Capítulo 8

Cuando regresó al hotel, el primer impulso de Cortés fue llamar a Jude. Ella había dejado muy claro lo que sentía por él, por supuesto, y el sentido común decretaba que dejara aquel pequeño drama tal y como estaba, pero había vislumbrado demasiados enigmas esa noche como para pasar por alto la inquietud que sentía y olvidar el asunto. A pesar de que las calles de aquella ciudad eran grandes, con edificios bien identificados y numerados; a pesar de que las avenidas estaban lo bastante iluminadas incluso durante la noche como para desvanecer la ambigüedad, se sentía como si estuviese en la frontera de alguna tierra desconocida, a punto de cruzarla sin ser consciente siquiera de que lo estaba haciendo. Y si la cruzaba, ¿no sería posible que Jude también lo hiciera? Sin embargo, si bien Jude parecía decidida a que sus vidas tomaran caminos diferentes, en el interior de Cortés aún se alzaba la oscura sospecha de que sus destinos estaban entrelazados.

No tenía una explicación lógica para aquello. La sensación era un misterio, y los misterios no eran su especialidad. Eran el tema de conversación de sobremesa, cuando, bajo los efectos del brandy y la luz de las velas, la gente confesaba ciertas obsesiones que no hubieran sacado a colación una hora antes. Bajo semejante influencia, había oído a los racionalistas confesar su devoción por los horóscopos de las revistas; había escuchado a los ateos afirmar que presenciaban apariciones divinas; había escuchado cuentos acerca de la comunicación psíquica entre hermanos y pronunciamientos proféticos en el lecho de muerte. Todos habían sido bastante divertidos a su manera. Pero aquello era algo completamente diferente. Aquello le estaba ocurriendo a él, y eso lo asustaba.

Al final, se rindió a la inquietud. Buscó el número de Marlin y llamó al apartamento. El amiguito cogió el teléfono.

Parecía nervioso, y se puso aun peor cuando Cortés se identificó.

—No sé a qué coño está jugando —dijo.

—Esto no es un juego —replicó Cortés.

—Manténgase apartado de este apartamento…

—No tengo la menor intención…

—… porque si veo su cara por aquí, le juro…

—¿Puedo hablar con Jude?

—Judith no…

—Estoy en el otro teléfono —dijo Judith.

—¡Judith, cuelga el teléfono! No querrás hablar con este capullo…

—Tranquilízate, Marlin.

—Ya lo ha oído, Mervin. Tranquilícese.

Marlin colgó el auricular con un fuerte golpe.

»Un poco suspicaz, ¿no te parece? —preguntó Cortés.

—Cree que todo ha sido cosa tuya.

—Entonces, ¿le has hablado de Estabrook?

—No, todavía no.

—Vas a limitarte a culpar al recadero, ¿no es eso?

—Mira, siento mucho algunas cosas de las que dije. No pensaba con claridad. Si no hubiera sido por ti, quizás ahora estaría muerta.

—No hay «quizás» que valga —dijo Cortés—. Nuestro amigo Pai iba muy en serio.

—Desde luego, quería algo —replicó ella—. Pero no estoy segura de que ese algo fuese cometer un asesinato.

—Trataba de estrangularte, Jude.

—¿De verdad? ¿O solo trataba de acallarme? Tenía una mirada de lo más extraña…

—Creo que deberíamos hablar esto cara a cara —dijo Cortés—. ¿Por qué no te escapas de tu queridito para tomar una copa tardía? Puedo recogerte justo a la puerta del edificio. Estarás bastante a salvo.

—No creo que sea una buena idea. Tengo que hacer el equipaje. He decidido regresar a Londres mañana.

—¿Lo tenías planeado?

—No, lo que pasa es que me sentiría más segura si estuviera en casa.

—¿Mervin va contigo?

—Se llama Marlin. Y no, no viene conmigo.

—Menudo imbécil.

—Mira, será mejor que me vaya. Gracias por pensar en mí.

—No ha sido muy difícil —dijo—. Y si te sientes sola entre esta noche y mañana por la mañana…

—Eso no ocurrirá.

—Nunca se sabe. Estoy en el Omni. Habitación uno-cero-tres. Hay una cama doble.

—En ese caso, tendrás mucho sitio.

—Pensaré en ti —dijo. Hizo una pausa y añadió—: Me alegro de haberte visto.

—Me alegro de que te alegres.

—¿Eso significa que tú no?

—Eso significa que tengo que hacer el equipaje. Buenas noches, Cortés.

—Buenas noches.

—Pásalo bien.

Cortés hizo el poco equipaje que tenía que hacer y a continuación pidió una pequeña cena: un sándwich vegetal de pollo, helado, bourbon y café. El calor de la habitación, después del frío gélido de la calle y los esfuerzos que había hecho, lo hacía sentirse un poco perezoso. Se desvistió y cenó desnudo frente al televisor, mientras se quitaba las migas del vello púbico como si fueran ladillas. Cuando le tocó el turno al helado, estaba demasiado cansado para comer, de modo que se bebió el bourbon (que al instante le pasó factura) y se fue a la cama, dejando la televisión encendida en la habitación de al lado, después de haberle bajado el volumen hasta que no fue más que un soporífero murmullo.

Su cuerpo y su mente fueron por distintos derroteros. El primero, libre de las instrucciones de la conciencia, respiró, rodó, sudó e hizo la digestión. La segunda se puso a soñar. Primero con Manhattan servida en un plato, esculpida al más mínimo detalle. Después, con un camarero que hablaba en susurros y le preguntaba si el señor quería «noche»; y la noche llegó en forma de un sirope de arándano derramado por encima del plato que caía en viscosos regueros sobre las calles y los edificios. Entonces, de repente, Cortés se encontró caminando por esas calles, entre esos edificios, de común acuerdo con una sombra en cuya compañía se encontraba muy a gusto y que giró cuando llegaron a un cruce y le pasó un dedo ligero como una pluma por la mitad de la frente, como si fuera Miércoles de Ceniza.

A Cortés le agradó el contacto y abrió ligeramente la boca para lamer la yema del dedo de la sombra, que volvió a acariciarlo en el mismo lugar. Se estremeció de placer y deseó distinguir algo en la oscuridad que envolvía la silueta para poder verle la cara. En un esfuerzo por vislumbrar algo, abrió los ojos y volvió a reunir cuerpo y mente en un mismo punto. Estaba de vuelta en su habitación del hotel y la única luz provenía del parpadeo de la televisión, que se reflejaba en el barniz de una puerta medio abierta. A pesar de que estaba despierto, la sensación continuaba; pero ahora había que añadirle un sonido: un débil suspiro que lo excitaba. Había una mujer en la habitación.

—¿Jude? —dijo.

Ella le apretó la palma de la mano contra la boca abierta para silenciar su pregunta, si bien ya la había respondido. No podía distinguirla en la oscuridad, pero cualquier reminiscencia de duda que pudiera albergar sobre si ella pertenecía al sueño del que acababa de despertar desapareció en cuanto su mano se apartó de la boca para dirigirse al pecho. Cortés se incorporó en la oscuridad para atrapar su rostro y acercarlo hasta su boca, contento de que la penumbra ocultara la expresión de satisfacción que tenía. Había venido a él. Después de todas las señales de rechazo que le había enviado en el apartamento (a pesar de Marlin, a pesar de las calles peligrosas, a pesar de la hora, a pesar de la amarga historia que compartían), había venido y había llevado consigo el milagro de su cuerpo hasta la cama.

Si bien no podía verla, la oscuridad era como un lienzo negro y él la dibujó allí a la perfección; un despliegue de belleza que lo contemplaba. Cortés le acarició las perfectas mejillas. Estaban más frías que las palmas de sus manos, que en ese momento notaba sobre su vientre y que lo apretaban con más fuerza mientras se colocaba sobre él. Una exquisita sincronía envolvía cada paso de su mutuo intercambio. Pensó en su lengua y la saboreó; imaginó sus pechos y ella llevó sus manos hasta ellos; deseó que ella dijera algo y ella lo hizo (Dios, qué cosas dijo), palabras que él no se habría atrevido a admitir que quería escuchar.

—Tengo que hacer esto… —dijo ella.

—Lo sé. Lo sé.

—Perdóname.

—¿Qué es lo que hay que perdonar?

—No puedo vivir sin ti, Cortés. Nos pertenecemos el uno al otro, como marido y mujer.

Al estar allí con ella, tan cerca después de una ausencia tan larga, la idea del matrimonio no le parecía tan descabellada. ¿Por qué no reclamarla de una vez por todas?

—¿Quieres casarte conmigo? —murmuró.

—Pídemelo de nuevo otra noche —replicó ella—. Ahora te lo estoy pidiendo yo.

Volvió a colocarle la mano sobre ese ungido lugar en mitad de su frente.

»No digas nada —susurró—. Es posible que lo que desees ahora no sea lo que desees mañana…

Él abrió la boca para mostrar su desacuerdo, pero el pensamiento se perdió entre el cerebro y la lengua, demorado por los movimientos que ella estaba realizando sobre su frente. Desde ese lugar irradiaba una calma que se extendía hacia abajo, a través de su torso, y que le llegaba hasta la punta de los dedos. Gracias a esa calma, el dolor de sus magulladuras se desvaneció. Elevó las manos sobre su cabeza y se estiró para permitir que esa bendición lo atravesara sin dificultades. Libre de los dolores a los que ya se había acostumbrado, su cuerpo se sintió como si acabaran de crearlo: resplandeciente e invisible.

—Quiero estar dentro de ti —dijo.

—¿Hasta dónde?

—Hasta el fondo.

Trató de apartar la oscuridad para vislumbrar su respuesta, pero su vista resultó ser un pobre explorador y regresó de lo desconocido sin noticias. El simple parpadeo de la televisión, reflejado en el brillo del ojo de Jude y devuelto de nuevo hacia la negra oscuridad, le hizo imaginar que un destello de luz recorría el cuerpo de la mujer con un brillo opalescente. Comenzó a sentarse para ver su rostro, pero ella ya se deslizaba hacia abajo sobre la cama; momentos después, sintió sus labios sobre el vientre y, más tarde, sobre la punta de la polla, que se metió en la boca poco a poco, jugueteando con la lengua a medida que lo hacía, hasta que Cortés creyó que perdería el control. Se lo advirtió en un murmullo; ella lo liberó para, un segundo más tarde, tragársela de nuevo.

La falta de visión potenciaba las caricias. Sintió todos y cada uno de los movimientos de su lengua y sus dientes jugueteando sobre él, sobre su polla alzada ante su apetito; su miembro se convirtió en algo enorme, algo que creció hasta alcanzar el mismo tamaño que su cuerpo: un torso venoso y una cabeza ciega que yacía sobre la cama de su vientre, húmedo de principio a fin, y que se estiraba y se estremecía mientras ella, la oscuridad, se lo tragaba hasta el fondo. Ahora era todo sensaciones y era ella quien se las proporcionaba; su cuerpo estaba esclavizado por el placer, incapaz de recordar nada y de ocultar que se estaba deshaciendo. Dios, qué bien sabía lo que le gustaba; ponía mucho cuidado en no hacerle perder los nervios con las repeticiones y colmó de esperma células que ya estaban llenas a reventar, hasta que Cortés estuvo listo para correrse hasta desangrarse y morir gracias a sus caricias, y de buena gana.

Otro rayo de luz rompió el trance en el que lo habían sumido las sensaciones; estaba entero una vez más (su polla con su modesta longitud) y ella ya no era oscuridad, sino un cuerpo a través del cual parecían pasar oleadas de iridiscencia. Solo lo «parecía», claro. Aquello no era más que una invención de su visión hambrienta. Pero sucedió de nuevo: una luz sinuosa la atravesó para después desaparecer. Invención o no, le hizo desearla aún más, de modo que colocó los brazos bajo sus hombros, la levantó y la apartó de él. Ella rodó hasta su costado y Cortés estiró la mano para desvestirla. Ahora que yacía contra las sábanas blancas, su silueta era visible, aunque vagamente. Ella se movió bajo su mano, arqueando el cuerpo hacia sus caricias.

—Dentro de ti —le dijo Cortés, mientras se abría paso a través de los húmedos pliegues de su ropa.

Judith se quedó inmóvil junto a él; su respiración perdió la irregularidad. Cortés dejó al descubierto sus pechos, llevó la lengua hasta ellos y bajó la mano hasta la cintura de su falda para descubrir que se había cambiado para el viaje y llevaba vaqueros. Tenía las manos colocadas sobre el cinturón, casi como si quisiera impedirle que avanzara. Pero no estaba dispuesto a que lo retrasaran o le impidieran nada. Bajó los vaqueros alrededor de sus caderas y notó una piel tan suave que casi parecía líquida bajo sus dedos; todo su cuerpo era una ligera curva, una especie de ola a punto de romper sobre él.

Por primera vez desde que apareciera, pronunció su nombre, con vacilación, como si en aquella oscuridad dudara de repente de que él fuese real.

—Estoy aquí —dijo Cortés—. Siempre.

—¿Esto es lo que quieres? —preguntó.

—Por supuesto que sí. Por supuesto —respondió él y colocó la mano sobre su sexo.

En aquella ocasión, cuando llegó la iridiscencia resultó casi brillante y grabó en la mente de Cortés la imagen de su entrepierna mientras él deslizaba los dedos por encima y entre sus labios. Cuando la luz desapareció, dejando atrás la reminiscencia del resplandor, lo distrajo un poco el sonido de un timbre, al principio remoto, pero más cercano con cada repetición. ¡El teléfono, joder! Hizo lo que pudo por ignorarlo, pero fracasó; de modo que estiró la mano hacia la mesilla donde se encontraba y arrancó el auricular de la base para lanzarlo lejos y volver a ella en un mismo y elegante movimiento. El cuerpo que había bajo él volvía a estar completamente inmóvil. Se subió encima de ella y se introdujo en su interior. Era como estar enfundado en seda. Jude le colocó los brazos alrededor del cuello, sus dedos resultaron ser fuertes, y alzó un poco la cabeza de la almohada para buscar sus besos. A pesar de que sus bocas estaban unidas, pudo oírla pronunciar su nombre («¿… Cortés? ¿Cortés…?») con el mismo tono interrogante que había utilizado antes. No permitió que su memoria lo apartara del placer del presente, sino que encontró su ritmo: largas y lentas embestidas. Recordaba que era una mujer a la que le gustaba que él se tomara su tiempo. En la cima de su relación, habían hecho el amor desde el anochecer al alba en muchas ocasiones, entre juegos y bromas, deteniéndose solo para bañarse y poder tener el placer de cubrirse de sudor de nuevo. Le clavaba los dedos con fuerza en la espalda, apretándolo contra ella en cada embestida, Y todavía podía escuchar su voz, amortiguada por los velos de su propio agotamiento:

—¿Cortés? ¿Estás ahí?

—Estoy aquí —murmuró.

Una nueva oleada de luz se alzó a través de ellos, y el placer se convirtió en una hazaña visionaria mientras contemplaba cómo se deslizaba sobre sus pieles y cómo se intensificaba su brillo con cada embestida.

De nuevo le preguntó:

—¿Estás ahí?

¿Cómo podía dudarlo? Jamás había estado tan presente como en aquel acto; jamás tan compenetrado consigo mismo como cuando estaba enterrado en el otro sexo.

—Estoy aquí —dijo.

No obstante, ella volvió a preguntárselo y, en esa ocasión, aunque su mente estaba obcecada en el placer, la diminuta voz de la razón murmuró que no era su dama la que estaba haciendo esa pregunta, sino la mujer al otro lado del teléfono. Había descolgado el auricular, pero ella le hacía preguntas al vacío de la línea y exigía una respuesta. En esa ocasión sí prestó atención. No había cometido ningún error al identificar su voz. Era la de Jude. Y si Jude estaba al otro lado de la línea, ¿a quién coño se estaba follando?

Fuera quien fuese, sabía que el engaño había terminado. Le apretó con más fuerza en la parte baja de la espalda y las nalgas, y elevó las caderas para introducirlo aún más en su funda, al tiempo que el sexo de la mujer se contraía alrededor de la polla como si quisiera evitar que abandonara su guarida. Pero él sabía controlarse lo suficiente como para resistirse y salir de su interior, con el corazón latiendo como un loco encerrado en la cárcel de su pecho.

—¿Quién cojones eres tú?

Ella todavía tenía las manos sobre él. Su calidez y sus exigencias, que tanto lo habían excitado momentos antes, ahora lo enervaban. La apartó de él de un manotazo y comenzó a estirar el brazo hacía la lámpara que había en la mesilla. Entretanto, ella agarró su erección y deslizó la palma a lo largo del miembro. Su caricia era tan persuasiva que a punto estuvo de sucumbir a la idea de introducirse en ella de nuevo, a tomar su anonimato como carte blanche y complacer en la oscuridad cada uno de los deseos que pudiese imaginar. Ella estaba colocando los labios en el lugar que acababa de abandonar su mano, succionándolo hacia el interior de su boca. En dos segundos, recuperó la dureza que había perdido.

En aquel momento, el pitido de la línea alcanzó sus oídos. Jude se había rendido y había dejado de intentar establecer contacto. Puede que hubiera escuchado sus jadeos y las promesas que había hecho en la oscuridad. Aquella idea le produjo una nueva oleada de furia. ¿Qué lo había poseído para desear a alguien que ni siquiera podía ver? ¿Y qué clase de puta se ofrecía a sí misma de aquella manera? ¿Una enferma? ¿Una deformada? ¿Una psicótica? Tenía que descubrirlo. Por repulsiva que fuera, ¡tenía que verla!

Estiró el brazo hacia la lámpara por segunda vez y notó cómo se agitaba la cama cuando la zorra se preparó para hacer su huida. Manoteando en busca del interruptor, tiró la lámpara al suelo. No se rompió, pero la luz apuntaba al techo y proporcionaba un resplandor apagado a la habitación. De pronto, con temor a que ella lo atacara, se giró sin colocar la lámpara y descubrió que la mujer ya había recuperado su ropa del barullo de sábanas y se retiraba hacia la puerta del dormitorio. Sus ojos se habían alimentado de sombras y proyecciones durante demasiado tiempo y, en aquel momento, cuando se encontraron con la sólida realidad, estaban atolondrados. Medio oculta por las sombras, la mujer era un compendio de formas cambiantes: el rostro borroso; el cuerpo cubierto de manchas; pulsos de iridiscencia, ahora lentos, que la atravesaban desde la coronilla hasta la punta de los pies. El único elemento fijo en ese devenir eran sus ojos, que lo contemplaban de forma implacable. Cortés se pasó la mano de la frente a la barbilla con la esperanza de hacer desaparecer la ilusión y, en esos segundos, ella abrió la puerta para escapar. Él saltó de la cama, todavía decidido a ir más allá de la confusión para conocer la grotesca verdad y saber con quién había estado echando un polvo, pero ella casi había atravesado la puerta y la única forma de detenerla fue agarrarla del brazo.

Fuera cual fuese el poder que había aturdido sus sentidos, el engaño se vino abajo en cuanto la tocó. Las formas cambiantes de su rostro se estabilizaron como las piezas de un rompecabezas que no pararan de girar hasta encontrar su lugar, y ocultaron todas las restantes e innumerables configuraciones (extrañas, maltrechas, bestiales, fascinantes) tras el caparazón de una realidad congruente. Conocía esos rasgos ahora que se habían detenido. Ahí estaban las rastas, enmarcando un rostro de simetría exquisita. Ahí estaban las cicatrices que se habían curado a una velocidad sobrenatural. Ahí estaban los labios que horas antes habían descrito a su poseedor como un don nadie. ¡Era un embuste! Ese don nadie tenía al menos dos trabajos: asesino y puta. Ese don nadie tenía un nombre.

—Pai’oh’pah.

Cortés soltó el brazo del hombre como si fuera venenoso. Sin embargo, la silueta que había ante él no volvió a diluirse y Cortés se sintió casi agradecido. Ese caos alucinatorio le había resultado estresante, pero la solidez que ocultaba lo aturdía aún más. Todas las imágenes a las que había dado forma en la oscuridad (el rostro de Judith, los pechos de Judith, su vientre, su sexo), todas habían sido una ilusión. La criatura con la que había copulado, con la que casi se había corrido, ni siquiera era del mismo sexo que ella.

Cortés no era ni un hipócrita ni un puritano. Le gustaba demasiado el sexo como para condenar cualquier expresión de lujuria y, aunque desalentaba los cortejos de los homosexuales que se sentían atraídos hacia él, lo hacía por indiferencia, no por repulsión. Así pues, el asombro que sentía se debía a la fuerza del engaño con el que lo habían atrapado, no al sexo que ostentaba el embaucador.

—¿Qué es lo que me has hecho? —Fue todo lo que pudo decir—. ¿Qué has hecho?

Pai’oh’pah no se movió de su sitio, a sabiendas quizá de que su desnudez era su mejor defensa.

—Quería curarte —dijo. Aunque temblorosa, había música en su voz.

—Me has dado alguna droga.

—¡No! —dijo Pai.

—¡No me digas que no! ¡Creí que eras Judith! ¡Me dejaste creer que eras Judith! —Se miró las manos y luego el cuerpo grande y esbelto que tenía ante él—. La acaricié a ella, no a ti. —De nuevo, la misma queja—: ¿Qué es lo que me has hecho?

—Te di lo que querías —dijo Pai.

Cortés no tenía réplica para aquello. A su manera, era cierto. Frunció el ceño y se olió las palmas de las manos, como si pudiera haber restos de alguna droga en su sudor. Pero solo pudo distinguir el hedor del sexo, del calor de la cama que había a sus espaldas.

»Se te pasará mañana.

—Vete a tomar por culo de aquí —replicó Cortés—. Y si te acercas a Judith de nuevo, te juro… te juro… que te descuartizaré.

—Estás obsesionado con ella, ¿verdad?

—¿Y a ti qué coño te importa?

—Te hará daño.

—Cierra la boca.

—Lo hará, ya lo verás.

—¡Te he dicho —gritó Cortés— que cierres la puta boca!

—Su lugar no está a tu lado —fue la respuesta.

Esas palabras provocaron la erupción de una nueva oleada de furia en el interior de Cortés. Estiró un brazo hacia Pai y atrapó su garganta. El montón de ropa cayó de los brazos del asesino y lo dejó desnudo. No trató de defenderse; lo único que hizo fue levantar las manos y colocarlas con suavidad sobre los hombros de Cortés. Aquel gesto solo consiguió ponerlo más furioso. Dejó escapar una retahíla de improperios, pero el rostro plácido que tenía frente a él aceptó sin inmutarse tanto las salpicaduras de saliva como la ira. Cortés lo sacudió y clavó los pulgares en la garganta del hombre para aplastarle la tráquea. Aun así, Pai ni se resistió ni se desplomó; se limitó a permanecer de pie frente a su atacante, como un santo que aguardara su martirio.

A la postre, sin aliento debido a la rabia y los esfuerzos, Cortés soltó la garganta de Pai y se apartó de la criatura con la sospecha reflejada en los ojos. ¿Por qué aquel tipo no había tratado de defenderse ni había caído? Cualquier cosa era mejor que aquella enfermiza pasividad.

—Lárgate —le ordenó Cortés.

Pai siguió sin moverse y lo contempló con ojos compasivos.

»¿Quieres largarte ya? —dijo Cortés de nuevo, pero en esta ocasión lo hizo en un tono más suave y, esta vez, el mártir respondió.

—Si eso es lo que quieres…

—Lo es.

Observó cómo Pai’oh’pah se agachaba para recoger las ropas esparcidas en el suelo. Al día siguiente, todo se aclararía, pensó. Habría purgado aquel delirio de su organismo y aquellos sucesos (Jude, la persecución, la casi violación que él mismo había estado a punto de padecer a manos del asesino) serían un cuento que narrarle a Klein, a Clem y a Taylor cuando regresara a Londres. Les gustaría mucho. Al darse cuenta de que ahora estaba más desnudo que el otro hombre, se giró hacia la cama y arrancó la sábana para cubrirse.

Entonces se produjo un momento extraño, cuando supo que el cabrón todavía estaba en la habitación, que todavía lo miraba, y que lo único que podía hacer era esperar a que se marchara. Fue extraño porque le recordó otras salidas de otros dormitorios: sábanas arrugadas, el frescor del sudor en la piel, la confusión y la sensación de culpa que mantenían las miradas a raya. Esperó y esperó, hasta que al final escuchó que la puerta se cerraba. Incluso entonces no se dio la vuelta, se limitó a escuchar los sonidos de la habitación para estar seguro de que no había más que una respiración: la suya. Cuando finalmente miró hacia atrás y vio que Pai’oh’pah se había marchado, se envolvió en la sábana como si fuera una toga con la que ocultarse del vacío de la habitación, que lo contemplaba con algo demasiado parecido a la reflexión para su paz mental. A continuación, cerró con llave la puerta de la habitación y se tambaleó hacia la cama, donde escuchó el interior de su aturdida mente como si fuera el vacío de una línea telefónica.