba planeando la Biblioteca Nixon. El reportaje en cuestión decía que trabajaba frecuentemente en proyectos privados para el Presidente y la Casa Blanca.
Sloan afirmó que no deseaba entrar en el juego de las adivinanzas. Los reporteros no podían saber si esa postura se debía a que lo de Kalmbach era una suposición acertada o porque resultaba ridículo el mencionar su nombre. Bien, eso podía esperar. El nombre importante era el de Haldeman, si es que se trataba de Haldeman.
Los periodistas habían tomado tres tazas de café ya cada uno de ellos y volvieron a la cocina para llenarlas de nuevo. Sloan había mirado continuamente el reloj y les recordó que tenía que terminar de limpiar la casa. Llevaban hablando más de dos horas. Hubiera sido una estupidez estropear la buena acogida. Pero trataron de insistir una vez más sobre Haldeman.
Si no era Haldeman, ¿por qué no decirlo con claridad?
—Simplemente, no quiero volver sobre este asunto —dijo Sloan, sin hacer nada por rebatir el convencimiento de los periodistas de que se encontraban sobre la verdadera pista.
Después de unos minutos más de conversación en general sobre la campaña, los tres se dirigieron a la puerta.
—Es posible que un día llegue usted a Presidente —le dijo Woodward a Sloan.
Bernstein se quedó atónito por la observación, porque no había sonado como algo dicho a la ligera. Woodward había querido hacer con ello un cumplido, pero, además, había un punto de respeto en sus palabras. Y algo más: la esperanza de que Sloan sobreviviera a ese sucio asunto.
Era más de mediodía cuando los reporteros llegaron a la redacción. Woodward hizo una llamada rápida a una fuente que trabajaba en el FBI. Después los reporteros hicieron comprobaciones, como era normal en ellos, con media docena de otras personas del Departamento de Justicia y del FBI que a veces se mostraban dispuestas a confirmar sus informaciones, siempre que éstas hubiesen sido conseguidas en otras partes. Pero estas fuentes jamás iban más lejos y, muchas veces, ni siquiera llegaban a lo que ellos ya sabían.
En esa ocasión Woodward tuvo suerte. Sloan había expuesto a los investigadores la historia completa de los fondos; y lo mismo había hecho la contable: Mitchell, Stans y Magruder. Así era. La fuente no estaba dispuesta a facilitarle los nombres de las otras dos personas que habían controlado los fondos. Era seguro que ese dinero había sido utilizado para pagar actos de espionaje contra los Demócratas, aunque no estaba del todo claro que hubiese servido para financiar el caso Watergate, dijo. Cada uno podía pensar lo que gustara. Pero los detalles de la operación con los fondos secretos era tal y como había sido descrita por Sloan y la contable, confirmó.
¿Y Haldeman?
La fuente no quiso decir nada.
Pocos minutos después se reunieron con Bradlee, Simons, Rosenfeld y Sussman, en el despacho de Bradlee, una habitación confortable, con una gruesa alfombra, un amplio ventanal que daba a la redacción, una mesa moderna y ovalada de palo de rosa, en vez de la normal mesa de despacho, y un cómodo diván de cuero negro. Mientras duró la conversación en su oficina, Bradlee se entretuvo con el juego que era su pasatiempo favorito: arrojar una pequeña pelota de baloncesto, de espuma de goma, para tratar de encestar en una canasta, también de tamaño reducido, colgada con una ventosa en uno de los paneles de su amplia ventana. Era un gesto que en él denotaba relajamiento e interés y daba a la conversación un aire desprovisto de rígida formalidad. En Bradlee había una mezcla de aristocracia y clase media: Boston Brahmin, Harvard, la Segunda Guerra Mundial en la Armada, agregado de Prensa en la Embajada de Estados Unidos en París, reportero de sucesos, comentarista político en semanarios de noticias y jefe de redacción del Newsweek, en Washington, eran los galones de su carrera.
Simons, tan retraído como Bradlee, podía convertirse en un acusador rudo y destemplado, capaz de advertir a Bradlee que no dejara sus colillas en su taza de café, después de una cena de gala. Bradlee era una de las pocas personas que podían hacer ese tipo de cosas y dejar a sus anfitriones comentando lo encantador que era.
Al no darse cuenta de la imagen que proyectaba, Bradlee no la cultivaba. Le gustaba desplegar sus conocimientos profesionales de periodista de calle y no vacilaba en decirle, con malos modos, a un reportero que se pusiera en movimiento en vez de quedarse con el culo pegado a la silla y tratara de hablar con policías de verdad y no con simples tenientes o capitanes, que no se mueven de detrás de sus mesas, para después levantarse con toda solemnidad e ir a esperar a dos distinguidos visitantes, altos jefes de Le Monde o L’Express, a los que recibía con un francés formal y correctísimo, sin una sola falta, y con un par de besos en las mejillas.
Bradlee escuchó atentamente a medida que Woodward seguía detallando lo que los dos reporteros sabían de los fondos secretos, el control que sobre éstos ejercieron Mitchell y Stans y la posibilidad de que Haldeman también ejerciese su autoridad sobre ellos. Bradlee enfocó su interés en Mitchell y la forma como Sloan había descrito la intervención de Mitchell en la administración de los tan cacareados fondos.
Bernstein y Woodward creían que estaban a punto de descubrir los nombres de las cinco personas que controlaban los fondos secretos y, más aún, tal vez sobre las transacciones efectuadas con ellos. Consecuentemente, planeaban escribir lo que podría ser un relato definitivo: quién controlaba los fondos y la forma precisa en que ese dinero se relacionaba con el caso Watergate.
Comenzaron a explicar su proyecto a Bradlee, y se dieron cuenta de que estaba haciendo garabatos en un trozo de papel que tenía sobre la mesa, lo que era un indicio de que se impacientaba. Les interrumpió al fin con un gesto de la mano y seguidamente fue de lleno al asunto:
—Escuchadme, muchachos, ¿estáis seguros de lo que decís de Mitchell? —hizo una pausa—. ¿Absolutamente seguros? —Se quedó mirando a los reporteros y después movió la cabeza con gesto afirmativo para acabar preguntando—: ¿Podéis escribirlo ahora mismo?
Los dos periodistas vacilaron un instante para acabar por decir que sí, que podían hacerlo.
Bradlee se levantó de su asiento:
—Pues entonces, ¡manos a la obra!
En voz alta expresó su presunción de que los periodistas se daban cuenta de las derivaciones que podían resultar de una historia como ésa, que John Mitchell no era un cualquiera al que pudiera complicarse en un grave asunto así como así. ¿Se habían dado cuenta de que estaban metidos de lleno en un juego muy duro? Bradlee no estaba haciendo preguntas sino un conjuro.
Los dos reporteros respondieron afirmativamente, convencidos de que era así, de que estaban a punto de dar el paso más arriesgado y largo que ninguno de ellos hubiese dado con anterioridad.
—Un magnífico reportaje, una estupenda historia —dijo Simons, repitiendo una frase que ya había quedado estereotipada en la redacción del periódico. Y todos se echaron a reír.
—Bien, marchaos —dijo Bradlee, echándolos de su despacho.
Bernstein se sintió defraudado cuando terminó la reunión. Bradlee se había arremangado y Bernstein pudo ver en su brazo el tatuaje de un ave. Bernstein, momentáneamente, se olvidó de Watergate. Bradlee, a quien consideraba con una enfermiza mezcla de respeto, miedo, rabia y autocompasión (Bradlee no le comprendía a él, había decidido hacía ya mucho tiempo), cada vez le deparaba nuevas sorpresas. Le hubiera gustado poder echar un vistazo más detenido al tatuaje.
La redacción del artículo llevó menos tiempo del previsto. Pasó de la máquina de escribir de Bernstein a la de Woodward, después a las mesas de Rosenfeld y Sussman y, finalmente, a las de Bradlee y Simons. Sólo se hicieron ligeros cambios sobre el original. A las 6 de la madrugada estaba en la linotipia.
John N. Mitchell, mientras prestaba servicios como Fiscal General de los Estados Unidos, controlaba personalmente los fondos secretos republicanos que estaban siendo utilizados para conseguir información sobre los Demócratas, según fuentes relacionadas con la investigación del caso Watergate.
A principios de la primavera de 1971, casi un año antes de que dejara el Departamento de Justicia para convertirse en el director de la campaña de reelección del Presidente Nixon, el 1 de marzo, Mitchell, personalmente, aprobó la entrega de diversas cantidades procedentes de esos fondos, según le han comunicado al Washington Post fuentes dignas de confianza.
Esas mismas fuentes aseguran que otras cinco personas, además de Mitchell, estaban autorizadas a aprobar pagos con dichos fondos.
Dos de ellas han sido identificadas como el exsecretario de Comercio, Maurice H. Stans, en la actualidad director de finanzas de la campaña para la reelección del Presidente, y Jeb Stuart Magruder[18], director de la misma campaña antes de que Mitchell se hiciera cargo de ella y en la actualidad su subdirector. Los otros dos, siempre según esas mismas fuentes, son altos funcionarios de la Casa Blanca, involucrados en dicha campaña y representantes de ella fuera de Washington.
El resto del reportaje se ocupaba de cómo se operaba con esos fondos secretos: llamadas telefónicas de Sloan a Mitchell, sumas sacadas por Liddy, Porter y Magruder, y la opinión de la GAO de que incluso la mera existencia de esos fondos resultaba aparentemente ilegal ya que no se había informado de los gastos. El gran jurado que investigaba el caso Watergate: no había establecido que los fondos destinados a los «servicios de inteligencia» financiaran directamente las maniobras ilegales de escucha contra los demócratas.
Bernstein telefoneó al CRP para los normales ritos de mentís y negativas y se puso al habla con Powell Moore. Una hora más tarde, Moore volvió a llamarle para darle el comentario oficial del Comité.
—Yo creo que sus fuentes de información son malas y les están facilitando datos erróneos. No vamos a hacer ningún comentario que vaya más allá de esto —dijo. Y no hubo modo de arrastrarle a discutir el asunto de forma específica.
Bernstein se quedó aquella noche en el Post tratando de seguir la aparente implicación de Haldeman y leyendo los recortes de Herbert Kalmbach. A eso de las 11 de la noche recibió otra llamada de Moore, que había hablado con John Mitchell y tenía una nueva declaración que hacer:
No hay absolutamente nada de verdad en las acusaciones del Post. Ni el señor Mitchell ni el señor Stans tienen el menor conocimiento de ningún desembolso del supuesto fondo, tal y como se describe en el Post, y ninguno de ellos controló ninguno de los gastos del Comité mientras eran funcionarios del gobierno.
Bernstein estudió la declaración y señaló los párrafos más destacados. Las acusaciones en el «Post». ¿Qué acusaciones? Desembolsos del supuesto fondo como lo describe el «Post». Esto no significaba una negativa de la existencia de los fondos, ni de que el dinero hubiera sido desembolsado. Lo único que se decía era que no se había hecho del modo descrito por el Post. Ninguno de ellos controló gasto alguno del comité. Técnicamente correcto. Sloan había controlado los gastos; Mitchell y Stans sólo dieron su aprobación.
Era un mentís muy inteligente, le dijo Bernstein a Moore, y trató de arrastrarle a discutir el asunto, pero Moore no le siguió el juego.
La nueva declaración fue archivada, conjuntamente con la negativa de Moore a colaborar, y Bernstein se lo dijo así a Moore. Si el comité de Nixon no respondía, tal vez Mitchell lo haría, añadió, y le dijo a Moore que trataría de ponerse en contacto con el Fiscal General.
Escribió una nota sobre la nueva declaración y marcó el número de la Essex House, en Nueva York. Pidió la habitación 710. Mitchell le respondió. Bernstein reconoció su voz y comenzó a tomar nota de sus palabras. Quería ponerlo todo sobre el papel, incluso sus propias preguntas. A los pocos momentos de cortar la comunicación, Bernstein se sentó ante la máquina de escribir y pasó todas las notas. Estaba tan excitado que le costaba trabajo pulsar las teclas adecuadas.
MITCHELL: ¿Sí…?
BERNSTEIN (Después de identificarse): Señor, siento mucho molestarlo a estas horas, pero en nuestro periódico de mañana se publica un reportaje que, en general, dice que usted controlaba los fondos secretos del Comité, mientras era todavía Fiscal General.
MITCHELL: ¡Jesús, Dios mío…! ¿Ustedes dicen una cosa así? ¿Qué es lo que han escrito?
BERNSTEIN: Le voy a leer a usted el primer párrafo. (Leyó hasta el tercer párrafo y Mitchell, cada cuatro o cinco palabras, repetía la misma exclamación: ¡Jesús, Dios mío!).
MITCHELL: ¿Están ustedes poniendo en el periódico toda esa sarta de falsedades? Lo niego todo. Katie Graham se va a ver metida de culo en una buena trampa si se publica eso. ¡Jesús…! Es la cosa más repugnante que jamás oí.
BERNSTEIN: Señor, me gustaría hacerle algunas preguntas sobre…
MITCHELL: ¿Qué hora es?
BERNSTEIN: Las once treinta. Siento haberle llamado tan tarde.
MITCHELL: Once y treinta… ¿De qué?
BERSTEIN: Las once treinta de la noche.
MITCHELL: ¡Oh!
BERNSTEIN: El Comité ha hecho una declaración al respecto, pero me gustaría hacerle algunas preguntas sobre detalles específicos de lo que publicamos.
MITCHELL: ¿Le ha dicho a usted el comité que siga adelante y publique la historia? Os estáis metiendo en un juego peligroso. Ni Ed Williams ni sus compañeros[19] a los que pagáis van a evitar que nosotros escribamos una buena historia sobre vosotros.
BERNSTEIN: Señor, con respecto al artículo…
MITCHELL: Llame a mi asesoría jurídica por la mañana.
Y colgó.
Para Bernstein, la única sensación fue la de que había herido profundamente a Mitchell. Eso podía deducirse de sus constantes exclamaciones. Desde su primer ¡Jesús!, el periodista supo que había dado en el blanco. Hubo un momento en que incluso llegó a temer que Mitchell se quedara muerto al teléfono a causa de un exceso de adrenalina. Por vez primera se dio cuenta de que Mitchell era un ser de carne y hueso y no simplemente el director de la campaña de Nixon, la sombra de Kent State, el guardián de Carswell, el gran sheriff de la Ley y el Orden, la cabeza del Watergate. A Bernstein se le puso la carne de gallina. Mitchell se había librado de la acusación del gran jurado, que guardaría su secreto, pero los periodistas estaban hablando muy alto. Aunque usando el lenguaje neutral de un reportero que conoce su oficio, habían llamado a Mitchell fullero. Pero Bernstein no saboreó el momento. El tono de Mitchell estaba tan lleno de odio y aversión que se sintió amenazado. Bernstein se sintió desagradablemente sorprendido por su tono, sus malignas amenazas. ¿Le ha dicho a usted el Comité que siga adelante y publique la historia? Nosotros vamos a escribir una buena historia sobre vosotros. Mitchell había dicho vosotros. Una vez que las elecciones hubieran pasado, ellos podrían hacer casi todo lo que les viniera en gana. Y seguir adelante.
Bernstein estaba decidido a poner las palabras de Mitchell en el periódico.
Cuando terminó de escribir sus notas a máquina, se puso en contacto con Bill Brady, el redactor jefe de noche para los asuntos metropolitanos y le propuso la inserción de esos dos párrafos. Brady, que había sido ya redactor jefe del viejo Washington Times Herald cuando el periódico fue comprado por el Post en 1954, era, sin lugar a dudas, una de las personas menos impresionables en toda la redacción del periódico. Pero jamás en su vida había oído algo como aquello, y le preguntó a Bernstein si estaba seguro de que había sido Mitchell la persona con la que había hablado. Cuando recibió respuesta afirmativa, Brady movió la cabeza indeciso. No estaba decidido a hacerse responsable del modo de tratar el comentario de Mitchell.
Bernstein, en vista de ello, llamó a Bradlee a su casa y lo sacó de la cama.
Bradlee se quedó sorprendido:
—¿Sabes lo que acaba de decir Mitchell? —le preguntó a su esposa.
¿Estaba Mitchell borracho?
Bernstein le respondió que no podía decírselo.
¿No cabía duda de que Bernstein se había identificado adecuadamente, sin lugar a dudas, diciendo quién era?
Así fue, seguro.
¿Se había dado cuenta Mitchell que estaba hablando a un reportero?
Definitivamente.
¿Y Bernstein había tomado nota de la conversación?
Sí, seguro.
Bradlee le pidió, por tercera vez, a Bernstein que le leyera los párrafos que pensaba insertar mientras meditaba si llamar a la señora Graham, la editora del Post. Decidió que no había necesidad de molestarla.
—Déjalo todo tal y como está, menos lo del «culo» —le dio instrucciones Bradlee—. Puedes decirle al redactor jefe que yo he dado el visto bueno.
El director rechazó la suave petición de Bernstein de dejar el párrafo intacto. No era necesario, dijo Bradlee. La cosa era de todos modos suficientemente clara.
Cinco minutos después sonaba de nuevo el teléfono. Powell Moore deseaba asegurarse de si su segunda declaración había llegado a tiempo para ser insertada.
Bernstein le dijo que sí, y que también el comentario adicional sobre el tema que acababa de hacerle Mitchell.
Moore pareció preocupado. ¿Qué le había dicho el Fiscal General?
Bernstein le leyó su declaración y le dijo que ya estaba en la imprenta.
—¡Oh…! —exclamó Moore.
Bernstein salió del periódico y se dirigió a casa. Tenía la cabeza llena de inquietantes visiones. Apenas llevaba unos minutos en su hogar cuando sonó el teléfono. Era Moore. Bernstein comenzó a tomar notas.
MOORE: Carl, ¿estás seguro de no haber cogido al señor Mitchell en un mal momento?
BERNSTEIN: No lo sé.
MOORE: Le has cogido con la guardia baja. Ha sido miembro del gobierno y todas esas cosas y, naturalmente, no desea ver publicadas sus palabras.
BERNSTEIN: Yo me limito a repetir lo que él me ha dicho.
MOORE: Si le cogiste en un mal momento, ¿crees que juegas limpio con él haciéndole responsable de lo que dijo? Yo dudo que lo sea. Se acuesta muy temprano y debía estar medio dormido. ¿No te lo pareció?
BERNSTEIN: No podría decirlo. Pero sé que vosotros, muchachos, me consideráis responsable y me pedís cuentas de lo que escribo y digo. Así que yo pienso que no es de ningún modo absurdo que yo haga lo mismo con el señor Mitchell. No es la primera vez que trata con la Prensa.
MOORE: Carl, no quiero ver publicado algo dicho en un momento en el que una persona normal no se encuentra alerta porque la han despertado a medianoche.
BERNSTEIN: ¿A qué hora hablaste con él?
MOORE: Hace ya bastante. Aproximadamente a eso de las nueve, creo. Carl ¿es demasiado tarde para quitarlo del periódico?
BERNSTEIN: Ahora lo están picando. Pero el único modo de evitar que se publique es hablar con el director o el redactor jefe. Es su juicio el que prevalece y yo estoy de acuerdo en que sea así.
MOORE: ¿Con quién tengo que hablar para que no se publique? ¿Está Bill Brady ahí?
BERNSTEIN: No. Para conseguir que se anule la publicación tendrás que hablar con Bradlee.
MOORE: Bueno, yo no quiero tomar solo la decisión de llamar a Bradlee. Volveré a llamarte.
Cinco minutos más tarde, Moore le telefoneaba de nuevo y le preguntó cómo podía ponerse en contacto con Ben Bradlee. Bernstein le dijo que llamara a la centralita del Post dentro de cinco minutos. Mientras tanto, él hablaría con el director para que se pusiera al teléfono. Lo hizo así y avisó a su jefe de la llamada.
Siempre correcto, como un buen caballero del sur, Moore llamó más tarde a Bernstein para decirle que Bradlee se había negado a ordenar la suspensión de las declaraciones de Mitchell.
Posteriormente, Bradlee, imitando el tono de Moore, recordó que éste le pidió que suspendiera la publicación porque «estoy seguro de que es lo mejor que se puede hacer, porque probablemente despertamos al Fiscal General muy tarde y no tenía la cabeza en condiciones para poner en orden sus ideas».
—Y recuerdo que le respondí —continuó Bradlee—: Lo cual elimina la cuestión de si dijo esas cosas o no, señor Moore. Y como el reportero del Washington Post se identificó como tal, esto satisface todos los requisitos que exijo en una información.
A la mañana siguiente, en el periódico, la señora Graham, humorísticamente, le preguntó a Bernstein si no tenía ningún otro recado para ella.
La noche del 4 de octubre, Woodward se fue a casa a eso de las once. Cuando abrió la puerta de su piso, el teléfono estaba sonando.
—«As» —el redactor jefe de noche, Brady, llamaba al joven reportero «As» (Lo había llamado así la segunda noche que trabajó en el Post, y Woodward sintió arderle la cabeza de curiosidad, hasta que vio que Brady llamaba así también a un empleado del periódico, notorio por su incompetencia).
—«As» —le dijo—, Los Angeles Times publica una larga entrevista con un tipo llamado Baldwin.
Woodward, a regañadientes, le respondió que enseguida estaría allí.
Durante algún tiempo, Alfred C. Balwin III pareció uno de los personajes clave del caso Watergate. Los reporteros se habían enterado de ello en el curso de algunas comprobaciones rutinarias.
Alguien le había dicho a Bernstein que un exagente del FBI había participado en la operación Watergate; que había informado a los investigadores de que el Cuartel General de los Demócratas estaba bajo vigilancia electrónica desde unas tres semanas antes del arresto que puso en marcha el asunto; y que había memorándums de las conversaciones grabadas que fueron enviados directamente al CRP. El hombre dijo también que se había infiltrado en la organización de los Veteranos del Vietnam contra la Guerra, siguiendo órdenes de McCord. El 11 de septiembre, Bernstein y Woodward escribieron un artículo sobre la participación del citado exagente del FBI.
Una semana más tarde, con la ayuda de la contable, logró identificar al exagente como Baldwin, un licenciado en derecho de 35 años de edad, que trabajaba como jefe de seguridad en una empresa de transportes por carretera antes de convertirse en empleado del CRP pagado con billetes de cien dólares. Baldwin era el testigo principal del gobierno, la persona que desde dentro de la organización había contado toda la historia. Parecía guardar innumerables secretos y los periodistas hacían cola para asediarlo y Woodward se sumó a ella. Comenzó a llamar regularmente a John Cassidento, legislador demócrata de New Haven, Connecticut, y abogado de Baldwin.
—Tenemos cientos de peticiones de entrevistas, cientos —le dijo Cassidento a Woodward—. Todo el mundo quiere hablar con Al. Hay dos reporteros de Los Angeles Times que parecen haber acampado a la puerta de casa… Feo oficio el de reportero. Gracias a Dios usted no nos está dando la lata.
Dándose cuenta de la insinuación, Woodward añadió que él y Bernstein se sumarían a los latosos.
—Bien —dijo Cassidento haciéndose el tonto—. Si Al tiene algo que decir, se lo comunicaremos.
Algunos días más tarde Cassidento volvió a llamar a Woodward.
—Hola —le dijo—. Al necesita algún dinero… Todos le están ofreciendo dinero por una entrevista. Quería hacérselo saber por si les interesa a ustedes entrar en la puja.
Se rumoreaba que una importante revista le ofrecía 5 000 dólares a Baldwin por la exclusiva de sus primeras declaraciones, en un relato en primera persona.
Woodward le respondió que el Post jamás pagaba por las noticias.
—De acuerdo, de acuerdo. Siento mucho que no les interese la historia —comentó Cassidento—. Pero no importa, tenemos otras ofertas.
Woodward iba a decirle que sí, que les interesaba el relato, pero Cassidento colgó.
Woodward y Bernstein comunicaron a sus jefes la oferta que les habían hecho de la venta de la historia de Baldwin.
—Ofrecedle esto —dijo Bradlee, mostrándoles el dedo medio de su mano derecha en un gesto expresivo.
Dos semanas más tarde, y sin pagar un solo céntimo, Los Angeles Times conseguía el reportaje que la noche del 4 de octubre hizo que Woodward tuviera que volver a su mesa de redacción. El relato hecho en primera persona por Balwin de la operación de espionaje electrónico, al reportero del Times, Jack Nelson, era una descripción muy realista y llena de vida del asalto al cuartel general de los demócratas y de los hombres que participaron en él.
Desde el Motel Howard Johnson, situado al otro lado de la calle, frente al Watergate, Baldwin había escuchado las conversaciones telefónicas de los demócratas. McCord le había dicho que tendría que hacer lo mismo en la Convención Demócrata de Miami. Cuando contrataron sus servicios le entregaron una pistola que pertenecía a Fred LaRue. Se refirió a un intento fracasado de entrar en el cuartel general de McGovern para instalar aparatos de escucha clandestina; Gordon Liddy había sugerido que disparasen contra una de las farolas de la calle para cubrir la entrada. Baldwin describió las precauciones que se tomaron con Martha Mitchell y relató el pánico de Howard Hunt cuando llegó al Motel Howard Johnson, a las 2:30 de la mañana del 17 de junio, y vio que la policía sacaba del Watergate a cinco de sus asalariados esposados.
Bernstein y Woodward habían sido derrotados. El reportaje era un éxito sensacional, no sólo porque contenía una gran cantidad de nuevos datos e información, sino también porque daba un nuevo aire de realismo a la operación Watergate y al cerco mental que había tras ella.
—Me hubiera gustado que ese relato hubiese sido nuestro —dijo Bradlee al día siguiente. No se quejaba de los reporteros, pero estaba excitado, moviendo las manos de un lado a otro[20].
En la entrevista grabada, de cinco horas de duración, Baldwin no había ofrecido a Jack Nelson el nombre de ninguna persona que pudiera haber visto los memorándums de las cintas magnetofónicas. Pero dos semanas antes de la entrevista publicada por el Times un investigador del Partido Demócrata le había dicho que Baldwin había mencionado a dos personas que pensaba los habían recibido: Robert Odle, el nervioso ayudante de Jeb Magruder tanto en la Casa Blanca como en el Comité, y William E. Timmons, ayudante del Presidente para las relaciones con el Congreso y jefe de enlace de la Casa Blanca con el CRP para la convención nacional republicana. Baldwin había visto a McCord poniendo la dirección en el envío.
Había una tercera persona que recibió las copias y Baldwin había dicho, al parecer, que era alguien cuyo nombre de pila parecía un apellido. Los investigadores federales le mostraron una lista de los miembros del CRP y Baldwin señaló el nombre de J. Glenn Sedam, el hombre que compartía el despacho con Gordon Liddy. Sin embargo se le dijo a Bernstein que Baldwin no estaba completamente seguro en lo que a Sedam se refería.
Bernstein le sugirió a Woodward que escribiese un artículo diciendo que Baldwin había mencionado a Odle y a Timmons y contando cómo había seleccionado el nombre de Sedam. Bernstein llamó a una fuente de información del Departamento de Justicia que le confirmó los detalles. Woodward se mostró de acuerdo en seguir adelante.
La historia fue un avance significativo de la entrevista publicada en el Los Angeles Times. Se publicó el día 6 de octubre. No hubo denuncias por parte del CRP ni de la Casa Blanca.
Y, sin embargo, el reportaje no era correcto y la decisión de darlo a la publicidad fue un error. Semanas más tarde, Woodward y Bernstein se enteraron de que el informe inicial del FBI no ponía en claro si los memorándums que vio Baldwin eran de las conversaciones grabadas o, simplemente, información rutinaria de los servicios de seguridad. Eventualmente, los periodistas quedaron convencidos de que se trataba de lo último y que no tenían nada que ver con las grabaciones clandestinas.
Se había informado, pues, erróneamente, sobre tres hombres. Habían sido acusados suciamente, en la página primera del Washington Post, el periódico de su ciudad, de sus familias, de sus vecinos y sus amigos.
Odle se quejó ante la acusación.
—Estaba casi llorando —dijo uno de los fiscales posteriormente—. El estigma de Watergate iba con él, aunque fuese no sólo a causa de ese reportaje, y tenía grandes dificultades para encontrar un empleo. En 1973 fue contratado por el Departamento de Agricultura, pero pronto fue despedido porque su nombre continuaba implicado en la investigación.
Timmons se había sentido abatido a causa de las acusaciones del Post y su mujer había insistido una y otra vez para que dejara su empleo en la Casa Blanca a cuyo personal pertenecía. Sólo después de una larga conversación con el Presidente Nixon se le pudo convencer de que no lo hiciera así y permaneciera en su cargo.