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Woodward contaba con una fuente de información del Ejecutivo que tenía acceso a los informes del CRP, así como a la Casa Blanca. Nadie más que él conocía la identidad de este informador. Sólo podía establecer contacto con él en ocasiones muy importantes. Woodward había prometido que jamás daría su nombre ni su posición a nadie en absoluto. Además se había comprometido a no mencionarlo nunca, ni siquiera en calidad de fuente anónima. Sus conversaciones debían servir tan sólo para confirmar informaciones recibidas en otros lugares y añadir alguna otra perspectiva o punto de vista a lo ya conocido.

En la terminología periodística esto significaba que la conversación era «subterránea». Un día Woodward le explicó su acuerdo al subdirector, Howard Simons. El periodista comenzó a referirse como «mi amigo» al informador, pero Simons lo bautizó con el nombre de «Garganta Profunda», que era el título de una película pornográfica muy célebre en esos días. El apodo prendió definitivamente.

Al principio, las conversaciones de Woodward con «Garganta Profunda» se celebraron por teléfono, pero a medida que crecía la tensión producida por el caso Watergate, aumentaba también el nerviosismo de «Garganta Profunda». Se negaba a hablar por teléfono, pero accedió a encontrarse con Woodward llegada la ocasión.

«Garganta Profunda» ni siquiera se atrevía a usar el teléfono para concertar las entrevistas. Sugirió que Woodward abriera las persianas de su apartamento para darle una señal. «Garganta Profunda» vigilaría cada día y, cuando las viera abiertas, eso significaría que ambos debían encontrarse esa noche. Pero a Woodward le gustaba que el sol entrara en su apartamento y, por lo tanto, siempre tenía abiertas las persianas, por lo que sugirió otra señal.

Varios años antes, Woodward había encontrado en la calle una bandera de tela roja. De unos treinta centímetros por treinta de tamaño, estaba unida a un pequeño bastoncito y parecía el tipo de señal utilizado por los camiones cuando llevan una carga que sobresale de su caja. Woodward había llevado la bandera a su apartamento y uno de sus amigos la había hincado en una maceta sin flores de las que había en su terraza. Y allí seguía.

Cuando Woodward tuviera que hacer una consulta urgente con su amigo, movería la maceta con la bandera a la parte de atrás del balcón. Durante el día, «Garganta Profunda» pasaría por delante de la casa para comprobar si la maceta había sido movida de sitio. Si era así, se encontrarían a las dos de la madrugada siguiente en el aparcamiento subterráneo acordado entre ellos de antemano. Woodward saldría de su apartamento por las escaleras que daban a la parte trasera y a un callejón y desde allí iría al aparcamiento.

Caminando una parte del camino y tomando uno o dos taxis hasta el garaje, el periodista podía estar razonablemente seguro de que no le había seguido nadie. En el garaje podían hablar durante una hora o más sin ser vistos. Si resultaba difícil encontrar taxis, como en ocasiones solía ocurrir a tales horas de la noche, a Woodward le llevaba dos horas el llegar hasta el garaje haciendo el camino a pie. En dos ocasiones, la cita había quedado establecida, pero su fuente no apareció, lo que constituyó una experiencia depresiva y terrible, cuando Woodward hubo de esperar más de una hora, solo en un garaje subterráneo, en medio de la noche. Una vez tuvo la sospecha de que era seguido —dos hombres bien vestidos fueron tras él durante cinco o seis manzanas—, pero se metió por un callejón y no volvió a verlos.

Si «Garganta Profunda» deseaba un encuentro, lo que no era frecuente, el procedimiento era distinto. Woodward debía mirar cada mañana la página 20 de su ejemplar del New York Times que llegaba a su casa antes de las 7 de la mañana. Si su amigo deseaba una cita, el número de la página estaría rodeado con un círculo y en la parte baja de la página estarían dibujadas las manecillas de un reloj indicando la hora. Woodward no sabía cómo «Garganta Profunda» tenía acceso a su periódico.

La posición de su amigo en el Poder Ejecutivo era extremadamente delicada. Jamás le dijo a Woodward nada que no fuera totalmente correcto. Fue él quien le avisó, el 19 de junio, de que Howard Hunt estaba definitivamente involucrado en el caso Watergate. Durante el verano le dijo que el FBI estaba extremadamente interesado en conocer de dónde sacaba el Post sus informaciones sobre el asunto Watergate. Pensaba que tal vez Woodward y Bernstein eran seguidos por agentes federales y les previno de que tuvieran cuidado al utilizar sus teléfonos. En su última reunión le había dicho que la Casa Blanca consideraba el caso Watergate mucho más importante de lo que podían pensar los que estaban fuera. Ni siquiera el FBI se daba cuenta exacta de lo que estaba ocurriendo. Su informador había sido deliberadamente ambiguo; sin embargo, hizo veladas referencias a la CIA y la seguridad nacional, lo que Woodward, realmente, no comprendió del todo.

El día antes de que se dictara el auto de procesamiento en el caso Watergate, Woodward rompió la regla que establecía que no recurriera a su amigo telefónicamente. «Garganta Profunda» parecía nervioso al otro extremo de la línea, pero escuchó el borrador de un artículo que Woodward le leyó. Se decía en él que los investigadores federales habían recibido información de personas que trabajaban en la campaña para la reelección de Nixon que indicaban que altos funcionarios del CRP estaban involucrados desde el principio en la operación Watergate.

—Demasiado suave —dijo «Garganta Profunda»—. Puedes ser mucho más duro.

La contable había tenido razón en cuanto a los fondos de la caja de caudales de Stans. Habían servido para financiar la operación de espionaje electrónico en el Watergate y otras importantes actividades de espionaje, le dijo su amigo. Los ayudantes de John Mitchell sólo se encontraban entre los que controlaban los fundos. No podía decir si el ex-Fiscal General había tenido conocimiento previo del intento de intervención electrónica de los teléfonos y los locales del cuartel general demócrata.

Las cintas magnetofónicas habían llegado a manos de los mismos ayudantes de Mitchell que habían administrado los fondos en cuestión, le dijo.

Siguiendo la conversación, Woodward le leyó las notas que había escrito sobre la entrevista de Bernstein, que debían servir para un nuevo artículo:

Los fondos para la operación de espionaje del Watergate fueron controlados por algunos de los principales ayudantes de John Mitchell, el exdirector de la Campaña electoral del Presidente Nixon, y se guardaban en una cuenta especial en el Comité para la Reelección del Presidente, según ha llegado a conocimiento del Post.

El artículo informaba además: los fondos consistían en más de trescientos mil dólares, reservados para proyectos políticos de Índole delicada. Gordon Liddy se encontraba entre los que recibieron dinero procedente de esos fondos; los ficheros relacionados con esa cuenta habían sido destruidos; la dimisión de Hugh Sloan era el resultado de sus sospechas sobre el caso Watergate. Quizá más importante que los detalles específicos del reportaje era su significado conjunto. El procesamiento de los que intervinieron en el caso Watergate no había acabado con la conspiración. Y había muchos de los que trabajaban en la campaña presidencial en el CRP que tenían respuestas para muchas de las preguntas que aún quedaban en pie.

Cuando se aproximaban las 6:30 de la tarde, hora de cierre para la edición dominical del periódico, Woodward telefoneó a Van Shumway para pedirle la respuesta del CRP. Media hora más tarde, Shumway le telefoneó para hacerle una declaración:

Ha habido y hay en este Comité fondos en metálico usados para diversos propósitos legítimos, tales como el pago de dietas o gastos de viaje anticipados. Sin embargo, nadie empleado en este comité, actualmente, ha usado tales fondos para (propósitos) que resultaran ilegales o inapropiados.

La declaración, tomada literalmente, no desmentía plenamente lo que se decía en el reportaje.

Esa tarde, George McGovern mantuvo una conferencia de Prensa y calificó a la investigación sobre el caso Watergate de una:

… limpieza hasta la blancura… De lo que aquí se trata no es sólo de la vida política de la nación, sino además de la definitiva moralidad de nuestros líderes en unos momentos en los que Estados Unidos necesita desesperadamente revitalizar sus niveles de moralidad. Y por eso debo seguir este caso a todo lo largo y ancho del país.

Al día siguiente, 17 de septiembre, los dos reporteros fueron de nuevo a casa de la contable. Era domingo por la tarde y la mujer no parecía inclinada a hablar con los periodistas, sobre todo después de haber visto que en la primera página del Post había un reportaje que contenía datos que sólo podía saber ella y muy pocos de los demás miembros del Comité de Nixon.

Pero la contable prefería tener a los periodistas alejados de la vista de todos, mejor que en el quicio de la puerta, donde éstos le estaban rogando que escuchara cierta información que tenían. Así que los hizo pasar. Deseaban que ella les dijera exactamente quiénes eran «L», «M» y «P». ¿Liddy o LaRue? ¿McCord o Mitchell? ¿Magruder? ¿Porter? ¿A cuánto ascendía el dinero pagado? ¿Qué había con los otros que figuraban en la lista?

La contable estaba asustada y empezó a hablar con reservas. Pero también empezó a tutear a Bernstein.

En un principio Woodward guardó silencio. Bernstein estaba dando cifras. Se detuvo en 700 000 dólares.

—Por lo menos eso; 350 000 dólares era lo que quedaba.

Parecía haberse roto el hielo.

¿Había querido referirse a Liddy, con la «L», o a LaRue o a cualquier otra persona con esa inicial, al decir que «L» había recibido también dinero de esos fondos?

No quiso decirlo.

Los periodistas dijeron que sabían que Liddy era el único cuyo apellido empezaba con «L» que fuese pagado con esos fondos. Y ella lo confirmó.

Se estaba alcanzando un acuerdo no especificado. La contable parecía dispuesta a confirmar o negar declaraciones de los periodistas haciéndose la indiferente y tratando de dar la impresión de que ellos sólo necesitaban confirmación y no una información primaria, básica. Si había que convencer a la gente de que Sloan y Stans eran inocentes, le dijeron a ella, resultaba de todo punto necesario, crítico, que el Post informara con datos precisos. Era en ese terreno en el que podía serles de ayuda.

—La moral es terrible en la sección de finanzas —dijo—. Aquellos de entre nosotros que saben algo estamos cansados de que nos consideren como sospechosos. Se hacen chistes de mejor o peor gusto, como, por ejemplo, cuando alguien le pregunta a una de nosotras: «¿Qué ha hecho usted con los veinticinco grandes, señora?».

—¿Fue ésa la cantidad cobrada por Liddy?

Respondió con un gesto negativo de cabeza.

—¿Más de cincuenta mil? —preguntó Woodward.

Movió la cabeza afirmativamente.

—Magruder recibió cuando menos la misma cantidad, ¿no era así?

De nuevo respondió afirmativamente.

—¿Era Magruder el único «M» que recibió dinero?

Otro gesto afirmativo. Pero seguidamente dijo que había más cosas que convenía saber sobre Magruder.

—Digamos que no me fío de él en absoluto, y principalmente cuando se trata de su propio beneficio —dijo—. No hay nada capaz de detenerle. En las tres últimas semanas incluso ha tratado de emplear sus encantos conmigo.

¿Y LaRue? Los periodistas dijeron que sabían que él también estaba involucrado, aun cuando pensaban que no había recibido dinero.

—Es muy resbaladizo, sabe cubrir sus rastros —dijo—. Él y Mitchell son como uña y carne.

Y no quiso decir lo que LaRue pudiera saber.

«P» era Bart Porter, dijeron los periodistas. Estaban seguros de ello.

—Recibió una buena suma. En billetes de 100 dólares. Pagaban a todo el mundo con billetes de cien.

Bernstein le recordó una broma que ella misma le hiciera en otra conversación:

—Somos republicanos y, por lo tanto, operamos con grandes sumas, ya lo sabe.

La contable dijo que Porter había recibido, también, más de cincuenta mil dólares.

La contable estaba indignada por lo limitado de la acusación.

—Fui con la mayor buena fe para testificar que resultaba obvio que los resultados no eran ciertos. Creo que el FBI canaliza la información y que ésta va a las más altas esferas… Ahora todo lo que deseo es mantenerme al margen. O irme. Hugh Sloan ha sido el que ha tomado la resolución más inteligente: dimitir. El señor Stans ha dicho que le pidió que se quedara, pero que no quiso hacerlo.

Añadió que mucha gente había eludido las preguntas del gran jurado.

—Bob Odle me dijo a su regreso de ser interrogado por el gran jurado: «¿No tiene la impresión de haber pasado por la cámara del tormento?». Y yo le respondí: «No. Y usted tampoco se encontraría así, tan mal, si les hubiera dicho toda la verdad».

Pero no quiso decir lo que creía que Odle había ocultado a sus interrogadores.

—La propaganda desde el allanamiento ha sido: «No tenemos nada que ver con eso y podemos seguir con la cabeza alta», —les dijo a los periodistas cuando éstos salían ya de la casa.

De vuelta en la redacción, Woodward se fue a una de las mesas más apartadas para desde allí llamar a «Garganta Profunda». Bernstein hubiera deseado tener una fuente de información semejante. La única fuente que él poseía con conocimientos tan buenos y específicos sobre un tema determinado era Mike Schwering, que tenía la tienda de Bicicletas Deportivas de Georgetown. No había nada relacionado con las bicicletas y, lo que era más importante, sobre los ladrones de bicicletas, que Schewering no supiera. Bernstein sabía algo sobre ladrones de bicicletas: la noche que se pronunció el procesamiento contra los acusados de Watergate, le habían robado su «Raleigh» de diez piñones, en el garaje donde la había dejado aparcada. Ésta era la diferencia entre él y Woodward. Éste iba a un garaje en busca de una fuente informativa que le diría lo que los hombres de Nixon se traían entre manos. Bernstein fue a otro para encontrarse con una cadena de cuatro kilos, cortada netamente en dos, y que su bicicleta había desaparecido.

Esa tarde de domingo el tono de la conversación fue bastante desapacible. Cuando «Garganta Profunda» oyó la voz de Woodward, hubo una larga pausa. Ésta sería su última conversación telefónica, le dijo claramente. Tanto el FBI como la Casa Blanca estaban decididos, con todas sus fuerzas, a enterarse de dónde el Post conseguía su información y, además, a poner fin a ella. La situación se estaba haciendo más peligrosa de lo que Woodward suponía. La historia sobre los ayudantes de Mitchell había puesto furiosa a la Casa Blanca.

Estaba claro que la llamada había sido un error. Su amigo estaba disgustado, más aún, indignado con él. Pero lo que más llamó la atención de Woodward fue darse cuenta de lo asustado que parecía «Garganta Profunda». El miedo se estaba levantando como un edificio amenazador, pero el periodista no lo había apreciado hasta ese momento. Sólo una parte de ese miedo era personal. Tenía más que ver con la situación, con los hechos, las implicaciones que el asunto podía tener para quienes sabían algo. Woodward nunca había visto a su amigo tan precavido, tan serio. En su último encuentro le había encontrado más delgado, desmejorado. Si Woodward entendía bien a su amigo, era indudable que algo terriblemente malo estaba ocurriendo.

Woodward le dijo lo que le había dicho la contable sobre Magruder y Porter.

—Ambos están profundamente implicados en el asunto Watergate —respondió «Garganta Profunda». Su voz sonaba resignada, defraudada.

Woodward le pidió que se explicara con mayor exactitud.

—Watergate —repitió. Después hizo una pausa y añadió—: Todo el asunto…

Confirmó que Magruder y Porter habían recibido cada uno al menos 50 000 dólares de los fondos de Stans. Woodward podía estar condenadamente seguro de que ese dinero no había sido utilizado para objetivos legítimos. Era una afirmación y no una suposición. Pero era todo lo que estaba dispuesto a decirle. A partir de ese momento, Woodward y Bernstein quedarían a merced de sus propias fuerzas durante algún tiempo.

Bernstein se las venía entendiendo ya con la máquina de escribir. Woodward dirigió una mirada a lo que su colega había escrito:

Dos altos funcionarios de la campaña de Nixon, recibieron, cada uno de ellos, no menos de 50 000 dólares de unos fondos secretos que sirvieron para financiar el intento de espionaje electrónico en el Cuartel General del Partido Demócrata, según informan fuentes próximas a la investigación del asunto Watergate.

Woodward se puso en contacto con Powell Moore, el subdirector de Prensa de CRP, y le dijo en términos generales lo que el Post pensaba publicar en su edición del lunes. Moore era un jocoso georgiano de 34 años de edad que ya trabajaba en el servicio de Comunicaciones de la Casa Blanca antes de la campaña.

—Muchas gracias, hombre —le dijo Moore—; eso es precisamente lo que necesitaba un domingo por la tarde.

Estaba seguro de que la historia no era cierta. Creía que los dos reporteros estaban recibiendo información falsa en alguna parte, no sabía dónde, pero le hubiese gustado que abandonaran aquella cruzada o, al menos, que comprobaran mejor las cosas antes de hacerlas imprimir en su periódico.

Woodward creyó que esto podía serle de utilidad. Ellos estaban seguros de los hechos y comprobaban sus informaciones en distintas fuentes antes de publicarlas, pero podía ser que él tuviera alguna otra explicación que ellos ignorasen. Si Moore conseguía que Magruder le telefoneara y discutieran el asunto fríamente, Woodward estaba conforme en retener su información hasta haberle escuchado. Y si Magruder podía convencerles de que su historia estaba equivocada o tergiversada de algún modo, o basada en alguna mala interpretación, la retendrían hasta comprobar la verdad.

Moore se mostró conforme. Para los reporteros significó una penetración en las líneas adversarias, una oportunidad de penetrar más allá de la línea de declaraciones ambiguas y anónimas del Comité. Magruder les telefoneó media hora más tarde y les dijo que era «absolutamente falso» que él hubiese recibido ni un solo céntimo de ningún fondo secreto.

—Lo único que he cobrado ha sido mi sueldo y mis compensaciones de gastos, de acuerdo con la lista que hay de ellos —le dijo a Woodward.

En ese caso, ¿a qué atribuía el hecho de que la investigación federal hubiera determinado que había recibido cuando menos 50 000 dólares de los fondos guardados en la caja fuerte de Stans?

—Fui interrogado sobre el asunto, pero esa posibilidad fue descartada… y se llegó a un acuerdo entre las partes de que resultaba incorrecta.

Poco después, como si lo hubiera pensado, añadió:

—También he sido interrogado por el FBI… Esto en confianza.

Woodward le dijo que podía haberlo pensado mejor antes de decir una cosa y, posteriormente, decir que era confidencial. Él había trabajado como segundo en la oficina de Comunicaciones de la Casa Blanca antes de convertirse en el subdirector de la campaña electoral.

—Pero usted tiene que ayudarme —le rogó Magruder—. Me creará dificultades si se menciona mi nombre y se citan mis palabras.

Woodward le dijo que incluso era posible que publicara esta última observación. Cuando Magruder le pidió que todo aquello pasara a segundo término, Woodward le dijo que el Post intentaría seguir adelante con la publicación de sus artículos, salvo en el caso de que Magruder pudiera darles alguna razón convincente para que lo aplazara de momento. Magruder no discutió. Pero le pidió a Woodward que escribiera que ciertos «investigadores del gobierno» le habían advertido de que había sospechas contra él, en vez de decir que había sido el FBI quien le había informado.

—Debe ayudarme, al menos en eso.

La cosa tenía poca importancia. Magruder, era obvio, pensaba que unas sospechas atribuidas al FBI sonaban más serias que si se atribuían a «investigadores del gobierno». A Woodward la petición no le sonó irrazonable y se mostró conforme. Había sido el tono de Magruder el que había impresionado a Woodward más que sus palabras. Magruder era el segundo jefe del CRP. Su trabajo en la Casa Blanca había consistido en el trato con la Prensa. Y, pese a todo, su voz temblaba cuando hablaba con Woodward.

Una parte de su reportaje se refería a Hugh Sloan. «Garganta Profunda» le había dicho que Sloan no había tenido conocimiento previo del intento de escucha ilegal ni de cómo se gastaba el dinero de los fondos. Si había renunciado a su cargo de tesorero poco después del caso Watergate lo hizo porque «no quería formar parte de lo que, según entonces se había enterado, venía sucediendo». En el reportaje se citaba anónimamente a la tenedora de libros, que había dicho: «No quería tener nada que ver con el asunto. Su esposa estaba dispuesta a abandonarlo si no se despedía y hacía lo que creía justo».

Había un problema a la hora de escribir el reportaje. «Garganta Profunda» había sido bastante explícito al indicar cómo se financiaba el asunto del espionaje Watergate, pero la contable —aunque tenía bastantes sospechas— no podía confirmarlo. Los dos periodistas conferenciaron con Sussman y Rosenfeld, que decidieron pecar mejor por exceso de precaución y decir que el dinero había sido utilizado para financiar amplias «actividades de espionaje contra los Demócratas». Gradualmente se fueron dejando guiar, por una regla no escrita: salvo en el caso de que hubiera dos fuentes distintas que confirmasen una acusación relativa a una actividad que pudiera ser considerada criminal, esa sospecha específica no se publicaría en el periódico.

A la mañana siguiente, el New York Times no mencionaba la historia de los fondos secretos. En la Casa Blanca nadie preguntó nada sobre ella a Ron Ziegler (el jefe de Prensa). Ninguna información fue dada por las grandes cadenas de la Televisión ni tampoco fue publicada en la mayor parte de los periódicos. En el Capitol Hill, el líder republicano en el Senado, Hugh Scott, senador de Pennsylvania, llevó a cabo una conferencia de Prensa no oficial, por la mañana, y en ella dijo que el caso Watergate no le importaba demasiado al votante medio, sino que sólo interesaba al senador McGovern y a los medios de información. «Nadie está prestando la menor atención a lo que están escribiendo ustedes», dijo. En la redacción de noticias, Bernstein y Woodward esperaban la llegada de la primera edición del diario de la tarde, Washington Star-News. Lo único que en él se publicaba sobre el caso Watergate se refería a un profesor de Derecho de la Universidad George Washington que había presentado una moción ante un tribunal federal, pidiendo el nombramiento de un fiscal especial para llevar el caso.

Algo después, esa misma tarde, Bernstein firmó el boleto para disponer de un coche de la compañía y fue a McLean, en los suburbios de Virginia, para visitar a Hugh Sloan, el extesorero del CRP. El viaje, que de ordinario es de media hora, duró tres veces más a causa de la lluvia. Sloan vivía en una urbanización nueva y Bernstein tuvo dificultades en dar con su casa.

La urbanización consistía en una serie de casas imitando el estilo Tudor, situadas al lado de pequeños callejones para peatones con aceras de cemento y césped. El lugar, indudablemente, estaba planeado para servir de residencia a familias con niños pequeños; las zonas de tráfico rodado y de aparcamiento estaban aisladas para mayor seguridad y casi cada una de las casas parecía disponer de un triciclo, una bicicleta o algo semejante sobre el césped del jardín. La lluvia dejó empapado a Bernstein mientras buscaba la casa de Sloan.

Fue la señora Sloan quien le abrió la puerta. Era muy bonita… y estaba encinta. Bernstein se presentó y le preguntó por su esposo. Éste había ido a la ciudad y no regresaría hasta eso de las 7:30. Fue muy amable y preguntó a Bernstein dónde podría localizarle su marido cuando volviera. Bernstein estaba tratando de encontrar un pretexto para conversar con ella aunque sólo fuese un momento. Ella había trabajado también en la Casa Blanca, como secretaria de la sección social, según le constaba al periodista, y había jugado un papel importante al influir en la decisión de su esposo de abandonar la campaña electoral de Nixon.

Bernstein juzgó que la señora Sloan tendría unos treinta años de edad y su próxima maternidad parecía complacerle. Tenía grandes ojos oscuros. Bernstein pensó que aquéllos debían ser días muy duros para los Sloan —un exmiembro importante del equipo personal del Presidente que se encontraba sin trabajo, envuelto en una nube de sospechas y con una esposa a punto de tener su primer hijo—. Esos días, cuando más felices podían haber sido, su nombre estaba apareciendo en los periódicos a diario y de un modo generalmente poco halagador… y ella tenía que pasarse las horas esperando a que su marido llegara a casa después de haber sido interrogado por el gran jurado. Algún agente del FBI, indudablemente, estaría hablando con sus amigos y vecinos tratando de conseguir información… y los reporteros llamando a su puerta a todas las horas del día…

Bernstein compartía esos pensamientos con ella y, por lo tanto, trataba de que no le considerase relacionado con esas hordas.

La mujer se dio cuenta de su incomodidad. Le dijo que comprendía que él sólo trataba de cumplir con su deber, realizar su trabajo como periodista. Como había hecho su esposo.

—Ésta es una casa honrada —fue su declaración, orgullosa y firme.

¿Había leído lo publicado por el Washington Post? La señora Sloan contestó con un movimiento afirmativo de cabeza. Le había gustado. Para él resultó un alivio darse cuenta de que ella tenía idea de lo que era el trabajo periodístico. Bernstein le dijo que el equipo del Post no tenía ideas preconcebidas. Y que había mucha gente a la que la verdad no parecía preocuparle lo más mínimo, y menos todavía, añadió, lo que pudiera pasarle a su esposo.

—Lo sé —replicó. Hablaba con tono de tristeza en su voz. Su marido se había visto abandonado por gente en la que había confiado, gente que él había creído tenía los mismos principios y conceptos de los valores morales que eran los suyos. Pero había resultado que los principios de muchos de ellos eran sólo pura palabrería. Había en sus palabras, de vez en cuando, un destello de indignación, pero en general su tono era de tristeza.

¿Cuál fue la primera reacción de su esposo cuando le pidieron por primera vez que facilitara dinero para aquello? Bernstein estaba tratando de cruzar la línea lentamente, pero ella se dio cuenta de lo que pretendía de forma inmediata.

Sobre eso tendría que hablar con su esposo. No sería propio de ella comentarlo. La señora le pidió de nuevo su teléfono y Bernstein se lo escribió en una página de su cuaderno de notas. Bernstein mintió y le dijo que tenía que ver todavía a otra persona en el barrio; si terminaba temprano, ¿les molestaría que volviera a visitarlos para hablar con su marido?

Sería bien recibido si venía, le respondió ella, pero no sabía si su marido querría hablar con él.

¿No podría ella hacer algo por convencerlo? Bernstein sonrió como si tratara de insinuar una noble y bien intencionada conspiración.

Ella sonrió:

—Ya veremos.

Había una bonita tienda de bicicletas en McLean, y Bernstein se dirigió a ella para alquilar una y entretenerse así unas horas. Deseaba buscar una sustituía para su querida, y robada Raleigh. Y, mientras, seguía pensando en Jeb Magruder. Se había enterado de algo que le había disgustado enormemente: Magruder era, cono él, un fanático de la bicicleta. Al periodista le costaba trabajo aceptar que un «fan» de la «bici» pudiera ser un espía del caso Watergate. Y en realidad Magruder lo era. Incluso era socio del club de amigos de la bicicleta, e iba a su trabajo en la Casa Blanca con su bicicleta de diez velocidades a diario. Nadie le robaría allí la «bici» a Magruder. Bernstein lo sabía porque él mismo fue en alguna ocasión a la Casa Blanca en bicicleta, por ejemplo, el 14 de julio —no en su Raleigh, pero sí en una Holdsworth, que había hecho fabricar en Londres—, y tan pronto cruzó las puertas de la residencia presidencial estuvo seguro de que allí nadie se aproximaría a su máquina.

Bernstein la dejó apoyada contra el muro en la casa del guarda de la entrada, sin molestarse siquiera en ponerle la cadena. Había acudido para oír el discurso del presidente Agnew sobre la necesidad de conseguir ayuda para las víctimas de la gran inundación causada por el huracán «Agnes». Y había aprovechado la ocasión para visitar a Ken Clawson.

—Vosotros, los muchachos del Post, estáis dando hachazos sobre un árbol sano con lo de Watergate —le había dicho Clawson.

Unas horas más tarde, Hugh Sloan respondió a la llamada de Bernstein a la puerta de su casa. Parecía como si acabara de salir de las páginas del Management Intern News. Estaba en sus treinta años de edad, era delgado, con el pelo cuidado y bien peinado, justamente lo suficientemente largo como para estar a la moda, con un blazer azul, camisa discreta, y corbata roja. Un hombre guapo, quizá excesivamente delgado.

—Mi esposa me dijo que tal vez regresaría usted —le dijo, permitiendo que Bernstein se resguardara de la lluvia en el hall de su casa. Pero dejó la puerta abierta—. Como usted sabe —añadió—, no he querido hablar hasta ahora con la Prensa.

Lo dijo con cierto tono de excusa, lo que sin duda era un buen síntoma. Con un ojo en la puerta abierta, Bernstein decidió arriesgarse y disparar al vacío. El reportaje publicado aquella mañana había cambiado la situación, argüyó. La gente sabía ya que Sloan no era culpable en el caso Watergate. Pero sabía quién era el culpable o, al menos, cosas que podrían llevar a dar con él. Ahora que una parte de la historia se había hecho pública, Sloan podía poner el resto en los relatos, librar su nombre de sospechas y dejar que la gente supiera la verdad. Tal vez había una explicación legítima para justificar la entrega de fondos a los ayudantes de Liddy y de John Mitchell. Si la había, y ésta era la historia completa, debía contarla. Quizá las cosas eran todavía peores de lo que sugería el reportaje. Si eran peores…

—Son mucho peores —le interrumpió Sloan—. Por eso me marché, porque sospeché lo peor.

De repente, adquirió el aspecto de quien se siente herido. No parecía haber resentimiento en su actitud, sólo dolor. Movió la cabeza con vacilación.

En ese caso, ¿por qué no decía lo que sabía? Ahora. Públicamente. Para evitar que otros pudieran ser heridos también. A la larga eso incluso podría beneficiar la elección de Nixon, explicó Bernstein, porque el propio presidente resultaría lastimado gravemente si el asunto seguía en la prensa, sin aclarar, durante mucho tiempo.

Sloan afirmó con un movimiento de cabeza. Le gustaría hacerlo, dijo. Realmente le gustaría. Pero sus abogados le habían advertido que no lo hiciera. Cualquier cosa que dijera públicamente podía ser utilizada contra él y podría dar motivo a un procedimiento, un pleito civil contra él como consecuencia de su papel como tesorero de la campaña de Nixon.

Bernstein resistió la tentación de aconsejarle que buscara otros abogados; eso es lo que él habría hecho, de ser inocente, en el lugar de Sloan: buscar un nuevo abogado y demandar al CRP.

También la acusación le había pedido a Sloan que no hiciera ninguna declaración pública antes de que comenzara el juicio por el caso Watergate. Así que, dijo, se encontraba doblemente atado a la ley del silencio.

¿Hasta qué punto tenía Sloan la seguridad de que los fiscales estaban de su parte?

Creía que lo estaban, dijo, pero la verdad era que ya no tenía demasiada fe en nadie.

¿A qué se debía que sólo hubiesen sido acusados siete hombres?

—A la situación global —respondió.

Bernstein recordó que la contable le había dicho que los abogados del Comité estuvieron presentes durante los interrogatorios llevados a cabo por el FBI con los empleados del CRP.

Sloan dijo que eso era cierto.

¿Le habían indicado los abogados lo que debía responder, o que se mantuviera alejado de determinados asuntos?

—No se nos dijo de forma tan explícita. Sólo «no hablen» —dijo Sloan—. Pero el mensaje quedaba claro. Era más o menos: «mantenerse unidos», «lavar la ropa sucia en casa».

¿Significaba eso que había que mentir?

Bernstein podía sacar sus propias conclusiones, le dijo Sloan. Desde luego, era una suposición que no parecía totalmente irrazonable.

¿Quién había transmitido el mensaje? ¿Los abogados? ¿Mardian? ¿LaRue?

Bien, Mardian y LaRue habían sido elegidos por John Mitchell para desarrollar las respuestas del Comité al asunto del espionaje telefónico. Por lo tanto, era seguro que ellos debían saber de qué se trataba, dijo Sloan. Eran ellos los que habían «fabricado las respuestas».

¿Era eso otra forma de decir «echar tierra al asunto»?

Definitivamente no era un plan para seguir adelante y decir la verdad, concedió Sloan.

¿Supo Mitchell el asunto de la escucha ilegal antes de que se llevara a cabo? ¿O LaRue? ¿O Mardian?

Mitchell estaba enterado de ese asunto y de muchas otras cosas antes de que se llevaran a cabo, dijo Sloan, pero no tenía pruebas fehacientes de ello, salvo la cuestión del dinero, información de segunda mano y su conocimiento privado de las personas involucradas y de cómo funcionaba el Comité.

—Mitchell tenía que saber lo de los fondos. No se entrega una cantidad tal de dinero sin que el jefe de la campaña sepa en qué va gastarse, sobre todo cuando el dinero se paga en billetes y sin recibos.

LaRue era el «ayudante de campo» de Mitchell, le explicó Sloan. Así que lo más probable era que estuviese mezclado en todo. No estaba tan seguro en lo que se refería a Mardian, que se había incorporado al Comité procedente del Departamento de Justicia, el 1 de mayo, después de que el dinero hubiese circulado ya. Después del 17 de junio, quedaba fuera de duda que Mardian, que había sido el coordinador político en el CRP, había quedado enterado de todo lo que había que saber. Después fueron él y Mitchell quienes comenzaron a poner en marcha ese show, de acuerdo con Mitchell.

¿Incluso la destrucción de archivos y fichas?

Eso formaba parte del asunto.

La contable había parecido insinuar que los archivos relacionados con los fondos y la cuenta secreta de la caja fuerte de Stans habían sido destruidos inmediatamente después de la entrada en vigor de la nueva ley reguladora de la campaña electoral, el 7 de abril. Pero Sloan dijo que no era así, que habían sido destruidos inmediatamente después de la detención de los acusados del caso Watergate, como también lo fueron, al mismo tiempo, otros archivos y documentos. Entre éstos se contaban siete libros de cuentas, cada uno de ellos de dos centímetros de grosor, donde estaban registradas las contribuciones recibidas para la campaña antes de que la nueva Ley entrara en vigor. Se había hecho limpieza general después del intento de allanamiento y escucha electrónica.

Seguían hablando en el hall de entrada de la casa de Sloan. Éste, de vez en cuando, miraba la puerta abierta y Bernstein hacía como si no se diera cuenta de ello. Sloan empezaba a encontrarse a disgusto. No hacía más que repetir que había ido más lejos con sus palabras de lo que hubiera deseado hacer antes de tomarse tiempo de pensarlo a fondo.

Bernstein estaba impresionado por la confianza de Sloan. Éste parecía convencido de que el presidente, cuya reelección deseaba, no sabía nada de lo ocurrido antes del 17 de junio; pero estaba seguro de que Nixon había sido mal servido por sus subordinados antes del espionaje del cuartel general demócrata y que desde entonces le estaban colocando en una situación cada vez más difícil. Sloan creía que los miembros de la acusación fiscal eran gente honesta, decididos a descubrir la verdad, pero que existían obstáculos que no podían evitar. No podía decir si el FBI se había mostrado torpe o había actuado sometido a presiones para seguir procedimientos que, desde luego, impedían la realización de una investigación completa. Creía que la Prensa estaba cumpliendo con su obligación, haciendo su trabajo, aunque, basándose en la falta de inocencia del Comité, había llegado a sacar falsas conclusiones sobre determinadas personas. Él mismo, Sloan, era un ejemplo de ello. No se sentía amargado, ni herido, pero sí desilusionado. Ahora todo lo que deseaba era terminar de llevar a cabo sus obligaciones —testificar en el juicio y en el pleito civil— y abandonar Washington para siempre. Estaba buscando un empleo en la industria, una posición directiva, pero no resultaba fácil encontrarlo. Su nombre había aparecido en los periódicos con demasiada frecuencia. No volvería jamás a trabajar para la Casa Blanca, ni siquiera en el caso de que le pidieran que regresara. Le gustaría estar en el lugar de Bernstein, le gustaría saber escribir, pues tal vez en ese caso sabría expresar todo lo que estaba pasando por su mente. No necesariamente los hechos fríos y desnudos del caso Watergate —que no eran lo realmente importante—, sino lo que significaba para un hombre y una mujer jóvenes venirse a Washington porque creían en algo, entrar en ello, ver cómo se hacen las cosas y observar cómo sus propios ideales se desintegran.

Él y su esposa creían en las mismas cosas antes de venirse a Washington. Algunos de los amigos y compañeros de la Casa Blanca también, pero esa gente había decidido que era posible seguir creyendo en las mismas ideas y adaptarse a la realidad. Después de todo, los objetivos seguían inalterados, seguimos trabajando por aquello en que creemos, ¿no? La gente de la Casa Blanca creía que estaba autorizada a hacer cosas distintas, a suspender regulaciones y reglas porque estaba llevando a cabo una misión, y que esta misión era lo único que importaba. Era fácil perder la perspectiva, dijo Sloan. Él había visto cómo eso ocurría muy frecuentemente. Pero él y su mujer deseaban marcharse de Washington antes de que ellos también pudieran llegar a perderla.

Bernstein no podía creer que Sloan dijese esas cosas de no estar convencido de que la Casa Blanca estaba involucrada en la cuestión del espionaje electrónico y en el intento de ocultar la verdadera historia.

—No sé nada verdaderamente importante de lo que ocurría al otro lado de la calle (se refería a la Casa Blanca) —dijo Sloan—, pero, a juzgar por quienes están mezclados en los asuntos del Comité, no me extrañaría que fuese así.

De todos modos, continuó explicando Sloan, la cuestión era ampliamente semántica, una cuestión de matiz: desde el caso Watergate, la Casa Blanca y el propio presidente habían hablado como si el CRP fuera una compañía particular creada por partidarios de Richard Nixon, que intentaban lanzarlo para su reelección y contratar su campaña con una firma de consultores. Pero lo cierto era que el Comité para la Reelección Presidencial era la Casa Blanca, total creación de ésta, equipado por la Casa Blanca y debía informar y rendir cuentas sólo a la Casa Blanca.

Bernstein le preguntó si los nombres de algunas personas que aún trabajaban en la Casa Blanca habían estado inscritos en la simple hoja de papel que constituía todo el estado de cuentas de los fondos sacados de la caja fuerte de Stans. Sloan no lo quiso decir. Pero añadió que Liddy y Porter constituían un «agrupamiento lógico» y que nadie había sacado de esos fondos cantidad comparable a la de ellos.

Bernstein pensaba, por deducción de lo que le había dicho la contable, que Liddy y Porter habían recibido bastante más de 50 000 dólares cada uno. Esa cifra de 50 000 dólares era simplemente lo que ella había podido calcular basándose en la supuesta suma total.

Sloan confirmó sus sospechas. El total se aproximaba más bien los 300 000 dólares. Ese fondo llevaba ya más de 18 meses de existencia y había representado la contribución en metálico a la campaña de Nixon. Todo el dinero que llegaba al Comité se entregaba a la caja fuerte de Stans. En algunos momentos debió haber más de 700 000 dólares en ella.

Antes del 17 de junio, añadió Sloan, nadie le había dicho cuáles eran los fines específicos de esos fondos.

¿Qué pasaba con la «seguridad de la convención» o el «fondo de seguridad»?

Sloan no había oído ninguna de ambas denominaciones antes del allanamiento en Watergate. Fue entonces cuando comenzó a circular la historia, en el seno del CRP, de que los fondos sacados por Liddy, Porter y Magruder habían estado disponibles para «la seguridad de la convención» y que Liddy se había apropiado indebidamente de su parte y la había usado para financiar el Watergate. Pero eso no tenía sentido para Sloan. Los fondos legales de seguridad se incluían en el presupuesto oficial de modo muy cuidadoso y detallado, dijo. Se pagaban mediante cheques nominales y se registraban en las cuentas fiscales destinadas a la GAO. Si ése hubiera sido el fin de los gastos, Sloan hubiera estado informado de ello y se le hubiera especificado en qué se invertía el dinero. Al fin y al cabo él era el tesorero.

Bernstein, seguidamente, le hizo una pregunta que resultaba obvia. Pero Sloan no quiso decir quién le había ordenado que hiciera los pagos secretos. Necesitaba más tiempo para reflexionar sobre la sugerencia que le había hecho el periodista de que consultara los archivos. Bernstein le dijo que el Post le permitiría establecer las reglas fundamentales a su gusto. ¿Qué opinaba sobre una entrevista registrada en cinta magnetofónica? Si Sloan deseaba que su abogado estuviera presente, no había inconveniente, le parecía bien. Sloan podría recibir las copias de los reportajes antes de su publicación y borrar de ellas todo lo que su abogado creyera que iba a ocasionarle problemas legales, en tanto que la omisión no falseara los hechos.

Bernstein deseaba regresar con Woodward. Si entre los dos conseguían que Sloan se tranquilizara y confiara en ellos, tendrían una buena oportunidad de conseguir que hablara sin tantas precauciones. Muchas de las cosas que le había dicho Sloan resultaban ambiguas y poco claras, pero sus palabras sugerían la existencia de una amplia conspiración sobre la que tal vez pudieran hacerle hablar.

Sloan le dijo a Bernstein que lo llamara al día siguiente y que entonces le daría una respuesta sobre la entrevista. Y si no resultaba posible, tal vez podían llegar, los tres, a un acuerdo sobre otras bases.

Hablaron amistosamente durante unos minutos más sobre el bebé —podría nacer cualquiera de estos días, dijo Sloan—, sobre la campaña electoral, la Prensa en general. Sloan preguntó si en realidad los periódicos no eran demasiado exigentes y críticos al pretender de los demás un alto nivel mientras que para ellos no exigían tanto; dudaba de que los reporteros tuvieran idea de la angustia que podían causar a la gente con sólo una breve sentencia contra ellos. No lo decía sólo por sí mismo, o al menos no de modo principal, pero su esposa y sus padres… Aquel asunto había sido muy duro y desagradable para ellos.

De regreso a la redacción, Bernstein seguía pensando en lo que Sloan le había dicho en esos últimos minutos[17]. Woodward y él ya habían cambiado impresiones sobre ese problema. Suponiendo por un momento que Magruder y Porter sólo fueran dos hombres caídos en desgracia, que alguien en el Comité o en la Casa Blanca hubiera deseado que el reportaje de aquel día se publicara, y se las hubiera arreglado para hacer llegar a ellos una información falsa que sabía aparecería en el Post… O que Magruder y Porter estuvieran siendo utilizados para proteger a cualquier otra persona…

Bernstein telefoneó a un agente del FBI asignado al caso Watergate. Conocía al hombre sólo de modo superficial y el agente no pareció entusiasmarse demasiado al oír su voz. Los reportajes del fin de semana sobre los fondos secretos y Bart Porter y Jeb Magruder habían causado problemas al FBI, dijo. L. Patrick Gray III, el director en funciones de la Oficina Federal de Investigación, había telefoneado personalmente al jefe de su departamento de Washington pidiéndole se asegurase de que el Washington Post no estaba consiguiendo información allí, a través de alguno de sus agentes.

—No sé cómo os las estáis arreglando, pero habéis logrado acceso a los 302 —dijo el agente— y son muchos los que creen que estáis consiguiendo esa información de nosotros.

Los formularios 302 del FBI son los que contienen los informes de los interrogatorios y son rellenados por los agentes tan pronto acaban de interrogar a los testigos.

—Bueno, si quiere hablar conmigo, llame a la centralita, dé su nombre y pida por mí. Gracias —le dijo.

Bernstein sugirió que el agente le respondiera en voz alta que no podía hablar con ningún reportero y que después, cuando tuviera ocasión, lo llamara. Y así se hizo.

Bernstein le leyó parte de sus notas: Robert Odle había sacado de su lugar algunos documentos durante el fin de semana en que ocurrió el caso Watergate y es muy posible que destruyese algunos de ellos. Alguien, que no tenía que ser necesariamente Odle, había destruido memorándums en los que se describían las conversaciones que habían sido grabadas a los funcionarios del Partido Demócrata. Robert Mardian y Fred LaRue, a partir del 19 de junio, habían dirigido la maniobra de réplica al descubrimiento del allanamiento y la escucha clandestina y estaban enterados de la destrucción de determinados documentos. Esto formaba parte de las medidas de réplica. LaRue y Mardian habían dicho a los empleados del CRP que evitaran ciertos temas cuando les interrogasen los investigadores, en especial si éstos insinuaban la posibilidad de que se hubiesen destruido fichas o documentos. Mitchell había elegido a Mardian y LaRue para que se encargaran de esas medidas.

El agente se puso furioso. Sólo había una fuente de información a través de la cual los periodistas pudieran haberse enterado de esas cosas: los 302, dijo. Era contrario a la Ley, dijo, que Bernstein tuviera esos impresos o copias de ellos y si el Post publicaba algo basado tan claramente en los formularios 302, él trataría de conseguir que Bernstein y Woodward fueran citados por un juez y se les obligara a entregar todos los documentos que obraran en su poder y que pertenecieran al gobierno.

Bernstein se dio cuenta de que la actitud del agente significaba una clara confirmación de lo que sabía. Pero ¿de qué le servía?

¿Hasta qué punto tenían base las sospechas?

El agente no se lo dijo.

Además, estaba aquel problema de los 302, que Bernstein comprendía. Se trataba de informes que pudiéramos llamar en bruto, sin evaluar, sin base sustancial. Cualquiera podía haber comunicado esas cosas al FBI, constando así en el resumen de su interrogatorio, en los 302. Hechos, informaciones de tercera mano, sospechas personales, trucos. No cabía pensar, en modo alguno, en utilizar sólo un 302 como base para un reportaje.

La confirmación indirecta que había obtenido del agente sobre lo que sabía de Odle, Mardian y LaRue, o sobre la destrucción de documentos, en general, significaba tan sólo que el FBI había recibido la misma información que ellos tenían. Pero esto no probaba nada, no era suficiente.

Bernstein llamó a Sloan, pero éste estaba tan ocupado que no podía recibirlos, ni siquiera ponerse al teléfono. Bernstein podía telefonearle más tarde si así lo deseaba.

Mientras Woodward hacía su serie diaria de consultas telefónicas, lo que en ocasiones duraba horas, Bernstein comenzó a escribir un borrador del reportaje. Estaba seguro de que podían montar un relato tangible capaz de probar que se había llevado a cabo un intento organizado de ocultar los hechos del caso Watergate. Woodward se mostraba escéptico al respecto.

Y no era él solo. Rosenfeld había llamado a Woodward a su oficina, pocos días antes, para decirle que Bernstein, paso a paso, se iba aproximando a los hechos. Las teorías de Bernstein solían ser acertadas con frecuencia, dijo Rosenfeld, y no deseaba desalentarlo. «Pero usted debe asegurarse de que no se publique nada que no tenga una base sólida», le suplicó Rosenfeld.

El informe borrador de Bernstein decía que los principales asociados de John Mitchell en el CRP, Mardian y LaRue, habían dirigido una «masiva limpieza casera», en el curso de la cual fueron destruidos archivos y documentos y se habían dado instrucciones a los miembros del personal de que «cerraran filas» en respuesta a las detenciones del Watergate. Y que la «limpieza casera» había precedido de inmediato a la decisión personal de Mitchell de designar a LaRue y Mardian para que dirigieran la «réplica del comité» a tales actos.

El informe describía algunas de las cosas que habían sucedido en el CRP los días que siguieron al allanamiento del Watergate. La destrucción de documentos —los memorándums grabados, la hoja con el estado de cuentas de los fondos secretos (en el que se incluían las sumas sacadas por Porter, Magruder y Liddy) y nada menos que siete libros en los que habían quedado registrados los que habían contribuido a la campaña y los fondos que éstos entregaron antes del 7 de abril— se había realizado de manera total. Mardian y LaRue habían comenzado a buscar pruebas incriminatorias el 19 de junio, y los documentos que podían haber revelado algo ya no existían cuando el FBI comenzó el examen de los archivos del CRP. Robert Odle había pasado el fin de semana siguiente al asalto al Watergate haciendo inventario de los archivos del Comité y apartando de ellos muchos documentos. Después de la destrucción de éstos había sido destinado al CRP para facilitar al FBI los documentos por éste solicitados.

Más todavía: Mardian y LaRue y los abogados del Comité habían aconsejado a determinados individuos «que se mantuvieran alejados de ciertas zonas» cuando fueran interrogados por el FBI, la acusación o el gran jurado. Se citaba, anónimamente, a Sloan como alguien que dijo que los que participaban en la campaña «nunca dijeron demasiadas cosas». «No habléis…». Había que mantener las filas cerradas y permanecer unidos. Y, todavía más: otros empleados habían dicho que sus superiores les sugirieron respuestas específicas a ciertas preguntas que seguramente les serían hechas por los investigadores. Los interrogatorios del FBI habían sido llevados a cabo en presencia de abogados del Comité o del propio Mardian. Varios empleados que tenían información que podría resultarles perjudicial habían sido ascendidos de modo repentino e inesperado durante las semanas que siguieron a la detención de los sospechosos de Watergate. Empleados del comité habían recibido instrucciones de no hablar con la Prensa sin permiso especial de sus superiores, hasta el punto en que, incluso, se les prohibió decir su grado dentro de la organización. Una empleada le había dicho que fue seguida a su cita para almorzar con un reportero y, a su vuelta, fue interrogada sobré cuál había sido el tema de su conversación con éste.

Cuando Bernstein hubo terminado, llamó por teléfono a Sloan le leyó el borrador de su artículo. Sloan confirmó virtualmente todo lo que en él se decía.

Bernstein añadió algunos detalles, entre los que se incluía la referencia que hizo Liddy, en su charla con sus colegas el martes que siguió al descubrimiento del allanamiento del Watergate, sobre que «una manzana podrida» podía estropear todo el cesto.

Woodward y Bernstein llevaron el borrador a Rosenfeld. A los 44 años de edad, había sido redactor jefe del servicio extranjero en el New York Herald Tribune y el Washington Post. Audaz y precavido al mismo tiempo, tenía un especial talento para descubrir los fallos y los huecos en lo que escribían sus reporteros. Desde la semana que siguió al allanamiento en el Watergate, Rosenfeld había sido el que más había luchado por persuadir a Bradlee y los otros altos jefes (después de haberse dado por satisfecho él mismo) de que los dos reporteros habían dado con una buena base para sus informaciones. Desde el día de 1970 en que dejó la mesa de «extranjero» para pasar a convertirse en redactor jefe responsable del servicio metropolitano, la misión de Rosenfeld había sido hacer que el cuerpo de redactores y reporteros locales perdiesen su puesto de segunda categoría en el Post. Valorando el potencial de la historia de Watergate, había luchado para que ésta siguiera dentro de la redacción metropolitana y lo había conseguido venciendo los intentos de la redacción de nacional para hacerse con el caso.

Rosenfeld dirigía el equipo metropolitano del Post, el más numeroso de todos, como quien dirige un equipo de fútbol. Alababa o criticaba a sus jugadores, haciéndoles saber que había prometido «resultados» a su jefes, rogando, gritando, halagando, apaciguando, elaborando sus expresiones faciales para conseguir resultados instantáneos, haciendo que su rostro expresara rabia, satisfacción, disgusto o preocupación, de acuerdo con las necesidades del momento.

Había nacido en el Berlín prenazi y se trasladó a la ciudad de Nueva York cuando tenía sólo diez años. Hizo esfuerzos, con éxito, para olvidar su alemán nativo y hablaba inglés sin el menor rastro de acento extranjero. Rosenfeld comenzó a trabajar para el Herald Tribune después de haberse graduado en la Universidad de Siracusa y siempre fue redactor y nunca reportero. Se sentía inclinado a mostrar su disgusto por el hecho de que tantos reporteros del servicio metropolitano fuesen incompetentes, y pensaba que incluso los mejores reporteros sólo podían salvarse de su propia autodestrucción gracias a los conocimientos y la habilidad de un buen redactor. Su natural desconfianza en los reporteros se agudizaba especialmente en el caso Watergate, en el cual los riesgos eran muy grandes y se hallaba en una posición muy incómoda al tener que confiar en Bernstein y Woodward mucho más de lo que jamás había confiado en ningún otro reportero. Convencido de que una gran parte de la información se le escapaba de las manos, trataba de ejercer el máximo control posible; rondaba en torno de las mesas de trabajo de los reporteros, fisgando las cuartillas que había en sus máquinas de escribir, les hacía preguntas y más preguntas, cada vez que telefoneaban, sobre la identidad de sus fuentes de información, pedía ser informado de las conversaciones cuando colgaban el teléfono o cuando regresaban de una entrevista.

En esos momentos, después de tragarse un puñado de tabletas contra la acidez de estómago, sometía a Woodward y a Bernstein a un auténtico tormento, tratando de comprobar la solidez de su último reportaje. Se sintió algo más seguro al conocer la conversación de Bernstein con el agente del FBI. Al menos el FBI tenía los mismos datos y sospechas en sus archivos. Rosenfeld siempre se sentía más tranquilo cuando sabía que en alguna parte, por inaccesible que ésta fuera, había un trozo de papel que podía apoyar lo dicho en un reportaje.

No le cabía duda de que el caso Watergate era una historia peligrosa. Realmente, el Post estaba haciendo sus propias acusaciones, y no sólo contra los funcionarios de la campaña electoral proreelección del presidente sino también contra la integridad del FBI y de los investigadores del gran jurado. Los cargos, en cierto modo, eran mucho más graves que los que el gran jurado había presentado en su auto de procesamiento cuatro días antes.

Después de dar por terminado el interrogatorio de sus reporteros, Rosenfeld aprobó el reportaje. Bernstein llamó al CRP para conocer sus comentarios de ritual. La anotación (indicar que el CRP niega) fue señalada entre los párrafos dos y tres, exactamente después de cuando se describía a Mardian y LaRue como dirigentes de la «limpieza casera».

La oficina de Prensa del Comité no les respondió hasta después de transcurridas más de hora y media. Los reporteros estaban seguros de que en su declaración, cuando menos, estaría la afirmación de que Fred LaRue y Robert Mardian habían sido modelos de probidad en sus esfuerzos por conseguir la reelección del presidente.

Después de haberse pasado varios años informando sobre la Nueva Izquierda, los movimientos antibélicos, manifestaciones y alborotos, hippies, drogados y dementes, radicales de la nueva y la vieja escuela, durante el tiempo que Mardian estuvo al frente de la División de Seguridad Interna, del Departamento de Justicia, Bernstein sentía un saludable temor por éste.

La División de Seguridad Interna había sido la que dirigió el control electrónico de los teléfonos por cuenta del gobierno. Y Mardian había supervisado con éxito la acusación fracasada en muchos de los casos más célebres de conspiración o «juicios políticos», en los cuales tanto los acusados como sus defensores hablan estado sometidos a vigilancia electrónica y por otros medios.

Finalmente, Van Shumway les llamó con el comentario del CRP en respuesta a su reportaje:

—Las fuentes de que se nutre el Washington Post son una mina de falsa información.

Bernstein esperó, pues suponía que diría algo más, pero se equivocó y eso fue todo.

Dado que las implicaciones que podían derivarse del reportaje eran contrarias en todo al mensaje contenido en la acusación, Bernstein y Woodward habían esperado que mereciera especial atención. Pero para la mayor parte de los más importantes medios informativos de la nación no fue así. La historia pasó desapercibida, ignorada, o los comentarios se refirieron a la negativa de Mardian, que no quería hablar con los periodistas del Post.

El periódico Los Angeles Times citaba la frase de Mardian que describía la historia del Post como «la mayor sarta de mentiras que he leído en mi vida». El Washington Star-News ponía tres párrafos al final de otro reportaje sobre el caso Watergate y mencionaba que Mardian había calificado la información del Post de una «mentira», y negaba que él u otros funcionarios de la campaña presidencial hubieran llevado a cabo nada parecido a una «limpieza casera» o la destrucción de cualquier clase de documentos.

Clark McGregor, en una reunión pública en New Hampshire, ante una gran audiencia, comentó que:

… la Prensa importante no discute un caso como éste (el caso Watergate) con tanto detalle si no es para tratar de crear prejuicios en un posible proceso.

En el programa de la Public Televisión «Treinta Minutos con…», Richard Kleindienst fue interrogado por Elizabeth Drew, la corresponsal en Washington del Atlantic, sobre la historia publicada por el Washington Post. El Fiscal General no sabía nada acerca de que hubiera sido destruido ningún documento; no tenía la menor idea de que nadie en el seno del CRP tuviera intención de hacer desaparecer documento alguno. Si Mardian y LaRue habían destruido ficheros u otros documentos, esto, desde luego, constituía obstrucción a la acción de la Justicia.