Capítulo 4
1
Once días después de haber llevado a Estabrook al campamento de Streatham, Chant se dio cuenta de que pronto tendría una visita. Vivía solo y de forma anónima en un apartamento de una sola habitación en un edificio que pronto sería derrumbado, cerca de Elephant y Castle, una dirección que no le había dado a nadie, ni siquiera al hombre para el que trabajaba. Por supuesto, todo ese insignificante secretismo no evitaría que sus perseguidores dieran con él. Al contrario que el homo sapiens, una especie a la que su largamente fallecido amo Sartori tenía la costumbre de llamar «la flor del árbol de los simios», los de la raza de Chant no podían ocultarse de los agentes del olvido cerrando una puerta y bajando las persianas. Eran como balizas de señales para aquellos que les daban caza.
Los seres humanos lo tenían mucho más fácil. Las criaturas que se alimentaron de ellos en épocas anteriores eran ahora especímenes de zoológico, criados en jaulas para diversión del simio que había salido victorioso. Ellos, esos simios, no tenían la menor idea de lo cerca que estaban de acabar en un estado en el que las bestias devoradoras de la infancia de la Tierra no serían más que diminutos mosquitos. Ese estado era conocido como el «In Ovo»[1], y más allá de él había cuatro mundos, los así denominados «Dominios reconciliados». Esos reinos estaban llenos de maravillas: individuos bendecidos con atributos que, de haber estado en aquel Quinto Dominio, los habrían convertido en santos, en mártires de la hoguera o en ambas cosas; cultos que poseían secretos capaces de destronar en un instante tanto los dogmas de fe como las leyes físicas; una belleza que dejaría ciego al sol y obligaría a la luna a soñar con la fertilidad. Todo esto estaba separado de la Tierra (el irreconciliable Quinto Dominio) por el abismo del In Ovo.
Por supuesto, no era una distancia insalvable. Sin embargo, el poder para cruzarla (al que por lo general llamaban «magia» llenos de desprecio) había menguado en el Quinto desde que Chant llegara allí por primera vez. Había visto cómo los muros de la razón se alzaban contra él, ladrillo a ladrillo. Había visto cómo sus practicantes eran atrapados y convertidos en objetos de escarnio; había visto cómo sus teorías se desintegraban en la decadencia y la parodia; cómo sus objetivos eran olvidados con el tiempo. El Quinto se estaba ahogando en sus propias certezas, y sin bien a él no le proporcionaba placer alguno la idea de perder la vida, no lamentaría alejarse de aquel duro y nada poético Dominio.
Fue hasta la ventana y contempló el patio desde la quinta planta en la que se encontraba. Estaba vacío. Todavía le quedaban algunos minutos para escribirle la carta a Estabrook. Volvió a su mesa y comenzó de nuevo, por novena o décima vez. Quería decirle muchísimas cosas, pero sabía que Estabrook desconocía por completo la implicación de su familia, a cuyo nombre él había renunciado, en el destino de los Dominios. Ya era demasiado tarde para ilustrarlo. Una advertencia tendría que ser suficiente. Sin embargo, ¿cómo plasmarla en palabras de modo que no parecieran los desvaríos de un chiflado? Empezó a escribir de nuevo y expuso los hechos de la forma más sencilla que pudo, aunque dudaba mucho que aquellas palabras pudieran salvar la vida de Estabrook. Si los poderes que rondaban en ese mundo aquella noche querían acabar con él, nada que no fuera la intervención del Propio Invisible[2], Hapexamendios, el Todopoderoso Ocupante del Primer Dominio, lo salvaría.
Una vez terminada la nota, se la metió en el bolsillo y se dispuso a salir a la oscuridad de la calle. Justo a tiempo. En el gélido silencio, pudo escuchar el sonido de un motor demasiado silencioso para pertenecer a cualquiera de los vecinos y, al asomarse por encima del antepecho, vio a unos hombres que salían del coche más abajo. No había la menor duda de que eran sus visitantes. Los únicos vehículos tan brillantes que había visto por allí eran los coches fúnebres. Se maldijo. El cansancio lo había vuelto perezoso y había dejado que sus enemigos se acercaran peligrosamente. Bajó agachado las escaleras traseras (contento, por una vez, de que hubiera tan pocas luces en los descansillos) mientras sus visitantes caminaban a grandes pasos hacia la entrada. Los sonidos de la vida llegaban desde los apartamentos que dejaba atrás: villancicos en la radio; discusiones; la risa de un bebé que más tarde se transformó en llanto, como si presintiera que se acercaba el peligro… Chant no conocía a ninguno de sus vecinos, salvo como elusivos rostros entrevistos a través de las ventanas, y ahora, aunque ya era demasiado tarde para eso, se arrepentía de ello.
Llegó ileso a la planta baja y, una vez descartada la idea de recoger su coche del patio, se encaminó a la calle que soportaba más tráfico a esa hora de la noche: Kennington Park Road. Si tenía suerte, allí podría encontrar un taxi, aunque a esa hora de la noche no pasaban con mucha frecuencia. Era más difícil encontrar clientes en esa zona que en Covent Garden o en la calle Oxford, y mucho más probable que dichos clientes dieran problemas. Se permitió echar una mirada atrás y después se giró en redondo para echar a volar.
2
Aunque, por norma general, era la luz del día lo que mostraba al pintor los defectos de su obra, Cortés trabajaba mejor de noche: los instintos de un amante se trasladaban a un arte más simple. En la semana aproximadamente que había transcurrido desde que regresara a su estudio, el lugar se había convertido de nuevo en un lugar de trabajo: en el ambiente se entremezclaban el aroma penetrante de la pintura y la trementina con el de las colillas consumidas de los cigarrillos que había dejado en cada estante y plato disponible. A pesar de que había hablado con Klein a diario, todavía no había señal de un encargo, por lo que había pasado el tiempo reeducándose. Como Klein había señalado de forma tan clara, era un técnico sin una visión, y eso hacía que aquellos días de vagancia resultaran difíciles. Hasta que no tuviese un estilo que forjar, se sentiría apático, como un moderno Adán que hubiera nacido con el poder de encarnar a alguien pero que careciera de modelos. Así que se impuso un ejercicio. Pintaría un lienzo con cuatro estilos radicalmente diferentes: un Norte cubista, un Sur impresionista, un Este al estilo de Van Gogh y un Oeste al estilo de Dalí. Como modelo tomaría la Cena en Emaús, de Caravaggio. El desafío le supuso una saludable distracción, y todavía seguía con ello a las tres y media de la madrugada, cuando sonó el teléfono. La línea tenía interferencias, y la voz al otro lado sonaba dolida y nerviosa, pero era sin duda la de Judith.
—¿Eres tú, Cortés?
—Soy yo. —Se alegraba de que la línea funcionara tan mal. El sonido de su voz lo había alterado y no quería que ella se diera cuenta—. ¿Desde dónde me llamas?
—Desde Nueva York. Solo estoy de visita por unos días.
—Me alegra saber algo de ti.
—No estoy segura de por qué te estoy llamando. Lo que pasa es que hoy ha sido un día muy extraño y creí que quizá, bueno… —Se detuvo. Se rió de sí misma; tal vez estuviera un poco borracha—. No sé qué es lo que creí —añadió—. Soy una estúpida. Lo siento.
—¿Cuándo vuelves?
—Tampoco lo sé.
—¿Sería posible que nos viéramos?
—No lo creo, Cortés.
—Solo para hablar.
—La línea está cada vez peor. Siento haberte despertado.
—No me has…
—Cuídate mucho, ¿vale?
—Judith…
—Lo siento, Cortés.
La línea se quedó en silencio. Pero el ruido de las interferencias, a través del cual la había escuchado, seguía sonando, como el ruido del mar en una caracola. No era el ruido del océano, por supuesto; tan solo una ilusión. Colgó el teléfono y, con la seguridad de que ya no se dormiría, apretó el tubo para sacar un poco más de pintura con la que seguir trabajando y prosiguió con su tarea.
3
Fue el silbido que llegó desde la oscuridad a sus espaldas lo que le confirmó a Chant que su huida no había pasado desapercibida. No era un silbido que pudiera provenir de labios humanos, sino el escalofriante chirrido de un escalpelo que solo había escuchado en una ocasión anterior en el Quinto Dominio, cuando, unos doscientos años atrás, su dueño por aquel entonces, el maestro Sartori, conjuró a un secuaz desde el In Ovo que había emitido un silbido semejante. Aquel sonido había provocado lágrimas de sangre en los ojos de su invocador, lo que obligó a Sartori a liberarlo con premura. Más tarde, Chant y el maestro comentaron el suceso, por lo que ahora identificó a la criatura. Era conocida en los Dominios reconciliados como «anulador», una de las especies salvajes que rondaban las ruinas del norte del Vía Crucis. Los anuladores adoptaban muchas formas, ya que habían sido creados, según decían algunos, a partir del deseo colectivo; un hecho que, al parecer, impresionó profundamente a Sartori.
—Debo invocar a uno de nuevo —había dicho— y hablar con él.
A lo que Chant había replicado que si iban a intentar llevar a cabo semejante invocación tendrían que estar preparados, porque los anuladores eran letales y no podía domesticarlos sino un maestro de indescriptibles poderes.
El conjuro planteado jamás se llevó a cabo, ya que Sartori desapareció poco tiempo después. A lo largo de los años que habían transcurrido desde aquello, Chant se había preguntado si el maestro habría caído víctima de un anulador, tras haber tratado de convocar por sí solo a una de estas criaturas. Tal vez la criatura que ahora perseguía a Chant hubiera sido la responsable. Si bien Sartori había desaparecido doscientos años atrás, la vida de los anuladores, al igual que la de muchas especies de otros Dominios, era más larga que la del más longevo de los humanos.
Chant echó un vistazo por encima del hombro. El silbador estaba a la vista. Parecía completamente humano, vestido con un traje gris de buen corte y corbata negra, con el cuello vuelto hacia arriba para contrarrestar el frío y las manos metidas en los bolsillos. No corría, es más, casi podría decirse que se acercaba dando un paseo; su silbido confundió los pensamientos de Chant e hizo que se tambaleara. Cuando se giró, el segundo de sus perseguidores apareció sobre la acera justo delante de él y sacó la mano de uno de sus bolsillos. ¿Una pistola? No. ¿Un cuchillo? No. Algo diminuto se arrastraba sobre la palma de la mano del anulador, algo parecido a una pulga. Chant apenas había podido echarle un vistazo cuando la cosa saltó hacia su rostro. Asqueado, levantó un brazo para impedir que le entrara en los ojos o en la boca, de modo que la pulga se posó en su mano. Le dio un manotazo con la otra mano, pero ya se había introducido bajo la uña del pulgar antes de que pudiera atraparla. Levantó el brazo para ver el movimiento del insecto bajo la carne y apretó la base del dedo con la otra mano con la esperanza de detener su avance, jadeando como si lo hubieran sumergido en agua helada. El dolor estaba más allá de toda proporción con el tamaño del artrópodo, pero apretó el pulgar y contuvo los sollozos, decidido a no perder la dignidad frente a sus ejecutores. Acto seguido, fue dando tumbos desde la acera a la calle y echó un vistazo hacia las brillantes luces que había en el cruce. La seguridad que ofrecían era cuestionable, pero si las cosas empeoraban todavía más, se lanzaría debajo de un coche e impediría que los anuladores se divirtieran a costa de una muerte lenta. Empezó a correr de nuevo sin dejar de apretarse la mano. Esta vez no volvió la vista atrás. No tenía que hacerlo. El sonido de los silbidos se apagó y fue sustituido por el ronroneo del coche. Echó a correr con todas las fuerzas que le quedaban y alcanzó la calle iluminada para descubrir que estaba desierta de tráfico. Giró en dirección Norte y dejó atrás la estación de metro que se dirigía hacia Elephant y Castle. En aquel momento sí miró atrás para ver que el coche lo seguía a velocidad constante. Llevaba a tres ocupantes: los dos anuladores y un tercer individuo, que iba sentado en el asiento trasero. Entre sollozos y casi sin aliento, siguió con su carrera y (¡alabado fuera el Señor!) un taxi dobló la esquina más próxima, con la luz amarilla que indicaba que estaba disponible. Ocultó su dolor lo mejor que pudo, ya que sabía que el conductor pasaría de largo si pensaba que el posible cliente estaba herido, y se dirigió a la calle para levantar la mano y pedirle al taxista que se detuviera. Ese gesto implicaba dejar de apretar la otra mano, cosa que el insecto aprovechó de inmediato para abrirse camino hacia su muñeca. Pero el vehículo aminoró la marcha.
—¿Adónde, compañero?
Él mismo se quedó atónito con su respuesta, ya que no le dio la dirección de Estabrook, sino otra completamente distinta.
—Clerkenwell —dijo—. En la calle Gamut.
—No la conozco —replicó el taxista, y por un inquietante momento Chant pensó que iba a pasar de largo.
—Yo lo guiaré —dijo.
—Suba, entonces.
Chant así lo hizo; cerró la puerta del taxi con bastante satisfacción y apenas pudo sentarse antes de que el coche cogiera velocidad.
¿Por qué había nombrado la calle Gamut? No había nada allí que pudiera curarlo. En realidad, nada podría hacerlo. La pulga (o cualquier otra variedad de esa especie que se arrastraba dentro de él) ya había llegado al codo, y la parte del brazo que quedaba por debajo de ese dolor estaba ahora completamente insensible; tenía la piel de la mano arrugada y despellejada. Sin embargo, la casa que había en la calle Gamut fue un lugar milagroso en otro tiempo. Hombres y mujeres de gran autoridad habían paseado por ella y quizá hubieran dejado algún fantasma de sí mismos que lo calmara cuando llegara la hora de la muerte. Ninguna criatura, le había ensañado Sartori, pasaba por aquel Dominio sin dejar rastro, ni siquiera el ser más insignificante; hasta el niño que moría un instante después de abrir los ojos, o el que moría en el útero de su madre, ahogado en el líquido amniótico, incluso esos seres sin nombre dejaban sus rastros y sus consecuencias. De modo que ¿cómo no iba a dejar esa criatura poderosa que una vez habitara en la calle Gamut intensas reminiscencias?
Le latía el corazón a toda máquina y todo el cuerpo le temblaba a causa del miedo. Temía perder pronto el control de sus funciones, así que sacó la carta para Estabrook del bolsillo y se inclinó hacia delante para correr a un lado la ventanilla que le separaba del conductor.
—Una vez que me deje en Clerkenwell, me gustaría que entregara esta carta por mí. ¿Sería usted tan amable?
—Lo siento, compañero —dijo el conductor—. Después de esto me voy a casa. Mi mujer me está esperando.
Chant rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó el billetero y lo introdujo a través de la ventanilla para dejarlo caer en el asiento de al lado del conductor.
—¿Qué es eso?
—Todo el dinero que tengo. Esta carta debe ser entregada.
—Todo el dinero que tiene, ¿eh?
El taxista cogió el billetero y lo abrió, alternando la mirada entre su contenido y la carretera.
—Aquí hay un montón de pasta.
—Quédesela. A mí no me sirve de nada.
—¿Está enfermo?
—Y cansado —dijo Chant—. Cójala, ¿por qué no iba a hacerlo? Disfrútela.
—Nos está siguiendo un Daimler. ¿Alguien que usted conozca?
No tenía sentido mentirle al hombre.
—Sí —contestó Chant—. Supongo que no podría poner algo de distancia entre nuestro coche y el suyo, ¿verdad?
El hombre se guardó el monedero y apretó el acelerador a fondo. El taxi se abalanzó sobre la carretera como un caballo de carreras desde la salida, con la carcajada del jinete escuchándose por encima del tintineo gutural del motor. Motivado por el dinero que ahora tenía en el bolsillo o, tal vez, por el desafío de dejar atrás a un Daimler, el hombre llevó el taxi a toda la velocidad que le permitía y demostró que tenía más maniobrabilidad de lo que sugería su volumen. En poco menos de un minuto, habían hecho dos giros abruptos a la izquierda y un chirriante giro a la derecha, e iban echando humo por una calle tan estrecha que el más mínimo error de cálculo habría arrancado los tiradores, los tapacubos y los espejos retrovisores. El laberinto no acabó ahí. Hicieron otro giro y después otro más que los condujo en poco tiempo a Southwark Bridge. En algún lugar del camino, habían perdido al Daimler. Chant habría aplaudido con ganas de haber tenido dos manos que funcionaran, pero el mensaje de corrupción de la pulga se estaba extendiendo con angustiosa velocidad. Dado que aún contaba con el control de al menos cinco dedos, se acercó de nuevo a la ventanilla y dejó caer al otro lado la carta de Estabrook mientras murmuraba la dirección con una lengua que parecía deforme dentro de su boca.
—¿Qué es lo que le ocurre? —inquirió el taxista—. Espero que no sea una de esas mierdas contagiosas, la verdad, porque si lo es…
—No… —dijo Chant.
—Joder, tiene un aspecto horrible —añadió el hombre tras echar un vistazo al espejo retrovisor—. ¿Está seguro de que no quiere que vayamos a un hospital?
—No. A la calle Gamut. Quiero ir a la calle Gamut.
—Tendrá que guiarme a partir de aquí.
Las calles estaban muy cambiadas. Los árboles habían desaparecido; las paredes de ladrillo habían sido demolidas; la austeridad había sustituido a la elegancia, la función a la belleza; no obstante, la sustitución de lo antiguo por lo nuevo disminuía la cotización. Había pasado más de una década desde que estuviera allí por última vez. ¿Habría caído la calle Gamut y se habría erigido un falo de acero en su lugar?
—¿Dónde estamos? —le preguntó al conductor.
—En Clerkenwell. Es aquí donde quería venir, ¿verdad?
—Me refiero al lugar exacto.
El conductor buscó un cartel.
—La calle Flaxen. ¿Le suena de algo?
Chant echó un vistazo a través de la ventana.
—¡Sí! ¡Sí! Siga calle abajo hasta el final y luego gire a la derecha.
—Vivía por aquí, ¿no es cierto?
—Hace mucho tiempo.
—Este lugar ha conocido días mejores. —Giró a la derecha—. Y ahora, ¿hacia dónde?
—La primera a la izquierda.
—Aquí es —dijo el hombre—. La calle Gamut. ¿A qué número?
—Veintiocho.
El taxi se detuvo a un lado de la carretera. Chant buscó a tientas el tirador, abrió la puerta y a punto estuvo de caerse sobre la acera. Sin dejar de tambalearse, se apoyó sobre la puerta para cerrarla y, por primera vez, el taxista y él se encontraron cara a cara. Fuera lo que fuese lo que la pulga estaba llevando a cabo en su organismo, debía de tener una apariencia horrible, a juzgar por la expresión de asco que apareció en el rostro del hombre.
—Entregará la carta, ¿verdad?
—Puede confiar en mí, compañero.
—Cuando lo haya hecho, debería irse a casa —dijo Chant—. Dígale a su esposa que la quiere. Rece una oración de agradecimiento.
—¿Y qué tengo que agradecer?
—Que es humano —dijo Chant.
El taxista no cuestionó aquella pequeña locura.
—Lo que usted diga, compañero —replicó—. Se lo diré a mi señora y daré las gracias al mismo tiempo, ¿le parece bien? Y usted no haga nada que yo no hiciera, ¿de acuerdo?
Una vez que le dio semejante consejo, arrancó el coche y dejó a su pasajero en medio del silencio de la calle.
Con unos ojos que apenas veían, Chant examinó la oscuridad. Las casas, construidas a mediados del siglo de Sartori, parecían en su mayoría desiertas; firmes candidatas para la demolición, quizá. No obstante, Chant sabía que los lugares sagrados (y la calle Gamut era sagrada a su manera) sobrevivían en ocasiones gracias a que pasaban desapercibidos, incluso a plena vista. Barnizados con la magia, desviaban las miradas amenazadoras y encontraban aliados involuntarios en hombres y mujeres que, sin saberlo siquiera, reconocían su santidad; se convertían en santuarios secretos de unos cuantos.
Subió los tres escalones que había hasta la puerta y la empujó, pero estaba bien cerrada, así que se acercó a la ventana más próxima. Había un repugnante sudario de telarañas por delante, pero ninguna cortina detrás. Apretó la cara contra el cristal. A pesar de que su visión se debilitaba por momentos, todavía era más aguda que la del simio floreciente. La habitación que contemplaba carecía de todo tipo de muebles y decoración; si alguien había ocupado aquella casa después de Sartori, y lo más probable era que no hubiese estado vacía durante doscientos años, se había marchado, llevándose consigo todo rastro de su presencia. Levantó el brazo sano y golpeó el cristal con el codo; un solo golpe que hizo añicos la ventana. A continuación, y sin prestar atención al daño que pudiera hacerse, se encaramó como pudo al alféizar, apartó con la mano los restos de cristal que quedaban y se dejó caer al interior de la habitación.
La disposición de la casa aún estaba clara en su mente. En sueños, había vagado por esas habitaciones y había escuchado la voz del maestro llamándolo desde el piso de arriba («¡Sube! ¡Sube!»), desde la habitación del ático en la que Sartori había llevado a cabo su trabajo. Allí era donde Chant quería llegar en aquel momento, pero su cuerpo presentaba nuevos signos de atrofia con cada paso que daba. La mano que había invadido la pulga en primer lugar estaba como marchita: se le habían caído las uñas y se veían los huesos a la altura de los nudillos y de la muñeca. Sabía que, por debajo de la chaqueta, la parte de su cuerpo que se extendía del torso a la cadera presentaría un aspecto semejante; sentía cómo se le caían trozos de carne en el interior de la camisa cada vez que se movía. Aunque no se movería durante mucho más tiempo. Sus piernas parecían cada vez menos dispuestas a sostenerlo, y sus sentidos estaban cerca de colapsarse. Como un hombre a quien sus hijos estuvieran abandonando, rezó mientras subía las escaleras.
—Quedaos conmigo. Solo un poco más. Os lo suplico…
Sus ruegos lo llevaron hasta el primer descansillo, pero allí sus piernas se rindieron y, por tanto, tuvo que valerse de su brazo sano para arrastrarse hacia delante.
Estaba a mitad del último tramo de escaleras cuando escuchó el silbido del anulador desde la calle, con su penetrante e inequívoco estrépito. Lo habían encontrado antes de lo que esperaba; habían seguido su rastro a través de las oscuras calles. El miedo a no alcanzar el santuario que había al final de las escaleras lo espoleó a seguir, y su zarrapastroso cuerpo hizo todo lo posible por llevar a cabo su cometido.
Pudo oír cómo forzaban la puerta de abajo y, a continuación, escuchó de nuevo el silbido, más alto que antes, cuando sus perseguidores entraron en la casa. Comenzó a regañar a sus miembros, aunque su lengua apenas era capaz de articular las palabras.
—¡No me decepcionéis! Tenéis que funcionar, ¿de acuerdo? ¡Tenéis que hacerlo!
Y lo complacieron. Subió los últimos escalones de forma espasmódica, pero alcanzó el tramo de escaleras que conducía al ático en el mismo momento que le llegó el sonido de las pisadas de los anuladores desde abajo. Allí arriba estaba oscuro, aunque no habría sabido discernir qué parte de esa oscuridad se debía a su ceguera y cuál a la noche. No tenía la menor importancia. El camino hasta la puerta del santuario le era tan familiar como los miembros que había perdido. Se arrastró a gatas a través del descansillo y los antiguos tablones de madera crujieron bajo su peso. Lo invadió un temor repentino: que la puerta estuviese cerrada y que tuviera que consumir las pocas fuerzas que le quedaban tratando de abrirla sin llegar a conseguirlo. Levantó la mano hacia el picaporte, lo agarró y trató de girarlo una vez; no hubo manera. Lo intentó de nuevo y, en esa ocasión, cayó de bruces sobre el umbral cuando la puerta se abrió de golpe.
Fue como un banquete para sus débiles ojos. Los rayos de la luz de la luna se derramaban desde las ventanas del tejado. A pesar de haber creído que, de algún modo, había sido el sentimentalismo lo que lo había llevado de vuelta a ese lugar, en ese momento se dio cuenta de que estaba equivocado. Al volver allí había cerrado un círculo completo: había regresado a la habitación en la que había visto por primera vez el Quinto Dominio. Aquella era su cuna y la habitación en la que había aprendido. Allí pudo oler el aire de Inglaterra por primera vez, el aire vivificante de octubre; allí se había alimentado y bebido por vez primera; allí fue donde tuvo motivos para reír por primera vez y, más tarde, para llorar. Al contrario que en las habitaciones inferiores, cuyo vacío era un signo de abandono, este espacio siempre había estado poco amueblado y, en ocasiones, completamente vacío. Allí había bailado con las mismas piernas que ahora yacían muertas bajo su cuerpo, mientras Sartori le contaba cómo planeaba conquistar ese miserable Dominio y construir en su centro una ciudad que haría avergonzarse a la misma Babilonia; había bailado por el mero placer de la danza, con la seguridad de que su maestro era un gran hombre que tenía en sus manos el poder de cambiar el mundo.
Ambiciones perdidas; todo se había perdido. Antes de que aquel octubre diera paso a noviembre, Sartori desapareció, desvanecido en la noche o asesinado por sus enemigos. Se había ido y había dejado a su sirviente varado en una ciudad que apenas conocía. Cómo deseó Chant entonces poder regresar al espacio cósmico del que había sido invocado, escapar del cuerpo en el que Sartori lo había confinado y marcharse de ese Dominio. Pero la única voz capaz de ordenar semejante liberación era la que lo había conjurado, y como Sartori ya no estaba, se encontraba exiliado en la Tierra para siempre. Sin embargo, no había odiado a su invocador por ese motivo. Sartori se había mostrado indulgente durante las semanas que habían pasado juntos. Si hubiese aparecido allí en aquel momento, en aquella habitación iluminada por la luz de la luna, Chant no lo habría acusado de negligencia, al contrario, habría hecho las reverencias apropiadas y se habría alegrado de que su inspiración hubiera regresado.
—Maestro… —murmuró con el rostro pegado a los tablones mohosos.
—No está aquí —dijo una voz a sus espaldas. Sabía que no era uno de los anuladores. Podían silbar, pero no hablar—. Eras la criatura de Sartori, ¿no es cierto? No me acordaba de ese detalle.
El que hablaba era preciso, cauto y arrogante. Puesto que era incapaz de girarse, Chant tuvo que esperar a que el hombre pasara por encima de su cuerpo para poder echarle un vistazo. Sabía muy bien que no debía juzgar a nadie por las apariencias: él, cuya carne no era suya, sino una que el maestro había esculpido. A pesar de que el hombre que estaba ante él ofrecía un aspecto bastante humano, venía acompañado de los anuladores y hablaba con conocimiento de causa sobre unas cosas a las que pocos humanos tenían acceso. Su rostro era un queso demasiado pasado, con las mejillas caídas y profundos pliegues alrededor de los ojos; su expresión era la de un tebeo lúgubre. La autosuficiencia que había mostrado su voz también estaba reflejada allí, en la forma estudiada con que se lamía los labios con la lengua antes de hablar, en el modo en que unía las yemas de los dedos de ambas manos, como si juzgara al hombre que yacía a sus pies. Vestía un impecable traje a medida de tres piezas, hecho de un tejido de color melocotón. A Chant le habría encantado romperle la nariz a ese cabrón para que la sangre le estropeara el atuendo.
—En realidad, jamás conocí a Sartori —dijo—. ¿Qué fue lo que le ocurrió? —El hombre se puso en cuclillas frente a Chant y le agarró de pronto un mechón de cabello—. Te he preguntado qué fue lo que le ocurrió a tu maestro —dijo—. Por cierto, soy Dowd. Tú nunca conociste a mi amo, lord Godolphin, y yo jamás conocí al tuyo. Pero ya no están, y tú te arrastras por ahí en busca de trabajo. Bien, ya no tendrás que volver a hacerlo, si entiendes lo que quiero decir.
—¿Fuiste tú…? ¿Fuiste tú quien me lo envió?
—Me ayudaría mucho que fueras un poco más específico.
—Estabrook.
—Ah, sí. Él.
—Fuiste tú. ¿Por qué?
—Es difícil de explicar, pichoncito —dijo Dowd—. Te contaría toda la amarga historia, pero no tienes tiempo de escucharla y yo no tengo la paciencia para explicarla. Conocí a un hombre que necesitaba a un asesino. Conocía a otro hombre que negociaba con ellos. Dejémoslo así.
—¿Pero cómo te enteraste de mi existencia?
—No eres muy discreto —replicó Dowd—. Te emborrachaste el día del cumpleaños de la Reina y parloteaste como un irlandés en un entierro. Pichoncito, eso atrae la atención tarde o temprano.
—Algunas veces…
—Lo sé, te pones melancólico. Nos pasa a todos, pichoncito, nos pasa a todos. Pero algunos de nosotros lloramos en privado, mientras que otros… —dejó caer la cabeza de Chant— montamos un puto espectáculo público. Hay consecuencias, pichoncito, ¿acaso no te lo explicó Sartori? Siempre hay consecuencias. Has iniciado algo con ese asunto de Estabrook, por ejemplo, y yo tendré que vigilarlo de cerca o, antes de que nos demos cuenta las consecuencias se extenderán a través de Imajica.
—… Imajica…
—Exacto. Desde aquí hasta el límite del Primer Dominio. Hasta la misma región del Propio Invisible.
Chant comenzó a jadear y Dowd, al darse cuenta de que había tocado una fibra sensible, se inclinó hacia su víctima.
—¿Detecto un poco de inquietud? —preguntó—. ¿Tienes miedo de encontrarte con la gloria de Nuestro Señor Hapexamendios?
La voz de Chant ya era muy débil.
—Sí… —murmuró.
—¿Por qué? —quiso saber Dowd—. ¿A causa de tus crímenes?
—Sí.
—¿Y cuáles son tus crímenes? Dímelo. No te molestes con las pequeñas cosillas. Solo las cosas realmente pecaminosas.
—Hice algunos tratos con un eurhetemec.
—¿De verdad? —preguntó Dowd—. ¿Y de qué forma regresarte a Yzordderrex[3] para hacerlo?
—No lo hice —replicó Chant—. Mis tratos… tuvieron lugar aquí, en el Quinto.
—Vaya —dijo Dowd en voz baja—. No sabía que hubiera algún eurhetemec aquí. Todos los días se aprende algo nuevo. Pero pichoncito, eso no es un gran pecado. El Invisible perdonará una minúscula infracción como esa. A menos que… —Se detuvo un momento para meditar una nueva posibilidad—. A menos que el eurhetemec fuera un místico… —Dejó caer la idea, pero Chant permaneció en silencio—. Ay, paloma mía —añadió Dowd—. No lo era, ¿verdad? —Otra pausa—. Ay, sí que lo era. Sí que lo era. —Parecía casi encantado—. Hay un místico en el Quinto y… ¿Qué? ¿Te enamoraste de él? Será mejor que me lo digas antes de quedarte sin aliento, pichoncito. Dentro de unos minutos, tu alma eterna estará aguardando a las puertas de Hapexamendios.
Chant se estremeció.
—El asesino… —dijo.
—¿Qué pasa con el asesino? —fue la respuesta. Entonces, al darse cuenta de lo que acababa de escuchar, Dowd soltó un largo y lento suspiro—. ¿El asesino era un místico? —preguntó.
—Sí.
—¡Por el amor de Hyo! —exclamó—. ¡Un místico! —El embeleso había desaparecido de su voz. Ahora tenía un tono frío y seco—. ¿Sabes lo que son capaces de hacer? ¿Las artimañas de las que disponen? Se supone que esto no debía ser otra cosa que un caso anónimo de alguien que se había dedicado a remover la mierda, ¡y mira lo que has hecho! —Su voz se suavizó de nuevo—. ¿Era hermoso? —preguntó—. No, espera. No me lo digas. Deja esa sorpresa para cuando le vea el rostro. —Se giró hacia los anuladores—. Levantad a este capullo —dijo.
Las criaturas dieron un paso adelante y levantaron a Chant agarrándolo por los brazos rotos. Ya no tenía fuerza suficiente en el cuello, de modo que su cabeza cayó hacia delante y un torrente de fluido bilioso se derramó desde su boca y su nariz.
—¿Cuántas veces produce un místico la tribu Eurhetemec? —musitó Dowd, casi para sí mismo—. ¿Una vez cada diez años? ¿Cada cincuenta? Desde luego, no son muy frecuentes. Y aquí estás tú, contratando alegremente a una de esas pequeñas divinidades como asesino. ¡Imagínate! Es patético que haya caído tan bajo. Debería preguntarle cómo ha sucedido. —Se acercó a Chant y, a la orden de Dowd, uno de los anuladores le levantó la cabeza agarrándolo del pelo—. Necesito saber por dónde se mueve el místico —dijo Dowd—. Y su nombre.
Chant sollozó a través de la bilis.
—Por favor —dijo—. No pretendía… no quería…
—Sí, sí, no querías hacer daño. Solo cumplías con tu deber. El Invisible te perdonará, te lo garantizo. Pero volvamos al místico, pichoncito; necesito que me hables del místico. ¿Dónde puedo encontrarlo? Solo tienes que pronunciar esas palabras y no tendrás que volver a pensar en ello nunca más. Te mostrarás en presencia del Invisible tan inocente como un bebé.
—¿De verdad?
—Claro que sí, confía en mí. Lo único que tienes que hacer es darme su nombre y decirme dónde puedo encontrarlo.
—Nombre… y… lugar.
—Exacto. Pero date prisa, pichoncito, ¡antes de que sea demasiado tarde!
Chant aspiró todo el aire que le permitieron sus colapsados pulmones.
—Lo llaman Pai’oh’pah —dijo.
Dowd se apartó del moribundo como si lo hubieran abofeteado.
—¿Pai’oh’pah? ¿Estás seguro?
—Estoy seguro…
—¿Pai’oh’pah está vivo? ¿Y Estabrook lo contrató?
—Sí.
Dowd dejó a un lado su imitación de padre confesor y murmuró una preocupada pregunta para sí mismo.
—¿Qué significa esto? —dijo.
Chant emitió un doloroso y diminuto quejido cuando su organismo se vio atormentado por las oleadas de la desintegración. Al darse cuenta de que ya le quedaba muy poco tiempo, Dowd presionó al hombre de nuevo.
—¿Dónde está este místico? ¡Rápido, dímelo! ¡Rápido!
El rostro de Chant se estaba descomponiendo: los trozos de carne se desprendían de los resbaladizos huesos. Cuando respondió, ya solo le quedaba media boca. Pero acabó por hacerlo para librarse del pecado.
—Gracias —le dijo Dowd una vez que le hubo proporcionado la información—. Te lo agradezco mucho. —Y después les dijo a los anuladores—: Soltadlo.
Dejaron caer a Chant sin más ceremonias. Al golpear contra el suelo, se le rompió la cara y algunos fragmentos se depositaron sobre el zapato de Dowd, que contempló aquella asquerosidad con repugnancia.
—Limpiadlo —dijo.
Los anuladores se arrodillaron junto a sus pies al instante y limpiaron obedientemente los trozos de tejido que ensuciaban los caros zapatos de Dowd.
—¿Qué significa esto? —murmuró Dowd de nuevo.
Estaba seguro de que había algún tipo de sincronización en ese giro de los acontecimientos. En algo más de seis meses, se celebraría el aniversario de la Reconciliación en Imajica. Habían pasado doscientos años desde que el maestro Sartori intentara (y fracasara en su empeño) llevar a cabo el más grandioso acto de magia conocido en este y en cualquier otro Dominio. Los planes para aquella ceremonia habían sido trazados allí, en el número 28 de la calle Gamut, y el místico, entre otros, había estado allí para presenciar los preparativos.
La ambición de aquellos embriagadores días había acabado en tragedia, por supuesto. Los rituales llevados a cabo con la intención de restañar las heridas en Imajica y de reconciliar el Quinto Dominio con los otros cuatro habían acabado siendo un completo desastre. Muchos grandes teúrgos, chamanes y teólogos habían sido asesinados. Con la determinación de que semejante calamidad no volviera a repetirse, muchos de los supervivientes se habían agrupado con el fin de erradicar todo conocimiento mágico del Quinto Dominio. Sin embargo, por mucho que intentaran borrar el pasado, una pizarra jamás puede borrarse del todo. Quedaron trazos de lo que se había soñado y también esperado; fragmentos de poemas dedicados a la Unión, escritos por personajes cuyos nombres habían sido sistemáticamente eliminados de cualquier registro. Mientras todos esos retazos permanecieran, el espíritu de la Reconciliación sobreviviría.
Sin embargo, el espíritu no era suficiente. Se necesitaba un maestro, un mago lo bastante arrogante para creer que podría tener éxito allí donde Christos y otra innumerable cantidad de hechiceros, la mayoría perdidos en la historia, habían fracasado. Aunque aquellos eran tiempos aciagos, Dowd no descartaba la posibilidad de que apareciera un alma semejante. Aún encontraba en su vida diaria a unos cuantos que pasaban por alto los vacíos oropeles que distraían a las mentes inferiores y anhelaban una revelación que aniquilara semejantes baratijas, un Apocalipsis que mostrara al Quinto las glorias que anhelaba en sueños.
No obstante, si iba a aparecer un maestro, tendría que ser rápido. No podría planearse otro intento de Reconciliación de la noche a la mañana; y, si el próximo solsticio de verano iba y venía sin pena ni gloria, Imajica pasaría otros dos siglos dividida: tiempo más que suficiente para que el Quinto Dominio se destruyera a sí mismo por aburrimiento o frustración y evitara que la Reconciliación tuviera lugar.
Dowd examinó sus brillantes zapatos.
—Perfecto —dijo—. Y eso es más de lo que puedo decir del resto de este asqueroso mundo.
Se encaminó hacia la puerta. Los anuladores se demoraron junto al cadáver, sin embargo, lo bastante inteligentes como para saber que todavía tenían un deber que cumplir con él. No obstante, Dowd les dijo que se apartaran.
—Lo dejaremos aquí —dijo—. ¿Quién sabe? Puede que despierte a unos cuantos fantasmas.