Capítulo 21

1

El Retiro de la propiedad Godolphin había sido construido en una época en la que estaba de moda la construcción de edificios inservibles, cuando los herederos de los ricos y poderosos, sin guerras que los distrajesen, se divertían malgastando las riquezas de las generaciones pasadas mediante la construcción de edificios cuya única función era la de inflar aún más sus propios egos. La mayoría de estas edificaciones ridículas, diseñadas sin tener en cuenta los principios básicos de la arquitectura, se convirtieron en polvo antes incluso que sus propios diseñadores. Unas cuantas, sin embargo, alcanzaron cierto prestigio (aun cuando fueran víctimas del abandono), ya fuese porque alguna persona relacionada con el edificio había vivido o muerto con cierto grado de notoriedad o por haber sido el escenario de algún tipo de drama. El Retiro se encuadraba en ambas categorías. Su arquitecto, Geoffrey Light, había muerto seis meses después de haber concluido su obra, ahogado por un vergajo en los páramos de West Riding en Yorkshire. Semejante atrocidad atrajo cierto grado de atención, al igual que la desaparición del patrón de Light, lord Joshua Godolphin, de la escena pública. El deterioro de la salud mental de Godolphin fue tema de conversación en la corte y en los cafés durante muchos años. Ya en el apogeo de su fama, había sido fuente de constantes cotilleos, sobre todo porque solía buscar la compañía de ciertos magos. Cagliostro, el Conde de Saint-Germain e, incluso, Casanova (que, según decían, era un taumaturgo sin igual) habían pasado temporadas en su propiedad, como también lo había hecho una infinidad de practicantes mucho menos conocidos.

Su Señoría no mostraba intención alguna de mantener en secreto esas oscuras investigaciones, aunque el trabajo que en realidad estaba desarrollando nunca llegó a oídos de los chismosos. Todos suponían que se relacionaba con esos charlatanes por el simple entretenimiento que le proporcionaban. Cualquiera que fuese el motivo, el hecho de que se retirara de la vida pública de un modo tan precipitado atrajo más atención sobre su último capricho: la capilla que Light había construido siguiendo sus instrucciones. Un año después del fallecimiento del ahogado arquitecto, salió a la luz un diario que supuestamente le había pertenecido y que contenía numerosas notas acerca de la construcción del Retiro. Fuera o no auténtico, la lectura resultó ser de lo más extraña. Los cimientos se habían dispuesto, según allí se decía, bajo la influencia de ciertas estrellas que se creían especialmente propicias; los albañiles, que habían sido contratados en decenas de ciudades diferentes, habían prometido guardar silencio con un juramento solemne. Las propias piedras habían sido bautizadas una por una con una mezcla de leche y olíbano; y, además, se había permitido que un cordero vagara en tres ocasiones por el edificio a medio construir, con el fin de emplazar tanto el altar como la pila bautismal en aquellos lugares donde el animal posara su inocente cabeza.

Como no podía ser de otro modo, todos estos detalles no tardaron en ser corrompidos por las innumerables repeticiones que sufrió la historia, de la misma manera que el edificio acabó adquiriendo un carácter satánico. Se llegó a decir que se había usado la sangre de varios niños para ungir el altar y que la tumba de un perro rabioso había marcado el emplazamiento de este. Era bastante improbable que lord Godolphin, encerrado tras los altos muros de su santuario, llegara a enterarse de semejantes rumores hasta que, un mes de septiembre dos años después de su retiro, los habitantes de Yoke (el pueblo más cercano a la propiedad), que necesitaban un chivo expiatorio al que culpar de las malas cosechas y a quienes habían enardecido desde el púlpito de la parroquia con un pasaje de Ezequiel, se tomaron la tarde del domingo para organizar una cruzada en contra del trabajo del Diablo y saltaron los muros de la propiedad con el fin de echar abajo el Retiro. No encontraron ni una sola de las blasfemias prometidas: ni cruces invertidas ni altares cubiertos con sangre virginal. No obstante, ya que habían traspasado sin permiso los límites de la propiedad, y debido a la frustración, se dispusieron a inflingir todo el daño posible, hasta que, finalmente, prendieron un fardo de heno en el centro del gran mosaico. Lo único que consiguieron las llamas fue teñir de negro el lugar, y así fue cómo el Retiro se ganó el apelativo que recibiría a partir de entonces: la Capilla Negra… o el Pecado de Godolphin.

2

Si Jude no hubiera tenido idea alguna acerca de la historia de Yoke, podría haber buscado reminiscencias de esta en el pueblo mientras lo atravesaba en coche. Tendría que haber mirado con atención, pero los signos estaban ahí. Se podían contar con los dedos de la mano las casas que no tenían una cruz grabada en la piedra central del arco de entrada o la marca de una herradura sobre el umbral. Si hubiera tenido tiempo para demorarse en el cementerio, habría descubierto apelaciones a Dios inscritas en las lápidas para que mantuviese apartado al Diablo de los vivos al tiempo que acogía las almas de los muertos en su Regazo; y, en el tablón situado junto a las puertas de la iglesia, habría visto un cartel que anunciaba el sermón del próximo domingo: «El Cordero en nuestras vidas», como si así pudieran desvanecer cualquier pensamiento acerca del macho cabrío de los infiernos.

Sin embargo, no vio ninguna de estas señales. Su atención se dividía entre el hombre que iba a su lado y la carretera, y también, de tanto en tanto, en alguna que otra palabra de consuelo dirigida al perro que los acompañaba en el asiento trasero. Llevar a Estabrook para que la guiara hasta ese lugar había sido una inspiración repentina, aunque la idea no carecía de cierta lógica: ella le proporcionaría libertad durante un día, lo sacaría de la rancia y sofocante atmósfera de la clínica para que pudiera disfrutar del aire de enero. Esperaba que, una vez que salieran de allí, el hombre le hablara con más libertad de su familia y, en especial, de su hermano Oscar. ¿Y qué mejor lugar para preguntar de forma inocente acerca de los Godolphin y su historia que los terrenos de la casa que habían construido los antepasados de Charlie?

La propiedad quedaba más o menos a un kilómetro del pueblo, al final de un camino privado que conducía a una verja cubierta, aun en esa época del año, por un ejército verde de arbustos y enredaderas. Las puertas en sí habían desaparecido mucho tiempo atrás y en su lugar se había alzado una protección mucho menos elegante contra los intrusos; tablones y planchas onduladas de hierro, cubierto todo por un amasijo de alambre de púas. No obstante, las tormentas de principios de diciembre habían echado abajo parte de la barricada; por lo que, en cuanto aparcó el coche y se acercaron a la puerta de entrada (con Piel a la cabeza, saltando y ladrando alegremente), resultó evidente que tendrían el acceso garantizado siempre y cuando estuvieran dispuestos a apartar zarzas y ortigas.

—Qué panorama más triste —comentó ella—. Debió de ser un lugar magnífico.

—Yo siempre lo he visto así —contestó Estabrook.

—¿Despejo el camino? —sugirió ella al tiempo que cogía una rama caída y le quitaba las ramitas más pequeñas para apartar las zarzas.

—No, déjame a mí —se ofreció Charlie, y le quitó el palo de la mano para comenzar a abrirse camino entre las ortigas sin compasión alguna.

Jude siguió el sendero verde que él iba abriendo; la euforia cobraba más fuerza en su interior a medida que se acercaban a las verjas, si bien achacó la sensación al espectáculo que ofrecía Estabrook tan metido de lleno en la aventura. No se parecía en nada al cascarón que había visto desplomado en una silla dos semanas atrás. Mientras trepaba sobre los montones de ramas caídas, él le ofreció la mano y, como dos amantes que fueran en busca de un lugar íntimo, sortearon la valla destrozada y se adentraron en la propiedad.

Jude esperaba encontrarse con una perspectiva despejada: un camino que atrajera la atención hacia la propia casa. De hecho, en otra época tal vez hubiera sido así. Sin embargo, tras doscientos años de locura ancestral, de negligencia y de una administración desastrosa, el caos se había adueñado de la simetría y el parque se había convertido en un terreno agreste. Lo que una vez fuesen bosquecillos estratégicamente distribuidos para disfrutar de unos románticos encuentros a la sombra se habían extendido para transformarse en densos bosques. Lo que otrora fueran parterres de césped recortados a la perfección se habían convertido en un amasijo de malezas. Algunas familias pertenecientes a la nobleza terrateniente, ante la incapacidad de mantener económicamente las casas señoriales, habían transformado sus propiedades en parques de safari y habían importado animales salvajes desde los lugares exóticos del desaparecido Imperio Británico, que ahora vagaban allí donde pastaran los ciervos en tiempos mejores. A ojos de Jude, el efecto de semejantes esfuerzos no dejaba de ser absurdo. Los parques estaban demasiado bien cuidados, y los robles y los sicomoros no eran el fondo más adecuado para los leones o los babuinos. Sin embargo, reflexionó, en aquel lugar sí era posible imaginarse a las bestias salvajes deambulando. Era una especie de paisaje extranjero colocado en mitad de Inglaterra.

Había un largo trecho hasta llegar a la casa, pero Estabrook ya se había puesto en marcha, con Piel a la vanguardia en papel de explorador. ¿Qué imágenes habría en la mente de Charlie que lo impulsaban con semejante entusiasmo?, se preguntó Jude. Tal vez fuese el pasado, ¿habría visitado el lugar cuando era niño? ¿O acaso se remontara a mucho tiempo atrás, a la época gloriosa de High Yoke, cuando el camino que pisaban en esos momentos estaba cubierto de grava rastrillada y la casa que los esperaba era un lugar de reunión para los ricos y los poderosos?

—¿Venías mucho cuando eras pequeño? —le preguntó, mientras se abrían camino entre la hierba.

Él se dio la vuelta con una especie de desconcierto momentáneo, como si hubiera olvidado que había alguien detrás.

—No mucho —le dijo—. Aunque me gustaba. Era como un patio de recreo. Después pensé en venderlo, pero Oscar nunca me lo permitió. Pero, por supuesto, tenía sus razones…

—¿Y cuáles eran? —le preguntó a la ligera.

—Si te digo la verdad, me alegro de haberlo dejado desatendido. Así es mucho más hermoso.

Y continuó la marcha, blandiendo la rama como si de un machete se tratara. A medida que se acercaban a la casa, Jude comprobó el lamentable estado en el que se encontraba el edificio: no había ventanas, el tejado había quedado reducido al armazón de las vigas de madera y las puertas se balanceaban en sus goznes con la misma inestabilidad que un borracho. Aquel cúmulo de circunstancias resultaría triste en cualquier casa, pero, en un lugar que antes fuese tan magnífico, el efecto rayaba en la tragedia. El sol ganaba fuerza según se retiraban las nubes y, para cuando atravesaron el porche, sus rayos ya atravesaban la celosía del tejado y las sombras geométricas que creaba en el piso inferior realzaban el estado lamentable del interior de la casa. La escalera, a pesar de no ser más que un montón de escombros, aún se alzaba hasta la altura del primer descansillo que antaño estuviera dominado por una vidriera digna de una catedral. Ahora estaba destrozada por las ramas de un árbol que cayó muchos inviernos atrás y cuyas blanquecinas extremidades seguían esparcidas en el lugar donde el señor y su dama se habrían detenido mientras bajaban las escaleras para recibir a sus invitados. El revestimiento de madera del vestíbulo y de los pasillos seguía intacto, y las tablas del parqué parecían sólidas bajo sus pies. A pesar del ruinoso estado del tejado, la estructura no parecía inestable. La mansión había sido construida para servir eternamente a los Godolphin, y la fertilidad, tanto de la tierra como de sus varones, debía ser la encargada de preservar el apellido hasta que el sol se extinguiera. Era la carne la que había fallado, no la tierra.

Estabrook y Piel se alejaron en dirección al comedor, que tenía el tamaño de un restaurante. Jude los siguió durante un trecho, pero descubrió que la escalera reclamaba su atención. Los datos que conocía acerca del periodo durante el cual la casa había gozado de su máximo esplendor eran los que había adquirido de las películas y de la televisión, pero su imaginación aceptó el desafío con un entusiasmo asombroso y comenzó a recrear escenas tan vividas que acabaron por desplazar a la deprimente realidad, Cuando subió las escaleras y cedió a sus sueños aristocráticos, no sin cierto sentimiento de culpa, vio el recibidor iluminado por el resplandor de las velas, escuchó las risas del piso superior y, mientras descendía, oyó el susurro de la seda provocado por el roce de su vestido sobre la alfombra. Alguien la llamó desde la puerta de entrada y se dio la vuelta esperando encontrarse con Estabrook, pero la voz debió de ser imaginaria, de igual forma que lo era el nombre. Nadie la había llamado nunca «Nectarina».

El incidente la asustó un poco, por lo que se marchó en busca de Estabrook, no solo porque deseaba regresar a la sólida realidad, sino también por el simple hecho de estar acompañada. Lo encontró en mitad de lo que tal vez fuese en otra época un salón de baile. Una hilera de ventanas, que se alzaba desde el suelo hasta el techo, ofrecía una panorámica de las diferentes terrazas y jardines, incluido un ruinoso mirador. Jude se acercó a Estabrook y entrelazó su brazo con el de él. Sus alientos se convirtieron en una única nube de vapor que el sol tiñó de dorado a través de los cristales hechos añicos.

—Debió de ser muy hermoso —dijo ella.

—Estoy seguro de ello. —Charlie aspiró el aire por la nariz con brusquedad—. Pero nunca volverá a serlo.

—Puede restaurarse.

—Costaría una fortuna.

—Pero tú tienes una fortuna.

—No tan grande como la que haría falta.

—¿Y Oscar?

—No. Esto es mío. Él puede ir y venir, pero la propiedad es mía. Esa condición fue parte del trato.

—¿Qué trato? —preguntó ella. Él no respondió, así que lo presionó, echando mano tanto de las palabras como de la proximidad—. Cuéntamelo —lo instó—. Comparte ese secreto conmigo.

Charlie respiró hondo antes de contestar.

—Oscar es más joven que yo y, según una tradición familiar que se remonta a la época en la que la casa estaba intacta, es el primogénito o la hija mayor, en caso de que no haya ningún varón, quien debe convertirse en miembro de una sociedad llamada «Tabula Rasa».

—Nunca había oído hablar de ella.

—Y estoy convencido de que hubiesen querido que siguiera siendo así. No debería contarte nada de esto, pero ¿qué coño importa? Ya me da igual. Todo es agua pasada. Bueno…, se suponía que era yo el que debía unirme a la Tabula Rasa, pero mi padre me pasó por alto en favor de Oscar.

—¿Por qué?

Charlie le dedicó una pequeña sonrisa.

—Lo creas o no, me tacharon de inestable. ¡A mí! ¿Te lo puedes creer? Temían que cometiera una indiscreción. —La sonrisa se convirtió en una carcajada—. Bueno, pues que les den por culo a todos. Ahora sí que voy a ser indiscreto.

—¿Y a qué se dedica la Sociedad?

—Se fundó para prevenir…, a ver si recuerdo las palabras exactas…, para prevenir «que el suelo de Inglaterra sea contaminado». Joshua amaba a Inglaterra.

—¿Joshua?

—El Godolphin que construyó esta casa.

—¿Y a qué contaminación se refería?

—¿Quién sabe? ¿A los católicos? ¿A los franceses? Estaba loco, como la mayoría de sus amigos. Las sociedades secretas estaban de moda en aquellos tiempos.

—¿Y todavía sigue funcionando?

—Supongo que sí. No suelo hablar mucho con Oscar, y cuando lo hago no hablamos de la Tabula Rasa. Es un hombre extraño. De hecho, está mucho más loco que yo. Lo que ocurre es que sabe disimularlo mejor.

—Tú lo disimulabas muy bien, Charlie —le recordó ella.

—He sido un imbécil. Debería haberte demostrado lo loco que estaba. Puede que así hubiera logrado mantenerte a mi lado. —Alzó las manos hacia el rostro de Jude—. Fui un estúpido, Judith. Me considero afortunado por haber obtenido tu perdón, aún no me lo puedo creer.

A Jude le provocó una punzada de culpabilidad ver a su ex marido tan conmovido a causa de sus maquinaciones. Aunque, al menos, su plan había dado fruto. Ahora tenía dos nuevas piezas del rompecabezas: la Tabula Rasa y su raison d’être.

—¿Crees en la magia? —preguntó ella.

—¿Le preguntas al viejo Charlie o al nuevo?

—Al nuevo. Al loco.

—En ese caso, sí, me parece que creo en ella. Cuando Oscar me traía sus regalitos solía decirme: «para que disfrutes de un trocito del milagro». Y yo solía deshacerme de casi todos ellos, salvo de esos que tú encontraste. No quería saber de dónde los sacaba.

—¿Nunca le preguntaste? —siguió ella.

—Al final lo hice. Una noche que estaba borracho, después de que me abandonaras, vino a verme con ese libro que encontraste en la caja fuerte y le pregunté sin rodeos de dónde sacaba todas esas porquerías. No estaba preparado para creer lo que me contó. ¿Sabes qué me hizo enfrentarme a la verdad?

—No. ¿Qué fue?

—El cadáver de los brezales. Te lo he contado, ¿no es cierto? Los observé durante dos días cavando en el lodo bajo la lluvia mientras pensaba: «¡vaya mierda de vida! No hay modo de escapar de ella a no ser que la abandones con los pies por delante». Estaba preparado para cortarme las venas, probablemente lo habría hecho si tú no hubieses aparecido, y entonces recordé lo que sentí la primera vez que te vi. Recordé esa sensación que tuve de que estaba ocurriendo un milagro, de que realmente estaba reclamando algo que había perdido. Y pensé que si creía en ese milagro, bien podía creer en todos. Incluso en los de Oscar. Incluso en sus cuentos sobre Imajica, los Dominios de Imajica, sus habitantes y sus ciudades. Me limité a pensar: «¿por qué no… aceptarlo todo antes de que sea demasiado tarde? Antes de convertirme en un cadáver abandonado bajo la lluvia».

—No morirás bajo la lluvia.

—No me importa dónde muera, Jude; me importa dónde vivo y quiero vivir con un poco de esperanza. Quiero vivir contigo.

—Charlie —lo reprendió con suavidad—, no deberíamos hablar de eso ahora.

—¿Y por qué no? ¿Es que habrá un momento mejor que este? Sé que me trajiste aquí porque tienes muchos interrogantes para los que buscas respuestas, y no te culpo. Si hubiese visto que ese puto asesino venía a por mí, en estos momentos sería yo el que estaría haciendo las preguntas. Pero piénsalo, Jude, eso es todo lo que te pido. Piensa si el nuevo Charlie se merece un poco de tu tiempo. ¿Lo harás?

—Sí, lo haré.

—Gracias —le contestó y, acto seguido, alzó la mano de Jude que descansaba sobre su brazo y le besó los dedos—. Ya has oído casi todos los secretos de Oscar —continuó—. También puedes enterarte del resto. ¿Ves ese bosquecillo que hay allí, cerca del muro? Es su diminuta estación de ferrocarril, donde coge el tren adondequiera que vaya.

—Me gustaría verla.

—¿Le apetece dar un paseo hasta allí, señora? —le preguntó—. ¿Dónde se ha metido el perro? —Silbó y Piel llegó dando saltos y alzando nubes de polvo dorado—. Perfecto, vayamos a tomar el aire.

3

La tarde era tan brillante que no resultaba difícil imaginarse lo maravilloso que sería ese lugar, incluso a pesar de su estado de deterioro, cuando llegase la primavera o a mitad de verano, con las semillas de diente de león y el canto de los pájaros flotando en el aire, y esas noches largas y fragantes. Si bien estaba ansiosa por ver el lugar que Estabrook había descrito como «la estación de ferrocarril de Oscar», no apresuró el paso. Tal y como Charlie había sugerido, se limitaron a pasear, tomándose su tiempo para echar una mirada apreciativa a la casa. Parecía mucho más grandiosa desde esa perspectiva, gracias a las terrazas que ascendían en suave pendiente hacia las cristaleras del salón de baile. Aunque el bosque que aparecía ante ellos no era demasiado extenso, la maleza y la densidad de los árboles les impidieron ver su destino hasta que estuvieron bajo el dosel de las ramas, sobre los restos húmedos y podridos de las últimas hojas de septiembre. Solo entonces comprendió Jude a qué edificio se acercaba. Lo había visto innumerables veces, dibujado a escala y colgado delante de la caja fuerte.

—El Retiro —dijo.

—¿Lo has reconocido?

—Por supuesto.

Sobre sus cabezas, los pájaros cantaban en las ramas, desorientados por la agradable temperatura que los invitaba a entregarse al cortejo. Cuando Jude alzó la mirada, le pareció que las ramas formaban una bóveda decorativa sobre el Retiro, como si imitaran la cúpula del edificio. La bóveda, sumada a los trinos, confería al lugar un ambiente casi sagrado.

—Oscar lo llama la «Capilla Negra» —le explicó Charlie—. No me preguntes por qué.

No tenía ventanas y, desde ese lado, no se veía ninguna puerta. Tuvieron que caminar unos metros a su alrededor para dar con la entrada. Piel jadeaba en el escalón de la puerta, pero cuando Charlie la abrió, el animal se negó a pasar.

»Cobarde —le dijo Charlie, que traspasó el umbral por delante de Jude—. Es un lugar bastante seguro.

La sensación de espiritualidad que había percibido en el exterior era mucho más intensa allí dentro; sin embargo, a pesar de todo lo que había experimentado desde que Pai’oh’pah tratara de matarla, no estaba preparada para enfrentarse con el misterio. Su propia contemporaneidad era una carga. Deseaba poder recurrir a alguna parte de sí misma que hubiera quedado olvidada en la frustrante historia de su vida y que estuviese mucho mejor preparada para enfrentarse al presente. Charlie tenía a sus parientes, aunque hubiera renunciado a su apellido. Los zorzales que cantaban en las ramas eran idénticos a los que habían cantado en ese mismo lugar desde que las ramas fueron lo bastante fuertes como para sostenerlos. Sin embargo, ella iba a la deriva, no se parecía a nadie; ni siquiera a la mujer que había sido seis semanas antes.

—No te pongas nerviosa —le dijo Charlie, invitándola a pasar.

El volumen de su voz no parecía ser apropiado para el lugar; sus palabras resonaron por la amplia estancia circular y regresaron a su dueño amplificadas. Él no le dio importancia alguna. Tal vez, esa indiferencia se debiera a la familiaridad con el lugar, pero Jude no lo creía así. A pesar de todo, a pesar de ese discurso sobre los milagros y lo de creer en ellos, Charlie seguía siendo un hombre pragmático, centrado en los hechos concretos. Jude podía sentir con claridad las fuerzas que se movían allí, fueran cuales fuesen, pero Estabrook parecía totalmente ajeno a su presencia.

Cuando se aproximaba al Retiro, había creído que el lugar carecía de ventanas, pero se había equivocado. En la intersección entre el muro y la cúpula se abría un anillo de ventanas, como un halo que rodeara a la perfección el cráneo de la capilla. A pesar de su pequeño tamaño, dejaban pasar la suficiente luz del sol como para que los rayos llegasen hasta el suelo y se reflejaran en mitad de la estancia, cubriendo así el mosaico con una bruma luminosa. Si de verdad la capilla era un punto de partida, el andén debía de ser ese lugar sublime.

—No tiene nada de especial, ¿verdad? —comentó Charlie.

Estaba a punto de expresar su desacuerdo y explicarle de algún modo lo que sentía, cuando Piel comenzó a ladrar en el exterior. No se trataba de los ladridos alegres con los que había anunciado el descubrimiento de cada nuevo lugar que marcar con una meada a lo largo del camino, sino de un aviso de peligro. Judith corrió hacia la puerta, pero el trance en que la había sumido la capilla aminoró su respuesta y Charlie salió antes de que ella pudiera llegar al escalón de entrada. Gritó al perro para que se callara y este lo obedeció al instante.

—¿Charlie? —lo llamó ella.

No obtuvo respuesta. Sin los ladridos de Piel se dio cuenta de que estaba rodeada por un absoluto silencio. Los pájaros habían dejado de cantar.

De nuevo lo llamó:

—¿Charlie?

Y, en cuanto acabó de pronunciar el nombre, alguien subió el escalón. Pero no se trataba de Charlie; ese hombre, fornido y con barba, era un completo extraño. No obstante, su cuerpo respondió ante él con una sensación de reconocimiento, exactamente igual que lo haría ante un amigo largo tiempo perdido. Podría haber comenzado a dudar de su propia cordura de no haber visto que sus sentimientos encontraban eco en el rostro del desconocido. El hombre la miraba con los párpados entornados y la cabeza ligeramente inclinada.

—¿Tú eres Judith?

—Sí. ¿Quién eres tú?

—Oscar Godolphin.

Ella tomó una honda bocanada de aire, intentando normalizar la respiración.

—¡Vaya, gracias a Dios! —exclamó—. Me has asustado. Creí que… No sé lo que me imaginé. ¿Es que el perro ha intentado atacarte?

—Olvídate del perro —le dijo mientras entraba en la capilla—. ¿Nos hemos visto antes?

—No lo creo —contestó ella—. ¿Dónde está Charlie? ¿Le ha pasado algo?

Godolphin continuó acercándose sin aminorar el paso.

—Esto lo lía todo —dijo.

—¿Cómo?

—El hecho de… conocerte. Seas quien seas. Lo embrolla todo.

—No veo por qué —respondió—. Siempre he querido conocerte y le he pedido a Charlie en varias ocasiones que nos presentara, pero nunca se mostró muy inclinado a hacerlo… —Continuó parloteando, tanto para defenderse de la evaluación a la que la estaba sometiendo el hombre como con fines comunicativos. Tenía la impresión de que si guardaba silencio, se olvidaría de sí misma por completo y se convertiría en una posesión de ese hombre—. Me alegra muchísimo poder hablar contigo al fin. —Oscar estaba tan cerca que, si alargaba el brazo, podría tocarla. Ella le tendió la mano a modo de saludo—. Es un verdadero placer —concluyó.

En el exterior, el perro comenzó a ladrar de nuevo y, en esa ocasión, su algarada fue seguida de un grito.

—¡Ay, Dios, le ha mordido a alguien! —dijo Jude, antes de moverse hacia la puerta.

Oscar la agarró del brazo y el contacto, ligero pero posesivo, la detuvo. Se giró para enfrentarlo y, de repente, todos los ridículos clichés de la ficción romántica se hicieron reales y mortalmente serios. Sentía que el corazón le latía en la garganta, le ardían las mejillas y la tierra parecía agitarse bajo sus pies. La cosa no tenía nada de agradable; todo lo contrario, le provocaba una sensación de desamparo contra la que no tenía defensa alguna. Su único consuelo, y tampoco es que fuese nada del otro mundo, era el hecho de que su compañero en esa especie de danza de deseo parecía estar tan angustiado por su mutua atracción como ella.

Los ladridos del perro se acallaron de repente, poco antes de que Charlie gritara su nombre. Oscar miró hacia la puerta, al igual que hizo Jude, para ver a Estabrook allí plantado, jadeando y armado con un palo. Tras él, e intentando darle alcance, había una abominación: una criatura medio quemada, con el rostro lleno de agujeros (por culpa de Charlie, según comprobó Jude, ya que había restos de carne carbonizada en el palo), que intentaba atraparlo a ciegas.

Ella dejó escapar un grito ante la aparición y Charlie se hizo a un lado en el mismo momento en que la criatura se abalanzaba contra él. Aquel ente perdió el equilibrio al tropezarse con el escalón y cayó al suelo. Una de las manos, con los huesos visibles bajo la carne quemada, se alzó en busca de la jamba de la puerta, pero, antes de que lograra asirse, Charlie le golpeó con su arma en la maltrecha cabeza. Los fragmentos de cráneo volaron por todos lados al tiempo que un chorro de sangre plateada precedía a la cabeza en su caída hacia el escalón. La mano se desvió de su objetivo y se derrumbó sobre el umbral.

Judith escuchó que Oscar lanzaba un gemido.

—¡Tú, pedazo de cabrón! —exclamó Charlie.

Su ex marido jadeaba y estaba cubierto de sudor, pero sus ojos brillaban con una determinación de la que Judith nunca había sido testigo con anterioridad.

»Suéltala —le dijo a Oscar.

Ella sintió que la mano de Oscar se alejaba de su brazo y que la pérdida le provocaba una punzada de dolor. Lo que una vez sintió por Charlie no había sido más que un presagio de lo que la embargaba en esos momentos; como si lo hubiera amado en recuerdo de un hombre al que jamás había conocido. Y ahora que lo conocía, ahora que había escuchado su verdadera voz y no solo un eco, Estabrook se le antojaba un pobre sustituto, a pesar de su tardía muestra de heroísmo.

No podía identificar la fuente de esos sentimientos, pero los guiaba la fuerza del instinto y no podía permitir que ambos hombres la dejaran al margen. Observó a Oscar con atención. Tenía sobrepeso, iba demasiado arreglado y, sin duda, sería en exceso arrogante: el tipo de individuo que jamás elegiría si le dieran la oportunidad. Pero, por alguna razón que no acababa de comprender, le habían negado la oportunidad de elegir. Un impulso más profundo que el mero deseo físico había reclamado su voluntad. El miedo que sintiera por su propia seguridad y por la de Charlie parecía haberse esfumado de súbito, como si no hubiera sido más que una abstracción.

—No te preocupes por él —le dijo Charlie—. No va a hacerte daño.

Ella le echó una ojeada. Al lado de su hermano parecía un cascarón, atormentado por continuas convulsiones y temblores. ¿Cómo podía haberlo amado alguna vez?

»Ven —le dijo para atraerla a su lado.

Ella no se movió hasta que Oscar así se lo dijo.

—Ve con él.

Judith comenzó a caminar hacia Charlie, movida más por el deseo de obedecer a Oscar que por las ganas de acercarse a su ex marido. A medida que se acercaba a él, otra sombra apareció en la entrada: un joven vestido con un traje de corte austero y el pelo teñido de rubio. Los rasgos de su rostro eran tan perfectos que parecían estereotipados.

—No te metas, Dowd —advirtió Oscar—. Esto es entre Charlie y yo.

Dowd miró el cadáver que estaba en el escalón antes de volver a posar los ojos en Oscar y ofrecerle dos palabras de advertencia.

—Es peligroso.

—Sé perfectamente lo que es —contestó Oscar—. Judith, ¿por qué no vas afuera con Dowd?

—No te acerques a ese cabrón de mierda —le ordenó Charlie—. Ha matado a Piel. Y todavía hay otra de esas criaturas ahí fuera.

—Se llaman «anuladores», Charles —informó—. Y no van a tocar un pelo de su hermosa cabecita. Judith, mírame. —Ella se dio la vuelta para hacerlo—. No estás en peligro. ¿Me entiendes? Nadie va a hacerte daño.

Ella lo entendió y lo creyó. Sin mirar siquiera a Charlie, continuó alejándose hacia la puerta. El asesino de Piel se hizo a un lado y le ofreció la mano para ayudarla a saltar por encima del cadáver del anulador, pero ella la ignoró y salió bajo el sol con una bochornosa ligereza tanto en el corazón como en los pies. Dowd la siguió mientras se alejaba de la capilla. Podía sentir su mirada en la espalda.

—Judith… —la llamó con una especie de incredulidad en la voz.

—Esa soy yo —contestó ella, a sabiendas de que reclamar dicha identidad era algo de vital importancia.

Acuclillado sobre el suelo, a cierta distancia de ellos, vio al otro anulador. Observaba con indiferencia el cuerpo de Piel sin dejar de acariciar el costado del perro con los dedos. Ella apartó la mirada, renuente a que la extraña dicha que sentía fuese empañada por la morbosidad.

Judith y Dowd llegaron a la linde del bosque, desde donde ella consiguió echarle un vistazo al cielo sin obstáculos que la estorbaran. El sol se hundía en el horizonte y sus colores se intensificaban a medida que lo hacía, confiriendo una magia especial al parque, a las terrazas y a la casa.

—Tengo la sensación de haber estado aquí antes —dijo ella.

La idea era peculiarmente reconfortante: al igual que los sentimientos que albergaba hacia Oscar, surgía de algún lugar en su interior que no recordaba poseer; sin embargo, identificar la fuente de todos esos sentimientos no era tan importante en ese instante como aceptar su presencia. Cosa que ella hacía, y de muy buena gana además. Había pasado una buena parte de su vida más reciente inmersa en una serie de acontecimientos que escapaban a su control, y suponía un placer acariciar un puñado de sentimientos con raíces tan profundas e instintivas que ni siquiera tenía que analizar su razón de ser. Formaban parte de ella y, por tanto, eran buenos en sí mismos. Al día siguiente, o tal vez el día después, intentaría analizar el significado de todas aquellas emociones con más atención.

—¿Recuerda algo en concreto acerca de este lugar? —le preguntó Dowd.

Ella meditó durante un instante antes de contestar.

—No. Es solo una sensación de… que pertenezco a este lugar.

—En ese caso, tal vez sea mejor no recordar nada —fue la respuesta de Dowd—. Ya sabe lo que sucede con la memoria. Puede ser muy traicionera.

A Judith no le gustaba nada ese hombre, pero su observación tenía cierto mérito. Apenas podía recordar lo sucedido en su vida diez años atrás; pensar en un periodo posterior a ese lapso sería casi imposible. Si los recuerdos llegaban con el paso del tiempo, les daría la bienvenida. Pero, en esos momentos, tenía una copa a rebosar de sentimientos que, tal vez, resultaban aún más atractivos debido al misterio que los envolvía.

Desde la capilla, llegaron las voces de los dos hombres, aunque la distorsión que provocaban el eco y la distancia hacía que la conversación resultara del todo incomprensible.

—Una pequeña rivalidad filial —comentó Dowd—. ¿Qué se siente al ser una mujer por la que luchan dos hombres?

—No hay ninguna lucha —contestó ella.

—Ellos no parecen estar de acuerdo con usted —dijo Dowd.

Las voces se habían convertido en gritos que llegaron a un punto álgido y, súbitamente, se apagaron. Uno de los dos hombres continuaba hablando (Oscar, según le parecía a Judith), pero las reprimendas del otro lo interrumpían de modo constante. ¿Estarían regateando por ella, pujando hasta llegar a un acuerdo? Comenzó a pensar que sería necesaria su intervención. Tal vez debiera volver a la capilla y dejar claro a quién debía su fidelidad, por muy irracional que fuese. Mejor decir la verdad en ese momento que permitir que Charlie negociara con sus posesiones solo para descubrir que no iba a quedarse con el premio. Se dio la vuelta y comenzó a desandar el camino hacia la capilla.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Dowd.

—Tengo que hablar con ellos.

—El señor Godolphin le ordenó…

—Ya lo sé. Tengo que hablar con ellos.

A su derecha, vio que el anulador se ponía en pie, pero la criatura no la miraba a ella, sino a la puerta de la capilla que permanecía abierta. Olisqueó el aire y dejó escapar un silbido parecido a un gimoteo antes de salir corriendo hacia la entrada del edificio con unas zancadas casi animales. Llegó allí antes que Jude, y con las prisas pisó el cadáver de su hermano. En cuanto Jude estuvo a un par de metros de la puerta, distinguió el olor que había hecho gimotear a la criatura. Una brisa (demasiado cálida para la estación del año y en la que flotaban unos aromas demasiado extraños para ser de este mundo) salió de la capilla y llegó hasta ella. Para su completo horror, se dio cuenta de que la historia se repetía. Los pasajeros subían allí dentro al tren que comunicaba los Dominios, y el movimiento de la máquina por la vía era el origen del viento que ella percibía.

—¡Oscar! —gritó, tropezando con el cadáver en su afán por irrumpir en el interior.

Los pasajeros ya se habían evaporado. Los vio desaparecer de la vista de la misma forma en que lo hicieran Cortés y Pai’oh’pah, con la diferencia de que en este caso el anulador, desesperado por acompañarlos, se arrojó al flujo que los llevaría al otro lado. Puede que ella hubiera debido hacer lo mismo, pero al instante comprendió que esa cosa había cometido un error. La criatura había quedado atrapada en el flujo, pero había llegado demasiado tarde como para acompañar a los viajeros adondequiera que estos hubiesen ido. Su silbido se convirtió en un grito agudo mientras se desintegraba. Sus brazos y su cabeza, inmersos en el vórtice de poder que señalaba el lugar de partida, comenzaron a darse la vuelta como un calcetín. La mitad inferior de su cuerpo, que aún no estaba dentro del flujo, comenzó a contorsionarse mientras las piernas intentaban encontrar un apoyo estable sobre el mosaico del suelo al tiempo que intentaba liberarse. Demasiado tarde. Jude vio cómo su cabeza y su tronco se descubrían antes de que los brazos fueran despojados de la piel, que fue absorbida al instante.

El poder que lo había atrapado desapareció de súbito. Sin embargo, la criatura no tuvo tanta suerte. Con los brazos aún extendidos para atrapar el mundo que quizá sus ojos habían contemplado antes de desintegrarse junto a la cabeza, cayó al suelo y el líquido azul negruzco de sus entrañas se extendió sobre el mosaico. Pero aun así, ciego y con las entrañas abiertas, su cuerpo se negaba a morir. Seguía moviéndose de un lado a otro, como las víctimas del grand mal.

Dowd pasó junto a ella y se acercó al lugar de partida con pasos precavidos, por temor a que aún quedaran reminiscencias del flujo; sin embargo, al no encontrar ninguna, sacó un arma del bolsillo interno de su chaqueta y, tras buscar un punto vulnerable en la masa informe que se revolvía junto a sus pies, disparó. Los movimientos del anulador se hicieron más lentos, hasta que acabaron por detenerse. Con un profundo suspiro, Dowd se alejó del cuerpo y regresó junto a Jude.

—No debería estar aquí —le dijo—. No debería haber contemplado esto.

—¿Por qué no? Sé adónde han ido.

—Vaya, ¿de verdad? —preguntó al tiempo que alzaba una ceja en un gesto burlón—. ¿Y dónde es, si puede saberse?

—A Imajica —le contestó, como si el nombre le resultara del todo familiar, por más que todavía le pareciera asombroso.

El hombre esbozó una leve sonrisa, aunque Jude no pudo asegurar si se debía a la aprobación o a una actitud sutilmente irónica. Dowd la observaba; parecía disfrutar con el escrutinio al que ella lo sometía, confundiéndolo, tal vez, con simple admiración.

—¿Y cómo es que sabe de la existencia de Imajica? —inquirió.

—¿Acaso no es del conocimiento de todo el mundo?

—Creo que usted sabe más que el resto —contestó—. Aunque no estoy muy seguro de cuánto más es eso.

Ella representaba un enigma para el hombre, sospechaba Jude, y mientras lo siguiera siendo podría encontrar una actitud amigable en él.

—¿Cree que lo han conseguido? —le preguntó ella.

—¿Quién sabe? El anulador puede haber arruinado su viaje al intentar acompañarlos. Tal vez no hayan llegado a Yzordderrex.

—Entonces, ¿dónde están?

—En el In Ovo, por supuesto. En algún lugar entre este Dominio y el Segundo.

—¿Y cómo regresarán?

—Muy sencillo —contestó—. No lo harán.

4

Así pues, esperaron. O, más bien, ella esperó mientras observaba cómo el sol desaparecía tras los árboles moteados por las bandadas de grajos para ser sustituido por las primeras estrellas que comenzaban a brillar en el cielo. Dowd se mantuvo ocupado con los cadáveres de los anuladores; los arrastró hasta el exterior de la capilla y, tras hacer una sencilla pira con madera seca, los quemó. No demostró la más mínima preocupación por el hecho de que ella lo estuviera observando todo. Tal vez quisiera darle una lección o lanzarle una advertencia. El hombre parecía haber asumido que ella formaba parte del mundo secreto del que procedían tanto él como los anuladores; un mundo que no estaba encorsetado por las leyes y las reglas de moralidad que ataban al resto del universo. Al ser testigo de lo ocurrido y hacerse pasar por una experta conocedora de los asuntos de Imajica, Jude se había convertido en cómplice. Ya no había marcha atrás. No podría regresar con sus amigos, no podría retomar la vida que había llevado hasta entonces. Ahora pertenecía a ese mundo secreto, en la misma medida en que ese mundo secreto le pertenecía a ella.

En realidad, no sería tan grave si Godolphin regresaba. Él podría ayudarla a encontrar el camino a través de todos los misterios. Si no lo hacía, las consecuencias serían menos apetitosas. El hecho de estar obligada a soportar la compañía de Dowd, por la simple razón de que ambos fueran un par de exiliados, le iba a resultar insoportable. Acabaría por marchitarse y morir. Pero claro, si Godolphin no regresaba a su vida, ¿qué más daba morir? Había recorrido el camino del éxtasis a la desesperación en tan solo una hora. ¿Era mucho pedir que el péndulo volviera a oscilar hacia el otro extremo antes de que acabara el día?

El frío era un añadido más a sus miserias y, puesto que no tenía otra fuente de calor, se acercó a la pira, preparándose para retroceder en caso de que el hedor o la imagen fueran demasiado ofensivos. Había esperado que oliera igual que la carne quemada, pero el humo resultaba casi aromático y las formas que el fuego rodeaba eran irreconocibles. Dowd le ofreció un cigarrillo que ella aceptó y encendió con una ramita que había saltado del borde de la pira.

—¿Qué tipo de seres eran? —le preguntó mientras observaba los restos.

—¿No ha oído hablar de los anuladores? —preguntó él a su vez—. Son las más ínfimas de las criaturas. Yo mismo los traje del In Ovo, y eso que no soy ningún maestro. Eso debería darle una idea de lo pardillos que son.

—Cuando olisqueó el viento…

—Sí, fue enternecedor, ¿no es cierto? —dijo Dowd—. Olió Yzordderrex.

—Quizá naciera allí.

—Es muy posible. He oído decir que proceden del deseo colectivo, pero no es cierto. Son hijos de la venganza. Nacen de aquellas mujeres que se abren camino por sí solas.

—¿Y abrirse camino en solitario está mal?

—Para las de tu sexo no solo está mal: está absolutamente prohibido.

—Entonces, si una mujer infringe la ley, ¿la dejan embarazada como venganza?

—Exacto. No se puede abortar a un anulador, ya ve. Son estúpidos, pero luchan hasta en el vientre de sus madres. Y matar a una criatura que ha nacido de sus entrañas va en contra del código de una mujer. Por eso, con el fin de librarse de ellos, pagan a alguien que los arroje al In Ovo. Son capaces de sobrevivir allí mucho más que cualquier otra criatura. Se alimentan de cualquier cosa que encuentran, incluso de sus semejantes. Y, a la larga, si tienen suerte, alguien los invoca y acaban en este Dominio.

Le quedaban muchas cosas que aprender, pensó Jude. Tal vez debería cultivar la amistad de Dowd, por poco encanto que este tuviese. El hombre parecía disfrutar cada vez que alardeaba de sus conocimientos y, cuanto más conociera acerca de ese otro mundo, más preparada estaría cuando llegase el momento de cruzar el portal hacia Yzordderrex. Estaba a punto de preguntar a Dowd acerca de esa ciudad cuando una bocanada de viento procedente de la capilla arrojó una nube de chispas entre ellos.

—Ya vuelven —dijo ella, y comenzó a andar hacia el edificio.

—Tenga cuidado —le aconsejó Dowd—. Puede que no sean ellos.

La advertencia cayó en saco roto. Jude corrió hasta la puerta y la alcanzó al tiempo que la olorosa brisa veraniega desaparecía. El interior de la capilla estaba envuelto en las sombras, pero pudo distinguir una figura en el centro del mosaico. Se tambaleó hacia ella, con la respiración entrecortada. La luz del fuego lo iluminó en cuanto estuvo a dos metros de Jude. Era Oscar Godolphin, que taponaba con la mano la hemorragia que tenía en la nariz.

—Ese cabrón… —dijo.

—¿Dónde está?

—Muerto —contestó sin más—. Tuve que hacerlo, Judith. Estaba loco. Dios sabe qué podría haber dicho, o hecho… —Le tendió el brazo a Jude—. ¿Me ayudas? Estuvo a punto de romperme la nariz, joder.

—Yo lo ayudaré —dijo Dowd con actitud celosa.

Pasó junto a Jude al tiempo que se sacaba un pañuelo del bolsillo para colocarlo sobre la nariz de Oscar. Este lo apartó de un empellón.

—Sobreviviré —dijo Godolphin—. Vámonos a casa.

Habían salido de la capilla y Oscar estaba contemplando el fuego.

—Los anuladores —explicó Dowd.

Oscar miró a Judith de soslayo.

—¿Te ha obligado a mirarlo mientras hacía la pira? —le preguntó—. Lo siento mucho. —Devolvió la vista a Dowd, sin ocultar su irritación—. Ese no es modo de tratar a una dama —lo reprendió—. Tendremos que hacerlo mejor en el futuro.

—¿Qué quiere decir?

—Se viene a vivir con nosotros. ¿Verdad, Judith?

Ella dudó un instante, tan fugaz que fue casi vergonzoso, antes de contestar.

Satisfecho con la respuesta, Oscar siguió contemplando la pira.

—Vuelve mañana —escuchó Jude que ordenaba a Dowd—. Esparce las cenizas y entierra los huesos. Tengo un pequeño libro de oraciones que me dio Pecador. En él encontraremos algo apropiado para la ocasión.

Mientras hablaba, Judith se dedicó a observar las tinieblas que envolvían la capilla e intentó imaginarse el camino que unía el lugar donde se encontraba en esos momentos con la ciudad del otro lado, el lugar del que partiera esa brisa tan seductora. Algún día iría a esa ciudad. Había perdido a un marido en el intento, pero, desde la nueva perspectiva en la que se encontraba, la pérdida resultaba insignificante. Sus sentimientos habían alcanzado un orden nuevo, cimentado en el mismo instante en que viera a Oscar Godolphin. No sabía con certeza qué importancia adquiriría el hombre en su vida, pero tal vez pudiese persuadirlo de que la dejara acompañarlo al otro lado, algún día, muy pronto.

Ansiosa como estaba por recrear en su imaginación los misterios que yacían tras el velo del Quinto Dominio, la mente de Jude jamás habría podido conjurar la realidad de semejante travesía, a pesar de toda su pasión. Movida por las pocas pistas que Dowd le había proporcionado, se imaginaba el In Ovo como una especie de tierra baldía donde los anuladores colgaban como hombres ahogados en unas profundas zanjas que llegaban hasta el fondo del mar, mientras que unas criaturas que jamás verían el sol se arrastraban hacia ella, su camino iluminado por su propia y verdosa luminiscencia. Pero los habitantes del In Ovo excedían cualquier tipo de rareza que pudiera encontrarse en las profundidades del océano. Tenían formas y apetitos que jamás habían sido expuestos en libro alguno. Llevaban siglos consumidos por la ira y la frustración.

Y las escenas que Judith se había imaginado al otro lado de esa prisión también eran muy diferentes a las que podría encontrarse en realidad. Si hubiera viajado en el Expreso de Yzordderrex, no habría llegado al centro de una ciudad veraniega, sino a un sótano enmohecido donde se alineaban los alijos de amuletos y petrificaciones de Pecador. Para poder llegar al aire libre, Judith habría tenido que subir las escaleras y atravesar la casa. Una vez en la calle, habría visto satisfechas algunas de sus expectativas. El aire era cálido y lleno de aromas pungentes, y el cielo era brillante. Pero la luz que provenía de encima de su cabeza no era la de un sol, sino la de un cometa que paseaba su gloria por el cielo del Segundo Dominio. Si hubiera podido contemplarlo en aquel preciso instante para luego volver a fijar su mirada en el suelo la calle, habría visto que el cometa se reflejaba en un charco de sangre. Allí había finalizado la pelea entre Oscar y Charlie, y allí había quedado abandonado el hermano perdedor.

De todos modos, Charlie no había permanecido mucho rato en ese lugar. Las noticias de que un hombre ataviado con extrañas vestiduras yacía tirado en la cuneta se habían extendido con rapidez y, antes de que la última gota de sangre hubiera abandonado su cuerpo, tres individuos jamás vistos en aquel kesparate habían aparecido para reclamarlo. Eran carestes, a juzgar por sus tatuajes, y si Jude hubiese estado observándolo todo desde la entrada de la casa de Pecador, le habría enternecido contemplar la reverencia con la que los tres individuos trataban su carga mientras se lo llevaban; las sonrisas que le dedicaban a ese rostro amoratado, a esa cabeza que se inclinaba hacia un lado; las lágrimas que uno de ellos derramaba. También habría percibido (aunque, tal vez, dada la conmoción que había en la calle bien podría no haberse dado cuenta) que, aunque el hombre derrotado yacía inmóvil en los brazos de sus portadores, con los ojos cerrados y los miembros lasos a ambos lados de su cuerpo hasta que se los cruzaron encima del pecho, ese pecho no estaba del todo inmóvil.

Charles Estabrook, al que habían dado por muerto en medio de la inmundicia de Yzordderrex, abandonó las calles de la ciudad con suficiente salud en su cuerpo como para que lo consideraran un perdedor, pero no un cadáver.