Capítulo 23
1
Cortés soñó que el viento soplaba con más fuerza y que traía nieve recién caída desde las cumbres. De todos modos, se levantó de la relativa comodidad de su lugar junto a las brasas; se quitó el abrigo y la camisa; las botas y los calcetines; los pantalones y la ropa interior y se introdujo desnudo en el estrecho pasillo de piedra, más allá del doeki dormido, para enfrentarse a las ráfagas de viento. Incluso en sus sueños, el viento amenazó con congelarle hasta la médula de los huesos, pero había puesto la mira en el glaciar y tenía que acercarse con toda humildad, desnudo de la cabeza a los pies, para mostrar el debido respeto a las almas que habían sufrido allí. Habían soportado siglos de dolor y el crimen que se había cometido contra ellas permanecía sin venganza. Al lado del suyo, el sufrimiento de Cortés era una minucia.
Había suficiente luz en el enorme cielo para mostrarle el camino, pero los páramos parecían interminables; las ráfagas de viento empeoraban a medida que avanzaba y, en varias ocasiones, lo arrojaron sobre la nieve. Tenía calambres musculares y se le cortaba el aliento, que salía de entre sus labios insensibles en densas y pequeñas nubes. Quería echarse a llorar de dolor, pero las lágrimas se cristalizaban en la comisura de los ojos y no caían.
Se detuvo en dos ocasiones porque tenía la sensación de que había algo más que nieve detrás de la tormenta. Recordaba lo que había dicho Pai sobre los agentes que habían dejado en aquel territorio para que vigilaran el lugar del asesinato y, aunque solo estaba soñando y era consciente de ello, tenía miedo. Si esas entidades estaban al cargo de mantener a los testigos apartados del glaciar, no se limitarían sencillamente a alejar a los despiertos, sino también a los dormidos; y aquellos que llegaran como lo había hecho él, con profundo respeto, conseguirían despertar su ira todavía más. Examinó el aire cargado de humedad en busca de alguna señal de ellos y creyó atisbar fugazmente una silueta a lo lejos, que habría resultado invisible de no haber desplazado la nieve que caía: un cuerpo de anguila con una diminuta cabeza en forma de bola. Sin embargo, apareció y desapareció demasiado rápido como para que Cortés tuviese la certeza de haberla visto en realidad. No obstante, el glaciar estaba a la vista y sus miembros se movieron a fuerza de voluntad para trasladarlo hasta el borde. Se llevó las manos a la cara y retiró la nieve de su frente y sus mejillas para, después, dar un paso hacia el hielo. Las mujeres alzaron la mirada de la misma forma en que lo hicieran cuando estuvo allí con Pai’oh’pah, pero en aquel momento, a través de la nieve en polvo que flotaba sobre el hielo, lo veían desnudo, con su virilidad encogida y el cuerpo tembloroso; sobre su rostro y labios había reflejada una pregunta a la que él mismo casi había respondido. ¿Por qué, si de verdad aquello era obra de Hapexamendios, no había erradicado el Invisible, con sus inmensos poderes de destrucción, todo rastro de sus víctimas? ¿Tal vez porque eran mujeres o, mejor dicho, mujeres poderosas? ¿Había hecho todo lo posible por destrozarlas mediante la asolación de sus altares y desubicando sus templos para, al final, ser incapaz de hacerlas desaparecer? Y si eso fuera cierto, ¿sería aquel hielo una tumba o una simple prisión?
Se dejó caer de rodillas y apoyó las palmas de las manos sobre el glaciar. En aquel momento escuchó sin lugar a dudas un sonido en el viento, un aullido desgarrado que procedía de algún lugar en lo alto. Los invisibles ya habían tolerado su presencia onírica durante demasiado tiempo. Se daban cuenta de lo que quería hacer y volaban en círculos con el fin de prepararse para el descenso. Cortés sopló contra su palma y formó un puño antes de que el aliento pudiera escaparse; a continuación, alzó el brazo, batió la mano contra el hielo y este se abrió.
El pneuma se extendió como un trueno. Antes de que las vibraciones se hubieran apagado, tomó un segundo aliento y lo lanzó contra el hielo; después un tercero y un cuarto en rápida sucesión, que golpearon la superficie con una fuerza tal que si el pneuma no hubiese amortiguado el golpe, se habría roto todos los huesos desde la muñeca a la punta de los dedos. Pero sus esfuerzos surtieron efecto. Había grietas del grosor de un cabello que se extendían a partir del punto de impacto.
Alentado por el éxito, comenzó una segunda ronda de golpes, pero solo había conseguido asestar tres cuando sintió que algo lo agarraba del pelo y le echaba la cabeza hacia atrás. De inmediato, también lo agarraron del brazo. Tuvo tiempo de sentir cómo el hielo se hacía añicos bajo sus piernas antes de que lo alejaran del glaciar, arrastrándolo por la muñeca y el cabello. Forcejeó para soltarse a sabiendas de que si sus asaltantes lo llevaban demasiado alto, su muerte sería algo seguro; se limitarían a tirar de él hasta descuartizarlo o, sencillamente, lo dejarían caer. Aquel que lo sujetaba por la cabeza no lo había agarrado con bastante firmeza y sus giros fueron suficientes para soltarse, aunque la sangre le chorreaba por la frente. Una vez libre, contempló a aquellos seres. Había dos: medían un metro ochenta de altura y sus cuerpos no eran más que unas enjutas columnas vertebrales de las que surgían innumerables costillas, con doce miembros carentes de huesos y una cabeza rudimentaria. Solo sus movimientos reflejaban alguna belleza: un sinuoso anudamiento que se deshacía una y otra vez. Cortés alzó el brazo y trató de alcanzar la más cercana de las dos cabezas. Aunque no tenía rasgos discernibles parecía tierna, y su propia mano conservaba suficientes reminiscencias de los pneumas que había descargado como para infligir daño. Hundió los dedos en la carne de esa cosa y, al instante, la criatura comenzó a retorcerse y a enrollarse todo lo larga que era alrededor de su compañero, en busca de apoyo, mientras sus miembros se sacudían salvajemente. Cortés giró su cuerpo a derecha e izquierda, y el movimiento fue lo bastante violento como para liberarse. En ese momento, cayó; la altura apenas llegaba a los dos metros, pero el impacto sobre el hielo agrietado fue bastante fuerte. Se quedó sin aliento cuando llegó el dolor. Tuvo tiempo de ver cómo los agentes descendían sobre él, que no así para escapar. Dormido o despierto, aquel sería su final, no le cabía duda; una muerte a manos de aquellos miembros larguiruchos tenía jurisdicción en ambos estados de conciencia.
Sin embargo, antes de que pudiesen alcanzar su carne para cegarlo y castrarlo, sintió cómo temblaba el agrietado glaciar bajo su cuerpo y, con un rugido, el hielo se alzó y lo arrojó de espaldas a la nieve. Le cayó encima una lluvia de esquirlas, pero pudo atisbar entre el pedrisco cómo las mujeres emergían de sus tumbas con atuendos de hielo. Consiguió ponerse en pie mientras las sacudidas se incrementaban y el tintineo de los temblores resonaba a lo largo y ancho de las montañas. A continuación, se dio la vuelta y echó a correr.
A pesar de que la tormenta no fue muy fuerte, derramó rápidamente su velo sobre la resurrección, de modo que Cortés huyó sin saber cómo terminaban los acontecimientos que había iniciado. A decir verdad, los agentes de Hapexamendios no lo persiguieron; o, si lo hicieron, no lograron encontrarlo. Su ausencia solo lo reconfortó un poco. Sus proezas le habían hecho daño, y la distancia que tenía que cubrir para regresar al campamento era sustancial. Su carrera pronto se convirtió en tropezones y tambaleos, mientras la sangre dejaba huella de su paso. Había llegado el momento de terminar aquel sueño y de abrir los ojos, pensó; de girarse y colocar los brazos alrededor de Pai’oh’pah; de besar la mejilla del místico y compartir su visión con él. No obstante, sus pensamientos eran demasiado confusos como para permitirle aferrarse al estado de vigilia el tiempo necesario para excitarse, y no se atrevía a tumbarse en la nieve por miedo a que la muerte lo visitara en sueños antes de despertarse por la mañana. Lo único que podía hacer era obligarse a seguir adelante, más débil a cada paso, y sacar de su cabeza la posibilidad de perderse y de que el campamento no estuviese más adelante, sino en una dirección completamente distinta.
Estaba contemplando sus pies cuando escuchó el grito, y su primer impulso fue levantar la mirada hacia la nieve que caía sobre él, esperando ver a una de las criaturas del Invisible. Pero antes de que los ojos alcanzaran su cénit, descubrieron una silueta que se acercaba por la izquierda. Se detuvo y estudió la figura. Parecía peluda y encapuchada, pero sus brazos estaban abiertos a modo de invitación. No malgastó las pocas energías que le quedaban pronunciando el nombre de Pai. Sin más, cambió de dirección y se dirigió hacia el místico, que a su vez se acercaba a él. Pai fue el más rápido de los dos y, según se aproximaba, se quitó el abrigo y lo sostuvo abierto, de forma que Cortés pudo encontrarse de lleno con su calor. No podía sentirlo; de hecho, no sentía casi nada excepto alivio. Apoyado sobre el místico, dejó que todo pensamiento consciente se dispersara y el resto del viaje se convirtió en un borrón de nieve y más nieve que en ocasiones se sumaba a la voz de Pai, a su lado, diciéndole que todo acabaría pronto.
—¿Estoy despierto? —Abrió los ojos y se sentó mientras se aferraba al abrigo de Pai—. ¿Estoy despierto?
—Sí.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! Creí que iba a morir congelado.
Dejó que su cabeza cayera hacia atrás. El fuego ardía en la hoguera, alimentado con pieles, y podía sentir su calor sobre el rostro y el cuerpo. Le llevó unos segundos darse cuenta de lo que eso significaba. Entonces, se sentó de nuevo y se dio cuenta de que estaba desnudo; desnudo y cubierto de cortes.
—No estoy despierto —dijo—. ¡Mierda! ¡No estoy despierto!
Pai retiró la cazuela con el brebaje de los pastores del fuego y llenó una taza.
—No lo has soñado —explicó el místico. Le pasó la taza a Cortés—. Fuiste al glaciar y por poco no lo cuentas.
Cortés cogió la taza con los dedos en carne viva.
—Debo de haberme vuelto loco —dijo—. Recuerdo que pensaba: «estoy soñando esto», y después me quité el abrigo y la ropa… ¿Por qué coño haría algo así?
Aún podía recordar lo que sintió al luchar contra la nieve para llegar al glaciar. Recordaba el dolor y el hielo hecho añicos, pero el resto se había alejado tanto que no podía recordarlo. Pai se dio cuenta de su expresión perpleja.
—No trates de recordar ahora —dijo el místico—. Lo harás cuando llegue el momento adecuado. Si te presionas demasiado, te romperás el corazón. Debes dormir un rato.
—No me hace gracia la idea de dormirme —dijo—. Se parece demasiado a la muerte.
—Yo estaré a tu lado —le dijo Pai—. Tu cuerpo necesita descansar. Dejemos que haga lo que precisa.
El místico había estado entibiando la camisa de Cortés frente al fuego y en aquel momento le ayudó a ponérsela, lo que fue una tarea delicada. Las articulaciones de Cortés todavía estaban rígidas. Sin embargo, se puso los pantalones sin la ayuda de Pai, aunque sus piernas eran un amasijo de cardenales y quemaduras.
—Fuera lo que fuese lo que hiciera allí, he acabado hecho una mierda —señaló.
—Tú te curas rápido —dijo Pai. Era cierto, si bien Cortés no recordaba habérselo dicho al místico—. Túmbate. Te despertaré cuando haya luz.
Cortés apoyó la cabeza sobre el pequeño montón de pieles que Pai había colocado como almohada y dejó que el místico lo arropara con el abrigo.
—Sueña que duermes —dijo Pai al tiempo que posaba una mano sobre el rostro de Cortés—. Y despierta de una pieza.
2
Cuando Pai lo sacudió para despertarlo, cosa que pareció ocurrir pocos minutos después, el cielo visible entre las rocas aún estaba oscuro, pero se parecía más a la oscuridad de una nube cargada de nieve que al negro violáceo de la noche jokalaylauriana. Se sentó y se sintió hecho polvo; le dolían todos los huesos.
—Mataría por un café —dijo mientras trataba de no torturar sus articulaciones al desperezarse—. Y por un paine au chocolat tibio.
—Si no lo tienen en Yzordderrex, lo inventaremos —dijo Pai.
—¿Has preparado algo?
—No quedaba nada para quemar.
—¿Y cómo se presenta el tiempo?
—No preguntes.
—¿Tan malo es?
—Deberíamos emprender la marcha. Cuanta más nieve caiga, más difícil será encontrar el camino.
Despertaron al doeki, que dejó claro su descontento por tener que desayunar palabras de aliento en lugar de heno, y, una vez que hubieron cargado la comida que Pai había preparado el día anterior, abandonaron el refugio de roca y se dirigieron hacia la nieve. Habían tenido una pequeña discusión antes de salir acerca de si debían cabalgar o no; Pai insistía en que Cortés debía hacerlo, dado su presente estado de debilidad, pero Cortés arguyó que podrían necesitar la fuerza del doeki para llevarlos a ambos si se veían en mayores dificultades, y que deberían preservar sus energías todo lo posible en caso de que surgiera semejante emergencia. Sin embargo, pronto comenzó a tambalearse en la nieve, que en algunos lugares le llegaba hasta la cintura, y su cuerpo, si bien algo recuperado gracias al sueño, dejó patente que no se encontraba a la altura de las circunstancias.
—Avanzaríamos más rápido si cabalgaras —le dijo Pai.
No necesitó mucha persuasión, de modo que montó en el doeki; su cansancio era tal que apenas podía mantenerse erguido debido a la ferocidad del viento, así que decidió agacharse sobre el cuello del animal. Solo se incorporaba de vez en cuando y, cada vez que lo hacía los alrededores apenas habían variado.
—¿No deberíamos haber llegado ya al paso? —le susurró a Pai una vez, y la mirada del místico fue respuesta suficiente.
Estaban perdidos.
Cortés luchó por incorporarse y, con los ojos entrecerrados para poder ver algo a través de la ventisca, estudió el terreno en busca de algún refugio, por pequeño que fuera. El mundo era blanco en todas las direcciones salvo por sus propias figuras; e incluso ellos estaban comenzando a fundirse con el ambiente a medida que el hielo cubría las pieles de sus abrigos y la capa de nieve sobre la que caminaban se hacía más profunda. Hasta ese momento, por arduo que se hubiera vuelto el viaje, no había contemplado la posibilidad de fracasar. Él mismo se había erigido como el mejor predicador de su invulnerabilidad. Sin embargo, en aquel instante dicha confianza le parecía un engaño. El mundo blanco podría arrebatarles todo rastro de color, llegar hasta la médula de sus huesos.
Estiró el brazo para aferrarse al hombro de Pai, pero calculó mal la distancia y se cayó del lomo del doeki. Aliviado de la carga, la bestia se desplomó sobre el suelo; estaba claro que las patas no la sostenían. Si Pai no hubiese apartado rápidamente a Cortés, bien podría haber quedado aplastado bajo el peso del animal. Se echó hacia atrás la capucha y se quitó la nieve de la nuca para ponerse en pie y descubrir la mirada exhausta de Pai.
—Creí que estábamos siguiendo el camino correcto —dijo el místico.
—No me cabe duda.
—Pero, de alguna forma, hemos pasado por alto el paso. La pendiente se está volviendo más pronunciada. No sé dónde coño estamos, Cortés.
—Estamos metidos en un buen lío, ahí es donde estamos; y demasiado cansados como para pensar en una forma de salir de él. Tenemos que descansar.
—¿Dónde?
—Aquí —dijo Cortés—. Esta ventisca no puede durar siempre. Solo cabe cierta cantidad de nieve en el cielo, y la mayoría ya ha caído, ¿verdad? ¿No es cierto? De modo que si podemos aguantar hasta que amaine la tormenta, cuando podamos ver dónde nos encontramos…
—¿Y si para entonces es de noche otra vez? Nos congelaremos, amigo mío.
—¿Nos queda alguna otra opción? —inquirió Cortés—. Si seguimos adelante mataremos al animal y, probablemente, también moriremos nosotros. Podríamos caminar directamente hacia un desfiladero y no saberlo nunca. Pero si nos quedamos aquí… juntos… puede que tengamos alguna oportunidad.
—Creí que conocía el camino.
—Puede que lo conocieras. Puede que la tormenta lo haya hecho desaparecer y que nos encontremos al otro lado de la montaña. —Cortés colocó sus manos sobre los hombros de Pai y los deslizó hasta la nuca del místico—. No nos queda otro remedio —dijo con lentitud.
Pai asintió y juntos se establecieron lo mejor que pudieron en el relativo refugio que proporcionaba el cuerpo del doeki. La bestia aún respiraba, pero no continuaría haciéndolo durante mucho más tiempo, pensó Cortés. Trató de desterrar de su mente lo que ocurriría si el animal muriera y la tormenta no amainara, pero, ¿por qué dejar esos planes para el final? Si la muerte era inevitable, ¿no sería mejor para Pai y para él mismo enfrentarla juntos, abrirse las muñecas y desangrarse uno al lado del otro, que congelarse lentamente y fingir hasta el final que sería posible sobrevivir? Estaba a punto de expresar en alto esa sugerencia, mientras aún le quedaran fuerzas para concentrarse y hacerlo, cuando se giró hacia el místico y sintió un temblor que no se debía a la invectiva del viento, sino a una voz que subyacía bajo su arenga y que lo instaba a levantarse. Así lo hizo.
Las ráfagas de viento podrían haberlo arrojado al suelo si Pai no se hubiera puesto en pie con él, y sus ojos habrían pasado por alto las figuras que había más allá si el místico no lo hubiera agarrado del brazo y, acercando su cabeza a la de Cortés, le hubiera dicho:
—¿Cómo coño han logrado salir?
Las mujeres permanecían a unos cien metros de donde ellos estaban. Sus pies tocaban la nieve, pero no dejaban huellas sobre ella. Sus cuerpos estaban envueltos en ropas de hielo, que se hinchaban a su alrededor cuando el viento las impulsaba. Algunas portaban tesoros arrancados del glaciar: trozos de su templo, un arca y un altar. Una de ellas, la joven cuyo cadáver había conmovido tanto a Cortés, llevaba en brazos la cabeza de una diosa esculpida en una piedra azul. Había sido saqueada de malas maneras. Tenía grietas en las mejillas, y parte de su nariz y sus ojos habían desaparecido. Pero, de alguna forma, conseguía reflejar la luz y transmitir una especie de resplandor sereno.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Cortés.
—¿A ti, quizá? —aventuró Pai.
La mujer que se encontraba más cerca de ellos, con el cabello alzado sobre su cabeza debido al viento, los llamó por señas.
—Creo que quieren que vayamos —dijo Cortés.
—Eso parece, sí —señaló Pai, pero no movió un músculo.
—¿A qué esperamos?
—Creí que estaban muertas —dijo el místico.
—Puede que lo estuvieran.
—¿Entonces vamos a aceptar la guía de unos fantasmas? No tengo nada claro que eso sea muy inteligente.
—Han venido a buscarnos, Pai —le dijo Cortés.
Una vez que los hubo llamado, la mujer se giró muy despacio sobre los dedos de los pies, como la Virgen mecánica que Clem le había regalado a Cortés y que entonaba el Ave María mientras giraba.
—Las perderemos si no nos damos prisa. ¿Qué problema tienes, Pai? Ya has hablado con espíritus en otras ocasiones.
—No como estos —dijo Pai—. No todas las diosas eran madres misericordiosas, ¿sabes? Y sus ritos no eran todo miel sobre hojuelas. Algunas de ellas eran crueles. Sacrificaban hombres.
—¿Crees que nos quieren para eso?
—Es posible.
—Pues ponderemos esa posibilidad contra la absoluta certeza de morir congelados si nos quedamos donde estamos —dijo Cortés.
—Es decisión tuya.
—No, esta la tomaremos juntos. En ti recae el cincuenta por ciento del voto y el cincuenta por ciento de la responsabilidad.
—¿Tú qué quieres hacer?
—Ya estamos otra vez. Toma tus propias decisiones por una vez.
Pai observó a las mujeres que se alejaban; sus figuras ya casi habían desaparecido tras el velo de nieve. Y después a Cortés. Y después al doeki. Y de nuevo a Cortés.
—He oído decir que se comen las pelotas de los hombres.
—¿Y entonces qué es lo que te preocupa?
—¡De acuerdo! —gruñó el místico—. Voto por que vayamos.
—Entonces hay unanimidad.
Pai comenzó a tirar del doeki para que se levantara. El animal no quería moverse, pero el místico tenía bastante genio cuando se sentía presionado y comenzó a reprenderlo con severidad.
—¡Date prisa o las perderemos! —exclamó Cortés.
La bestia ya estaba en pie y Pai tiró de las bridas para salir tras Cortés, que seguía avanzando para no perder de vista a sus guías. La nieve ocultaba por completo a las mujeres en ocasiones, pero pudo observar que la que los había llamado se giraba para ver por dónde iban de vez en cuando, por lo que supo que no dejaría que sus hijos adoptivos se perdieran de nuevo. Después de un tiempo, su destino quedó a la vista. Una ladera de roca, escarpada y del color del granito, se alzaba desde las tinieblas, con la cima perdida entre la bruma.
—Si quieren que escalemos eso, ya pueden esperar sentadas —gritó Pai sobre el aullido del viento.
—No, hay una puerta —vociferó Cortés por encima del hombro—. ¿La ves?
La abertura así llamada no era más que una grieta zigzagueante, idéntica a la forma de un relámpago que hubiese quedado grabado en la pared. Sin embargo, aquello representaba, al menos, una esperanza de refugio.
Cortés se giró hacia Pai.
—¿La ves, Pai?
—La veo —fue la respuesta—. Pero no veo a las mujeres.
Una mirada hacia la cara de piedra confirmó la observación del místico. O bien habían entrado en el acantilado o bien habían flotado hasta su rostro oculto entre las nubes. Fuera lo que fuera, habían desaparecido con mucha rapidez.
—Fantasmas —dijo Pai con inquietud.
—¿Y qué si lo son? —replicó Cortés—. Nos han traído hasta un refugio. —Tomó las riendas del doeki de las manos de Pai y animó a la bestia a continuar diciendo—: ¿Ves ese agujero en la pared? Ahí dentro estaremos calentitos. ¿Te acuerdas de lo que es el calor?
La tormenta de nieve se hizo más densa mientras recorrían los últimos centenares de metros, y al final los cubrió de nuevo hasta la cintura. Pero los tres, hombre, animal y místico, consiguieron salvar la distancia con vida. El interior era más que un refugio: había luz. El estrecho pasadizo, con sus negras paredes cubiertas de hielo, estaba iluminado con la parpadeante luz de un fuego que procedía de algún lugar en las profundidades de la caverna.
Cortés había soltado las riendas del doeki y el avispado animal ya se dirigía hacia el pasadizo, dejando que el sonido de sus cascos resonara contra las resplandecientes paredes. Para el momento en que Cortés y Pai lo alcanzaron, un pequeño recodo en el pasadizo había revelado la fuente de la luz y calor que había más adelante. Un cuenco de bronce batido, amplio pero poco profundo, estaba colocado en el lugar donde se ensanchaba el pasadizo, y el fuego ardía con vigor en su interior. Sin embargo, había dos cosas curiosas: primero, que la llama no era dorada, sino azul; y segundo, que ardía sin combustible y con llamas que se alzaban al menos a unos quince centímetros del fondo del cuenco. Pero no cabía duda de que irradiaba calor, Los carámbanos de hielo que había en la barba de Cortés se deshicieron y empezaron a gotear; los copos de nieve se convirtieron en gotas sobre las suaves mejillas y la frente de Pai. El calor provocó que un alarido de puro placer saliera de los labios de Cortés, que abrió sus doloridos brazos hacia Pai’oh’pah.
—¡No vamos a morir! —gritó—. ¿No te lo había dicho? ¡No vamos a morir!
El místico lo abrazó a su vez, presionando los labios primero contra el cuello de Cortés y luego contra su rostro.
—De acuerdo, estaba equivocado —dijo—. ¡Está bien, lo admito!
—Entonces vamos a buscar a las mujeres, ¿no?
—¡Sí! —exclamó.
Un sonido los aguardaba cuando los ecos de su entusiasmo se apagaron. Un tintineo, como el de unas campanillas de hielo.
—Nos están llamando —dijo Cortés.
El doeki había encontrado un diminuto paraíso junto al fuego y no estaba dispuesto a moverse a pesar de todos los esfuerzos de Pai por lograr que se pusiera en pie.
—Deja que se quede ahí un rato —dijo Cortés antes de que el místico comenzara una nueva retahíla de improperios—. Nos ha prestado un buen servicio. Deja que descanse. Podemos regresar a buscarlo después.
El pasadizo que seguían en aquel momento no solo tenía muchas curvas, sino que también se dividía en ocasiones, y todas las rutas estaban iluminadas por cuencos de fuego. Eligieron el camino a seguir guiándose por el sonido de las campanillas, que no parecía acercarse nunca. Con cada bifurcación, por supuesto, la posibilidad de volver a encontrar al doeki se hacía más improbable.
—Este lugar es un laberinto —dijo Pai con un toque de su antiguo nerviosismo reflejado de nuevo en la voz—. Creo que deberíamos detenernos y evaluar con exactitud lo que estamos haciendo.
—Buscamos a las Diosas.
—Y perdemos nuestro medio de transporte al mismo tiempo. No nos encontramos en muy buen estado para seguir a pie mucho tiempo más.
—Yo no me encuentro tan mal. Salvo las manos. —Se las colocó delante de la cara, con las palmas hacia arriba. Estaban hinchadas y llenas de magulladuras, con las heridas amoratadas—. Supongo que tengo el mismo aspecto por todos sitios. ¿Has oído las campanillas? ¡Están a la vuelta de la esquina, lo juro!
—Llevan estando a la vuelta de la esquina los últimos tres cuartos de hora. No se escuchan más cerca que antes, Cortés. Es algún tipo de truco. Deberíamos volver atrás a por el animal antes de que nos maten.
—No creo que aquí derramaran sangre —replicó Cortés. Las campanillas volvieron a escucharse—. Escucha eso. Están más cerca. —Se acercó a la siguiente esquina deslizándose sobre el hielo—. Pai, ven a ver.
Pai se unió a él en la esquina. Por delante, el pasadizo se estrechaba hasta convertirse en una puerta.
—¿Qué te dije? —le dijo Cortés, que se encaminó hacia la puerta y la atravesó.
El santuario que había al otro lado no era muy amplio (tenía el tamaño de una iglesia modesta, nada más), pero había sido esculpido de forma tan artificiosa que daba una impresión de magnificencia. No obstante, había sufrido grandes daños. A pesar de la miríada de pilares, elaborados por el más hábil de los artesanos, y de sus bóvedas de piedra relucientes a causa del hielo, sus paredes estaban cubiertas de agujeros y el suelo lleno de surcos. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que los objetos que habían sido enterrados en el glaciar formaron parte alguna vez de su mobiliario. El altar se encontraba destrozado en el centro de la estancia, y entre los escombros había fragmentos de piedra azul que encajaban con la estatua que llevaba la niña. En ese momento, con más seguridad que nunca, se encontraban en un lugar que llevaba la marca del paso de Hapexamendios.
—Tras sus pasos —murmuró Cortés.
—Sí, desde luego —susurró Pai—. Ha estado aquí.
—Y también las mujeres —dijo Cortés—. Pero no creo que se comieran las pelotas de los hombres. Creo que sus ceremonias eran algo más cariñosas. —Se puso en cuclillas y pasó los dedos sobre la superficie de los fragmentos tallados—. Me pregunto a qué se dedicaban. Me gustaría haber visto los rituales.
—Te habrían descuartizado miembro a miembro.
—¿Por qué?
—Porque sus ceremonias no podían presenciarlas los hombres.
—Tú sí habrías podido entrar, ¿verdad? —preguntó Cortés—. Habrías sido un espía perfecto. Podrías haberlo visto.
—No es cuestión de verlo —dijo Pai con suavidad—, sino de sentirlo.
Cortés se incorporó y miró al místico con una nueva comprensión.
—Creo que te envidio, Pai —dijo—. Tú sabes lo que se siente al ser ambas cosas, ¿no es cierto? Jamás había pensado en ello. ¿Me dirás lo que se siente uno de estos días?
—Será mejor que lo descubras tú mismo —dijo Pai.
—¿Y cómo lo hago?
—Este no es el momento…
—Dímelo.
—Bueno, los místicos tienen sus rituales, igual que los hombres y las mujeres. No te preocupes, no tendrás que espiarme. Serás mi invitado, si eso es lo que quieres.
Un lejano sentimiento de miedo acarició a Cortés al escuchar aquello. Se había mostrado casi apático ante las muchas maravillas que habían contemplado mientras viajaban, pero en ese momento se percató de que aún no conocía del todo a la criatura que había permanecido a su lado durante todos esos días. No había vuelto a verlo desnudo desde su primer encuentro en Nueva York; no lo había besado de la forma en que besa un amante; no se había permitido sentir deseo sexual hacia él. Tal vez se debiera a que había estado pensando en las mujeres de allí, en sus rituales secretos; pero en ese momento, le gustara o no, estaba mirando a Pai’oh’pah y estaba excitado.
El dolor lo apartó de semejantes pensamientos y se miró las manos para ver que, en su inquietud, las había convertido en puños y había vuelto a abrir los cortes de las palmas. La sangre goteó sobre el suelo junto a sus pies, increíblemente roja. Al verla, le vino a la memoria un recuerdo que había enterrado al fondo de su mente.
—¿Qué pasa? —preguntó Pai.
Sin embargo, Cortés no tenía aliento para responder. Todavía podía escuchar el río congelado agrietándose bajo su cuerpo y el aullido de los agentes del Invisible que volaban en círculos sobre su cabeza. Podía sentir sus manos golpeando una y otra vez el glaciar y las esquirlas de hielo que volaban hacia su rostro.
El místico se colocó a su lado.
»Cortés —dijo con inquietud—. Dime algo, ¿quieres? ¿Qué pasa?
Rodeó con los brazos los hombros de Cortés y su contacto consiguió que este último recuperara el aliento.
—Las mujeres… —dijo.
—¿Qué pasa con ellas?
—Fui yo quien las liberó.
—¿Cómo?
—Con el pneuma, ¿cómo si no?
—¿Conseguiste deshacer la obra del Invisible? —preguntó el místico con una voz que apenas se oía—. Por nuestro bien, espero que las mujeres fueran los únicos testigos.
—Había también agentes, tal y como dijiste. Casi me matan. Pero yo también conseguí herirlos.
—Eso son malas noticias.
—¿Por qué? Si yo tengo que sangrar, que sangre Él también un poco.
—Hapexamendios no sangra.
—Todo sangra, Pai. Incluso Dios. Puede que sobre todo Dios. De otra forma, ¿por qué se habría ocultado?
Mientras hablaba, el tintineo de las campanillas comenzó a sonar de nuevo, más cerca que nunca, y al mirar por encima del hombro de Cortés, Pai dijo:
—Debe de haber estado esperando un poco de herejía.
Cortés se giró y descubrió a la mujer que lo había llamado, medio oculta entre las sombras, de pie al fondo del santuario. El hielo que rodeaba su cuerpo no se había derretido, cosa que sugería que, al igual que las paredes, la carne en la que estaba incrustado todavía se encontraba por debajo de los cero grados. Había carámbanos de hielo en su cabello, y cuando movía la cabeza un poco, como en aquel momento, chocaban unos contra otros y tintineaban como diminutas campanillas.
—Yo te he sacado del hielo —dijo Cortés, que se separó un poco de Pai para acercarse a ella.
La mujer no dijo nada.
»¿Comprendes lo que te digo? —continuó Cortés—. ¿Nos sacarás de aquí? Queremos encontrar el camino para atravesar la montaña.
La mujer dio un paso atrás, retirándose hacia las sombras.
»No tengas miedo —dijo Cortés—. ¡Pai, ayúdame!
—¿Cómo?
—Puede que no entienda el inglés.
—Te entiende bastante bien.
—Limítate a hablar con ella, ¿quieres?
Siempre obediente, Pai comenzó a hablar en una lengua que Cortés no había oído jamás; su musicalidad resultaba relajante, a pesar de que las palabras eran ininteligibles. Pero ni la música ni el significado parecieron hacer mella en la mujer. Continuó su retirada hacia la oscuridad y Cortés la siguió con cautela; temía asustarla, pero temía más aún perderla por completo. Sus comentarios a las persuasiones de Pai se habían apagado hasta convertirse en el más simple de los regateos.
—Un favor merece otro —dijo.
Pai tenía razón: ella lo entendía muy bien. A pesar de que se quedó en las sombras, podía ver que sus labios esbozaban una pequeña sonrisa. Maldita fuera, pensó, ¿por qué no le respondía? Las campanillas aún sonaban en su cabello, no obstante, y continuó siguiéndola incluso cuando la oscuridad se hizo tan densa que, virtualmente, la mujer se fundió con ella. Cortés echó un vistazo atrás para observar al místico, que ya había abandonado cualquier intento de comunicarse con la mujer y, en su lugar, se dirigía a Cortés.
—No avances más —dijo.
Aunque no había más de cincuenta metros hasta el lugar donde estaba Pai, su voz sonaba muy lejana, como si alguna otra ley, además de la distancia y la luz, rigiera en el espacio que los separaba.
—Todavía estoy aquí. ¿No me ves? —dijo Cortés y, contento al escuchar al místico responder que sí podía, volvió a dirigir la mirada hacia las sombras. Sin embargo, la mujer había desaparecido. Soltó una maldición y se abalanzó sobre el lugar donde la había visto por última vez; la sensación de que aquella era una zona ambigua se intensificaba por momentos. La oscuridad tenía una cualidad huidiza, como si fuera un perverso trapacero que tratara de quitárselo de encima encogiéndose de hombros. No se iría. Cuanto más se sacudiera, más decidido se mostraría a ver qué era lo que ocultaba. A pesar de que no podía ver nada, no se adentraba a ciegas en el peligro. Minutos antes le había dicho a Pai que todo era vulnerable. Pero nadie, ni siquiera el Invisible, podía hacer sangrar a la oscuridad. Si se cerraba en torno a él, podría tratar de arañarla durante una eternidad y no dejar ni una sola marca sobre su espalda carente de piel. En aquel momento, escuchó a Pai llamándolo a sus espaldas:
—¿Dónde coño estás?
El místico lo había seguido a las sombras, según pudo comprobar.
—No te acerques más —le dijo.
—¿Por qué no?
—Puede que necesite algún tipo de señal para encontrar el camino de vuelta.
—Vuelve aquí y déjate de tonterías.
—No hasta que la encuentre —replicó Cortés, que avanzó con los brazos extendidos.
El suelo estaba resbaladizo y tenía que proceder con mucho cuidado. Pero sin que la mujer los guiara a través de la montaña, aquel laberinto podría resultar tan letal como la nieve de la que habían escapado. Tenía que encontrarla.
—¿Aún puedes oírme? —le gritó a Pai.
La voz que le contestó de forma afirmativa fue tan débil como si se tratara de una llamada a larga distancia con la línea telefónica en mal estado.
—Sigue hablando —gritó.
—¿Qué quieres que diga?
—Cualquier cosa. Canta una canción.
—No tengo oído para la música.
—Habla sobre comida, entonces.
—De acuerdo —dijo Pai—. Ya te he hablado sobre el ugichee y el vientre del pescado lleno de huevos…
—Es la cosa más nauseabunda que he oído jamás —replicó Cortés.
—Te gustará cuando lo pruebes.
—Le dijo la actriz al obispo.
Escuchó la risa amortiguada de Pai. Acto seguido, el místico dijo:
—Me odiaste casi tanto como odias el pescado, ¿recuerdas? Y te convertí.
—Jamás te he odiado.
—En Nueva York sí.
—Ni siquiera entonces. Solo me sentía confuso. Jamás me había acostado con un místico antes.
—¿Te gustó?
—Fue mejor que el pescado, pero no tanto como el chocolate.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que…
—¿Cortés? Apenas puedo oírte.
—¡Estoy aquí! —replicó con un grito—. Me gustaría hacerlo de nuevo, Pai.
—¿Hacer qué?
—Acostarme contigo.
—Tendré que pensarlo.
—¿Qué es lo que quieres, una propuesta de matrimonio?
—No estaría mal.
—¡De acuerdo! —respondió Cortés—. ¿Quieres casarte conmigo?
Se hizo el silencio. Se detuvo para girarse. La silueta de Pai era una sombra borrosa contra la luz distante del santuario.
»¿Me has oído? —gritó.
—Me lo estoy pensando.
Cortés se echó a reír, a pesar de la oscuridad y de la inquietud que lo agobiaba.
—No puedes pensártelo para siempre, Pai —voceó—. Necesito una respuesta… —Se detuvo cuando sus dedos entraron en contacto con algo sólido y congelado—. ¡Vaya mierda!
—¿Qué ocurre?
—¡Es un puto callejón sin salida! —dijo; se movió hacia la derecha contra la superficie que acababa de encontrar y recorrió el hielo con las palmas—. No es más que una pared.
Sin embargo, eso no era todo. La sospecha de que aquella era una zona nebulosa se hizo más fuerte que nunca. Había algo al otro lado del muro, si es que era capaz de alcanzarlo.
—Vuelve aquí —suplicó Pai.
—Todavía no —dijo para sí, a sabiendas de que el místico no podría escuchar sus palabras. Levantó una mano hasta su boca y soltó una ráfaga de aliento.
—¿Me has oído, Cortés? —gritó Pai.
Sin responder, lanzó el pneuma contra el muro, una técnica en la que su mano ahora era experta. Las tinieblas se tragaron el sonido del golpe, pero la fuerza que llevaba hizo que se desprendiera un trozo de hielo del techo. No esperó a que las reverberaciones se asentaran, sino que descargó un segundo golpe, y un tercero, y cada impacto abría más las heridas de su mano, lo que añadía sangre a la violencia de los golpes. Tal vez aquello les concediera fuerza. Si su aliento y su saliva eran tan útiles, ¿qué poderes poseería su sangre? ¿Y su semen?
Mientras se detenía a coger aire para una nueva exhalación, escuchó los gritos del místico y se giró para ver cómo avanzaba hacia su posición a través de un abismo de sombras frenéticas. Su asalto no solo había sacudido el muro y el techo: el mismo aire estaba enfurecido y agitaba la silueta de Pai hasta hacerla añicos. Mientras sus ojos trataban de fijar la imagen, una enorme esquirla de hielo dividió el espacio que había entre ellos y, tras golpear en el suelo, se hizo añicos. Tuvo tiempo de colocarse los brazos delante de la cara antes de que las esquirlas lo azotaran, pero el impacto lo lanzó contra la pared.
—¡Vas a hacer que todo el lugar se venga abajo! —escuchó gritar a Pai cuando cayeron nuevas lanzas de hielo.
—Es demasiado tarde para echarse atrás —replicó Cortés—. ¡Date prisa, Pai!
Con la ligereza de pies que lo caracterizaba, incluso sobre aquel suelo letal, el místico se abrió paso a través del hielo en dirección a la voz de Cortés. Antes de que consiguiera llegar a su lado, Cortés se giró y comenzó su ataque de nuevo, a sabiendas de que si se rendía demasiado pronto, quedarían enterrados allí. Soltó otra exhalación y la lanzó contra la pared y, en esta ocasión, las sombras no lograron amortiguar el sonido. Resonó como una campana atronadora. La onda expansiva lo habría arrojado al suelo si los brazos del místico no hubieran estado allí para atraparlo.
—¡Es un lugar de paso! —gritó.
—¿Qué significa eso?
—Dos exhalaciones esta vez —fue su respuesta—. La tuya y la mía, en una mano. ¿Comprendes?
—Sí.
No podía ver al místico, pero sintió cómo le levantaba la mano hacia su boca.
—Cuando cuente tres —dijo Pai—. Uno…
Cortés inspiró aire con fuerza.
—Dos…
Inspiró de nuevo, con más fuerza todavía.
—¡Tres!
Entonces soltó el aire, mezclado con el de Pai, sobre su mano. La carne humana no estaba diseñada para controlar semejante energía. Si Pai no hubiese estado junto a él para sujetar su hombro y su muñeca, el poder habría estallado en su palma y se la habría arrancado. Pero ambos se abalanzaron hacia delante al unísono y abrió la mano un instante antes de que chocara contra la pared. El rugido se duplicó, pero acabó consumido momentos después por el caos que habían creado sobre sus cabezas. Si hubiera habido algún lugar al que retirarse, lo habrían hecho, pero el techo se estaba derrumbando en una fusilería de estalactitas y lo único que pudieron hacer fue protegerse la cabeza y quedarse en el suelo mientras el muro los lapidaba por su crimen, obligándolos a postrarse de rodillas a medida que estallaba y se venía abajo. La conmoción duró lo que parecieron minutos; el suelo se estremeció con tanta violencia que los hizo caer de nuevo, de bruces esta vez. Entonces, las convulsiones comenzaron a aminorar de forma gradual. La lluvia de hielo y piedra se convirtió en llovizna y se detuvo en el momento en que una milagrosa ráfaga de aire cálido rozó sus rostros.
Ambos levantaron la mirada. El ambiente estaba oscuro, pero la luz arrancaba destellos de las dagas sobre las que yacían y su fuente se encontraba en algún lugar allí arriba. El místico fue el primero en ponerse en pie y tiró de Cortés para colocarlo a su lado.
—Un lugar de paso —dijo de nuevo.
Colocó un brazo alrededor de los hombros de Cortés y, juntos, se tambalearon hacia delante, hacia el lugar del que procedía el calor que los había reanimado. Si bien la oscuridad era todavía bastante densa, pudieron distinguir la vaga presencia de una pared. A pesar de la escala del terremoto, la fisura que habían provocado apenas tenía la altura de un hombre. Al otro lado había niebla, pero cada paso los acercaba un poco más hacia la luz. Cuando hundieron los pies en la blanda arena, que tenía el color de la bruma, escucharon las campanillas de hielo una vez más y miraron hacia atrás con la esperanza de ver que la mujer los seguía. Sin embargo, la niebla ya había ocultado tanto la fisura como el santuario que había más allá, y cuando el campanilleo se detuvo, al igual que ellos poco después, ambos habían perdido el sentido de la orientación.
—Hemos salido al Tercer Dominio —dijo Pai.
—¿Se acabaron las montañas? ¿Se acabó la nieve?
—A menos que quieras regresar para agradecérselo.
Cortés trató de escudriñar algo entre la niebla.
—¿Es este el único camino que existe para salir del Cuarto?
—No, por Dios —dijo Pai—. Si hubiéramos seguido la ruta turística, habríamos tenido la posibilidad de elegir entre un centenar de lugares. Pero este debía de ser el camino secreto de esas mujeres antes de que el hielo lo sellara.
La luz le mostró la cara del místico a Cortés, por lo que pudo ver que esta reflejaba una sonrisa.
—Has hecho un buen trabajo —dijo Pai—. Creí que te habías vuelto loco.
—Creo que así fue, al menos un poco —replicó Cortés—. Debo de tener una faceta destructiva. Hapexamendios estaría orgulloso de mí. —Se detuvo para darle a su cuerpo un momento de descanso—. Espero que haya algo más que niebla en el Tercero.
—Vaya que sí, lo hay, créeme. Es el Dominio que más deseaba visitar mientras estaba en el Quinto. Está lleno de luz y de vida. Descansaremos, nos alimentaremos y recuperaremos las fuerzas. Puede que incluso nos acerquemos a L’Himby para visitar a mi amigo Scopique. Nos merecemos un poco de gratificación durante unos cuantos días antes de dirigirnos hacia el Segundo y unirnos a la Vía Crucis.
—¿Esa nos llevará a Yzordderrex?
—Por supuesto —dijo Pai al tiempo que instaba a Cortés a moverse de nuevo—. La Vía Crucis es la carretera más larga de Imajica. Debe de tener la misma longitud que las dos Américas, incluso más.
—¡Un mapa! —exclamó Cortés—. Debo empezar a hacer un mapa.
La niebla comenzaba a dispersarse y, con el aumento de luz, aparecieron las plantas: las primeras que veían desde las faldas de las colinas del Jokalaylau. Siguieron el camino mientras la vegetación se volvía más exuberante y fragante, atrayéndolos hacia el sol.
—Recuerda, Cortés —dijo Pai cuando avanzaron un poco—. He aceptado.
—¿Aceptar el qué? —preguntó Cortés.
En aquel momento, la niebla era apenas visible; podían ver el mundo cálido que los aguardaba.
—Tu proposición, amigo mío, ¿no la recuerdas?
—No te oí aceptarla.
—Pues lo hice —replicó el místico en el instante en que el paisaje verde se reveló ante ellos—. Aunque sea lo único que hagamos en este Dominio, ¡al menos deberíamos casarnos!