Capítulo 33
Cortés mantuvo la promesa que había hecho a Pai y esperó junto a Hurra en la cafetería donde habían desayunado, hasta que la órbita del cometa hizo que este se ocultara tras la montaña y la luz del día dio paso a la penumbra del crepúsculo. La espera hizo estragos no solo en su paciencia sino también en sus nervios, dado que, según avanzaba la tarde, se había hecho evidente que el malestar acaecido en los kesparates del perímetro de la ciudad se había extendido por las calles y que el establecimiento se encontraría en mitad de un campo de batalla a la caída de la noche. Grupo tras grupo, los clientes abandonaron sus mesas a medida que los sonidos del motín y de los disparos se acercaban. Comenzó a caer una lluvia de hollín que bajaba en espiral desde el cielo, oscurecido de tanto en tanto por el humo que se alzaba desde los kesparates incendiados.
Cuando comenzaron a transportar los primeros heridos calle arriba, señal inequívoca de que la lucha se acercaba, los dueños de varios establecimientos cercanos se reunieron en la cafetería para celebrar un breve concilio y debatir, presumiblemente, el modo más acertado de defender sus propiedades. La reunión acabó con el lanzamiento de acusaciones y de insultos desconocidos tanto para Hurra como para Cortés. Dos de los hombres regresaron armados minutos más tarde, ante lo cual el dueño del café, que se había presentado como Silbido Bunyan, le preguntó a Cortés si él y su hija no tenían un hogar al que regresar. Cortés le contestó que habían prometido esa misma tarde esperar a alguien allí, y que estarían más que agradecidos si pudieran quedarse en el establecimiento hasta que esa persona regresara.
—Lo recuerdo —contestó Silbido—. Usted vino esta mañana, ¿verdad? Acompañado de una mujer.
—Sí, es a ella a quien esperamos.
—Me recordó a alguien a quien conocía —prosiguió el hombre—. Espero que no le haya sucedido nada ahí afuera.
—Eso mismo esperamos nosotros —contestó Cortés.
—En ese caso, será mejor que aguarden aquí. Pero tendrán que echar una mano en la construcción de la barricada.
Bunyan confesó que, como sabía que la revuelta iba a tener lugar tarde o temprano, se había preparado para cuando llegara el momento. Había almacenado tablones con los que cubrir las ventanas y un contingente de armas cortas, para estar prevenido en caso de que el populacho tratara de saquear sus provisiones.
No obstante, sus precauciones demostraron ser innecesarias. La calle se convirtió en un corredor seguro por el que evacuar a los heridos desde la zona de combate, que en esos momentos se había trasladado a una calle al este del emplazamiento de la cafetería y que seguía avanzando colina arriba. Sin embargo, transcurrieron dos horas angustiosas durante las que el fragor de la lucha, los gritos y los disparos llegaron de todos lados; las botellas que se alineaban en las estanterías de Silbido tintineaban cada vez que la tierra se agitaba, cosa que sucedía con bastante frecuencia. El dueño de uno de los restantes establecimientos de la calle, que había abandonado el café en un ataque de furia tras la reunión, llegó durante dicho asedio y comenzó a golpear la puerta. Cuando traspuso el umbral con la cabeza cubierta de sangre, trajo consigo un buen número de relatos de destrucción. El ejército había echado mano de la artillería pesada durante la última hora, según informó el hombre, y había arrasado el puerto de punta a punta tras dejar impracticable la carretera que salía de la ciudad, consiguiendo así que fuese imposible entrar o salir de Yzordderrex. El tipo decía que todo formaba parte del plan del Autarca. ¿Por qué si no se permitía que barrios enteros ardieran libremente? El Autarca estaba dejando que la ciudad acabara con sus propios habitantes porque sabía que la conflagración no derribaría los muros del palacio.
—Va a dejar que la muchedumbre destruya la ciudad —prosiguió el hombre—, y le trae sin cuidado lo que nos suceda a los demás en el proceso. ¡Cabrón egoísta! Vamos a acabar incinerados y no piensa levantar un dedo para ayudarnos.
El escenario, sin lugar a dudas, se ajustaba a los hechos. Cuando, siguiendo la sugerencia de Cortés, subieron al tejado con el fin de obtener una vista más aproximada de la situación, todo resultó ser tal y como el hombre lo había descrito. Una espesa cortina de humo, que se alzaba desde las cenizas de lo que fuera el muelle, ocultaba el océano; aquí y allí podían verse las llamaradas que arrasaban decenas de barrios; y, a través de las oleadas de calor cargadas de hollín procedentes de la pira de Oke T’Noon, se atisbaban los escombros de la carretera que se habían quedado estancados en el delta. Oculto por el humo, el cometa iluminaba tenuemente la ciudad y la oscuridad se incrementaba a medida que el prolongado crepúsculo llegaba a su fin.
—Es hora de marcharnos —dijo Cortés a Hurra.
—¿Adónde vamos a ir?
—En busca de Pai’oh’pah —contestó él—. Ahora que todavía podemos.
En el tejado le había quedado claro que no había una sola ruta segura que pudiera llevarlos de vuelta al kesparate del místico. Las diferentes facciones que se enfrentaban en las calles se movían de forma impredecible. Una calle vacía en un instante determinado podía acabar abarrotada y no ser más que un montón de escombros al siguiente. Tendrían que guiarse por el instinto, y rezar para tomar la ruta más corta posible de vuelta al lugar donde habían dejado a Pai’oh’pah. El atardecer en ese Dominio se prolongaba tanto como la duración de un día de invierno en Inglaterra, cinco o seis horas, ya que la cola del cometa seguía dejando un rastro de luz en el cielo mucho después de que su ardiente cabeza se hubiera ocultado bajo el horizonte. Sin embargo, a medida que Cortés y Hurra avanzaban, el humo se espesaba y eclipsaba la tenue luz al tiempo que sumía la ciudad en unas inmundas tinieblas. El reflejo de las llamas compensaba la carencia de luz, por supuesto, pero en aquellas calles donde las farolas estaban apagadas y los ciudadanos habían cerrado sus puertas y ventanas a cal y canto, de modo que no hubiese señal alguna de que estuvieran ocupadas, la oscuridad era casi impenetrable. En esos lugares, Cortés alzaba a Hurra hasta sus hombros y, desde allí, la niña podía ver lo suficiente como para guiarlo.
De todos modos no avanzaban muy deprisa, dado que tenían que detenerse en cada cruce para estimar cuál era la ruta menos peligrosa a seguir, o buscar refugio al paso tanto de las tropas gubernamentales como de las insurrectas. No obstante, por cada soldado que participaba en esa guerra podía contarse al menos una docena de curiosos, gente que se atrevía a seguir la marea de la batalla como si de buscadores de conchas se tratara: gente que se alejaba ante la llegada de una nueva oleada para volver a avanzar hacia sus posiciones en cuanto esta se replegaba. En ocasiones, el juego resultaba letal. Cortés y Hurra tuvieron que poner en práctica una danza similar. Obligados una y otra vez a cambiar de rumbo, no les quedó más remedio que confiar en su instinto para encontrar la dirección y, como no podía ser de otro modo, el instinto acabó por abandonarlos.
En un insólito silencio entre gritos y bombardeos, Cortés dijo:
—¿Ángel? No tengo ni idea de dónde estamos.
Una andanada exhaustiva había echado abajo la mayor parte del kesparate en el que se encontraban y quedaban pocos escondites entre los escombros, si bien Hurra insistió en buscar uno: la llamada de la naturaleza no podía hacerse esperar. Cortés la dejó en el suelo y la niña se encaminó hacia la protección relativa de una casa medio derrumbada, unos metros calle arriba. Él montó guardia en la puerta, al tiempo que alzaba la voz para decirle que no se aventurara demasiado lejos. Tan pronto hubo gritado su advertencia, apareció un reducido grupo de hombres armados que lo obligó a internarse en las sombras del portal. Excepto por sus armas, que habían robado con toda seguridad a los muertos, no tenían aspecto de revolucionarios. El mayor del grupo, un hombre inmenso y bien entrado en años, aún llevaba la corbata y el sombrero con los que, probablemente, habría ido a trabajar esa misma mañana, mientras que dos de sus acompañantes eran apenas mayores que Hurra. De los dos restantes miembros del grupo, uno era una mujer oethac y el otro un miembro de la tribu a la que perteneciera el verdugo de Vanaeph: un nullianac de cabeza semejante a dos manos unidas en oración.
Cortés echó un vistazo a la oscuridad que se extendía tras él con la esperanza de poder advertir a Hurra para que guardara silencio antes de salir a la calle, pero no había ni rastro de la niña. Dejó el portal y se adentró en el edificio en ruinas. El suelo estaba resbaladizo bajo sus pies, si bien no podía ver cuál era la causa. No obstante, atisbó a Hurra, o al menos su figura, en cuanto esta se levantó tras aliviarse. Ella también lo vio, y emitió un ruidillo de protesta que él sofocó sin atreverse a alzar demasiado la voz. Otro bombardeo, procedente de no muy lejos, trajo consigo una nueva andanada de temblores y de fogonazos, gracias a los cuales pudieron echar un vistazo a su refugio: una escena hogareña en la que la cena se había dispuesto en la mesa, bajo la cual yacía muerta la cocinera. Su sangre era la sustancia resbaladiza que había pisado Cortés.
Hizo señas a Hurra con el fin de que se acercara a él y, en cuanto la tuvo al lado, la abrazó con fuerza antes de aventurarse de nuevo hacia la puerta, justo en el momento en que comenzaba otro nuevo bombardeo. Los saqueadores se vieron obligados a buscar refugio en el portal y la oethac vio a Cortés antes de que este pudiera refugiarse en las sombras. La mujer dejó escapar un grito y uno de los más jóvenes disparó hacia la oscuridad donde Cortés y Hurra se habían refugiado segundos antes. Las balas hicieron saltar el yeso y la madera en todas direcciones. Mientras se alejaba de la puerta por la que entrarían sus atacantes, Cortés empujó a la niña hacia el rincón más oscuro y respiró hondo. Apenas había acabado de hacerlo cuando el muchacho que había apretado el gatillo llegó a la entrada y volvió a abrir fuego de forma indiscriminada. Cortés exhaló un pneuma desde la oscuridad y este flotó hasta la puerta. Sin embargo, había subestimado su fuerza. El pistolero resultó aniquilado al instante, pero, al mismo tiempo, el pneuma se llevó por delante tanto el marco de la puerta como la mayor parte de la pared a un lado y a otro de esta.
Antes de que el polvo se asentara y los supervivientes vinieran a por ellos, Cortés se apresuró a ir en busca de Hurra; no obstante, la pared contra la que la había dejado agachada estaba agrietada e inclinada, como si de la cresta de una ola se tratara. La llamó a gritos al mismo tiempo que el muro se venía abajo. El chillido de la niña fue su respuesta. Le llegó desde su izquierda. El nullianac la había atrapado y, por un horrible instante, Cortés pensó que iba a matarla; sin embargo, la apretó contra él como si fuera una muñeca y desapareció entre la polvareda.
Cortés comenzó a perseguirlo sin mirar atrás, un error que acabó postrándolo de rodillas antes de haber avanzado un par de metros, cuando la oethac le asestó una puñalada en la parte baja de la espalda. La herida no era profunda, pero el impacto lo dejó sin aliento y cayó al suelo; el segundo ataque bien podría haberlo dejado sin coronilla de no haber rodado hacia un lado. La pequeña pica que blandía la mujer, que estaba cubierta por la sangre de Cortés, se hundió en el suelo, y antes de que pudiera liberarla él ya se había puesto en pie y corría en pos de Hurra y su secuestrador. El segundo muchacho corría detrás del nullianac, expresando a gritos su alegría (ya fuese etílica o provocada por alguna droga), y fue ese sonido el que sirvió de guía a Cortés cuando los perdió de vista. La persecución lo sacó de la zona derruida y lo adentró en un kesparate al que el conflicto había dejado relativamente intacto.
Había una buena razón: en esa zona se comerciaba con favores sexuales y el negocio estaba en auge. Aunque las calles eran mucho más estrechas que en cualquier otro distrito por el que Cortés hubiera pasado, había mucha luz procedente de las ventanas y puertas, ya que las lámparas y las velas se habían dispuesto de tal modo que iluminaran bien la mercancía repantigada en los umbrales y alféizares. Con un simple vistazo, se podía confirmar que allí se ofrecían anatomías y placeres que excedían los límites de lo habitual en las regiones más disolutas de Bangkok o Tánger. Y no podía decirse que hubiera escasez de clientela. La inminencia de la muerte parecía haber estimulado la libido consensual. Aun cuando los chulos y prostitutas que ofrecían sus servicios al paso de Cortés no llegaran a ver la luz de un nuevo día, morirían siendo ricos. Ni que decir tiene que el paso de un nullianac que llevaba a una niña pataleando su disconformidad no suscitó ni una sola mirada en una calle consagrada a la depravación; y, por tanto, los gritos de Cortés, que exigía que detuvieran al secuestrador, fueron ignorados.
La multitud se hizo más densa a medida que bajaba por la calle y, a la postre, dejó de ver y escuchar a aquellos a quienes perseguía. A ambos lados de la vía principal (calle Lujuria, según podía leerse escrito de mala manera en uno de los muros del burdel) se abrían callejones cuya oscuridad bien podía ocultar al nullianac. Comenzó a llamar a gritos a Hurra, pero entre las invitaciones y los regateos, las dos sílabas del nombre acabaron ahogadas. Estaba a punto de proseguir con la carrera cuando atisbo a un hombre que retrocedía con rostro angustiado desde uno de los callejones. Cortés se abrió camino hasta llegar junto a él y lo agarró del brazo, pero el tipo se zafó de su mano y huyó antes de que tuviera la oportunidad de preguntarle qué había visto. En lugar de volver a llamar a Hurra, reservó su aliento y se adentró en el callejón.
A unos veinte metros de la entrada había una inmensa hoguera atendida por una mujer enmascarada, y cuyo combustible no era otra cosa que un montón de colchones. Algunos insectos habían anidado en el terliz, pero se veían obligados a huir a causa de las llamas; unos cuantos trataron de volar, aun cuando sus alas estaban ardiendo, para acabar aplastados por un manotazo de la mujer. Agachándose para evitar una de sus embestidas, Cortés le preguntó por el nullianac y la mujer le indicó con un movimiento de cabeza que siguiera calle abajo. El suelo hervía con los insectos que habían huido de los colchones, por lo que pisó cientos de caparazones antes de alejarse de la hoguera de la fumigadora. La calle Lujuria había quedado demasiado atrás como para disponer de un poco de luz que iluminara el panorama; sin embargo, el bombardeo que había resultado indiferente a la multitud congregada a sus espaldas aún seguía en los barrios colindantes, y las explosiones que tenían lugar en las empinadas calles de la ciudad iluminaban brevemente el callejón, aunque no estaban cerca. El lugar era estrecho y asqueroso; las ventanas y puertas de los edificios se habían tapado con ladrillos o tablones; el paso entre ellos no era más que un canal de desagüe, obstruido con desechos y verduras podridas. El hedor era nauseabundo, pero Cortés respiró hondo con la esperanza de poder expulsar el pneuma y de que este fuera mucho más potente gracias a la propia inmundicia de ese aire fétido. El mero secuestro de Hurra ya había sentenciado a muerte a sus captores, pero si le habían hecho daño, por mínimo que fuera, Cortés juró devolvérselo multiplicado por cien antes de ejecutarlos.
El callejón giraba y se retorcía, estrechándose tanto que apenas daba cabida a un hombre en algunos puntos, pero la sensación de que estaba cerca de ellos se acrecentó cuando escuchó el grito de júbilo del más joven de los secuestradores un poco más adelante. Aminoró el paso un poco y avanzó hasta una zona iluminada, en donde la basura le llegaba a la espinilla. El callejón acababa unos metros por delante del lugar donde él se encontraba, y allí, agachado en el suelo con la espalda contra la pared, estaba el nullianac. La fuente de luz no era ni una farola ni una hoguera, sino la cabeza de la criatura, en la que se arqueaban unos rayos de energía que cruzaban de lado a lado.
A la luz de su parpadeo, Cortés vio a su ángel tendido en el suelo frente a su captor. Hurra estaba totalmente inmóvil y parecía carecer de fuerza alguna. Cortés agradeció que la niña tuviera los ojos cerrados, dadas las actividades a las que estaba entregado el nullianac. La criatura había desnudado a Hurra de cintura para abajo, y sus largas y pálidas manos estaban muy ocupadas manoseándola. El muchacho de los alaridos permanecía a cierta distancia de la escena. Se había desabrochado la cremallera de los pantalones y sostenía su pistola en una mano y su miembro, medio erecto, en la otra. De vez en cuando, apuntaba el arma hacia la cabeza de Hurra y dejaba escapar otro grito.
Nada le habría proporcionado más satisfacción a Cortés en ese momento que exhalar un pneuma contra ambos desde donde estaba, pero aún no controlaba el poder y temía hacer daño a la niña de modo accidental; por tanto, se acercó un poco más en el mismo instante en que una nueva explosión en la colina iluminaba la escena con su potente descarga de luz. Gracias a ella, Cortés vislumbró las maniobras del nullianac y, al instante, escuchó el jadeo de Hurra, lo que hizo que se le encogiera el estómago todavía más. La luz se desvaneció mientras Hurra se quejaba, dejando que fuese el parpadeo de la cabeza de la criatura la que iluminara el sufrimiento de la niña. El muchacho guardaba silencio, con los ojos fijos en la violación. El nullianac alzó la cabeza y murmuró unas palabras que parecieron salir del hueco que se abría entre sus dos cráneos, tras lo que el joven retrocedió un poco, obedeciéndolo. Se avecinaba algún tipo de crisis. Los arcos de energía que cruzaban la cabeza del nullianac brillaban con más intensidad y sus dedos comenzaron a moverse como si quisieran exponer a la niña a la descarga energética. Cortés tomó una honda bocanada de aire al darse cuenta de que tendría que arriesgarse a hacer daño a Hurra si quería evitarle un daño mayor. El muchacho escuchó cómo Cortés inspiraba y se dio la vuelta para escudriñar la oscuridad. En ese momento, otro nuevo estallido de luz les llegó desde las alturas, dejando expuesto a Cortés.
El chico apretó el gatillo al instante pero falló, ya fuese por su ineptitud o por su estado de excitación. Los disparos salieron desviados. Cortés no le dio una segunda oportunidad. Reservando el pneuma para el nullianac, se arrojó sobre el muchacho y le quitó el arma de la mano al tiempo que le golpeaba las piernas desde atrás. El chico cayó a escasos centímetros de la pistola, pero antes de que pudiera reclamarla Cortés le pisó los dedos, provocando un nuevo tipo de aullido muy diferente a los anteriores.
Sin perder un solo instante, se giró para enfrentar al nullianac y tuvo tiempo de ver cómo este alzaba la cabeza mientras los arcos restallaban como látigos. El puño de Cortés fue directo a su boca, y estaba a punto de exhalar el pneuma cuando el chico de los aullidos le agarró la pierna. La sentencia de muerte abandonó la mano de Cortés, pero golpeó el costado del nullianac en lugar de su cabeza, dejándolo herido en vez de muerto. El muchacho volvió a tirar de la pierna de Cortés y, en esa ocasión, consiguió hacerlo caer de espaldas al fango, al igual que le había sucedido a él momentos antes, con lo que se golpeó con fuerza la herida de la puñalada. El dolor lo cegó y, para cuando volvió a recuperar la vista, su asaltante estaba en pie y rebuscaba algo en el arsenal que llevaba a la cintura. Cortés echó un vistazo al nullianac. La criatura se había dejado caer contra la pared y tenía la cabeza echada hacia atrás mientras escupía bocanadas de fuego. No es que estas iluminaran mucho, pero sí lo suficiente como para permitirle ver que la pistola seguía en el suelo, a su lado. Cortés estiró la mano para cogerla al mismo tiempo que la mano del delincuente sacaba a ciegas otra de sus armas, y ya lo tenía en el punto de mira antes de que el muchacho hubiera llevado siquiera el dedo machacado al gatillo. Apuntó no a su cabeza ni a su corazón, sino directamente a la entrepierna. Un objetivo diminuto, si bien consiguió que el muchacho dejara caer la pistola de inmediato.
—¡No lo haga, señor! —le suplicó.
—El cinturón… —contestó Cortés, que se puso en pie mientras el delincuente se quitaba el cinturón y se deshacía del arsenal robado.
Gracias a otro nuevo resplandor, vio que el chico había quedado reducido a una masa temblorosa, lastimera e incapaz de hacer daño. No habría honor alguno en matarlo en ese estado, fueran cuales fuesen los crímenes que hubiera cometido.
—Vete a casa —le ordenó—. Si vuelvo a ver tu cara otra vez…
—¡No lo hará, señor! —contestó el chico—. ¡Lo juro! ¡Le juro que no volverá a verme!
Ni siquiera dio tiempo a que Cortés cambiara de opinión, ya que salió corriendo mientras la luz que había revelado su flaqueza se desvanecía. Cortés se dio la vuelta y apuntó al nullianac. Este se había levantado del suelo y se había deslizado por la pared hasta ponerse en pie; sus dedos, cuyas puntas estaban manchadas con la sangre delatora de su hazaña, presionaban el lugar donde lo había golpeado el pneuma. Cortés esperaba que estuviera sufriendo, pero no tenía modo de saberlo si el nullianac no hablaba. Cuando lo hizo, las palabras que abandonaron su destartalada cabeza no fueron más que un murmullo apenas comprensible.
—¿Quién va a ser…? —preguntó—. ¿Tú o ella? Mataré a uno de los dos antes de morir. ¿Quién va a ser?
—Yo te mataré primero —le respondió Cortés, que apuntaba con la pistola a la cabeza del nullianac.
—Podrías hacerlo —le dijo—. Lo sé. Mataste a uno de mis hermanos en las afueras de Patashoqua.
—Tu hermano, ¿eh?
—Somos muy pocos, y estamos al tanto de la vida de los demás —continuó.
—Pues no hagas nada que reduzca más vuestro número —le advirtió Cortés, que se acercó a Hurra mientras hablaba sin apartar la vista del violador.
—Está viva —dijo la criatura—. No mataría a una cosita tan joven. No con tanta rapidez. Los jóvenes merecen que uno se tome su tiempo.
Cortés se arriesgó a apartar la mirada del nullianac un instante. Hurra tenía los ojos abiertos de par en par y lo miraba presa del pánico.
—No pasa nada, ángel —la tranquilizó—, no te va a pasar nada. ¿Puedes moverte?
Al tiempo que hablaba, volvió a observar a la criatura y deseó poder interpretar de algún modo los movimientos de sus pequeñas lenguas de fuego. ¿Sería su herida más grave de lo que él había supuesto y trataba de conservar sus energías para curarse? ¿O estaba ganando tiempo, a la espera del momento preciso para atacar?
Hurra estaba incorporándose para sentarse y el movimiento le arrancó unos cuantos quejidos de dolor. Cortés anhelaba poder acunarla y consolarla, pero solo se atrevió a ponerse en cuclillas, sin apartar los ojos del violador, con el fin de poder darle a la niña la ropa que le habían arrancado.
—¿Puedes andar, ángel?
—No lo sé —sollozó ella.
—Por favor, inténtalo. Yo te ayudaré.
Le tendió la mano para hacerlo, pero la niña la rechazó y le dijo que no entre lágrimas, al tiempo que se ponía en pie sin su ayuda.
—Muy bien, preciosa —la animó. En la cabeza del nullianac se produjo una especie de despertar y los arcos comenzaron a danzar de nuevo—. Quiero que empieces a andar, ángel —le ordenó a la niña—. No te preocupes por mí, no tardaré en seguirte.
Ella hizo lo que Cortés le pedía, pero muy despacio y sin dejar de sollozar. El nullianac comenzó a hablar de nuevo, a medida que la niña se alejaba.
—¡Ah! Verla así despierta mi deseo. —Los arcos habían comenzado a resonar de nuevo, como el ruido de unos petardos en la lejanía—. ¿Qué harías para salvar su pequeña alma? —le preguntó.
—Cualquier cosa —contestó Cortés.
—Te engañas a ti mismo —le dijo—. Cuando mataste a mi hermano, el resto de mis hermanos y yo estuvimos indagando sobre ti. Sabemos qué tipo de salvador inmundo eres. ¿Qué crimen he cometido yo al lado de los tuyos? Una minucia provocada por la exigencia de mis apetitos. Pero tú… tú… tú has echado por tierra la esperanza de generaciones enteras. Tú has destruido la fruta de los árboles sembrados por los hombres más grandes. Y, aun así, ¿te atreves a afirmar que darías tu vida para salvar a esa pequeña alma?
La elocuencia de la criatura dejó perplejo a Cortés, pero quedó aún más sorprendido por la esencia de sus palabras. ¿De dónde habría sacado el nullianac todas esas conjeturas, arrojadas con semejante facilidad? No había duda de que se trataba de simples invenciones, pero lo confundieron de todos modos, y sus pensamientos se desviaron por un instante vital del peligro en el que se encontraba. La criatura lo vio bajar la guardia y atacó de inmediato. Si bien estaban separados por apenas dos metros, escuchó el diminuto silencio que se produjo entre la intensa luz y su respuesta, un vacío que confirmaba qué tipo de salvador era. La muerte iba de camino hacia la niña antes de que el grito de advertencia abandonara su garganta.
Cortés se dio la vuelta para ver a su ángel en mitad del callejón, a cierta distancia de él. Hurra se había girado, bien por un presentimiento, bien porque hubiese escuchado las palabras del nullianac, ya que estaba de cara al golpe que la criatura le había lanzado. De todos modos, el tiempo pareció detenerse y Cortés pudo contemplar, atormentado por el dolor, los ojos de Hurra fijos en él; lo miraba sin lágrimas y sin parpadear. Tuvo tiempo también para lanzar su grito de advertencia, ante el cual ella cerró los ojos. Su rostro se convirtió en una máscara carente de expresión en la que Cortés habría podido leer cualquier acusación que su culpabilidad tuviese a bien inventar.
Y, entonces, la descarga del nullianac la golpeó. El impacto fue brutal pero no destrozó su cuerpo y, en consecuencia, Cortés se atrevió a creer durante un instante que Hurra había erigido algún tipo de defensa. Pero la herida de semejante ataque era mucho más atroz que la de cualquier bala o golpe; la luz se extendió por el cuerpo de la niña y ascendió desde el lugar del impacto hasta su rostro, donde se introdujo por todos aquellos resquicios que se lo permitieron, y también descendió hacia el lugar que los dedos del violador habían forzado.
Cortés dejó escapar otro grito, en esa ocasión de revulsión, y se giró para enfrentar al nullianac alzando la pistola, que había quedado olvidada tras las palabras de la criatura, para dispararle en el corazón. El violador se desplomó contra la pared, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y la hendidura de su cabeza aún iluminada por su letal descarga. Cuando volvió a mirar a Hurra, vio que el ataque la había consumido desde el interior y que la niña flotaba a lo largo del rayo de energía que aún la unía a la mirada de su asesino, acercándose al lugar desde donde había surgido la descarga. Bajo la mirada de Cortés, el rostro de Hurra se desmoronó y sus extremidades, que ya no tenían sustancia alguna, desaparecieron del mismo modo. No obstante, antes de que fuera consumida por completo, el disparo que Cortés había asestado al nullianac pasó factura. La descarga de energía flaqueó y el rayo acabó por desaparecer. Al hacerlo, la oscuridad cayó sobre el callejón y, por un instante, Cortés ni siquiera fue capaz de ver el cuerpo de la criatura. Cuando los bombardeos de la colina comenzaron de nuevo, su luz, por breve que fuera, fue suficiente para que contemplara el cadáver del violador desmadejado en el suelo, allí donde antes se había agachado.
Lo observó durante un tiempo a la espera de la venganza final, pero no sucedió nada. La luz se desvaneció y dejó que Cortés retrocediera por el callejón, cargando no solo con el peso de la culpa por la muerte de Hurra, sino también con el de la incapacidad de entender lo sucedido. Hablando claro, habían violado y asesinado a una niña que estaba a su cargo y él no había sido capaz de evitarlo. Sin embargo, llevaba demasiado tiempo vagando por los Dominios como para conformarse con unos hechos tan simples. Además de la lujuria frustrada y de una súbita muerte, había mucho más. Se habían pronunciado unas palabras más apropiadas para un púlpito que para una alcantarilla. ¿No había llamado él mismo a Hurra «su ángel»? ¿No la había visto alcanzar un estado seráfico en los últimos instantes de su vida, cuando tuvo plena conciencia de que iba a morir y había aceptado su destino a pesar de todo? Y, a cambio, ¿no había interpretado él el así llamado papel de salvador inútil y demostrado lo acertada que era semejante acusación al fallar en su tarea de rescatarla? Eran palabras grandilocuentes, pero necesitaba con desesperación creer que eran ciertas. No porque quisiera sucumbir ante semejantes fantasías mesiánicas sino porque, de ese modo, el dolor que lo invadía se veía disminuido por la esperanza de que tras esos acontecimientos subyaciera un propósito mucho más elevado; propósito que acabaría por descubrir y comprender con el paso del tiempo.
Una explosión iluminó el callejón y la sombra de Cortés cayó sobre algo que se retorcía entre la basura. Le llevó un momento comprender lo que estaba viendo, pero, cuando lo hizo, dejó escapar un grito. Hurra no había desaparecido por completo. Unos pequeños restos de su piel y sus músculos, arrojados al suelo en el momento en que el nullianac cesó en su intento de reclamarla, se movían sobre los desperdicios. No había nada reconocible en esos restos; de hecho, si no hubieran estado moviéndose entre las ensangrentadas ropas de la niña, Cortés ni siquiera habría caído en la cuenta de que se trataba de su carne. Alargó el brazo para tocarlos con los ojos llenos de lágrimas, pero la escasa vida que los animaba desapareció antes de que sus dedos pudieran rozarlos.
Cortés se puso en pie hirviendo de furia. Se sentía horrorizado por la basura que pisaban sus pies, por las casas vacías y muertas que la flanqueaban, y también asqueado de sí mismo; asqueado por haber sobrevivido cuando su ángel no lo había hecho. Posó sus ojos sobre la pared más cercana, respiró hondo y se llevó a los labios no una mano, sino a las dos, con el fin de hacer lo que pudiera para enterrar los restos de Hurra.
Sin embargo, la ira y la revulsión avivaban su pneuma y, cuando lo expulsó de su cuerpo no solo echó abajo la pared que tenía delante, sino varias más, antes de continuar atravesando las inestables construcciones, que se vinieron abajo como un castillo de naipes al que se hubiera disparado una bala. Los fragmentos de roca pulverizada salieron volando en cuanto los edificios se colapsaron; la caída de uno provocaba el derrumbe del más cercano y, así, la nube de polvo fue creciendo a medida que cada casa se sumaba a la anterior.
Comenzó a seguir el pneuma calle arriba, temiendo que, en su hastío, le hubiera conferido más propósito del que en un principio pensara. El aliento se encaminaba hacia la calle Lujuria, donde la multitud seguía deambulando ajena a su proximidad. No se trataba de que toda esa gente caminara por la calle ignorante de la corrupción que allí existía, por supuesto; pero el hecho de estar allí no era suficiente para condenarlos a muerte. Deseó poder aspirar de nuevo el pneuma, pero este tenía voluntad propia y lo único que pudo hacer fue correr tras él mientras derrumbaba casa tras casa, con la esperanza de que perdiera poder antes de que alcanzara a la multitud.
A través de las piedras que se derrumbaban, podían verse las luces de la calle Lujuria. Tomó velocidad en un intento de adelantar al pneuma, e incluso había logrado ponerse en cabeza justo cuando volvió a contemplar a la muchedumbre, mucho más numerosa que antes. Algunos habían interrumpido la contemplación de los escaparates con el fin de presenciar semejante espectáculo de destrucción. Cortés observó sus rostros boquiabiertos, sus sonrisillas y sus movimientos de asombro; vio que no caían en la cuenta, ni por asomo, de lo que se les avecinaba. Consciente de que cualquier intento de advertirlos verbalmente se perdería en el fragor, corrió hacia la entrada del callejón y se sumergió en la marea humana con la esperanza de que se dispersaran; sin embargo, sus aspavientos solo consiguieron atraer a una audiencia mayor, que ya estaba intrigada con el colapso del callejón. Uno o dos de los presentes habían comprendido, por fin, el peligro en que se encontraban, y en sus rostros la curiosidad había dado paso al miedo. A la postre, si bien demasiado tarde, su malestar acabó contagiándose al resto y hubo una estampida generalizada.
No obstante, el pneuma se movía a demasiada velocidad. Irrumpió a través de la última pared y esparció una devastadora lluvia de rocas y astillas de madera que golpeó a la multitud allí donde era más numerosa. Si Hapexamendios, movido por un ataque de ira purificadora, hubiera enviado su juicio sobre la calle Lujuria, no habría podido hacerlo mejor. Lo que segundos antes fuera una masa de espectadores perplejos se había convertido, en un abrir y cerrar de ojos, en un montón de sangre y huesos.
A pesar de estar en el centro del área devastada, Cortés no sufrió daño alguno. Tuvo la oportunidad de contemplar su arma en acción; su poder no parecía desvanecerse a pesar de que ya hubiese derribado toda una hilera de casas. Y, tras haber abierto un camino a través de la multitud, siguió la trayectoria que habían trazado sus labios. Había descubierto carne fresca y tenía intención de mantenerse ocupado con todo ese material viviente, hasta que no quedara ni una sola persona por destrozar.
La posibilidad lo dejó aterrado. Esa no había sido ni mucho menos su intención. Solo le quedaba una opción viable, y esa fue la que tomó al instante: se colocó en la trayectoria del pneuma. En esos momentos ya había utilizado su poder un número suficiente de ocasiones (primero, contra el hermano del nullianac en Vanaeph; después, dos veces en las montañas; y, finalmente, en la isla, mientras escapaban del manicomio de Vigor N’ashap), pero tan solo había podido vislumbrar un atisbo de su apariencia. ¿Se parecería al eructo de un tragafuegos o a una bala hecha de voluntad y aire, casi invisible hasta que llevaba a cabo su propósito?
Tal vez, en un principio, su apariencia fuera la de la segunda opción, pero cuando se interpuso en su camino vio que había acumulado polvo y sangre a lo largo de la ruta, elementos esenciales que le dieron el aspecto de su hacedor. Era su propio rostro el que se acercaba a él, aunque estuviera esculpido de modo muy tosco: sus cejas, sus ojos, su boca abierta que exhalaba el aliento con el que había comenzado el mismo pneuma. Su velocidad no disminuyó a medida que se aproximaba a su creador, al contrario, golpeó a Cortés en el pecho con la misma fuerza con que había embestido previamente a todos los demás. Sintió el impacto, pero este no lo derrumbó. Al contrario, el poder reconoció la fuente de la que procedía y se descargó en su organismo hasta llegar a las puntas de los dedos y recorrer el cuero cabelludo. La oleada llegó y se marchó en un abrir y cerrar de ojos, dejándolo allí plantado, en mitad de aquella devastación, con los brazos extendidos y una nube de polvo alrededor.
El silencio cayó sobre Cortés. Sin ser del todo consciente de ellos, podía escuchar los sollozos de los heridos y el estruendo de los muros medio derrumbados que cedían y caían, pero él estaba envuelto en un silencio casi reverencial. Alguien se arrodilló cerca de él para atender a algún herido, según supuso. Al instante, comenzó a escuchar los aleluyas que el hombre entonaba y vio que sus manos se acercaban a él. Otro hombre salió de entre la multitud para imitarlo y luego otro, como si la escena de su salvación hubiera sido la señal que habían estado esperando y una riada de devoción largamente suprimida se traspasara de corazón a corazón.
Víctima de las náuseas, Cortés apartó la mirada de sus agradecidos rostros y la paseó por la polvorienta calle Lujuria. Solo le quedaba un objetivo: encontrar a Pai y buscar refugio en sus brazos para olvidar la locura que había presenciado. Se apartó del círculo de devotos y comenzó a alejarse calle arriba, ignorando las manos que le tendían y las lágrimas de adoración. Sentía deseos de reprenderlos a gritos por su candidez, pero ¿de qué iba a servir? Cualquier declaración que hiciese entonces, por muy condenatoria que fuera hacia su persona, se vería como una cita extraída de un evangelio. En lugar de decir nada, guardó silencio y se abrió camino entre las piedras y los cadáveres, siempre con la cabeza gacha. Los hosannas seguían sus pasos, pero hizo caso omiso y reconoció que, a pesar de su reticencia, su postura sería vista como una prueba de humildad divina, por mucho que le hubiera resultado imposible escapar a las circunstancias en las que se había visto inmerso.
La desolación que se extendía delante de él era tan sobrecogedora como lo fuera momentos antes, pero comenzó a sortearla sin importarle los fuegos que tuviera que atravesar. El miedo que le provocaba no era nada comparado con lo que había sentido al ver los restos de Hurra retorciéndose en el fango, o los aleluyas que aún podía escuchar a sus espaldas y que se alzaban sumidos en la ignorancia de que él, el salvador de la calle Lujuria, había sido también su destructor, hecho que no le restaba atractivo.