Capítulo 26
1
Cortés se despertó con el sonido de una plegaria. Sabía, antes de que la vista se uniese al oído, que las palabras eran una súplica, a pesar de que el idioma le resultaba desconocido. Las voces se elevaban y descendían con la misma cadencia melodiosa con la que lo hacían en las congregaciones de la Tierra; uno o dos de la media docena de oradores iban una sílaba rezagados, con lo que los versos parecían desiguales. Pero, en cualquier caso, era un sonido al que daba la bienvenida: se había acostado con la idea de que no volvería a levantarse.
La luz acarició sus ojos, pero fuera lo que fuese lo que tenía delante, era oscuro. La oscuridad tenía una textura vaga, sin embargo, y trató de concentrarse en ella. No fue hasta que su frente, sus mejillas y su barbilla informaron de su irritación al cerebro que se dio cuenta de por qué sus ojos no podían encontrarle sentido a lo que veían. Estaba tumbado de espaldas, y tenía una tela sobre el rostro. Le ordenó a su brazo que se alzara y la retirara, pero la extremidad yacía inútil a su lado. Se concentró, exigiéndole que obedeciera; su irritación aumentó a medida que el timbre de las súplicas variaba y estas se cargaban de una especie de perentoriedad angustiante. Notó que el lecho sobre el que se encontraba comenzaba a sacudirse y trató de pedir ayuda a gritos, pero había algo en su garganta que no le permitía emitir ningún sonido. La irritación se convirtió en inquietud. ¿Qué le pasaba? Cálmate, se dijo. Todo se aclarará; limítate a no ponerte nervioso. Pero… ¡coño, estaban levantando su cama! ¿Adónde lo llevaban? A la mierda con la calma. No podía quedarse quieto sin hacer nada mientras lo paseaban por ahí. ¡No estaba muerto, por el amor de Dios!
¿O sí lo estaba? El pensamiento despedazó toda esperanza de equilibrio. Estaba siendo alzado y portado, inerte sobre un tablero duro, con la cara cubierta por un sudario. ¿Qué significaba aquello, si no estaba muerto? Estaban rezando plegarias por su alma con la esperanza de alzarla hacia los cielos mientras acarreaban los restos que quedaban… ¿Hacia dónde? ¿A un agujero en el suelo? ¿A una pira? Tenía que detenerlos: levantar una mano, emitir un gemido, cualquier cosa que demostrara que aquella despedida era prematura. Mientras se concentraba en hacer una señal, por primitiva que fuera, una voz se elevó entre las plegarias. Tanto los oradores como los portadores se detuvieron al momento y la misma voz (¡era la de Pai!) se escuchó de nuevo.
—¡Todavía no! —dijo.
Alguien a su derecha murmuró algo en un idioma que Cortés no reconoció: palabras de consuelo, quizá. El místico respondió en el mismo idioma, con la voz desgarrada por el dolor.
Una tercera persona intervino en aquel momento en la conversación y su propósito era, sin duda, el mismo que el de su compatriota: convencer a Pai de que dejara el cuerpo en paz. ¿Qué estaban diciendo? ¿Que el cadáver no era más que una carcasa, la sombra vacía de un hombre cuyo espíritu había partido hacia un lugar mejor? Cortés deseó que Pai no escuchara. ¡El espíritu estaba allí! ¡Allí!
Y entonces, ¡alegría de alegrías!, retiraron el sudario de su rostro y Pai apareció en su campo de visión y bajó la mirada hacia él. El místico parecía medio muerto, con los ojos rojos y su belleza amoratada por el dolor.
Estoy salvado, pensó Cortés. Pai se dará cuenta de que tengo los ojos abiertos, que en mi cráneo hay algo más que putrefacción. Pero semejante comprensión no se reflejó en el rostro del místico. La visión no hizo más que traer un nuevo torrente de lágrimas a sus ojos. Un hombre se colocó al lado de Pai; su cabeza era una aglomeración de brotes cristalinos y tenía las manos apoyadas sobre los hombros del místico mientras le susurraba algo al oído y lo apartaba con delicadeza. Los dedos de Pai se posaron sobre el rostro de Cortés unos segundos, cerca de sus labios. Pero su aliento, el mismo que había utilizado para echar abajo el muro que separaba los Dominios, era tan fútil en aquel momento que pasó inadvertido, y los dedos fueron retirados por la mano del que consolaba a Pai que, acto seguido, volvió a colocar el sudario sobre el rostro de Cortés.
Los oradores retomaron su endecha y los portadores su carga. Ciego una vez más, Cortés sintió que la chispa de esperanza se extinguía y era sustituida por el pánico y la furia. Pai siempre había afirmado que poseía mucha sensibilidad. ¿Cómo era posible que en aquel momento, cuando la empatía era esencial, el místico fuera inmune al peligro que corría el hombre al que consideraba su amigo? Algo más que eso: su alma gemela; alguien para quien había reconfigurado su cuerpo.
El pánico de Cortés disminuyó por un instante. ¿Había alguna esperanza enterrada entre aquellas increpaciones? Las estudió en busca de una pista. ¿Alma gemela? ¿Cuerpo reconfigurado? Sí, por supuesto: mientras pensara en el deseo, el deseo alcanzaría al místico; cambiaría al místico. Si podía sacarse la muerte de la cabeza y concentrar sus pensamientos en el sexo, podría alcanzar el núcleo proteico de Pai: provocar algún tipo de metamorfosis, por pequeña que fuera, que demostrara su estado consciente.
Como si tratara de confundirlo, un comentario de Klein le vino entonces a la cabeza; un recuerdo de otro mundo. «Todo ese tiempo malgastado», había dicho Klein, «pensando en la muerte para evitar correrte demasiado pronto…».
El recuerdo no pareció más que una simple distracción hasta que se dio cuenta de que eso era precisamente el reflejo de su situación actual. El deseo era su única defensa contra una extinción prematura. Concentró sus pensamientos en los pequeños detalles que siempre habían supuesto un estímulo para su imaginación erótica: una nuca descubierta por rizos alzados; labios humedecidos por los movimientos lentos de la lengua; miradas; caricias; gestos atrevidos. Pero Tánatos tenía a Eros cogido por el cuello. El terror eclipsaba el deseo. ¿Cómo podría mantener pensamientos sexuales en su cabeza el tiempo suficiente para influenciar a Pai cuando las llamas o la tumba yacían a sus pies? No estaba preparado para ninguna de las dos cosas. Una era demasiado caliente, la otra demasiado fría; una demasiado brillante, la otra demasiado oscura. Lo que deseaba eran unas cuantas semanas más, unos días… Horas, incluso; se sentiría agradecido por vinas cuantas horas en la distancia que separaba esos dos polos. Allí donde se encontraba la carne; donde se encontraba el amor. A sabiendas de que no podría controlar las ideas sobre la muerte, trató de llevar a cabo una estratagema final: acogerlas, envolverlas con la textura de sus fantasías sexuales.
¿Llamas? Serían el calor del cuerpo del místico mientras lo apretaba contra él; y el frío, el sudor en su espalda mientras follaban. La oscuridad sería la noche que ocultaba sus excesos; y el resplandor de la hoguera, su mutua consunción.
Notó que el truco funcionaba cuanto más lo pensaba. ¿Por qué la muerte debía resultar algo tan poco erótico? Si ardían o se pudrían juntos, ¿no les mostraría su disolución nuevas formas de amor, descubriéndolos capa a capa y uniendo sus fluidos y médulas hasta quedar fundidos por completo?
La propuesta de matrimonio que le había hecho a Pai había sido aceptada. La criatura era suya para siempre, suya para cambiarla una y otra vez según la imagen de sus más profundos y prohibidos deseos. Y así lo hizo en aquel momento. Vio a la criatura desnuda y a horcajadas sobre él, cambiando mientras la acariciaba, quitándose la piel como si de ropa se tratase. Jude era una de esas pieles; Vanessa otra; y Marline, otra más. Todas lo estaban montando: la belleza del mundo empalada en su polla.
Perdido en sus fantasías, ni siquiera era consciente de que las plegarias se hubieran acallado hasta que las andas se detuvieron una vez más. Los susurros llegaban desde todas partes y, en mitad de los susurros, se escuchó una risa suave y asombrada. Le arrancaron el sudario de un tirón y su amado lo observó con una sonrisa dibujada en unos rasgos borrosos por las lágrimas y la influencia de Cortés.
—¡Está vivo! ¡Dios, está vivo!
Se alzaron voces que expresaban sus dudas, pero el místico se rió de todas ellas.
—¡Puedo sentirlo en mi interior! —exclamó—. ¡Os lo juro! Todavía está con nosotros. ¡Bajadlo! ¡Bajadlo ahora mismo!
Los anderos hicieron lo que les habían solicitado y Cortés vio por primera vez a los desconocidos que casi lo habían enterrado. No parecía una panda muy feliz, ni siquiera en esos momentos. Contemplaban el cuerpo aún con incredulidad. Pero el peligro había pasado, al menos por lo pronto. El místico se inclinó sobre Cortés y lo besó en los labios. Sus rasgos se habían fijado una vez más y resultaban exquisitos en su felicidad.
—Te amo —le susurró a Cortés—. Te amaré hasta que el amor perezca.
2
Estaba vivo, sí, pero no curado. Lo trasladaron a una pequeña habitación de ladrillo gris y lo tumbaron sobre una cama que apenas era más cómoda que el tablero sobre el que había yacido como cadáver. Había una ventana, pero como era incapaz de moverse tuvo que permitir que Pai’oh’pah lo levantara y le mostrara lo que se veía a través de ella, que no era mucho más interesante que las paredes: una simple extensión de mar (sólida una vez más) bajo un cielo nublado.
—El mar solo cambia cuando sale el sol —le explicó Pai—, cosa que no sucede muy a menudo. Tuvimos muy mala suerte. Sin embargo, todo el mundo está atónito ante el hecho de que hayas sobrevivido. Nadie había sobrevivido con anterioridad tras caer a la Cuna.
Que era algo así como una curiosidad resultaba evidente por el número de visitantes que tenía, tanto guardianes como prisioneros. El régimen parecía ser bastante laxo, por lo poco que podía ver. Había barrotes en las ventanas y la puerta se abría y se cerraba de nuevo cuando alguien entraba o salía, pero los oficiales, sobre todo el oethac que regentaba el manicomio, llamado Vigor N’ashap, y su segundo (un pavo real militar llamado Aping, cuyas botas y botones brillaban mucho más que sus ojos y cuyos rasgos se arrugaban sobre su rostro como si estuviesen abotargados de agua), eran bastante educados.
—No tienen noticias de fuera —explicó Pai—. Se limitan a vigilar a los prisioneros que les envían. N’ashap está al tanto de que hubo una conspiración contra el Autarca, pero no creo que sepa si tuvo éxito o no. Me han interrogado durante horas, pero en realidad no han preguntado nada sobre nosotros. Lo único que les dije es que éramos amigos de Scopique, que nos habíamos enterado de que había perdido la cordura y por eso vinimos a hacerle una visita. Todo inocencia, en otras palabras. Al parecer, se lo han tragado. Sin embargo, les envían suministros de comida, revistas y periódicos cada ocho o nueve días, siempre atrasados, según Aping, así que nuestra suerte no durará mucho. Entretanto, hago lo que puedo para mantenerlos felices. Se encuentran muy solos.
A Cortés no se le pasó por alto el significado de ese último comentario, pero lo único que pudo hacer fue escuchar y abrigar la esperanza de que su curación no se prolongara demasiado. Sus músculos se habían relajado ligeramente, de modo que podía abrir y cerrar los ojos, tragar e incluso mover un poco las manos, pero su torso estaba aún inmóvil por completo.
Otro de sus visitantes asiduos, y de lejos el más entretenido de todos los que venían a curiosear, era Scopique, que tenía una opinión sobre todo, incluyendo la rigidez del paciente. Era un hombre diminuto, con el perpetuo ceño fruncido de un relojero y la nariz tan respingona y minúscula que sus fosas nasales eran casi dos agujeros en medio del rostro, el cual estaba marcado por unas arrugas tan profundas que habrían servido para sembrar. Cada día venía y se sentaba al borde de la cama de Cortés, con su atuendo gris del asilo tan arrugado como su cara y con su brillante peluca negra cambiando de lugar sobre su cabeza a cada hora. Sentado, mientras le daba sorbos a su café, pontificaba: sobre política y las psicosis varias que sufrían sus compañeros internos; sobre la subyugación de L’Himby por el comercio; sobre las muertes de sus amigos, especialmente debido a lo que él llamaba «la lenta espada de la desesperación»; y, por supuesto, sobre el estado de Cortés. Afirmaba haber visto gente igual de rígida en otras ocasiones. La razón no era fisiológica, sino psicológica; una teoría que parecía compartir con Pai. En una ocasión, cuando Scopique se hubo marchado después de una sesión de teorías, dejando a Pai y a Cortés a solas, el místico confesó su culpa. Nada de aquello habría ocurrido, dijo, si se hubiera mostrado más sensible con la situación de Cortés desde el principio. En cambio, había sido grosero y cruel. El incidente del andén de Mai-Ké era un buen ejemplo. ¿Podría perdonarlo? ¿Llegaría a creer alguna vez que sus actos habían sido producto de la ineptitud y no de la crueldad? Durante años se había preguntado qué ocurriría si alguna vez iniciaban el viaje que llevaban a cabo en aquel momento, se había esforzado por prever las posibles respuestas, pero había estado sin compañía en el Quinto Dominio, incapaz de confesar sus miedos y de compartir sus esperanzas, y las circunstancias de su encuentro y su separación habían sido tan fortuitas que aquellas pocas normas que se había propuesto habían sido arrastradas por el viento.
—Perdóname —dijo una y otra vez—. Te amo y te he hecho daño, pero, por favor, perdóname.
Cortés expresó lo poco que podía con sus ojos, y deseó que sus dedos tuvieran la fuerza suficiente para sostener un bolígrafo, de manera que pudiera escribir «te perdono», pero las pequeñas mejoras que había hecho desde su resurrección parecían ser el límite de su curación y, a pesar de que Pai lo bañaba y lo alimentaba y de que masajeaba sus músculos, no había síntoma de avance en su mejoría. A pesar de las constantes palabras de aliento del místico, no cabía duda de que la muerte aún lo tenía agarrado. Los tenía agarrados a ambos, de hecho, ya que la devoción que Pai le profesaba parecía haber hecho mella en él, y más de una vez Cortés se preguntaba si el apocamiento del místico se debía solo a la fatiga o si se habían unido de forma simbiótica después del tiempo que habían pasado juntos. Si ese era el caso, su fallecimiento los enviaría a ambos al olvido.
Estaba solo en su celda el día que el sol salió de nuevo, pero Pai lo había dejado sentado para que contemplara la vista a través de los barrotes, de modo que fue capaz de observar el lento despliegue de las nubes y la aparición del más sutil de los rayos, que se deslizó hasta el mar sólido. Era la primera vez que el sol aparecía sobre el Chzercemit desde su llegada; este fenómeno le trajo un coro de bienvenida que procedía de las demás celdas, seguido por el sonido de los pies de los guardias, mientras corrían hacia el parapeto para observar la transformación. Podía ver la superficie de la Cuna desde donde estaba sentado, y sintió una especie de euforia ante el inminente espectáculo; sin embargo, mientras los rayos brillaban, también sintió un estremecimiento que se extendía por su cuerpo desde la punta de los pies; una sacudida que iba reuniendo fuerza a lo largo del trayecto, de modo que, cuando le llegó a la cabeza, tuvo la energía suficiente para arrancar los sentidos de su cráneo. Al principio creyó que se había levantado y había corrido hacia la ventana (estaba mirando a través de los barrotes el mar que había debajo), pero un sonido en la puerta atrajo su mirada y descubrió a Scopique, con Aping a su lado, que atravesaban la celda hacia el pálido y barbudo derrelicto que estaba sentado con mirada vidriosa junto a la pared del fondo. Él era ese hombre.
—¡Tienes que venir a ver esto, Zacharias! —Scopique estaba tan entusiasmado que colocó un brazo alrededor del derrelicto y tiró de él para levantarlo.
Aping le echó una mano y, juntos, comenzaron a llevar a Cortés hasta la ventana de la que su mente ya se estaba alejando. Los dejó con sus amabilidades, la euforia que sentía en su interior era como un motor. Fue mucho más allá del lúgubre corredor y dejó atrás las celdas en las que los prisioneros clamaban por ser liberados para poder ver el sol. No tenía información sobre la distribución del edificio, así que, por unos instantes, su alma veloz se perdió en el laberinto de paredes de ladrillo gris hasta que encontró a dos guardias que corrían en dirección a un tramo de escaleras de piedra y los acompañó, como una mente invisible, hasta un conjunto de habitaciones mejor iluminadas. Allí había más guardias, que habían abandonado el juego de cartas para dirigirse al exterior.
—¿Dónde está el capitán N’ashap? —preguntó uno de ellos.
—Iré a avisarlo —dijo otro, y se apartó de sus camaradas para dirigirse a una puerta cerrada.
Otro lo detuvo al decirle:
—Está en una conferencia… con el místico. —La respuesta fue seguida por el coro de carcajadas de sus compañeros.
Cortés volvió a girar su espíritu en el aire y flotó hacia la puerta, que atravesó sin vacilación y sin sufrir daño alguno. La habitación que había más allá no era, como había esperado, la oficina de N’ashap, sino una antecámara ocupada por dos sillas vacías y una mesa desnuda. En la pared que se alzaba junto a la mesa había colgado un cuadro de un niño, tan pobremente representado que resultaba imposible determinar el género. A la izquierda de la pintura, que estaba firmada por Aping, había otra puerta igual de cerrada que la que acababa de atravesar. Pero se escuchaba una voz al otro lado: la de Vigor N’ashap en pleno éxtasis.
»¡Otra vez! ¡Otra vez!», decía y, a continuación, soltó una retahíla de términos en una lengua desconocida para finalizar con gritos de «¡sí!» y «¡eso es, eso es!».
La rapidez con la que Cortés se acercó a la puerta le impidió prepararse para lo que había al otro lado. Incluso si lo hubiera hecho (incluso si hubiera conjurado la imagen de N’ashap con las calzas bajadas y su morada polla oethac) no habría podido imaginarse el estado de Pai’oh’pah, dado que en todos los meses que habían pasado juntos no había visto nunca al místico desnudo. Lo vio en aquel momento, y el asombro que le produjo su belleza solo fue eclipsado por el de la humillación que estaba sufriendo. Tenía un cuerpo tan plácido como su rostro, e igual de ambiguo incluso a plena vista. No tenía vello por ningún sitio; ni pezones; ni ombligo. Entre sus piernas, sin embargo, que en aquel momento tenía separadas al estar de rodillas delante de N’ashap, se encontraba la fuente de su transformación, el núcleo que sus compañeros de cama alcanzaban con el pensamiento. No era ni fálico ni vaginal, sino un tercer tipo de genitales completamente diferente que revoloteaba en su entrepierna como una paloma nerviosa y, con cada aleteo, reconfiguraba su núcleo brillante de tal modo que Cortés, hipnotizado, descubrió un nuevo eco en cada movimiento. Allí estaba reflejada su propia carne, desplegándose a medida que pasaba entre los Dominios. Y también el cielo sobre Patashoqua y el mar más allá de la ventana cerrada, perdiendo su solidez para convertirse en agua de nuevo. Y el aliento, soplado dentro de un puño cerrado; y su poder para destruir: todo estaba allí, allí mismo.
N’ashap no prestaba atención a semejante imagen. Quizá, en su ardor, ni siquiera lo había visto. Tenía la cabeza del místico atrapada entre sus manos llenas de cicatrices y empujaba el puntiagudo extremo de su verga en la boca de Pai. El místico no ponía objeciones. Tenía los brazos colgando a los costados hasta que N’ashap exigió que colocara las manos sobre su miembro. Cortés no pudo soportar verlo por más tiempo. Lanzó su mente a través de la habitación hacia la espalda del oethac. ¿No decía Scopique que el pensamiento era poder? Si eso es cierto, pensó Cortés, soy una molécula dura como el diamante. Escuchó cómo N’ashap jadeaba de placer mientras embestía la garganta del místico y, en aquel momento, golpeó el cráneo del oethac. La habitación desapareció y la carne cálida lo presionó desde todos lados; sin embargo, la inercia lo llevó hasta el otro lado y se giró para ver que las manos de N’ashap se apartaban de la cabeza del místico para dirigirse a la propia y que su boca sin labios emitía un alarido de dolor.
El rostro de Pai, que hasta ese momento había permanecido inexpresivo, compuso una expresión de alarma cuando a N’ashap comenzó a salirle sangre de la nariz. Cortés sintió una oleada de satisfacción al contemplarlo, pero el místico se levantó y fue a ayudar al oficial, cogiendo una de las prendas que se había quitado para tratar de contener la hemorragia. Al principio N’ashap rechazó, en dos ocasiones, su ayuda de un manotazo, pero la voz sumisa de Pai lo tranquilizó y, después de un rato, el capitán se sentó en la silla acolchada y permitió que lo atendiera. Los arrullos y caricias del místico le resultaron a Cortés tan enervantes como la escena que acababa de interrumpir, de modo que se retiró, confundido y asqueado, primero hacia la puerta y después hacia la antecámara.
Allí se demoró con la vista fija en el cuadro de Aping. En la habitación que había tras él, N’ashap había empezado a gemir de nuevo. El sonido hizo que Cortés se fuera, atravesando de nuevo el laberinto de vuelta a su habitación. Scopique y Aping habían tendido su cuerpo de nuevo en la cama. Su rostro carecía de expresión y uno de sus brazos había resbalado desde su pecho y colgaba por el borde del tablero. Ya parecía muerto. No era de extrañar que la devoción de Pai se hubiera vuelto tan mecánica, cuando lo único que tenía delante que pudiera inspirarle una esperanza de recuperación era aquel maniquí descarnado, día tras día. Se acercó más al cuerpo, casi tentado de no volver a entrar en él jamás, de dejar que se marchitara y muriera. Pero eso conllevaba demasiado riesgo. ¿Debía asumir que su condición presente estaba supeditada a la permanencia de su yo físico? A pesar de que un yo sin carne era ciertamente posible (había oído a Scopique hablar sobre ese tema en esa misma celda), suponía que eso no se aplicaba a espíritus tan poco evolucionados como él. La piel, la sangre y los huesos eran la escuela en la que alma aprendía a volar, y él todavía era demasiado novato como para atreverse a hacer novillos. Tenía que volver a ver a través de sus ojos, por desagradable que le resultara la idea.
Se acercó una vez más a la ventana y contempló el mar resplandeciente. La vista de las olas que rompían contra las rocas que había más abajo le devolvió al horror de su ahogamiento. Sintió cómo las aguas vivientes se retorcían en torno a él y presionaban sus labios de la misma forma que la polla de N’ashap, y le exigían que la abriera y tragara. Aterrorizado, apartó la vista del mar y cruzó la habitación a toda velocidad, golpeando su propia frente como una bala. Al regresar a su carne con las imágenes de N’ashap y el mar en su mente, comprendió al instante la naturaleza de su enfermedad. Scopique se había equivocado, ¡se había equivocado completamente! Había una razón fisiológica sólida (¡y tan sólida!) para su inmovilidad. En aquel momento la sentía en su vientre, desesperadamente real. Había tragado agua del mar y todavía estaba en su interior, viva, prosperando a sus expensas.
Antes de que el intelecto pudiera aconsejarle lo contrario, dejó que la repugnancia se extendiera por su cuerpo; lanzó sus demandas a cada una de sus extremidades. ¡Moveos!, les dijo, ¡moveos! Alimentó su furia con la imagen de N’ashap usándolo como había usado a Pai, imaginándose el semen del oethac en su estómago. Su mano izquierda encontró fuerza suficiente para agarrarse al tablero de la cama y le proporcionó el apoyo necesario para ponerse de lado. Cayó sobre su costado para después hacerlo de la cama, golpeando el suelo con fuerza. El impacto soltó algo en la base de su vientre. Sintió cómo esa cosa se esforzaba por aferrarse a sus entrañas de nuevo y sus movimientos fueron lo bastante violentos como para arrojarlo de un lado a otro, como si fuese un saco lleno de peces; cada sacudida desbancaba más al parásito y liberaba su cuerpo de su tiranía. Le crujían las articulaciones como cáscaras de nueces; sus tendones se contraían y estiraban. Era una agonía; deseaba soltar un grito de dolor, pero lo único que pudo emitir fue el ruido de las náuseas. Aun así, fue como música para sus oídos: el primer ruido que había emitido desde el grito que había proferido cuando la Cuna se lo tragaba. Fue muy corto, sin embargo. Su arruinado organismo estaba expulsando el parásito de su estómago. Lo sentía en el pecho, como un almuerzo de anzuelos que deseaba vomitar sin poder hacerlo por miedo a darse la vuelta como un calcetín en el intento. La cosa parecía darse cuenta de que habían llegado a un punto muerto, porque disminuyó sus forcejeos y Cortés tuvo tiempo de dar una desesperada bocanada de aire a través de unas vías aéreas casi colapsadas debido a aquella presencia. Con los pulmones tan llenos de aire como cabía esperar, se levantó del piso apoyándose en la cama y, antes de que el parásito tuviese tiempo de retomar un nuevo asalto, se puso en pie y se lanzó de bruces al suelo. Cuando golpeó contra la dura superficie, la cosa subió hasta su garganta y después hasta su boca, y Cortés se llevó una mano hacia los dientes para tratar de sacarlo. Salió en dos impulsos, sin dejar de luchar para regresar hacia sus tripas. Fue seguido inmediatamente de su último almuerzo.
Jadeando en busca de aire, se puso en pie y se inclinó sobre la cama, con los regueros de vómito colgándole de la barbilla. La cosa del suelo se agitaba y se sacudía, y Cortés dejó que sufriera. A pesar de que le había parecido enorme cuando lo tenía dentro, no era más grande que su mano: un trozo amorfo de carne blanquecina y venas plateadas con miembros no más gruesos que un cordel, aunque en un número no inferior a veinte. No emitía sonido alguno, excepto los chasquidos que sus espasmos producían sobre el revoltijo bilioso que había en el suelo de la celda.
Demasiado débil para moverse, Cortés estaba todavía desplomado sobre la cama cuando, minutos después, Scopique regresó en busca de Pai. El asombro del anciano no conoció límites. Gritó para pedir ayuda y después colocó a Cortés sobre la cama, sin dejar de hacerle una pregunta tras otra a tal velocidad que Cortés apenas tenía energía o aliento para responder. Sin embargo, le comunicó lo suficiente a Scopique para que el hombre se recriminara por no haber dado con el problema antes.
—Creí que el problema residía en tu mente, Zacharias, y todo este tiempo… todo este tiempo ha estado en tu estómago. ¡Esa cosa repugnante!
Cuando llegó Aping, se produjo una nueva ronda de preguntas; fue Scopique quien las respondió en esta ocasión y, a continuación, salió a buscar a Pai y dejó que el guardia se encargara de hacer que se limpiara la porquería del suelo y de que trajeran al paciente agua y ropas limpias.
—¿Necesita algo más? —quiso saber Aping.
—Comida —dijo Cortés. Jamás había tenido el estómago tan vacío.
—Me encargaré de ello. Me resulta raro oír su voz y ver cómo se mueve. Me había acostumbrado a lo otro. —Esbozó una sonrisa—. Cuando se sienta mejor —añadió—, me gustaría que hablásemos un rato. El místico me ha dicho que usted es pintor.
—Lo era, sí —dijo Cortés y, de forma inocente, añadió una pregunta—: ¿Por qué? ¿Usted también lo es?
Aping resplandeció.
—Así es —afirmó.
—Entonces, tendremos que hablar —dijo Cortés—. ¿Qué es lo que pinta?
—Paisajes. Algunas personas.
—¿Desnudos? ¿Retratos?
—Niños.
—Ah, niños… ¿Tiene algún hijo?
El rostro de Aping reflejó una pizca de ansiedad.
—Más tarde —musitó al tiempo que echaba un vistazo al pasillo; después, volvió a mirar a Cortés—. En privado.
—Estoy a su disposición —replicó Cortés.
Se escucharon voces fuera de la habitación. Scopique regresó con N’ashap, que bajó la mirada para contemplar el cubo que contenía el parásito en cuanto entró. Hubo más preguntas; mejor dicho, las mismas preguntas planteadas de distinta forma, y en aquella tercera ocasión fueron Scopique y Aping quienes respondieron. N’ashap no prestó demasiada atención; estudió a Cortés mientras le narraban el drama y después lo felicitó con una peculiar formalidad. Cortés percibió con satisfacción las manchas de sangre seca que había en su nariz.
—Debemos enviar un informe completo sobre este incidente a Yzordderrex —señaló N’ashap—. Estoy seguro de que los intrigará tanto como a mí.
Dicho esto, salió de la habitación y le dio a Aping la orden de que lo siguiera de inmediato.
—Nuestro comandante no tiene muy buen aspecto —observó Scopique—. Me pregunto por qué.
Cortés se permitió esbozar una sonrisa, pero esta desapareció de su rostro cuando vio a su último visitante. Pai’oh’pah apareció en la puerta.
—Vaya, menos mal —dijo Scopique—. Aquí estás. Os dejaré a los dos a solas.
El anciano se retiró y cerró la puerta tras él. El místico no se acercó para abrazar a Cortés, ni siquiera para darle la mano. En cambio, se dirigió a la ventana y contempló el mar sobre el que todavía seguía brillando el sol.
—Ahora sabemos por qué llaman a esto la Cuna —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Dónde si no podría un hombre dar a luz?
—Eso no fue dar a luz —dijo Cortés—. No digas bobadas.
—Puede que para nosotros no —afirmó Pai—. Pero, ¿quién sabe cómo se hacían los niños aquí en épocas remotas? Puede que los hombres se sumergieran de forma voluntaria, bebieran el agua, dejaran que creciera…
—Te he visto —dijo Cortés.
—Lo sé —replicó Pai, que no se apartó de la ventana—. Y has estado a punto de hacernos perder un aliado.
—¿N’ashap? ¿Un aliado?
—Aquí es la autoridad.
—Es un oethac. Y es escoria. Y tendré la satisfacción de matarlo.
—¿Ahora eres mi campeón? —preguntó Pai, que por fin se había girado para mirar a Cortés.
—Vi lo que te estaba haciendo.
—Eso no fue nada —replicó Pai—. Sabía lo que me hacía. ¿Por qué crees que nos han dado el trato que hemos recibido? Me han permitido visitar a Scopique siempre que he querido. A ti te han alimentado y te han dado de beber. Y N’ashap no hacía preguntas acerca de ninguno de nosotros. Ahora sí lo hará. Ahora se mostrará suspicaz. Tenemos que largarnos de aquí antes de que obtenga una respuesta a sus preguntas.
—Mejor eso a que tengas que servirlo.
—Ya te he dicho que no fue nada.
—Para mí lo fue —dijo Cortés, y las palabras rasparon su dolorida garganta.
Le costó algo de esfuerzo, pero logró ponerse en pie para poder mirar al místico a los ojos.
»Al principio, me hablabas acerca de lo que creías que me había hecho daño, ¿recuerdas? No dejabas de hablar de la estación de Mai-Ké y de decir que querías que te perdonara; yo creía que jamás habría algo entre nosotros dos que no pudiera perdonar u olvidar y que, en cuanto pudiera recuperar el habla, te lo diría. Pero ahora no estoy seguro. Ese tipo te vio desnudo, Pai. ¿Por qué él y no yo? Creo que eso sí puede ser imperdonable, que le hayas permitido contemplar el misterio y a mí no.
—El no vio misterio alguno —replicó Pai—. Me miraba y veía a una mujer que amó y perdió en Yzordderrex. Una mujer que se parecía a su madre, de hecho. Está obsesionado con eso. Con un eco del eco de su madre. Y mientras yo le proporcionara esa ilusión de forma discreta, él se mostraría complaciente. Eso me parece más importante que mi dignidad.
—Ya no —dijo Cortés—. Si vamos a seguir juntos de aquí en adelante, entonces quiero que seas mío, seas lo que seas. No te compartiré, Pai. Ni por obediencia ni por la propia vida.
—No sabía que pensabas así. Si me lo hubieras dicho…
—No podía. Ya me sentía así incluso antes de que llegáramos aquí, pero no era capaz de decir nada al respecto.
—Me disculpo, si sirve de algo.
—No quiero una disculpa.
—¿Qué quieres, entonces?
—Una promesa. Un juramento. —Hizo una pausa—. Un matrimonio.
El místico sonrió.
—¿De verdad?
—Más que nada en este mundo. Ya te lo pedí una vez y tú aceptaste. ¿Es necesario que te lo pida de nuevo? Lo haré si quieres.
—No es necesario —dijo Pai—. Será el mayor de los honores para mí. ¿Pero quieres que sea aquí? ¿Aquí nada menos? —El ceño fruncido del místico se convirtió en una sonrisa—. Scopique me habló sobre un careste que está encerrado en el sótano. Él podría hacer los honores.
—¿Qué religión profesa?
—Está aquí porque cree que es Jesucristo.
—Entonces puede demostrar que lo es obrando un milagro.
—¿Qué milagro?
—Puede hacer de John Furia Zacharias un hombre honesto.
El matrimonio entre el místico eurhemetec y el fugitivo John Furia Zacharias, alias Cortés, tuvo lugar esa misma noche en los sótanos del manicomio. Por fortuna, su sacerdote atravesaba un periodo de lucidez y estaba dispuesto a que se dirigieran a él por su verdadero nombre: padre Atanasio. Sin embargo, las pruebas de su demencia eran bien visibles: cicatrices en la frente, donde se había colocado repetidamente la corona de espinos y se la había calado hasta los huesos; y costras en la zona de las manos donde se había hincado los clavos en la carne. Era tan aficionado a fruncir el ceño como Scopique a sonreír, a pesar de que la apariencia de filósofo no le sentaba bien a un rostro más dotado para la comedia: con una nariz informe que moqueaba continuamente, dientes demasiado separados entre sí y cejas como orugas peludas que se arrugaban cuando fruncía la frente. Lo mantenían, junto al menos una veintena de prisioneros a los que se creía especialmente rebeldes, en la parte más profunda del hospicio, y su celda sin ventanas se vigilaba con más ahínco que las de los prisioneros de las plantas superiores. Debido a esto, Scopique había necesitado excusas más imaginativas para que le permitieran verlo, y el guardia al que habían sobornado, un oethac, solo se mostró dispuesto a hacer la vista gorda durante unos minutos. La ceremonia, por tanto, fue corta, y se llevó a cabo en una mezcla improvisada de latín e inglés, con unas cuantas frases pronunciadas en la lengua de los carestes, la orden del Segundo Dominio de Atanasio; la musicalidad de dicho idioma fue una compensación más que suficiente para su ininteligibilidad. Fue necesario obviar los juramentos, dado el escaso tiempo del que disponían y lo redundante de la mayoría del vocabulario tradicional.
—Esto no se ha llevado a cabo a los ojos de Hapexamendios —dijo Atanasio—, ni a los de ningún dios o cualquiera de sus secuaces. Sin embargo, rogamos que la presencia de Nuestra Señora pueda bendecir esta unión con su infinita compasión y que vosotros dos entréis juntos a la gran unión en una época más propicia. Hasta entonces, solo puedo ser el recipiente que sostenga vuestro sacramento, que se lleva a cabo ante vuestros ojos y por vuestro bien.
Cortés no comprendió el significado completo de aquellas palabras hasta más tarde, cuando, una vez que los juramentos fueron hechos y la ceremonia hubo acabado, se tumbó en su celda junto a su compañero.
—Siempre dije que jamás me casaría —le susurró al místico.
—¿Ya te estás arrepintiendo?
—Claro que no. Pero es extraño estar casado y no tener una esposa.
—Puedes llamarme «esposa». Puedes llamarte como quieras. Reinvéntame. Para eso estoy.
—No me he casado contigo para usarte, Pai.
—Pues parte del asunto consiste en eso, no obstante. Debemos ser funciones el uno del otro. Reflejos, tal vez. —Acarició el rostro de Cortés—. Yo sí voy a usarte, puedes estar seguro.
—¿Para qué?
—Para todo. Consuelo, discusiones, placer.
—Quiero aprender cosas de ti.
—¿Sobre qué?
—Sobre cómo volver a salir de mi cuerpo, tal y como lo hice esta tarde. Sobre cómo viajar con la mente.
—Como molécula —dijo Pai, haciendo eco del modo en que Cortés se había sentido cuando atravesó con el pensamiento el cráneo de N’ashap—. Quiero decir: una partícula de pensamiento, como las que se ven a la luz del sol.
—¿Solo puede hacerse a la luz del sol?
—No, pero es más fácil de esa manera. Casi cualquier cosa es más fácil a la luz del sol.
—Salvo esto —dijo Cortés al tiempo que besaba al místico—. Siempre he preferido la noche para esto…
Se había casado decidido a hacerle el amor al místico tal y como era, sin permitir que las fantasías se interpusieran entre sus sentidos y la imagen que había vislumbrado en la oficina de N’ashap. Ese juramento lo ponía tan nervioso como una novia virgen, ya que exigía una revelación doble. De la misma forma en que desabotonaba y descartaba las ropas que cubrían el sexo esencial del místico, tenía que arrancar de sus ojos el consuelo otorgado por las ilusiones que se interponían entre su visión y el objetivo. ¿Qué sentiría entonces? Era muy fácil excitarse con una criatura que se reconfiguraba según los deseos de forma tan completa que resultaba indistinguible de la cosa deseada. Pero, ¿qué ocurriría si era el propio metamórfico lo que veía desnudo ante sus ojos?
En las sombras, su cuerpo resultaba casi femenino: planos elegantes, superficies suaves; pero había una austeridad en los tendones que no podía tomar como femenina; como tampoco eran femeninas sus nalgas, que carecían de exuberancia, o su pecho, que parecía inmaduro. No era su esposa y, a pesar de que a Pai le hiciera feliz creerse tal cosa, y su mente vacilara una y otra vez al borde de semejante intención, Cortés se resistía y exigía a sus ojos que no se apartaran de su visión, de igual manera que exigía a sus dedos que no se apartaran de los hechos. Comenzó a desear que hubiese más luz en la celda para que no fuera tan fácil caer en la ambigüedad. Cuando colocó la mano en las sombras de su entrepierna y sintió el calor y el movimiento que había allí, dijo: «quiero verlo», y Pai, obediente, se puso de pie a la luz de la ventana de modo que Cortés pudiera tener una imagen más clara. El corazón le latía a toda máquina en el pecho, pero ni un mililitro de la sangre que bombeaba se dirigió a las ingles. Estaba llenando su cabeza y haciendo que se le sonrojara el rostro. Agradeció estar sentado en las sombras, donde su incomodidad era menos visible, aunque sabía que las sombras solo ocultaban el exterior y que el místico era muy consciente del miedo que él sentía. Respiró hondo, se levantó de la cama y permaneció a cierta distancia de aquel enigma.
—¿Por qué te haces esto? —preguntó Pai con suavidad—. ¿Por qué no dejas que te envuelvan los sueños?
—Porque no quiero soñarte —respondió—. Empecé este viaje para comprender. ¿Cómo puedo comprender algo si lo que veo no son más que ilusiones?
—Puede que no haya más que eso.
—Eso no es cierto —contestó sin más.
—Mañana, entonces —dijo Pai con vacilación—. Míralo tal y como es mañana. Esta noche limítate a pasarlo bien. Yo no soy la razón de que estés en Imajica. No soy el rompecabezas que tienes que resolver.
—Todo lo contrario —dijo Cortés, y una sonrisa se coló en su voz—. En realidad, creo que lo más probable es que tú seas la razón de que esté aquí. Y el rompecabezas. Creo que si nos quedáramos aquí, encerrados juntos, podríamos curar Imajica con lo que ocurre entre nosotros. —En aquel momento, la sonrisa apareció en su rostro—. No me había dado cuenta de eso hasta ahora. Esa es la razón de que quiera verte bien, Pai, para que no haya mentiras entre nosotros. —Puso la mano sobre el sexo del místico—. Con esto puedes follar y ser follado, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y puedes dar a luz?
—No lo he hecho, pero se han dado casos.
—¿Y fertilizar?
—Sí.
—Eso es maravilloso. ¿Y hay algo más que puedas hacer?
—¿Como qué?
—No es todo hacer o dejar que te hagan, ¿verdad? Sé que eso no es todo. Hay algo más.
—Sí, lo hay.
—Una tercera forma.
—Sí.
—Entonces, hazlo conmigo.
—No puedo. Tú eres masculino, Cortés. Tienes un género fijo. Es un hecho físico. —El místico colocó la mano sobre la polla de Cortés, aún fláccida dentro de los pantalones—. No puedo quitar esto. Tú no querrías que lo hiciera. —Frunció el ceño—. ¿O sí?
—No lo sé. Tal vez.
—No lo dices en serio.
—Si eso significara encontrar otro camino, puede que lo hiciera. He usado mi polla de todas las formas que conozco. Puede que esté aburrido.
En esa ocasión fue Pai quien sonrió, pero fue una sonrisa débil, como si la inquietud que había sentido Cortés se hubiera transferido al místico. Entrecerró sus brillantes ojos.
—¿En qué estás pensando? —dijo Cortés.
—En que me das un poco de miedo.
—¿Por qué?
—Me da miedo el dolor que sufriré más adelante. Tengo miedo de perderte.
—No vas a perderme —replicó Cortés, colocando la mano de nuevo alrededor del cuello de Pai para acariciarle la nuca con el pulgar—. Ya te he dicho que podríamos curar Imajica desde aquí. Somos fuertes, Pai.
La ansiedad no abandonó el rostro del místico, de modo que Cortés atrajo su cara hacia la de él y lo besó, al principio de forma tentativa y después con un ardor que la criatura parecía reacia a igualar. Solo unos momentos antes, cuando estaba sentado en la cama, había sido él quien dudaba. Ahora ocurría todo lo contrario. Cortés bajó la mano hasta la entrepierna de Pai con la esperanza de hacerle olvidar la tristeza con sus caricias. La carne que encontraron sus dedos, cálida y acanalada, mojaba el hueco de la palma de su mano con una humedad que su piel absorbía como si de licor se tratara. Presionó más profundamente y sintió cómo crecía bajo sus caricias. Ya no había duda alguna; ni vergüenza ni pesar en su carne que impidiera a Pai mostrar su necesidad, y la necesidad nunca había dejado de excitar a Cortés. Verla en el rostro de una mujer era un afrodisíaco infalible, y aquello no lo era menos.
Apartó la mano de allí para llevársela al cinturón y trató de desabrocharlo con una mano. Pero antes de que pudiera sacar la polla, que se estaba poniendo dolorosamente dura, lo hizo el místico y lo condujo hasta su interior con una urgencia que su rostro aún no era capaz de dejar traslucir. El baño de su sexo calmó el dolor de Cortés, que se hundió hasta el fondo, incluyendo las pelotas. Dejó escapar un largo gemido de placer; sus terminaciones nerviosas, hambrientas de semejante sensación durante meses, estaban alborotadas. El místico había cerrado los ojos y tenía la boca abierta. Cortés introdujo la lengua con fuerza entre sus labios y la criatura respondió con una pasión que nunca antes había manifestado. Pai colocó las manos sobre sus hombros y, de esta manera, se apoyó contra la pared con tanta fuerza que su aliento pasó a la garganta de Cortés. Este lo introdujo en sus pulmones y comenzó a desear más; el místico lo comprendió sin necesidad de palabras, inhaló el aire cálido que había entre ellos y llenó los pulmones de Cortés como si fuera un hombre medio ahogado al que le estuvieran devolviendo la vida. Cortés respondió a su regalo con embestidas mientras el fluido de Pai chorreaba por la parte interior de sus muslos. El místico le dio otra bocanada de aire, y después otra. Cortés las tragó todas, devorando el placer que revelaba su rostro entre ellas, recibiendo el aliento de Pai mientras él le daba su polla. En aquel intercambio, ambos daban y recibían: una pequeña pista, tal vez, de lo que sería aquella tercera forma de la que Pai había hablado, de la cópula entre dos entes de género indefinido que no podría llevarse a cabo hasta que le arrebataran su masculinidad. En aquel momento, mientras enterraba la verga en la calidez del sexo del místico, la idea de renunciar a ella para obtener otro tipo de sensación le pareció ridícula. No podía haber nada mejor que aquello; solo diferente.
Cerró los ojos, ya sin temor a que su imaginación colocara un recuerdo o alguna perfección inventada en el lugar de Pai; lo único que ocurría era que si seguía contemplando el placer del místico más tiempo, perdería por completo el control. Lo que imaginó su mente, sin embargo, fue más potente todavía: la imagen de ellos dos juntos tal y como estaban, el uno dentro del otro, aliento y polla llenando el interior de ambos cuerpos hasta que ninguno pudiese aguantarlo más. Quería advertirle al místico que no aguantaría mucho más, pero al parecer ya lo sabía. Pai agarró su cabello y le apartó el rostro; el dolor que eso le produjo no fue más que otro aliciente, al igual que los jadeos que emitían ambos. Dejó que sus ojos se abrieran porque quería ver su cara mientras se corría y, en el tiempo que tardó en separar las pestañas, la belleza que tenía delante de él se convirtió en un espejo. Era su propio rostro el que contemplaba, su cuerpo el que sujetaba. La visión no lo enfrió; más bien todo lo contrario. Antes de que el espejo se convirtiera en carne, y el cristal en las gotas de sudor que bañaban el rostro de Pai, llegó al punto crítico de no retorno y esa fue la imagen que se quedó grabada en su retina, su rostro mezclado con el del místico, cuando su cuerpo descargó su pequeño torrente. Fue, como siempre, una agonía exquisita, un breve delirio seguido de una sensación de pérdida a la que jamás se había acostumbrado.
El místico se echó a reír casi antes de que acabara, y cuando Cortés tomó su primer aliento fue para preguntar:
—¿Qué te resulta tan gracioso?
—El silencio —dijo Pai, y dejó de reír para que Cortés pudiera compartir el chiste.
Había yacido en esa celda hora tras hora, incapaz de emitir un solo gemido, pero jamás había escuchado un silencio como aquel. Era como si el hospicio entero estuviese escuchando, desde las profundidades en las que el padre Atanasio tejía sus coronas de espino hasta la oficina de N’ashap, con su alfombra manchada polla sangre que se había derramado de su nariz. No había un alma viviente que no los hubiera escuchado hacer el amor.
—Menudo silencio —dijo el místico.
Mientras lo decía, dicho silencio fue roto por el sonido de alguien que chillaba en su celda, un alarido de rabia y tristeza que se extendió sin obstáculos durante el resto de la noche, como si quisiera borrar de los muros de ladrillo gris la alegría que los había manchado momentáneamente.