Capítulo 9

1

Oscar Esmond Godolphin tenía por costumbre recitar una pequeña oración de alabanza a la democracia cuando, después de uno de sus viajes a los Dominios, volvía a pisar suelo inglés. Siendo esas visitas extraordinarias (y por muy calurosa que fuese la bienvenida que recibía en los distintos kesparates de Yzordderrex), la ciudad-estado era una autocracia llevada al extremo y sus excesos eclipsaban las represiones acaecidas en el país donde había nacido. En especial, de un tiempo a esta parte. Incluso su gran amigo y socio comercial del Segundo Dominio, Hebbert Nuits-St-Georges, llamado «Pecador» por aquellos que lo conocían bien y cuyos negocios le habían procurado pingües beneficios gracias a los supersticiosos y a los desconsolados del Segundo Dominio, solía afirmar con frecuencia que el orden de Yzordderrex era cada día más inestable, por lo que no tardaría mucho en sacar a su familia de la ciudad (es más, pensaba sacarlos de ese Dominio) y en buscar un nuevo hogar donde no tuviera que soportar el hedor a cadáveres incinerados cuando abriera las ventanas por la mañana. Hasta el momento solo era palabrería. Godolphin conocía a Pecador hasta el punto de saber con certeza que el hombre se quedaría donde estaba mientras no hubiera agotado todas sus existencias de ídolos, reliquias y amuletos procedentes del Quinto Dominio y, por tanto, no pudiese obtener más beneficios. Y puesto que era el mismo Godolphin quien lo proveía de tales objetos (la mayoría no era más que simples baratijas terrestres veneradas en los diferentes Dominios a causa de su lugar de origen), y dado que no pensaba dejar de suministrárselos hasta que no lo abandonara la fiebre por coleccionar objetos y pudiera, de ese modo, intercambiar tales baratijas por artilugios de Imajica, el negocio de Pecador seguiría prosperando. Era un intercambio de talismanes y no era probable que ninguno de los hombres se hartara de él a corto plazo.

Como tampoco era previsible que Godolphin se hartara de ser un inglés en una de las ciudades más radicalmente opuestas a todo lo británico. En el pequeño, si bien influyente, círculo en el que se movía, era reconocido al instante. Un hombre grande en todos los sentidos: alto y barrigón; beligerante cuando actuaba movido por la vanidad y cordial en caso contrario. A los cincuenta y dos años, hacía mucho que había encontrado su propio estilo, con el que se sentía más que a gusto. Cierto es que escondía su enorme papada bajo una barba castaña veteada de gris, que solo quedaba bien recortada tras pasar por las manos de la hija mayor de Pecador, Pueblo Llano. Cierto es que trataba de mostrar un aspecto de hombre más cultivado mediante unas gafas de montura plateada que acababan eclipsadas por su enorme rostro, pero que lo ayudaban, en su opinión, a conseguir una imagen más intelectual gracias a su sencillez. Sin embargo, todo esto no eran más que pequeños engaños que utilizaba para obtener una imagen inconfundible, cosa que le encantaba. Llevaba muy corto el escaso cabello que le quedaba, utilizaba cuellos enormes y mostraba una clara preferencia hacia el contraste de los trajes de cuadros con camisas de rayas; siempre iba con corbata; nunca dejaba atrás el chaleco. En definitiva, una imagen difícil de ignorar, hecho que lo satisfacía en gran medida. No había nada como decirle que hablaban de él para que una sonrisa apareciera en su rostro. Y, por regla general, era una sonrisa afectuosa.

Sin embargo, no se veía ninguna sonrisa en su rostro cuando salió del emplazamiento de la Reconciliación (conocido por el eufemismo de «el Retiro»[4]) y descubrió a Dowd encaramado en un taburete a pocos metros de la puerta. Eran las primeras horas de la tarde, pero el sol ya estaba bastante bajo en el horizonte y el aire resultaba tan frío como el saludo de Dowd. Casi lo suficiente como para darse la vuelta y regresar a Yzordderrex, con revolución o sin ella.

—¿Por qué tengo la sensación de que no has venido para darme unas noticias maravillosas? —preguntó.

Dowd se puso en pie con su habitual teatralidad.

—Me temo que está en lo cierto —contestó.

—Déjame adivinar: ¡El gobierno ha sido derrocado! Mi casa se ha incendiado. —Su rostro adquirió una expresión más seria—. No se tratará de mi hermano, ¿verdad? —prosiguió—. Esto no tiene nada que ver con Charlie, ¿no? —Intentó sacar algo en claro de la expresión de Dowd—. ¿Qué?, ¿está muerto? Ha tenido un infarto fulminante. ¿Cuándo es el entierro?

—No, está vivo. Pero el problema está relacionado con él.

—Como siempre. Como siempre. ¿Te importaría recoger mis pertenencias de la capilla? Hablaremos mientras caminamos. Entra, ¿quieres? No te va a morder nadie.

Dowd había permanecido en el exterior del Retiro mientras aguardaba a Godolphin (tres agotadores días), a pesar de que el edificio le habría proporcionado cierta protección frente al intenso frío. No es que su cuerpo fuera susceptible a semejantes incomodidades, pero le gustaba imaginarse a sí mismo como un alma empática; la estancia en la Tierra le había enseñado a sentir el frío como concepto intelectual, ya que no físico, y tal vez le hubiera gustado encontrar abrigo. En cualquier lugar salvo en el Retiro. No era solo el hecho de que allí hubieran muerto innumerables esotéricos (y no le gustaba nada la presencia de la muerte a menos que él fuera su portador), sino también que era un lugar de paso entre el Quinto Dominio y los otros cuatro, incluyendo, por supuesto, el hogar del que se veía alejado en permanente exilio. Estar tan cerca de esa puerta tras la cual se extendía su hogar, y verse imposibilitado para abrirla a causa de los encantamientos de su primer guardián, Joshua Godolphin, resultaba doloroso. Prefería el frío.

No obstante, en esa ocasión sí cruzó la entrada, ya que no le quedaba otra opción. El Retiro había sido construido al estilo neoclásico: doce columnas de mármol sostenían una bóveda que pedía a gritos un poco de decoración, si bien carecía de ella. La sencillez del conjunto confería al lugar un aspecto severo y cierto funcionalismo que no resultaba del todo inapropiado. Después de todo, no era más que una estación construida para dar servicio a incontables pasajeros y que, en esos momentos, era utilizada por uno solo. En el suelo, en mitad del complicado mosaico que parecía ser la única concesión al embellecimiento, pero que era en realidad la evidencia del verdadero propósito del edificio, se encontraban varios montones de artilugios que Godolphin había traído de sus viajes, empaquetados con todo cuidado por Pueblo Llano Nuits-St-Georges y con los nudos cubiertos por el sello de cera escarlata. Esa era la más reciente fascinación de la muchacha: el trabajo con la cera. Dowd lo odiaba, puesto que le tocaba a él desempaquetar todos esos tesoros. Avanzó hasta el centro del mosaico a paso ligero. Se encontraba en tierras movedizas y no se fiaba ni un pelo. Pero, momentos después, volvió a salir con su carga y descubrió que Godolphin ya emergía del bosquecillo que ocultaba el Retiro tanto de la casa (vacía, por supuesto, y ruinosa) como de cualquier espía ocasional que quisiera echar un vistazo por encima del muro. Respiró hondo y siguió a su jefe, a sabiendas de que la explicación que se avecinaba no sería nada fácil.

2

—Entonces, me han «convocado», ¿es eso? —preguntó Oscar de camino a Londres, inmersos en el tráfico que empeoraba al anochecer—. Bueno, pues que esperen.

—¿No va a decirles que está aquí?

—Cuando yo lo estime conveniente, no cuando ellos lo digan. Esto es un embrollo, Dowdy. Un maldito embrollo.

—Me dijo que ayudase a Estabrook si lo necesitaba.

—Ayudarlo a contratar a un asesino no es precisamente a lo que me refería.

—Chant fue muy discreto.

—La muerte te obliga a serlo, según yo mismo he descubierto. La has cagado pero bien con todo esto.

—Debo protestar —contestó Dowd—. ¿Qué se suponía que debía hacer? Usted sabía que quería ver muerta a la mujer y se lavó las manos.

—Muy cierto —dijo Godolphin—. Supongo que estará muerta, ¿no?

—No lo creo. He estado mirando los periódicos y no hay mención alguna.

—Y en ese caso, ¿por qué mataste a Chant?

Llegados a ese punto, el relato de Dowd asumió un talante más cauteloso. Si su explicación resultaba demasiado vaga, Godolphin sospecharía que le estaba ocultando algo. Si hablaba demasiado, podría componer el cuadro al completo. Cuanto más tiempo consiguiera mantener a su jefe en la ignorancia acerca de la naturaleza de los riesgos que habían corrido, mejor. Le ofreció dos explicaciones, ambas ya preparadas y ensayadas.

—En primer lugar, el hombre resultó ser menos fiable de lo que pensaba. Pasaba la mitad del tiempo borracho y entregado al sentimentalismo. Y, en segundo, creí que sabía más de lo que les convenía a usted y a su hermano. Podría haber acabado por averiguar lo de sus viajes.

—Y, en lugar de eso, ahora es la Sociedad la que sospecha.

—Es desafortunado el giro que han tomado los acontecimientos.

—¿Desafortunado? Y una mierda. Es una putada, eso es lo que es.

—Lo siento mucho.

—Lo sé, Dowdy —respondió Oscar—. Pero la cuestión es: ¿dónde encontramos un chivo expiatorio?

—¿Su hermano?

—Tal vez —contestó Godolphin a la par que disimulaba astutamente el grado de satisfacción que esa sugerencia le había provocado.

—¿Cuándo debo informarles de su regreso? —preguntó Dowd.

—Cuando me invente una mentira que yo mismo sea capaz de creer —fue su respuesta.

De vuelta en la casa situada en Regent’s Park Road, Oscar se tomó su tiempo para estudiar los reportajes de los periódicos que informaban de la muerte de Chant antes de retirarse a su sala de los tesoros del tercer piso, acompañado tanto de sus nuevos artilugios como de un buen número de asuntos en los que pensar. En parte, quería abandonar ese Dominio de una vez por todas y para siempre. Marcharse a Yzordderrex y establecer un negocio con Pecador; casarse con Pueblo Llano a pesar de su estrabismo; tener una buena carnada de niños y retirarse a las Colinas de la Bruma Consciente, en el Tercer Dominio, donde se dedicaría a la cría de loros. Pero sabía que, tarde o temprano, acabaría añorando Inglaterra, y un hombre en esas circunstancias podía ser cruel. Acabaría pegando a su esposa, intimidando a sus hijos y comiéndose a los loros. Por tanto, dado que siempre tendría que tener un pie en Inglaterra, aunque solo fuese para la temporada de criquet, y dado que durante el tiempo que estuviera presente tendría que responder ante la Sociedad, no le quedaba más remedio que enfrentarse a ella.

Cerró con llave la puerta de su sala de los tesoros, se sentó en medio de su colección y esperó a que le llegara la inspiración. Las estanterías que lo rodeaban se alzaban hasta el techo y estaban inclinadas a causa del peso de sus tesoros. La procedencia de los objetos se extendía desde el extremo del Segundo Dominio hasta los límites del Cuarto. Le bastaba con coger uno de ellos para ser transportado al momento y al lugar de su adquisición. La estatua de Etook Ha’chiit que había conseguido en una pequeña localidad llamada Ciénaga y que, en la actualidad y por desgracia, no era más que un lugar maldito, después de que sus ciudadanos hubiesen sido víctimas de una purificación, sin otro motivo que una canción escrita en el dialecto de su comunidad y que sugería que el Autarca de Yzordderrex no tenía testículos.

Otro de sus tesoros, el séptimo tomo de la Enciclopedia de los Indicios Celestiales de Gaud Maybellome (escrita originalmente en la lengua académica del Tercer Dominio, pero que había sido traducida por todas partes para deleite del proletariado), se lo había comprado a una mujer en la ciudad de Jassick. La mujer se le había acercado en una sala de juegos, donde intentaba explicar los fundamentos del criquet a un grupo de habitantes de la localidad, y había dicho reconocerlo por las historias que le contaba su marido, miembro del ejército del Autarca en Yzordderrex.

—Usted es el hombre inglés —le dijo la mujer; cosa que, al parecer, no merecía la pena negar.

Y entonces fue cuando le enseñó el libro; un volumen excepcional a decir verdad. Sus páginas jamás habían dejado de fascinarlo, ya que la intención de Maybellome había sido la de crear una enciclopedia que enumerara toda la flora, la fauna, las lenguas, las ciencias, las ideas y las nociones morales (en resumen, todo lo que se le había pasado por la mente) que habían encontrado el modo de pasar desde el Quinto Dominio, la Región de la Roca Acuosa, hasta el resto de los mundos. Una tarea hercúlea donde la hubiera. La autora había muerto justo cuando comenzaba el décimo noveno tomo sin haber pronosticado todavía un final a su obra, pero el libro que Godolphin tenía en sus manos era suficiente para garantizar la búsqueda de los restantes hasta el día de su muerte. Se trataba de un libro extraño, casi surrealista. Si tan solo la mitad de las entradas eran ciertas, o casi ciertas, la Tierra había influido prácticamente en todos los aspectos de los mundos de los que estaba apartada. La fauna, por ejemplo. Había incontables animales detallados en el tomo que, según Maybellome, habían invadido otros mundos. En el caso de algunos, no había la menor duda: la cebra, el cocodrilo o el perro. Otras especies eran una mezcla de genes terrestres con otros que no lo eran. Pero muchas de ellas (descritas en el libro como fugitivos de un bestiario medieval) resultaban tan insólitas que no podía sino dudar de su misma existencia. Por ejemplo: los lobos de tamaño bolsillo con alas de canario; en otro lugar se describía a un elefante que vivía dentro de una caracola enorme; o un gusano letrado que escribía augurios con su cuerpo, delgado como un hilo y de casi un kilómetro de largo. Una maravilla tras otra. Godolphin no tenía más que coger la enciclopedia y al instante se sentía preparado para ponerse las botas y marcharse de nuevo a los Dominios.

Lo que era evidente, incluso con solo echar un vistazo al libro, era que el Dominio no reconciliado había influido enormemente sobre el resto. Las lenguas de la Tierra (en particular el inglés, el italiano, el indostaní y el chino) se conocían en todos lados, en alguna de sus variantes; aunque según parecía el Autarca, que se había hecho con el poder en el periodo de confusión que siguió a la fallida Reconciliación, se inclinaba por el inglés, considerada lengua franca en casi todos los sitios. Se creía de buen agüero utilizar un término inglés como nombre para un niño, si bien no importaba en absoluto el significado real de la palabra en cuestión. Por ejemplo: Pueblo Llano, que era uno de los nombres menos rebuscados entre los miles que Godolphin se había encontrado.

Se halagaba a sí mismo al pensar que, en parte, había sido responsable de esas dichosas rarezas, dado que, durante años, había ejercido todo tipo de influencias desde la Roca Acuosa. La voracidad que despertaban los periódicos y revistas (que por regla general se preferían a los libros) no decaía, y había llegado hasta sus oídos que en Patashoqua se bautizaba a los niños utilizando una página del London Times y un alfiler, imponiéndole al niño las tres primeras palabras que resultaran atravesadas sin importar la falta de armonía de la combinación. Sin embargo, él no era la única influencia. No había sido él quien había llevado las cebras, los cocodrilos o los perros (si bien no podía decir lo mismo de los loros). No, siempre habían existido rutas que unían la Tierra con los Dominios, además de la que partía del Retiro. Algunas, no había duda, habían sido abiertas por maestros y esotéricos de todas las culturas con el propósito expreso de poder moverse de un mundo a otro. Otras, presumiblemente, se habían abierto por algún tipo de accidente y quizá todavía permanecieran abiertas, otorgándoles a esos lugares la consideración de sagrados o malditos; lugares que se rehuían o que estaban protegidos en exceso. Sin embargo, otras, en un número mucho más reducido, habían sido creadas por las ciencias de los demás Dominios como método para asegurarse un camino hacia el cielo de la Roca Acuosa.

En uno de esos lugares, situado cerca de los muros de Iahmandhas, en el Tercer Dominio, había adquirido Godolphin su posesión más sagrada: un cuenco de Boston con sus cuarenta y una piedras de colores. Aunque no lo había usado nunca, se decía que el cuenco era la herramienta profética más precisa que se conocía en todos los mundos, y en ese momento, sentado entre sus tesoros y con la sensación cada vez más intensa de que los acontecimientos sucedidos en el mundo durante los últimos días se precipitaban hacia un fin concreto, bajó el cuenco del lugar que ocupaba en el estante más alto, le quitó el envoltorio y lo colocó sobre la mesa. Acto seguido, sacó las piedras de la bolsa y las dejó en el fondo del cuenco. A decir verdad, aquello no resultaba excesivamente prometedor: el recipiente parecía un simple utensilio de cocina, hecho de vulgar cerámica cocida, lo bastante grande como para batir huevos para un par de suflés. En cambio, las piedras tenían colores más vivos y tanto su forma como su tamaño variaban desde los guijarros planos y pequeños hasta unas esferas perfectas del tamaño de un ojo.

Cuando todo estuvo dispuesto, Godolphin comenzó a reflexionar. ¿Creía siquiera en las profecías? Y si así era, ¿era sensato conocer el futuro? Probablemente no. La muerte aparecería por allí tarde o temprano. Solo los maestros y las deidades vivían para siempre; y, para un hombre, el hecho de conocer el momento en que su vida llegaría a su fin podía desestabilizar el equilibrio de su existencia. Pero, puestos a suponer, ¿y si encontraba en el cuenco algún indicio acerca del modo de hacerle frente a la Sociedad? Si así fuera, se quitaría un peso enorme de los hombros.

—Sé valiente —se dijo antes de colocar el dedo corazón de ambas manos sobre el borde del cuenco, tal y como Pecador (quien tuvo tiempo atrás un artilugio semejante que su mujer acabó haciendo pedazos en el transcurso de un altercado doméstico) le había aleccionado.

En un principio, no sucedió nada; pero Pecador le había advertido que los cuencos suelen necesitar cierto tiempo de calentamiento. Esperó y esperó. El primer indicio de actividad fue una especie de traqueteo que se produjo en el fondo del recipiente cuando las piedras comenzaron a chocar entre sí; el segundo fue el inconfundible olor ácido que asaltó sus fosas nasales; el tercero, y el más asombroso, fue ver cómo un guijarro, y luego dos más, seguidos de una docena, comenzaban a rebotar contra el cuenco; algunos de ellos incluso se alzaron por encima del borde. El movimiento se aceleró por momentos, hasta que las cuarenta y una piedras estuvieron danzando de un modo violento; tan violento que el cuenco comenzó a desplazarse sobre la superficie de la mesa y Oscar tuvo que sujetarlo con fuerza para evitar que volcara. Las piedras le golpearon en los dedos y en los nudillos, pero el dolor quedó suavizado por la visión de lo que sucedió a continuación, cuando el movimiento y la velocidad de las piedras de múltiples formas y colores comenzaron a describir ciertas imágenes en el aire, justo encima del recipiente.

Como en todas las profecías, las señales están en el ojo de quien las interpreta; y quizá cualquier otro testigo hubiera visto algo totalmente diferente en mitad de aquel torbellino. Pero lo que Godolphin vio le resultó muy evidente. El Retiro, por un lado, medio oculto tras el bosquecillo; él mismo, de pie en el centro del mosaico, recién llegado de Yzordderrex o bien preparándose para marcharse. Las imágenes se detuvieron un breve instante antes de cambiar. El Retiro se vino abajo en la vorágine de las piedras y se alzó una nueva estructura en medio del remolino: la torre de la Tabula Rasa. Clavó los ojos en la profecía con renovada atención, negándose el consuelo de parpadear por temor a perderse algo. La imagen se trasladó del exterior de la torre al interior de la misma. Allí estaban los sabios, sentados alrededor de una mesa y reflexionando sobre su divina misión. No eran más que unos engreídos inútiles y egocéntricos. Pensó que ninguno de ellos sería capaz de sobrevivir una hora en uno de los callejones del este de Yzordderrex, una zona del puerto donde hasta las gatas tenían un chulo. En aquel momento, volvió a verse a sí mismo aparecer en la imagen, y algo de lo que hizo o dijo consiguió que los hombres y las mujeres saltaran de sus asientos, incluido Lionel.

—¿Qué es esto? —murmuró Oscar.

Todos ellos, sin excepción, tenían los rostros desencajados. ¿Se estaban riendo? ¿Qué había hecho? ¿Les habría contado un chiste? ¿Se habría tirado un pedo? Observó la profecía con más atención. No, no había rastro de humor en sus rostros. Estaban horrorizados.

—¿Señor?

La voz de Dowd, procedente del otro lado de la puerta, rompió su concentración. Apartó la vista del cuenco un instante, lo justo para mascullar:

—Lárgate.

Pero Dowd tenía noticias importantes.

—McGann está al teléfono —le dijo.

—Dile que no sabes dónde estoy —resopló Oscar mientras volvía a mirar el cuenco.

Algo terrible había sucedido en el lapso de tiempo que había apartado los ojos. Los rostros seguían mostrando expresiones horrorizadas pero, por algún motivo, él había desaparecido de la escena. ¿Lo habrían despachado sin más? Dios, ¿acaso estaba muerto en el suelo? Tal vez. Había algo que brillaba sobre la mesa, algo que parecía sangre derramada.

—¡Señor!

—Vete a tomar por culo, Dowdy.

—Saben que está aquí, señor.

Lo sabían; lo sabían de algún modo. Estaban vigilando la casa y lo sabían.

—De acuerdo —contestó—. Dile que bajaré en un momento.

—¿Qué ha dicho, señor?

Oscar alzó la voz por encima del fragor de las piedras y volvió a apartar la mirada, esta vez con menos renuencia.

—Que te diga dónde localizarlo. Yo lo llamaré.

Una vez más volvió a mirar al cuenco, pero su concentración había disminuido y le resultó imposible interpretar las imágenes ocultas tras el movimiento de las piedras. Salvo una. Al tiempo que las piedras disminuían la velocidad, le pareció ver, apenas vislumbrar, el rostro de una mujer en la confusión. Tal vez su sustituía en la mesa de la Sociedad; o su asesina.

3

Necesitaba beber algo antes de hablar con McGann. Dowd, siempre tan previsor, ya le había preparado un whisky con soda, pero lo dejó por temor a que le soltara la lengua. De forma paradójica, lo que el cuenco de Boston le había revelado grosso modo lo ayudó en la conversación que mantuvo. En circunstancias extremas solía responder con un desapego casi patológico; ese era uno de sus rasgos más británicos. No podía recordar otra ocasión en la que hubiese estado más sereno y comedido que mientras le contestaba a McGann que sí, que había estado de viaje y que no, que no eran incumbencia de la Sociedad ni el motivo ni el destino del mismo. Por supuesto, estaría encantado de asistir a una reunión en la torre al día siguiente, pero ¿era McGann consciente (¿le importaba, de hecho?) de que el día siguiente era Nochebuena?

—Nunca falto a la Misa del Gallo en St. Martin in the Field —le informó Oscar—, por eso agradecería enormemente que la reunión concluyera a tiempo para poder llegar hasta allí y encontrar un banco desde donde pueda tener una buena vista.

Expuso todo esto sin que le temblara la voz. McGann intentó presionarlo con el fin de que le informara sobre cuál había sido su paradero durante los días pasados, a lo que Oscar preguntó que qué coño importaba eso.

—Yo no te pregunto por tus asuntos personales, ¿cierto? —dijo con un tono ligeramente ofendido—. Ni, por cierto, estoy pendiente de tus idas y venidas. No me vengas con monsergas, McGann. No te fías de mí y yo no me fío de ti. Me tomaré el encuentro de mañana como un foro donde debatir acerca de la intimidad de los miembros de la Sociedad, así como una oportunidad para recordar a los asistentes que el nombre de Godolphin es una de sus piedras angulares.

—Razón de más para que seas franco —dijo McGann.

—Seré absolutamente franco —fue la respuesta de Oscar—. Tendrás abundantes pruebas de mi inocencia. —En ese momento, una vez ganada la batalla dialéctica, aceptó el whisky con soda que Dowd le había preparado—. Abundantes y definitivas.

Mientras hablaba, alzó el vaso a modo de silencioso brindis en dirección a Dowd, sabiendo a la perfección que habría un derramamiento de sangre antes de que amaneciera el día de Navidad. Por deprimente que fuera ese futuro, ya no había vuelta de hoja.

Cuando colgó el teléfono, le dijo a Dowd:

—Creo que mañana me pondré el traje de espiga. Y una camisa sencilla. Blanca. Con el cuello almidonado.

—¿Y la corbata? —preguntó Dowd, que reemplazó el vaso vacío de Oscar por otro lleno.

—Desde allí iré directamente a la Misa del Gallo —respondió Oscar.

—Negra, en ese caso.

—Negra.