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En la primera semana de noviembre, Woodward cambió de sitio la maceta y se dirigió por la noche al garaje. Dos semanas antes, el Presidente había despedido al fiscal especial del Watergate, Archibald Cox, que había ordenado el embargo judicial de nueve cintas magnetofónicas presidenciales. El Fiscal General Elliot Richardson y William Ruckelshaus, su secretario, habían dimitido. En el círculo más íntimo de la Casa Blanca, los ayudantes más allegados al Presidente decían que el fiscal especial había sido despedido de su cargo porque el Presidente temía que, de seguir en él, hubiera intentado procesarlo. Después de la marcha de Cox, el Presidente se doblegó ante la opinión pública y a una orden judicial y entregó siete de las cintas. Las otras dos no habían existido nunca.

«Garganta Profunda» le dio un mensaje breve y simple: una o varias de las cintas contenían enmiendas intencionadas.

Bernstein comenzó a llamar a sus fuentes de la Casa Blanca. Cuatro de ellas dijeron que sabían que las cintas eran de poca calidad y que había pausas y fallos en las conversaciones grabadas. Pero no sabían si esos fallos se debían a que habían sido borradas intencionadamente. Ron Ziegler le dijo a Bernstein que no había lapsus ni borraduras en las cintas. Un reportaje que afirmara lo contrario estaría equivocado. Bernstein le dijo que no publicaría el reportaje si Ziegler le prometía, por su honor, que estaba absolutamente seguro de ello.

—Estamos tratando de hechos, no de honor —le respondió Ziegler.

El artículo, pues, citó anónimamente la observación de «Garganta Profunda» de que en las cintas había fallos de «naturaleza sospechosa», que «podían llevar a cualquiera a la conclusión de que las cintas habían sido manipuladas».

Por la tarde del 21 de noviembre, Ziegler telefoneó a Woodward. Los abogados del Presidente habían advertido al juez Sirica que una de las cintas tenía un espacio sin grabar de 18,5 minutos.

—Le doy a usted mi palabra de que no sabía nada de eso cuando mantuvimos la conversación anterior.

Woodward y Bernstein lo creyeron. Sabían, por informaciones procedentes de muchas fuentes, que el Presidente se había venido negando durante meses a dejar que los ayudantes de la Casa Blanca oyeran todas las cintas… aun cuando afirmaba que su reproducción total no haría más que reivindicar su inocencia.

Richard Nixon lo estaba demostrando claramente a sus subordinados: se había convertido en un prisionero en su propia casa, desconfiado, actuando siempre en secreto, sin fiarse ni siquiera de aquéllos que intentaban defender su causa, combativo. Sufría de insomnio. Uno de los hombres más próximos al Presidente durante todo el tiempo que ocupaba la presidencia, le dijo a Woodward descorazonado:

—Las dos únicas personas con las que habla cándidamente del caso Watergate son Bebe Rebozo y Bob Abplanalp.

(Se trataba de dos hombres de negocios, millonarios, y amigos personales suyos desde hacía mucho tiempo).

En Disneyworld, Florida, el presidente dijo ante una audiencia de redactores de la televisión nacional:

No soy un bribón.

Él 28 de diciembre, el general Alexander Haig, jefe de la Casa Militar de la Casa Blanca, se puso en contacto telefónico con Katharine Graham, cuando ésta se hallaba en un restaurante de Washington. La llamaba desde San Clemente para cambiar impresiones sobre dos de los reportajes publicados en la primera página de su periódico. El primero decía que la «Operación Candor», el nombre que el Presidente había dado a su propia campaña de defensa, había sido anulada y que dos de los consejeros más fieles del Presidente, que habían mantenido su inocencia contra viento y marea, ya no estaban tan convencidos de ella. El segundo artículo decía que los abogados del Presidente habían facilitado a los defensores de H. R. Haldeman y John Ehrlichman copias de documentos y de otras pruebas que la Casa Blanca entregaba también a la oficina del Fiscal Especial del caso Watergate.

Haig definió esos reportajes como provocadores y acusó al Post de «hacer un mal servicio» a la nación y apelaba a la señora Graham para que detuviera la publicación de tales relatos.

El propio Haig, los reporteros se enteraron pronto de ello, había empezado ya a dudar de lo adecuado de la conducta del Presidente. Durante más de seis meses, él y Henry Kissinger le habían pedido con urgencia que cortara sus lazos con los tres exayudantes que habían estado tan próximos a él y que en esos momentos se habían convertido en los objetivos primordiales de la investigación del fiscal especial: Haldeman, Ehrlichman y Colson.

En vez de hacerlo así, el Presidente había edificado su defensa legal en concierto con la de los tres y había continuado viéndose con ellos, hablando con ellos por teléfono. Durante el verano de 1973, Kissinger trató de persuadir al presidente de que desautorizara la publicidad de sus exayudantes y aceptara una mesurada responsabilidad en el caso Watergate. La sugerencia la rechazó Ron Ziegler de forma destemplada.

—La contribución es pura basura, mierda de estercolero —contestó al funcionario encargado de escribir los discursos presidenciales cuando le hizo saber la recomendación de Kissinger al Presidente.

A finales de febrero de 1974 las fuerzas de la acusación especial en el Caso Watergate habían obtenido la declaración de culpabilidad de Jeb Magruder, Bart Porter, Donald Segretti, Herbert Kalmbach, Fred LaRue, Egil Krogh y John Dean. Ocho grandes corporaciones industriales y sus jefes habían sido declaradas culpables de haber otorgado contribuciones financieras ilegales al CRP. En Washington, Dwigth Chapin era procesado por perjurio. En Nueva York, John Mitchell y Maurice Stans estaban sometidos a juicio acusados de obstrucción a la justicia y perjurio.

El 1 de marzo de 1974, el gran jurado de Washington, que había procesado a los conspiradores y asaltantes del inicial caso Watergate, por el allanamiento del Cuartel General de los Demócratas, en 1972, comunicó el mayor proceso al caso del encubrimiento del Watergate. Siete ayudantes del Presidente en la Casa Blanca y en la campaña electoral, fueron acusados de conspiración para obstruir la acción de la justicia. Los procesados fueron: Haldeman, Ehrlichman, Colson, Mitchell, Strachan, Mardian y el abogado Kenneth Parkinson[77].

Una semana más tarde, el Gran Jurado de Washington dictó auto de procesamiento por conspiración para allanamiento de morada y la escucha electrónica clandestina del despacho del psiquiatra de Daniel Ellsberg. Los acusados fueron: Ehrlichman, Colson, Liddy y tres cubano-norteamericanos, entre ellos Bernard Barker y Eugenio Martínez, ya condenados en el caso Watergate original.

Actuando en nombre del pleno de las dos Cámaras, únicas que de acuerdo con la Constitución tienen el poder de impeach[78], el Comité Judicial de la Cámara comenzó la investigación años antes para estudiar la posibilidad de emprender una acción judicial penal contra un Presidente.

El presidente del Gran Jurado del caso Watergate le entregó al juez Sirica, aparte de su orden de procesamiento contra los siete acusados, una cartera de documentos conteniendo informes sobre las pruebas subsidiarias de lo que «Garganta Profunda» y otros afirmaban que eran las bases para poder presentar un encausamiento judicial contra el presidente.

Desde el momento en que la fiscalía defendió enérgicamente la teoría de que la Constitución excluía la posibilidad de acusar a un presidente en funciones, el Gran Jurado recomendaba que esas pruebas se entregaran al Comité Judicial de las dos Cámaras.

El 30 de enero, el Presidente pronunció su mensaje anual sobre el Estado de la Unión, ante los miembros reunidos de las dos Cámaras, el Congreso y el Senado, los jueces del Tribunal Supremo, los miembros del Gobierno, demás invitados y toda la amplia audiencia de la red nacional de Televisión.

—Ya hay suficiente con un año de Watergate —declaró, al término del discurso. E imploró al país y al Congreso que pasaran a ocuparse de otros asuntos más urgentes.

A los que deben decidir si será juzgado por «altos delitos y conducta inadecuada»: la Cámara de Representantes…

Y para aquellos que deben sentarse para juzgar, en caso de que las Cámaras concedan el impeachment: el Senado…

Y al hombre que deberá presidir, en razón de su cargo, el juicio de impeachment: el magistrado del Tribunal Supremo de Justicia, juez Warren Burger…

Y a la nación…

El presidente dijo:

Quiero que sepan ustedes que no tengo la menor intención de dejar en ningún momento el cargo para el cual el pueblo norteamericano me eligió a fin de que lo desempeñara en bien del pueblo de los Estados Unidos.