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En la redacción, Bernstein y Woodward discutieron las declaraciones de los dos informadores. Estaban convencidos de que Dean iba a acusar al Presidente. Bradlee y Simons opinaban que era prematuro publicar una cosa así. Deseaban conocer datos más específicos, poder echar un vistazo a los documentos que, supuestamente, poseía Dean, las notas de las conversaciones de Dean con el Presidente… en resumen, algo que le sirviera para poder comprobar si Dean estaba diciendo la verdad o no.
En vez de publicar el reportaje de la posible implicación del Presidente por parte de Dean, los reporteros escribieron un artículo para la edición dominical en el que decían que un funcionario de alta categoría de la Casa Blanca, muy próximo al Presidente, había llegado a la conclusión de que Ehrlichman y Haldeman estaban involucrados en el intento de encubrir el caso Watergate.
A la mañana siguiente, 30 de abril, la información les fue llegando poco a poco. Primero hubo una llamada del Capitolio, después un intento de confirmación de un reportero en la Casa Blanca. Bradlee salió de su oficina para decírselo a Woodward: había llegado el día del gran suceso. No uno, cuatro: Haldeman y Ehrlichman habían dimitido; Dean había sido despedido; Kleindienst[73] también había presentado la dimisión; Elliot Richardson iba a ser trasladado del Ministerio de Defensa al de Justicia, en sustitución de Kleindienst. Bernstein llegó unos minutos después y Simons le dijo lo que ocurría. El reportero se apresuró a dirigirse a su mesa y tomó asiento. James McCartney, un corresponsal de la cadena de periódicos de Knight que casualmente estaba allí escribiendo un artículo sobre el Post para la Columbia Journalism Review, se acercó y le dijo que quería hablar con él un momento. Bernstein le dijo que en esos momentos no estaba para hablar con nadie.
Poco después del mediodía, la Casa Blanca hizo su comunicado y las cartas de dimisión llegaron a la redacción y se fotocopiaron. La cosa era cierta. La carta de Haldeman se refería a varias «insinuaciones y calumnias» y a una «marea de relatos» que hacían «virtualmente imposible, en tales circunstancias, que pueda seguir haciéndome cargo de mis responsabilidades regulares en la Casa Blanca». Ehrlichman decía que «con independencia de los hechos reales, he sido objeto del ataque público… de repetidos rumores, acusaciones infundadas o implicaciones, repetidas por los medios informativos».
El artículo de McCartney, que apareció en el número de julio-agosto de 1973 de la Columbia Journalism Review, recogía la reacción de Bradlee ante la noticia oficial.
Eran las 11:55 de la mañana y Benjamin Crowninshield Bradlee, director del Washington Post, charlaba con un visitante. Tenía los pies sobre la mesa y trataba de introducir una pequeña pelota de baloncesto de plástico, en un aro colgado de su ventana a unos cuatro metros de distancia.
Tema de conversación: el inevitable caso Watergate. Howard Simons, el subdirector del Post, se deslizó en su despacho interrumpiendo la conversación:
—Nixon aceptó la dimisión de Ehrlichman y Haldeman y de Dean —dijo—. Kleindienst se ha ido y Richardson es el nuevo Ministro de Justicia.
Por un momento Bradlee se quedó con la boca abierta y una expresión de inmenso deleite. Después apoyó la cara en la mesa, con los ojos cerrados, y comenzó a golpear sobre la mesa con el puño derecho. En un momento se recobró.
—Vaya, ¿cómo quieres el guisado? —le dijo a Simons, que tenía una mueca de satisfacción en el rostro—. No es un mal principio.
Bradlee no podía contenerse. Corrió a la inmensa redacción del periódico, en el quinto piso, y desde la entrada, por encima de la hilera de mesas se dirigió a… Woodward… «¡No está mal… No está mal, Bob, nada mal!».
Howard Simons introdujo una nota de precaución:
—No gocemos con el mal del prójimo —murmuró cuando un grupo de reporteros del equipo del Post comenzó a regocijarse—. ¡Ése es un lujo que no podemos permitirnos!
Bradlee cruzó la redacción del local gritando:
—Nunca, nunca, nunca… jamás pensé que las cosas se precipitaran así.
Bernstein y Woodward estaban en su mesa de trabajo y éste último sugirió dar un paseo.
Por la noche, a las nueve, el Presidente se dirigió a la nación en un mensaje televisado para todo el país. Woodward y Bernstein se dirigieron al despacho de Howard Simons para contemplar y oír el discurso con Simons y la señora Graham.
«El Presidente de los Estados Unidos», dijo el presentador con aire solemne.
Nixon apareció en la pantalla, sentado en su mesa, una fotografía de su familia a un lado y, al otro, un busto de Abraham Lincoln.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señora Graham—. ¡Esto es demasiado!
El Presidente comenzó a hablar:
Esta noche deseo hablarles desde el fondo de mi corazón… Se ha venido realizando un esfuerzo para ocultar los hechos, tanto al público, a ustedes, como a mí… Quiero ser sincero… Hoy, en una de las decisiones más difíciles de mi presidencia, he aceptado la dimisión de dos de mis colaboradores… Bob Haldeman y John Ehrlichman, dos de los mejores funcionarios y servidores del Estado que he tenido el privilegio de conocer… Lo más fácil para mí, sería culpar a aquéllos en los que delegué la responsabilidad de dirigir la campaña. Pero hacer eso sería cobarde… En toda organización el hombre que ocupa el lugar más alto debe llevar la responsabilidad. Esa responsabilidad, por lo tanto, está aquí, en este departamento. Yo la acepto… Ha sido el sistema lo que ha hecho posible que los hechos salgan a la luz… un sistema que en este caso ha estado representado por un Gran Jurado lleno de rectitud, unos fiscales honestos, un juez valeroso, y una prensa libre, fuerte y vigorosa… Ahora voy a volver toda mi atención, una vez más, a los deberes de la Presidencia. Esto es algo que debo a la gran dignidad que ocupo y que les debo a ustedes, a nuestro país.
No habrá una limpieza general en la Casa Blanca… Dos errores no significan una verdad… Yo amo a América… ¡Que Dios bendiga a América y bendiga a todos y cada uno de ustedes!
Al día siguiente del discurso del Presidente, Bernstein estaba en su mesa leyendo el New York Times y el Washington Star. Un ordenanza le puso sobre la mesa una copia de un artículo de la UPI recibido por télex:
El secretario de Prensa de la Casa Blanca, Ronald Ziegler, se ha disculpado públicamente ante dos reporteros del Washington Post por sus anteriores críticas a la investigación y subsiguientes reportajes relacionados con el caso Watergate.
Uno de los informadores acreditados ante la Casa Blanca le preguntó a Ziegler si la Casa Blanca no debía también disculparse ante el Post.
—Si las cosas se miran desde la posición actual creo que debo responder «sí» —dijo Ziegler—. Pediré disculpas al Post y pido disculpas también a los señores Bernstein y Woodward… Todos nosotros hemos de reconocer que hemos cometido errores en los términos de nuestros comentarios. Yo, particularmente, me mostré demasiado impulsivo en mis comentarios sobre el Post, sobre todo si ahora se analizan esos comentarios en relación con el contexto en que se han venido desarrollando los acontecimientos… Cuando nos equivocamos, no podemos hacer otra cosa que reconocer que nos equivocamos. Y en este caso nos equivocamos.
Cuando Ziegler terminó, comenzaba de nuevo con un «Sin embargo…», más un reportero le interrumpió diciéndole:
—¡Vamos, Ron, no te vuelvas atrás…!
Bernstein tomó la copia y la puso sobre la mesa de Woodward. Más tarde, éste llamó por teléfono a Ziegler, en la Casa Blanca, para darle las gracias por sus disculpas.
—Cada uno de nosotros tiene su trabajo —le replicó Ziegler.
Bernstein y Woodward habían meditado y planeado el reportaje sobre Dean durante una semana; no habían sido capaces de desarrollar el informe sobre lo que Dean iba a decir con respecto a la intervención del Presidente en el encubrimiento del caso Watergate.
El sábado 5 de mayo, habían acabado de escribir un artículo sobre el estado de incertidumbre y la falta de moral que reinaba en la Casa Blanca, cuando recibieron un mensaje por teletipo. Era un recorte de Prensa de la revista Newsweek. Woodward previó lo peor, pues las revistas de información general no ofrecen nunca esos recortes los sábados por la noche, a no ser que tengan una información de excepcional importancia.
La noticia de Newsweek decía que Dean estaba dispuesto a describir dos incidentes del año anterior que le habían llevado a la conclusión de que Nixon estaba enterado de la obstrucción a la justicia y el encubrimiento que se estaba realizando con el caso Watergate. El primero ocurrió en septiembre de 1972, después de los procesos del Watergate, cuando no fue procesado nadie de más alta categoría que Liddy. Dean fue convocado al Despacho Oval por Haldeman y se encontró allí con el Presidente y su jefe de personal, «muy sonrientes». Dean menciona que el presidente dijo:
«Buen trabajo, John; Bob me ha dicho el estupendo trabajo que estás realizando».
El segundo ocurrió en diciembre, explicaba Dean: Ehrlichman le dijo que el Presidente se había mostrado conforme en aprobar la concesión de Amnistía del Ejecutivo para Howard Hunt.
Simons, Rosenfeld, Sussman y Woodward estaban sentados junto a la mesa de éste último. Bernstein se hallaba fuera de la ciudad. Woodward dijo que pensaba que podía confirmar la historia. Llamó a un funcionario de alta categoría de la Casa Blanca. A regañadientes éste confirmó que Dean le había hecho el mismo relato. Un poco más tarde, uno de los funcionarios del Comité senatorial le dijo: «Éste es el relato de Dean, o al menos parte de él».
El descubrimiento de que Hunt y Liddy habían supervisado la escucha telefónica en la casa del siquiatra de Daniel Ellsberg, enlazaba indiscutiblemente el Watergate con el proceso de Ellsberg en Los Ángeles. En la redacción del Post, cuando se hablaba de ellos se les mencionaba, frecuentemente, como el Watergate Este y el Watergate Oeste.
A principios de mayo, Bernstein y Woodward decidieron publicar un reportaje en el que se decía que los teléfonos de dos de los reporteros del New York Times habían estado controlados como parte de la investigación realizada para descubrir de dónde provenía la «filtración» que llevó a la publicación de los «Documentos del Pentágono». Meses antes, «Garganta Profunda» había dado sus nombres —Neil Sheehan y Hedrick Smith— pero ni siquiera ahora los dos reporteros del Post pudieron encontrar una nueva fuente que confirmara la historia, así que no se citaron los nombres. Hallaron, sin embargo, que había una posibilidad de que Ellsberg hubiese sido también espiado y sus conversaciones grabadas. Eso parecía tener sentido puesto que había sido Ellsberg quien pasó los documentos a Sheehan.
En el juicio contra Ellsberg la acusación insistía en que no había ninguna grabación que involucrara a Ellsberg. El juez Matthew Byrne se dirigió al gobierno pidiendo que revisara sus archivos en busca de una prueba de que Ellsberg pudiera haber sido objeto de esas escuchas y que sus conversaciones estuvieran grabadas en cinta.
El nuevo director en funciones del FBI, William D. Ruckelshaus, encontró una prueba. Las cintas se habían perdido, pero Ruckelshaus había sido informado por uno de sus colaboradores de que Ellsberg había sido escuchado por lo menos una vez, y no en el teléfono de Sheehan, como parecía más posible, sino en el de la casa de Morton Halperin, un antiguo miembro del Consejo de Seguridad Nacional del Dr. Henry Kissinger. La declaración de Ruckelshaus de que el teléfono de Halperin había estado controlado y sus conversaciones grabadas durante más de 21 meses, fue la primera confirmación de que la administración había venido usando el espionaje y las grabaciones telefónicas para investigar de dónde provenían las «filtraciones» de noticias. Más aún: establecía que el gobierno había actuado ilegalmente al no informar a los abogados de Ellsberg de la grabación de sus conversaciones.
Unos días más tarde, el juez Byrne rechazó todas las acusaciones contra Ellsberg. La incorrecta conducta del gobierno, dijo, «había infectado incurablemente a la acusación».
El lunes siguiente, 14 de mayo, Ruckelshaus anunció que, como parte de la búsqueda por la administración de las filtraciones e indiscreciones, se habían ordenado entre 1969-1971, unos 17 controles de teléfonos. Las anotaciones perdidas se habían hallado: se encontraban en la caja fuerte de John Ehrlichman, en la Casa Blanca. Pero Ruckelshaus no daba los nombres de los 13 funcionarios del gobierno y de los cuatro periodistas cuyos teléfonos habían quedado sometidos a escucha. La pregunta que interesaba era: ¿quién lo había autorizado?
Woodward hizo una llamada directa a un alto funcionario del FBI. El oficial fue claro: muchas de las autorizaciones para el control y grabación de las llamadas telefónicas vinieron directamente, o bien oralmente o por carta, de Henry Kissinger.
Sin poderlo creer, Woodward llamó a un exagente del FBI.
—Sí, sé que Kissinger dio algunas de las autorizaciones —dijo.
La centralita de la Casa Blanca pasó su llamada, directamente, a la oficina de Kissinger. Eran las 6 de la tarde.
—¡Hola…! —respondió la voz familiar con su marcado acento alemán.
Woodward le explicó que tenían informes de dos fuentes procedentes del FBI, de que Kissinger había autorizado la grabación clandestina de las conversaciones de algunos de sus propios colaboradores.
Kissinger hizo una pausa antes de responder.
—Es posible que fuera Haldeman quien autorizara las grabaciones —respondió Kissinger.
¿Y qué había de Kissinger?, preguntó Woodward.
—No creo que sea cierto —fue la respuesta.
¿Es un mentís formal?
Otra pausa.
—Francamente no me acuerdo.
Era posible que hubiera facilitado al FBI los nombres de algunos individuos que habían visto o manejado determinados documentos que habían pasado a ser conocidos por la prensa de modo no autorizado.
—Es muy posible que ellos (el FBI) hayan tomado esto como una autorización… En determinados casos es posible que yo señalara a mi lugarteniente (el general Alexander Haig) quién manejó los documentos; él, a su vez, tal vez podía haber sido quien pasara la información al FBI.
Woodward insistió diciendo que las dos fuentes afirmaban, específicamente, que había sido Kissinger quien, personalmente, había autorizado la toma de grabaciones.
Otra breve pausa.
—Casi nunca —dijo por fin.
Woodward sugirió que ese «casi nunca» significaba «algunas veces». ¿Estaba, pues, confirmando, la información de las otras fuentes?
Kissinger alzó la voz enfadado:
—No tengo por qué someterme a un interrogatorio policíaco a este respecto —dijo. Se calmó y continuó en un tono de voz más tranquilo—. Es posible que fuera así, y si ocurrió de ese modo tendré que aceptar la responsabilidad por ello… Soy el responsable de este departamento.
¿Lo hizo usted?, preguntó Woodward.
—¿Va usted a mencionarme? No lo hará, ¿verdad? —preguntó Kissinger.
Claro que sí, respondió Woodward.
—¡Cómo! —gritó Kissinger—. Yo le he estado diciendo estas cosas sólo para que le sirvan como fondo a su información.
Woodward le dijo que no habían llegado a tal acuerdo.
—He tratado de ser honesto con usted y ahora me va a castigar por ello —dijo Kissinger.
No, no intentaba castigar a nadie, dijo Woodward, pero no podía aceptar una limitación de sus palabras para servir sólo de fondo del reportaje, no podía hacer ahora un trato con carácter retrospectivo.
—En los cinco años que llevo en Washington, jamás caí en una trampa que me hiciera hablar como lo he hecho en esta ocasión.
Woodward se preguntó qué tipo de trato estaba acostumbrado Kissinger a esperar de los periodistas.
Kissinger tenía una forma muy efectiva de pasar del enfado a la tranquilidad.
—He hablado tratando de ayudar —dijo seguidamente. Y después, de nuevo con rabia—: ¿Qué motivo podría haber tenido para concederle una entrevista?
Woodward le dijo que comprobaría con los reporteros del Post especializados en asuntos diplomáticos, pura ver si había cometido alguna violación de las reglas que hacen que una conversación pueda ser utilizada como referencia o sólo como fondo de una información.
—Usted ha violado totalmente todas las formas de procedimiento —le advirtió Kissinger y se despidió.
Woodward consultó a Murrey, el jefe de reporteros de la sección diplomática del Post. Woodward tenía razón, pero muchos de los reporteros que hablaban regularmente con Kissinger dejaban a «Henry» que dijera al terminar la conversación lo que debía citarse y lo que debía quedar como fondo. Media hora más tarde Marder se acercó a la mesa de Woodward para decirle que «Henry» le había llamado para quejarse duramente sobre la forma en que le había entrevistado Woodward. Marder, Bernstein y Woodward fueron al despacho de Simons para discutir lo ocurrido.
Marder tomó la línea central y, bromeando, dijo:
—¡Tal vez Henry quiera acabar por echamos la culpa del fracaso de las negociaciones de París!
Sonó el teléfono de Simons. Tomó el auricular, respondió con algunos gruñidos y conectó el teléfono con el altavoz para que los presentes pudieran oír la conversación.
—Díselo a la multitud aquí congregada, Bennie —dijo Simons.
Era Bradlee que hablaba desde su casa, con fingido acento alemán:
—¿Qué están haciendo sus muchachos? —preguntó—. Acabo de recibir una llamada de Henry. Está como loco.
Simons se lo explicó.
—Decide tú lo que hay que hacer —le dijo Bradlee—. Voy a jugar a reportero y te voy a leer lo que Henry dijo y puedes usarlo si crees que te sirve de ayuda.
—¿Es para publicarlo, o sólo para que nos sirva de base? —dijo sonriendo Simons.
Kissinger, después de haber telefoneado a Marder, se hizo poner en comunicación con Bradlee. Estaba haciendo lo que en círculos diplomáticos se llama «endurecer su posición». Su declaración a Bradlee era que resultaba «casi inconcebible» que él hubiera autorizado la grabación de las conversaciones telefónicas.
—«Casi inconcebible» no es una negativa —observó Woodward y se puso a argüir en defensa de la publicación del reportaje.
Pero eran casi las ocho, demasiado tarde ya para la primera edición. Simons, pues, decidió esperar un día.
Woodward se enfadó. Tenía el presentimiento de que los jefes estaban reteniendo su artículo sólo por la posición de Kissinger. Bernstein no estaba de acuerdo con él. La información del FBI se había conseguido demasiado fácilmente… Tal vez esto formara parte de un esfuerzo para trasladar la responsabilidad de Haldeman y Ehrlichman a Kissinger. Valía la pena esperar un día para ver qué sucedía.
Como se puso en claro, el artículo no podía demorarse un día. Sy Hersh lo tenía también. Al día siguiente, escribió en el New York Times que Kissinger había desempeñado un papel importante al hacer vigilar y someter a escucha electrónica a algunos de sus colaboradores, para ver si eran ellos los que dejaban escapar las indiscreciones. Un día después, Marder escribió la historia para el Post.
En el Post, casi todos los que estaban volcados de un modo u otro sobre la cobertura del caso Watergate, se hallaban en un estado de agotamiento perenne. Ninguno se sentía entusiasmado por una información ambigua que necesitaba toda una noche para ser ordenada y escrita.
El 17 de mayo era el día designado para el comienzo de la audiencia del Watergate. Durante la semana precedente, los dos periodistas conjuntaron un largo artículo que incluía detalles que ellos habían venido recogiendo desde hacía meses. El descubrimiento de las 17 cintas magnetofónicas y el allanamiento a la casa del psiquiatra de Ellsberg eran dos incidentes más que probaban los métodos empleados por la Casa Blanca en sus actividades de vigilancia, de los que «Garganta Profunda» había hablado a Woodward.
Estas actividades clandestinas habían empezado ya en 1969 e incluían las siguientes operaciones: el Servicio Secreto había facilitado información sobre la vida privada de un candidato demócrata a la Presidencia a la Casa Blanca; las fichas del médico del senador Eagleton, sobre su estado de salud, llegaron a la oficina de John Ehrlichman antes de que se filtraran a la prensa; Haldeman, personalmente, había ordenado al FBI que hiciera una investigación sobre el corresponsal de noticias de la CBS, Daniel Schorr, en 1971. Éstos eran detalles que agregar a una larga lista de una campaña de operaciones ilegales o paralegales. El relato apareció el 17 de mayo.
La noche del 16 de mayo, víspera de la audiencia, Woodward se puso en camino para una reunión con «Garganta Profunda». Iba a ser la primera después de que Haldeman y Ehrlichman presentaran la dimisión y, por lo tanto, Woodward creía que su amigo estaría de buen humor. En su anterior encuentro «Garganta Profunda» le había dicho que, en el futuro, podrían encontrarse más temprano, a eso de las once.
A esta hora resultaba más fácil dar con un taxi y, por lo tanto su camino no duró tanto como de costumbre. Sin embargo, «Garganta Profunda» estaba ya en el garaje cuando llegó Woodward. Se paseaba de un lado a otro nerviosamente. Tenía la mandíbula caída y temblorosa. «Garganta Profunda» comenzó a hablar casi en un monólogo. Sólo tenía unos minutos; y se lanzó a una serie de razonamientos y declaraciones que Woodward escuchó atentamente, obedientemente. Estaba claro que en su amigo se había llevado a cabo una transformación. Woodward tenía docenas de preguntas que hacerle, pero «Garganta Profunda» levantó las manos con un gesto claro:
—Ésta es la situación. Ahora tengo que irme. Inmediatamente. Debes comprenderlo. Ve… bueno, ya te lo he dicho, ve con cuidado.
Empezó a andar sin más y, rápidamente, se alejó del garaje.
Woodward tomó su libreta y anotó con suma atención todo lo que «Garganta Profunda» le había dicho. Cuando regresó a su apartamento, poco después de la medianoche, llamó a Bernstein.
—¿Puedes venir? —le preguntó.
—Seguro —fue la respuesta.
Bernstein llamó al timbre exterior del apartamento de su colega. Woodward lo esperaba en el ascensor.
—¿Qué pasa? —preguntó Bernstein.
Woodward se puso el dedo sobre los labios indicando silencio.
Bernstein se preguntó si Woodward se había vuelto loco o si estaba haciendo una escena. Entraron en el apartamento. Una vez en él, Woodward puso un poco de música: un concierto para piano de Rachmaninoff. Bernstein observó el mal gusto que tenía Woodward en lo que a música clásica se refería. Woodward, seguidamente, se acercó a una de las ventanas que tenían una vista panorámica excelente sobre la parte Este de la ciudad y corrió las cortinas. Se sentó a la mesa de comedor y escribió una nota que pasó a Bernstein.
La vida de todos está en peligro.
Bernstein se lo quedó mirando. ¿Se estaba volviendo loco?, le preguntó.
Woodward movió la cabeza rápidamente, indicando a Bernstein que no hablara. Escribió otra nota:
«Garganta Profunda» me ha dicho que estamos sometidos a vigilancia y control electrónico y que debemos tener cuidado.
Bernstein hizo un gesto indicando que quería algo para escribir. Woodward le pasó su pluma.
¿Quién lo está haciendo?, escribió.
—CIA —dijo Woodward moviendo los labios en silencio.
Bernstein se sentía incrédulo Mientras el concierto de piano de Rachmaninoff seguía sonando, Woodward comenzó a escribir en su máquina. Detrás de él, Bernstein iba leyendo sobre sus hombros:
Dean había hablado con el senador Baker después de formarse el Comité del Watergate. Baker está en el bote e informaba directamente a la Casa Blanca…
El Presidente amenazó a Dean personalmente y le dijo que si alguna vez revelaba sus actividades en la seguridad nacional, el Presidente se ocuparía de que diera con sus huesos en la cárcel.
Mitchell comenzó a cubrir los asuntos nacionales e internacionales muy pronto y en ellos estaba mezclada mucha gente. La lista es más larga de lo que nadie podría figurarse.
Caulfield[74] se encontró con McCord y le amenazó: «Tu vida no valdrá nada en este país si no cooperas».
Caulfield, con anterioridad, le había dicho: «El Presidente sabe que nos encontramos y te ofrece clemencia en uso de sus poderes ejecutivos; así que sólo pasarás 11 meses en la cárcel».
Las operaciones de vigilancia involucraban a toda la comunidad de la inteligencia USA y son increíbles. «Garganta Profunda» se negó a darme detalles específicos porque dice que eso iría contra la Ley.
El encubrimiento no sólo se ha aplicado al Watergate, sino que se ha utilizado para proteger todas las operaciones de espionaje.
Incluso el propio Presidente ha sido sometido a chantaje. Cuando Hunt decidió que los conspiradores debían obtener algún dinero por ello, Hunt comenzó a llevar a cabo la «extorsión», un chantaje de la más baja clase.
La operación de encubrimiento ha costado aproximadamente un millón de dólares. Todo el mundo está involucrado en ella: Haldeman, Ehrlichman, el Presidente, Dean, Mardian, Caulfield y Mitchell. Todos ellos tenían el problema del dinero y no podían fiarse de nadie, así que empezaron a sacar fondos y colocarlos en sus propias cuentas…
Los hombres de la CIA pueden testificar que Haldeman y Ehrlichman habían dicho que tenían órdenes del Presidente y les ordenaban llevar a cabo aquello —se refería al encubrimiento del Watergate—. Walters y Helms[75] estaban también en el ajo… y tal vez otros.
Aparentemente, aunque no estaba claro del todo, esos tipos de la Casa Blanca querían hacer dinero y, algunos de ellos se volvían locos en el intento.
Dean actuaba de enlace entre Haldeman-Ehrlichman y Mitchell-LaRue.
Los documentos de Dean eran mucho más importantes y detallados de lo que nadie había imaginado.
Liddy dijo a Dean que podían matarlo o hacer que se suicidara, pero que no hablaría jamás y se comportaría siempre como un soldado leal.
Hunt era la clave de la mayor parte de esas operaciones estúpidas y utilizó los arrestos del Watergate para conseguir dinero. Primero fueron cien mil dólares y después volvió para pedir más.
Una atmósfera irreal en torno a la Casa Blanca… Todos se daban cuenta de que era como cortarse una mano y tratar de seguir riendo y metiéndose en el asunto. El Presidente había tenido una «peligrosa» depresión.
Bernstein estaba sentado junto a la mesa fumándose un cigarrillo. Aquella semana, una de sus fuentes del Departamento de Justicia le había dicho que tuvieran cuidado con la «vigilancia». Él y Woodward se hicieron señas de que les convenía salir fuera del apartamento y dar un paseo. En el hall de la casa de Woodward se detuvieron un momento y decidieron que era mejor que se lo comunicaran a alguien.
¿A quién?, preguntó Woodward.
Bernstein dijo que lo mejor que podían hacer era dirigirse directamente a Bradlee. En ese instante. Eran las 2 de la madrugada.
Subieron al coche de Woodward. Decidieron no hablar tampoco en el coche. A unas cuantas manzanas de distancia de la casa de Bradlee le llamaron desde un teléfono público. Dice que subamos, informó Bernstein.
Los reporteros jamás habían estado en casa de Bradlee y se preguntaban cómo viviría su jefe. Las luces de las farolas de la calle creaban una atmósfera de semipenumbra. Cuando se aproximaban al porche de la casa un perro comenzó a ladrar. La silueta de un hombre se destacó en la oscuridad del hall. Era Bradlee, con el pelo alisado y los ojos y la voz cargados de sueño.
—¡Pasad, por favor! —les dijo el director del Post. Una sala de estar confortable con muchos libros y antigüedades rústicas.
Woodward pasó al jefe una copia del memorándum que había redactado poco antes en su casa. Bradlee empezó a leer y, de inmediato, quiso hacer algunas preguntas. Los dos reporteros le rogaron que siguiera leyendo primero.
Bradlee lo hizo así y cuando terminó se les quedó mirando.
—Salgamos fuera —sugirió Bernstein.
Bradlee dirigió una mirada divertida en torno a su sala de estar, después se levantó y se dirigió a la puerta principal. Los tres se colocaron en el centro del pequeño patio anterior, al aire libre. Hacía mucho frío. Ninguno de ellos se había puesto abrigo o jersey.
Bradlee dijo con un tono irónico que no era muy probable que su patio también estuviera lleno de micrófonos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.
Bernstein dijo que lo mejor era movilizar un buen equipo de reporteros para comprobar cada uno de los apartados del memorándum. Woodward sugirió que el Post contratara los servicios de un detective privado para que los ayudara. Se pasaron media hora en el patio, a la intemperie, moviéndose de continuo para entrar en calor, revisando las declaraciones de «Garganta Profunda». Bradlee dijo que jamás en su vida había visto nada semejante. Escéptico, pero conmovido, dijo que el problema había dejado ya de ser una cuestión periodística. Mencionó algo sobre el estado y el futuro del país. Dijo que al día siguiente convocaría una reunión de los redactores jefes y reporteros relacionados con el caso.
Por una vez Bradlee no dio muestra de su acostumbrada impaciencia. Fue él quien prolongó la discusión, repitiendo las cosas y haciendo que los dos reporteros las repitieran.
—Está bien —dijo finalmente mirando a Woodward.
Los dos periodistas dejaron la casa de su jefe a las cuatro de la madrugada.
A la mañana siguiente, en la redacción, pasaron copias del memorándum a Simons, Rosenfeld y Sussman, haciendo señas de que no discutieran sobre ello en la redacción.
Poco antes del mediodía, Bradlee convocó la anunciada reunión en el jardín de la terraza superior del Post, fuera del despacho de la señora Graham. Estaban presentes Bradlee, Simons, Rosenfeld, Sussman, el redactor jefe de la sección nacional Richard Harwood, Bernstein y Woodward. Tomaron asiento en torno a una mesa de jardín de hierro forjado bajo una gran sombrilla. Harwood dijo que la historia le parecía increíble. Su observación y sus preguntas indicaban su preocupación de que todo ese asunto del Watergate estuviera llevando al Post al borde de la fantasía.
Bradlee dijo que no estaba interesado en discutir la lógica del asunto.
—Ya vimos muchas cosas ilógicas el año pasado —dijo. Añadió que lo que le importaba era hallar lo que había de verdad en la advertencia.
La reunión terminó sin llegar a ninguna conclusión. Bernstein y Woodward tenían una cita para almorzar con uno de los colaboradores de Dean que creía podía saber algo de la información recibida. Se encontraron con él en un restaurante un poco alejado de la ciudad, y durante el almuerzo, abundante y tranquilo, el «colaborador» confirmó la mayor parte de los puntos especificados en el memorándum de «Garganta Profunda».
De acuerdo con las notas que tomaron del cambio de impresiones, la fuente dijo: «No creo que RMN (Nixon) usara la palabra “cárcel” cuando amenazó a Dean si hablaba de los asuntos de la seguridad nacional», pero confirmó que, efectivamente, la conversación se celebró y el Presidente le hizo ver claro «en los términos más fuertes» que no le apoyaría si Dean descubría las actividades secretas. Dean se sintió muy conmovido después de esa reunión…
Confirmó, también, que Dean creía que el senador Baker estaba en el asunto y ayudaba a la Casa Blanca y que Hunt estaba haciendo chantaje a la Casa Blanca.
—Fue en febrero cuando RMN comenzó a tratar directamente con Dean. Para aquel entonces, el esquema del chantaje ya había entrado en acción y el juego se iba haciendo cada vez más fuerte. En una de las reuniones RMN le preguntó a Dean cuánto estimaba que costaría el comprar el silencio. Dean dijo que un millón de dólares y el Presidente respondió que podría conseguirse, que no habría el menor problema en lo que al dinero se refería… pero no creía que ya se hubiera entregado tanto dinero y que el millón tenía que servir para cubrir todo el asunto.
Bradlee convocó otra reunión que tuvo lugar en un salón vacío, en la parte antigua y reconstruida del edificio del Post. El mismo grupo que asistió a la reunión anterior se reunió tras una mampara de cristal que los separaba de la sección de Estilo del periódico.
Los directores y los periodistas se pasearon de un lado a otro mientras Bernstein y Woodward les contaban lo que habían sabido de su confidente durante el almuerzo. Era una prueba concreta de que el Presidente estaba enterado del encubrimiento y había participado voluntariamente en él.
Harwood dio gas. Pensaba que la historia era importante y debía ser publicada. Bradlee y Simons estaban nerviosos.
—Era algo nuevo para nosotros —aclararía posteriormente Simons—. Se nos había dicho que nuestra redacción estaba siendo sometida a vigilancia y escucha electrónica clandestina, que nuestras vidas podían estar en peligro. Alguien, que estaba dispuesto a ir tan lejos, tampoco vacilaría en tendernos la trampa de darnos informes falsos para hacernos publicar un reportaje comprometedor que nos hundiera a todos. Había que tener cuidado con resbalar.
Tuvieron que pasar dos semanas para que Bernstein y Woodward pudieran escribir su reportaje sobre las acusaciones de Dean, referentes a la intervención del Presidente en la discusión de las costas estimadas, un millón, para pagar el encubrimiento; y otras dos semanas para confirmar y escribir el reportaje en el que decían que Hunt había estado haciendo chantaje a la Casa Blanca. Pero en los meses siguientes, casi todos los apartados que componían el memorándum de «Garganta Profunda» aparecieron al público como resultado del trabajo de las organizaciones de información: Prensa, Radio, TV., el Comité del Senado y las propias declaraciones de la Casa Blanca.
Durante varios días, después de la reunión de Woodward con «Garganta Profunda», Bernstein y Woodward anduvieron con pies de plomo. Cambiaron impresiones en la calle, se pasaban notas cuando estaban en la redacción, evitaban hablar por teléfono. Pero todo aquello les pareció un poco tonto y melodramático y pronto volvieron a sus hábitos de rutina. No encontraron nunca la menor prueba de que sus teléfonos estuvieran intervenidos ni de que la vida de nadie estuviese en peligro.
En el juicio, en enero, el Departamento de Justicia negó que funcionarios de tan poca categoría como Gordon Liddy pudieran haber estado moviendo otras fuerzas tras la conspiración del caso Watergate. El primer indicio de que la justicia estaba tomando en consideración la intervención del Presidente lo tuvieron en el curso de un almuerzo con un alto funcionario de dicho departamento en mayo.
Durante la semana que precedió a la declaración del Presidente de 17 de abril, este funcionario había dicho a Bernstein que los fiscales habían informado al Ministro de Justicia, Petersen, de que estaban en vísperas de procesar a varios de los más íntimos colaboradores del Presidente, algunos ya dimitidos y otros todavía en activo. La fiscalía insistió en que el Presidente fuera informado personalmente de los probables procesos futuros. Petersen lo hizo así. Los fiscales habían esperado que el Presidente anunciara de inmediato la destitución de Haldeman y Ehrlichman. Pero en vez de hacerlo así, aún se resistió casi dos semanas. Esperaron que el Presidente ordenara a los miembros de su equipo que colaboraran, pero esa orden jamás se dio. Los fiscales se quedaron definitivamente confusos y molestos por la actitud del Presidente.
A fines de mayo, Bernstein habló de esto por teléfono con otro de los fiscales del Departamento de Justicia. Había decidido que el mejor modo de conseguir que éste hablara era decirle que el Departamento se estaba dejando llevar en la investigación sin profundizar en ella. ¿Por qué no hacía nada con respecto a las alegaciones contra el Presidente?
—¿Qué le hace suponer que no lo estamos haciendo? —le replicó el abogado irritado.
—Sabemos que su teoría sobre el caso es que se trata de una conspiración limitada que termina en Haldeman —dijo Bernstein.
—Me acaba de demostrar que no sabe nada —dijo el fiscal. Hizo una pausa y después continuó—: Si está usted tomando notas sepa que no me estoy decantando en un sentido o en otro.
—Entonces, ¿están ustedes investigando al Presidente?
—¡Vamos, hombre…! No esperará conseguir que le de una respuesta a esa pregunta.
Bernstein le relacionó algunas de las pruebas que parecían existir contra el Presidente.
—No sabe de lo que está hablando —dijo el abogado con tono de impaciencia—. La evidencia no tiene nada que ver con este asunto. Hable con un abogado, o con varios. ¿Qué dice la Constitución con respecto al Presidente? Piense sobre ello. ¿Puede ser procesado? ¿Incluso suponiendo que uno pudiera presentar contra él un caso que probara que era culpable de obstrucción a la justicia?
Bernstein le preguntó por qué los fiscales no querían llevar al presidente a declarar ante el Gran Jurado.
—¿Quién dice que no lo harán?
—No lo habéis hecho —dijo Bernstein.
—Hable con algunos abogados —le dijo el fiscal disgustado.
Bernstein lo hizo y cuando terminó su conversación comprendió lo que había sucedido. La cuestión de la implicación del Presidente se había discutido con cierta intensidad por parte de la justicia. Los fiscales, estudiando el problema, habían llegado a la conclusión de que la Constitución no permitía el procesamiento de un Presidente en funciones. Y sí el Presidente no podía ser encausado, no se le podía citar ante el Gran Jurado.
Bernstein se dirigió a una fuente informativa bien situada que le dijo:
—No se trata de una bomba de relojería que pueda explotar en un momento determinado. Hay ciertos indicios, unas pruebas no substanciales que ponen sobre el tapete la cuestión de una posible intervención directa del Presidente.
Bernstein sugirió a otro abogado que si esas mismas pruebas en vez de referirse al Presidente se hubiesen referido a cualquier otra persona, ésta hubiera sido citada ante el Gran Jurado. El abogado dijo que, en efecto, hubiera sido así.
Estudiando la guía telefónica del Departamento de Justicia, Woodward halló el teléfono de un abogado de la División Penal que le dijo:
—La investigación del caso Watergate nos ha llevado a topar con la Constitución. Tenemos que estudiar la cuestión de cómo puede ser sometido a investigación el Presidente de la nación.
Bernstein volvió a llamar al enfadado fiscal, que fue el primero en sugerir la existencia de un problema constitucional.
—Desde luego, el Presidente no puede ser citado —admitió—. Aunque, desde luego, su citación podría justificarse.
Añadió que ése era también el punto de vista de los demás fiscales.
El reportaje se tituló: Los fiscales afirman que el interrogatorio de Nixon podría estar justificado. La Casa Blanca se sintió ultrajada. Ziegler dijo que el Presidente no testificaría ante el Gran Jurado o el Comité del Senado porque «resultaría inapropiado de acuerdo con la Constitución» y «violaría la separación de poderes». El reportaje del Post, añadió Ziegler, relata un «sorprendente e irresponsable abuso de autoridad por parte de los fiscales federales. De acuerdo con la Ley, la actuación del Gran Jurado es secreta».
La Casa Blanca ordenó al Fiscal General Richardson y al profesor de Harvard, Archibald Cox, que había sido nombrado fiscal especial en mayo, que buscara las fuentes de las que había partido la información en que se basó el reportaje de Bernstein y Woodward. Pero si se abrió alguna investigación al respecto, las fuentes no se hallaron.
Un día de la primera semana de junio, Bernstein habló con un informador al que no había llamado desde hacía varias semanas. Le preguntó si había habido otros allanamientos e instalaciones de sistemas de escucha.
—Se propuso uno… pero no creo que se llevara nunca a cabo. Contra la «Brookings Institution». John Dean lo rechazó.
Bernstein llamó al colaborador de Dean.
—No estoy seguro de que le hayan pasado la información apropiada, amigo —le dijo—. Alguien se ha engañado a sí mismo. Chuck Colson quería provocar un incendio.
Tal vez la mente de Bernstein estaba trabajando demasiado de prisa. ¿Deseaba Colson incendiar algo?
—Puedes decirlo.
No pudo tratarse de nada demasiado serio, dijo Bernstein.
—Lo suficiente como para que John Caulfield se fuera a toda prisa del despacho de Colson lleno de pánico. Se dirigió de inmediato a ver a John Dean y le dijo que no quería volver a ver ni hablar en su vida con Colson porque el tipo estaba loco. Y creía que John debía hacer algo para pararlo antes de que fuera demasiado tarde. John tomó el primer vuelo oficial a San Clemente para ver a Ehrlichman. Figúrese si sería una cosa seria.
¿Por qué a Ehrlichman?
—Porque él era el único con suficiente influencia para parar el asunto. Y Ehrlichman no se mostró demasiado contento de ver a Dean. Se suponía que Dean no se debía enterar del asunto. Pero puesto que había hecho el vuelo hasta allí para llegar a un acuerdo, «E» no tenía más remedio que escucharlo. John estaba presente en el despacho mientras Ehrlichman hablaba por teléfono con Colson. Mientras estuvo hablando no hacía más que mirar a Dean con una expresión que indicaba claramente que lo consideraba como un traidor.
El colaborador de Dean explicó a Bernstein cuáles eran los objetivos de aquella operación: Morton Halperin, el amigo de Daniel Ellsberg, cuyo teléfono se encontraba entre los controlados durante la «operación Kissinger», era sospechoso de poseer algunos documentos clasificados como alto secreto, que se llevó cuando dejó el equipo de Kissinger para pasar a la «Brookings Institution» (un centro para el estudio de cuestiones relacionadas con la política pública). La Casa Blanca deseaba recuperar esos documentos y como el sistema de seguridad de la institución era demasiado bueno para poderse arriesgar a un allanamiento simple, se pensó en algo especial: provocar un incendio que diera pretexto para entrar en el despacho de Halperin.
Bernstein localizó a alguien que había oído la misma historia de labios de Caulfield.
—No un simple incendio. Una bomba incendiaria —le dijo el hombre—. Eso fue lo que Colson creía que daría el pretexto para entrar en el despacho y buscar los documentos. Caulfield añadió que «las cosas van demasiado lejos» y que, por esta razón, jamás en su vida quería volver a tener nada que ver con Colson.
Añadió también que, tanto Dean como Caulfield, habían contado la historia a los investigadores.
Woodward tenía miedo de que aquello fuese una trampa para hacerles escribir algo falso.
Bernstein, de nuevo, comprobó el relato con sus fuentes y con los investigadores. Absolutamente cierto. Querían provocar un incendio con una bomba.
Woodward llamó a Colson.
—No hay nada de eso —le dijo Colson—. Se trata de una equivocación… No se trataba de la «Brookings», sino del Washington Post. Les dije que alquilaran un bazooka y fueran al Post y derrumbaran el edificio. Y también el del Newsweek.
Woodward le dijo que hablaba en serio, que la acusación era mortalmente seria y no una broma.
—Se trataba del Washington Post, ya se lo estoy diciendo. Di la orden explícita de derrumbar el Washington Post —respondió Colson sin perder su tono de ironía y firmeza—. Quería que se demoliera el Washington Post.
Woodward dijo que no dudaba de que le hubiera gustado mucho poderlo hacer, pero que la acusación sobre el intento de un incendio en la «Brookings Institution» se publicaría.
—Hablando en serio y explícitamente —replicó Colson— todo eso no es más que un gran montón de estiércol. Niego en absoluto haber hecho tal declaración o sugerencia. Es infame. El relato que me ha contado es un vuelo de la fantasía, se escapa de los límites del espacio… Esta vez han ido demasiado lejos.
Colson volvió a llamar a Woodward varias horas después.
—¿Habla en serio sobre esa historia que contó antes?
Woodward le dijo que sí.
El tono de Colson se alteró.
—Los fiscales federales me preguntaron sobre este asunto. Me parecía recordar que hubo una discusión sobre cómo recuperar algunos documentos clasificados de alto secreto… Existe la posibilidad de que dijera algo así… Es característico de mi forma de ser… pero jamás lo hice y, desde luego, nunca llegué a pensar en serio en algo semejante.
El reportaje con la historia se publicó el 9 de junio.
Aproximadamente una semana después, John Dean testificó ante el Comité del Senado. Woodward estaba hablando de Howard Hunt con uno de los abogados del senado. Éste le dijo que Hunt aún mantenía la clave de otras operaciones ilegales. Hunt fue llevado de la cárcel al Capitolio para un largo interrogatorio. Y reveló ciertas instrucciones que dijo haber recibido de Colson una hora después de que el gobernador Wallace de Alabama fuera herido en el atentado.
—Hunt dijo que Colson quería que emprendiera el vuelo de inmediato para Milwaukee, que entrara en el apartamento de Arthur Bremer —dijo el abogado— y que sacara de allí y entregara cuanto encontrara y pudiera relacionar el atentado con un movimiento extremista de izquierdas, o a Bremer con estas ideas.
Wallace fue herido a tiros por Bremer en un centro de compras de Maryland, el 15 de mayo de 1972 a eso de las 4 de la tarde. A las 6:30, un redactor del Post recibía el nombre del que había intentado el asesinato por boca de Ken Clawson, ya funcionario de la Casa Blanca. Clawson dijo que de la literatura hallada en el apartamento de Bremer en Milwaukee, se desprendía que el asesino estaba en conexión con los izquierdistas y, posiblemente, con la campaña del senador George S. McGovern. Woodward estuvo trabajando sobre el asunto y rechazó la idea. Realmente en el apartamento se había hallado propaganda izquierdista, pero también derechista. Varios reporteros de Milwaukee le habían dicho que se les permitió la entrada en el apartamento de Bremer durante un período de 90 minutos, inmediatamente después del intento de asesinato en Maryland. Muchos periodistas se llevaron papeles y otros efectos. Dos reporteros de un periódico de Milwaukee dijeron a Woodward que ellos habían entrado en el apartamento después de que los agentes del FBI estuvieran allí y se marcharan. Hora y media más tarde, los agentes volvieron y sellaron judicialmente el apartamento. El FBI jamás dio una explicación por haber permitido el saqueo de las posesiones de Bremer.
Volviendo a 1972, antes del primer juicio del caso Watergate, Howard Simons citó a Bernstein, Woodward y a algunos de los redactores jefes, en su despacho.
—¿Sabéis…? Hay una cosa sobre la que tenemos que pensar —les dijo—. El truco más sucio de todos.
Bernstein y Woodward se lo habían mencionado mutuamente más de una vez. Woodward había recibido una llamada anónima en la que se le dijo que uno de los sospechosos del Watergate había ido a Milwaukee para encontrarse con Arthur Bremer. Y que se rumoreaba que Bremer llevaba un buen montón de billetes de cien dólares cuando atentó contra Wallace. Simons deseaba que se comprobaran estos rumores.
Woodward y Bernstein se habían mostrado escépticos y Simons estuvo de acuerdo con ellos. Pero, como subrayó, ya había ocurrido más de una cosa que parecía inimaginable. Los reporteros jamás encontraron prueba alguna que estableciera conexión entre Bremer y los acusados del caso Watergate. Meses después, un reportero del Post fue enviado a Milwaukee pero igualmente regresó sin nada.
Ahora se le decía a Woodward que Colson había ordenado a Hunt que entrara a la fuerza en el apartamento de Bremer. A la mañana siguiente llamó al abogado de Hunt, William O. Bittman.
—No hay la menor duda de que se ha testimoniado algo así —dijo Bittman—. Colson le pidió a Hunt que fuese a Milwaukee y entrara en el apartamento de Bremer… No tengo idea exacta de las razones por las que debían de hacerlo. No recuerdo que se pronunciara la palabra «allanamiento».
Por la tarde, a eso de las cuatro (19 de junio de 1973), Woodward se dirigió al bufete de Colson para ver a David Shapiro, compañero de Colson en la empresa y su consejero jefe legal en el caso Watergate. La nueva firma legal Colson y Shapiro tenía sus oficinas en un edificio moderno, a pocas manzanas de la Casa Blanca. Shapiro saludó a Woodward con mucha cordialidad, le ofreció su mano, gruesa, de dedos cortos, y un cómodo sillón de cuero beige. Resultaba ridículo, dijo Shapiro, pensar siquiera que Colson fuera a hacer una locura así. Shapiro le presentó a un joven abogado, con gafas, llamado Judah Best[76].
Éste le dijo que sería poco noble escribir un reportaje en el que simplemente se mencionara una acusación como ésa. Moviendo las manos continuamente, Best gesticulaba y hacía muecas mientras mantenía que Howard Hunt estaba actuando bajo presiones y que por lo tanto su actitud era claramente comprensible. Shapiro y Best «trabajaron» a Woodward durante 45 minutos, intentando poner la semilla de la duda en su mente. Después Shapiro se dirigió a su mesa, tomó el teléfono y dio instrucciones a su secretaria para que le dijera «a él» que viniera. Al poco rato se abrió la puerta y entró Colson, vestido con unos pantalones azules a rayas, camisa azul oscura y corbata de lunares. Su aspecto era cansado y dolorido. Tenía una gran barriga. Estrechó la mano de Woodward. Apenas si dijo nada y se limitó a mirar fijamente al reportero.
—Usted no puede hacerle una cosa así a este hombre —dijo Shapiro de pie detrás de su mesa. Colson no dijo nada. Daba la impresión de que iba a echarse a llorar. No quedaba nada de sus maneras arrogantes—. Si lo hace así, lo destruirá.
Woodward dijo que no era su intención destruir a nadie.
—Vamos, vamos, puede usted admitirlo —dijo Shapiro.
Los abogados argüyeron que hubiera sido ilógico que Colson ordenara a Hunt allanar el apartamento de Bremer, porque Colson había estado aquella noche en contacto directo con el FBI, pidiéndole que se apresurara en su investigación.
—¿Hubiera sido lógico, por mi parte, empujar al FBI y al mismo tiempo ordenar a Hunt que se fuera a Milwaukee? —preguntó Colson.
Woodward suponía que en alguna parte había un magnetófono funcionando y por lo tanto elegía cada palabra cuidadosamente. Observó que el caso Watergate estaba lleno hasta rebosar de cosas ilógicas.
—La acusación es absolutamente falsa y así lo declararé bajo juramento —dijo Colson.
Colson parecía ofendido porque Woodward se negaba a aceptar sus alegatos como prueba definitiva.
Woodward tomó nota textual, en su agenda, de la negativa de Colson.
Seguidamente Shapiro le mostró copias de un informe de la prueba del detector de mentiras al que voluntariamente se había sometido Colson y que lo libraba de complicidad en el allanamiento del Watergate. Igualmente le entregó a Woodward un «Memorándum para los archivos», fechado el 20 de junio de 1972, día en que el Post había identificado a Hunt como uno de los sospechosos. Ese tipo de documentos se suele llamar vulgarmente «memorándums para limpiarse el culo». Él que recibió Woodward llevaba el título: «Howard Hunt» y decía en parte: «Hablé con él (con Hunt) por teléfono la noche en que el senador Wallace resultó herido en el atentado, simplemente para preguntarle cuál era la impresión que tenía sobre la causa del asesinato frustrado. A Hunt se le reconocía como una especie de experto en guerra psicológica y sus motivaciones desde que trabajó en la CIA». Para cubrirse de cualquier posibilidad, Colson había anotado: «No estoy del todo seguro de que mi memoria sea totalmente fidedigna».
Shapiro le entregó otros dos memorándums que no tenían nada que ver con la historia que relacionaba a Colson-Hunt y Bremer. Uno de ellos estaba fechado el 11 de octubre de 1972, el día después de que Bernstein y Woodward publicaran su reportaje más importante sobre la existencia de sabotaje y espionaje políticos. El memorándum había sido redactado por Ken Clawson y dirigido a Colson. Al referirse a la mención de su nombre en conexión con la «Carta Canuck» supuestamente de Muskie, Clawson decía que utilizaría toda la segunda presidencia de Nixon «para hacerle pagar esto al Washington Post». El otro memorándum indicaba que Haldeman había tratado de culpar a Colson, no a Clawson, de ser autor de la citada carta.
Woodward pidió copias de los dos memorándums, relacionados con la «Carta Canuck».
Hubo un largo silencio.
Woodward repitió la petición.
Otro silencio. Después, uno de los abogados dijo algo como que podría estar en condiciones de trabajar el asunto y que Woodward podría tener copia de los memorándums en un futuro próximo.
¿Le estaban proponiendo un trato? No se había dicho, pero la sugerencia estaba en el aire. ¿Qué pasaría si Woodward decía que publicaría el reportaje con las alegaciones del caso Bremer? ¿Diría alguno de los abogados que podrían dejarle las copias de los memorándums? Tal vez Woodward estaba escuchando porque estaba seguro de que éste era el modo en que Colson realizaba sus negocios. Woodward quería rechazar toda sugestión. Dijo que todo aquello sonaba como si se le estuviera ofreciendo algo, pero que no sabía lo que era.
Los tres hablaron al mismo tiempo. Naturalmente que no habían pensado en nada semejante. Jamás harían una cosa semejante, era un insulto pensar algo así, imaginarlo siquiera.
Woodward vio cómo operaban. Si él no hubiera estado esperando oírlo, no se hubiera dado cuenta de que se le estaba ofreciendo un trato. Ése es el modo como se trabajan los cohechos, los sobornos, pensó Woodward, de modo que sólo capten la idea aquellos que están deseando oírla. Él no podía someter la situación a prueba. Si diera un paso hacia un trato con ellos, acabarían por destruirle.
Shapiro y Colson siguieron hablando con Woodward. Éste era el precio que había que pagar, supuso él. Tenía que oír, tal vez había una razón, un argumento, quizá podría ser convencido. De vez en cuando planteaba una cuestión. ¿Por qué estaba usted en contacto tan frecuente con el FBI?, le preguntó a Colson.
—El presidente estaba muy agitado y deseaba conocer el fondo político de la acción de Bremer —dijo Colson—. Al ser informado del atentado, el presidente se sintió enormemente deprimido y excitado e inmediatamente preocupado por la posibilidad de que el asesino pudiera haber tenido alguna relación con el Partido Republicano, o, peor todavía, con el Comité para la Reelección del Presidente.
La reunión con Shapiro y Colson duró casi dos horas y ya no había tiempo para que su reportaje se publicara en la próxima edición. Al día siguiente, por la tarde, antes de la hora de cierre del periódico, Woodward llamó de nuevo a Shapiro y le dijo que iba a publicar el reportaje. Woodward le había prometido que le informaría.
Por la noche, ya tarde, Colson llamó a Bernstein para protestar. La acusación era «injuriosa en extremo», insistió, y añadió que no había creído «que pudiera hacerse un reportaje fundamentado sobre cada testimonio recibido por el comité del Senado».
Bernstein le dijo que el reportaje estaba comprobado.
Aun estando comprobado, dijo Colson, no hacía más que reflejar el testimonio de Hunt. Resultaba irresponsable publicarlo porque Hunt había sido sometido a «grandes presiones» cuando fue interrogado por el comité del Senado.
Bernstein dijo que incluiría las observaciones de Colson en el artículo.
Colson intentó sacar provecho de lo que él llamó el gran instinto civil liberal de Bernstein, tratando de convencerle de que no publicara el artículo. Cuando Bernstein dijo «no», Colson le llamó «hipócrita vicioso».
Desde el 17 de junio de 1972, los reporteros habían venido archivando todas sus notas y memorándums, revisándolos periódicamente para hacer una lista de las indicaciones que no habían sido investigadas a fondo. Muchos de los inscritos en la lista eran nombres de miembros del CRP o de la Casa Blanca, que los reporteros pensaban que tal vez estaban en posesión de información útil. Para el 17 de mayo, 1973, cuando se abrió la audiencia del Senado, Bernstein y Woodward se habían vuelto un tanto perezosos. Sus visitas nocturnas se fueron haciendo cada vez menos numerosas y se limitaron a los miembros del comité del Senado, investigadores y abogados, que resultaban de más fácil acceso. Había, sin embargo, un nombre que no habían comprobado y que estaba en la lista de ambos: el ayudante presidencial Alexander P. Butterfield. Tanto «Garganta Profunda» como Hugh Sloan le habían mencionado y Sloan había dicho, como de pasada, que estaba al cargo de la «seguridad interna». En enero Woodward había ido a visitar a Butterfield a su casa, en Virginia, pero nadie abrió cuando llamó a la puerta.
En mayo, Woodward le preguntó a un miembro del comité del Senado si se había interrogado a Butterfield.
—No —fue la respuesta—. Estamos demasiado ocupados.
Algunas semanas más tarde le preguntó a otro miembro del comité si sabía por qué los deberes de Butterfield en el departamento de Haldeman estaban definidos como «seguridad interna».
Este miembro del equipo del comité senatorial dijo que el Comité no lo sabía y que tal vez sería una buena idea interrogar a Butterfield. Le preguntaría a Sam Dash, el consejero jefe del Comité. Dash planteó la cuestión. El miembro del comité le dijo a Woodward que presionaría otra vez a Dash. Finalmente dio su conformidad a un interrogatorio de Butterfield para el viernes 13 de julio de 1973.
El sábado 14 Woodward recibió una llamada telefónica en su casa, procedente de uno de los miembros de alta categoría del equipo investigador del Comité.
—Felicidades —dijo—. Hemos interrogado a Butterfield. Nos ha contado toda la historia.
¿Qué era toda la historia?
—El propio Nixon estaba sometido a escucha electrónica.
Le contó a Woodward que sólo algunos miembros jóvenes del equipo investigador habían estado presentes en la entrevista. Alguien leyó un resumen de la declaración de John Dean en su reunión con el presidente del 15 de abril.
«Lo más interesante de todo lo sucedido en el transcurso de la conversación, ocurrió casi al final», había dicho Dean. «Nixon se levantó de su sillón, se puso detrás de su silla en un rincón de la oficina del Edificio del Ejecutivo, y en un tono apenas audible me dijo que probablemente había hecho una tontería al discutir el asunto de la clemencia de Hunt con Colson. Dean pensó, en su interior, que era posible que también hubiera aparatos de escucha en esa habitación».
Butterfield fue un testigo difícil. Hablaba de mala gana. Dijo que sabía que ésa era una cosa que probablemente el presidente jamás hubiera revelado. Los interrogadores presionaron… Y así fue saliendo un relato que causaría mayor conmoción que cualquier otro en el universo presidencial.
La existencia de un sistema de escucha que recogía las conversaciones del Presidente, era algo que sólo debía conocer el propio presidente, Haldeman, Larry Higby, Alexander Haig, Butterfield y los pocos agentes del servicio secreto que lo manejaban. De momento la información no podía utilizarse oficialmente.
Los reporteros se sintieron preocupados por esa instalación de la Casa Blanca. Un sistema de grabación podía ser manipulado, razonaron, y el Presidente podía prefabricar cintas que lo exculparan a él y a sus hombres. O sabiendo, como sabía, que el magnetófono estaba en marcha, el Presidente podía haber inducido a Dean, o a cualquier otro, a decir cosas que resultaran incriminatorias para él y, después, fingir ignorancia. Así que decidieron no meterse con el asunto de momento.
Toda la noche del sábado Woodward estuvo rumiando el asunto. Butterfield había dicho que incluso Kissinger y Ehrlichman ignoraban la existencia de ese sistema de escucha. El comité del senado y el fiscal especial, ciertamente, tenían que obtener las cintas, quizá incluso podrían dictar una orden judicial de embargo.
Woodward reflexionó sobre el hecho de que Kissinger no supiera que el despacho del Presidente estaba sometido a escucha electrónica. Y pensaba: Kissinger lo conocía casi todo y no le gustaría nada la idea de un sistema secreto de grabación que repitiera en el aire y conservara sus sobrias palabras y consejos, tanto si eran para la posteridad como para el Gran Jurado. ¿Qué pensarían los líderes extranjeros al enterarse de la existencia de estos micrófonos ocultos? Woodward vio lo divertido que resultaba saber algo que Kissinger ignoraba. Ziegler, aparentemente, también estaba en las tinieblas.
Woodward llamó a Bradlee. Eran las nueve de la noche y la voz de Bradlee sonaba como si acabara de despertarse. Woodward le hizo un resumen de lo que Butterfield había declarado. A medida que iba leyendo su voz se le entrecortó varias veces. Tal vez estaba reaccionando con excesiva emoción. Bradlee siguió en silencio.
—Sólo deseaba que lo supiera porque me ha parecido importante —dijo Woodward—. Trabajaremos en eso si lo desea.
—Bien, la verdad es que no lo sé —dijo Bradlee con ligera irritación.
—¿Cómo calificaría usted el reportaje?
—Con simple aprobado —respondió Bradlee rápidamente.
«Aprobado…», pensó Woodward, bueno, no es mucho.
—Mira a ver si encuentras más detalles, pero no te compliques demasiado.
Woodward se excusó por haberle llamado en sábado por la noche.
—No te preocupes por eso. No es problema —dijo Bradlee amistosamente—. Siempre me alegra saber cómo van las cosas.
Colgó el teléfono. Woodward llegó a la conclusión de que había estado demasiado ansioso.
El Comité del Senado actuó rápidamente. El lunes, en la red nacional de la televisión, Butterfield, a disgusto, contó la historia completa de las cintas delante del Comité del Senado… ¡y de toda la nación!
—¡De acuerdo —dijo Bradlee la mañana siguiente—, el reportaje merece mucho más que un simple aprobado!