Capítulo 20

1

Cortés y Pai llevaban seis días en la carretera de Patashoqua; días que no se medían por el reloj de Pai, sino por la luz y la oscuridad que dominaban el colorido cielo. Durante el quinto día el reloj pasó a mejor vida, enloquecido por el campo magnético que rodeaba una ciudad de pirámides que dejaron atrás, o eso supuso Pai. A partir de entonces, aunque Cortés deseaba conservar cierta conciencia del tiempo transcurrido en el Dominio que habían abandonado, fue del todo imposible. En cuestión de días, sus cuerpos se acostumbrarían al ritmo de ese nuevo mundo, de modo que Cortés dejó que su curiosidad se saciara con asuntos mucho más importantes: sobre todo, el paisaje por el que viajaban.

Era muy heterogéneo. Durante aquella primera semana habían abandonado la llanura para adentrarse en la región de los lagos (Cosacosa), lo que les llevó dos días; y de allí pasaron a una región de antiguas coníferas, tan altas que las nubes colgaban de las ramas más altas como nidos de aves etéreas. Al otro lado de ese increíble bosque aparecieron a la vista las montañas que Cortés había vislumbrado unos días antes. La cordillera se llamaba Jokalaylau, informó Pai, y, según la leyenda, aquellas cimas habían sido el segundo lugar de descanso de Hapexamendios, después del Monte de Ola Bayak, en su camino a través de los Dominios. Al parecer, no era una casualidad que los paisajes que habían atravesado se parecieran a los del Quinto Dominio: habían sido escogidos precisamente por esa similitud. El Invisible había caminado por Imajica dejando semillas de humanidad a su paso, incluso en el extremo más alejado de su santuario, para así presentarles nuevos retos a las especies a las que favorecía; y, como buen jardinero, las diseminaba allí donde tenían más posibilidades de arraigar. Donde se pudiera conquistar o asimilar la cosecha autóctona; donde la vida fuera lo bastante dura como para asegurar solo la supervivencia de los más fuertes, pero donde la tierra fuera lo bastante fértil como para alimentar a sus hijos; donde llegara la lluvia; donde alcanzara la luz; donde tuvieran lugar todas aquellas vicisitudes que fortalecían a cualquier especie mediante desastres ocasionales, como tormentas, terremotos o riadas.

No obstante, a pesar de que cualquier viajero terrestre habría reconocido la mayor parte de las cosas, no había nada, ni la más nimia piedrecilla del camino, que fuese del todo idéntica a su réplica en el Quinto Dominio. Algunas de esas diferencias eran demasiado grandes como para pasarlas por alto: por ejemplo, el verde con tintes dorados del cielo o los caracoles gigantes que pastaban bajo los árboles que rozaban las nubes. Otras, en cambio, eran menos evidentes pero igual de extrañas, como los perros salvajes que cruzaban la carretera de vez en cuando, sin pelo alguno y tan brillantes como el charol; o grotescas, como los milanos con cuernos que se alimentaban de los animales muertos, o moribundos, que hubiera en la carretera, y que solo se alejaban de sus almuerzos, con las alas púrpuras extendidas como capas, cuando el vehículo estaba a punto de echárseles encima; o absurdas, como los lagartos blancos que se congregaban por millares a las orillas de las lagunas y cuyo impulso de dar volteretas recorría sus colonias en oleadas.

Tal vez, encontrar alguna respuesta nueva para aquellas experiencias estaba fuera de toda discusión cuando la mera proliferación de las historias de viajeros se había encargado de agotar el léxico del descubrimiento. De todas formas, Cortés se sintió molesto al descubrir que las sensaciones que experimentaba no eran más que clichés. El viajero que resultaba conmovido por una belleza indómita o sorprendido por el salvajismo autóctono. El viajero asombrado por la sabiduría primitiva o abrumado por avances inimaginables. El viajero condescendiente. El viajero al que el paisaje hacía sentir humilde. El viajero que ansiaba llegar a la siguiente frontera o aquel que añoraba sin remedio el hogar. De todas estas sensaciones, la única que no salió de los labios de Cortés fue la última. Solo pensaba en el Quinto Dominio cuando aparecía en la conversación con Pai, y eso sucedía cada vez con menos frecuencia a medida que los asuntos prácticos de su aventura iban requiriendo su atención. Al principio, había sido fácil encontrar comida y alojamiento para pasar la noche, al igual que combustible para el coche. Había pueblos y hostales diseminados a lo largo de la carretera, donde Pai, a pesar de la carencia de efectivo, siempre se las ingeniaba para procurarles sustento y un lugar en el que dormir. Según advirtió Cortés, el místico tenía bastantes lances menores a su disposición: formas de utilizar sus poderes de seducción que doblegaban incluso al más feroz de los hosteleros. Sin embargo, en cuanto dejaron atrás el bosque, las cosas se complicaron. La mayoría de los vehículos se había desviado en los cruces, y la carretera había pasado de ser una vía de primer orden en perfecto estado a ser un camino de dos carriles con más agujeros en el asfalto que tránsito. El vehículo que Pai había robado no estaba diseñado para resistir los rigores de los viajes largos y comenzaba a acusar el cansancio. Cuando empezaron a divisarse las montañas más adelante, decidieron parar en el siguiente pueblo e intentar conseguir un modelo más fiable.

—Quizá uno al que le quede un poco de vida —sugirió Pai.

—Lo que me recuerda —dijo Cortés— que nunca me has preguntado acerca del nullianac.

—¿Qué tendría que preguntar?

—Cómo lo maté.

—Supuse que usaste un pneuma.

—No pareces muy sorprendido.

—¿De qué otra forma podrías haberlo hecho? —preguntó Pai en un tono más que razonable—. Querías hacerlo y disponías del poder necesario para ello.

—Pero, ¿de dónde ha salido ese poder? —fue la respuesta de Cortés.

—Siempre lo tuviste —replicó Pai.

Aquello dejó a Cortés con tantas preguntas como antes, si no más. Comenzó a formular una, pero cierto movimiento del coche hizo que le entraran náuseas.

—Me parece que sería mejor que paráramos unos minutos. Creo que voy a vomitar.

Pai detuvo el coche y Cortés salió. El cielo se estaba oscureciendo y alguna flor nocturna perfumaba el aire fresco. En las laderas que se alzaban ante ellos, hordas de bestias con lomos pálidos (parientes de los yak que en aquel lugar recibían el nombre de «doekis») descendían a través del crepúsculo sin dejar de balar hacia los pastos en los que pasaban la noche. Los peligros de Vanaeph y la atestada carretera de las afueras de Patashoqua parecían muy lejanos. Cortés respiró profundamente y las náuseas, al igual que sus preguntas, dejaron de atosigarlo. Alzó la vista para contemplar las primeras estrellas. Algunas eran rojas, como Marte; otras eran doradas: fragmentos del cielo del mediodía que se negaban a desaparecer.

—¿Este Dominio es otro planeta? —le preguntó a Pai—. ¿Estamos en otra galaxia?

—No. No es el espacio lo que separa el Quinto Dominio del resto, sino el In Ovo.

—Entonces, ¿todo el planeta Tierra conforma el Quinto Dominio o se trata solo de una parte?

—No lo sé —respondió—. Supongo que es todo. Pero cada cual tiene una teoría diferente.

—¿Cuál es la tuya?

—Bueno, a medida que nos traslademos entre los Dominios reconciliados, te darás cuenta de que es muy fácil. Hay incontables caminos entre el Cuarto y el Tercero, y entre el Tercero y el Segundo. Nos adentraremos en una neblina y saldremos de ella en otro mundo. Sencillo. Pero no creo que los límites sean fijos. Creo que varían a lo largo de los siglos y que las fronteras de los Dominios cambian. De modo que es muy posible que suceda lo mismo con el Quinto Dominio. Si estuviera reconciliado, las fronteras se expandirían hasta que todo el planeta tuviera acceso al resto de los Dominios. La verdad es que nadie sabe a ciencia cierta el aspecto que tiene Imajica, porque nadie ha trazado jamás su mapa.

—Pues alguien debería hacerlo.

—Tal vez tú seas el hombre indicado —le dijo Pai—. Eras artista antes de convertirte en viajero.

—Era un falsificador, no un artista.

—Pero tus manos son hábiles —replicó Pai.

—Hábiles —repitió Cortés en voz baja—, pero sin inspiración.

Durante un momento, ese pensamiento melancólico le recordó a Klein y al resto del círculo que había dejado en el Quinto Dominio: Jude, Clem, Estabrook, Vanessa y los demás. ¿Qué estarían haciendo en una noche tan hermosa como aquella? ¿Se habrían dado cuenta de su partida? Lo dudaba.

—¿Te sientes mejor? —inquirió Pai—. Me parece ver algunas luces un poco más adelante. Tal vez se trate del último puesto antes adentrarnos en las montañas.

—Estoy bien —respondió Cortés, que volvió a subirse al coche.

Habían avanzado unos quinientos metros y ya tenían el pueblo a la vista, cuando se vieron obligados a detenerse por una muchacha que apareció de la nada para cruzar la carretera con su rebaño de doekis. Tenía la apariencia normal y corriente de una chiquilla de trece años, a excepción de una cosa: su cara y las partes de su cuerpo que no quedaban ocultas por el sencillo vestido estaban recubiertas por una pelusa amarillenta. En los codos y las sienes, donde se hacía más larga, la llevaba trenzada, mientras que en la nuca la llevaba sujeta con varios lazos.

—¿Cómo se llama este pueblo? —preguntó Pai cuando el último doeki se demoró en la carretera.

—Beatrix —respondió la joven y, sin necesidad de que la animaran, añadió—: No encontraréis ningún lugar mejor en cualquiera de los cielos. —Y, después de instar a todas las bestias a que siguieran su camino, se desvaneció en el crepúsculo.

2

Las calles de Beatrix no eran tan estrechas como las de Vanaeph, aunque tampoco estaban diseñadas para el tráfico de vehículos a motor. Pai aparcó el coche en las afueras, y ambos pasearon hasta el pueblo desde allí. Las casas eran construcciones humildes, levantadas con piedras ocres y rodeadas por macizos de un tipo de vegetación que era una mezcla entre abedul y bambú. Las luces que Pai había visto a lo lejos no provenían de las ventanas, sino de los farolillos que colgaban de estos árboles y arrojaban su tenue luz sobre las calles. Casi todos los setos tenían su propio farolero: niños de rostros vellosos como la pastora; algunos se agazapaban bajo los árboles y otros se sostenían precariamente en las ramas. La mayoría de las puertas de las casas permanecían abiertas, y salía música de algunas, melodías que los faroleros repetían y bailaban bajo las luces y sombras que creaban. Puestos a suponer, Cortés habría dicho que la vida en ese lugar resultaba agradable. Tal vez tranquila, pero agradable.

—No podemos estafar a estas personas —dijo Cortés—. No sería justo.

—Estoy de acuerdo —contestó Pai.

—En ese caso, ¿qué hacemos para conseguir dinero?

—Tal vez podamos acordar el trueque de las piezas del vehículo por una buena comida y uno o dos caballos.

—No veo caballos por aquí. Un doeki servirá. Parecen lentos.

A instancias de Pai, Cortés dirigió la mirada hacia las alturas de la cordillera del Jokalaylau. Los últimos vestigios del día sobrevolaban los campos nevados, pero a pesar de toda su belleza, las montañas se antojaban vastas e inhóspitas.

—Allá arriba, lo mejor es ser lento y fiable —fue la respuesta de Pai. Cortés captó el sentido—. Voy a ver si encuentro a alguien que esté al mando —prosiguió el místico a la par que se apartaba de Cortés para interrogar a uno de los faroleros.

Atraído por el sonido de unas clamorosas carcajadas, Cortés se alejó un poco y dobló una esquina para toparse con una docena de aldeanos, la mayoría hombres y niños, sentados delante de un teatro de marionetas que se había instalado en el porche de una de las casas. El espectáculo que contemplaban contrastaba enormemente con el ambiente afable del pueblo. A juzgar por los chapiteles pintados en el telón de fondo, la historia se desarrollaba en Patashoqua; en el momento en que Cortés se unió a los espectadores, dos de los personajes (una mujer más que oronda y un hombre del tamaño de un feto con los atributos de un burro) se encontraban en mitad de una trifulca doméstica tan alocada que los chapiteles temblaban. Los titiriteros, tres jóvenes escuálidos con bigotes idénticos, se veían claramente por encima de la caseta y se encargaban de proporcionar tanto el diálogo como los efectos de sonido. Estos últimos quedaban reforzados por extrañas obscenidades. En aquel instante apareció otro personaje, un pariente jorobado de Polichinela, y le cortó la cabeza al portador de aquella monstruosidad de pene. La cabeza cayó al suelo, donde se arrodilló la gorda para sollozar sobre ella. Mientras la mujer se postraba, a la cabeza le salieron unas alas angelicales por detrás de las orejas y alzó el vuelo, acompañada por el grito en falsetto de los titiriteros. Los espectadores recompensaron la escena con una ovación, momento en el que Cortés avistó a Pai en la calle. Al lado del místico se encontraba un muchacho con orejas de soplillo y el cabello largo hasta media espalda. Cortés se acercó a ellos.

—Te presento a Efrit Espléndido —dijo Pai—. Me ha dicho, no te lo vas a creer, me ha dicho que su madre tiene sueños con hombres blancos sin vello y que le gustaría conocerte.

La sonrisa que se abrió paso a través del vello facial de Efrit era a la vez picara y encantadora.

—A ella le caerá bien —anunció.

—¿Estás seguro? —preguntó Cortés.

—¡Pues claro!

—¿Nos dará de comer?

—Por un blanco sin pelo, haría cualquier cosa —contestó Efrit.

Cortés le dedicó a Pai una mirada dubitativa.

—Espero que sepas lo que vamos a hacer —le dijo.

Efrit les mostró el camino sin dejar de parlotear y de hacer un montón de preguntas, la mayoría sobre Patashoqua. Según dijo, alimentaba la secreta ambición de contemplar la gran ciudad. En lugar de desilusionar al chico diciéndole que no había pasado de las puertas de la urbe, Cortés le contó que era un lugar de una magnificencia indescriptible.

—Sobre todo Merrow Ti’ Ti’ —dijo.

El chico sonrió y les dijo que le contaría a todos que había conocido a un blanco sin pelo que había visto Merrow Ti’ Ti’. Las leyendas surgían de ese tipo de mentiras inocentes, pensó Cortés. Cuando llegaron a la puerta de la casa, Efrit se hizo a un lado para permitirle a Cortés que fuera el primero en traspasar el umbral. Su aspecto sorprendió a la mujer que había en el interior, la cual dejó caer el gato que estaba peinando y se arrodilló al instante. Avergonzado, Cortés le pidió que se levantara, pero le costó bastante convencerla de que lo hiciera y, a pesar de todo, la mujer mantuvo la cabeza gacha y se dedicó a mirarlo a hurtadillas con sus pequeños ojos oscuros. Era baja (de hecho, apenas un poco más alta que su hijo), y su rostro poseía una estructura elegante bajo el vello. Se llamaba Larumday, le dijo, y estaría encantada de extender la hospitalidad de su casa a Cortés y su dama (ya que dedujo que Pai era eso mismo). Su hijo menor, Emblema, se vio obligado a ayudarla a cocinar mientras Efrit les decía dónde encontrar a un posible comprador para el coche. Según les contó, ningún habitante de la aldea encontraría de utilidad semejante vehículo, pero en las colinas quizá hubiera un hombre a quien le interesara. Se llamaba Coaxial Tasko y a Efrit le asombró mucho que ni Cortés ni Pai hubieran oído hablar de él.

—Todo el mundo conoce a Tasko el Miserable —les dijo—. Antes era rey en el Tercer Dominio, pero su tribu desapareció.

—¿Me lo presentarás por la mañana? —le preguntó Pai.

—Para eso falta mucho —fue la respuesta de Efrit.

—Pues que sea esta noche —replicó Pai, sellando así el acuerdo.

Cuando llegó la comida, se dieron cuenta de que era menos elaborada que la que habían probado a lo largo de la carretera, pero no por ello menos sabrosa: carne de doeki marinada con vino de jengibre, acompañada por pan, una serie de alimentos en adobo (entre los que se encontraban huevos del tamaño de pequeñas hogazas) y una salsa que abrasaba la garganta como el chili y que hizo que a Cortés se le saltaran las lágrimas, para la manifiesta diversión de Efrit. Mientras comían y bebían (a pesar de que el vino era fuerte, los muchachos lo bebían como si fuera agua), Cortés hizo varias preguntas acerca del espectáculo de marionetas que había visto. Ansioso por demostrar su conocimiento, Efrit explicó que los titiriteros estaban de camino hacia Patashoqua para la vanguardia del invitado del Autarca, que cruzaría las montañas en los próximos días. Los titiriteros eran muy famosos en Yzordderrex, les dijo, y fue en ese momento cuando Larumday lo mandó callar.

—Pero, mamá… —comenzó.

—He dicho que te calles. No permitiré que se hable de ese lugar en esta casa. Tu padre fue allí y no regresó. Tenlo siempre presente.

—Quiero ir allí después de ver Merrow Ti’ Ti’, como el señor Cortés —replicó Efrit desafiante, lo que le valió un fuerte manotazo en la cabeza por su comportamiento.

—Ya basta —dijo Larumday—. Ya hemos tenido bastante charla por esta noche. Un poco de silencio sería de agradecer.

La conversación decayó después de eso; no fue hasta que se terminó la comida y Efrit empezó a prepararse para llevar a Pai a la colina, para su encuentro con Tasko el Miserable, que el chico recuperó su buen humor y el caudal de su entusiasmo apareció de nuevo. Cortés estaba listo para acompañarlos, pero Efrit le explicó que su madre, que no estaba en ese momento en la estancia, deseaba que se quedara.

—Deberías complacerla —le recalcó Pai cuando el chico salió—. Si Tasko no compra el coche, tal vez tengamos que vender tu cuerpo.

—Creía que tú eras el experto en ese campo, no yo —replicó Cortés.

—Vamos, vamos —dijo Pai con una sonrisa—, pensé que habíamos acordado olvidar mi turbio pasado.

—Vete, entonces —fue la respuesta de Cortés—. Déjame a merced de sus tiernos cuidados. Pero serás tú quien me limpie la pelusa de entre los dientes.

Encontró a mamá Espléndido en la cocina, amasando el pan para el día siguiente.

—Ha honrado nuestra morada al entrar en ella y compartir nuestra mesa —le dijo mientras trajinaba—. Y, por favor, no piense mal de mí por preguntar, pero… —su voz se convirtió en un susurro atemorizado—, ¿qué quiere?

—Nada —replicó Cortés—. Ya ha sido más que generosa.

La mujer lo miró con tristeza, como si fuera cruel de su parte el jugar con ella de aquella forma.

—He soñado con que alguien venía —le dijo—. Blanco y sin pelo, como usted. No estaba segura de si era hombre o mujer, pero ahora que está usted aquí, sentado a mi mesa, sé que se trataba de usted.

Primero, Acaro Bronco; ahora, mamá Espléndido, pensó Cortés. ¿Qué tenía su cara que hacía creer a la gente que lo conocían? ¿Es que tenía a un doble dando vueltas por el Cuarto Dominio?

—¿Quién cree que soy? —le preguntó.

—No lo sé —fue su respuesta—. Pero sabía que, cuando llegara, todo cambiaría.

De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas a medida que hablaba; lágrimas que corrieron por sus mejillas de sedoso vello. Contemplar su angustia provocó la misma reacción en Cortés, no tanto porque él fuera el causante, sino porque desconocía la razón. No cabía la menor duda de que había soñado con él (la mirada desconcertada de reconocimiento en su rostro cuando traspasó el umbral había sido prueba suficiente), ¿pero qué quería decir eso? Pai y él se encontraban en aquel lugar por casualidad. Por la mañana ya se habrían marchado, habrían abandonado el oasis de Beatrix sin apenas dejar huella. Su presencia no tendría importancia alguna en la vida de los Espléndido, sería tan solo otro tema de conversación una vez que se hubieran ido.

—Espero que su vida no cambie —le dijo Cortés—. Parece que este lugar es muy agradable.

—Lo es —respondió al tiempo que se secaba las lágrimas—. Es un lugar seguro. Un buen lugar para criar hijos. Sé que Efrit se marchará pronto. Quiere ver Patashoqua y no seré capaz de detenerlo. Pero Emblema se quedará. A él le gustan las colinas y cuidar de los doeki.

—¿Y usted también se quedará?

—Claro que sí. Yo ya he visto mundo —contestó—. Viví en Yzordderrex, cerca de Oke T’Noon, cuando era joven. Allí fue donde conocí a Alejo. Nos mudamos en cuanto contrajimos matrimonio. Es una ciudad horrible, señor Cortés.

—Si es tan mala, ¿por qué volvió su marido?

—Su hermano se alistó en el ejército del Autarca, y cuando Alejo se enteró, regresó para intentar que desertara. Dijo que era una vergüenza para la familia que un hermano se uniera a las huestes de un creador de huérfanos.

—Un hombre de principios.

—Desde luego que sí —dijo Larumday con cariño—. Es un buen hombre. Tranquilo, como Emblema, pero con la curiosidad de Efrit. Todos los libros que hay en la casa son suyos. Lee todo lo que cae en sus manos.

—¿Cuánto lleva fuera?

—Demasiado —respondió—. Me temo que es posible que lo matara su hermano.

—¿Hermanos que se matan entre sí? —comentó Cortés—. No, no puedo creerlo.

—Yzordderrex tiene efectos extraños sobre las personas, señor Cortés. Incluso los buenos hombres pierden el norte,

—¿Solo los hombres? —inquirió Cortés.

—Fueron los hombres quienes crearon este mundo —respondió—. Las Diosas han desaparecido y los hombres hacen lo que les da la gana en todas partes.

No era una acusación, sino la mera constatación de un hecho; y Cortés no tenía pruebas para refutarlo. La mujer le preguntó si deseaba un poco de té, pero rechazó el ofrecimiento y le dijo que tenía que salir para tomar el aire, quizá para encontrar a Pai’oh’pah.

—Es muy hermosa —dijo Larumday—. ¿También es inteligente?

—Sí —contestó—, sí que lo es.

—Eso no es muy habitual en las bellezas, ¿verdad? —le preguntó—. Es extraño que en mi sueño no apareciera ella también sentada a la mesa.

—Puede que lo hiciera y lo haya olvidado.

La mujer negó con la cabeza.

—No, de verdad; he tenido ese sueño muchas veces y siempre es el mismo; alguien blanco y sin pelo sentado a mi mesa y comiendo con mis hijos y conmigo.

—Me hubiera gustado ser un invitado más rutilante —le dijo.

—Pero usted es solo el principio, ¿no es así? —inquirió—. ¿Qué vendrá después?

—No lo sé —respondió—. Tal vez su marido, de vuelta de Yzordderrex.

Ella lo miró con expresión dubitativa.

—Algo —dijo ella—. Algo que nos cambiará a todos.

3

Efrit había dicho que el ascenso sería sencillo y, en términos de inclinación, así fue. Sin embargo, la oscuridad convertía una ruta sencilla en una difícil, incluso para alguien tan ágil como Pai’oh’pah. No obstante, Efrit era un guía comprensivo que aminoraba el ritmo cada vez que se daba cuenta de que Pai se quedaba rezagado y le señalaba aquellas zonas en las que el terreno era inestable. No tardaron mucho en encontrarse bastante por encima de la aldea, con los picos nevados de la cordillera del Jokalaylau visibles más allá de las colinas en las que se asentaba Beatrix. A pesar de lo altas y majestuosas que parecían estas montañas, las laderas de las cumbres más bajas, si bien más impresionantes, se veían al otro lado, con las cimas perdidas entre los cúmulos. Ya no quedaba muy lejos, dijo el muchacho, y en aquella ocasión sus palabras sí fueron acertadas.

A pocos metros, Pai divisó una construcción recortada contra el cielo, con una luz encendida en el porche.

—¡Oye, Miserable! —comenzó a gritar Efrit—. ¡Hay alguien que quiere verte! ¡Alguien quiere verte!

Sin embargo, no recibió respuesta alguna, y cuando llegaron a la casa el único ocupante vivo era la llama del farol. La puerta estaba abierta y había comida en la mesa; pero no había ni rastro de Tasko. Efrit salió a buscarlo por los alrededores y dejó a Pai en el porche. Los animales del corral que había tras la casa comenzaron a moverse de un lado a otro y a bufar en la oscuridad. La inquietud del ambiente era palpable.

Efrit regresó poco después.

—Lo he visto subir la colina. Casi ha llegado a la cima.

—¿Y qué está haciendo? —preguntó Pai.

—Observar las estrellas, tal vez. Vamos a subir. No le importará.

Así que continuaron el ascenso, solo que en esa parte de la subida su presencia fue detectada por una figura que permanecía en la cima de la colina.

—¿Quién es? —les preguntó.

—Soy yo, Efrit, señor Tasko. Me acompaña un amigo.

—Hablas demasiado alto, chico —le respondió el hombre—. Baja la voz, ¿quieres?

—Quiere que no hagamos ruido —susurró Efrit.

—Entendido.

A esa altura soplaba un fuerte viento que le recordó al místico que ni Cortés ni él mismo contaban con ropas adecuadas para el viaje que tenían por delante. Era evidente que Coaxial tenía la costumbre de subir allí: vestía un abrigo de pelo largo y un sombrero con orejeras. A todas luces, no era un lugareño. Harían falta tres aldeanos para igualar tanto su volumen como su fuerza, y su piel era casi tan oscura como la de Pai.

—Este es Pai’oh’pah, un amigo —le musitó Efrit cuando llegaron a su altura.

—Eres un místico —dijo Tasko de inmediato.

—Sí.

—Ah. ¿Así que eres un extranjero?

—Sí.

—¿De Yzordderrex?

—No.

—Una cosa buena, al menos. Pero son ya demasiados extranjeros en una sola noche. ¿Qué podemos sacar en conclusión?

—¿Hay más? —preguntó Efrit.

—Escucha… —le indicó Tasko, que dejó vagar la vista por el valle hacia las cimas que había más allá—. ¿No escuchas las máquinas?

—No, solo el viento.

Por toda respuesta, Tasko agarró al muchacho y lo obligó a situarse en la dirección de donde provenía el ruido.

—¡Escucha bien! —le dijo torvamente.

El viento traía el eco de un rumor sordo que bien podría haber sido un trueno lejano, pero que se mantenía constante. Con toda seguridad, su origen no se hallaba en la aldea de más abajo, ni tampoco parecía provenir de alguna construcción en las colinas. Se trataba del sonido de unos motores que avanzaban por la noche.

—Se acercan al valle.

Efrit dio un grito de alegría, pero Tasko lo acalló al instante al taparle la boca con una mano.

—¿De qué te alegras tanto, chico? —le dijo—. ¿Nunca has aprendido a tener miedo? No, supongo que no. Pues ahora lo aprenderás. —Sujetaba a Efrit con tanta fuerza que el muchacho comenzó a luchar para liberarse—. Esas máquinas proceden de Yzordderrex. Del Autarca. ¿Lo entiendes ahora?

Gruñó su descontento y lo dejó ir. Efrit se apartó de él, tan asustado de Tasko como lo estaba de las máquinas de la lejanía. El hombre carraspeó para eliminar una flema y la escupió hacia el sonido.

—Tal vez pasen de largo —comentó—. Hay muchos otros valles que podría elegir. Tal vez no crucen el nuestro. —Volvió a escupir—. Demonios, no tiene sentido quedarnos aquí arriba. Si van a venir, vendrán. —Se giró hacia Efrit—. Me disculpo si fui brusco, chico —le dijo—. Pero es que ya he escuchado esas máquinas antes. Son las mismas que asesinaron a mi gente. Confía en mí, no hay motivo alguno para alegrarse. ¿Lo comprendes?

—Sí —contestó Efrit, a pesar de que Pai dudaba que lo hiciera.

Al chico no le daba ningún miedo la idea de una visita por parte de esas cosas atronadoras; más bien, le resultaba divertida.

—Dime lo que quieres, místico —le pidió Tasko cuando empezaron a bajar la colina—. No has subido hasta aquí solo para observar las estrellas. O tal vez sí. ¿Estás enamorado?

Efrit se rió en la oscuridad, tras ellos.

—Si así fuera, no hablaría de ello —replicó Pai.

—¿De qué se trata entonces?

—He llegado hasta aquí con un amigo desde… una distancia considerable, y nuestro vehículo está a punto de capitular. Necesitamos cambiarlo por unos animales.

—¿Hacia dónde os dirigís?

—Hacia las montañas.

—¿Estáis preparados para semejante viaje?

—No, pero debemos hacerlo.

—Cuanto más rápido dejéis el valle, más seguros estaréis, o eso creo. Los extranjeros atinen a otros extranjeros.

—¿Nos ayudará?

—Esta es mi oferta, místico —expuso Tasko—: si dejáis Beatrix ahora mismo, me encargaré de que os den provisiones y dos doekis. Pero tenéis que daros prisa.

—Entiendo.

—Si os vais ahora, tal vez las máquinas pasen de largo.

4

Sin nadie que le sirviera de guía, Cortés no tardó en perderse en la oscura colina. Sin embargo, en lugar de dar la vuelta y regresar a Beatrix para esperar a Pai, siguió con la subida, atraído por la promesa de una magnífica vista desde las alturas y de aire fresco que despejara su cabeza. Ambas cosas le robaron el aliento: el viento porque era helado y la vista panorámica porque era impresionante. Delante de él, una cordillera tras otra desaparecían entre la neblina y la distancia; y las cimas más lejanas eran tan vastas que dudaba que tuvieran réplica en el Quinto Dominio. Detrás de él, apenas visibles entre las siluetas más suaves de los pies de las colinas, se encontraban los bosques a través de los que habían viajado.

Una vez más, deseó tener un mapa de la región, de forma que pudiera tomar alguna conciencia de la importancia del viaje en el que se hallaban inmersos. Como si estuviera trazando el bosquejo para un cuadro, intentó plasmar el paisaje en una página en su mente, con aquella vista de las montañas, colinas y planicies como modelo. Sin embargo, la realidad de la escena que se desarrollaba ante él se imponía a sus intentos por simbolizarla, por reducirla y atraparla. Se desentendió del asunto y dejó vagar su vista por la cordillera del Jokalaylau. Antes de que su mirada llegara a su destino, se detuvo a las cimas de las colinas que estaban justo enfrente de él. De repente, se dio cuenta de la perfecta simetría del valle, con las colinas que se alzaban a la misma altura a izquierda y derecha. Estudió las cimas que se enfrentaban. Tratar de descubrir cualquier signo de vida a semejante distancia era una búsqueda sin sentido, pero cuanto más oteaba la colina, más seguro estaba de que se trataba de un espejo oscuro y de que alguien a quien aún no veía escudriñaba las sombras que rodeaban a Cortés en busca de alguna señal de su persona, de la misma forma en que Cortés lo hacía. Aquella idea lo intrigó al principio, pero después comenzó a asustarlo. El frío de su piel se fue filtrando hacia sus entrañas. Empezó a temblar, temeroso de moverse por miedo a que aquel ser, quien quiera que fuese, pudiera verlo y, por tanto, atrajera sobre él algún desastre. Permaneció inmóvil largo rato, y las gélidas rachas de viento le trajeron sonidos que hasta entonces no había percibido: el fragor de la maquinaria, el quejido de animales que no habían sido alimentados, sollozos. Los sonidos llegaban de la mano del ser que buscaba en la colina de enfrente, estaba seguro. Ese ser no había llegado solo: traía motores y bestias. Traía lágrimas.

Cuando el frío lo caló hasta la médula, escuchó a Pai’oh’pah gritar su nombre mientras bajaba la colina. Rezó para que el viento no cambiara y transportara la llamada, y por lanío su localización, hacia el observador. Pai continuó llamándolo, su voz se acercaba a medida que el místico se abría paso en la oscuridad. Soportó aquello cinco horribles minutos, con el cuerpo desgarrado por deseos contradictorios: una parte de él quería tener a Pai junto a sí, que lo abrazara y le dijera que el miedo que sentía era ridículo; la otra parte se consumía por el pánico al pensar que Pai lo encontraría y revelaría así su localización a la criatura de la otra colina.

Al final, el místico abandonó la búsqueda y volvió sobre sus pasos hacia las seguras calles de Beatrix. No obstante, Cortés no dejó su escondite. Esperó otro cuarto de hora hasta que sus ojos, ya doloridos, descubrieron movimiento en el cerro de enfrente. Al parecer, el observador abandonaba su puesto y regresaba al otro lado de la colina. Cortés atisbó su figura cuando desaparecía por la cima, lo justo para confirmar que era humano, al menos de forma si bien no de espíritu. Esperó otro minuto antes de comenzar a descender la colina. No sentía las extremidades, sus dientes castañeaban y tenía el torso rígido por el frío, pero bajó muy deprisa, lo que lo hizo caer y descender varios metros sobre el trasero, para asombro de un grupo de adormilados doekis. Pai estaba un poco más abajo, lo esperaba en la puerta de la casa de mamá Espléndido. Había dos bestias ensilladas en la calle, una de las cuales comía pienso de las manos de Efrit.

—¿Dónde te has metido? —quiso saber Pai—. Te estuve buscando.

—Luego te cuento —dijo Cortés—. Tengo que entrar en calor.

—No hay tiempo —replicó Pai—. El trato consiste en marcharnos de inmediato a cambio de los doekis, comida y abrigos.

—Parece que de repente estén deseosos de deshacerse de nosotros.

—Desde luego que sí —dijo una voz que provenía de los árboles al otro lado de la casa. Apareció un hombre negro, con pálidos e hipnóticos ojos—. ¿Usted es Zacharias?

—Sí, así es.

—Yo soy Coaxial Tasko, me llaman Miserable. Los doekis son suyos. Le he dado al místico provisiones para que puedan ponerse en marcha, pero, por favor, no le cuenten a nadie que han estado aquí.

—Cree que traemos mala suerte —explicó Pai.

—Puede que tenga razón —contestó Cortés—. ¿Me permite estrecharle la mano, señor Tasko, o también le daría mala suerte?

—Puede estrecharme la mano —replicó el hombre.

—Le agradezco el transporte. Juro que no le revelaremos a nadie que estuvimos aquí. Aunque tal vez quiera mencionarlo en mis memorias.

Una sonrisa se dibujó en las facciones austeras de Tasko.

—Tiene mi permiso para eso también —le dijo al tiempo que le daba la mano a Cortés—. Pero no antes de que muera, ¿de acuerdo? No me gustan los curiosos.

—Me parece justo.

—Y ahora, por favor, cuanto antes se vayan, antes podremos fingir que nunca les hemos puesto la vista encima.

Efrit se adelantó con un abrigo entre las manos y Cortés se lo puso. Le llegaba hasta las pantorrillas y olía tan fuerte como los animales a partir de los cuales había sido creado, pero se agradecía.

—Madre les envía sus saludos —le dijo el muchacho a Cortés—. No saldrá para despedirse. —El chico bajó la voz hasta convertirla en un murmullo avergonzado—. Está llorando mucho.

Cortés hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero Tasko se lo impidió.

—Por favor, señor Zacharias, nada de retrasos —le dijo—. Váyanse ahora con nuestra bendición, o no se irán nunca.

—Habla en serio —intervino Pai al tiempo que montaba en su doeki. El animal le dirigió una mirada a su jinete cuando lo montó—. Tenemos que irnos.

—¿Ni siquiera vamos a discutir la ruta?

—Tasko me ha dado una brújula y algunas indicaciones. —El místico señaló un estrecho sendero que partía de la aldea—. Tomaremos ese camino.

A regañadientes, Cortés metió el pie en el estribo de piel del doeki y se impulsó hacia la silla. Solo Efrit consiguió decirles adiós, desafiando la ira de Tasko para estrecharle la mano a Cortés.

—Nos veremos en Patashoqua algún día —le dijo.

—Eso espero —replicó Cortés.

Con aquello como única despedida, Cortés tuvo la sensación de haber dejado un discurso a la mitad y, desde aquel momento, inacabado para siempre. Al menos, se alejaban de la aldea mejor equipados para el terreno que los aguardaba de lo que habían estado al entrar en ella.

—¿De qué iba eso? —le preguntó Cortés a Pai una vez que llegaron al cerro que se alzaba sobre Beatrix, donde el sendero trazaba una curva que ocultaba las tranquilas e iluminadas calles.

—Un batallón del ejército del Autarca se abre paso a través de las colinas de camino a Patashoqua. Tasko temía que la presencia de extranjeros en la aldea les proporcionara a los soldados una excusa para saquearla.

—Así que eso fue lo que escuché en la colina.

—Eso fue lo que escuchaste, sí.

—También vi a alguien en la colina opuesta. Juro que me buscaba. No, eso no es verdad. No me buscaba a mí, buscaba a alguien. Por eso no respondí cuando fuiste a buscarme.

—¿Tienes idea de quién podía ser?

Cortés negó con la cabeza.

—Solo sentí su mirada. Después lo atisbé al trasponer el pico. ¿Quién sabe? Ahora que lo digo en voz alta, suena absurdo.

—No había nada absurdo en los ruidos que escuché. Lo mejor que podemos hacer es abandonar esta región lo antes posible.

—De acuerdo.

—Tasko me habló de un lugar al nordeste de aquí, donde la frontera del Tercer Dominio se adentra un buen trecho en éste…, puede que más de mil quinientos kilómetros. Acortaríamos el viaje si atajamos por ahí.

—Tiene buena pinta.

—Pero eso significa atravesar el Paso Alto.

—Eso no pinta bien.

—Será más rápido.

—Será mortal —replicó Cortés—. Quiero ver Yzordderrex, no morir congelado en la cordillera del Jokalaylau.

—¿Tomamos entonces el camino más largo?

—Voto por esa opción.

—Eso alargará el viaje dos o tres semanas.

—Y también nuestras vidas unos cuantos años —contestó Cortés.

—Como si no hubiéramos vivido bastante —comentó Pai.

—Siempre he sido de los que creen que uno nunca puede vivir demasiado ni amar a demasiadas mujeres —concluyó Cortés.

5

Los doeki eran monturas obedientes y con patas firmes; se adaptaban al camino tanto si era de pringoso fango como si consistía en polvo y piedras, indiferentes al parecer a los precipicios que se abrían a escasos centímetros de sus pezuñas en un momento, o a las blancas aguas que resonaban bajo ellas al siguiente. Todo esto sucedía en la oscuridad, ya que a pesar de que pasaban las horas y daba la sensación de que el amanecer ya debería haber hecho su aparición sobre las colinas, el cielo escondía su colorida gloria en una penumbra sin estrellas.

—¿Es posible que las noches sean más largas aquí arriba que en la carretera? —se preguntó Cortés.

—Eso parece —contestó Pai—. Algo en mis tripas me dice que el sol debería haber salido hace horas.

—¿Siempre calculas el paso del tiempo por lo que te dicen las tripas?

—Son más fiables que tu barba —replicó Pai.

—¿Desde qué dirección vendrá la luz cuando se digne aparecer? —inquirió Cortés, que se giró en la silla para otear el horizonte.

Cuando estiró el cuello para mirar el camino por donde habían venido, se escapó de sus labios un murmullo de angustia.

—¿Qué pasa? —preguntó el místico, que detuvo su montura para seguir la mirada de Cortés.

No necesitó decírselo. Una columna de humo negro se alzaba desde el valle que se extendía entre las colinas; la parte más baja estaba formada por una lengua de fuego. Cortés ya se había apeado de la silla y en aquel momento trepaba por la roca que había a junto a ellos para conseguir localizar mejor el foco del incendio. Se demoró apenas unos segundos allí arriba antes de descender, sudoroso y con la respiración agitada.

—Tenernos que volver —anunció.

—¿Por qué?

—Beatrix está en llamas.

—¿Cómo puedes estar seguro desde tan lejos? —preguntó Pai.

—¡Porque lo sé, joder! ¡Beatrix está en llamas! Tenemos que volver. —Montó en su doeki y comenzó a azuzarlo para que diera la vuelta en el estrecho sendero.

—Espera —le pidió Pai—. ¡Por el amor de Dios, espera!

—Tenemos que ayudarlos —dijo Cortés contra la pared de piedra—. Se portaron bien con nosotros.

—¡Solo porque querían que nos fuéramos! —replicó Pai.

—Bueno, pues ahora ha sucedido lo peor y tenemos que hacer lo que podamos.

—Antes eras más razonable.

—¿Qué quieres decir con eso de «antes»? No sabes nada sobre mí, así que no empieces a juzgarme. Si no vienes conmigo, ya te puedes ir a la mierda.

El doeki se había girado por completo, de modo que Cortés le clavó los talones en los flancos para que se lanzara al galope. Solo habían pasado por tres o cuatro lugares en los que el sendero se bifurcaba; estaba convencido de que podría seguir sus pasos de vuelta a Beatrix sin ningún problema. Y si estaba en lo cierto y era la ciudad lo que ardía a lo lejos, la columna de humo sería una especie de guía grotesca.

Pasado un tiempo, el místico lo siguió, tal y como Cortés sabía que haría. A Pai le hacía feliz que lo consideraran un amigo, pero, en algún lugar de su alma, el místico era un esclavo.

No pronunciaron palabra alguna durante el trayecto, algo nada sorprendente dada la última conversación. Solo en una ocasión, mientras subían un cerro desde el que se divisaba el pie de las colinas, con el valle en el que yacía Beatrix oculto pero señalado sin posibilidad de error como el foco del humo, Pai’oh’pah murmuró:

—¿Por qué siempre se trata de fuego?

En este momento, Cortés se dio cuenta de lo insensible que se había mostrado con la renuencia de su compañero a regresar. La devastación que sin duda se extendía ante ellos era una repetición del fuego en el que se había consumido su familia adoptiva, un asunto que no habían vuelto a tratar desde entonces.

—¿Sigo desde aquí solo? —le preguntó.

El místico negó con la cabeza.

—Si no vamos juntos, ninguno irá.

A partir de ese punto, la ruta se hizo más fácil de seguir. Las cuestas eran menos pronunciadas y el sendero estaba mejor cuidado; además, había luz en el cielo, ya que el amanecer tan largamente retrasado llegaba por fin. Para cuando posaron sus ojos en lo que quedaba de Beatrix, la gloria radiante que admirara por primera vez en los cielos que cubrían Patashoqua se alzaba sobre ellos, y su elegancia hacía que la escena de más abajo fuera todavía más horrenda. Beatrix aún tenía focos de llamas, pero el fuego ya había consumido la mayoría de las casas y sus emparrados de abedules y bambú. Detuvo a su doeki y escrutó el lugar desde aquel otero. No había indicios de los asoladores de Beatrix.

—¿Seguimos a pie desde aquí? —preguntó Cortés.

—Será lo mejor.

Dejaron las bestias atadas y se encaminaron hacia la aldea. El sonido de los lamentos les llegó antes de que se adentraran en el perímetro; los sollozos, que emergían desde la oscuridad del humo, le recordaron a Cortés el sonido que escuchó mientras estaba de vigilia en la colina. Supo que, de alguna manera, la destrucción que los rodeaba era consecuencia de aquel encuentro a ciegas. A pesar de que había logrado evitar el ojo del observador, este había advertido su presencia y eso había bastado para atraer la desgracia a Beatrix.

—Yo tengo la culpa… —dijo—. Que Dios me ayude, pero yo tengo la culpa.

Se volvió hacia el místico, que permanecía en medio de la calle con el rostro inexpresivo y pálido.

—Quédate aquí —le ordenó con amabilidad—. Voy a buscar a esa familia.

A pesar de que Pai no emitió respuesta alguna, Cortés dio por sentado que lo había comprendido y se encaminó hacia la casa de los Espléndido. Lo que había destruido Beatrix no era mero fuego. Algunas de las casas habían sido derrumbadas sin fuego alguno, y los setos que las rodeaban estaban arrancados de cuajo. No obstante, no había indicios de muertes, por lo que Cortés albergó la esperanza de que Coaxial Tasko hubiera convencido a los aldeanos de que se escondieran en las colinas antes de que los saqueadores de Beatrix hubieran salido de la noche. Aquella esperanza se hizo añicos cuando llegó al lugar donde se encontrara el hogar de los Espléndido. Al igual que los demás, estaba reducido a escombros; hasta entonces, el humo que brotaba de sus cimientos quemados había ocultado el horror que ahora se amontonaba delante de él. Las buenas gentes de Beatrix yacían apiladas en una pira sangrienta que se alzaba por encima de su cabeza. Había unos cuantos supervivientes junto a la pira que, entre sollozos, buscaban a sus seres queridos en el montón de cuerpos destrozados; algunos se aferraban a miembros que creían reconocer, otros se limitaban a arrodillarse en el polvo lleno de sangre para entonar un canto fúnebre.

Cortés rodeó la pila en busca de una cara conocida entre aquellos que lloraban por sus muertos. Uno de los parroquianos a los que había visto reírse durante el espectáculo acunaba a una esposa o una hermana, cuyo cuerpo yacía tan inerte como las marionetas con las que tanto había disfrutado. Otro, una mujer, escarbaba entre los cuerpos mientras gritaba el nombre de alguien. Hizo ademán de ayudarla, pero la mujer le gritó que se alejara. Cuando retrocedió, vio a Efrit. El muchacho estaba en el montón de cuerpos, con los ojos abiertos. Su boca, que había sido el vehículo de su irrefrenable entusiasmo, había sido golpeada por la culata de un rifle o una bota. En aquel instante Cortés deseó por encima de todo, incluso de su propia vida, tener delante al cabrón que le había hecho aquello. Sintió el aliento letal en su garganta, instándolo a mostrarse implacable.

Le dio la espalda al montón para buscar algún objetivo, aunque no fuera el propio asesino. Alguien con un arma o un uniforme, un hombre al que pudiera llamar «enemigo». No era capaz de recordar otra ocasión en la que se hubiera sentido de esa forma. Claro que jamás había poseído el poder que tenía ahora; o más bien, si creía las palabras de Pai, lo había tenido pero jamás lo supo. Y por más agonizantes que fueran aquellos horrores, su dolor se veía mitigado al saber que tenía la capacidad de limpiarse a sí mismo: que sus pulmones, su garganta y sus manos podrían deshacerse de la culpa con suma facilidad. Se alejó del monumento de cuerpos, dispuesto a convertirse en ejecutor a la primera oportunidad.

La calle serpenteaba y siguió sus curvas; al girar en una esquina se encontró con una de las máquinas de guerra de los invasores. Se detuvo en seco, a la espera de que la máquina posara sus ojos de acero en él. Era la portadora perfecta de la muerte: acorazada como un cangrejo, sus ruedas disponían de guadañas ensangrentadas y su torreta estaba equipada con armamento. Sin embargo, la muerte se había cruzado en el camino del asesino. El humo se elevaba desde la torreta y el conductor yacía donde el fuego lo había encontrado: mientras salía a gatas de debajo de la panza de la máquina. Una pequeña victoria, cierto, pero una que al menos demostraba que las máquinas tenían puntos débiles. Cuando llegara el momento, aquel conocimiento bien podría significar la diferencia entre la esperanza y la desesperación. Iba a darle la espalda a la máquina cuando escuchó que alguien lo llamaba, y Tasko apareció por detrás del armazón humeante. Sin duda tenía un aspecto miserable, con la cara empapada de sangre y la ropa llena de polvo.

—No tiene el don de la oportunidad, Zacharias —le dijo—. Se fue demasiado tarde y ahora vuelve también demasiado tarde.

—¿Por qué hicieron esto?

—El Autarca no necesita motivos.

—¿Estuvo aquí? —le preguntó Cortés.

La idea de que el Carnicero de Yzordderrex hubiera estado en Beatrix le aceleró el pulso.

No obstante, Tasko respondió:

—¿Quién sabe? Nadie le ha visto la cara. Tal vez estuviera aquí ayer contando a los niños y nadie se diera cuenta.

—¿Sabe dónde está mamá Espléndido?

—En algún lugar del montón.

—Dios…

—No hubiera sido una buena testigo. Estaba demasiado destrozada por el dolor. Solo dejan con vida a aquellos que puedan contar mejor la historia. Las atrocidades necesitan testigos, Zacharias. Gente que divulgue la palabra.

—¿Hicieron esto como advertencia? —inquirió Cortés.

Tasko negó con su enorme cabeza.

—No sé cómo funcionan sus mentes —respondió.

—Puede que tengamos que aprender para poder detenerlos.

—Preferiría morir a comprender a esos cerdos —replicó el hombre—. Si tiene ganas, vaya a Yzordderrex. Allí aprenderá lo que necesita.

—Quiero ayudar aquí —le dijo Cortés—. Debe haber algo que yo pueda hacer.

—Puede dejarnos llorar en paz.

Si había alguna despedida más radical, Cortés no la conocía. Intentó pronunciar alguna palabra de consuelo o disculpa, pero ante semejante devastación, el silencio era lo único que parecía adecuado. Inclinó la cabeza y dejó a Tasko la tarea de ser un testigo. Regresó calle arriba, más allá del montón de cadáveres, hasta el lugar en el que se encontraba Pai’oh’pah. El místico no se había movido ni un milímetro. Incluso cuando Cortés llegó a su altura y le dijo que debían ponerse en marcha, pasó bastante tiempo antes de que levantara la vista hacia él.

—No deberíamos haber vuelto —dijo.

—Esto volverá a suceder cada día que desperdiciemos…

—¿Crees que puedes detenerlo? —le preguntó Pai con un deje de sarcasmo.

—Atravesaremos las montañas en lugar de tomar el camino más largo. Así ahorraremos tres semanas.

—De verdad lo crees, ¿no es así? —inquirió Pai—. Crees con total seguridad que puedes detener esto.

—No moriremos —le dijo Cortés, que rodeó a Pai’oh’pah con los brazos—. No permitiré que eso ocurra. Vine aquí para comprender y eso es lo que pienso hacer.

—¿Cuánto más podrás soportar?

—Tanto como sea necesario.

—Tal vez te lo tenga que recordar.

—Lo recordaré —aseguró Cortés—. Después de esto, lo recordaré todo.