Capítulo 11
A pesar de que el viaje desde la casa de Godolphin en Primrose Hill hasta la Torre de Tabula Rasa era corto, y de que Dowd había llegado a Highgate a las seis en punto, Oscar sugirió que condujeran a través de Crouch End para después atravesar Muswell Hill y regresar a la torre, de modo que llegaran diez minutos tarde.
—No debemos parecer demasiado ansiosos por humillarnos —comentó mientras se aproximaban a la torre por segunda vez—. Eso solo conseguiría aumentar su arrogancia.
—¿Debo esperar aquí abajo?
—¿Aterido y solo? Mi querido Dowdy, de ninguna de las maneras. Subiremos juntos y llevaremos nuestros dones.
—¿Qué dones?
—Nuestro ingenio, nuestro buen gusto en lo que a trajes se refiere, bueno, mi buen gusto… En resumen, nosotros mismos.
Salieron del coche y se dirigieron al porche; cada uno de sus pasos era registrado por las cámaras que había instaladas encima de la puerta. El dispositivo de cierre emitió un chasquido cuando se aproximaron, permitiéndoles pasar al interior. Al cruzar el vestíbulo de camino al ascensor, Godolphin susurró:
—Dowdy, pase lo que pase esta noche, por favor, recuerda…
No dijo más. Las puertas del ascensor se abrieron y apareció Bloxham, tan pulcro como siempre.
—Bonita corbata —le dijo Oscar—. El amarillo te sienta bien. —La corbata era azul—. No te importará que haya venido con Dowd, ¿verdad? No voy a ninguna parte sin él.
—No será bien recibido esta noche —dijo Bloxham.
Una vez más, Dowd se ofreció a esperar abajo, pero Oscar no estuvo de acuerdo.
—¡Que Dios nos proteja! —dijo—. Puedes esperar arriba. Disfruta de la vista.
A Bloxham le irritó muchísimo todo aquello, pero no resultaba fácil negarle algo a Oscar. Subieron en silencio. Una vez arriba, dejaron a Dowd solo y Bloxham acompañó a Godolphin hasta la sala. Estaban todos esperando y todos y cada uno de los rostros mostraba una expresión acusatoria. Unos cuantos (Shales, sin duda alguna, y Charlotte Feaver) ni siquiera trataron de ocultar el placer que les producía ver que finalmente llamaban al orden al miembro más vehemente e incorregible de la Sociedad.
—Vaya, lo siento —dijo Oscar mientras cerraban las puertas tras él—. ¿Habéis tenido que esperar mucho?
Fuera, en una de las antesalas desiertas, Dowd escuchaba su diminuta radio y meditaba. A las siete, el boletín de noticias emitió un informe sobre una colisión en la autopista que había acabado con la vida de una familia entera que viajaba al norte para pasar las Navidades; también de los motines producidos en las cárceles de Bristol y Manchester, cuyos presidiarios reclamaban que los regalos de sus seres queridos habían sido saboteados y destruidos por los oficiales de la prisión. Dieron la colección habitual de partes de guerra y después la previsión meteorológica, que prometía una Navidad gris, seguida de un brote primaveral. A la vista de pasadas experiencias, aquello haría florecer los crocos de Hyde Park solo para que las heladas los marchitaran en pocos días. A las ocho, cuando todavía aguardaba junto a la ventana, escuchó un segundo boletín que corregía uno de los informes del primero. Había un superviviente del choque de vehículos de la autopista: un bebé de tres meses que se había quedado huérfano, pero que había aparecido ileso entre el amasijo de hierros. Sentado en la fría penumbra, Dowd comenzó a llorar en silencio, si bien semejante experiencia quedaba tan lejos de su verdadera capacidad emocional como el frío de sus terminaciones nerviosas. No obstante, se había entrenado en el arte del sufrimiento con la misma dedicación que había puesto en fingir su humanidad, y por ello había aprendido a temblar. Su maestro: el Bardo; El rey Lear, su lección favorita. Lloró por el niño y por los crocos, y aún tenía los ojos húmedos cuando escuchó que las voces en el interior de la habitación se alzaban de repente, movidas por la furia. La puerta se abrió de golpe y Oscar le dijo que entrara, a pesar de los gritos de protesta de algunos de los restantes miembros.
—¡Esto es un ultraje, Godolphin! —aulló Bloxham.
—¡Me habéis obligado a hacerlo! —fue la respuesta de Oscar, en el punto álgido de su actuación. Estaba claro que lo estaba pasando mal. Los tendones del cuello parecían cuerdas anudadas; el sudor brillaba en las bolsas que había bajo sus ojos; cada palabra venía acompañada de una rociada de saliva—. ¡No sabéis ni la mitad! —dijo—. Ni la mitad. Fuerzas que apenas podemos imaginar están conspirando en nuestra contra. Ese hombre, Chant, era sin duda uno de sus agentes. ¡Pueden tomar forma humana!
—Godolphin, esto es absurdo —dijo Alice Tyrwhitt.
—¿No me crees?
—No, no te creo. Y te aseguro que no quiero que tu amiguito esté aquí escuchando cómo discutimos. ¿Harías el favor de sacarlo fuera de la sala?
—Él posee las evidencias que apoyan mi teoría —insistió Oscar.
—Vaya, ¿de verdad? —dijo Shales.
—Tendrá que mostrároslas él mismo —respondió Oscar al tiempo que se giraba hacia Dowd—. Me temo que vas a tener que enseñárselas —le dijo y, mientras hablaba, se metió la mano en el interior de la chaqueta.
Un instante antes de que apareciera el cuchillo, Dowd se dio cuenta de las intenciones de Godolphin y trató de darse la vuelta, pero Oscar tenía ventaja y el arma salió de su escondite con un destello. Dowd sintió la mano de su amo en el cuello y escuchó los gritos de horror procedentes de todas partes de la sala. A continuación, lo lanzaron sobre la mesa y lo tumbaron bajo las luces como a un paciente poco dispuesto. La cirugía vino acto seguido en forma de una rápida cuchillada que golpeó a Dowd en medio del pecho.
—¿Queréis pruebas? —aulló Oscar por encima de los alaridos de Dowd y el estrépito que había alrededor de la mesa—. ¿Queréis pruebas? ¡Pues aquí las tenéis!
Utilizó todo su peso para impulsar la hoja primero a la derecha y luego a la izquierda, sin encontrar costillas o esternón que obstaculizaran su avance. Tampoco había sangre; solo un fluido del color del agua sucia que manaba de las heridas y se deslizaba por la mesa. La cabeza de Dowd se sacudía de un lado al otro mientras le causaban semejante humillación, y solo en una ocasión alzó la vista para dedicarle a Godolphin una mirada condenatoria, pero el hombre se hallaba demasiado absorto con su tarea como para devolvérsela. A pesar de las protestas que llegaban de todos lados, no detuvo sus acciones hasta que el cuerpo que tenía ante él estuvo abierto desde el ombligo a la garganta y los forcejeos de Dowd hubieron cesado. El hedor del cadáver impregnaba la habitación: una penetrante mezcla de aguas residuales y vainilla que consiguió que dos de los espectadores corrieran hacia la puerta; uno de ellos, Bloxham, se vio sacudido por los vómitos antes de que pudiera llegar al pasillo. Pero sus arcadas y sus gemidos no retrasaron ni un ápice a Godolphin; sin dudarlo ni un momento, introdujo el brazo en la apertura corporal, rebuscó en el interior y sacó un puñado de entrañas. Era una masa nudosa de tejido azul y negro: la prueba final de la falta de humanidad de Dowd. Triunfante, lanzó las pruebas sobre la mesa al lado del cuerpo y después se separó de su obra de arte tras lanzar el cuchillo a la herida que había abierto. La representación completa no había durado más de un minuto, pero durante ese tiempo había logrado convertir la mesa de la sala en el mostrador de una pescadería.
—¿Satisfechos? —preguntó.
Habían cesado todas las protestas. Lo único que se oía era el siseo rítmico del fluido que manaba de una arteria seccionada.
En voz muy baja, McGann dijo:
—Eres un puto psicópata.
Oscar introdujo una mano en el bolsillo del pantalón con mucho cuidado y sacó un pañuelo limpio. Una de las últimas tareas que había realizado el pobre Dowd había sido plancharlo. Estaba inmaculado. Lo agitó hasta desdoblarlo y procedió a limpiarse las manos.
—¿De qué otro modo iba a demostrar que tengo razón? —dijo—. Vosotros me habéis obligado a hacer esto. Aquí tenéis las pruebas, en toda su gloria. No sé qué le ha ocurrido a Dowd, a mi amiguito, creo que lo llamaste, Alice, pero donde quiera que esté, esta cosa tomó su lugar.
—¿Cuánto hace que lo sabes? —preguntó Charlotte.
—Lo he sospechado durante las dos últimas semanas. Todo este tiempo estuve aquí, en la ciudad, para observar cada uno de sus movimientos mientras él, al igual que vosotros, creía que estaba retozando en climas más cálidos.
—¿Qué coño es este capullo? —quiso saber Lionel mientras daba un golpecito con el dedo a las entrañas alienígenas.
—Solo Dios lo sabe —respondió Godolphin—. Pero no es algo de este mundo, eso está claro.
—¿Qué quería? —inquirió Alice—. Eso es lo único que importa.
—Supongo que acceso a esta sala, lo que… —contempló uno a uno a los que estaban reunidos alrededor de la mesa— imagino que le procurasteis hace tres días. Confío en que ninguno de vosotros cometiera alguna indiscreción. —Hubo un intercambio de miradas furtivas—. Vaya, ya veo que sí —dijo—. Es una lástima. Esperemos que no tuviera tiempo de comunicar ninguno de sus descubrimientos a sus jefes.
—Lo hecho, hecho está —dijo McGann—; todos tendremos que cargar con parte de la responsabilidad. Y eso te incluye a ti, Oscar. Deberías haber compartido tus sospechas con nosotros.
—¿Acaso me habríais creído? —replicó Oscar—. Al principio no lo creía ni yo mismo, hasta que empecé a notar pequeños cambios en Dowd.
—¿Por qué tú? —preguntó Shales—. Eso es lo que me gustaría saber. ¿Por qué te asignarían a ti esta vigilancia a menos que fueras más susceptible que el resto de nosotros? Tal vez creyeran que te unirías a ellos. Tal vez ya lo hayas hecho.
—Como siempre, Hubert, eres demasiado arrogante como para ver tus propias debilidades —respondió Godolphin—. ¿Cómo sabes que yo soy el único objetivo? ¿Podrías jurarme que todos los que te rodean están libres de sospecha? ¿Cuán de cerca vigilas a tus amigos? ¿Y a tu familia? Cualquiera de ellos podría formar parte de esta conspiración.
A Oscar le proporcionó una perversa satisfacción sembrar aquellas dudas. Vio cómo echaban raíces; contempló cómo esos rostros, que media hora antes habían estado hinchados con su propia infalibilidad, se deshinchaban bajo el peso de la duda. Merecía la pena el riesgo que había corrido con semejante espectáculo tan solo para ver su miedo. Pero Shales no podía dejar las cosas como estaban.
—El hecho es que esta cosa era uno de tus empleados —dijo.
—Ya hemos oído bastante, Hubert —dijo McGann con suavidad—. Este no es el momento adecuado para dejar que las discusiones nos dividan. Tenemos una lucha entre manos y, tanto si estamos de acuerdo con los métodos de Oscar como si no, y, para que conste, yo no lo estoy, está claro que ninguno de nosotros puede dudar de su integridad. —Echó un vistazo alrededor de la mesa. Se produjeron murmullos de aprobación por todos lados—. Dios sabe qué habría sido capaz de hacer una criatura como esta si se hubiera dado cuenta de que su estratagema había sido descubierta. Godolphin ha corrido un riesgo considerable por nuestro bien.
—Estoy de acuerdo —dijo Lionel. Se acercó al lugar de la mesa donde se encontraba Oscar y colocó una copa de exquisito whisky de malta sobre los dedos que el ejecutor acababa de limpiarse—. A mí me ha parecido bien —apostilló—. Yo hubiera hecho lo mismo. Bébetelo.
Oscar aceptó el vaso.
—Salut —dijo, y se bebió el whisky de un trago.
—Yo no veo que haya motivos de celebración —dijo Charlotte Feaver, que fue la primera en volver a sentarse a la mesa a pesar de lo que había sobre ella. Encendió un nuevo cigarrillo y soltó el humo a través de los labios fruncidos—. Asumiendo que Godolphin tenga razón y que esta cosa estuviera tratando de tener acceso a la Sociedad, lo que deberíamos preguntarnos es por qué.
—Pregunta lo que quieras —dijo Shales con sequedad mientras señalaba el cadáver—. No va a decirnos mucho. Lo que para algunos es muy conveniente, sin duda.
—¿Durante cuánto tiempo más tendré que soportar esas insinuaciones? —preguntó Oscar.
—He dicho que ya es suficiente, Hubert —advirtió McGann.
—Esta es una reunión democrática —dijo Shales al tiempo que se levantaba para desafiar la tácita autoridad de McGann—. Si tengo algo que decir…
—Ya lo has dicho —recalcó Lionel con renovado vigor—. Ahora, ¿por qué no cierras la boca de una vez?
—La cuestión es: ¿qué hacemos ahora? —dijo Bloxham. Había regresado a la mesa con la barbilla limpia y estaba decidido a reafirmar su posición después de un despliegue tan poco masculino—. Esta es una época peligrosa.
—Esa es la razón de que estemos aquí —dijo Alice—. Saben que se acerca el aniversario y quieren comenzar esa maldita Reconciliación de nuevo.
—¿Y por qué iban a tratar de infiltrarse en la Sociedad? —indagó Bloxham.
—Para ponernos trabas —respondió Lionel—. Si saben lo que planeamos, pueden interceptar nuestras maniobras. A propósito, ¿la corbata era muy cara?
Bloxham bajó la mirada para descubrir que la corbata de seda estaba completamente manchada de vómito. Le dirigió a Lionel una mirada rencorosa y se la arrancó del cuello.
—De cualquier forma, no entiendo qué es lo que pueden averiguar acerca de nosotros, la verdad —dijo Charlotte Feaver con la irritación que la caracterizaba—. Ni siquiera sabemos qué es la Reconciliación.
—Sí, sí que lo sabemos —intervino Shales—. Nuestros ancestros trataron de colocar la Tierra en la misma órbita que el Paraíso.
—Muy poético —recalcó Charlotte—. Pero, ¿qué significa eso en términos concretos? ¿Lo sabe alguien? —Se hizo el silencio—. Yo creo que no. Y así están las cosas: hemos jurado evitar que suceda algo que ni siquiera comprendemos.
—Fue algún tipo de experimento —dijo Bloxham—. Y fracasó.
—¿Es que estaban todos chiflados? —preguntó Alice.
—Esperemos que no —señaló Lionel—. Por lo general, la locura se transmite a la descendencia.
—Bueno, pues yo no estoy loca —añadió Alice—. Y estoy completamente segura de que mis amigos son humanos, tan normales y corrientes como yo. Sí fueran otra cosa, lo sabría.
—Godolphin —dijo McGann—, estás muy callado, algo raro en ti.
—Estoy absorbiendo vuestra sabiduría —replicó Oscar.
—¿Has llegado a alguna conclusión?
—Las cosas se mueven en ciclos —dijo, tomándose su tiempo para responder. Tenía toda la atención de su audiencia, sin duda alguna—. Estamos llegando al final del milenio. La razón será suplantada por la sinrazón. El desapego por el sentimentalismo. Creo que si yo fuera un principiante esotérico con cierto olfato para la historia, no me resultaría difícil desvelar los detalles de lo que se intentó, del «experimento», tal y como lo ha llamado Bloxham…, y puede que se me metiera en la cabeza que ha llegado el momento propicio para intentarlo de nuevo.
—Es muy posible —dijo McGann.
—¿Dónde conseguiría alguien semejante la información necesaria? —inquirió Shales.
—Puede tratarse de un autodidacta.
—¿Cómo? Todos los tomos que tienen algún valor están enterrados bajo nuestros pies.
—¿Todos? —dijo Godolphin—. ¿Cómo podemos estar tan seguros?
—Porque no se ha realizado ningún acto de magia importante en el mundo desde hace dos siglos —fue la réplica de Shales—. Los esotéricos no tienen poder alguno; lo han perdido. Si hubiera habido la menor señal de actividad mágica, nos habríamos enterado.
—No sabíamos nada del amiguito de Godolphin —señaló Charlotte para negarle a Oscar el placer de pronunciar ese comentario con sus propios labios—. ¿Podemos siquiera estar seguros de que la biblioteca está intacta? —continuó Charlotte—. ¿Cómo sabemos que los libros no han sido robados?
—¿Quién iba a robarlos? —preguntó Bloxham.
—Dowd, por ejemplo. Jamás han sido catalogados como es debido. Sé que esa mujer, Leash, lo intentó, pero todos sabemos lo que le ocurrió.
La leyenda de la señora Leash, que había sido un miembro de la Sociedad, formaba parte de sus pecadillos menores: una serie de accidentes que culminaron en tragedia. En esencia, la obsesiva Clara Leash se había echado sobre los hombros la responsabilidad de realizar un cómputo de los volúmenes que estaban en posesión de la Sociedad y había sufrido un síncope mientras lo hacía. Había yacido sobre el suelo del sótano durante tres días. Cuando la descubrieron, apenas estaba con vida y había perdido por completo la cabeza. Sobrevivió, no obstante, y once años después aún vivía en un asilo de Sussex, tan chiflada ramo siempre.
—Aun así, no debería ser tan difícil descubrir si alguien ha entrado en el lugar —dijo Charlotte.
Bloxham se mostró de acuerdo.
—Habrá que comprobarlo —dijo.
—Supongo que te estás ofreciendo como voluntario —intervino McGann.
—Y si no han conseguido la información que hay abajo —añadió Charlotte—, hay otras fuentes. No creeréis que tenemos en nuestras manos hasta el último libro que trata sobre Imajica, ¿verdad?
—No, por supuesto que no —dijo McGann—. Pero la Sociedad ha soportado el peso de las tradiciones a lo largo de los años. Los cultos de este país no valen una mierda, y todos lo sabemos. Se unen en una búsqueda común con el fin de acumular todos los fragmentos que son capaces de conseguir. Pero no son más que remiendos. Tonterías. Ninguno de ellos posee los recursos necesarios para concebir la Reconciliación. La mayoría de ellos ni siquiera sabe qué es Imajica. Se limitan a lanzar hechizos a sus jefes en los bancos.
Godolphin había escuchado comentarios semejantes durante años. Charlas acerca de que la magia en el mundo occidental era una fuerza agotada; anécdotas autocomplacientes sobre gente que se había infiltrado en los cultos solo para descubrir que se trataba de grupos de pseudo-científicos que intercambiaban teorías arcanas en un idioma sobre el que ni siquiera un par de ellos se ponía de acuerdo; u obsesos sexuales que utilizaban la excusa de la adoración para exigir favores que no podían obtener de sus compañeros de otra manera; o, en su mayoría, desquiciados en busca de algún tipo de mitología, por ridícula que fuese, que los ayudara a mantenerse alejados de la auténtica psicosis. Sin embargo, entre los embaucadores, los obsesos y los lunáticos, ¿había tal vez algún hombre que instintivamente conociera el camino hacia Imajica? ¿Un maestro innato, nacido con algo en sus genes que lo capacitara para reinventar las condiciones de la Reconciliación? A Godolphin no se le había ocurrido semejante posibilidad hasta esos momentos (había estado demasiado preocupado por el secreto con el que había vivido la mayor parte de su vida adulta), pero resultaba una idea intrigante y perturbadora.
—Creo que deberíamos tomarnos este problema muy en serio —dijo—. Por remota que creamos semejante posibilidad.
—¿Qué problema? —preguntó McGann.
—El de la existencia de un maestro ahí fuera. Alguien que comprende la ambición de nuestros predecesores y está dispuesto a descubrir su propia forma de repetir el experimento. Puede que no quiera los libros. Puede que ni siquiera necesite los libros. Puede que esté sentado en su casa ahí fuera, incluso en estos mismos momentos, solucionando los problemas por sí mismo.
—En ese caso, ¿qué vamos a hacer? —dijo Charlotte.
—Una purificación —dijo Shales—. Me apena decirlo, pero Godolphin tiene razón. No sabemos lo que está ocurriendo ahí fuera. Hemos vigilado las cosas desde la distancia y, en ocasiones, nos las hemos arreglado para mantener a alguien bajo una sedación permanente, pero nunca hemos hecho una purificación. Creo que es momento de que nos pongamos manos a la obra.
—¿Y cómo la llevaremos a cabo? —quiso saber Bloxham. Tenía un brillo fanático en los ojos llorosos.
—Contamos con nuestros aliados. Los utilizaremos. Miraremos hasta debajo de las piedras y, si descubrimos algo que no nos guste, lo exterminaremos.
—No somos un escuadrón de asesinos.
—Poseemos los fondos para contratar a uno —señaló Shales—. Y amigos para cubrir las evidencias si fuera necesario. Tal y como yo lo veo, tenemos una responsabilidad: prevenir a toda costa otro intento de Reconciliación. Para eso es para lo que hemos nacido.
Habló con una falta total de dramatismo, como si estuviese recitando la lista de la compra. Su desapego impresionó a la sala. Al igual que la última opinión, por suave que hubiera sido a la hora de exponerla. ¿Quién no se sentiría abrumado con la idea de semejante propósito, que se remontaba generaciones atrás hasta los hombres que se habían reunido en este mismo lugar dos siglos antes? Unos cuantos supervivientes emparentados que juraban que ellos, sus hijos, los hijos de sus hijos y así hasta el final del mundo, vivirían y morirían con una única ambición en sus corazones: la prevención de otro Apocalipsis.
Llegados a ese punto, McGann sugirió que se hiciera una votación, a la que se procedió de inmediato. No hubo votos en contra. La Sociedad se mostró unánime acerca de que el camino a seguir era una purificación integral de todos los elementos (inocentes o no) que pudieran llevar a cabo en poco tiempo una manipulación (o que pudieran sentirse tentados de hacerlo) de los rituales con la pretensión de tener acceso a los así llamados Dominios reconciliados. Todas las estructuras religiosas convencionales serían excluidas de esta sanción, ya que eran completamente ineficaces y suponían una distracción útil para las almas que pudieran sentirse atraídas por las prácticas esotéricas. Los farsantes y los usureros también se pasarían por alto. Los quirománticos callejeros y los falsos psíquicos, los espiritistas que escribían nuevos conciertos para compositores muertos y sonetos para poetas largo tiempo fallecidos… Todos saldrían ilesos. Solo aquellos que tuvieran la oportunidad de tropezar con algo perteneciente a Imajica y de influir sobre ello serían aniquilados. Se trataría de un asunto de gran alcance, brutal en ocasiones, pero la Sociedad estaba preparada para el desafío que suponía. No era la primera purificación que había organizado (aunque sí sería la primera a semejante escala); ya se habían establecido con anterioridad las bases para una limpieza invisible pero de gran amplitud. Los cultos serían el primer objetivo: dispersarían a sus acólitos; sus líderes serían sobornados o encarcelados. Inglaterra ya había sido limpiada de todos los esotéricos y taumaturgos importantes en ocasiones anteriores. Y estaba a punto de volver a ocurrir.
—¿Hemos acabado ya con el orden del día? —preguntó Oscar—. La Misa del Gallo me espera.
—¿Qué vamos a hacer con el cadáver? —preguntó Alice Tyrwhitt.
Godolphin ya tenía la respuesta preparada.
—Este desastre lo he provocado yo, así que yo me encargaré de limpiarlo —dijo con la debida humildad—. Puedo disponer que lo entierren al lado de cualquier autopista esta noche, a menos que alguien tenga una idea mejor.
No hubo objeciones.
—A mí me da igual, con tal de que desaparezca de aquí —dijo Alice.
—Necesitaré ayuda para envolverlo y bajarlo hasta el coche. Bloxham, ¿te importaría?
Como no quería negarse, Bloxham fue en busca de algo con lo que envolver el cadáver.
—No veo razón alguna por la que tengamos que quedarnos a mirar —dijo Charlotte mientras se levantaba de su asiento—. Si los asuntos de esta noche ya se han dado por concluidos, yo me marcho a casa.
Mientras se encaminaba hacia la puerta, Oscar utilizó ese comentario para lanzar una última y triunfante réplica.
—Supongo que todos pensaremos en lo mismo esta noche —dijo.
—¿En qué? —preguntó Lionel.
—Bueno, en que si a esas cosas se les da tan bien imitar como parece, a partir de ahora no podremos confiar por completo los unos en los otros. Supongo que todos somos humanos hasta el momento, pero ¿quién sabe lo que nos deparará la Navidad?
Media hora más tarde, Oscar estaba listo para salir hacia la Misa del Gallo. A pesar de todos los remilgos que había mostrado con anterioridad, Bloxham se había comportado muy bien: había metido las entrañas de Dowd dentro del cadáver y había momificado el cuerpo con plástico y cinta adhesiva. A continuación, Oscar y él habían arrastrado el cadáver hasta el ascensor y lo habían sacado de la torre para llevarlo al coche. Hacía una buena noche; la luna era una esquirla virtuosa en un cielo cuajado de estrellas. Como siempre, Oscar disfrutó de la belleza allí donde se encontraba y, antes de partir, se demoró para admirar el espectáculo.
—¿No te parece espléndido, Giles?
—¡Desde luego que sí! —replicó Bloxham—. Hace que me dé vueltas la cabeza.
—Todos esos mundos…
—No te preocupes —le dijo Bloxham—. Nos aseguraremos de que jamás suceda.
Confundido por su respuesta, Oscar miró al otro hombre y descubrió que no estaba mirando las estrellas, sino que todavía se dedicaba a observar el cuerpo. Era la idea de la próxima purificación lo que le parecía espléndido.
—Esto debería bastar —dijo Bloxham al tiempo que cerraba el maletero y le ofrecía la mano.
Contento de que las sombras ocultaran su desagrado, Oscar se la estrechó y espetó al muy bruto un seco «buenas noches». Muy pronto, estaba seguro, tendría que decidir de qué lado estaba y, a pesar del éxito de la misión de esa noche y de la certeza de que había ganado mucho con ella, no estaba ni mucho menos seguro de que su lugar estuviera entre las filas de los purificadores, aun en el caso de que ellos disfrutaran de la certeza de resultar vencedores. Sin embargo, si su lugar no estaba allí, ¿dónde entonces? Era un rompecabezas, y le alegró poder valerse del relajante espectáculo de la Misa del Gallo para distraerse.
Veinticinco minutos después, mientras subía las escaleras de la iglesia de St. Martin in the Fields, se descubrió rezando una pequeña plegaria con un sentido no muy diferente al de los villancicos que la congregación presente estaría cantando en aquel momento. Rogó que la esperanza se hallara en algún lugar de la ciudad aquella noche, y que pudiera llegarle al corazón y librarlo de las dudas y confusiones; como una luz que no solo purificaría, sino que se extendería por los Dominios e iluminaría Imajica de un extremo al otro. Pero, en el caso de que dicha divinidad estuviera cerca, rogaba que las canciones se equivocaran, porque, a pesar de ser los dulces cuentos de Navidad que eran en realidad, quedaba muy poco tiempo y, en el caso de que la esperanza no fuese más que un recién nacido esa noche, cuando alcanzara la edad suficiente para redimir, los mundos que había venido a salvar ya estarían más que muertos.