Capítulo 6
1
El cuerpo de Chant fue descubierto al día siguiente por Albert Burke, un anciano de noventa y tres años de edad que buscaba a su chucho errante, Kipper. El animal había olido desde la calle lo que su propietario solo comenzó a percibir mientras subía las escaleras, silbando a su perro entre maldiciones: el olor a descomposición que provenía de la parte superior del edificio. En el otoño de 1916, Albert había luchado por su país en la batalla del Somme y se había visto obligado a compartir trincheras con camaradas muertos durante días. La vista y el olor de la muerte no lo impresionaban. De hecho, la sangre fría que demostró ante su descubrimiento confirió otro matiz a la historia cuando salió en las noticias de la tarde, y le aseguró una cobertura mayor que la que hubiera merecido de otro modo; y ese enfoque, a su vez, levantó un tremendo interés sobre todo lo relacionado con la identidad del cadáver. En menos de un día, se distribuyó un retrato del aspecto que podría tener el muerto en vida y, para el miércoles, una mujer que vivía en un condado al sur del río ya lo había identificado como su vecino de al lado, el señor Chant. El registro de su apartamento trajo consigo un segundo retrato, esta vez no del cadáver de Chant, sino de su cuerpo en vida. La policía llegó a la conclusión de que el muerto practicaba algún tipo de culto siniestro. Se informó de que un pequeño altar dominaba su dormitorio; estaba decorado con cabezas disecadas de unos animales que los forenses no habían podido identificar, y su pieza central era un ídolo tan explícitamente sexual que ningún periódico se atrevió a publicar un bosquejo, y mucho menos una fotografía. La prensa sensacionalista disfrutó mucho con la historia, sobre todo porque los artefactos habían pertenecido a un hombre supuestamente asesinado. Publicaron editoriales cargados de connotaciones racistas apenas encubiertas sobre la influencia de las pervertidas religiones extranjeras. Esto, combinado con las historias que Burke contó sobre la batalla del Somme, hizo que la muerte de Chant ocupara un buen número de largas columnas. Y ese hecho tuvo varias consecuencias: se produjo una serie de ataques de corte fascista sobre las mezquitas de Londres; se solicitó la demolición de la propiedad en la que había vivido Chant; y, por último, condujo a Dowd a cierta torre de Highgate Hill, donde había sido convocado para ocupar el lugar de su señor ausente, Oscar Godolphin, el hermano de Estabrook.
2
En la década de 1780, cuando la colina que dominaba Highgate Hill era mucho más abrupta y los caminos estaban tan llenos de surcos que los carruajes rara vez terminaban el trayecto (por no hablar de que el trayecto hacia la ciudad era lo bastante peligroso como para que un hombre inteligente llevara pistolas), un mercader llamado Thomas Roxborough construyó una hermosa mansión en Hornsey Lane, diseñada para él por un tal Henry Holland. En aquella época se alzaba sobre unas bellas vistas: al Sur, la vista llegaba hasta el río; al Norte y al Oeste, estaban los exuberantes pastos de la región que se extendían hacia la diminuta aldea de Hampstead. Los turistas aún podían disfrutar de este paisaje desde el puente que cruzaba Archway Road. Sin embargo, la hermosa casa de Roxborough ya no estaba; había sido reemplazada a finales de los años treinta por una anónima torre de diez plantas que quedaba apartada de la calle. Había una hilera de árboles bien distribuidos entre la torre y la carretera, que si bien no era lo bastante densa como para ocultar toda la construcción, ayudaba a conferirle un aspecto casi invisible al ya de por sí anodino edificio. La única clase de correspondencia que se recibía allí eran circulares y diversos tipos de documentos oficiales. No había inquilinos, ni de viviendas ni de oficinas. Sin embargo, los actuales propietarios conservaban bien la Torre Roxborough y, más o menos una vez al mes, se reunían en la única sala del piso superior del edificio en memoria del hombre que poseyó aquel pedazo de tierra doscientos años atrás y que lo cedió a la sociedad que había fundado. Estos hombres y mujeres (once en total), que se encontraban allí y charlaban durante unas cuantas horas para luego continuar con sus vidas ordinarias, eran los descendientes de aquellas pocas personas apasionadas de las que Roxborough se había rodeado en los oscuros días que siguieron al fracaso de la Reconciliación. Ya no quedaba pasión entre ellos; apenas un vago conocimiento acerca de los motivos de Roxborough para formar lo que llamó la «Sociedad de la Tabula Rasa» o «Nuevo comienzo». A pesar de todo, seguían reuniéndose; en parte, porque en su tierna infancia uno de sus progenitores (con frecuencia el padre, aunque no era siempre así) los había llevado aparte con el fin de comunicarles que una gran responsabilidad recaería sobre sus hombros, la de perpetuar un secreto familiar celosamente protegido; y, en parte, porque la Sociedad cuidaba de los suyos. Roxborough había sido un hombre de gran fortuna e intuición. Había adquirido grandes parcelas de terreno mientras vivió y los beneficios derivados de dichas inversiones se habían multiplicado conforme Londres se expandía. La única beneficiaría de ese dinero era la Sociedad, aunque los fondos se desviaban con tanto ingenio, a través de empresas y agentes que desconocían su propio papel en el sistema, que ninguno de los empleados de la Sociedad, fuera cual fuese la función que realizara, sabía siquiera de su existencia.
Así fue como la Tabula Rasa floreció con su particular estilo, sin gozar de propósito alguno que no fuera el de reunirse para hablar de los secretos que ocultaban, tal y como Roxborough había decretado, y disfrutar de las vistas de la ciudad que se contemplaban desde Highgate Hill.
Kuttner Dowd había estado allí en varias ocasiones, aunque nunca mientras la Sociedad estaba reunida, como sucedía aquella noche. Su jefe, Oscar Godolphin, era uno de los once a los que se había traspasado la llama que simbolizaba el objetivo de Roxborough; si bien, con toda seguridad, los demás no eran ni la mitad de hipócritas que Godolphin, que era miembro de una Sociedad cuya misión era reprimir cualquier actividad mágica y, a la vez, jefe (Godolphin utilizaría la palabra «propietario») de una criatura convocada por la magia el mismo año en que se produjo la tragedia que provocó la creación de la Sociedad.
La criatura era, por supuesto, Dowd, de cuya existencia tenía conocimiento la Sociedad, que no así de sus orígenes. De haberlo tenido, nunca lo hubieran convocado ni le hubieran dado acceso a la sacrosanta torre. Muy al contrario, el edicto de Roxborough los habría obligado a destruirlo a cualquier precio, ya fuera el de sus cuerpos, sus almas o su cordura. Por descontado, tenían la experiencia necesaria para llevarlo a cabo o, al menos, los medios para adquirirla. Según se decía, la torre albergaba una biblioteca llena de tratados, grimorios, enciclopedias y un conjunto de ensayos sin parangón, recopilados por Roxborough y el grupo de sabios del Quinto Dominio que, supuestamente, fueron los primeros que apoyaron el intento de Reconciliación. Uno de aquellos hombres fue Joshua Godolphin, conde de Bellingham. Tanto Roxborough como él habían sobrevivido a los desastrosos acontecimientos que tuvieron lugar durante aquel solsticio de verano de hacía doscientos años; aunque no se podía decir lo mismo de sus amigos más queridos. Según contaba la historia, después de la tragedia Godolphin se había retirado a sus propiedades y nunca había vuelto a salir de sus confines. En cambio, Roxborough, como siempre el más pragmático del grupo, se había encargado, pocos días después del cataclismo, de proteger las bibliotecas ocultas de sus colegas muertos y de esconder los miles de tomos en el sótano de su casa, donde ya no podrían, citando las palabras Roxborough en una carta dirigida al conde, «tentar con ambiciones anticristianas las mentes de hombres buenos como nuestros queridos amigos. A partir de este momento, debemos evitar la llegada de esta magia tan detestable a nuestras costas». No obstante, el hecho de que no destruyera los libros, sino que se limitara a esconderlos, era una clara prueba de que existía cierta ambigüedad en él. A pesar de los horrores que había presenciado y de la ferocidad de su repulsa, una pequeña parte de su ser aún conservaba la fascinación que los atrajera a él, a Godolphin, y al resto de sus compañeros de investigación desde un principio.
Dowd temblaba, nervioso, mientras esperaba en el sencillo vestíbulo de la torre, a sabiendas de que en algún lugar, muy cerca, se hallaba la mayor colección de escritos mágicos jamás reunida fuera del Vaticano; y de que entre ellos habría un sinfín de rituales para crear y destruir a criaturas como él. Dowd no estaba hecho del mismo material que los sirvientes, por supuesto. La mayoría de ellos no era otra cosa que meros funcionarios de sonrisa perpetua y mente vacía, arrancados del In Ovo (el abismo que existía entre el Quinto Dominio y los Dominios reconciliados) por aquellos que los invocaban, como si fueran langostas en el acuario de un restaurante. Él, además, había sido actor profesional en su época, y uno muy reconocido. No fue la estupidez congénita lo que lo hizo vulnerable a la jurisdicción humana, sino la angustia. Había contemplado la mismísima cara de Hapexamendios y, medio loco por la visión, se había visto incapaz de resistirse al llamamiento y a la vinculación cuando esta se produjo. Por supuesto, fue Joshua Godolphin quien lo invocó y quien le ordenó servir a todo su linaje hasta el fin de los tiempos. De hecho, el retiro de Joshua a la seguridad de su extensa propiedad en el campo había permitido a Dowd ir y venir a su antojo hasta la muerte del anciano, momento en que volvió a ser requerido para servir a Nathaniel, el hijo de Joshua. No mostró su verdadera naturaleza hasta que se hizo indispensable, por miedo a verse atrapado entre su obligación de servirlo y el fervor de un cristiano.
De hecho, Nathaniel se había convertido en todo un disoluto para cuando Dowd entró a su servicio, y no podría haberle importado menos el tipo de criatura que fuera siempre que le procurara el tipo adecuado de compañía. Y así había continuado, generación tras generación; Dowd cambiaba su rostro de vez en cuando (un mero truco, uno de sus lances), para así ocultar su longevidad al decadente mundo humano. Sin embargo, la posibilidad de que llegara el día en el que la Tabula Rasa descubriera su doble juego y buscara en la biblioteca algún hechizo horrendo para destruirlo nunca había abandonado del todo su cabeza: sobre todo en aquel momento, cuando esperaba a que lo convocaran ante su presencia.
La llamada se demoró una hora y media, tiempo que empleó para pensar en los espectáculos que comenzaban la semana siguiente. El teatro seguía siendo su gran amor, y eran muy pocas las producciones de cierta importancia a las que no asistía. El martes tenía entradas para la aclamada versión de El rey Lear en el Teatro Nacional, y después, dos días más tarde, un asiento en el patio de butacas para ver el reestreno de Turandot en el London Coliseum. Estaba ansioso por asistir a ambas obras, aunque primero debía pasar por aquella funesta entrevista.
Por fin, el ascensor cobró vida y apareció uno de los miembros más jóvenes de la Sociedad, Giles Bloxham. A sus cuarenta años, Bloxham aparentaba el doble de edad. «Se requiere cierto toque de genialidad para aparentar tanta disipación sin tener nada de lo que poder arrepentirse», había dicho una vez Godolphin refiriéndose a Bloxham (le gustaba regodearse en las contradicciones de la Sociedad, sobre todo cuando estaba borracho).
—Ya estamos listos para recibirte —anunció Bloxham, indicándole a Dowd que debía subir en el ascensor junto a él—. ¿Te das cuenta de que si alguna vez se te ocurre decir una sola palabra acerca de lo que veas aquí, la Sociedad te eliminará con tanta rapidez y de forma tan efectiva que ni tu propia madre sabrá que una vez exististe? —le dijo mientras subían.
La acalorada amenaza sonó ridícula, pronunciada con la vocecilla nasal de Bloxham; aun así, Dowd representó el papel de un funcionario que acabara de ser reconvenido.
—Me doy perfecta cuenta —respondió.
—Convocar a alguien ajeno a la Sociedad —prosiguió Bloxham— es una medida extraordinaria; pero también corren tiempos extraordinarios. Claro que eso no es de tu incumbencia.
—Por supuesto —asintió Dowd, la viva imagen de la inocencia.
Aquella noche, aceptaría sus aires de superioridad sin rechistar, pensó, cada día más seguro de que estaba a punto de suceder algo que sacudiría aquella torre hasta sus cimientos. Y cuando eso ocurriera, obtendría su venganza.
Se abrió la puerta del ascensor y Bloxham le ordenó que lo siguiera. Los corredores que conducían a la suite principal eran sombríos y no estaban enmoquetados; al igual que la habitación a la que fue conducido. Los cortinajes cubrían las ventanas; la enorme mesa de mármol que dominaba la estancia quedaba iluminada por unas lámparas de techo, cuyos haces de luz caían sobre los cinco miembros, dos de ellos mujeres, que se sentaban a la mesa. A juzgar por el amasijo de botellas, copas y ceniceros a rebosar, por no mencionar las expresiones cansadas y meditabundas, llevaban debatiendo unas cuantas horas. Bloxham se sirvió un vaso de agua antes de ocupar su lugar. Había un asiento vacío: el de Godolphin. A Dowd no se le invitó a que ocupara ese lugar, sino a permanecer de pie en el extremo de la mesa, ligeramente incómodo por las miradas que le dirigían sus interrogadores. Ninguno de esos rostros sería jamás conocido por la plebe. A pesar de que todos provenían de familias tradicionalmente influyentes y adineradas, ninguno de ellos ocupaba cargos públicos. La Sociedad prohibía tanto ocupar un puesto de trabajo como casarse con una persona que atrajera el interés o la curiosidad de la prensa. Trabajar en la sombra para derrocar a las sombras. Tal vez fuera esa paradoja, más que cualquier otro aspecto de su naturaleza, lo que acabaría con ella.
Al otro extremo de la mesa, sentado delante de un montón de periódicos que sin duda contenían información acerca de Burke, se encontraba un hombre de unos sesenta años con aspecto de profesor y cabello cano engominado; Dowd sabía su nombre por la descripción de Godolphin: Hubert Shales, al que Oscar había apodado «El Vago». Se movía y hablaba con la precaución de un teólogo de huesos frágiles.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó.
—Lo sabe —intervino Bloxham.
—¿Algún problema con el señor Godolphin? —aventuró Dowd.
—No está aquí —dijo una de las mujeres que había a la derecha de Dowd. Su rostro se veía demacrado bajo una peluca de cabello negro. Alice Tyrwhitt, supuso—. Ese es el problema.
—Ya entiendo —asintió Dowd.
—¿Dónde coño está? —exigió Bloxham.
—Está de viaje —replicó Dowd—. No creo que previera una reunión.
—Ni nosotros tampoco —acotó Lionel Wakeman, con el rostro sonrojado por el whisky que había consumido. La botella yacía acunada en el hueco de su brazo.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Tyrwhitt—. Es de suma importancia que demos con él.
—Me temo que no lo sé —respondió Dowd—. Sus negocios lo reclaman por todo el mundo.
—¿Negocios respetables? —preguntó Wakeman con voz apenas inteligible.
—Tiene varias inversiones en Singapur —fue la respuesta de Dowd—. También en la India. ¿Desean que prepare un informe? Estoy seguro de que él…
—¡A tomar por culo el informe! —exclamó Bloxham—. ¡Queremos que venga! ¡Ya!
—Me temo que no puedo asegurarles cuál es su paradero. Solo sé que está en algún lugar del Lejano Oriente.
La mujer de semblante adusto, aunque no carente de cierto encanto, que había a la izquierda de Wakeman entró en acción y aplastó el cigarrillo en el cenicero cuando comenzó a hablar. Solo podía tratarse de Charlotte Feaver: Charlotte la Escarlata, como Oscar la llamaba. Sería la última descendiente del linaje de Roxborough, le había dicho, a menos que encontrara la manera de fecundar a alguna de sus novias.
—Esto no es uno de esos putos clubes a los que puede asistir cuando le venga en gana —dijo la mujer.
—Muy cierto —apuntilló Wakeman—. Esto es un espectáculo lamentable.
Shales tomó uno de los periódicos que tenía delante y lo lanzó sobre la mesa, en dirección a Dowd.
—Supongo que has leído la historia del cadáver que encontraron en Clerkenwell —le dijo.
—Sí, así es.
Shales permaneció en silencio unos instantes en los que se dedicó a mirar a los miembros con ojos entrecerrados. Fuera lo que fuese lo que iba a decir, había sido debatido en profundidad antes de la entrada de Dowd.
—Tenemos motivos para creer que este hombre, Chant, no es originario de este Dominio.
—¿Cómo dice? —preguntó Dowd, aparentando confusión—. No lo entiendo. ¿Dominio?
—Ahórranos tus muestras de prudencia —lo interrumpió Charlotte Feaver—. Sabes muy bien de lo que estamos hablando. Es imposible que hayas estado veinticinco años trabajando para Oscar sin que este te haya hecho alguna confesión.
—Apenas sé nada —protestó Dowd.
—Lo suficiente como para saber que tenemos un aniversario en ciernes —dijo Shales.
Vaya, vaya, pensó Dowd, no son tan estúpidos como parecen.
—¿Se refiere a la Reconciliación? —preguntó.
—A eso es exactamente a lo que me refiero. El próximo solsticio de verano…
—¿Tenemos que contárselo todo? —inquirió Bloxham—. Ya sabe más de lo que debería.
Shales ignoró la interrupción. Estaba a punto de continuar con su discurso cuando intervino una voz que hasta el momento había permanecido en silencio y que provenía de una voluminosa figura sentada lejos del alcance de la luz. Dowd había estado esperando a que este hombre, Matthias McGann, recitara su papel. Si la Tabula Rasa tenía un líder, sin duda era él.
—¿Hubert? —pidió—. ¿Me permites?
—Por supuesto —murmuró Shales.
—Señor Dowd —dijo McGann—, no me cabe la menor duda de que Oscar ha sido indiscreto. Todos tenemos nuestras debilidades. Tú debes ser la suya. Ninguno de los presentes en esta sala te culpa por escuchar. Sin embargo, esta Sociedad fue creada con un propósito específico y, en ocasiones, se ha visto obligada a actuar con severidad extrema para alcanzar dicho propósito. No voy a entrar en detalles. Como ha dicho Giles, ya sabes más de lo que nos gustaría. Pero créeme cuando te digo que silenciaremos a cualquiera, sin excepción, que ponga en peligro este Dominio.
Se inclinó hacia delante. Su rostro hablaba de un hombre con buen humor, pero poco contento con su destino en el momento presente.
»Hubert ha mencionado que se avecina un aniversario, como así es. Y es posible que algunas fuerzas, cuyo interés no es otro que el de derrocar la cordura de este Dominio, se estén alistando para celebrar el aniversario. Hasta el momento, esta… —señaló el periódico— es la única prueba que hemos encontrado de dichos preparativos; pero si hay otros, pronto serán eliminados por esta Sociedad y por sus agentes. ¿Lo has comprendido? —No esperó una respuesta—. Este tipo de asuntos es peligroso —prosiguió—. La gente comienza a investigar. Estudiosos. Esotéricos. Empiezan a hacer preguntas y empiezan a soñar.
—Comprendo el peligro que eso entraña —dijo Dowd.
—Deja de lamernos el culo, cabrón presuntuoso —explotó Bloxham—. Sabemos muy bien lo que Godolphin y tú habéis estado haciendo. ¡Díselo, Hubert!
—Le he seguido la pista a algunos artefactos de… origen extraterrestre… que se cruzaron en mi camino. Y la pista conduce hasta Oscar Godolphin.
—No estamos seguros de eso —intervino Lionel—. Esos capullos mienten.
—Estoy más que convencida de la culpabilidad de Godolphin —aseveró Alice Tyrwhitt—. Y de la de este también.
—Debo protestar —dijo Dowd.
—Has estado traficando con magia —aulló Bloxham—. ¡Confiesa! —Se levantó y golpeó la mesa—. ¡Te digo que confieses!
—Siéntate, Giles —lo exhortó McGann.
—Miradlo —siguió Bloxham al tiempo que señalaba a Dowd con el pulgar—. Es culpable hasta la médula.
—He dicho que te sientes —repitió McGann, sin apenas alzar la voz. Acobardado, Bloxham se sentó—. No te estamos juzgando —le dijo McGann a Dowd—. Es a Godolphin a quien queremos.
—Así que encuéntralo —intervino Feaver.
—Y cuando lo hagas, dile que tengo unos cuantos aparatos que tal vez reconozca —concluyó Shales.
La mesa quedó en silencio. Varias cabezas se volvieron hacia Matthias McGann.
—Creo que eso es todo —dijo—. A menos que quieras hacer algún comentario.
—Me parece que no —replicó Dowd. Entonces, puedes retirarte.
Dowd se marchó sin más comentarios y fue escoltado hasta el ascensor por Charlotte Feaver, que lo dejó para que bajara solo. Estaban mejor informados de lo que había imaginado, pero aún se encontraban muy lejos de averiguar la verdad. Repasó varios fragmentos de la entrevista mientras conducía de vuelta hacia Regent’s Park Road, y los memorizó para recitarlos con posterioridad. Las improcedencias de un Wakeman borracho; la indiscreción de Shales; la actitud de McGann, suave como una vaina de terciopelo… Lo repetiría todo para beneficio de Godolphin, sobre todo el interrogatorio cruzado acerca del paradero del miembro ausente.
En algún lugar de Oriente, había dicho Dowd. Al este de Yzordderrex, tal vez, en el kesparate cercano al puerto donde a Oscar le gustaba adquirir piezas de contrabando procedentes de Hakaridek o de las islas. Tanto si estaba allí como en cualquier otro lugar, Dowd no tenía forma de hacerlo regresar. Volvería cuando le viniera en gana, y la Tabula Rasa tendría que aguardar su turno; aunque cuanto más tiempo estuviera lejos, más posibilidades habría de que creciera el número de miembros que expresaran las sospechas que algunos de ellos ya alimentaban: que los negocios de Godolphin con los talismanes y su trato con personas licenciosas eran solo la punta del iceberg. Quizá incluso sospecharan que viajaba.
Por supuesto, no era la única criatura oriunda del Quinto Dominio que se daba una vuelta por el resto de los Dominios. Existían muchas rutas que llevaban de la Tierra a los Dominios reconciliados, algunas más seguras que otras, pero todas se acababan usando, y no siempre por magos. Los poetas habían hallado un camino de ida (y a veces de vuelta, para así contar sus vivencias), así como también, a lo largo de los siglos, lo había conseguido un buen número de sacerdotes y ermitaños, quienes, absortos en la meditación de sus esencias, habían sido tragados por el In Ovo para luego ser arrojados a otro mundo. Cualquier alma que estuviera lo bastante desesperada o inspirada podría tener acceso. No obstante, según la experiencia de Dowd, eran muy pocos los que lo convertían en algo tan cotidiano como Godolphin.
Corrían tiempos peligrosos para llevar a cabo semejantes paseos, tanto a uno como a otro lado. Los Dominios reconciliados llevaban casi un siglo bajo el control del Autarca de Yzordderrex y cada vez que Godolphin regresaba de uno de sus viajes, traía consigo noticias acerca del malestar reinante. Desde los confines del Primer Dominio hasta Patashoqua y sus ciudades satélite, en el Cuarto Dominio, se alzaban voces que incitaban a la rebelión. Todavía no se había establecido un consenso acerca de cuál era el mejor método para liberarse de la tiranía del Autarca, solo existía un malestar que bullía a fuego lento y que acababa estallando esporádicamente en revueltas y ataques; al final, los líderes de estos motines terminaban, sin remedio, atrapados y ejecutados. De hecho, la represión del Autarca había demostrado ser aún más draconiana. Comunidades enteras habían sido arrasadas en nombre del Imperio de Yzordderrex. Las tribus y naciones pequeñas habían sido despojadas de sus dioses, sus tierras e, incluso, de su derecho a procrear; otras habían sido erradicadas mediante pogromos supervisados por el mismísimo Autarca. Sin embargo, ninguno de estos horrores había disuadido a Godolphin de viajar a los Dominios reconciliados. Tal vez lo consiguieran los acontecimientos de esa noche, al menos hasta que se apaciguaran las sospechas de la Sociedad.
Por más cansado que estuviera, Dowd sabía exactamente dónde tenía que acudir aquella noche: a la finca de Godolphin y a la capilla erigida en sus campos yermos, que constituía el lugar de partida de Oscar. Allí tendría que esperar, como un perro solitario en ausencia de su amo, hasta que Godolphin regresara. Oscar no era el único que debería inventar excusas en un futuro inmediato; también él tendría que hacerlo. Matar a Chant le había parecido una maniobra inteligente en su momento (y, por supuesto, una distracción agradable para una noche en la que no tenía espectáculo alguno al que acudir), pero no había previsto el revuelo que causaría. Al echar la vista atrás, se daba cuenta de que eso había sido muy ingenuo por su parte. Inglaterra adoraba el asesinato, preferiblemente con un croquis explicativo. Además, había tenido muy mala suerte, ya que el omnipresente señor Burke de la batalla del Somme y el bajo cupo de escándalos políticos habían conspirado para convertir a Chant en alguien famoso a título póstumo. Debía prepararse para enfrentar la ira de Godolphin. Con todo, le quedaba la esperanza de que dicha ira se viera atenuada por la ansiedad que provocarían las sospechas de la Sociedad. Godolphin necesitaría a Dowd para que lo ayudara a acallar estas sospechas; y un hombre que necesitaba a su perro sabría que no debía pegar demasiado fuerte.