Capítulo 3
Al atardecer, las nubes que cubrían Manhattan y que habían amenazado con nieve durante todo el día se dispersaron para revelar un cielo prístino de un color tan ambiguo que bien podría haber alentado un debate filosófico acerca de la naturaleza del azul. Cargada como estaba con las compras del día, Jude eligió caminar de vuelta al apartamento de Marlin, en el cruce de Park Avenue con la 80. Le dolían los brazos, pero la caminata le proporcionaría el tiempo necesario para darle vueltas en la cabeza al extraordinario encuentro que había tenido lugar ese día, y así decidir si quería contárselo a Marlin o no. Por desgracia, el hombre tenía la mente de un abogado: fría y analítica en el mejor de los casos; reduccionista en el peor. Judith se conocía lo bastante bien como para saber que si él cuestionaba su historia desde la última de estas perspectivas, perdería los estribos casi con total seguridad; llegados a ese punto, el ambiente que reinaba entre ellos, y que hasta ese entonces había sido (con la excepción de sus proposiciones) tan cómodo y poco exigente, se iría al traste. Era mejor meditar bien lo que pensaba en realidad acerca de lo sucedido hacía apenas dos horas antes de compartirlo con Marlin. Después, él podría diseccionarlos cuanto le diera la gana.
Ya en aquel momento, después de repasar el encuentro unas cuantas veces, el asunto se estaba transformando en algo ambiguo, como el azul del cielo sobre su cabeza. A pesar de todo, se aferró con fuerza a los hechos de la cuestión. Había acudido al departamento de ropa de caballero de Bloomingdale’s en busca de un suéter para Marlin. Estaba atestado, y no había nada a la vista que le pareciera adecuado. Había empezado a recoger las bolsas de la compra que tenía a los pies cuando pudo ver de reojo un rostro que conocía y que la miraba fijamente a través de la masa itinerante de gente. ¿Durante cuánto tiempo había visto ese rostro? ¿Un segundo? ¿Dos a lo sumo? Lo bastante para que le diera un vuelco el corazón y se ruborizara; lo bastante para quedarse con la boca abierta y susurrar la palabra «Cortés». En aquel instante aumentó el tráfico de personas entre ellos y el hombre desapareció. Tras ubicar el lugar donde él había estado, Jude se agachó para recoger las bolsas y lo siguió, sin dudar ni un instante que fuera él.
La multitud dificultaba su avance, pero pronto volvió a atisbarlo, de camino hacia la puerta. En aquella ocasión gritó su nombre, sin importarle una mierda quedar como una estúpida, y se lanzó en picado tras él. En pleno vuelo era todo un espectáculo; la multitud se abrió a su paso y, para cuando alcanzó la puerta, él estaba a escasos metros de distancia. La Tercera Avenida estaba tan abarrotada como los grandes almacenes, pero allí estaba él, a punto de cruzar la calle. Las luces del semáforo cambiaron cuando Jude llegó al bordillo de la acera. Lo siguió de todas formas, desafiando al tráfico. Cuando gritó de nuevo, un transeúnte, que posiblemente llevara las mismas prisas que ella, lo zarandeó, y el golpe hizo que él se girara, permitiendo así que Jude pudiera echarle otro vistazo. Podría haber soltado una carcajada ante lo absurdo de su error si este no la hubiera preocupado tanto. Una de dos: o estaba perdiendo la cabeza o había seguido al hombre equivocado. De cualquier forma, aquel hombre negro, con el pelo rizado que le caía hasta los hombros, no era Cortés. Mientras dudaba por un momento si seguir mirando o abandonar la caza en ese mismo instante, sus ojos se posaron en el rostro del desconocido; por un segundo, o incluso menos, sus rasgos se volvieron borrosos y, como el ala que una vez el sol fundió al llegar a la estratosfera, vio a Cortés: el pelo apartado de la frente alta y sus anhelantes ojos grises; su boca (que no supo cuánto había añorado hasta ese mismo momento) estaba a punto de esbozar una sonrisa. Pero esta nunca llegó. El ala cayó; el desconocido se dio la vuelta; Cortés se había desvanecido. Jude se quedó de pie entre la multitud un rato, mientras él desaparecía en el centro de la ciudad. Acto seguido, cuando recuperó la compostura, dio la espalda al misterio y caminó de vuelta a casa.
Claro que el asunto no se le había ido de la cabeza. Era una mujer que confiaba en sus sentidos, y descubrir que eran tan engañosos la ponía nerviosa. Sin embargo, más humillante todavía era preguntarse por qué, de entre todos los que había en el catálogo de su memoria, tenía que haber sido ese rostro en particular el que eligiera ver en la cara de un completo desconocido. El Espurio de Klein estaba fuera de su vida, y ella fuera de la de él. Habían pasado seis años desde que cruzara el puente de su relación, y el río que fluía entre ellos era como un torrente. Su matrimonio con Estabrook había comenzado y finalizado a lo largo de ese río, y junto a él, una buena cantidad de dolor. Cortés estaba todavía en la otra orilla, como parte de su historia: irrecuperable. Así que, ¿por qué lo había conjurado en aquel momento?
Cuando estuvo a una manzana de distancia del edificio de Marlin, recordó algo que había desterrado de su memoria durante ese intervalo de seis años. Había sido una visión de Cortés, no muy distinta de la que acababa de tener, la que la impulsara a la relación casi suicida que había mantenido con él. Lo había conocido en una de las fiestas de Klein, un encuentro casual, y había pensado muy poco en él después de aquello. Tres noches más tarde había regresado el sueño erótico que la acosaba con regularidad. El escenario era el mismo de siempre. Estaba tumbada desnuda sobre el suelo de madera de una habitación vacía; no estaba atada pero sí sujeta de alguna forma, y un hombre, cuyo rostro jamás podía ver y con una boca tan dulce que resultaba como un caramelo al besarlo, le hacía el amor de forma violenta. Salvo que en aquella ocasión, el fuego que ardía tras la rejilla de la chimenea que había cerca le mostró el rostro de su amante de ensueño, y era el rostro de Cortés. Después de tantos años de no saber quién era ese hombre, el asombro la despertó; pero sufrió tal sensación de pérdida ante ese coito interrumpido que no pudo dormirse de nuevo debido al deseo. Al día siguiente descubrió su paradero gracias a Klein, que le advirtió de forma inequívoca acerca de que John Zacharias era un mal asunto para los corazones tiernos. Ella ignoró la advertencia y fue a verlo esa misma tarde al estudio de Edgware Road. Apenas salieron de allí durante las dos semanas siguientes, y la pasión que compartieron dejó su sueño a la altura del betún.
Solo un tiempo después, cuando ya estaba enamorada de él y era demasiado tarde para que el sentido común pusiera en orden sus sentimientos, supo algo más de Cortés. Tenía tal reputación de mujeriego que, incluso en el caso de haber sido inventada en un noventa por ciento tal y como ella pensaba, resultaba prodigiosa. Si mencionaba su nombre en cualquier círculo, por hastiado que estuviese este de los rumores, siempre había alguien que tenía un chisme sobre él. Incluso se lo conocía por una gran variedad de nombres. Algunos se referían a él como «La Furia»; otros como Zach, Zacho o señor Zee; por supuesto, otros lo llamaban Cortés, que era el nombre por el que ella lo conocía; y otros lo llamaban John el Divino. Nombres más que suficientes para media docena de vidas. No estaba tan loca por él como para no reconocer que había algo de verdad en todos aquellos rumores. Tampoco es que él hiciera mucho por acallarlos. Le gustaba el tinte de leyenda que había a su alrededor. Afirmaba, por ejemplo, que no sabía la edad que tenía. Al igual que ella misma, se aferraba muy poco al pasado. Y admitía con franqueza que estaba obsesionado con el sexo femenino. Algunas de las cosas que escuchó hacían referencia a su actitud como asaltacunas; otras, a su afición por las ancianas… Por lo visto, no sentía predilección por ningún tipo.
De modo que así era su Cortés: un hombre conocido por los porteros de todos los clubes de lujo y de todos los hoteles de la ciudad; un hombre que, después de diez años de vivir a lo grande, había sobrevivido a los estragos de todo tipo de excesos; que aún estaba lúcido, aún guapo y aún vivo. Y ese mismo hombre, ese Cortés, le dijo que estaba enamorado de ella y concatenó esas palabras de modo tan perfecto que Jude hizo caso omiso de todo lo que no fuera lo que él decía.
Podría haber seguido escuchando para siempre de no haber sido por su propia furia, que era la leyenda que ella misma arrastraba. Un ente volátil, pronto a fermentar en su interior sin que ni ella misma se diera cuenta. Eso era lo que había ocurrido con Cortés. Después de seis meses de relación, cuando aún disfrutaba de su afecto, había comenzado a preguntarse cómo era posible que un hombre cuya historia contenía una infidelidad tras otra hubiera enderezado su camino; y ese pensamiento la condujo a la posibilidad de que quizá no lo hubiera hecho. En realidad, no tenía motivos para sospechar de él. En algunos sentidos, su devoción rayaba en la obsesión, como si viera en Jude a una mujer que ella misma desconocía, una antigua alma gemela. Comenzó a creer que era distinta a cualquier otra mujer que él hubiera conocido y que el amor había cambiado su vida. ¿Cómo había sido posible que, mientras se unían de una forma tan íntima, no se hubiera dado cuenta de que la engañaba? No cabía duda alguna de que debería haber notado a la otra mujer. Debería haberla saboreado en su lengua, haberla olido en su piel. Y si no allí, en las sutilezas de sus intercambios. En cambio, lo había subestimado. Cuando, por mera casualidad, descubrió que no solo estaba con otra mujer, sino que eran dos en realidad, estuvo a punto de volverse loca. Comenzó por destrozar las cosas del estudio, a rasgar sus lienzos (estuvieran pintados o no), y después salió en busca del traidor y lo atacó de tal forma que lo obligó, literalmente, a postrarse de rodillas por miedo a perder las pelotas.
La furia no la abandonó durante toda una semana, tras la cual guardó un silencio absoluto durante tres días: un silencio roto por un dolor como nunca había experimentado. Si no hubiera sido por su encuentro casual con Estabrook, que supo ver a la mujer que llevaba dentro a pesar de su conducta derrocada y perturbada, bien podría haberse quitado la vida.
Y esa es la historia de Judith y Cortés; una muerte carente de tragedia y un matrimonio sin sainete.
Descubrió que Marlin ya estaba en casa, e inusualmente nervioso.
—¿Dónde has estado? —quiso saber él—. Son las seis y treinta y nueve.
Se dio cuenta al instante de que aquel no era el momento apropiado para contarle lo que la visita a Bloomingdale’s había supuesto para su paz mental. Y, por tanto, mintió:
—No pude coger un taxi. Tuve que venir andando.
—Si te vuelve a pasar, llámame y punto. Ordenaré que una de nuestras limusinas vaya a recogerte. No quiero que andes por las calles. No es seguro. De cualquier forma, llegamos tarde. Tendremos que cenar antes de la actuación.
—¿Qué actuación?
—El espectáculo del Village sobre el que Troy estuvo cotorreando anoche, ¿no lo recuerdas? ¿La Neo-Natividad? Dijo que era lo mejor desde Belén.
—No hay entradas.
—Tengo mis contactos. —Estaba resplandeciente.
—¿Vamos a ir esta noche?
—No si no mueves el culo.
—Marlin, algunas veces eres encantador —dijo, soltando las bolsas en el suelo antes de salir corriendo para cambiarse.
—¿Y qué soy el resto de las veces? —gritó a sus espaldas—. ¿Sexy? ¿Irresistible? ¿Perfecto para echar un polvo?
Si de verdad había reservado las entradas como un modo de llevársela a la cama, se vio obligado a sufrir por su lujuria. Ocultó su aburrimiento durante el primer acto, pero en el descanso ya estaba impaciente por reclamar su premio.
—¿De verdad tenemos que quedarnos hasta que termine? —preguntó mientras se tomaban un café en el diminuto vestíbulo—. Me refiero a que no tiene ningún misterio. El niño nace, crece y lo crucifican.
—A mí me está gustando.
—Pero no tiene ningún sentido —se quejó él con profundo desprecio. El eclecticismo del espectáculo ofendía profundamente su racionalismo—. ¿Por qué los ángeles tocaban jazz?
—¿Quién sabe lo que hacen los ángeles?
Él meneó la cabeza.
—Ni siquiera sé si es una comedia, una sátira o qué coño es —dijo—. ¿Tú sabes lo que es?
—Yo creo que es muy divertido.
—¿Así que quieres quedarte?
—Quiero quedarme.
La segunda mitad fue incluso más embrollada que la primera, y las sospechas se despertaron en Jude a medida que se daba cuenta de que la parodia y el plagio eran una pantalla de humo para ocultar el azoramiento de los creadores ante su propia sinceridad. Al final, con los ángeles de Charlie Parker sollozando sobre el tejado del establo y Papá Noel cantando una nana en el pesebre, la obra cayó en la afectación. Pero incluso aquello fue curiosamente conmovedor. El niño había nacido. La luz había llegado al mundo de nuevo, aunque fuera con el acompañamiento de unos elfos que bailaban claqué.
Cuando salieron, el viento traía aguanieve.
—Frío, frío, frío —dijo Marlin—. Será mejor que eche una meada.
Volvió dentro para ponerse a la cola de los aseos y dejó a Jude en la puerta, observando cómo los copos de nieve aguada atravesaban la luz de la farola. El teatro no era muy grande, por lo que la gran mayoría de los espectadores salió en un par de minutos, con los paraguas en alto y las cabezas agachadas, y abandonó el Village en busca de sus coches o de un lugar en el que pudieran introducir algo de alcohol en sus organismos y ejercer de críticos. La luz que había sobre la puerta principal se apagó. Un hombre del servicio de limpieza salió del teatro con una bolsa de basura de plástico negro y un cepillo, y comenzó a barrer el vestíbulo sin prestar la más mínima atención a Jude (que era, obviamente, su último ocupante) hasta que llegó a donde se encontraba, momento en que le dirigió una mirada tan venenosa que ella decidió abrir su paraguas y esperar en las oscuras escaleras. Marlin se estaba tomando su tiempo para vaciar la vejiga. Solo esperaba que no se estuviera acicalando, alisándose el pelo y refrescando su aliento, con la esperanza de llevarla a la cama.
Lo primero que percibió del ataque fue un movimiento que apreció por el rabillo del ojo: una forma borrosa que se aproximaba a ella a toda velocidad a través de los cada vez más abundantes copos de nieve. Asustada, se giró hacia el asaltante. Tuvo tiempo de reconocer el rostro de la Tercera Avenida; para entonces, el hombre ya estaba casi encima de ella.
Abrió la boca para gritar mientras se giraba para volver a entrar al teatro. El hombre de la limpieza había desaparecido. Y lo mismo había sucedido con su grito, atrapado en la garganta gracias a las manos del desconocido. Eran unas manos expertas. Hacían un daño terrible e impedían que pasara la más nimia cantidad de aire a sus pulmones. Le entró el pánico; se vino abajo; se desplomó. Él sostuvo su peso y controló sus movimientos. En medio de la desesperación, lanzó el paraguas al vestíbulo con la esperanza de que hubiese alguien fuera de la vista, en la taquilla, al que pudiera alertar del riesgo que corría. Entonces la arrastraron desde la penumbra hasta la oscuridad casi total, y se dio cuenta de que ya era casi demasiado tarde. Estaba empezando a marearse; sus pesados miembros ya no le respondían. En semejantes tinieblas, el rostro de su asaltante volvió a convertirse en un borrón con dos oscuros agujeros. Se zambulló en ellos con el deseo de tener la fuerza suficiente para apartar la mirada de ese vacío; sin embargo, a medida que él se acercaba más, un destello de luz se posó sobre la mejilla del hombre y Jude vio, o creyó ver, las lágrimas que se derramaban de sus oscuros ojos. Justo entonces la luz desapareció, no solo de su mejilla sino de todo el mundo. Y, mientras todo se desvanecía, solo podía aferrarse a la idea de que su asesino la conocía…
—¿Judith?
Alguien la abrazaba. Alguien le gritaba. No el asesino, sino Marlin. Se acomodó en sus brazos y vislumbró la imagen borrosa de su asaltante corriendo a lo largo de la acera y perseguido por otro hombre que le pisaba los talones. Volvió su mirada hacia Marlin, que le estaba preguntando si estaba bien, y de nuevo hacia la calle cuando sonó un chirrido de frenos y el fallido asesino fue derribado por un coche que pasaba a toda velocidad; el automóvil hizo unas cuantas eses, con las ruedas bloqueadas, mientras se deslizaba sobre el asfalto cubierto de nieve y arrojaba el cuerpo del hombre por encima de su capó hacia un coche aparcado. El perseguidor se hizo a un lado cuando el vehículo se montó en la acera y se estrelló contra una farola.
Jude estiró un brazo en busca de otro punto de apoyo que no fuera Marlin, y sus dedos encontraron la pared. Ignoró las advertencias de que se quedara quieta y comenzó a dar tumbos hacia el lugar en el que había caído su asesino. Alguien ayudaba al conductor a salir de su destrozado vehículo entre una retahíla de obscenidades. Apareció más gente en escena para sumarse a la creciente multitud, pero Jude ignoró sus miradas y cruzó la calle, con Marlin a su lado. Estaba decidida a llegar hasta el cuerpo antes que cualquier otro. Quería verlo antes de que lo tocaran; quería ver sus ojos abiertos y grabar su expresión moribunda; conocerlo, por el bien de su memoria.
Lo primero que descubrió fue la sangre, rociada sobre el barro grisáceo del suelo y, a continuación, un poco más allá, al propio asesino, reducido a una masa informe sobre la cuneta. Sin embargo, cuando se encontraba a pocos metros de él, un estremecimiento sacudió la columna vertebral del cadáver y lo hizo girar, de modo que su rostro dio la bienvenida a los copos que caían. Acto seguido, por imposible que pareciera dado el golpe que había recibido, la silueta comenzó a ponerse en pie. Jude vio que el hombre estaba cubierto de sangre, pero también se dio cuenta de que estaba casi entero. No es humano, pensó mientras el hombre se ponía de pie; sea lo que sea, no es humano. Marlin soltó un gruñido de repugnancia a sus espaldas, y una de las mujeres que estaban en la acera gritó. La mirada del hombre se giró hacia la señora de la acera que había gritado, titubeó y regresó a Jude.
Ya no era un asesino. Como tampoco era Cortés. Si tenía una identidad propia, quizá fuera su rostro: desgarrado por las heridas y las dudas, patético, perdido. Observó que su boca se abría y se cerraba, como si tratara que decirle algo. En ese momento, Marlin hizo ademán de seguirlo y el hombre echó a correr. Que después de semejante accidente sus piernas consiguieran moverse, fuera a la velocidad que fuera, era todo un milagro, y sin embargo desapareció con una rapidez que Marlin no tenía esperanza alguna de igualar. Llevó a cabo un amago de persecución, pero se rindió en el primer cruce y regresó junto a Jude sin aliento.
—Drogas —dijo, y era obvio que estaba furioso por haber perdido su oportunidad de convertirse en un héroe—. El cabrón está drogado y no siente ningún dolor. Ya verás cuando le dé el bajón, va a caerse muerto. ¡Qué cabrón! ¿De qué te conocía?
—¿Me conocía? —respondió ella; le temblaba todo el cuerpo, y el alivio de haber escapado, sumado al terror que le producía haber estado tan cerca de perder su vida, le llenó los ojos de lágrimas.
—Te llamó Judith —dijo Marlin.
En su mente, vio cómo los labios del asesino se abrían y se cerraban, y leyó en ellos las sílabas de su nombre.
—Drogas —repetía Marlin una y otra vez, y ella no desperdició el aliento en discusiones, a pesar de que no le cabía duda de que estaba equivocado. La única droga que había en el organismo del asesino había sido la determinación, y esa no le provocaría un bajón, ni esa noche ni nunca.