Capítulo 36

1

Los pensamientos de Cortés no habían derivado hacia Taylor con frecuencia mientras viajaba con Pai; pero, cuando en las calles al otro lado del palacio Nikaetomaas le preguntó por qué había ido a Imajica, empezó a hablarle de la muerte de Taylor, y solo cuando hubo acabado se refirió a Judith y a su intento de asesinato. En esos momentos, mientras atravesaba con Nikaetomaas los tranquilos jardines sumidos en la oscuridad camino del palacio, pensó de nuevo en su amigo, allí apoyado en la almohada durante sus últimos instantes, mientras flotaba y le encargaba a Cortés que resolviera los misterios que él mismo no había tenido tiempo de resolver.

—Tenía un amigo en el Quinto Dominio a quien le habría encantado este lugar —dijo Cortés—. Amaba la desolación.

Y la desolación estaba allí, en cada patio. Se habían plantado jardines en muchos de ellos, pero los habían dejado crecer a su libre albedrío. Este libre albedrío se había hecho fuerte y la naturaleza se había rendido en aquel lugar: las plantas se retorcían sobre sí mismas tras haber crecido un poco, para luego retroceder hacia la tierra con un color ceniciento. La apariencia era la misma una vez en el interior; allí recorrieron intrincadas galerías, en las que las capas de polvo eran tan gruesas como la tierra de los jardines muertos, que los llevaron hasta las habitaciones y las estancias destinadas a unos invitados que habían exhalado su último aliento décadas atrás. Casi todas las paredes, bien en las estancias o bien en los pasillos, estaban decoradas: algunas con tapices, muchas otras con enormes frescos. Aunque a Cortés le resultaban familiares algunas escenas gracias a sus viajes (Patashoqua bajo un cielo verde y dorado, con una flota de globos que se alzaba desde la llanura más allá de sus murallas, o un festival en los templos de L’Himby), comenzó a alimentarla sospecha de que las mejores escenas representaban la Tierra, en concreto, Inglaterra. Sin duda, el arte pastoral era universalmente conocido, y los pastores cortejaban a las ninfas en los Dominios reconciliados de la misma manera que se describía en los sonetos del Quinto; no obstante, había detalles en aquellas escenas que eran, sin discusión alguna, ingleses: los vencejos que se lanzaban en picado desde los cálidos cielos de verano; el ganado que abrevaba en los arroyos mientras sus cuidadores dormían; el chapitel de Salisbury, que sobresalía por encima de un grupo de robles; las torres y cúpulas distantes de Londres, avistadas desde una ladera en la que coqueteaban varias criadas y sus pretendientes; incluso había una reproducción de lo que parecía ser Stonehenge, reubicado con fines dramáticos en una colina para que se recortara contra unas oscuras nubes de tormenta.

—Inglaterra —comentó Cortés a medida que avanzaban—. Alguien de este lugar tiene muy presente a Inglaterra.

A pesar de que pasaron junto a estos cuadros demasiado deprisa para estudiarlos con detenimiento, se dio cuenta de que ninguno estaba firmado. Los artistas que habían esbozado Inglaterra, y que habían regresado para describirla con tanto cariño, se contentaban, al parecer, con permanecer en el anonimato.

—Creo que deberíamos comenzar la subida —sugirió Nikaetomaas cuando, por azar, su recorrido los llevó al pie de una escalinata gigantesca—. Cuanto más subamos, más oportunidades tendremos de comprender la distribución.

El ascenso duró cinco tramos de escaleras (más pasillos desiertos se abrían en cada planta), pero al final acabaron en un tejado desde el que pudieron atisbar la enormidad del laberinto en el que se hallaban perdidos. Torres con un tamaño dos o tres veces mayor que el de la que acababan de escalar quedaban suspendidas sobre ellos; mientras que, más abajo, los patios se extendían en todas las direcciones. Algunos de ellos se veían cruzados por batallones, pero en su mayor parte estaban tan desiertos como el resto de los pasillos y habitaciones. Tras ellos se alzaban los muros del palacio y, pasados los muros, la ciudad cubierta de humo. El sonido de sus convulsiones resultaba apagado por la distancia.

Adormecidos por la lejanía de semejante ascenso, tanto Cortés como Nikaetomaas se vieron sorprendidos por una conmoción que surgió mucho más cerca. Casi agradecidos por percibir señales de vida en el mausoleo, aunque provinieran del enemigo, emprendieron la búsqueda de los causantes del alboroto y se lanzaron escaleras abajo para cruzar un puente encerrado entre dos torres.

—¡Las capuchas! —urgió Nikaetomaas, que volvió a esconder su cola de caballo bajo la camisa y se cubrió la cabeza con la áspera capucha. Cortés la imitó, a pesar de que dudaba de que les sirviera de mucha ayuda si los descubrían.

Alguien impartía órdenes en la galería que se extendía por delante de ellos, y Cortés tiró de Nikaetomaas hacia un escondite para poder escuchar. El oficial arengaba a sus hombres y prometía la paga de un mes a todo aquel que abatiera a un eurhetemec. Alguien preguntó cuántos había, a lo que el oficial respondió que los informes hablaban de seis, pero que él no lo creía, ya que habían masacrado al menos a diez veces esa cantidad. En cualquier caso, siguió explicando, no importaba su número, ya fueran seis, sesenta o seiscientos, puesto que estaban en desventaja numérica y atrapados. No escaparían con vida. Después de decir eso, dividió su contingente y les ordenó que dispararan a todo aquello que se moviera.

Tres de los soldados se encaminaron hacia el lugar donde Nikaetomaas y Cortés se escondían. Tan pronto como pasaron de largo, Nikaetomaas salió de las sombras y derribó a dos de ellos con un par de golpes. El tercero se giró para defenderse, pero Cortés, que carecía del tamaño y la fuerza que tan buen resultado le daban a Nikaetomaas, utilizó la inercia y se lanzó contra el hombre con tanta fuerza que los dos acabaron en el suelo. El soldado levantó el fusil contra la cabeza de Cortés, pero Nikaetomaas agarró la mano que sostenía el arma e izó al hombre hasta que ambos quedaron cara a cara, con el cañón apuntando al tejado y los dedos que rodeaban el gatillo demasiado magullados para disparar. En aquel momento, Nikaetomaas le quitó el casco al soldado con la mano libre y lo miró a los ojos.

—¿Dónde está el Autarca?

Al soldado, aterrado y dolorido en exceso, le resultó imposible fingir ignorancia.

—En la Torre del Eje —contestó.

—¿Y eso está…?

—La torre más alta —gimió, al tiempo que forcejeaba para librar el brazo del que colgaba, por el que corría la sangre.

—Llévanos allí —ordenó Nikaetomaas—. Por favor.

Con los dientes apretados, el hombre asintió con la cabeza y ella lo liberó. El arma se escurrió de entre sus dedos destrozados cuando el tipo cayó al suelo. Nikaetomaas lo instó a que se levantara haciéndole un gesto con un dedo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Yark Lazarevich —respondió mientras acunaba la mano herida en el hueco de su brazo.

—Pues bien, Yark Lazarevich, si intentas pedir ayuda, o yo creo conveniente interpretar cualquier movimiento por tu parte como un intento de ello, te reventaré los sesos tan deprisa que estarán en Patashoqua antes de que tengas tiempo de mearte encima. ¿Queda claro?

—Clarísimo.

—¿Tienes hijos?

—Sí, tengo dos.

—Pues imagínatelos huérfanos y compórtate bien. ¿Alguna pregunta?

—No, solo quiero decir que la torre queda bastante lejos de aquí. No me gustaría que creyerais que intento extraviaros.

—Que sea rápido, entonces —replicó ella.

Lazarevich se lo tomó al pie de la letra. Los guió de vuelta por el puente hacia las escaleras, mientras les explicaba que la ruta más rápida hacia la torre era a través del Cesscordium, que se encontraba dos pisos más abajo.

Apenas habrían bajado una docena de escalones cuando se escucharon disparos a sus espaldas y apareció uno de los camaradas de Lazarevich, gritando al tiempo que disparaba para dar la alarma. Si no hubiera perdido el equilibrio podría haberle metido una bala a Nikaetomaas o a Cortés, pero ambos se alejaron por las escaleras antes de que el soldado alcanzara siquiera el primer escalón. Lazarevich no dejaba de refunfuñar que aquello no tenía nada que ver con él, que amaba a sus hijos y que lo único que quería era volver a verlos.

De la galería inferior les llegó el sonido de los pasos y de los gritos que respondían a la alarma de más arriba. Nikaetomaas masculló una andanada de maldiciones que no podrían haber sido más explícitas de haberlas entendido Cortés; después intentó agarrar a Lazarevich, que echó a correr escaleras abajo antes de que pudiera atraparlo y se encontró con sus compañeros al final. La persecución de Nikaetomaas la había hecho adelantarse a Cortés, poniéndose en la línea de luego de los soldados. Estos no dudaron. Cuatro cañones abrieron fuego y cuatro balas impactaron en su objetivo. Su constitución no la ayudó en nada. Cayó allí mismo, su cuerpo rodó escaleras abajo y fue a parar a pocos escalones del final. Mientras la veía caer, a Cortés se le ocurrieron tres cosas: la primera, que mataría a aquellos hijos de puta por lo que habían hecho; la segunda, que el sigilo ya no servía de nada; y la tercera, que si hacía que el tejado se derrumbara sobre aquellos asesinos y se extendía el rumor de que había otro poder en el palacio además del que ostentaba el Autarca, aquello lo beneficiaría. Lamentaba las muertes que había provocado en la calle Lujuria, pero no lamentaría aquellas. Lo único que tenía que hacer era apartar la tela de su cara con la mano antes de que las balas comenzaran a silbar. Se acercaban más soldados al lugar desde diferentes puntos. Vamos, pensó al tiempo que levantaba las manos para fingir su rendición cuando los otros se acercaban. Vamos, uníos a la fiesta.

Uno de los allí reunidos era, a todas luces, un hombre de cierta autoridad. Los talones se juntaron al verlo aparecer y se intercambiaron saludos. El recién llegado alzó la mirada hacia las escaleras con el fin de observar a su prisionero encapuchado.

—General Racidio —dijo uno de los capitanes—, hemos atrapado a dos rebeldes.

—No son eurhetemec. —Su mirada vagó de Cortés al cuerpo de Nikaetomaas, para luego regresar al primero—. Creo que tenemos a dos carestes.

Comenzó a subir las escaleras hacia Cortés, que tomaba aire subrepticiamente a través del tejido que cubría su cara, preparándose para el momento en que se desvelara. En el mejor de los casos, dispondría de dos o tres segundos. Tal vez tiempo suficiente para capturar a Racidio y utilizarlo como rehén, si el pneuma no conseguía matar a todos los tiradores.

—Veamos cuál es tu aspecto —dijo el comandante, mientras apartaba la tela que cubría el rostro de Cortés.

En lugar de liberar el pneuma tal y como estaba planeado, todo acabó cuando Racidio retrocedió, estupefacto, tras echar un vistazo a las facciones que acababa de descubrir. Lo que quiera que viese quedó oculto a los ojos de los soldados, que mantuvieron sus armas apuntadas hacia Cortés hasta que Racidio gritó la orden de que las bajaran. Cortés se sentía tan confundido como ellos, pero no iba a cuestionar el indulto. Dejó caer las manos y, tras pasar por encima del cuerpo de Nikaetomaas, bajó lo que quedaba de escalera. Racidio retrocedió aún más; en el proceso sacudía la cabeza y se humedecía los labios, pero, al parecer, era incapaz de encontrar las palabras adecuadas para expresarse. Tenía todo el aspecto de estar esperando que la tierra se abriera bajo sus pies; de hecho, rogaba en silencio que sucediera. En lugar de hablar y sacar al hombre de su error, Cortés instó a su guía, Lazarevich, a que se adelantara con el mismo gesto que minutos antes utilizara Nikaetomaas. El hombre se había refugiado tras un parapeto de soldados y solo abandonó su escondite a regañadientes, sin dejar de mirar a su capitán y a Racidio con la esperanza de que contradijeran la orden de Cortés. Cosa que no sucedió. Cortés salió a su encuentro, momento en que Racidio balbució las primeras palabras que fue capaz de pronunciar desde que posara la vista en el rostro del intruso.

—Perdonadme —musitó—. Estoy avergonzado.

Cortés no lo tranquilizó con respuesta alguna, sino que, con Lazarevich a su lado, dio un paso hacia el grupo de soldados parapetados delante del siguiente tramo de escaleras, que se apartaron sin pronunciar palabra. Cortés pasó entre sus filas, combatiendo la necesidad de acelerar el paso, por muy tentadora que fuese la idea. Además, lamentaba no poder despedirse adecuadamente de Nikaetomaas. Sin embargo, ni la impaciencia ni el sentimentalismo le servirían de algo que aquel momento. Lo habían bendecido y, tal vez con el tiempo, comprendería el porqué. A corto plazo, tenía que llegar hasta el Autarca y rezar para que el místico estuviera allí también.

—¿Sigue queriendo ir a la Torre del Eje? —preguntó Lazarevich.

—Sí.

—Y cuando llegue allí, ¿me dejará marchar?

Una vez más, dijo:

—Sí.

Hubo una pausa mientras Lazarevich se orientaba al final de las escaleras. Después, inquirió:

—¿Quién es usted?

—No querrías saberlo —replicó Cortés, no solo para su guía sino también para él.

2

Al principio eran seis. Ahora solo quedaban dos. Una de las bajas había sido Thes’reh’ot, al que dispararon mientras marcaba con una cruz una esquina que acababan de doblar en el laberinto de patios. Fue idea suya que señalaran la ruta para facilitar una salida más rápida cuando terminaran el trabajo.

—Lo único que mantiene estos muros en pie es el Autarca —había dicho cuando entraron en el palacio—. Una vez que sea derrocado, los muros también caerán. Tenemos que retirarnos deprisa si no queremos quedar sepultados.

El hecho de que Thes’reh’ot se hubiera presentado voluntario para una misión que calificara de mortal con su risa ya era bastante sorprendente, pero aquella muestra postrera de optimismo rayaba en la esquizofrenia. Su muerte repentina no solo privó a Pai de un aliado imprevisto, sino también de la oportunidad de preguntarle las razones por las que se había unido al asalto. Sin embargo, para ese entonces varios enigmas semejantes a ese se habían agrupado en torno a aquella empresa, sin contar con la sensación de infalibilidad que había impregnado cada fase, como si aquel veredicto se hubiera dictado mucho antes de que Pai y Cortés llegaran siquiera a Yzordderrex y cualquier intento de despreciarlo fuera un desafío a la sabiduría de unos jueces muy superiores a Culus. Semejante infalibilidad conllevaba, por supuesto, cierto fatalismo; y, a pesar de que el místico había animado a Thes’reh’ot para que trazara su ruta de escape, se hacía muy pocas ilusiones acerca de la posibilidad de realizar dicho viaje. Se obligó a no pensar en lo que significarían las pérdidas de semejante extinción hasta que el camarada que le quedaba, Lu’chur’chem (un eurhetemec de pura raza, con la piel azul oscuro y ojos con iris doble), sacó el tema. Se encontraban en la galería adornada con los frescos que evocaban la ciudad que una vez Pai llamara hogar: las calles pintadas de Londres, retratadas con el aspecto que habían tenido en la época del nacimiento de Pai, repletas de buhoneros, mimos y petimetres.

Al ver el modo en que Pai contemplaba las pinturas, Lu’chur’chem dijo:

—Nunca más, ¿verdad?

—¿Nunca más… qué?

—Volveremos a ver un amanecer en la calle.

—¿No?

—No —dijo Lu’chur’chem—. No vamos a salir de aquí con vida y los dos lo sabemos.

—No me importa lo más mínimo —replicó Pai—. He visto muchas cosas. He sentido muchas más. No me arrepiento de nada.

—¿Has tenido una vida larga?

—Así es.

—¿Y qué hay de tu maestro? ¿También disfrutó de una larga vida?

—Sí, también él —respondió Pai, que volvió a mirar los cuadros de las paredes.

A pesar de que las escenas eran relativamente sencillas, despertaron la memoria del místico y evocaron el bullicio de las calles por las que él y su maestro habían caminado bajo los brillantes y esperanzados días anteriores a la Reconciliación. Allí se encontraban las entonces modernas calles de Mayfair, con sus elegantes tiendas y sus desfiles de mujeres aún más elegantes, donde se podía comprar agua de lavanda, sedas de Mantua y muselina nívea. Allí podía verse la algarabía de la calle Oxford, donde decenas de vendedores pregonaban sus productos: proveedores de zapatillas, aves de caza, cerezas y pan de jengibre, todos competían por obtener un trocito de pavimento y un poco de espacio en el que poder gritar. También se veía una feria, posiblemente la de San Bartolomé, donde se podía hallar más pecado a la luz del día del que jamás existiera en Babilonia de noche.

—¿Quién lo pintaría? —se preguntó Pai en voz alta mientras caminaban.

—Por lo que se puede apreciar, varios artistas —contestó Lu’chur’chem—. Se puede ver dónde acaba un estilo y comienza otro.

—Pero alguien dirigiría a estos pintores, les daría los detalles, los colores. A menos que el Autarca se limitara a secuestrar artistas del Quinto Dominio.

—Muy posible —replicó Lu’chur’chem—. Ha secuestrado a arquitectos. Ha esclavizado a tribus enteras para erigir este lugar.

—¿Y nadie se ha atrevido a desafiarlo?

—La gente ha intentado consolidar revoluciones una y otra vez, pero las ha aplastado todas. Ha quemado las universidades, ha colgado a los teólogos y a los radicales por igual. Dispone de un collar de fuerza. Además, tiene en su poder el Eje, lo que la mayoría de la gente ve como muestra de aprobación del Invisible. Si Hapexamendios no quisiera que el Autarca gobernara Yzordderrex, ¿por qué le habría permitido que trasladara el Eje hasta aquí? Eso dicen. Y yo no…

Lu’chur’chem se detuvo de repente al darse cuenta de que Pai ya lo había hecho.

—¿Qué sucede? —preguntó.

El místico contemplaba la pintura que acababa de aparecer frente a ellos. Su respiración se había acelerado por la impresión.

—¿Pasa algo? —inquirió Lu’chur’chem.

Pai tardó unos instantes en encontrar las palabras adecuadas.

—Creo que no deberíamos seguir adelante —dijo.

—¿Por qué no?

—Al menos, no juntos. El veredicto me corresponde a mí, por lo que debería terminar este asunto yo solo.

—¿Qué te ocurre? Si he llegado hasta aquí, quiero tener esa satisfacción.

—¿Qué es más importante? —le preguntó el místico al tiempo que apartaba la vista de la pintura que lo tenía tan atrapado—. ¿Tu satisfacción o llevar a cabo lo que hemos venido a hacer?

—Ya conoces mi respuesta.

—Entonces te pido que confíes en mí. Tengo que hacerlo solo. Espérame aquí si así lo deseas.

Lu’chur’chem emitió un gruñido ronco y gutural, parecido al de Culus, solo que más grosero.

—Vine aquí para matar al Autarca —dijo.

—No. Viniste aquí para ayudarme y ya lo has hecho. En mis manos queda el encargarme de él, no en las tuyas. Ese es el veredicto.

—De repente se trata del veredicto. ¡El veredicto! ¡A la mierda el veredicto! Quiero ver al Autarca muerto. Quiero ver su cara.

—Te traeré sus ojos —replicó Pai—. Es todo lo que puedo hacer. Y hablo en serio, Lu’chur’chem. Tenemos que separarnos en este punto.

Lu’chur’chem escupió al suelo, entre los dos.

—No te fías de mí, ¿verdad? —le preguntó.

—Si prefieres creer eso…

—¡Patrañas de místico! —explotó—. Si sales con vida de esto te mataré. ¡Juro que te mataré!

No discutieron más. Se limitó a escupir de nuevo y a darse la vuelta para caminar de regreso por la galería, dejando que el místico devolviera su mirada a la pintura que había acelerado su pulso y su respiración.

Aunque resultaba extraño ver una imagen de la calle Oxford y la feria de San Bartolomé en aquel escenario, tan lejano en el tiempo y en Dominios de la escena que la inspirara, Pai podría haber acallado la sospecha, que crecía en su estómago mientras Lu’chur’chem hablaba de revolución, de que se trataba de una coincidencia si aquel último fresco no se hubiera diferenciado tanto de aquellos que lo habían precedido. Los demás trataban espectáculos públicos, pintados en incontables ocasiones en estampas y grabados satíricos. Aquel último no. Los primeros reproducían calles y lugares conocidos, famosos en todo el mundo. Aquel reflejaba un lugar anodino en Clerkenwell, casi un lugar alejado que Pai dudaba mucho que hubiera motivado lo bastante a ningún artista del Quinto como para levantar su lápiz o su pincel con el fin de pintarlo. Sin embargo, allí se encontraba, representada con todo lujo de detalles: la calle Gamut, cada ladrillo y cada hoja. Y, en un lugar destacado en el centro del cuadro, se encontraba el número 28, la casa del maestro Sartori.

Había sido recreada con afecto. Los pájaros se arrullaban en el tejado y los perros peleaban en sus escalones. Y, entre los luchadores y los pretendientes, se alzaba la propia casa, bendecida por la ligera luz del sol que se le denegaba a las demás casas de la acera. La puerta delantera estaba cerrada, pero las ventanas de la planta superior estaban abiertas de par en par, el artista había pintado a alguien que se asomaba por una de ellas, con el rostro demasiado ensombrecido como para reconocerlo. El objeto de su estudio, sin embargo, no entrañaba misterio: la muchacha de la ventana de enfrente, que se sentaba delante de su tocador con un perro en el regazo mientras sus dedos jugueteaban con el lazo que, sin duda, desataría su corsé. En la calle que se interponía entre aquella belleza y su atento mirón había una docena de detalles que solo podrían provenir de un conocimiento de primera mano. Por la calle, bajo la ventana de la chica, pasaba una procesión de niños huérfanos bajo el cuidado de la parroquia, vestidos de blanco y con varas. Marchaban detrás de su carcelero, un bestia llamado Willis al que Sartori le había dado una paliza hasta dejarlo inconsciente en aquel mismo lugar, por la crueldad con la que trataba a aquellos que estaban a su cargo. Por la esquina más alejada aparecía el carruaje de Roxborough, tirado por su bayo favorito, Bellamare, llamado así en honor del conde de Saint-Germain, que había timado a la mitad de las mujeres de Venecia con ese pseudónimo unos años atrás. Un dragón era sacado del número 32 por la señora de la casa, que solía entretener a los oficiales del regimiento del príncipe de Gales (solo al Décimo regimiento, a ningún otro) cuando su esposo no se encontraba allí. La viuda de enfrente lo observaba con obvia envidia desde su puerta.

Aquellos dramas, además de muchos otros, se desarrollaban en la pintura, y no quedaba uno del que Pai no hubiera sido testigo en incontables ocasiones. ¿Pero quién sería el espectador inadvertido que había guiado a los pintores en su trabajo para que el carruaje, la chica, el soldado, la viuda, los perros, los pájaros y los mirones, para que todos ellos quedaran reflejados con tanta exactitud?

Sin solución alguna para el rompecabezas, el místico apartó la mirada del cuadro y la desvió hacia el inmenso corredor. Lu’chur’chem había desaparecido, sin dejar de escupir. El místico estaba solo, y las rutas que se abrían delante de él y a su espalda se hallaban igual de desiertas. Iba a echar de menos la compañía de Lu’chur’chem, y lamentaba de verdad no haber dispuesto de la sabiduría necesaria para hacerle comprender que debía ir él solo sin ofenderle en el proceso. No obstante, la pintura de la pared era prueba de los secretos que allí yacían y que todavía no había sido capaz de descifrar; cuando llegara el momento de hacerlo no quería tener testigos, ya que estos se convertían con facilidad en acusadores, y Pai ya cargaba con el peso de demasiados reproches. Si las tiranías de Yzordderrex estaban relacionadas de alguna forma con la casa de la calle Gamut, y si Pai, por añadidura, había sido un colaborador inconsciente de dichas tiranías, era importante averiguar cuál era esa carga sin que nadie lo acompañara.

Tan preparado como era posible para tales revelaciones, el místico abandonó su puesto delante del fresco sin dejar de recordarse, mientras avanzaba, la promesa que le había hecho a Lu’chur’chem: si sobrevivía a aquella empresa tendría que regresar con los ojos del Autarca. Ojos que, en aquel momento, sabía con toda certeza que se habían posado sobre la calle Gamut; unos ojos que la habían observado con la misma obsesión con la que el mirón retratado había estudiado a la dama de su amor, sentado en la calle, esclavizado por su reflejo.