Capítulo 16
1
Desde la reunión en la que se tratara por primera vez el asunto de la biblioteca de la Tabula Rasa, Bloxham había planeado en varias ocasiones llevar a cabo la tarea para la que se había ofrecido voluntario, y descender así a las entrañas de la torre con el fin de comprobar la seguridad de la colección. No obstante, ya lo había retrasado en dos ocasiones con la excusa de que tenía asuntos mucho más importantes en los que emplear su tiempo: en especial, la organización de la Gran Purificación de la Sociedad. Lo hubiera pospuesto una tercera vez de no ser porque salió de nuevo a colación gracias a un aparte de Charlotte Feaver, que se había mostrado igual de preocupada acerca de la seguridad de los libros y que ahora se ofrecía a acompañarlo en la investigación. Las mujeres desconcertaban a Bloxham; la atracción que ejercían sobre él siempre había quedado relegada por la incomodidad que experimentaba en su compañía; pero, de un tiempo a esa parte, experimentaba una necesidad sexual tan intensa como rara vez había sentido, si es que había llegado a hacerlo. Ni siquiera en la intimidad de sus oraciones se atrevía a confesar el motivo. La Purificación lo excitaba, aumentaba su presión sanguínea y despertaba su virilidad, y no le cabía duda alguna de que Charlotte había respondido a su pasión, aunque él no hiciera nada por mostrarla. Aceptó presto su oferta y, por sugerencia de ella, acordaron encontrarse en la torre la última noche del año saliente. Llevó una botella de champaña.
—Bien podemos divertirnos —dijo mientras descendían a través de los restos de la casa original de Roxborough, una planta que se había conservado y escondido entre las paredes más sencillas de la torre.
Ninguno de los dos se había aventurado en aquel inframundo desde hacía muchos años. Era más primitivo de lo que recordaban. Se había instalado luz eléctrica de forma rudimentaria (los pasillos estaban adornados con amasijos de cables de los que colgaban bombillas desnudas), pero aparte de eso el lugar conservaba el aspecto que había tenido en los inicios de la Tabula Rasa. Las bodegas se habían edificado con el propósito expreso de albergar la colección de la Sociedad y, por tanto, para durar hasta el fin de los tiempos. Un abanico de corredores idénticos se abría desde el pie de las escaleras, todos ellos flanqueados con estantes a ambos lados que ascendían por los muros de ladrillos hasta el techo. Las intersecciones tenían unas bóvedas muy elaboradas, pero esa era la única decoración.
—¿Abrimos la botella antes de empezar? —sugirió Bloxham.
—¿Por qué no? ¿Cómo lo bebemos?
Por toda respuesta se sacó dos copas de flauta del bolsillo. La mujer las sostuvo mientras él abría la botella, cuyo corcho apenas emitió un decoroso suspiro que se alejó por el laberinto sin atreverse a resonar. Con las copas llenas, bebieron a la salud de la Purificación.
—Ahora que estamos aquí —dijo Charlotte arrebujándose en su abrigo de piel—, ¿qué buscamos?
—Cualquier indicio de sabotaje o robo —explicó Bloxham—. ¿Nos dividimos o continuamos juntos?
—Mejor juntos —replicó ella.
Roxborough había proclamado que aquellas estanterías contenían todos y cada uno de los tomos importantes en ese hemisferio; mientras paseaban juntos, admirando las decenas de miles de manuscritos y libros, resultaba muy fácil tragarse esa baladronada.
—¿Cómo coño crees que reunieron todo esto? —preguntó Charlotte mientras caminaban.
—Me atrevería a decir que el mundo era más pequeño por aquel entonces —señaló Bloxham—. Todo el mundo conocía a todo el mundo, ¿no? Casanova, Sartori, el conde de Saint-Germain… Un grupo de capullos y farsantes.
—¿Farsantes? ¿De verdad lo crees?
—La mayoría, sí —respondió Bloxham, recreándose en el poco merecido papel de experto—. Supongo que habría uno o dos que supieran lo que estaban haciendo.
—¿Te has sentido tentado alguna vez? —le preguntó Charlotte al tiempo que enlazaba su brazo con el de él mientras proseguían la marcha.
—¿Tentado de hacer qué?
—De comprobar si algo de esto merece la pena. Intentar convocar a un sirviente o viajar a los Dominios.
La miró con total y auténtica sorpresa.
—Eso va en contra de todos los preceptos de la Sociedad —fue su respuesta.
—Eso no responde a mi pregunta —replicó, casi con brusquedad—. Te he preguntado si te has sentido tentado alguna vez.
—Mi padre me enseñó que cualquier relación con Imajica haría peligrar mi alma.
—El mío dijo lo mismo, pero creo que se arrepintió al final de no haberlo descubierto por él mismo. Quiero decir que si no es verdad, entonces no habría ningún peligro.
—Bueno, yo creo que es verdad —dijo Bloxham.
—¿Crees que existen otros Dominios?
—Ya viste a la puñetera criatura que Godolphin diseccionó delante de nosotros.
—Me descubierto una especie que no había visto antes, eso es todo. —Charlotte se detuvo y tomó al azar un libro de la estantería—. Pero a veces me pregunto si la fortaleza que protegemos no estará vacía. —Abrió el libro y de él cayó un mechón de cabello—. Tal vez todo sea una mera invención —agregó—. Sueños provocados por las drogas y fantasías. —Devolvió el libro a su lugar y se giró para enfrentarse a Bloxham—. ¿De verdad me invitaste a este lugar para comprobar su seguridad? —murmuró—. Porque me sentiría muy decepcionada si fuera así.
—No solo por eso —respondió.
—Bien —replicó y continuó, adentrándose cada vez más en el laberinto.
2
A pesar de que Jude había recibido muchas invitaciones para distintas fiestas de Año Nuevo, no se había comprometido con ninguna; hecho por el cual, después de las penalidades que el día había traído consigo, se sentía muy agradecida. Se ofreció a quedarse con Clem después de que se llevaran el cadáver de Taylor de la casa; pero él había rechazado la oferta con tranquilidad, argumentando que necesitaba estar a solas. No obstante, se sintió mejor al saber que Jude estaría al otro lado del teléfono por si la necesitaba, y dijo que la llamaría en caso de ponerse demasiado sentimental.
Una de las fiestas a la que la habían invitado se celebraba en la casa que estaba enfrente de su apartamento, y, a juzgar por lo acaecido en años anteriores, se convertiría en un caos. Ella misma había asistido varias veces, pero aquella noche no supondría ningún problema quedarse sola. No se sentía de humor para confiar en el futuro, si es que el Año Nuevo traía algo diferente de lo que había ofrecido el viejo.
Cerró las cortinas con la esperanza de que su presencia pasara desapercibida, prendió algunas velas, puso de fondo un concierto de flauta y comenzó a preparar una cena ligera. Mientras se lavaba las manos, se dio cuenta de que estas habían quedado impregnadas con un poco de polvo procedente de la piedra. Esa tarde se había sorprendido a sí misma jugando con la piedra varias veces; la guardaba al instante en uno de los bolsillos, pero al cabo de unos minutos volvía a estar en sus manos. ¿Por qué no había advertido el color que le dejaba hasta ese momento? No tenía respuesta para eso. Se frotó las manos bajo el grifo para quitarse el polvo, pero cuando fue a secárselas se dio cuenta de que el color era incluso más brillante. Fue al cuarto de baño para examinar aquel fenómeno con más luz. No era polvo, como había creído en un principio. El pigmento parecía estar en su propia piel, como un tinte de henna. Se extendía hacia sus muñecas, lugar que no había entrado en contacto con la piedra, de eso estaba segura. Se quitó la camisa y, para su sorpresa, descubrió también manchas irregulares de color en los codos. Comenzó a hablar consigo misma, algo que solía hacer cuando estaba confundida.
—¿Qué coño es esto? ¿Me estoy volviendo azul? Es ridículo.
Tal vez ridículo, pero nada divertido. El pánico le hizo un nudo en el estómago. ¿Le habría pegado la piedra alguna enfermedad? ¿Sería esa la razón por la que Estabrook la había envuelto con tanto cuidado y la había escondido?
Abrió el grifo de la ducha y se desnudó. No encontró más marcas en su cuerpo, cosa que le deparó cierto consuelo. Una vez que el agua cayó casi hirviendo, se metió en la bañera, agarró una esponja y comenzó a frotar las manchas de color. La combinación de calor y pánico que le atenazaba el estómago la estaba mareando y temió desmayarse, de modo que cuando no se había frotado más que la mitad del cuerpo tuvo que salir de la bañera y abrir la puerta del cuarto de baño para que entrara un poco de aire fresco. Sin embargo, su palma resbalaba sobre el picaporte circular de la puerta y, entre maldiciones, se dedicó a buscar una toalla para quitarse el jabón de las manos. Al hacerlo, captó su reflejo en el espejo. Tenía el cuello azul. La piel que rodeaba sus ojos era azul. Su frente estaba azul, justo hasta la raíz del cabello. Se alejó de aquella imagen tan grotesca y se apretó contra los azulejos empañados de vapor.
—Esto no es real —dijo en voz alta.
Buscó de nuevo el tirador y lo agarró con la fuerza suficiente para abrir la puerta. El frío le puso la piel de gallina de pies a cabeza, pero le dio la bienvenida. Tal vez eso disipara la alucinación. Temblando de frío, huyó de aquel reflejo hacia el refugio iluminado por las velas de la sala de estar. Allí, en mitad de la mesa auxiliar, yacía el trozo de piedra azul cuyo ojo le devolvía la mirada. Ni siquiera recordaba haberla sacado del bolsillo, y mucho menos haberla dejado sobre la mesa de aquella forma tan estudiada, con las velas alrededor. Su presencia le hizo vacilar en la puerta. De repente le tenía miedo, como si poseyera la mirada de un basilisco y tuviera el poder de convertirla en piedra. Si lo que le ocurría se debía a aquel objeto, era demasiado tarde para evitarlo. Cada vez que había girado la piedra se había encontrado con su mirada. Guiada por el fatalismo se acercó a la mesa, cogió la piedra y, sin darle tiempo a que volviera a obsesionarla, la arrojó contra la pared con todas sus fuerzas.
En cuanto salió disparado de su mano, el artefacto le otorgó el lujo de saber que había cometido un error. La piedra se había apoderado de la estancia en su ausencia, se había convertido en algo más real que la mano que la había lanzado y que la pared contra la que estaba a punto de estrellarse. El tiempo era su lugar de recreo, así como el espacio era su juguete, y al buscar su destrucción ella haría que el tiempo y el espacio se dispersaran.
Ya era demasiado tarde para deshacer la equivocación. La piedra impactó contra la pared con un ruido sordo y seco; y, en ese mismo instante, se vio arrancada de su cuerpo, con tanta certeza como si alguien hubiera metido una mano en su cabeza, hubiera agarrado su conciencia y la hubiese tirado por la ventana. Su cuerpo permaneció en la habitación que acababa de dejar, ajeno al viaje que ella estaba a punto de emprender. El único sentido que le quedaba era la vista. Y era suficiente. Se deslizó por encima de la sombría calle, que parecía húmeda a la luz de las farolas, hacia los escalones de la casa que había frente a la suya. Cuatro asistentes a la fiesta (tres hombres jóvenes con una jovencita achispada en el centro) esperaban a que les abrieran, al tiempo que uno de ellos golpeaba con insistencia la puerta. Mientras aguardaban, el más fornido besaba a la chica y le manoseaba los pechos. Jude advirtió los destellos de incomodidad que subyacían bajo las risas de la muchacha; vio cómo sus puños se cerraban en vano mientras su pretendiente presionaba la lengua contra sus labios; después la vio abrir la boca para él, con más resignación que lujuria. Cuando la puerta se abrió y los cuatro se adentraron en el caos de la celebración, volvió a emprender la marcha; se alzó por encima de las azoteas mientras volaba y caía en picado una y otra vez para vislumbrar los demás dramas que se desarrollaban en las casas que dejaba atrás.
Al igual que la piedra que la había enviado a aquella misión, todos eran fragmentos: trocitos de dramas que apenas si podía adivinar. Una mujer en una habitación del piso superior, con la mirada fija en un vestido que yacía sobre una cama deshecha; otra junto a una ventana, llorando con los ojos cerrados mientras se mecía al ritmo de una música que Jude no podía oír; y otra más que se levantó de una mesa repleta de invitados, de repente enferma por algo. No conocía a ninguna de esas mujeres, pero todas le resultaban familiares. Aun a pesar de que apenas recordaba su vida, se había sentido como alguna de ellas en algún momento: abandonada, impotente, anhelante. Fue entonces cuando empezó a entrever de qué iba todo aquello. Pasaba de atisbo a atisbo como si fueran fragmentos de su propia vida y encontraba su propio reflejo en mujeres de todas clases y tipos.
En una oscura callejuela a las espaldas de King’s Cross vio a mujer trabajándose a un hombre en el asiento delantero de su coche; estaba inclinada para meterse la dura verga rosada entre los labios, del color de la sangre menstrual. Ella también había hecho eso, o algo parecido, porque deseaba ser amada. Y la mujer que pasó con el coche a toda velocidad, la que contempló el desfile de putas y se sintió enferma al verlas, esa también era ella. Y aquella belleza que provocaba a su amante para que saliera bajo la lluvia. Y la virago que aplaudía desde arriba, borracha. Ella había hecho acto de presencia en todas esas vidas, o esas vidas lo habían hecho en la suya propia.
Su viaje se acercaba al final. Había alcanzado un puente desde el que habría sido posible admirar una panorámica de la ciudad si no fuera porque la lluvia en aquella zona era más intensa que en Notting Hill y no se veía nada a lo lejos. Su mente no se detuvo, sino que continuó a través del aguacero —sin sentir frío, sin mojarse— hacia una torre oscura que se alzaba escondida tras una línea de árboles. Perdió velocidad y se enredó en el follaje como un pajarillo ebrio, cayó al suelo y se hundió en una absoluta y húmeda oscuridad.
Sintió un momento de pánico al creer que iba a quedar enterrada en vida en aquel lugar; después, la oscuridad cedió ante la luz y atravesó el techo de una especie de bodega. Sin embargo, las paredes no estaban cubiertas con toneles de vino, sino repletas de estanterías. Había bombillas colgadas del techo de los pasillos, pero el aire seguía siendo denso; no a causa del polvo, sino debido a algo que ella apenas conseguía comprender. El lugar emanaba espiritualidad, emanaba poder. No había sentido nada parecido en toda su vida: ni en la basílica de San Pedro, ni en la catedral de Chartres ni en el duomo de Milán. Le hizo desear volver a materializarse, dejar de ser una mente ambulante y poder caminar por allí. Poder tocar los libros, los ladrillos. Poder oler el aire. Olería a polvo, pero qué polvo… Cada mota contendría la sabiduría de todo un planeta por el mero hecho de flotar en aquel espacio sagrado.
Una sombra en movimiento llamó su atención, de modo que se desplazó hacia ella por el pasillo, preguntándose entretanto qué libros serían los que allí se almacenaban por todos sitios. La sombra de más adelante, que había tomado por la de una persona, era en realidad la de dos seres enlazados apasionadamente. La mujer estaba de espaldas a los libros, con los brazos alzados para sujetarse al estante que tenía más arriba. Él, con los pantalones bajados hasta los tobillos, emitía cortos jadeos que acompasaban las acometidas de sus caderas. Los dos tenían los ojos cerrados. Desde luego, ninguno consideraría muy afrodisíaco mirar al otro. ¿Sería ese polvo lo que había ido a ver? Bien sabía Dios que no había nada en su desempeño que pudiera excitarla o enseñarle algo. Con toda seguridad, el ojo azul no la había transportado por toda la ciudad recopilando historias de mujeres para acabar presenciando aquel patético interludio. Debía de haber algo que se escapaba a su comprensión. ¿Tal vez algo oculto en la conversación? No. Solo eran jadeos. ¿En los libros que se apilaban en las estanterías detrás de ellos? Quizá.
Se acercó más para inspeccionar los títulos, pero su mirada pasó de largo por los lomos para fijarse en la pared contra la que reposaban. Los ladrillos eran del mismo material sencillo que los del pasillo. No obstante, en el cemento lucía una mancha que ella reconoció: un azul inconfundible. Nerviosa, hizo avanzar su mente más allá de los amantes y los libros, a través de los ladrillos. Estaba oscuro al otro lado, mucho más oscuro que la tierra que había atravesado para llegar a aquel lugar secreto. No se trataba de oscuridad por mera falta de luz, sino de desesperación y pesar. Su primera reacción instintiva fue retroceder, pero otra presencia la hizo detenerse: una forma, apenas reconocible en la oscuridad, que yacía sobre el suelo de aquella mugrienta celda. Se encontraba envuelta casi como en un capullo, con la cabeza tapada por completo. Las cuerdas eran tan finas como hebras de hilo y habían sido enrolladas alrededor del cuerpo con un cuidado obsesivo; sin embargo, su silueta era lo bastante discernible como para que Jude supiera con certeza que aquel cadáver, al igual que los espíritus atrapados en cada una de las estaciones de su viaje, pertenecía a una mujer.
Habían sido muy meticulosos al envolverla. Ni siquiera habían dejado un mechón de cabello o una uña al descubierto. Jude sobrevoló el cuerpo para estudiarlo. Eran casi complementarias: como cuerpo y esencia, separados eternamente; con la salvedad de que ella sí tenía un cuerpo al que regresar. Al menos, eso esperaba. Tenía la esperanza de que una vez realizado aquel estrafalario peregrinaje, y después de ver la reliquia de la pared, se le permitiera regresar a su piel tintada. A pesar de todo, algo seguía reteniéndola en aquel lugar. No eran ni la oscuridad ni las paredes, sino la sensación de que quedaba algún asunto pendiente. ¿Sería necesaria algún tipo de veneración por su parte? Y en ese caso, ¿qué tenía que hacer? Carecía de rodillas para prosternarse, y lo mismo se podría decir de sus labios para recitar hosannas. No podía inclinarse. No podía tocar la reliquia. ¿Qué más le quedaba? A menos que (y que Dios la ayudara) se metiera en esa cosa.
En el momento en que ese pensamiento tomó forma, supo que esa era la razón por la que había acabado en aquel lugar. Se había desprendido de su carne para entrar en esa prisionera del ladrillo, la cuerda y la putrefacción, en un cuerpo triplemente envuelto del que bien podría no salir nunca. Aquella idea le revolvía el estómago, pero no había llegado tan lejos para abandonar en ese momento tan solo porque aquel rito final la incomodara en demasía. Incluso si pudiera desafiar a las fuerzas que la habían llevado hasta allí y regresar a su casa y a su cuerpo en contra de la voluntad de esas fuerzas, ¿dejaría alguna vez de preguntarse a qué aventura le había dado la espalda? No era una cobarde: entraría en la reliquia y afrontaría las consecuencias.
Dicho y hecho. Su mente se lanzó hacia las cuerdas y se deslizó entre sus hebras para alcanzar el cuerpo. Había anticipado oscuridad, pero se encontró con luz en el interior; el contorno de las vísceras del cuerpo estaba claramente delineado por el brillo azulado que había llegado a reconocer como el color de todo aquel misterio. No había ni inmundicia ni corrupción. La fuente de la espiritualidad de aquel lugar, supuso, se parecía más a una catedral que a un tanatorio. No obstante, al igual que le ocurriría a una basílica, hacía mucho tiempo que su esencia estaba muerta. La sangre no corría por sus venas, el corazón no latía, los pulmones no inhalaban aire. Desplegó su mente sobre aquella anatomía inmóvil para comprobar sus dimensiones. La mujer muerta había sido voluminosa en vida, con caderas anchas y busto generoso. Sin embargo, el vendaje se había clavado en su plenitud, distorsionando las curvas de su cuerpo. Qué horribles últimos momentos habría pasado allí tendida, ciega en aquella inmundicia, mientras escuchaba cómo se erigía, ladrillo a ladrillo, su mausoleo. ¿Qué clase de crimen habría cometido para que se la condenara a semejante muerte?, se preguntó Jude. ¿Y quiénes habrían sido sus ejecutores, las personas que habían construido esa pared? ¿Habrían cantado mientras trabajaban? ¿Se habrían apagado sus voces a medida que colocaban los ladrillos? ¿O se habrían mantenido en silencio, avergonzados de su propia crueldad?
Había muchas cosas que hubiese querido saber, pero no iba a recibir ninguna respuesta. Terminó su viaje de la misma manera en que lo había empezado: con miedo y confusión. Ya era hora de salir de la momia y volver a casa. Deseó salir de aquel cuerpo azulado. Para su horror, no sucedió nada. Seguía atada a aquel lugar, prisionera dentro de otra prisionera. Que Dios la ayudara, ¿qué había hecho? Obligándose a no sucumbir a un ataque de pánico, concentró su mente en el problema y se imaginó la celda que había al otro lado de los vendajes, así como la pared que había atravesado sin esfuerzo alguno, los amantes y el pasillo que conducía a cielo abierto. Sin embargo, imaginarlo no fue suficiente. Había permitido que la abrumara la curiosidad y había desplegado su espíritu sobre el cadáver, y ahora este reclamaba el espíritu como propio.
Sintió que la inundaba la ira y dejó que se manifestara. Era una parte de ella tan reconocible como la nariz en su cara; necesitaba todo su ser, cada detalle, para darle fuerzas. Si hubiera tenido su propio cuerpo, se habría sonrojado en cuanto su corazón acompasara sus latidos al ritmo de su furia. Incluso le pareció escucharlo (el primer sonido del que fuera consciente desde que dejara la casa) latiendo desaforado. No era producto de su imaginación. Podía oírlo en el cuerpo que la rodeaba, en el temblor que recorrió el organismo que tanto tiempo llevaba inerte mientras su rabia lo devolvía a la vida. En la sala del trono de su cabeza, una mente dormida se despertó y se dio cuenta de la invasión.
Para Jude, el momento en que aquella mente desconocida (aunque dulcemente familiar) rozó la suya fue un exquisito instante de conciencia compartida. Acto seguido, fue expulsada por la psique despierta. Oyó un grito de pánico a su espalda, un sonido proveniente de la mente más que de la garganta, que la siguió mientras salía de la celda, a través del muro, más allá de los amantes (sacados de su interludio por la suciedad que cayó sobre ellos) hacia el exterior y la lluvia, hacia una noche que ya no era azul, sino negra como la boca de un lobo. El alarido de terror de la mujer la acompañó todo el camino de regreso a su casa, donde, para su inmenso alivio, la esperaba su propio cuerpo en la habitación iluminada por velas. Se deslizó en él con facilidad y permaneció en el centro de la estancia durante un par de minutos, sollozando, hasta que comenzó a temblar de frío. Buscó un camisón y se lo puso; mientras lo hacía, se dio cuenta de que sus muñecas y codos ya no estaban manchados. Fue al cuarto de baño y se miró en el espejo. Su rostro también estaba limpio.
Sin dejar de temblar, volvió a la sala de estar para buscar la piedra azul. Había un agujero considerable allá donde el impacto había roto la escayola de la pared. La piedra en sí no había sufrido daños y se encontraba en el suelo, frente a la chimenea. No la recogió. Ya había tenido bastante de aquel delirio por una noche. Evitando su funesta mirada lo mejor que pudo, la cubrió con un cojín. Al día siguiente pensaría en algo para deshacerse de esa cosa. Esa noche necesitaba contarle a alguien lo que le había sucedido antes de que ella misma lo pusiera en duda. Alguien lo bastante loco como para no descartar de buenas a primeras su relato; alguien que ya tuviera cierta fe. Cortés, por supuesto.