Capítulo 15

1

Debido a la furia que sentía por el complot que el hombre había tramado contra ella, Jude había barajado distintos modos de vengarse de Estabrook; modos que iban desde un acercamiento sanguinario a la clásica indiferencia. Pero su naturaleza jamás dejaba de sorprenderla. Cualquier idea sobre podadoras y enjuiciamientos perdió fuerza en poco tiempo, y llegó a comprender que lo peor que podía hacerle (dado que el daño que él pretendiera causarle había quedado en agua de borrajas) era ignorarlo. ¿Por qué darle la satisfacción de mostrar el más mínimo interés en él? A partir de ese momento, por lo que a ella se refería, le prestaría la misma atención que a un ser invisible. Después de haberles contado a Taylor y a Clem toda la historia, se había quitado el peso de encima y no necesitaba más audiencia. A partir de ese momento, no pronunciaría su nombre ni permitiría que sus pensamientos se demoraran en él más de dos segundos. Al menos, ese era el pacto que había hecho consigo misma. Demostró ser bastante difícil de cumplir. El 26 de diciembre recibió la primera de las muchas llamadas que Estabrook le hizo, situación que resolvió al colgar en cuanto reconoció su voz. No era el Estabrook autoritario que estaba acostumbrada a escuchar, por lo que tardó tres frases en darse cuenta de quién estaba al otro lado de la línea, instante en el cual soltó el auricular para dejarlo descolgado durante el resto del día. La mañana siguiente volvió a llamar y, en esa ocasión, solo por si a él le quedaba alguna duda, le dijo; «no quiero volver a escuchar tu voz en toda mi vida», y colgó de nuevo.

Nada más colgar el teléfono, se dio cuenta de que él había estado sollozando mientras hablaba, lo que no le produjo satisfacción alguna, y deseó que no lo intentara de nuevo. Una esperanza vana; llamó dos veces esa tarde y dejó mensajes en el contestador mientras ella estaba en la fiesta que daba Chester Klein. Allí tuvo noticias de Cortés, con quien no había hablado desde su extraña despedida en el estudio. Chester, que estaba bastante achispado por el vodka, le dijo claramente que no le extrañaría que Cortés tuviera una depresión nerviosa en poco tiempo. Había hablado con el Espurio en dos ocasiones desde el día de Navidad y lo había encontrado cada vez más incoherente.

—¿Qué es lo que os pasa a los hombres? —le dijo—. Os desmoronáis por cualquier cosa.

—Eso es porque somos el más trágico de los sexos —replicó Chester—. Dios, mujer, ¿es que no ves cuánto sufrimos?

—Para serte sincera, no.

—Bueno, pues sufrimos mucho. Créeme, es cierto.

—¿Y es por alguna razón en particular o es una forma de sufrimiento libre?

—Todos somos herméticos —dijo Klein—. No hay nada que pueda entrar.

—A las mujeres les pasa lo mismo. ¿Cuál es el…?

—A las mujeres las follan —la interrumpió, pronunciando la palabra con tono ebrio—. Bueno, os quejáis continuamente de eso, pero en realidad os encanta. Venga, admítelo. Te encanta.

—Así que lo que quieren los hombres es que los follen, ¿no? —preguntó Jude—. ¿O estamos hablando en el ámbito personal?

El comentario arrancó unas cuantas carcajadas a aquellos que habían abandonado sus conversaciones en favor de los fuegos artificiales.

—No en sentido literal —le espetó Klein—. No me estás escuchando.

—Te estoy escuchando, lo que pasa es que lo que dices no tiene sentido.

—La Iglesia, por ejemplo…

—¡Que le den por culo a la Iglesia!

—¡No, escucha! —exclamó Klein con los dientes apretados—. Te voy a decir la puta verdad. ¿Por qué crees que los hombres inventaron la Iglesia, eh? ¿Por qué?

Su grandilocuencia había enfurecido a Jude hasta tal punto que se negó a responder. Impertérrito, él continuó hablando de forma condescendiente, como si ella fuera una alumna retrasada.

»Los hombres inventaron la Iglesia para poder sangrar por Cristo. Para poder ser penetrados por el Espíritu Santo y, de esa manera, ser liberados de su hermetismo. —Su lección había finalizado, de modo que se reclinó en la silla y levantó su copa—. In vodka veritas.

In vodka mierda —replicó Jude.

—Bueno, eso es típico de ti, ¿verdad? —A Klein se le trababa la lengua—. Siempre que pierdes recurres a los insultos.

Judith le dio la espalda y meneó la cabeza con desdén. Pero a Klein todavía le quedaba una bala en la recámara.

»¿Es así como volviste loco al Espurio? —preguntó.

Volvió a darse la vuelta para observarlo, dolida.

—No lo metas en esto —le espetó.

—¿Te gustaría ver algo hermético? —inquirió Klein—. Pues ahí tienes un ejemplo. Ese hombre ha perdido la cabeza, ¿lo sabías?

—¿Y a quién le importa? —respondió—. Si quiere tener una depresión, es muy libre de hacerlo.

—Qué altruista de tu parte.

Ella se mantuvo en sus trece, a sabiendas de que estaba peligrosamente cerca de perder la compostura por completo.

»Conozco la excusa del Espurio —continuó Klein—. Es anémico. Solo tiene sangre suficiente para el cerebro o la polla. Si se le pone dura, no recuerda ni su propio nombre.

—No sabría decirte —dijo Jude al tiempo que hacía girar el hielo de su copa.

—¿También es tu excusa? —añadió Klein—. ¿Tienes algo ahí abajo que no nos hayas contado?

—Si lo tuviera —le contestó—, serías el último en saberlo.

Y, dicho esto, vació la copa (con hielo y todo) en la pechera abierta de su camisa.

Después se arrepintió, por supuesto, y condujo de vuelta a casa tratando de idear alguna manera de hacer las paces con él sin tener que disculparse. Puesto que no se le ocurrió ninguna, decidió dejarlo estar. Había discutido con Klein en otras ocasiones, tanto sobrio como borracho. Las había olvidado al cabo de un mes; dos, a lo sumo.

Entró en casa y descubrió que la aguardaban más mensajes de Estabrook. Ya no sollozaba. Su voz era una pálida elegía y provenía sin duda alguna de la más auténtica desesperación. La primera llamada volvía a reiterar las súplicas que ya había oído antes. Le decía que se estaba volviendo loco sin ella y que la necesitaba a su lado. ¿Es que no podía ni siquiera hablar con él, dejar que se explicara? La segunda llamada era menos coherente. Dijo que ella no comprendía cuántos secretos debía guardar, que estaba asfixiado por los secretos y que eso lo estaba matando. ¿No podía volver a verlo, aunque solo fuera para recoger la ropa que había dejado allí?

Aquella era probablemente la única parte de su mutis que Jude reescribiría si pudiera representarla de nuevo. A causa de la furia, había dejado una buena cantidad de objetos personales, joyas y ropa en manos de Estabrook. En aquel momento, podía imaginarlo sollozando sobre ellos, oliéndolos; quién sabía si no se los pondría también. Sin embargo, por más que le molestara no haberlos llevado consigo, no iba a regatear para recuperarlos ahora. Tal vez llegara un momento en el que se sintiese lo bastante serena como para volver a la casa y vaciar los armarios y las cómodas, pero aún no.

No hubo más llamadas después de esa noche. Con el Año Nuevo a las puertas, había llegado el momento de centrar toda su atención en fabricarse una coraza para cuando llegara enero. Había dejado el trabajo en Vandenburgh’s cuando Estabrook le propuso el matrimonio y había gastado alegremente el dinero de su esposo mientras estaban juntos, con la seguridad (había sido una ingenua, sin duda) de que si alguna vez se acababa, él la mantendría de forma respetable. No había previsto ni la profunda inquietud que finalmente la había apartado de su lado (la sensación de que era casi una posesión y de que, si se quedaba con él un segundo más, jamás sería capaz de liberarse) ni la vehemencia con la que él intentaría llevar a cabo su venganza. De nuevo, llegaría el momento en que se sintiera capaz de enfrentarse con el tira y afloja de un divorcio; sin embargo, al igual que con el asunto de la ropa, todavía no estaba preparada para ese jaleo, ni siquiera aunque pudiera conseguir algo de dinero con semejante arreglo. Entretanto, tendría que pensar en buscarse un trabajo.

Poco después, el 30 de diciembre, recibió una llamada del abogado de Estabrook, Lewis Leader, un hombre al que solo había visto en una ocasión, pero que resultaba inolvidable gracias a su locuacidad. No fue tan grandilocuente esa vez. De un modo que rayaba en la grosería, dejó claro lo que ella suponía que era su desagrado por el hecho de haber abandonado a su cliente. ¿Acaso no sabía, le había preguntado, que Estabrook había estado hospitalizado? Cuando le dijo que no, replicó que aunque estaba seguro de que a ella le importaba un pimiento, le habían encargado la responsabilidad de informarla. Jude le preguntó qué había ocurrido y el hombre le explicó brevemente que habían encontrado a Estabrook en la calle, a primeras horas de la mañana del día veintiocho, y que solo llevaba puesta una prenda de ropa. No dijo cuál.

—¿Está herido? —le preguntó.

—Físicamente, no —replicó Leader—. Pero se encuentra en un estado mental lamentable. Creí que debería saberlo, a pesar de que estoy seguro de que no querrá verla.

—No me cabe duda de que tiene razón —aseguró Jude.

—Si sirve de algo que se lo diga —añadió Leader—, ese hombre se merece algo mejor.

Una vez pronunciada esa perogrullada, colgó el teléfono y dejó a Jude meditando acerca del motivo por el cual todos los hombres con los que se había emparejado acababan volviéndose locos. Tan solo dos días antes, había predicho que Cortés no tardaría en caer en una depresión nerviosa; y ahora era Estabrook el que estaba sedado. ¿Era la presencia de ella en sus vidas lo que los conducía a la locura, o ya llevaban el trastorno mental en la sangre? Pensó en llamar a Cortés al estudio para comprobar si se encontraba bien, pero decidió no hacerlo. Lo más probable es que estuviese haciéndole el amor a sus pinturas, y estaba claro que no pensaba competir con un trozo de lienzo por su atención.

De las noticias que le había dado Leader surgió una oportunidad aprovechable. Ya que Estabrook estaba en el hospital, no había nada que le impidiera ir a su casa y recoger sus pertenencias. Era un proyecto de lo más apropiado para el último día de diciembre. Recogería de la guarida de su marido los vestigios de su vida y se prepararía para comenzar el Año Nuevo sola.

2

No había cambiado la cerradura, quizá con la esperanza de que ella regresara una noche y fuera directamente a meterse en la cama con él. Sin embargo, cuando Jude entró en la vivienda no pudo evitar sentirse como una ladrona. Estaba oscuro dentro, así que encendió todas las luces; no obstante, las habitaciones parecían rechazar la iluminación, como si el olor de la comida estropeada que inundaba la casa hubiese espesado el aire. Se adentró en la cocina con la idea de beber algo antes de empezar a hacer el equipaje y se encontró con platos llenos de comida en mal estado en todas las superficies, la mayoría de ellos casi sin tocar. Abrió primero una ventana y después la nevera, donde encontró más alimentos rancios. También había hielo y agua. Echó un poco de ambos en un vaso limpio y se dispuso a hacer su trabajo.

Había tanto desorden arriba como abajo. Al parecer, Estabrook había vivido en la inmundicia desde su marcha: la cama que habían compartido era un pantano de sábanas mugrientas y el suelo estaba lleno de ropa interior sucia. No había señal de ninguna de sus propias prendas entre aquel hacinamiento, sin embargo, y cuando se dirigió al vestidor adyacente las encontró todas colgadas en su lugar, intactas. Decidida a terminar con ese desagradable asunto lo antes posible, buscó un juego de maletas y empezó a guardar las cosas. No le llevó mucho tiempo. Cuando terminó, vació los objetos que tenía en los cajones y los guardó. Sus joyas estaban en la caja fuerte de abajo y allí fue donde se dirigió una vez que hubo acabado en el dormitorio; dejó las maletas junto a la puerta principal para cogerlas al salir. Aunque sabía dónde guardaba Estabrook la llave de la caja, jamás la había abierto ella misma. Era un ritual que él había exigido llevar a cabo con todo rigor, de tal forma que, cuando una noche ella necesitaba llevar una de las piezas, primero le decía cuál había elegido y después él la sacaba de la caja fuerte y se la colocaba en persona alrededor del cuello, de la muñeca o en el lóbulo de la oreja. A posteriori, aquello le resultaba un obvio juego de poderes. Jude se preguntó qué clase de trastorno mental habría padecido mientras compartía su vida con él para soportar semejantes gilipolleces durante tanto tiempo. Sin duda, los lujos con los que la había agasajado habían resultado agradables, pero ¿por qué había aceptado ese juego con tanta pasividad? Era algo grotesco.

La llave de la caja estaba donde ella pensaba, en un compartimento secreto del cajón del escritorio que había en el estudio. La propia caja fuerte se encontraba detrás de una pintura de tema arquitectónico que se encontraba sobre la pared del estudio: varios dibujos a escala de una capilla de estilo neoclásico que el artista había titulado El Retiro. Tenía un marco mucho más recargado de lo que se merecía, y que le dio algunas dificultades para descolgarlo. No obstante, al final lo consiguió y pudo tener acceso a la caja de caudales que ocultaba.

Había dos estantes: el inferior estaba atiborrado de papeles; el superior tenía pequeños paquetes entre los cuales, supuso, encontraría sus pertenencias. El deseo de recuperar lo que era suyo para marcharse con rapidez fue eclipsado polla curiosidad, de modo que lo sacó todo y lo dejó sobre el escritorio. Estaba claro que dos de los paquetes contenían sus joyas, pero los otros tres resultaban mucho más intrigantes, y el hecho de que estuvieran envueltos en un tejido tan fino como la seda y de que tuvieran una penetrante fragancia dulzona, casi empalagosa, en lugar del típico olor de la caja fuerte, no les restaba atractivo precisamente. Primero abrió el más grande. Contenía un manuscrito fabricado con páginas de pergamino cosidas con unas elaboradas puntadas. No tenía cubierta que ilustrara el tema sobre el que versaba, pero parecía ser una colección arbitraria de páginas que trataban sobre ensayos anatómicos o, al menos, eso creyó en un principio. Al observarlo mejor, se dio cuenta que no se trataba en absoluto de un manual de cirugía, sino de un libro de cabecera que describía técnicas y posiciones para hacer el amor. Después de echarle una ojeada, deseó sinceramente que hubiesen encerrado al artista en algún sitio, de forma que no pudiese tratar de llevar a cabo esas fantasías. El cuerpo humano no era ni tan maleable ni tan plástico como para recrear lo que su pincel y su tinta habían plasmado sobre aquellas páginas. Había parejas entrelazadas como calamares en plena lucha; otras parecían haber sido bendecidas (o maldecidas) con órganos y orificios de tal rareza, y en semejante profusión, que apenas eran reconocibles como humanos.

Pasó una y otra vez las hojas y su interés se concentró en la ilustración a doble página que marcaba el centro del libro, trazada de forma secuencial. La primera imagen mostraba a un hombre y a una mujer desnudos, con una apariencia completamente normal; la mujer yacía con la cabeza sobre la almohada mientras que el hombre estaba arrodillado entre sus piernas y acariciaba con la lengua su planta del pie. A partir de ese principio inocente, se producía una unión caníbal en la que el hombre empezaba a devorar a la mujer, comenzando por las piernas, mientras su compañera lo complacía con la misma muestra de devoción. Aquella payasada desafiaba tanto lo físico como lo psíquico, por supuesto, pero el artista había conseguido plasmarlo sin que resultara una ridiculez, sino más bien como si se tratara de las instrucciones para realizar alguna extraordinaria proeza mágica. Sin embargo, no fue consciente de que las imágenes la inquietaban hasta que cerró el libro y descubrió que seguía viéndolas en la cabeza; de modo que, para deshacerse de ellas, transformó esa inquietud en una rabia dirigida hacia Estabrook, no solo por haber adquirido semejantes aberraciones, sino por habérselas ocultado. Una nueva razón para alejarse cuanto pudiera de él.

El resto de los paquetes contenía artículos mucho más inofensivos. En uno de ellos encontró lo que parecía ser un fragmento de un estatuario del tamaño de su puño. Una de las caras había sido groseramente tallada con lo que podría haberse tomado por un ojo lleno de lágrimas, el pezón de una madre lactante o una gota de savia. Las otras caras revelaban la estructura del bloque sobre el que se habían esculpido las imágenes. Predominaba sobre todo un azul grisáceo, pero veteado con elegantes franjas de negro y rojo. Le gustaba la sensación de tenerlo en la mano y solo lo soltó de mala gana para coger el último paquete. El contenido de este era el más hermoso de todos: media docena de cuentas del tamaño de guisantes que habían sido profusamente talladas. Había contemplado marfil procedente de Oriente trabajado con ese nivel de detalles, pero siempre se encontraban tras las vitrinas de los museos. Se llevó una de ellas a la ventana del estudio para examinarla más de cerca. El artista había tallado la cuenta para dar la impresión de que realmente estaba tejida a partir de hilo de telaraña, enrollado sobre sí mismo. Resultaba fascinante, de una forma curiosa y extraña. Mientras la giraba entre los dedos una y otra vez, descubrió que su atención se concentraba cada vez más en el exquisito entramado de las hebras, casi como si tuviera la necesidad de encontrar el extremo en la bola y, en caso de que lograra descubrirlo, pudiera desenredarlo y desentrañar el misterio que se ocultaba en su interior. Tuvo que obligarse a apartar la vista, ya que, de otro modo, estaba segura de que la bolita la habría absorbido por completo y habría acabado observando cada uno de sus detalles hasta desplomarse.

Regresó al escritorio y colocó la cuenta entre las demás. Contemplarla con tanta intensidad la había desequilibrado de alguna manera. Se sentía un poco marcada y las cosas que había dejado sobre el escritorio parecían colocarse y desenfocarse según rebuscaba entre ellas. Sin embargo, sus manos sabían lo que ella quería, a pesar de que la conciencia creyera que no. Una de ellas cogió el fragmento de piedra azul, mientras que la otra regresó a la cuenta que había soltado. Dos recuerdos, ¿por qué no? Un trozo de piedra y una bolita. ¿Quién podría culparla por desposeer a Estabrook de semejantes minucias cuando él había pretendido quitarle la vida? Se guardó ambos objetos en el bolsillo sin más dilación y se dispuso a envolver el libro y las cuentas restantes para devolverlos a la caja fuerte, cerrarla y colocar el cajón y la llave de nuevo en su lugar. A continuación, cogió el tejido en el que estaba envuelto el fragmento, lo guardó en el bolsillo, recogió las joyas y se dirigió a la puerta principal, apagando las luces a su paso. Cuando estaba junto a la puerta, recordó que había abierto la ventana de la cocina y fue a cerrarla. No quería que los ladrones invadieran el lugar en su ausencia. Solo había un ladrón que tuviera derecho a entrar allí, y esa era ella.

3

Se sentía muy satisfecha con el trabajo de esa mañana, de modo que se sirvió una copa de vino con su escaso almuerzo y, a continuación, comenzó a desempaquetar su botín. Mientras dejaba las ropas «secuestradas» sobre la cama, sus pensamientos regresaron al libro de cabecera. En aquel momento se arrepintió de haberlo dejado atrás; podría haber sido el regalo perfecto para Cortés, quien sin duda imaginaba que había llevado a cabo todos los excesos físicos conocidos por el hombre. No pasaba nada. Ya encontraría la oportunidad para describirle su contenido y dejarlo atónito con la depravación de semejantes recuerdos. Una llamada de Clem interrumpió su trabajo. Habló con voz tan baja que tuvo que esforzarse mucho para escucharlo. Eran malas noticias. Taylor estaba a las puertas de la muerte, ya que dos días atrás había vuelto a darle otro ataque repentino de neumonía. Sin embargo, se negaba a que lo hospitalizaran. Su último deseo, según había dicho, era morir donde había vivido.

—Sigue preguntando por Cortés —le explicó Clem—. He tratado de telefonearlo, pero no contesta. ¿Sabes si se ha marchado?

—No lo creo —respondió Jude—. Pero no he hablado con él desde la noche de Navidad.

—¿Podrías localizarlo por mí? Mejor dicho, por Taylor. ¿Te importaría pasarte por el estudio y despertarlo? Iría yo mismo, pero no me atrevo a salir de casa. Me da miedo que en cuanto ponga un pie en la calle… —Hizo una pausa y al hablar lo hizo con voz llorosa—. Quiero estar aquí si ocurre algo.

—Desde luego que sí, y por supuesto que iré. Ahora mismo.

—Gracias. No creo que quede mucho tiempo, Judy.

Antes de salir, trató de llamar a Cortés pero, como ya le había advertido Clem, nadie respondió al teléfono. Se rindió después de dos intentos, se puso la chaqueta y se dirigió al coche. Cuando rebuscaba en los bolsillos en busca de las llaves, se dio cuenta de que había traído consigo la piedra y la cuenta, y una especie de premonición hizo que vacilase y se preguntara si debería regresar a dejarlas en casa. Pero el tiempo era esencial. Mientras se quedaran en su bolsillo, ¿quién iba a verlas? E, incluso si las veían, ¿qué importaba? Ahora que la muerte flotaba en el ambiente, ¿quién iba a preocuparse por un par de rosillas robadas?

La noche que dejó a Cortés en el estudio había descubierto que podía verlo a través de la ventana si se colocaba al otro lado de la calle, así que cuando no contestó a la puerta, se dirigió allí para espiarlo. La habitación parecía vacía, pero la bombilla desnuda del techo estaba encendida. Aguardó más o menos un minuto hasta que él apareció a la vista, sin camisa y hecho un desastre. Judith tenía buenos pulmones y los utilizó en ese mismo momento para gritar su nombre. Al principio, no pareció escucharla. Pero lo intentó de nuevo y, en esa ocasión, el hombre volvió la mirada en su dirección y se acercó a la ventana.

—¡Déjame entrar! —gritó—. ¡Es una emergencia!

La misma renuencia que había reflejado su rostro cuando se apartara de la ventana estaba presente en su expresión cuando abrió la puerta. Si había tenido mal aspecto en la fiesta, ahora estaba mucho peor.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Taylor está muy enfermo y Clem dice que no deja de preguntar por ti.

Cortés parecía confuso, como si tuviese dificultades para recordar quiénes eran Taylor y Clem.

—Tienes que lavarte y vestirte —le dijo—. Furia, ¿me estás escuchando?

Siempre lo llamaba Furia cuando estaba enfadada con él, y el apodo pareció obrar el mismo efecto mágico en aquel momento. Aunque esperaba alguna objeción por su parte, dada su fobia a las enfermedades, no recibió ninguna. Parecía demasiado exhausto para discutir; su mirada presentaba un aspecto de algún modo inconcluso, como si tratara de posarse en algún lugar pero no pudiera encontrarlo. Lo siguió escaleras arriba hacia el estudio.

—Será mejor que me lave —dijo, y la dejó en medio del caos para dirigirse al baño.

Jude escuchó el ruido de la ducha. Como siempre, había dejado la puerta abierta de par en par. No había función corporal, ni siquiera las más básicas, respecto a la cual hubiese mostrado el más mínimo reparo en su vida; una actitud que la había asombrado en un principio, pero a la que se había acostumbrado después de un tiempo, de modo que había tenido que reaprender las leyes del decoro cuando fue a vivir con Estabrook.

—¿Te importaría buscarme una camisa limpia? —le preguntó—. ¿Y algo de ropa interior?

Al parecer, aquel día estaba destinada a rebuscar entre las pertenencias de otras personas. Para cuando encontró una camisa vaquera y un par de gastados calzoncillos, él había salido de la ducha y estaba de pie frente al espejo del cuarto de baño, peinándose el cabello húmedo hacia atrás. Su cuerpo no había cambiado desde la última vez que lo viera desnudo. Estaba tan esbelto como siempre, con las nalgas y el vientre duros y el pecho sin vello. Su polla le llamó la atención: aquella era la parte que revelaba en realidad la falacia del apodo de «Cortés». No era muy grande en estado de relajación, pero incluso así era bastante hermosa. Si él se dio cuenta de que lo estaban examinando tan detenidamente, no dio muestras de ello. Continuó mirándose al espejo con indiferencia y meneó la cabeza.

—¿Crees que debería afeitarme? —preguntó.

—Yo no me preocuparía por eso —contestó Jude—. Aquí tienes la ropa.

Se vistió en un santiamén y se detuvo en el dormitorio para coger un par de botas, dejando a Jude en el estudio mientras tanto. La pintura que vio la noche de Navidad había desaparecido, y su equipo (las pinturas, el caballete y los lienzos imprimados) había sido colocado sin muchas ceremonias en una esquina. En su lugar había periódicos, muchas de cuyas páginas mostraban reportajes sobre una tragedia de la que ella solo tenía una vaga idea: la muerte de veintiuna personas, hombres, mujeres y niños, en un incendio provocado al sur de Londres. No le dio a los reportajes mayor importancia. Esa sombría tarde ya tenía bastante pesar.

Clem estaba pálido, pero no lloraba. Los abrazó a ambos en la puerta principal y los instó a que entraran en la casa. La decoración navideña seguía en su lugar, esperando a la Noche de Reyes, y el perfume de las agujas de pino impregnaba el aire.

—Antes de que lo veas, Cortés —dijo Clem—, debería advertirte que ha consumido un montón de narcóticos, así que no es del todo coherente. Eso sí, tiene muchísimas ganas de verte.

—¿Ha dicho por qué? —preguntó Cortés.

—No necesita razón alguna, ¿o sí? —preguntó Clem con suavidad—. ¿Te quedarás, Judith? Si quieres verlo cuando Cortés esté…

—Me encantaría.

Mientras Clem guiaba a Cortés hacia el dormitorio, Judith se dirigió a la cocina para preparar una taza de té; mientras tanto, deseó haber tenido la previsión de contarle a Cortés en el coche lo que Taylor había dicho acerca de él la semana anterior, sobre todo eso de que hablaba en un idioma desconocido. Eso le habría dado a Cortés alguna pista acerca del motivo por el que Taylor necesitaba hablar con él en aquel momento. La resolución de misterios había estado muy presente en la mente de Taylor la noche de Navidad. Quizás ahora, tanto si estaba drogado como si no, esperara conseguir algún alivio para sus incertidumbres. Dudaba mucho que Cortés tuviera alguna respuesta. La expresión que le había visto mientras Cortés se contemplaba en el espejo del cuarto de baño era la de un hombre para quien su propio reflejo resultaba un misterio.

Los dormitorios solo estaban tan bochornosos cuando había alguien enfermo o mientras se hacía el amor: debido al sudor de la pasión o a la infección, pensaba Cortés mientras Clem lo precedía al interior. No siempre era así en cualquiera de ambos casos, por supuesto, pero al menos en el caso del amor, tenía sus compensaciones. Había comido muy poco desde que abandonara el espectáculo de Streatham, y aquel calor enrarecido hizo que se sintiera un poco mareado. Tuvo que examinar la habitación un par de veces hasta que su mirada se fijó en la cama donde yacía Taylor, casi oculto como estaba por los modernos y desalmados sirvientes de la Muerte: un tanque de oxígeno con sus tubos y su mascarilla; una mesa cargada de gasas y paños; otra, con una palangana para los vómitos, un orinal y toallas; y, al lado, una tercera llena de medicinas y ungüentos. En medio de todo aquel alarde estaba el imán que había atraído todas aquellas cosas hasta allí, aunque ahora parecía ser su prisionero. Taylor estaba apoyado sobre unas almohadas cubiertas de plástico, con los ojos cerrados. Parecía un anciano. Su cabello era frágil; su silueta, más delgada que de costumbre; la vida de su cuerpo (todo huesos, tendones y venas) resultaba penosamente visible a través de una piel del color de las sábanas. Cortés se las vio y se las deseó para no darse la vuelta y huir antes de que el hombre abriera los ojos. Allí estaba la muerte de nuevo, tan pronto. Era un calor diferente esa vez, una escena distinta, pero se vio asaltado por la misma mezcla de miedo e ineptitud que había sentido en Streatham.

Se quedó en la puerta y dejó que Clem se acercara a la cama primero para que despertara con suavidad al durmiente.

Taylor se removió y su rostro reflejó una expresión irritada hasta que su mirada encontró a Cortés. En aquel momento, la ira que había sentido por haber sido despertado de nuevo al dolor desapareció de su semblante y dijo:

—Lo has encontrado.

—Ha sido Judy, no yo —dijo Clem.

—Ah, Judy. Es maravillosa —murmuró Taylor.

Trató de colocarse mejor sobre las almohadas, pero aquella proeza era demasiado para sus fuerzas. Su respiración se volvió laboriosa al instante, y se encogió ante algún dolor provocado por el movimiento.

—¿Quieres un analgésico? —le preguntó Clem.

—No, gracias —respondió—. Quiero tener la cabeza despejada para poder hablar con Cortés. —Miró a su visitante, que aún seguía junto a la puerta—. ¿Te importaría que hablásemos un rato, John? —preguntó—. ¿Los dos a solas?

—Claro que no —contestó Cortés.

Clem se apartó de la cama y le hizo señas a Cortés para que se acercara. Había una silla, pero Taylor dio unos golpecitos en la cama y allí se sentó Cortés, haciendo crujir el plástico que había bajo las sábanas al hacerlo.

—Llámame si necesitas cualquier cosa —dijo Clem, y el comentario iba dirigido a Cortés, no a Taylor. Acto seguido, los dejó a solas.

—¿Podrías darme un vaso de agua? —pidió Taylor.

Cortés así lo hizo y, cuando se lo pasaba a Taylor, se dio cuenta de que su amigo carecía de las fuerzas necesarias para sostenerlo, por lo que acercó el vaso a los labios de Taylor. Los tenía cubiertos con un bálsamo que los suavizaba un poco, pero aun así estaban agrietados y llenos de heridas. Después de unos cuantos sorbos, Taylor murmuró algo.

—¿Es suficiente? —preguntó Cortés.

—Sí, gracias —respondió Taylor. Cortés dejó el vaso en su lugar—. Ya he tenido suficiente de casi todo. Es hora de que todo termine.

—Te pondrás bien de nuevo.

—No quería verte para intercambiar mentiras —dijo Taylor—. Quería verte para decirte lo mucho que he pensado en ti. Noche y día, Cortés.

—No creo que me lo merezca.

—Mi subconsciente sí lo cree —replicó Taylor—. Y, ya que estamos siendo sinceros, también el resto de mi persona. No parece que últimamente duermas muy bien, Cortés.

—He estado trabajando, eso es todo.

—¿Pintando?

—Parte del tiempo. A la caza y captura de inspiración, ya sabes.

—Tengo que hacerte una confesión —le dijo Taylor—. Pero, primero, tienes que prometer que no te enfadarás conmigo.

—¿Qué has hecho?

—Le hablé a Judith de la noche que estuvimos juntos —contestó Taylor. Observó a Cortés como si esperara algún tipo de arrebato. Al darse cuenta de que no habría ninguno, continuó—: Sé que para ti no fue gran cosa —añadió—. Pero yo pienso en ello a menudo. No te importa, ¿verdad?

Cortés se encogió de hombros.

—Estoy seguro de que no ha sido una gran sorpresa para ella.

Taylor colocó la palma de la mano hacia arriba sobre la sábana y Cortés se la cogió. Los dedos del hombre ya no tenían energía, pero los apretó alrededor de la mano de Cortés con la poca fuerza que le quedaba. Estaban fríos.

—Estás temblando —señaló Taylor.

—Hace bastante que no pruebo bocado —fue la respuesta de Cortés.

—Deberías conservar las fuerzas. Eres un hombre muy ocupado.

—Algunas veces necesito flotar un poco —replicó Cortés.

Taylor sonrió y en sus rasgos enfermos hubo un asomo de la belleza que poseyera en otra época.

—Desde luego que sí —dijo—. Yo floto continuamente. He estado en todos los rincones de esta habitación. He estado por fuera de la ventana, observándome a mí mismo. Así será cuando me vaya, Cortés. Flotaré lejos y, en esa ocasión, no regresaré. Sé que Clem va a echarme de menos, hemos pasado juntos media vida, pero Judy y tú seréis cariñosos con él, ¿verdad? Hazle entender cómo son las cosas, si es que puedes. Dile cómo me he alejado flotando. No quiere oírme hablar así, pero tú me entiendes.

—No estoy seguro de eso.

—Eres un artista —le dijo.

—Soy un falsificador.

—No, en mis sueños no lo eres. En mis sueños quieres curarme y, ¿sabes lo que te digo entonces? Te digo que no quiero ponerme bien. Digo que quiero ir hacia la luz.

—Ese parece un buen lugar —dijo Cortés—. Puede que vaya contigo.

—¿Tan mal están las cosas? Cuéntamelo, quiero saberlo.

—Mi vida es una puta mierda, Tay.

—No deberías ser tan duro contigo mismo. Eres un buen hombre.

—Has dicho que no habría mentiras.

—No es mentira. Lo eres. Solo necesitas que alguien te lo recuerde de vez en cuando. Le pasa a todo el mundo. De otra forma, nos hundimos en la miseria, ¿sabes?

Cortés apretó con más fuerza la mano de Taylor. Había muchas cosas en su interior que no tenía forma ni conocimientos para expresar. Allí estaba Taylor, hablándole con el corazón en la mano sobre el amor y los sueños y sobre cómo serían las cosas cuando muriera y, ¿qué le daba él a cambio? Como mucho, confusión y olvido. Así pues, ¿quién de los dos era el enfermo?, pensó. ¿Taylor, que estaba débil pero hablaba con el corazón? ¿O él, que estaba entero pero permanecía en silencio? Decidido a no apartarse de ese hombre sin tratar de compartir algo de lo que le había ocurrido, meditó en busca de las palabras apropiadas para explicarlo.

—Creo que he encontrado a alguien —dijo—. Alguien que puede ayudarme… a recordar quién soy.

—Eso es bueno.

—No estoy tan seguro —respondió con un hilo de voz—. He visto algunas cosas estas últimas semanas, Tay…, cosas que no quise creer hasta que no me quedó más remedio. Algunas veces creo que voy a volverme loco.

—Cuéntamelo.

—Había alguien en Nueva York que trató de matar a Jude.

—Lo sé, me lo contó. ¿Qué pasa con él? —Sus ojos se abrieron de par en par—. ¿Acaso es ese alguien? —preguntó.

—No es «él».

—Creí que Judy había dicho que era un hombre.

—No es un hombre —dijo Cortés—. Tampoco es una mujer. Ni siquiera es humano, Tay.

—¿Y entonces qué es?

—Maravilloso —dijo en voz baja.

Jamás se había atrevido a usar una palabra semejante, ni siquiera para sus adentros. Pero cualquier otra cosa habría sido una mentira, y allí no se aceptaban las mentiras.

»Ya te he dicho que creo que me estoy volviendo loco. Pero te juro que si hubieras visto la manera en que se trasforma… No hay nada parecido en este mundo.

—¿Y dónde se encuentra ahora?

—Creo que está muerto —replicó Cortés—. He tardado demasiado tiempo en salir a buscarlo. He tratado de olvidar que lo conocí alguna vez. Tenía miedo de las sensaciones que despertaba en mí. Y después, cuando eso no funcionó, traté de pintarlo para eliminarlo de mi organismo. Pero tampoco sirvió de nada. Por supuesto que no sirvió de nada. En aquel momento era una parte de mí. Y cuando finalmente salí a buscarlo… era demasiado tarde.

—¿Estás seguro? —inquirió Taylor. Habían aparecido signos de incomodidad en su rostro mientras Cortés hablaba, y cada vez eran más evidentes.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, sí —le dijo—. Me gustaría escuchar el resto de la historia.

—No hay nada más que escuchar. Puede que Pai esté en algún sitio, pero no sé dónde.

—¿Por eso quieres flotar? ¿Tienes la esperanza…? —Se detuvo, ya que de pronto su respiración se había convertido en jadeos—. ¿Sabes?, tal vez deberías llamar a Clem —dijo.

—Por supuesto.

Cortés se encaminó hacia la puerta pero, antes de que la alcanzara, Taylor dijo:

—Tienes que descubrirlo, Cortés. Sea cual sea el misterio, tendrás que desvelarlo por nuestro bien, el de los dos.

Con una mano en la puerta y muchas razones para realizar una rápida retirada, Cortés tenía muy claro que todavía podía elegir quedarse callado, que podía dejar al anciano sin aceptar esa cruzada. Pero si respondía y la aceptaba, estaría atado por su promesa.

—Lo descubriré —le dijo al tiempo que enfrentaba la desesperada mirada de Taylor—. Ambos lo haremos. Te lo juro.

Taylor consiguió esbozar una sonrisa como respuesta, pero fue efímera. Cortés abrió la puerta y corrió hasta el descansillo. Clem estaba esperando.

—Te necesita —dijo Cortés.

Clem entró y cerró la puerta del dormitorio. Sintiéndose exiliado de pronto, bajó las escaleras. Jude estaba sentada junto a la mesa de la cocina, jugueteando con un trozo de piedra.

—¿Cómo está? —quiso saber.

—No muy bien —respondió Cortés—. Clem ha ido a cuidarlo.

—¿Te apetece un poco de té?

—No, gracias. Lo que de verdad necesito es algo de aire fresco. Creo que daré un paseo alrededor del edificio.

Cuando salió al exterior, caía una fina llovizna a la que le dio la bienvenida después del calor sofocante de la habitación del enfermo. Apenas conocía el barrio, de modo que decidió quedarse cerca de la casa; no obstante, la falta de atención destruyó enseguida la mayor parte de ese plan y se dedicó a vagar sin rumbo, perdido en sus pensamientos y en el laberinto de calles. Había una especie de frescura en el viento que le hizo desear huir. Aquel no era el lugar adecuado para resolver ningún misterio. Después del cambio de año, todo el mundo se esforzaría por tomar una nueva ronda de decisiones y ambiciones y planearía su futuro basándolo en fáciles mentiras. Él no quería hacer eso.

Cuando retomó el camino de vuelta a la casa, se dio cuenta de que regresaba con las manos vacías a pesar de que Jude le había pedido que comprara leche y cigarrillos. Se dio la vuelta para comprar ambas cosas, lo que le llevó más tiempo del que esperaba. Cuando al fin dobló la esquina con las cosas en la mano, había una ambulancia en el exterior del edificio. La puerta principal estaba abierta. Jude estaba en el umbral, absorta en la lluvia. Tenía lágrimas en los ojos.

—Ha muerto —dijo.

Cortés se detuvo en seco, a un metro de ella.

—¿Cuándo? —preguntó, como si de verdad importara.

—Justo después de que te fueras.

No quería llorar, no mientras ella estuviera delante. Había demasiadas cosas que no quería hacer en su presencia. Con rostro pétreo, dijo:

—¿Dónde está Clem?

—Arriba, con él. No subas. Ya hay demasiada gente.

Vio los cigarrillos que él tenía en las manos y estiró el brazo para cogerlos. Cuando sus manos se rozaron, el dolor se propagó entre ellos. A pesar de la decisión que había tomado Cortés, las lágrimas inundaron sus ojos, se lanzó a los brazos de Jude y ambos lloraron sin reservas, como enemigos unidos ante una pérdida común o amantes que estuvieran a punto de separarse. O bien como almas incapaces de recordar si eran amantes o enemigos, y lloraran ante su propia desorientación.