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Llegó el momento en que Woodward precisó hacer a «Garganta Profunda» la señal de que necesitaba ponerse en contacto con él. Poco después de las elecciones habíase mudado de su pequeño y poco eficiente apartamento a otro mayor de dos dormitorios, un edificio restaurado que se hallaba a sólo dos manzanas del periódico. Le había dicho a «Garganta Profunda» que su nuevo apartamento no tenía balcón a la calle donde colocar la maceta con la bandera. Y lo que era peor, los habitantes de aquella casa se quejaban de que les robaban los periódicos que les dejaban en las puertas de sus pisos. Woodward sólo alquiló el apartamento después de un examen previo del edificio: tenía escalera posterior de salida de incendios y ventanas con antepecho. Después de su desgraciada entrevista en la que discutieron el tema Haldeman, adoptaron un nuevo sistema de señales para fijar una entrevista. Sería un sistema de comunicaciones en un solo sentido, iniciado por Woodward, que colocaría la papelera amarilla de su cocina fuera, en la salida de incendios.
Pero el sistema no había sido probado siquiera cuando surgieron serios problemas. Los vecinos del piso de arriba de Woodward acostumbraban a bailar en su apartamento, muchas veces entre la una y las cuatro de la mañana. Golpeaba con el mango de la escoba en el delgado techo y les pedía que al menos bailaran algo más suave, pero esto lo único que conseguía era excitar más a sus bailarines nocturnos. Woodward no era supersticioso, pero llegó a creer que en la vida de una persona hay ciclos perniciosos que deben ser detenidos aunque sea a la fuerza. Su mal ciclo había comenzado con el reportaje sobre Haldeman; sus frustraciones se habían ido agigantando durante los meses de noviembre y diciembre. Resultaba, pues, más conveniente volver a mudarse que seguir tentando al destino. Así, la única vez que puso fuera la papelera fue a finales de diciembre y sólo con la intención de decirle a «Garganta Profunda» que se iba a mudar de nuevo. «Garganta Profunda» se mostró poco comunicativo en el breve encuentro y le aconsejó que anduviera con pies de plomo y esperara a ver cómo se desarrollaba el juicio contra los acusados del Watergate.
Woodward encontró un nuevo apartamento en el piso superior de un alto templo de formica y parquet, una casa muy lujosa en el suroeste de Washington, cerca del río Potomac. Se compró una nueva maceta, «plantó» en ella la bandera y las cosas volvieron a ser como antes.
El primer contacto desde su nuevo domicilio tuvo lugar el 24 de enero, cuando Woodward había ya pasado varias noches gozando del silencio y la paz de su nueva vivienda. Bajó por una salida posterior al patio trasero y saltando un muro salió a un callejón lateral, preocupado por la advertencia de la señora Graham sobre una posible vigilancia y la aprehensión creciente de «Garganta Profunda». Le costó media hora encontrar un taxi y cuando al fin lo encontró a media milla del garaje, resultó que el taxista no podía cambiarle diez dólares. Enfadado tuvo que decirle que se quedara con la vuelta.
«Garganta Profunda» estaba ya esperando. Tenía aspecto cansado y preocupado, pero sonreía.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó levantando las manos con gesto exagerado mientras daba una profunda chupada a su cigarrillo. Por una vez, Woodward deseó que «Garganta Profunda» fuera comunicativo. Debía ser él quien le dijera lo que pasaba sin necesidad de tener que ir haciéndole pregunta tras pregunta, sonsacándolo, estableciendo un estado de cosas falso y sólo para llegar a conocer detalles mínimos y espaciados. Los dos reporteros se habían preguntado por qué «Garganta Profunda» sólo soltaba tan despacio lo que sabía, a retazos. Tenían varias teorías para explicarlo: si les decía de una vez todo lo que sabía, un buen «Plumber» podía averiguar de dónde procedía la información. Haciendo que los periodistas tuvieran que recurrir a otras fuentes informativas para completar o comprobar lo que él les decía, minimizaba sus riesgos. Tal vez ésa era la razón, pero podía haber otras. Podía ser que creyera que el efecto de dos grandes reportajes, devastadores o no, podía ser compensado por la Casa Blanca. ¿Se trataba, tal vez, de que quería hacer la partida más interesante, subiendo las apuestas poco a poco? Los reporteros tendían a pensar que no era lógico que alguien en su posición tratara de mostrarse tan caballeroso con asuntos que podían afectar a Richard Nixon o la misma Presidencia. Pensaban, más bien, que «Garganta Profunda» trataba de proteger a su Departamento, de conseguir un cambio de actitud antes de que todo estuviera perdido. Cada vez que Woodward le hizo la pregunta de por qué actuaba así, «Garganta Profunda» insistía:
—Debo hacerlo a mi manera.
Aquella noche todo se desarrolló del mismo modo. Dijo que únicamente respondería a las preguntas relacionadas con nuevas informaciones; no deseaba verse envuelto en una expedición de pesca contra los «Plumbers», la declaración de culpabilidad en el juicio, o las declaraciones de «Z».
Temeroso de tener que salir del garaje con las manos vacías, Woodward pasó a referirse a un tema sobre el cual dijo que él y Bernstein estaban empezando a escribir un artículo: Mitchell y Colson. Rápidamente revisó las pistas y detalles circunstanciales que parecían establecer cierta relación entre esos dos hombres y la conspiración.
«Garganta Profunda» pareció impresionado por el trabajo básico que los dos reporteros habían llevado a cabo. De repente se dirigió hacia uno de los coches que había en el garaje y se plantó delante de él, erguido, con la cabeza alta y las manos apoyadas autoritariamente en la manilla de la portezuela del auto. Comenzó a declamar:
—¡Desde este podio, estoy dispuesto a denunciar esta pregunta relacionada con el gentil Colson y el noble Mitchell calificándola de calumnia, de falsa insinuación, difamación y producto de un asqueroso periodismo! ¡Las cuestiones no son más que pura elucubración, ficción y un montón de absurdos y provienen de una fuente de información totalmente equivocada o falseadora!
Woodward, que se hallaba muy cansado, comenzó a reírse y a duras penas pudo contenerse. «Garganta Profunda», en su imitación de Ziegler, continuó con la denuncia:
—… no es más que una ficción de esos snobs de Georgetown que se han nombrado a sí mismos guardianes de la desconfianza pública y que sólo buscan la destrucción de la voluntad del pueblo…
La broma fue interrumpida por un ruido. «Garganta Profunda» se ocultó tras el auto, mientras que Woodward subía por la rampa de salida para ver de qué se trataba. Un viejo borracho, con aspecto muy convincente, estaba apoyado contra uno de los muros temblando de frío. Woodward se acercó a él y después de convencerse de que verdaderamente se trataba de un infeliz, le entregó diez dólares y le dijo que se buscara un hotel y se acostara. La noche era brutalmente fría. Woodward regresó a la planta baja del aparcamiento.
La interrupción había calmado los nervios de «Garganta Profunda».
—Colson y Mitchell estuvieron detrás de toda la operación Watergate —dijo con calma—. Todo el mundo en el FBI está convencido de ello, incluso Gray (L. Patrick Gray, director en funciones del FBI). El papel de Colson era activo. El de Mitchell, más «inmoral y menos activo», daba la señal de partida pero no se molestaba en trazar el esquema de la acción.
—Desde luego —continuó—, no hay nada que pueda ser considerado como algo más que una débil prueba circunstancial. Pero tampoco hay la menor duda de su intervención. «Aislamiento», es la palabra clave para comprender por qué es difícil poder hallar pruebas.
Describió a continuación cuatro factores que podían llevar a la «inevitable conclusión» de que Mitchell y Colson se contaban entre los conspiradores:
—Uno: la personalidad y lo que en el pasado habían realizado los dos. Esas cosas no eran nuevas para ellos. Segundo: había habido encuentros y llamadas telefónicas en momentos cruciales, pero Mitchell y Colson dicen que estaban relacionadas con otros asuntos. Tercero: el estrecho control ejercido sobre el dinero, especialmente por Mitchell, que en los demás asuntos incluso daba detalles de los más mínimos gastos, lápices y gomas de borrar, y que aquí parecía no haberse preocupado de cómo se gastaba. Cuarto: el hecho indiscutible de que los siete acusados estaban convencidos de que alguien iba a cuidar de ellos. Esto sólo podía haberse conseguido mediante la seguridad de la intervención de algún personaje situado muy arriba y que había actuado de modo convincente.
¿Hasta qué punto se había extendido la creencia de que Colson y Mitchell estaban involucrados en el caso?
—Nadie lo duda —dijo «Garganta Profunda»—. La Casa Blanca lo sabe, los jefes del FBI también.
Se pasó la mano por la garganta y después se acarició la barbilla.
—Están metidos hasta aquí —la mano ascendió más arriba todavía—. Pero no está probado. Y si el FBI no ha podido probarlo dudo mucho de que el Washington Post pueda hacerlo.
»Lo que obviamente define esta operación como obra de Mitchell y Colson estriba en que contrataran a Liddy y Hunt. Ésa es la clave. Mitchell y Colson eran sus protectores. Si uno investiga a fondo no tarda en enterarse de que la reputación de Hunt y Liddy estaba por los suelos. Tirada. Contratar a esos dos tipos era inmoral. Para ellos se trataba del trabajo soñado. Liddy deseaba someter a escucha electrónica los teléfonos del New York Times, eso lo saben todos[56]. Y ahora todo el mundo lo toma a risa. A Mitchell sobre todo le gustaba la idea.
«Garganta Profunda» se sintió un tanto analítico:
—Liddy y McCord debieran darse cuenta de que nadie puede ayudarles porque quien lo hiciera así se colocaría obviamente al descubierto. Cualquier investigación del Congreso se encontrará con graves problemas a no ser que consigan que alguien de dentro tire de la manta. Sin ello se descubrirá que existe un montón de dinero y planes para llevar a cabo sucios trucos, pero faltará un relato de primera mano o detalles de cuanto ocurría en las altas esferas.
Continuó diciendo que la Casa Blanca estaba desarrollando un plan para asegurarse de que no pudiera tener éxito ninguna investigación llevada a cabo por parte del Congreso. Parte de la estrategia incluía el hacer valer ampliamente los privilegios ejecutivos, es decir del Presidente, para evitar que los investigadores pudieran pedir la entrega de cintas y grabaciones de la Casa Blanca y del Departamento de Justicia[57].
¿Y qué había de las manipulaciones llevadas a cabo con la investigación original del caso Watergate?
—El intento de separar el caso Watergate de la operación conjunta de sabotaje y espionaje, no es más que una marranada —dijo «Garganta Profunda»—. Forman una cosa y tienen un objetivo único. Si todas las demás maniobras, por ejemplo la actuación de Segretti, hubiesen continuado, no hubiera podido por menos de manifestarse como algo ilegal.
Woodward le preguntó a «Garganta Profunda» si creía que él y Bernstein tenían material y conocimientos suficientes para escribir un reportaje sobre Mitchell o Colson.
—Eso es cosa que deben decidir los jefes del periódico y no yo —dijo—. Pero si vais a escribirlo tenéis que hacerlo rápidamente, cuanto antes mejor. Cuanto más tiempo esperéis más confianza irán adquiriendo en la impunidad de sus ataques.
Este encuentro con «Garganta Profunda» produjo el más serio de los desacuerdos entre Woodward y Bernstein desde que habían comenzado a trabajar conjuntamente siete meses antes. Se discutió la cuestión de si estaban en condiciones de escribir un relato convincente y bien documentado sobre los papeles desempeñados por Mitchell y Colson. Woodward redactó un reportaje sobre la siguiente base expresada en el párrafo de entrada:
Los investigadores federales han llegado a la conclusión de que el ex-Fiscal General[58] John N. Mitchell y Charles W. Colson, consejero especial del Presidente, tenían conocimiento directo de la operación general de espionaje político llevada a cabo por los hombres acusados en el caso Watergate. La información procede de fuentes dignas de confianza.
Bernstein rehizo el relato tres veces, detallando virtualmente todo lo que habían llegado a saber en siete meses sobre Mitchell y Colson y la naturaleza de la investigación Federal. Se insinuaba que un ex-Fiscal General y un consejero especial del presidente habían podido eludir la acusación de conspiración porque lograron aislarse, mantenerse separados de los demás por una barrera inteligentemente trazada y porque la investigación había sido pensada con el objetivo de dejar la conspiración reducida a sus más estrechos términos.
Cada vez que Bernstein terminaba una versión, Woodward decía que no creía que debiera publicarse hasta que tuvieran pruebas mejores de lo que allí decían. Bernstein arguyó que la historia estaba justificada y era legítima, que un periódico no tenía por qué ofrecer pruebas definitivas, sino que debía informar sobre las conclusiones de investigadores que ocupaban puestos tan altos como, por ejemplo, L. Patrick Gray.
La discusión se hizo tan ardiente, que a veces tenían que refugiarse en un rincón apartado de la redacción de noticias para gritarse mutuamente. Bernstein acusaba a Woodward de jugar en favor de la Casa Blanca al retener la publicación del reportaje. Woodward, por su parte, le acusaba de lo mismo, alegando que la publicación de ese artículo podía desencadenar un ataque muy duro y perjudicial de la Casa Blanca. Pero siguió imperando la norma que decidieron aceptar desde el principio: si uno de los dos objetaba algo contra un reportaje, éste no se publicaría.
Poco después de este encuentro con «Garganta Profunda», Woodward recibió una llamada de la oficina del senador Sam J. Ervin, de Carolina del Norte. El senador era un hombre de 76 años, un antiguo profesor muy buen conocedor de la Constitución y con un formidable poder en el Capitolio. Ervin dijo que quería hablar con él sobre el caso Watergate y ayudarles.
El día 11 de enero, Ervin había accedido a la petición del presidente de la mayoría en el Senado, Mike Mansfield, de que presidiera una investigación sobre el caso Watergate y la campaña presidencial de 1972. El acuerdo parecía indicar que en el Capitolio iba a ponerse en marcha algún mecanismo investigador, aparte de la encuesta preliminar que el Subcomité Judicial de Práctica y Procedimiento Administrativo, del senador Edward Kennedy, venía realizando desde octubre de 1972.
Poco después de la publicación del reportaje con la historia de Segretti, Kennedy dijo a Bernstein que un subcomité del Congreso debía ejercer rápidamente el derecho a ordenar la entrega de los documentos que los investigadores federales parecían haber olvidado. En caso contrario, quedaría probablemente descartada la oportunidad de llevar a cabo una investigación completa y fidedigna. El senador Kennedy estaba decidido a llevar a cabo esa investigación. Confesó tener muy pocos conocimientos sobre el caso, apenas si algo más de lo que había leído en los periódicos. «Pero conozco la gente que rodea a Nixon», dijo, «y eso es suficiente. Son unos gamberros capaces de todo».
La Casa Blanca hizo circular la noticia de que Kennedy estaba intentando hacer olvidar cosas pasadas a fin de preparar su candidatura presidencial para 1976. Kennedy, con el rostro bronceado, el pelo un poco largo sobre el cuello, se echó hacia atrás el mechón que le caía sobre la frente. Su encuesta sería una «acción de contención», dijo. La investigación preliminar sería conducida por representantes de la mayoría y de la minoría en el Senado, a puerta cerrada. Se evitaría cuanto pudiera hacer creer que aquella acción era una caza de brujas o una cruzada de los Kennedy. Él no tenía nada que ganar con ello; la Casa Blanca sacaría a relucir todo lo que tuviera en sus manos para utilizarlo contra él. Naturalmente se mencionaría de nuevo, interminablemente, el asunto de Chappaquiddick. Estaba convencido de que los hombres del presidente ya tenían preparada una nueva historia con otra información sobre él, una «minucia», dijo con cierta incomodidad. «Realmente no han podido dar con nada nuevo».
Cuando el subcomité de Kennedy comenzó formalmente su investigación, los reporteros trataron de mantenerse en estrecho contacto con los senadores que lo componían y su equipo. Pero no había infiltraciones y no pudieron enterarse de nada.
Woodward confiaba conseguir algo más con el senador Ervin, pero resultó que el senador estaba más interesado en conocer cuanto sabían Bernstein y Woodward, que en facilitarles información a ellos.
De camino hacia el despacho de Ervin, Woodward vio sobre la mesa de una secretaria una hoja de papel escrita a máquina con la lista de las personas que el senador iba a recibir o había recibido durante el día. Sy Hersh, del New York Times, había estado allí varias horas antes. Woodward se preguntó cómo habría manejado la situación su colega. ¿En qué caso podía considerarse justificado que un reportero entregara información a un comité de investigación? ¿O poner sobre aviso a un senador? Si un reportero estaba convencido de que él no podía hacer uso de una importante información, ¿era correcto hacer un trato?
Bernstein y él parecían haber perdido todas sus fuerzas. ¿Podían ayudar en su trabajo a otros ofreciéndoles su información?
El senador Ervin estaba sentado detrás de una pesada mesa de madera que ocupaba el centro de su despacho: una figura pesada y arrugada con un jamón por rostro. Daba la impresión de que se encontraría más cómodo sentado en una mecedora, en el porche de su casa, que en aquel sillón standard, de plástico marrón, que llenaba por completo. Había grandes montañas de papel distribuidas desordenadamente sobre la mesa. Se retrepó en su asiento y empezó a hablar, moviendo la cabeza de un lado a otro, mientras le temblaba la papada y torcía las espesas cejas. Parecía un ave de rapiña tratando de levantar el vuelo sin perder su presa.
El momento de la verdad llegó después de unos escasos minutos de comentarios insustanciales.
—Apreciaré personalmente cualquier fuente de información o conocimiento que quieran compartir con nosotros y, naturalmente, todo será considerado como estrictamente confidencial. Les doy mi palabra de honor sobre ello. Les quedaremos sumamente agradecidos por su ayuda.
La información de «Garganta Profunda» y «Z», y algunos otros «bocados», podían ayudar a la investigación de manera considerable si llegaba a su conocimiento, pensó Woodward. Pero no podía dársela. Lo más que podía hacer era sugerirle algunas directrices para que siguiera adelante con la encuesta.
Dijo al senador que la identificación de sus fuentes informativas era algo que quedaba desechado desde el primer momento. Había una persona —y no tenía por qué ser necesariamente una de sus fuentes informativas— que le había dicho que cooperaría con cualquier investigación legal legítimamente constituida: Hugh Sloan. Un miembro de su equipo tenía nota de ello. Los reportajes y artículos de los dos reporteros contenían muchos nombres e incidentes que necesitaban una investigación más profunda. La clave de todo estaba en la caja secreta para la campaña y debía averiguarse todo lo posible sobre ella. Lo mismo había que hacer con cualquier indicación que señalara hacia una operación masiva y encubierta de Haldeman, de la cual el allanamiento de Watergate y los sucios trucos descubiertos en las primarias de 1972 sólo eran partes componentes. En tanto que ni uno de los siete condenados del caso Watergate se mostrara dispuesto a cooperar, no podría salir a relucir la historia en toda su extensión; los artículos de los reporteros solamente habían arañado la superficie; ellos no comprendían completamente qué es lo que había ocurrido y lo que estaba ocurriendo, pero la enormidad de lo que habían hecho los hombres del presidente causaba vértigo.
—Me daría por satisfecho sí descubriéramos el papel del señor Magruder —dijo Ervin con tono vacilante. El senador era un experto luchador contra el vandalismo del gobierno sobre los derechos humanos, especialmente sobre el derecho al respeto a la vida privada.
Ervin comenzó a hablar de la separación de poderes, de su creencia en que cierto artículo y cierta sección de la Constitución expresaban exactamente cuáles podían ser los poderes del Congreso. Era con tales poderes con los que intentaría investigar el caso Watergate: debía conseguir que se aprobara una resolución que concediera a un comité especialmente elegido, el máximo de poderes para poder exigir la entrega de documentos y someter a interrogatorio a las personas. Entonces el comité requisaría todos los documentos, grabaciones, etcétera, etcétera, que fueran necesarios y sometería a interrogatorio a cualquiera que hubiera tenido relación o conocimiento del caso… Tanto si pertenecía a la rama del Ejecutivo, como a cualquier otro departamento.
¿A quiénes, por ejemplo?, quiso saber Woodward.
—Bien, yo creo que a cuantos han mencionado en sus reportajes, debe dárseles la oportunidad de presentarse ante nosotros y exonerarse —dijo Ervin—. Y si se niegan, nosotros los citaremos obligatoriamente para asegurarles la oportunidad de que limpien sus nombres.
Sonrió incapaz de contenerse. Sus cejas bailaban.
¿Incluso a la CIA?
Con los codos descansando en los brazos del sillón, Ervin hizo un rotundo gesto afirmativo.
¿Y la Casa Blanca? ¿Haldeman? Eso sería algo que pasaría a la Historia: el jefe de personal, el ayudante más importante del Presidente, obligado a comparecer ante el Congreso al que tanto despreciaba.
—El señor Haldeman o el señor «Quien-quiera-que-sea». Todo el mundo a excepción del Presidente.
Hablaba en serio. Woodward estaba seguro de ello. Como de que la Casa Blanca se lo tomaba igualmente en serio. La primera pregunta era si podía conseguir que se aprobara una resolución que concediera tan amplios poderes, Ervin pensaba que sí. Woodward le preguntó si podía publicar que el Senado planeaba citar a declarar a varios de los más allegados ayudantes del presidente.
—Si no menciona nombres y se limita a decir que conoce mis pensamientos, no tengo la menor objeción —le dijo Ervin—. Sólo le pido que no me cite directamente[59].
Woodward escribió un artículo sobre la intención de Ervin de convocar a los ayudantes del presidente para que prestaran declaración y desafiar el privilegio de inmunidad del poder ejecutivo. Con ello se trazaron las líneas de la próxima batalla.
El 5 de febrero, el senador Ervin, presentó una resolución por la cual se pedían 500 000 dólares para un Comité del Senado que investigara la campaña Presidencial, el allanamiento del Watergate y otras acusaciones relacionadas con ambos extremos. El Poderoso Comité senatorial de Política Democrática dio a la resolución un apoyo incondicional y el último impedimento que podría oponerse a esa resolución quedó reducido a una maniobra, de último momento, realizada por los republicanos de la Casa Blanca. El día de la votación, 7 de febrero, Woodward acudió al Capitolio, a eso de las 8:30 de la mañana, para ver cuál era el resultado. En la cafetería del Senado habló con el ayudante administrativo de un senador republicano.
—¿Cuál es la estrategia de la Casa Blanca? —preguntó Woodward.
—¿Qué es lo que le hace pensar que tenemos alguna? —preguntó el interrogado—. No sé quién puede haber puesto en circulación esa idea. Lo cierto es que nosotros sólo deseamos presentar una enmienda en el sentido de que deben investigarse, también, las campañas de 1964 y 1968.
Eso significaba una respuesta típica de la Casa Blanca: presentar la investigación como estandarizada.
—Se han lanzado a una empresa muy dura —dijo otro ayudante republicano—. Harán todo lo posible por conseguir algo grande.
Woodward llamó a la Casa Blanca desde uno de los teléfonos públicos de la sección de Prensa:
—Desde luego vamos a colaborar —le dijo su fuente informativa—. No puede creer que esas marionetas del Capitolio (el Senado) tengan el suficiente sentido común como para hacer una cosa así por sí solas, ellas jamás podrán hallar el camino. Haldeman ha colocado a la mitad de su equipo en el asunto. Es la orden del día. Se supone que tendremos que ponernos en contacto telefónico con toda la gente que conocemos en el Senado.
Hug Scott, de Pennsylvania, el jefe de la minoría, se levantó para declarar que Ervin había presentado la «más amplia resolución que jamás había visto en su vida». Declaró que la autoridad que reclamaba «era inconcebible» y dijo que su aprobación podría conducir a un «chantaje» de los miembros del Comité Senatorial del Watergate. «Hay también una evidencia notable de que se han efectuado grabaciones contra los republicanos» en la campaña de 1968, acusó Scott, sin citar cuáles eran. John Tower de Texas y Barry Goldwater de Arizona se unieron a él, pero nadie ofreció un ejemplo concreto ni hizo, tampoco, una acusación específica.
Los Demócratas votaron en contra de la enmienda a la resolución de Ervin propuesta por la minoría. Cuando se llegó a la votación final, los senadores republicanos se unieron a sus colegas demócratas y la resolución fue aprobada unánimemente, 77 votos a favor y cero en contra. Los reporteros más veteranos en la información del Senado dijeron a Woodward que esa unanimidad sólo significaba el reconocimiento republicano del poder de la mayoría demócrata. Woodward no estaba convencido de ello. Los senadores solían ser intérpretes muy agudos de hacia dónde soplaban los vientos políticos.
Woodward estaba enormemente satisfecho. El sistema daba muestras de que podía funcionar. Cuando dejó el Capitolio, le preguntó a un senador republicano que quién era una persona que había visto en las proximidades de la sala en el momento crucial en que la enmienda estaba siendo sometida a prueba. ¡Oh!, dijo el senador, el abogado del Departamento de Justicia que la Casa Blanca ha enviado para redactar el texto de la enmienda.
El juicio, la declaración de «Z» y el último encuentro con «Garganta Profunda» habían hecho que Woodward y Bernstein volvieran al cuadro número uno, es decir, a Liddy y a Hunt. Si podían descubrir lo que Hunt y Liddy habían estado haciendo en la Casa Blanca y en qué consistía, con exactitud, la misión de los «Plumbers», quizá podrían comprender por qué Hunt y Liddy estaban dispuestos, voluntariamente, a ir a la cárcel.
Varios días antes de la votación en el Senado, Woodward almorzó con un amigo de Howard Hunt en el Hay-Adams Hotel. Se encontraron en el hall y seguidamente se dirigieron al comedor principal. Woodward había estado tratando, durante meses, de conseguir que aquel hombre aceptara comer con él. Por fin lo había conseguido y creía que debía aprovecharlo aun cuando tuviera que ejercer una presión excesiva. Su valor como fuente informativa resultaba, en esos momentos, de incalculable valor.
Woodward pidió una cerveza y una hamburguesa.
Los personajes de las novelas de Hunt siempre pedían platos de los que Woodward ni siquiera había oído hablar y, por si fuera poco, aún le explicaban al jefe de cocina cómo debía prepararlos. El amigo de Hunt parecía compartir los mismos gustos de gourmet: le preguntó al camarero cómo se hacían las tortillas en el Hay-Adams. Woodward resistió la tentación de responder «con huevos». El camarero se fue a consultar en la cocina y trajo su información que, por lo visto, no resultó del todo satisfactoria. En vista de eso, el hombre ordenó cordero a la brasa y brécol con salsa holandesa, si la col y la salsa eran frescas.
Seguidamente, empezó por aclarar que lo sucedido con Howard Hunt resultaba ridículo.
—En cierta ocasión, durante las primarias de Florida, Howard mandó imprimir unas octavillas en las que se decía que el alcalde de Nueva York (John V.). Lindsay, convocaba una reunión en la que la cerveza sería libre y gratuita. Hizo circular tales octavillas por los barrios negros; desde luego, no hubo cerveza gratuita y los negros abandonaron el lugar odiando a Lindsay. Howard pensó que había sido una gran maniobra política, una especie de engaño chino que habría de volver a un gran número de votantes contra el alcalde.
Llegó el cordero y el invitado lo consideró correctamente cocinado y servido.
—Ahora —continuó explicando el invitado—, sabemos lo que era verdaderamente el equipo de grabaciones de Howard: un simple grupo de aficionados. Pues bien, él me dijo que había logrado reunir un grupo de hombres realmente duros que podían llevar a cabo cualquier tipo de vigilancia y control electrónico. Me afirmó que podían instalar en los teléfonos y en los hogares unos micrófonos superpotentes que eran activados por la simple voz humana, que no podían ser localizados y cuyas transmisiones podían oírse a cien metros de distancia. Como usted sabe, el equipo de escucha electrónica del Watergate era una especie de equipo a cristal, activado por pilas de flashes, muy potente, desde luego, de eso puede estar seguro… ¡Oh, esta salsa holandesa no está fresca…! —enfadado, dejó su tenedor sobre la mesa y llamó al camarero y continuó—: Desde el 17 de junio, siempre decía «ellos» cuando se refería a la Casa Blanca y al Watergate. «Ellos» me ordenaron que dejara la ciudad. «Ellos deseaban que llevara a cabo este proyecto». «Ellos me ordenaron regresar». Howard lo aceptaba, pero Dorothy (la difunta esposa de Hunt) se sentía furiosa y decía continuamente: «Si ellos le ordenaron hacer lo que hizo no es justo que ahora sea él el único acusado».
¿Cuáles fueron los proyectos de la Casa Blanca en los que Hunt trabajó?, preguntó Woodward.
—¿Además del Watergate? Bien, en cierta ocasión Hunt se refirió a entrar en contacto con…, ¿cómo se llamaba…?, ¿esa mujer mezclada en los asuntos de la ITT…? ¡Ah…, sí… Dita Beard…! ¿Dónde estaba…?
En Denver, le aclaró Woodward.
—Sí, en Denver. Howard se marchó a Denver. Eso formaba parte de un proyecto de la Casa Blanca destinado a demostrar que el memorándum de la ITT era una falsificación. Dita Beard se hallaba en el Hospital, en Denver, y Howard se desplazó allí para hablar con ella.
¿Otros proyectos?, insistió Woodward.
—No había pasado mucho tiempo desde que empezó a trabajar en la Casa Blanca, cuando Howard me dijo que Colson y los demás tenían grandes proyectos para dejar fuera de combate a Ed Muskie, para eliminarlo de la carrera electoral.
El amigo de Hunt se estaba poniendo bastante nervioso. Sugirió que debían conocerse más profundamente antes de transmitirse información más compleja.
¿Qué había sobre las investigaciones en torno a Teddy Kennedy?, preguntó Woodward. Él ya había publicado un reportaje sobre el asunto en el pasado julio.
—Bien, Howard dijo que a poco de empezar a trabajar para la Casa Blanca, estuvo en Massachusetts —creo que en la zona de Boston, si no me equivoco— y vio a un hombre que se suponía que sabía algo sobre Kennedy. No puedo acordarme en este momento de su nombre. Howard estuvo hablando con él y, al parecer, sabía algo sobre las «escapadas» sexuales de Kennedy. Howard utilizó en esas entrevistas su nombre falso, Ed Warren, me acuerdo bien, y también de que se grabaron cintas de sus entrevistas con aquel hombre.
El amigo de Hunt pidió un plato de natillas y, cuando le devolvía el menú al camarero tiró el vaso de agua. Se quedó mirando al camarero como si hubiese sido culpa de éste y no suya y le señaló dónde podía meterse el Hay-Adams aquella salsa holandesa pasada.
Mientras se tomaba el café, chasqueó los dedos como si de repente recordara:
—¡Cliff DeMotte! —dijo—. Ése era el nombre del tipo de Boston con el que habló Howard. Trabajaba para el gobierno federal allí… en algún departamento. D. E. M. O. T. T. E… —deletreó.
Woodward se pasó más de dos horas en la redacción tratando de localizar a un tal Cliff DeMotte. Hizo que la oficina de la telefónica de Boston comprobara todas sus guías telefónicas dos veces; después empezó a llamar a distintos departamentos federales. Por fin una mujer de la oficina de personal de la GSA lo encontró: Cliff DeMotte, GS-12[60], destinado a un batallón de Construcción de la Armada en Davisville, Rhode Island. Woodward logró ponerse en comunicación con él en su lugar de trabajo a la mañana siguiente y resultó que sus suposiciones eran ciertas: el FBI ya había interrogado a DeMotte después de haber encontrado su número de teléfono en la ficha de las llamadas hechas por Hunt.
—Se trata de una entrevista confidencial —dijo DeMotte, cuya voz sonaba un tanto intranquila, conmovida—. Se supone que yo no debo hablar con la Prensa.
Woodward dijo que ya tenía casi toda la información que necesitaba y que sólo quería hacer una revisión, porque el FBI muchas veces retorcía las cosas.
—Cuando hablé con él yo no sabía que se trataba de Hunt —dijo DeMotte—. Utilizó el nombre de Ed Warren. Sólo supe que se trataba de Hunt cuando vino el FBI y me mostró sus fotografías. Yo afirmé que aquel tipo era Warren, pero ellos me dijeron que no, que su verdadero nombre era Hunt.
DeMotte, un hombre de 41 años, había sido jefe de relaciones públicas del «Yachtman Motor Inn», un Hotel de Hyannis Port, en 1960, cuando el candidato a la presidencia John Kennedy lo utilizó como cuartel general y de Prensa para su campaña presidencial.
—Hunt quería saber si yo recordaba si hubo por aquí alguna chica tratando de pescar a los Kennedy, a cualquiera de ellos… Si había oído hablar de algún escándalo en el que éstos estuvieran envueltos. Quería que trabajara en el caso de Chappaquiddick. Me dio un libro y me dijo que deseaba que lo leyera para ver si me traía alguna cosa a la memoria. Pero no lo hice. El libro se llamaba The Bridge at Chappaquiddick, y su autor era Jack Olsen.
El mismo libro que Hunt leyó en la biblioteca de la Casa Blanca. Había visitado a DeMotte en junio de 1971, una semana o dos después de ser contratado por la Casa Blanca.
DeMotte le dio a Hunt informes de algunos «rumores» sobre cómo se divertían los miembros del equipo Kennedy.
—Era ya sabido, desde 1956 —dijo DeMotte—. (John) Kennedy organizaba fiestas realmente animadas y utilizaba los coches de la policía para el transporte de sus invitados. Un día incluso utilizaron un coche de la policía para ir a buscar repuesto para las bebidas alcohólicas que se habían acabado.
—Traté de persuadir a Hunt —continuó— de que se trataba de una pérdida de tiempo… que no había nada que averiguar. Pero me dijo que representaba a determinado grupo cuya identidad no podía decirme. También que era escritor. Pensé que era una especie de James Bond de segunda fila… Cenó y tomó algunas copas en el motel. Parecía muy entregado a su misión, como si para él no hubiera cosa más importante que su entrega en cuerpo y alma a su país o al grupo que servía… Yo pasé una noche muy inquieta, casi sin dormir, y traté de verlo por la mañana para tomar con él una taza de café, pero ya se había marchado.
Las distintas ediciones del Post del día 10 de febrero publicaron un reportaje en el que se decía que Howard Hunt estuvo tratando de investigar la vida personal de Edward Kennedy durante un período en el cual la Casa Blanca temió más que nada que Kennedy presentara su candidatura. En esta ocasión, Bradlee no vaciló en colocar el reportaje en la primera página[61].
El relato de DeMotte fue sólo un pequeño paso tendente a establecer lo que Hunt y Liddy habían hecho en la Casa Blanca. Los reporteros estaban más interesados en el viaje de Hunt a Denver para ver a Dita Beard. Esta mujer era la autora del famoso memorándum que mostraba que existía una conexión entre la promesa de la ITT de entregar varios cientos de miles de dólares para ayudar a la convención republicana, y la oferta de un arreglo favorable en la cuestión antitrust.
Varios días después de su almuerzo con el amigo de Hunt, Woodward se dirigió al Departamento de Justicia para tomar una taza de café y llevar a cabo una conversación sobre el caso Watergate. Después de una hora de charla, Woodward preguntó qué había del viaje de Hunt a Denver. Ya se habían aclarado varias cosas al respecto. El periódico de Long Island Newsday acababa de informar que Chuck Colson había enviado a Hunt a visitar a la señora Beard en el Hospital de Denver cuando el escándalo de la ITT, en 1972, se hallaba en su mayor apogeo. El Newsday no tenía explicación para el viaje.
El funcionario del Departamento de Justicia cruzó su despacho para dirigirse a un fichero del que sacó una carpeta de cartulina. La abrió y comenzó a leer en voz alta. Bajo juramento, Colson había reconocido, ante los fiscales del caso Watergate, que había enviado a Hunt hacia Denver antes del 17 de marzo de 1972 para que visitara a Dita Beard. El funcionario estaba leyendo parte de una declaración que los fiscales habían tomado a Colson, en privado, para ahorrarle al consejero especial del Presidente el embarazo de tener que testimoniar ante el gran jurado, dijo.
Woodward trató de disimular su sorpresa. Afortunadamente, el hombre estaba estudiando otra sección de la declaración de Colson. Levantó la cabeza y se quedó mirando a Woodward.
Nunca le preguntaron a Colson las razones por las cuales había enviado Hunt a ver a Dita Beard —explicó—. El Consejero presidencial dijo que el viaje no tenía nada que ver con el Watergate y con ello todo quedó solucionado y se olvidó el asunto. Pero lo cierto es que Hunt usó el mismo alias que utilizó en Watergate —Edward Hamilton— cuando visitó a la mujer en el Hospital. ¡Y llevaba… seguro que no me va a creer…! —El funcionario hizo una pausa para soltar una risita—. Una peluca barata, de las que pueden comprarse en unos grandes almacenes, de color rojizo. Aparentemente es la misma peluca que fue hallada en el Hotel Watergate el día después de los arrestos.
En la redacción, aquella noche, Woodward estuvo leyendo los recortes de lo publicado sobre el asunto de la ITT. El 29 de febrero de 1972, el columnista Jack Anderson había publicado el memorándum de Dita Beard, enviando una oleada de choque a la Casa Blanca mientras el presidente se hallaba de visita oficial en China. El 17 de marzo, exactamente poco después de que Colson enviara a Hunt a Denver, la señora Beard hizo una declaración, desde su lecho en el Hospital Osteopático de las Montañas Rocosas, calificando al memorándum de «falsificación» y «calumnioso». Su declaración fue el indicio de que el documento no era auténtico, pero no daba ninguna explicación de por qué había esperado casi tres semanas para desautorizarlo, un tiempo durante el cual estuvo en duda el nombramiento de Richard Kleindienst como Fiscal General.
La señora Beard confirmó posteriormente la autenticidad del memorándum, línea por línea, ante el ayudante de Anderson, Brit Hume.
Woodward encontró tres personas que le dieron una nueva perspectiva sobre la negativa de la autenticidad del documento: un funcionario de la Casa Blanca, un político republicano con lazos muy estrechos con la Casa Blanca y un ejecutivo de la agencia de investigación privada Intertel. Todos ellos contaron, esencialmente, la misma historia:
Colson había coordinado la estrategia común de la Casa Blanca con la ITT. Inicialmente, ambos, la administración y la corporación industrial trataron, por una parte, de dar la imagen de que Dita Beard era una borracha irresponsable y, por otra, de desacreditar a Jack Anderson. Sus esfuerzos no dieron resultado. La ITT contrató a la Intertel, que también trabajaba para la organización de Howard Hughes, para que realizara una inspección técnica del memorándum. Intertel afirmaba que el memorándum había sido escrito, probablemente en una máquina de escribir de la oficina de la señora Beard, en la parte baja de la ciudad de Washington, pero que resultaría casi imposible probarlo. Robert Bennett, que representaba los intereses de Howard Hughes en Washington, pasó la información a Howard Hunt, su empleado, para que éste la hiciera llegar a Colson.
Se repetía una vez más la vieja historia del «aislamiento». Los hallazgos de Intertel habían aclarado el camino para que el memorándum fuera declarado como una falsificación. Colson, el otro patrón de Hunt, lo envió a Denver. La señora Beard hizo pública, poco después, su declaración de que no había escrito tal memorándum: «Yo, y en general todo el gobierno norteamericano, somos víctimas de fraude cruel…».
Sus palabras llegaron a la Casa Blanca transmitidas por Hunt a Bennett y de éste a Colson. Este mismo día, Hugh Scott leyó la negativa de la señora Beard ante el Senado.
Había otra persona que podía dar a Woodward más detalles sobre lo sucedido: Dita Beard. Pero no había forma de dar con ella. Woodward pudo localizar a su abogado, quien dijo que haría llegar sus preguntas a su cliente. Pocas horas después, el abogado telefoneaba al periodista para decirle que la señora Beard había sufrido una recaída del ataque cardíaco que la envió al hospital en pleno asunto de la ITT. Woodward recordó que también había sufrido otra recaída cuando fue interrogada, en la cama, por los senadores del Comité Judicial del Senado en 1972.
Poco antes de la llamada del abogado, Woodward había dado con Robert, el hijo de la señora Beard, que tenía 24 años. Residía también en Denver.
Woodward le preguntó si recordaba la visita que le hizo a su madre Howard Hunt. Beard dijo que un hombre misterioso, que llevaba una peluca muy barata, había visitado a su madre en el hospital poco antes de que ésta hiciera su declaración.
—De las fotos que he visto creo que podría haber sido Howard Hunt, pero no podría asegurarlo. El hombre se negó a identificarse. Parecía tener cierta información sobre algo que iba a ocurrir en el futuro… Era un tipo extraño, con aquella peluca roja, torcida, mal colocada, como si se la hubiese puesto en el interior de un coche a oscuras. No podría identificar con esa peluca ni a mi propio hermano.
Beard dijo que le transmitiría a su madre el recado de Woodward de que le llamara al periódico. Si Robert conocía algo de la «recaída» de su madre, no lo mencionó.
Poco antes de la hora del cierre del periódico, la noche siguiente, Woodward leyó a Gerald Warren el texto de un artículo de dos columnas en que se sometía a un nuevo examen el asunto de Dita Beard basado en nuevas informaciones. La reapertura de la controversia de la ITT, tanto tiempo después de que la Casa Blanca dejara de lado el asunto, a los hombres del presidente les dejó, momentáneamente y de modo insólito, privados de la palabra. Warren tardó tres horas en responder: «Sin comentarios». Colson estaba en Rusia formando parte de una misión comercial. Al día siguiente, Robert G. Kaiser, el corresponsal del Post en Moscú, se encontró con Colson y le contó lo que su periódico había publicado.
—Un buen reportaje —dijo Colson. Le hizo un guiño y continuó su camino.
Si los reporteros deseaban conocer con más detalle lo relativo a lo que Hunt y Liddy habían hecho en la Casa Blanca, necesitarían comprender mejor cuál era la misión de los «Plumbers». El primer paso en tal sentido era estudiar a Egil (Bud) Krogh. Bernstein se había encontrado con Krogh una vez en una fiesta. En aquella época Krogh era consejero presidencial para los asuntos relacionados con el capital nacional. En cierta ocasión Bernstein le encontró en el Elipse, en traje de entrenamiento, haciendo ejercicio antes de marchar a su trabajo. Bernstein le preguntó por qué no encontraba la administración un hueco en el presupuesto del distrito para construir algunas pistas o caminos especiales para ciclistas y corredores pedestres. Krogh le respondió con una característica respuesta burocrática sobre «prioridades». Bernstein tuvo la impresión de que se trataba de un tipo simpático. Un tanto melifluo, pensó. Un buen chico, fue un calificativo que se les ocurrió a los periodistas cuando buscaban las razones por las que un hombre como Krogh había podido rodearse de tipos como Hunt o Liddy. Egil Krogh era el prototipo de la rectitud en la Casa Blanca, tan recto como una flecha, hasta tal punto que, medio en broma, sus amigos le llamaban «Evil» Krogh[62]. Había sido miembro de la firma de abogados de John Ehrlichman en Seattle; después había formado parte del Consejo para Asuntos Internos de la Casa Blanca y coordinó la extensa campaña, a nivel mundial, desarrollada por la administración Nixon contra el tráfico de drogas.
A los 33 años de edad Krogh era el más joven de los secretarios del gabinete de Nixon —en el Ministerio de Transportes— cargo para el que fue nombrado en febrero de 1973.
Woodward hizo una llamada telefónica al Capitolio para averiguar si había habido alguna filtración de la declaración confirmatoria de Krogh. No era así, pero uno de los investigadores del Congreso que había actuado en la audiencia, facilitó a Woodward los nombres de algunos de los amigos y conocidos de Krogh.
Los reporteros empezaron a hacer sus llamadas. Pronto tuvieron una confidencia:
—Bud dijo… que Hunt y Liddy estaban distribuyendo información procedente de las cintas grabadas por la seguridad nacional.
Aquel amigo de Krogh dijo a Woodward, además, que no recordaba detalles, pero que Krogh lo había mencionado poco después de que Hunt y Liddy fueran acusados.
Trabajando con una guía telefónica de la Casa Blanca de 1972, los reporteros comenzaron a llamar a gentes que se hallaban bajo la jurisdicción de Ehrlichman. Un exmiembro del equipo de la Casa Blanca y otra persona que aún seguía perteneciendo a ella, le dieron la misma información sobre el próximo eslabón de la cadena. David Young, el exsecretario de protocolo de Henry Kissinger y representante de Krogh en el proyecto de los «Plumbers», había transmitido regularmente copia de conversaciones grabadas por Hunt y Liddy en 1971 y 1972. Ambos informadores pensaban que los reporteros y las otras personas sospechosas de infiltrar información, tal vez habían quedado también sometidos a la escucha electrónica.
Woodward llamó a Kathleen Chenow, la exsecretaria de los «Plumbers», y le preguntó sobre los datos grabados que Young había hecho llegar a Hunt y Liddy.
—No puedo hablar de eso —le respondió en esta ocasión.
La grabación de conversaciones telefónicas —real o supuesta— por parte de la administración Nixon, siempre fue polémica. De acuerdo con las normas de «seguridad nacional», que regulaban esta cuestión, y la llamada «doctrina de Mitchell», los hombres del presidente reclamaron una autoridad sin precedentes para poder llevar a cabo una vigilancia electrónica de las comunicaciones. Hasta que el Tribunal Supremo declaró que esta vigilancia era ilegal, el 19 de junio de 1972 —es decir, dos días después de las detenciones en Watergate—, el Departamento de Justicia estuvo utilizando instrumentos electrónicos de escucha. Carecía de autorización judicial y se dirigía contra algunas personas acusadas de actividades subversivas radicales[63], así como contra los partidarios de los derechos de libertad civil. Durante mucho tiempo el Departamento había machacado que el término «subversivo» era un eufemismo aplicable a cuantos disintieran con demasiado vigor de la política de gobierno de Nixon. En vista de ello, los reporteros intentaron averiguar si sus colegas de los medios informativos se encontraban entre aquellos «subversivos»; en tal raso, el Departamento de Justicia se atribuiría el derecho a vigilarles electrónicamente, a escuchar sus conversaciones privadas.
La acogida que obtuvieron sus intentos de investigación les hizo creer que estaban muy cerca de su objetivo. Algunos funcionarios parecieron poco convincentes en su negativa; otros se negaron a discutir el asunto; hubo algunos que compartieron las sospechas de los periodistas. Después de ello, Woodward y Bernstein llegaron a un punto muerto, más allá del cual no podían avanzar.
Woodward redactó un artículo basado en los detalles desnudos de lo que sabían. Informaba que Hunt y Liddy habían recibido información de las grabaciones efectuadas por los servicios de «seguridad nacional»; que estas grabaciones pasaban a David Young, que también era un «Plumber» y ayudante del señor Henry Kissinger. El reportaje informaba que los «Plumbers» seguían trabajando, tratando de descubrir nuevas filtraciones. Se dejaba que los lectores sacaran sus propias conclusiones.
En esta ocasión, Gerald Warren se tomó varias horas para responder con la negativa de la Casa Blanca: «Después de comprobar todos los alegatos, encontramos que no existe la menor base en la que fundamentar el reportaje». Cansado ya de ese juego, Woodward le preguntó si se trataba de una negativa rotunda.
Warren, que en tales ocasiones se situaba en una posición de absoluta frialdad oficial, dijo:
—No puedo decir nada más…
Y seguidamente pidió al periodista que tuviera un poco de comprensión. El reportaje incluyó, por tanto, una nota en la que se especificaba que Warren no había negado concretamente lo alegado en él.
Dos semanas más tarde, el Time publicaba un informe muy detallado sobre la celosa campaña llevada a cabo por la administración de Nixon para descubrir nuevas filtraciones mediante el control de teléfonos de periodistas y funcionarios del gobierno. Según el relato del Time, el teléfono de media docena de reporteros y casi del doble número de funcionarios de la Casa Blanca y del gobierno, estaban sometidos a control y escucha por el FBI por motivos de «seguridad» interna. Las grabaciones habían comenzado en 1969, pese a que J. Edgar Hoover no estaba de acuerdo con ello y sólo dio su autorización a regañadientes… Pero el espionaje telefónico había continuado bajo su sucesor, el director en funciones del FBI, L. Patrick Gray III, hasta que el Tribunal Supremo, en junio de 1972, declaró que se trataba de una acción ilegal. Hoover, según dijo el Time, sólo permitió a sus agentes la instalación de los sistemas de grabación y escucha cuando Mitchell había autorizado cada instalación individualmente y por escrito. En 1971, cuando la administración trató de forzar la dimisión de Hoover, añadía el Time, el veterano director del FBI, el hombre de la cara de bulldog, se resistió con éxito a la campaña en contra suya, amenazando con revelar los detalles de las operaciones de escucha y control de las conversaciones telefónicas.
El 26 de febrero, fecha en que la edición del Time apareció en los kioscos, Bernstein se pasó la mayor parte de la mañana en el Departamento de Justicia tratando de confirmar los detalles del artículo. Fue de una oficina a otra tratando de pescar detalles sobre el trabajo del Time. Hay que decirlo todo: aquello resultaba cualquier cosa menos agradable y Bernstein no podía sacar nada en claro, por tanto, tomó un taxi para volver a la redacción. Desilusionado, iba a tomar el ascensor en el hall de entrada del periódico cuando notó que alguien le asía fuertemente del brazo y lo sacaba del ascensor en el que estaba a punto de entrar. Intentó defenderse hasta que oyó una voz femenina.
—¡Muchacho, me alegro de verte! —Era la voz de Laura Kiernan, una joven que trabajaba como ayudante de redacción en la sección de noticias y que recientemente había ascendido a reportero del equipo destinado a la información local.
—Allá arriba, en la redacción, hay un tipo con una citación judicial para ti y de requisa para tus anotaciones. Bradlee no quiere que subas para que no puedan entregarte la orden. Desea que te quites de enmedio lo antes posible[64].
Bernstein tomó otro ascensor que conducía directamente al piso séptimo, donde se hallaba el departamento de contabilidad. Una vez allí se metió en un despacho en el que no había más que una máquina sumadora y marcó el número de la extensión telefónica de Bradlee. Woodward estaba tomándose unos días de descanso en el Caribe, pero anteriormente se habían puesto de acuerdo sobre lo que debía hacerse en el caso de que alguno de ellos fuera citado judicialmente. La entrega de notas o el mencionar los nombres de las fuentes informativas, tanto ante un gran jurado como ante una comisión de encuesta, era algo que quedaba fuera de cuestión. Habría tiempo más que suficiente para luchar ante los tribunales. Lo primero que había que hacer era trasladar los ficheros a un lugar seguro, fuera del alcance de los investigadores. Bernstein le preguntó a Bradlee dónde se hallaban los archivos. El director le contestó que se habían cambiado de lugar inmediatamente.
El CRP había pedido la citación judicial de cinco miembros del Post: Bernstein, Woodward, Jim Mann (que escribió algunas de las informaciones iniciales sobre el caso Watergate), Howard Simons y Katharine Graham. También se había pedido la citación de otros periodistas del Star-News, del New York Times y de la revista Time. Simons y la señora Graham, las dos únicas personas que no eran reporteros, se presentaron. La citación exigía que los convocados declararan en una demanda civil presentada por el CRP y presentaran todas las anotaciones, cintas y demás documentos que obraran en su poder, relacionados con el caso Watergate. Bradlee dijo a Bernstein que no tratara de ponerse en contacto con los abogados del periódico, pues no quería que éstos intervinieran hasta después de haber oído su opinión.
—Vete del periódico, métete en un cine y llámame después de las cinco.
Bernstein se metió en un cine para ver la película «Deep Throat» —«Garganta Profunda»—, la versión cinematográfica que había inspirado el alias de su confidente. Cuando volvió a llamar a las cinco, Bradlee le dijo que volviera a la redacción y le explicó la estrategia a seguir. Bernstein aceptaría la citación. La custodia de las notas más importantes de los reporteros sería confiada a la señora Graham.
—Vamos a luchar hasta el fin, siguiendo esta estrategia, y así, si el juez quiere enviar a alguien a la cárcel por desacato, tendrá que ser a la señora Graham. Y, ¡Dios mío!, la señora está dispuesta a dejarse encerrar. El juez tendrá ese peso sobre su conciencia. ¿Puedes figurarte la fotografía de su enorme coche parado ante el centro de Detención de Mujeres y a la señora Graham descendiendo de él para entrar en la cárcel y, desde allí, apelar pidiendo la aplicación de la Primera Enmienda de la Constitución? Es una foto que se publicará en todos los periódicos del mundo. Una auténtica revolución.
Por la noche, Bernstein estaba trabajando todavía en su mesa, cuando vio llegar al alguacil del CRP, que corría hacia él con los brazos extendidos. Bernstein se hizo el impasible y continuó escribiendo.
—¿Carl Bernstein?
Sin levantar la cabeza de su trabajo, Bernstein alzó la mano y tomó la citación judicial. Pero el enviado se quedó delante de él, en silencio, como si esperase algo. Finalmente, Bernstein alzó los ojos de su máquina de escribir.
El muchacho que le había entregado la citación parecía tener unos 21 años, el pelo largo y rubio, y un jersey con el cuello en «V». Un aspecto de estudiante claramente definido.
—¡Hola…! —dijo—. Realmente me apesadumbra tener que hacer una cosa así. Me han elegido a mí porque han pensado que con mi aspecto de estudiante me sería más fácil llegar hasta aquí sin levantar sospechas.
Era un estudiante de leyes que trabajaba por horas en la firma dirigida por Kenneth Wells Parkinson, el abogado jefe del CRP. Le prometió a Bernstein que le mantendría alerta sobre cualquier información que pudiera ser de utilidad al Post y le dio a Bernstein su número de teléfono.