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Woodward llegó a su periódico cuatro horas más tarde y pasó a máquina las notas de su conversación con «Garganta Profunda». Una copia de ellas estaba sobre la máquina de escribir de Bernstein cuando éste llegó a la redacción media hora más tarde. Woodward, Bernstein, Sussman y Rosenfeld se reunieron brevemente. Se harían tres reportajes: uno firmado por Bernstein y Woodward, explicando en líneas generales el programa de sabotaje y del trabajo de los «esquiroles» y el espionaje electoral, llevado a cabo por no menos de 50 agentes; otro de Bernstein sobre Segretti; y un relato de Woodward sobre la intervención de la Casa Blanca en el episodio de la «Carta Canuck».
Mientras Woodward estaba escribiendo la historia sobre la «Carta Canuck», Bernstein se hallaba en dificultades para delinear un relato general sobre el espionaje y el sabotaje dirigidos por la Casa Blanca. Había demasiadas generalizaciones y los detalles más significativos figuraban ya en los otros dos artículos.
Como solía hacer cuando se veía en dificultades con la redacción de un artículo, Bernstein se dirigió al otro extremo de la redacción donde estaba el refrigerador de agua. Marilyn Berger, una reportera de la sección de nacional, que se ocupaba de la información en el Departamento de Estado, se dirigió a él cuando estaba echando un vistazo al tablero de avisos. Le preguntó si él y Woodward sabían lo de la «Carta Canuck».
Cierto, le respondió, estaban escribiendo la historia para el periódico del día siguiente.
Tomó otro sorbo de agua antes de que se le ocurriera que la pregunta de la periodista era un tanto peculiar. En la redacción todo el mundo cuidaba de no hablar sobre lo que estaba escribiendo. Las únicas personas a las que Woodward o Bernstein habían hablado sobre la carta eran Sussman, Rosenfeld, Simons, Bradlee y David Broder, el decano de los reporteros políticos del Post.
¿Cómo se había enterado de ello?
—¿Es que no te lo ha dicho Dave (Broder)? —le preguntó la reportera.
—¿Qué debía decirme?
—Que fue Ken Clawson quien escribió la «Carta Canuck» —le respondió Marilyn.
La exclamación de Bernstein fue lo suficientemente alta para que volvieran la cabeza todos los que estaban en aquel rincón de la redacción.
Berger le explicó que Clawson, su antiguo colega en el Post, le había contado mientras tomaba una copa y como si se tratara de lo más natural que había sido él quien escribió la mencionada carta. Y lo dijo varias veces.
La coincidencia parecía demasiado obvia y Bernstein temió que se tratara de una encerrona. En la misma mañana que ellos se enteraban de que la Casa Blanca era responsable de la carta en cuestión, Marilyn se dirigía a él en la redacción y le decía que fue Ken Clawson quien la escribió.
Pero Berger le explicó que Clawson se lo había dicho a ella hacía más de dos semanas, es decir antes de que Bernstein hubiera oído hablar de Segretti. Por otra parte, pensaba que Clawson era un tipo al que no le importaría recurrir a un truco tan sucio.
Bernstein tomó a Berger de un brazo y le pidió que fuera con él para repetirle a Woodward lo que le había dicho. Woodward había venido manifestando sus dudas de que Clawson se dejara mezclar en tales combinaciones sucias para la Casa Blanca, al poco tiempo de haber dejado la redacción del Post para incorporarse al equipo del Presidente. La historia de la «Carta Canuck» y este supuesto documento se publicaron menos de tres semanas después de que Clawson se uniera a la administración republicana. Woodward hizo esa objeción, pero después recordó algo: un amigo, que estaba en la Casa Blanca, le había hablado en cierta ocasión de una especie de rito de iniciación al que se sometía a todos los nuevos miembros del equipo del presidente a quienes se les exigía que mostraran su adhesión, descubriendo o destruyendo a un enemigo de la Casa Blanca. Era posible que la Carta hubiera sido el rito de iniciación de Clawson, con el que se ganaba el derecho a ser considerado como uno más bajo el Sello del Presidente, entre sus nuevos hermanos de la «Mafia» de la USC.
Bradlee, Simons, Rosenfeld y Sussman se sumaron a la discusión en torno a la máquina de escribir de Woodward. Se olvidaron todas las «disposiciones» de seguridad y el rumor se extendió por la redacción: Clawson había escrito la «Carta Canuck» y, consecuentemente, habría una serie de artículos que caerían sobre la Casa Blanca como una lluvia de cohetes. Se decidió que Berger almorzara ese mismo día con Clawson y viera si confirmaba lo que le dijo anteriormente.
Mientras tanto Marilyn escribió un memorándum describiendo su conversación con Clawson.
Memorándum de M. Berger (Sólo Ojos).
Por la tarde del 25 de septiembre de 1972, a eso de las 8:30, Ken Clawson me telefoneó a mi apartamento para invitarme a que fuese con él a tomar una copa. Le dije que acababa de cenar, que me encontraba muy cansada, pero que si deseaba venir a casa a tomar una copa podía hacerlo. Le invité porque me había llamado dos veces en el transcurso de las últimas semanas, con la misma invitación y siempre le había dicho «no». Cuando llegó Ken, le ofrecí una copa. Aceptó un scotch —no me acuerdo si fue con agua o con soda, pero sí recuerdo que le puse hielo—. Yo tomé un Sanka. Nos sentamos para hablar y en el curso de la conversación (yo diría que fue durante los primeros diez minutos más o menos) comenzamos a cambiar nuestros puntos de vista sobre las diferencias entre ser un reportero o un funcionario del gobierno. Me dijo que nosotros, los periodistas, sólo conocíamos una parte mínima de lo que sucedía. Le pregunté si ahora que estaba en la Casa Blanca podría ser mejor reportero que cuando la dejara. Me dijo que anteriormente, como reportero, había informado sobre la Casa Blanca, pero que cuando realmente sabía lo que pasaba allí era ahora. Es posible que me dijera algo así como que «sé dónde están enterrados todos los cadáveres», pero no estoy del todo segura de ello.
Fue entonces cuando me dijo: «Fui yo quien escribió la carta…». Creo que me dijo la carta «Canuck», pero de todos modos anunció claramente que había escrito aquella carta (Muskie). Me sorprendió tanto que me sentí a disgusto. Le pregunté por qué lo había hecho. Me dijo que porque Muskie era el candidato que representaba la oposición más fuerte y deseaba eliminarlo. Cuando dije que era de esperar que la reacción de Muskie hubiera pasado más allá de todos los límites me dijo simplemente: «Sí».
Le pregunté, entonces, si hubiese hecho el mismo tipo de cosas cuando era reportero, es decir el mismo tipo de cosas deshonestas. Me respondió que no, que había sido un periodista honesto. Seguidamente le pregunté cómo era posible que hubiese sido capaz de algo semejante y fue entonces cuando me dijo que así era la política, que así era como se hacían las cosas en el terreno político. En el curso de la conversación de esa noche habló con enorme orgullo de Nixon, en particular sobre la estupenda persona que era, lo cordial, lo bromista, y me contó que el presidente siempre les estaba previniendo a él y a John Scali (en la actualidad embajador en las Naciones Unidas)[28] de que se comportaran… Ésta es la parte de la conversación en la que se trató de la «Carta Canuck» y asuntos relacionados con ella. Naturalmente hablamos de muchas otras cosas.
Berger, una periodista de 37 años de edad, que anteriormente había trabajado como reportera del Newsday, estaba especializada en asuntos diplomáticos. Se daba cuenta de que se iba a convertir en parte de nuestra historia —una situación que generalmente no es del agrado de los periodistas—, pero reaccionó a su súbita aparición en medio del caso Watergate, cuando se hallaba en un momento de gran excitación, con una buena dosis de autodominio.
Clawson aceptó la invitación de la periodista para almorzar con ella a la una. Berger regresó a la redacción a las tres y escribió el siguiente resumen de su entrevista:
Almuerzo en Sans Souci (él eligió):
Le dije a Ken que Woodward y Bernstein estaban trabajando en un gran reportaje del cual formaba parte la «Carta Canuck», que habían seguido la pista hasta la Casa Blanca y que yo les había dicho: «No hay nada nuevo en eso. Ken dice que la escribió él». Ken se me quedó mirando con expresión muy seria, como la había mantenido durante todo el almuerzo. El Dr. Lukash (el médico personal del Presidente Nixon) le había dicho unos días antes que estaba muy alto de presión y que debía de vigilar lo que comía y lo que bebía. Actuó como si hubiese decidido dejar de beber totalmente y perder peso. Pidió sólo una «Ensalada Caesar» y ni siquiera la terminó.
Se refirió a lo mucho que le costaba tener que reprender a otros funcionarios, sobre todo si se trataba de funcionarios del Gabinete. Le pregunté si reprendía a funcionarios del gabinete y me dijo que sí, que lo hacía. En lo que se refiere a la «Carta Canuck», dijo que le hubiera gustado que no hubiese mencionado el asunto a los muchachos. Le dije que yo no sabía que trataba de algo nuevo. Me dijo también: «no es posible que Woodward y Bernstein hayan seguido su pista hasta la Casa Blanca», o tal vez, «no es posible que haya sido seguida su pista hasta la Casa Blanca». Con respecto a lo que me había declarado a mi dijo que «lo negaría aun cuando tuviese que jurar sobre un montón de Biblias y sobre la tumba de su madre». Dejó por un momento el tema, pero después volvió a él y me preguntó qué era lo que sabían. Le respondí que no estaba muy segura, pero en la parte que se refería a la carta habían seguido la pista a un tipo de New England que fue a Florida para el asunto de Muskie, etc. Traté de ser muy vaga. Dijo que lo negaría todo.
Posteriormente aún volvió al tema y me preguntó si yo quería expresar lo que él deseaba decir sobre el tema o si prefería que fuesen ellos (Woodward y Bernstein) los que le llamaran. Dijo después que sería mejor que ellos le telefonearan.
Bradlee, los otros jefes, Bernstein y Woodward estudiaron la información de Berger. Clawson no negó que hubiera escrito la carta. Woodward llamó a Clawson a la Casa Blanca. Entonces Clawson afirmó que había rechazado ser el autor de la carta, en primer lugar, y que todo el asunto era una equivocación.
Woodward dijo que los directores del Post creían a Berger y que el periódico iba a utilizar su información.
Clawson dijo:
—Estás en tu derecho. Sólo confío en que incluyas mi negativa. Marilyn se equivocó. Es una buena profesional y deliberadamente no quiere hacer nada contra la ética de la profesión. Pero en nuestra conversación nos limitábamos a charlar sobre la elección. No nos encontrábamos en una entrevista.
Woodward le preguntó dónde había tenido lugar esa charla y Clawson dijo que no se acordaba.
Woodward le preguntó si Clawson había oído decir alguna vez que Marilyn Berger hubiera escrito algo equivocado o hubiera citado en falso a alguien. Clawson se enfadó aún más y explotó:
—No puedes preguntarme una mierda como ésa. No me vengas con esas tonterías. Eso está bien para un pueblerino. Ella escribe sobre asuntos exteriores y yo no suelo leer mucho sobre esos temas. Así que no sé cómo responder a tu pregunta.
Clawson afirmó que la primera vez que había oído hablar de la «Carta Canuck» fue cuando «la vi en la Televisión a continuación de la aparición de Muskie del 26 de febrero. No sé nada sobre el asunto, aparte de eso», insistió.
Poco después de la conversación con Clawson, Berger llegó corriendo a la mesa de Woodward.
—Ken Clawson está al teléfono —le dijo—. ¿Qué debo hacer?
Woodward pensó que Clawson tal vez iba a hacer una súplica personal a la periodista. Nadie en el Post dudaba de que Clawson le había dicho a Marilyn Berger que había sido él quien escribió la carta; pero todos tendían a creer que Clawson había estado faroleando y simplificando. Parecía más que posible que él sólo hubiese intervenido en el episodio y, después, se hubiera querido jactar de haberlo hecho todo él. Ambas posibilidades cabían dentro del carácter de Clawson. Cuando Clawson estaba en la sección de «nacional», en el Post, tenía la costumbre de «olvidar» la firma de los reporteros locales que ocasionalmente trabajaban con él en sus reportajes.
Mientras Berger entretenía a Clawson, una secretaria se puso en una línea anexa para tomar una transcripción taquigráfica de la conversación.
Clawson parecía mucho menos preocupado sobre la «Carta Canuck» que con respecto a las circunstancias en que él y la periodista habían discutido el asunto.
—Se me acaba de ocurrir, ¿dónde estábamos cuando tuvo lugar esa supuesta conversación? —le preguntó Clawson a Berger.
—¿Supuesta conversación? ¿Es que estás negando…?
—Mira. He dicho que se trata de una falsa interpretación. He dicho que tú eres una buena periodista y que probablemente hubo un mal entendimiento entre nosotros.
Berger dijo que había sido tomando una copa.
—¿No pudo haber sido en una restaurante? —preguntó Clawson.
—No —dijo Berger—. Fue en mi apartamento.
—¿Lo dices en serio? ¡No, por Dios! ¡No irás a decirles una cosa así!
—Ya se lo he dicho.
—¿Les has dicho una cosa así?
—Bueno, viniste a tomar una copa.
—Sí, pero ¡por el amor de Dios!
—¿Qué hay de malo en venir a mi casa a tomar una copa?
—¿Estás bromeando?
—¡No! —dijo ella.
—¡Tú y yo en tu apartamento…!
—Y bien…
—¿Y ya se lo has dicho a ellos? —dijo Clawson—. Dios mío, vas a acabar conmigo. Si sale en el periódico que yo estuve en tu apartamento tomando una copa contigo ¿sabes lo que pasará?
—No veo por qué pueda perjudicarte.
—¿No lo ves?
—No. Tengo la conciencia tranquila.
—¡Dios mío! ¿A quién se lo has dicho?
—A los muchachos.
—Resulta increíble. Realmente increíble —repitió.
—No veo lo que pueda haber de malo en ello.
—Marilyn, tengo esposa e hijos y un gato y un perro.
—Bueno. A mi casa viene mucha gente a tomar una copa de vez en cuando.
—Vaya, vaya… Ése es el más duro de todos los golpes.
—No hay nada malo en ello.
—Vaya si lo hay.
—Yo francamente no lo veo —insistió Berger.
—Increíble. Realmente increíble.
—Lo que resulta increíble es que estés tan excitado sobre eso cuando la otra cuestión es lo que realmente importa —le dijo Marilyn.
Hubo un largo silencio.
—De acuerdo. Es divertido.
—Yo no tengo nada de que sentirme avergonzada —dijo Marilyn.
—Eso es lo más vergonzoso de todo.
Clawson cortó.
Pocos minutos después, Clawson telefoneó a Bradlee para pedirle que el Post no dijera que había estado en el apartamento de Berger durante esa conversación.
A Bradlee no le interesaba el lugar en que se hubiese realizado la conversación, excepto por el hecho de que le facilitaba un arma sobre Clawson. Ni siquiera tenía la intención de insinuar en letra impresa el contexto de conversación.
Clawson también le negó a Bradlee que se hubiese declarado autor de la carta o de tener algo que ver con ella.
A eso de las 6:00 de la tarde los directores y Bernstein y Woodward tuvieron la reunión final con Bradlee para discutir el asunto.
—¿Qué es lo que tienen y cómo lo dicen? —preguntó Bradlee.
Los periodistas habían abandonado su plan primitivo de escribir tres reportajes distintos. Woodward estaba escribiendo un relato sobre la «Carta Canuck», en el que se incluía el supuesto papel jugado por Clawson, y Bernstein estaba escribiendo un reportaje sobre el espionaje y sabotaje de Segretti. Le entregaron a Bradlee copias de los reportajes, aún sin terminar.
Bradlee acercó su sillón a la mesa oval, levantó la mano rogando silencio y comenzó a leer. Simons estaba leyendo otra copia. Rosenfeld, nervioso, hacía bascular su silla. De vez en cuando se intercambiaban algunos comentarios. Sussman permanecía sentado, tranquilo, con las piernas cruzadas.
—¡Muchachos —el silencio se rompió bajo la voz de Bradlee— habéis conseguido un buen reportaje! Ponedlo todo junto, en uno. Las cosas se complementan, forman parte de un mismo todo.
Hizo girar su silla 180 grados, hacia donde estaba su máquina de escribir, abrió un cajón y sacó de él un trozo de papel con copia.
—No importa que haya varios párrafos iniciales —dijo Bradlee—; eso es cosa que podréis arreglar.
Comenzó a escribir una sección que se refería a Clawson y a la carta. Escribió dos largos párrafos y después pasó la hoja a Woodward, al otro lado de la mesa. Mientras tanto, Bernstein se había marchado a su mesa donde escribió:
Agentes del FBI han establecido que el incidente de la escucha clandestina de Watergate forma parte de una campaña masiva de espionaje y sabotaje político llevada a cabo en nombre del Comité de Reelección del Presidente Nixon y dirigida por funcionarios de la Casa Blanca y de dicho Comité.
Esas actividades, de acuerdo con informaciones obtenidas en el FBI y en el Departamento de Justicia, estuvieron dirigidas contra los más destacados oponentes demócratas en la elección presidencial y —desde 1971— representó una estrategia básica del esfuerzo en pro de la reelección de Nixon.
Bernstein pasó el borrador en círculo, primero a Woodward y después a todos sus superiores sentados en torno a la mesa. Todos dieron su conformidad. No se cambió ni una sola palabra, lo cual resultaba poco corriente en casos como aquél de una historia tan delicada, y, más todavía, dado el gran número de jefes mezclados en el asunto.
Woodward añadió el tercer párrafo:
Durante la investigación del caso Watergate, agentes federales establecieron que cientos de miles de dólares aportados por los contribuyentes a la campaña de Nixon, fueron puestos aparte para pagar una campaña extensa y subterránea encaminada a desacreditar individualmente a los candidatos demócratas a la presidencia y causar disturbios en sus campañas.
De acuerdo con una sugerencia presentada en primer lugar por Sussman, se escribió el cuarto párrafo:
El trabajo del servicio de inteligencia es normal durante una campaña y se dice que fue llevado a cabo por ambos partidos políticos. Pero los investigadores federales dicen que las cosas que ellos han descubierto hechas por las fuerzas de Nixon no tiene precedentes ni en extensión ni en intensidad.
Pese a la falta de ejemplos específicos los cruciales párrafos quinto y sexto incluían los casos de espionaje y sabotaje tales como:
El seguimiento de miembros de las familias de los candidatos demócratas; reunir dossiers sobre sus vidas privadas; falsificar cartas y distribuirlas como firmadas por los candidatos; hacer llegar a la Prensa comunicaciones falsas y expresamente manipuladas; hacer que las reuniones previstas para una determinada hora no pudieran tener lugar a tiempo; apoderarse de archivos confidenciales de la campaña, e investigar la vida privada de docenas de empleados que trabajaban para la campaña de los Demócratas.
Aparte de esto, los investigadores dicen que las actividades incluían la introducción de provocadores en las filas de las organizaciones que se esperaba se manifestasen en las Convenciones Demócrata y Republicana, e investigar la vida de los donantes en potencia para la campaña de Nixon antes de que éstos ofrecieran sus donativos.
Woodward llamó a Shumway, el portavoz principal del CRP, le leyó los seis primeros párrafos y le explicó en grandes líneas el asunto Segretti y las alegaciones que hacían referencia a Clawson y la carta.
—Por favor, vuelva a leérmelo —dijo Shumway aparentemente atónito.
Woodward repitió.
—Esto es algo que tengo que devolverle —dijo Shumway—. Déjeme que pongamos las cosas en claro. ¿Está escribiendo eso para mañana…? Este asunto nunca deja de asombrarme.
Shumway llamó una hora más tarde y dijo:
—Bien, ¿está usted preparado? Tenemos que hacer una declaración:
La historia del Post no sólo es una ficción sino una colección de absurdos.
Woodward se quedó esperando.
—Eso es todo —dijo Shumway.
Woodward le pidió que especificara algunos puntos.
—No es necesario, Robert —dijo Shumway—. Eso es todo lo que tenemos que decir. El asunto, en su totalidad, está en manos de las autoridades.
A Woodward y Bernstein les pareció que la falta de un mentís especificado confirmaba su relato.
Los dos primeros párrafos con sus nítidas declaraciones sobre espionaje y sabotaje político masivo, dirigido por la Casa Blanca como parte de una estrategia reelectoral básica, eran esencialmente interpretativos y… arriesgados. Ninguna fuente les había comunicado explícitamente a los reporteros que sus afirmaciones, en substancia, representaran las conclusiones de los investigadores federales. Pero sabían que en los archivos del FBI y del Departamento de Justicia había datos que apoyaban sus conclusiones. El reportaje estaba basado en indicios de evidencia, declaraciones de distintas fuentes, deducciones, una comprensión parcial de lo que la Casa Blanca estaba haciendo, la familiaridad de los periodistas con la «mentalidad de vergajo» de los hombres del presidente y trozos dispares de información que los reporteros habían venido acumulando durante meses. Es posible que la gente de la Casa Blanca discutiera la interpretación del artículo y substituyeran la frase «espionaje y sabotaje político» por la de «trabajo de los servicios políticos de inteligencia», pero la verdad era que los hechos aprobaban el uso de un lenguaje agresivo. Ejemplos específicos de algunas de las tácticas, como se describían en los párrafos cinco y seis del artículo, brillaban por su ausencia, pero había fuertes pruebas de que la «Carta Canuck» y las actividades de Segretti entraban dentro de esas tácticas.
La declaración negativa de Shumway acompañaba al párrafo séptimo, así como la negativa de la Casa Blanca a comentar específicamente el artículo. Los diez párrafos siguientes se ocupaban del asunto de la «Carta Canuck». Informaban que Ken Clawson le había dicho a Marilyn Berger, el 25 de septiembre, que fue él quien escribió la carta, aunque se contaba también con su negativa a haber hecho tal declaración.
Los hallazgos en el caso de Segretti no se mencionaban hasta el párrafo número 18, cuando el artículo salía de la primera página para continuar en el interior.
La intervención de «al menos 50 colaboradores secretos de Nixon que viajaban por todo el país tratando de sabotear y espiar las campañas demócratas», no se mencionaba hasta el párrafo 19. Y el texto restante del artículo, que constaba de 65 párrafos, consistía en la descripción de los viajes de Segretti, sus intentos de captación de otros, conversaciones con Bob Meyers y detalles biográficos.
El título a cuatro columnas y doble línea, ocupaba la parte superior de la mitad de la página primera y decía así:
El FBI descubre que ayudantes de Nixon saboteaban a los Demócratas.
El reportaje se retransmitió por el Servicio de Noticias del Washington Post-Los Angeles Times a las 7 de la tarde. Más de 220 de los abonados a ese servicio utilizaron la historia para sus periódicos y gran parte de ellos en primera página. También fueron muchos los no abonados que adquirieron los derechos de publicación. La difusión fue por lo tanto amplísima.
En la sala de redacción de la delegación en Washington del New York Times, que se hallaba situada a menos de cinco manzanas del Post, uno de los redactores jefes del servicio de noche comenzó a hacer llamadas telefónicas a sus jefes en Nueva York y a miembros de su equipo en Washington. En menos de dos horas, el New York Times había establecido contactos con Dixon y Nixt, y ambos confirmaron los intentos de captación llevados a cabo por Segretti. La última edición local del Times del 10 de octubre, publicaba en la parte inferior de la página primera un reportaje que se ocupaba del relato de Shipley, resumiendo las acusaciones del Post sobre una campaña de sabotaje y espionaje político a nivel nacional, dirigida por la Casa Blanca y el CRP.
Esa tarde, en la Casa Blanca, Ron Ziegler se enfrentó a una representación de la Prensa cada vez más escéptica y determinada a desafiar la negativa de la administración a discutir sustancialmente el caso Watergate. En el curso de 30 minutos de entrevista el secretario presidencial de Prensa, notablemente incómodo, se negó 29 veces a discutir los detalles de lo publicado por el Post. Su respuesta fue que el CRP y Clawson habían contestado «apropiadamente» y que la Casa Blanca no tenía nada más que agregar.
Mientras Ziegler se enfrentaba a esas cuestiones hostiles en el Ala Occidental de la Casa Blanca, Bradlee se aproximó a la mesa de Woodward, en la redacción del Post, y se dejó caer en una silla.
—Hola. Tú, Carl y yo tenemos que almorzar juntos hoy y tener una pequeña conversación —dijo.
Sin embargo Bernstein se hallaba fuera de la ciudad, asistiendo al funeral de una amiga, la esposa de su antiguo jefe.
—Entonces tú y yo solos —dijo Bradlee—. Tenemos que hablar.
Cruzaron la Calle 15 para dirigirse a la Montpelier Room del Hotel Madison, un lujoso restaurante francés. Bradlee pidió una mesa situada en un rincón y comenzó la conversación.
—Creo que debes ponerme al día sobre la historia del caso Watergate, porque… —hizo una pausa y se volvió al camarero para pedir la comida, en un francés perfecto, y después continuó—: Las cosas se están poniendo al rojo vivo y deseo conocer más sobre el tema.
Bradlee tenía una idea sobre quiénes formaban las «fuentes» de los reporteros «pero lo sé de segunda mano, por Sussman y Rosenfeld», le dijo.
—Me gustaría conocer de primera mano —continuó—, ahora, cómo se han podido conjuntar los reportajes y de dónde provienen las informaciones.
Bradlee tenía una auténtica formación de reportero y el instinto de ellos; comprendía lo a disgusto que se habla de las fuentes informativas con nadie, incluso con el director o los redactores jefe del propio periódico.
—Dime sólo lo que creas que puedes decirme —le animó—. Sólo te pido que des sus posiciones y que me repitas de nuevo que estás seguro, y que Carl también está seguro de ellas y que no se trata de personas que simplemente estaban ansiosas de aparecer en la primera página del Post.
Bradlee se reclinó en su silla. Él y Woodward hablaron de cómo se había conseguido la información para todos los reportajes publicados en el periódico, cómo los reporteros habían tratado con sus fuentes informativas y bajo qué circunstancias las habían hallado y se habían comunicado con ellas. La conversación llegó a un punto en que dio satisfacción al instinto periodístico de Bradlee y sus responsabilidades como director, sin que por eso se hubiesen roto las promesas de anonimato que Bernstein y Woodward habían hecho a sus informadores.
Después de más de una hora de charla, Bradlee dijo:
—De acuerdo, está bien. Me doy por satisfecho. ¿Qué tenéis para mañana?
Bradlee quería mantener la presión.
Los reporteros estaban trabajando en dos zonas muy amplias, le dijo Woodward: la conexión entre Segretti y la Casa Blanca y todo un catálogo de sucios trucos que habían venido empleándose contra la campaña de Muskie. Pero ninguno de los dos reportajes podría estar listo para el día siguiente.
A las 3 de la tarde, cuando todos los jefes de sección se congregaron en el despacho de Bradlee para la reunión diaria sobre lo que se publicaría en la próxima edición, se consideró la posibilidad de elegir entre dos temas como continuación, en primera página, de la historia del día: las reacciones de la Casa Blanca (o mejor dicho la falta de reacción) tal y como había sido expresada por Ron Ziegler y una demanda del senador Muskie, pidiendo que el Presidente Nixon, personalmente, respondiera a las acusaciones de la Prensa sobre la inadecuada actuación de los miembros de la Casa Blanca, puesto que la seriedad de las acusaciones, su gravedad, así lo requería. Muskie había insistido en que toda investigación sobre el caso fuera hecha al margen del Departamento de Justicia, pues resultaba inconcebible que «los abogados del Presidente» pudieran investigar objetivamente un supuesto caso de corrupción en el seno del personal de la Presidencia.
Ninguna de las dos informaciones despertó demasiado entusiasmo. Rosenfeld le dijo a Woodward que los directores se sentían preocupados por la falta de una continuación del reportaje del día anterior que fuera lo suficientemente fuerte, puesto que tal cosa podía ser considerada como una marcha atrás en el Washington Post. Y le urgió a Woodward para que tratara de conseguir algo importante a la mayor brevedad.
A eso de las seis, Frank Mankiewicz, uno de los directivos de la campaña de McGovern, llamó a Woodward. Tenía una lista de diez actos de supuestos sabotajes llevados a cabo contra la campaña de McGovern. Se trataba de «hechos tan perfectamente preparados y maquinados que tienen que provenir de los republicanos», dijo Mankiewicz.
Esos actos iban desde los muy serios —un intento de suplantar la personalidad de uno de los ayudantes más importantes de McGovern y crear un falso encuentro entre el candidato y el presidente de la AFL-CIO, George Meany— al acoso telefónico de la centralita del cuartel general de McGovern con llamadas inoportunas[29].
Woodward preguntó si tenía alguna prueba que pudiera relacionar esos actos con la Casa Blanca o el Comité para la reelección de Nixon.
Mankiewicz le dijo que no, pero todos ellos tenían el claro aspecto de formar parte de la misma operación que el Post había descrito esa mañana.
Rosenfeld deseaba un reportaje de primera página con las acusaciones de Mankiewicz. Woodward arguyó, con fuerza, que el periódico carecía de pruebas de que esos incidentes formaran parte de la extensa campaña del CRP. Temía que los lectores llegaran a la conclusión, en cierto modo justificada, de que la campaña de McGovern se utilizaba como blanco de los supuestos sabotajes. Podían preguntarse por qué McGovern no había hecho las acusaciones anteriormente. La reacción de Ziegler formaba un fondo básico más legítimo para escribir un reportaje a continuación del anterior. Pero Woodward fue obligado a ceder ante la presión de Rosenfeld y los otros redactores jefe.
Woodward continuó protestando, incluso después de haber escrito el artículo, que comenzaba subrayando que Mankiewicz no había podido suministrar ninguna prueba que conectara esas actividades con la campaña del Presidente.
El reportaje se tituló:
Los demócratas hacen acusaciones de sabotaje
Serviría sólo para alimentar las acusaciones de la Casa Blanca de que el Post y los responsables de la campaña de McGovern conspiraban en los últimos días desesperados de la campaña de los Demócratas.
Bernstein, que llegó a Washington cuando se hallaba en plena efervescencia la discusión entre Woodward y los redactores jefe, venía doblemente preocupado. Sus llamadas telefónicas estaban bastante lejos de haber confirmado los últimos actos en una larga lista de intentos de sabotaje llevados a cabo contra la campaña de Muskie.
Al día siguiente del que habló con Alex Shipley, Bernstein había comenzado a llamar a distintos miembros del equipo de la campaña de Muskie. Uno tras otro, todos le habían relatado historias de horror sobre cómo su campaña había sido víctima, repetidas veces, de accidentes inexplicables, que al parecer únicamente podían ser el resultado de un esfuerzo organizado de sabotaje: robo de documentos, falsificación de literatura sobre la campaña, anulación de reuniones, llamadas telefónicas ofensivas y amenazadoras a los votantes, hechas como en nombre de los que representaban la campaña de Muskie, interferencias en los mitines y —desde luego— el caso de la falsa «Carta Canuck».
Sin embargo todos, o casi todos, concedían que la campaña de Muskie había sido un fracaso, autodestructiva, debido a las vacilaciones del candidato en sus declaraciones y por lo que, a su juicio, constituía su ineptitud. No sabían quiénes eran los responsables de los hechos anormales que habían venido ocurriendo, pero quienquiera que fuese, era culpable. Algunos habían supuesto que se trataba de los partidarios de Hubert Humphrey, otros sospecharon de los seguidores de George Wallace.
Bernstein, en calidad de reportero, había viajado con Muskie durante una semana en el transcurso de la campaña de 1968, cuando el senador fue nominado como candidato a la vicepresidencia por el Partido Demócrata y conocía a Muskie ligeramente. Deseaba ponerse en contacto con él antes de que se publicara nada en el Post sugiriendo que su campaña para la Presidencia había sido objeto de sabotaje.
Woodward había sido informado por Roger Wilkins, uno de los editorialistas del Post[30] de que Muskie había buscado consejo legal durante la campaña cuando sospechó que algunos de los miembros de su familia eran seguidos y vigilados. Wilkins, que había sido director del Servicio de Relaciones Comunitarias del Departamento de Justicia, cuando ocupaba la Fiscalía General Ramsey Clark[31] y el sobrino del presidente del NAACP, Roy Wilkins, que contaba 40 años de edad, le había dicho: «Muskie ha contratado los servicios de un abogado porque uno de sus hijos está siendo seguido y se han hecho investigaciones sobre él en la escuela».
Bernstein se encontró con Muskie en Capitol Hill y la entrevista duró más de una hora. Sin rencor, Muskie le reveló que había venido sospechando durante mucho tiempo que las fuerzas de Nixon se hallaban detrás de «una sistemática cadena de sabotajes», que había perjudicado su campaña.
—Nuestra campaña se vio constantemente afectada por fallos, molestias y disturbios que no parecían naturales —dijo Muskie—, pero no logramos nunca averiguar quién era el culpable… Había alguien que nos tendía emboscada tras emboscada. Presumimos que se trataba de la gente de Nixon, debido a que ésa es la naturaleza de la administración, carecen de sensibilidad, de respeto para la vida privada y de decencia política. Pero no teníamos pruebas de que fuesen ellos.
Muskie describió más de una docena de incidentes que sospechaba hubieran sido obra de sabotaje y que abarcaban casi los mismos terrenos que habían mencionado los miembros de su equipo. Desde que en 1970 se enteró que algunos agentes del FBI habían sido destacados para informar sobre un discurso pronunciado por él, el 22 de abril de ese año, dijo el senador que «llegué a suponer que estaba siendo seguido por los republicanos».
¿Habían sido seguidos algunos miembros de su familia?
—Pensamos que sí, que estábamos siendo seguidos, pero nunca estuvimos en condiciones de establecer conexión alguna entre ello y el espionaje republicano.
El senador se negó a ser más explícito o a hablar de lo que le había pasado a uno de sus hijos, si es que le había ocurrido algo.
—Lo que se refiere a los sucesos relacionados con mi familia cae dentro del terreno privado.
Su tono, malhumorado e insistente, reflejaba una amargura real. Bernstein siguió tratando de averiguar qué podía haber detrás de aquello. Le preguntó a Muskie si alguien había tratado de enterarse de algo concreto sobre alguno de sus hijos, como por ejemplo, si fumaba marihuana.
—Le digo que no voy a hablar de ello, de ningún modo —le respondió Muskie.
El 12 de octubre, Bernstein escribió un artículo sobre los sabotajes durante la campaña de Muskie, basándose en entrevistas y memorándums obtenidos de Muskie y su equipo antes de que se hubiera publicado el reportaje del 10 de octubre. Y estuvo en condiciones de confirmar que:
En el mes de julio de 1971 se utilizaron papeles con el membrete falsificado del senador Muskie para enviar cartas que hacían referencia al asunto del senador Edward Kennedy y su incidente en Chappaquiddick, dirigidas a miembros del Congreso pertenecientes al Partido Demócrata. El resultado de ello fueron quejas contra Muskie al que se acusó de realizar una campaña poco ética.
El 17 de abril de 1972, una de las cenas celebradas para recoger fondos para la campaña de Muskie fue objeto de sabotaje cuando se empezaron a servir licores, flores, pasteles, y otros lujos que no estaban incluidos en el menú y que fueron pedidos por alguien que se identificó como uno de los organizadores.
Varios días antes de las elecciones primarias en Florida se distribuyó una octavilla, escrita sobre papel con el membrete falsificado de Muskie. En ella se acusaba a los senadores Humphrey y Henry Jackson de conducta sexual ilícita.
Durante la campaña de las elecciones primarias en New Hampshire muchos votantes fueron despertados a media noche por llamadas telefónicas de personas que se proclamaban miembros del Comité pro Muskie de Harlem, pidiéndoles que votaran por Muskie «porque eso sería bueno para los negros».
Durante 1971 desaparecieron de las mesas de los expertos en elecciones de la campaña de Muskie datos relacionados con las votaciones por dos veces consecutivas. Esto convenció a Muskie de que había un espía metido dentro de los cuadros medios de su organización, en su cuartel general. Miembros del equipo de Muskie afirman que, posteriormente, fueron advertidos por el columnista Rowland Evans de que había un espía en su campo.
Woodward estaba leyendo el relato sobre Muskie en el periódico del 12 de octubre, cuando Robert Meyers le telefoneó desde Los Ángeles. Había encontrado a Larry Young, uno de los miembros de la cofradía de Segretti durante su época de estudios en la USC, que posiblemente debía ser la otra mitad de la prevista firma «Young & Segretti». Segretti le había comunicado a Young muchas cosas sobre sus contactos con la campaña de Nixon. Woodward comenzó a tomar notas mecanografiadas de la conversación.
—Segretti le dijo (a Young) que el FBI se había enterado de algunas cosas relacionadas con él, por las fichas de sus llamadas telefónicas en las que constaban las hechas a E. Howard Hunt; un gran número de llamadas, todas en una dirección, de Hunt a Segretti… En ellas Hunt le daba instrucciones específicas que estaban relacionadas con… no se trataba del caso de la escucha del Watergate…
Woodward se asombró. No se les había ocurrido, ni a él ni a Bernstein, que la operación de Segretti estuviese ligada a los planes de Hunt.
—Segretti le dijo a Young: «Estoy trabajando para un rico abogado republicano de California con relaciones a nivel nacional y se me paga de un fondo especial confiado a ese abogado».
Kalmbach. Woodward le preguntó a Meyers si había probado con el nombre del abogado personal del Presidente, para ver si lo identificaba Young. Meyers dijo que Young no sabía quién era Kalmbach.
—Young está convencido de que Segretti se relacionaba con Dwight Chapin y con Hunt debido a que Segretti le hablaba de ir a Miami para encontrarse allí con «todas las personas clave» con las que había estado en contacto telefónico. Y anteriormente le había dicho a Young que se trataba de Hunt y que Chapin era el organizador general. Segretti repetía siempre: «Tengo que hablar con DC. Tengo que encontrarme con DC». Al principio pensó que se refería al Distrito de Columbia, pero después se convenció de que esas iniciales, DC, correspondían a Dwight Chapin… Según otros han informado a Young era también buen amigo de la «mafia» republicana de la USC y se mantenía en contacto con ella…
—En Miami —continuó Meyers—, según la creencia de Young, Segretti se encontró con Hunt y Chapin y se le pidió, él no sabe por cuál de los dos, que reclutara y organizara un grupo de cubanos para asaltar el Hotel Dora Beach y dejar rastros falsos que tendieran a indicar que estaban trabajando para McGovern. Segretti se negó porque pensó que eso sería flagrantemente ilegal y demasiado violento.
Durante meses los periodistas estuvieron recogiendo información que sugería que las fuerzas de Nixon habían hecho un uso rutinario de provocadores en las manifestaciones y que tales actos habían sido planeados para que se ejecutaran durante las Convenciones. Pero presumieron que los más claros de ellos debieron haber tenido lugar después del Watergate. Sí, había habido un asalto al Hotel Dora Beach, en Miami, y había algunas pruebas de que entre las personas participantes en las manifestaciones hubo provocadores. Woodward recordó las palabras de «Garganta Profunda» en la noche anterior: «No son tipos demasiado brillantes». De algún modo esa afirmación parecía consoladora y temperaba las horribles implicaciones de lo lejos que estaban dispuestas a llegar las fuerzas de Nixon para lograr sus fines. ¿Hasta dónde hubieran llegado en sus esfuerzos de no haber sido tan estúpidamente sorprendidos los asaltantes de Watergate, cuando trataron de volver a cerrar la puerta de la escalera de salida, el 17 de junio, lo que hizo que uno de los vigilantes del Watergate llamara a la policía? ¿O si Howard Hunt, el supuesto «maestro de espías», hubiera tomado la elemental precaución de utilizar sólo teléfonos públicos?
Woodward se dirigió a la oficina de Sussman. El redactor jefe de la sección local y Bernstein estaban sufriendo al darse cuenta de lo cerca que se hallaban de establecer que entre Segretti y Chapin habían existido contactos. Era un suplicio de Tántalo el sentirse tan próximos al fin y sin llegar a él. La información de Meyers sobre Young establecía esta conexión, pero Young no estaba dispuesto a ser mencionado. Pasaron a estudiar las notas de Woodward.
Esa noche, Bernstein logró localizar a Young en su oficina de Los Ángeles. Charlaron durante más de una hora, por teléfono:
Young le dijo:
—En agosto Segretti me llamó, presa de pánico. Fue unas dos semanas antes de la convención republicana. Me dijo que acababa de recibir la visita del FBI y deseaba hablar conmigo lo más pronto posible. Estaba preocupado porque no había recibido previo aviso de que el FBI lo iba a visitar. Pensaba que alguien había estado en condiciones de prevenirle de que iba a ser interrogado y aconsejarle qué debía responder. No quiso decir quién podía haberle avisado, sólo que se trataba de la gente para la que estaba trabajando. Tenía miedo de que lo abandonaran, que lo sacrificaran como chivo expiatorio, sin darle la menor protección o cobertura. Deseaba consejo sobre lo que debía hacer…
—Me dijo —continuó Young— que estaba siendo pagado por un fondo confiado a la custodia de un abogado. Dijo que ése abogado era un amigo del presidente, situado en un cargo muy elevado y que tenía instrucciones de guardar celosamente el secreto de su nombre… Afirmó que jamás divulgaría ningún nombre.
Bernstein presionó en busca de cualquier cosa que Young pudiera recordar sobre el abogado en cuestión. Young reflexionó un poco.
—¡Ah, sí! En cierta ocasión me dijo que vivía en la zona de Newport Beach.
Kalmbach vivía en Newport Beach y mantenía sus oficinas allí.
Un amigo del presidente, situado en un cargo muy elevado, abogado; en Newport Beach…
Ante Young, ¿cómo había caracterizado Segretti sus actividades políticas?
—Me dijo Segretti que estaba metido en actividades que definió como «asuntos políticos» y que formaba parte de la campaña por la reelección del Presidente y que debía tratar de crear problemas y dificultades a los distintos candidatos demócratas…
—Cuando fue convocado ante el gran jurado, trató de entrar en contacto con sus asociados (que estaban) en Miami Beach (para la convención). Era presa del mayor pánico; estaba incluso más preocupado que cuando el FBI lo visitó. Seguía pensando que debieron advertirle previamente. Tratando de ponerse en contacto con un Chapin. Le pregunté: «¿Has hablado con Dwight sobre esto?». Me dio una respuesta evasiva y me dijo que no podía confiar en nadie, y que no deseaba mencionar ningún nombre. Le preocupó mucho la mención de Dwight.
—Poco después —siguió explicando Young— me volvió a telefonear, a medianoche, para decirme que se hallaba en Miami y que había establecido un contacto, no quiso decirme con quién, y que le habían pedido que se quedara en Miami. Me dijo que allí le habían mostrado el informe del FBI sobre su interrogatorio… sobre los dos interrogatorios… Y le pidieron que dijera la verdad (ante el gran jurado), que no cometiera perjurio, y que no se preocupara por nada.
—Debía sostener lo que había dicho al FBI, que no era nada perjudicial, pues se limitó a hablar de las llamadas telefónicas de Hunt y de algunas pequeñas actividades que había llevado a cabo, cosas inocuas, como la de estar involucrado en algunas de las actividades de la campaña, pero en ninguna de las que después publicaría el periódico. Cuando dijo a quién informaba, fue el Fiscal Federal quien lo interrogó con tiempo y hablaron de todo.
—Pero ante el gran jurado las preguntas resultaron mucho más sencillas, a escala más simple. Sólo las cosas inocuas y algunos detalles sobre sus conversaciones telefónicas con Hunt. Nadie le preguntó para quién trabajaba. Pero después, una mujer miembro del gran jurado le preguntó quién le pagaba y a quiénes conocía del personal de la Casa Blanca. Fue entonces cuando salieron a relucir nombres, especialmente el de Dwight Chapin. No mencionó otros nombres (en su conversación con Young). Dijo que le había comunicado al gran jurado el nombre del abogado de la Costa Occidental que le pagaba.
Así las cosas quedaban claras, definidas. El Departamento de Justicia sabía que el secretario de protocolo del presidente y su abogado personal estaban mezclados en el asunto y no había hecho nada para seguir adelante con la investigación. De nuevo Bernstein se preguntaba sorprendido cómo habían podido ser manipulados los fiscales para aceptar tal decisión. «Le había dicho a la fiscalía, fielmente, todo lo que sabía», le informó Young. Bernstein le preguntó algunos detalles específicos de lo que Segretti le había dicho a él.
—Mencionó una carta o panfleto que debía ser enviado por correo a los miembros del Comité Demócrata en el Estado de California. Se trataba de un ataque calumnioso contra Humphrey, acusándolo de la guerra, llamándole doble perdedor y dando la impresión de que era rechazado por las gentes de McGovern. Dijo que había otros que hicieron las mismas cosas. «Sólo soy un pez pequeño, uno de los muchos que estamos haciendo las mismas cosas».
¿Y Chapin?
—Mi impresión —respondió Young— es que Don y Dwight estaban muy unidos. Tan unidos como sólo pueden estarlo dos buenos amigos. Venían manteniendo contacto durante años. Mencionó que había telefoneado a Dwight a su casa sobre lo que estaba ocurriendo. Pero por lo demás se mostró siempre muy reservado conmigo.
¿Qué le había dicho sobre Howard Hunt? ¿Hasta qué punto habían llegado sus confidencias?
—Cuando el FBI fue a verlo por primera vez, se enteró de que su número de teléfono había aparecido en la ficha telefónica de Howard Hunt. Dijo que él conocía a Hunt por otro nombre, un nombre supuesto, un seudónimo, pero que supo que era él por su voz. Hunt hablaba siempre en un tono bajo, como de conspirador, dijo, y pensaba que era un tipo muy extraño. Dijo que parecía como si Hunt aportara todavía más intrigas de las que ya existían.
La conversación estuvo condicionada a la garantía de que no fuera archivada, pero Young dijo que consideraría la posibilidad de que fuese utilizada, siempre y cuando se le confirmara legalmente que no había en ello ninguna violación del privilegio de secreto existente entre abogado y cliente. En realidad Segretti nunca había recurrido a él como abogado, sino que había hablado con él simplemente como amigo, dijo Young. Él, Bernstein, Meyers y Woodward se mantendrían en contacto diario.
El viernes 13 de octubre, Young se mostró conforme con que su información fuese utilizada. Woodward se ocupó de estudiar los detalles en una conversación final, presionando para enterarse de si existía alguna posibilidad de que Young pudiera estar equivocado o exagerase las relaciones y contactos de Segretti con Hunt y Chapin. La respuesta fue negativa.
Se envió a Meyers para que consiguiera una declaración jurada de Young afirmando que el contenido de sus entrevistas con Meyers, Bernstein y Woodward era un reflejo fiel de lo que Segretti le había dicho.
Por fin contaban, al menos, con un reportaje basado casi por entero en un relato registrado que no podía ser atacado por la Casa Blanca como procedente de fuentes anónimas.
Durante dos días Woodward estuvo tratando de ponerse en contacto telefónico con Chapin, en su oficina de la Casa Blanca, a pocos pasos del Despacho Oval, el despacho oficial del Presidente. La primera vez, su llamada fue recogida por la centralita, mientras se le preguntaba quién era y desde qué numero llamaba. Al cabo de unos veinte segundos se pasó su llamada al despacho de Chapin donde una secretaria le dijo que Chapin estaba muy ocupado y tomó el recado. Pero no lo llamaron a él como había pedido se hiciera cuando Chapin tuviese tiempo.
Se presentó, también, otra pega: Meyers había descrito a Young como abogado «defensor de radicales y asesinos de policías». No había otra frase que fuera más capaz de hacer que se encendiera el disco rojo en el despacho de Harry Rosenfeld. El redactor jefe de la sección metropolitana dijo, llanamente, que no estaba dispuesto a poner en juego su reputación o la del Post basándose simplemente en la palabra de «cualquier abogado hippie».
Por suerte, las referencias de Larry Young estaban en orden. Woodward hizo una docena de llamadas telefónicas a la Costa Occidental y se pasó horas hablando con miembros del Colegio de Abogados y de Procuradores, que garantizaron a Young, al que describieron como un representante de la abogacía, respetado y responsable. Woodward se enteró también de la forma de vestir de Young (ropas modernas pero de buen gusto) y de la longitud de su cabello (más corto que el de Bernstein). Después de eso Rosenfeld se mostró satisfecho.
Bernstein comenzó a escribir el artículo y Woodward salió del periódico para hacer una ronda de visitas por el Departamento de Justicia. Después de varios fracasos, encontró a un abogado enterado del caso que se hallaba solo en su despacho. Woodward fue invitado a pasar y a que tomara asiento. En la conversación reinó ese aire desprovisto de formalidad que prevalece en los fines de semana. Comenzaron hablando de lo publicado el martes sobre el espionaje y el sabotaje en las elecciones primarias.
—Sí, dimos con Segretti gracias a la ficha telefónica de las llamadas de Hunt —le dijo el abogado—. El FBI había decidido hacer una investigación a fondo sobre un buen número de las llamadas hechas por Hunt. Había más de setecientas en total. Una de ellas era a ese tipo, Segretti. Déjame subrayar que esos trucos sucios tal vez no constituyen nada ilegal y que aquí, en el Departamento de Justicia, lo que estamos tratando de poner en claro es el caso de las escuchas clandestinas y el allanamiento de Watergate… Pero me siento preocupado por el caso… El FBI está actuando de un modo raro… hay quien se interesa en el asunto desde la cumbre.
No quiso decir quién era esa «cumbre».
Quedó más claro que nunca por qué el caso Watergate había sido considerado con miras concretas y estrechas, que los fiscales no persiguieron otros delitos —que resultaban obvios— salvo que estuvieran relacionados directamente con él.
Woodward leyó en voz alta algunas notas sobre los contactos Chapin-Segretti y sugirió que tal vez debían explicar la existencia de ese interés a «alto nivel». No sabía si el abogado se mostraría sorprendido o no.
Después de una corta vacilación, el abogado dijo:
—En esencia eso es lo que nos han dicho.
Woodward dijo que le causaba un poco de miedo ese reportaje, porque conducía directamente a la Casa Blanca, «al hombre que guardaba la puerta de entrada al despacho de Nixon», pues ésta era una de las funciones de Chapin.
El abogado sonrió:
—Me he preguntado más de un vez por qué te preocupas tanto de Chapin, que está en una posición inferior a la de Mitchell y Stans. Lo que te han dicho sobre Segretti y Chapin es lo mismo que nos han dicho a nosotros. Yo puedo hablar de esto con algo más de libertad porque realmente no tiene nada que ver con el caso Watergate. Es algo que forma parte de la investigación, técnicamente, pero se trata de algo marginal y no lo estamos siguiendo.
A eso de las 5 de la tarde, los reporteros y los redactores se reunieron para discutir el reportaje sobre Chapin. Iba a ser demasiado largo y, por lo tanto, no podía quedar terminado en unas dos o tres horas, así que se decidió dejarlo para el domingo. El Departamento de Justicia se había vuelto de espaldas a la investigación sobre la conspiración existente en el caso Watergate; sólo había fijado su atención en el allanamiento y la escucha en el cuartel general de los Demócratas —la IOC[32] o «Interception of Oral Comunications», como la llamaban los federales— e ignoraron la conspiración dirigida por los hombres del presidente para corromper el proceso electoral legal.
Woodward llamó a una persona, un conocido casual de la Casa Blanca, para conseguir alguna información sobre la forma de ser y detalles de la formación y la posición de Chapin.
—Se trata de uno de esos tipos parecidos a Haldeman y a Pat Buchanan (uno de los encargados de escribir los discursos del Presidente y redactor de los resúmenes diarios de noticias de la Casa Blanca), que se incorporaron al tren del Viejo muy pronto y lo siguieron en sus altibajos —le dijeron—. Chapin es el tipo que se ocupa de que el Viejo reciba a tiempo su traje de la tintorería durante la campaña… Hace que todos tengan su café y se encarga de presentar excusas en el caso de que el presidente se retrase; se encarga también de llamar a la señora Nixon o a sus hijas. Incluso pasa un buen cepillo por la espalda del presidente, cuando es necesario… como lo hizo ya en la campaña de 1968… Dwight es un tipo simpático que nunca se olvida de saludar a nadie.
La decisión de retrasar la publicación de esa historia hasta el domingo se tomó después de que Woodward telefoneara a la Casa Blanca, el viernes, para saber cuál era su comentario. A eso de las 8:00, tres horas después de haber comunicado en esencia el contenido del artículo, el segundo secretario de Prensa, Gerald Warren, lo llamó para decirle:
—Tengo un comentario de Dwight Chapin —dijo. Y leyó:
Tal y como el reportero del Washington Post presenta la historia, está basada enteramente en rumores y es fundamentalmente inexacta. Por ejemplo: Yo no conocí, no me encontré, no vi ni hablé nunca con E. Howard Hunt. Conozco a Donald Segretti desde la época del «College», pero no me entrevisté con él en Florida como se sugiere en el reportaje y desde luego jamás discutí con él ninguna de las fases de procedimiento del gran jurado en el caso Watergate. Fuera de esto no tengo el propósito de hacer ningún otro comentario.
Chapin se apresuraba a responder a acusaciones que no se habían formulado contra él e ignoraba el punto más importante: los contactos con Segretti. «Fundamentalmente inexacta» era una frase empleada como lo fuera «colección de absurdos» para describir la historia inicial sobre el sabotaje-espionaje de Segretti. Juntamente con esa bandera roja siempre agitada de los «rumores».
Pero en esta ocasión la acusación de «rumores» fallaba. El Post contaba con la declaración jurada de Larry Young.
A las 9:00 de la noche, cuando Bernstein se sentó para escribir el reportaje, tenía tres versiones de las entrevistas con Young: la suya propia, la de Woodward y la de Meyers. Su mesa estaba tan llena de papeles que resultaba imposible trabajar en ella, así que se fue cambiando a las tres mesas vecinas vacías, dejando tras sí una estela de notas. A las 7 de la mañana tenía escritas 15 páginas que referían ampliamente todo lo que Young había dicho. Sólo faltaban por escribir los detalles biográficos de Chapin.
Se dejó caer para descabezar un incómodo sueño de dos horas en un sofá de la sección de deportes y fue despertado transcurrido ese tiempo por un ayudante de redacción. Bernstein deseaba que su artículo estuviera listo temprano para que pudiesen revisarlo Rosenfeld, Simons y Bradlee sin pérdida de tiempo. Había buscado en los archivos del periódico cualquier cosa que le sirviera para ampliar la biografía de Chapin. Sólo había un recorte de media página, editado por la organización de la campaña de Nixon de 1968. En él se decía que Chapin se había graduado en la USC y había trabajado para la Agencia de Publicidad de Walter Thompson, a las órdenes de Haldeman. Bernstein añadió los detalles que ya conocía por las notas de Meyers.
A eso de las 9:30 llamó al exfuncionario de la administración con el que entró en contacto durante la semana siguiente a las detenciones de Watergate. El hombre conocía bien a Chapin.
—Si Dwight tiene algo que ver con el asunto, Haldeman está detrás —le dijo—. Siempre hacía lo que le decían dos personas: Haldeman y Nixon.
Según él, Chapin no era hombre que actuara normalmente por iniciativa propia.
Woodward y Sussman llegaron a la redacción este sábado a eso de las diez de la mañana y comenzaron a estudiar el borrador de Bernstein. No había problemas con el párrafo inicial. Era el mismo que se había leído a la Casa Blanca:
El Secretario de Protocolo de Nixon y un exayudante de la Casa Blanca, acusado en el caso del espionaje electrónico de Watergate, sirvieron de «contactos» en una operación de sabotaje y espionaje contra los demócratas, ha declarado bajo juramento un abogado de California.
Sussman se mostró preocupado por creer que el párrafo inicial del artículo no subrayaba con el vigor necesario la posición de Chapin en la Casa Blanca, pues al presentarlo como secretario de protocolo del Presidente podía tenerse la impresión de que se limitaba a ser simplemente el encargado de recordar al Presidente las horas de sus citas. Así que se mecanografió un segundo párrafo:
El secretario de protocolo, Dwight L. Chapin, de 31 años de edad, se ve casi a diario con el Presidente. Es la persona que tiene a su cargo la distribución del horario del presidente para recibir visitas, incluso la coordinación de sus viajes por todas partes. Chapin es uno de los pocos miembros del personal de la Casa Blanca que tiene fácil acceso al presidente.
Bernstein se mostró satisfecho con tal añadidura. Pero protestó al ver que el párrafo siguiente describía a Chapin como un funcionario que respondía a las órdenes de Haldeman, lo que fue eliminado del borrador.
Su enfado se transformó en angustia cuando se eliminó el siguiente párrafo: la observación de que por la descripción hecha por Larry Young del abogado de Newport Beach, que se suponía pagaba a Segretti, «parecía corresponder a Herbert W. Kalmbach, el abogado personal del presidente y exvicepresidente de finanzas de la campaña de Nixon».
Woodward había, tratado de ponerse en contacto con Kalmbach el viernes y la secretaria de éste le dijo que ningún miembro de la firma quería comentar asunto alguno con ningún reportero. Bernstein estaba dispuesto a defender vigorosamente que el párrafo siguiera en el artículo, pero Woodward se unió a los jefes de redacción y dijo que era preferible anular el párrafo hasta que fuera posible entrar en contacto con Kalmbach, o hasta que otra fuente identificara específicamente a Kalmbach como el pagador de Segretti. Bernstein concedió que debían estar en condiciones de confirmar los lazos de Kalmbach con Segretti en el plazo de unos días, así como de identificar al abogado del Presidente como uno de las cinco personas que tenían control total sobre los fondos secretos que habían financiado la campaña de espionaje y sabotaje.
Se añadió un nuevo párrafo en el que se citaba a Young, que había dicho que el dinero de las actividades de Segretti, incluido su sueldo de 20 000 dólares anuales, era pagado de «una cuenta puesta a nombre de un abogado… un amigo del Presidente con una alta posición y cuyo nombre (Segretti) tenía instrucciones de mantener celosamente en secreto».
Pese a los recortes, el reportaje, que se tituló Un ayudante clave de Nixon mencionado como contacto de sabotajes, causó sensación. Casi a los cuatro meses del allanamiento del cuartel general de los Demócratas, las salpicaduras del Watergate comenzaron a llegar rápidamente a la Casa Blanca.