Capítulo 35

1

A Cortés le llevó varias horas llegar desde los hosannas de la calle Lujuria hasta el kesparate del místico; tuvo que ir preguntando la dirección, por lo general a hombres heridos, a medida que avanzaba, y en el tiempo que tardó en atravesar la ciudad el declive de la urbe hacia el caos se aceleró de tal modo que casi esperaba que las calles de enhiestos edificios y los árboles cuajados de flores hubiesen quedado reducidos a cenizas y escombros para cuando llegara. Sin embargo, cuando por fin alcanzó la ciudad dentro de la ciudad, descubrió que los demoledores y saqueadores la habían dejado intacta, ya fuera porque sabían que allí no había mucho que mereciera la pena o, más probablemente, porque el miedo irracional que le tenían a la gente que una vez había ocupado el Dominio del Invisible no les había dejado llevar a cabo sus maldades.

Al entrar, se dirigió en primer lugar a la chiancula, preparado para hacer lo que fuera necesario (amenazar, suplicar, seducir) con el fin de que lo llevaran junto al místico. No obstante, la chiancula y todos los edificios adyacentes estaban desiertos, de modo que empezó a realizar una búsqueda sistemática por las calles. Estas, al igual que la chiancula, estaban vacías y la desesperación empezó a eclipsar a la discreción, por lo que terminó gritando el nombre de Pai a las calles vacías, como un borracho a medianoche.

A la postre, esta táctica produjo resultados. Apareció uno de los miembros del cuarteto que le había ofrecido una bienvenida tan fría la primera vez que pisó el kesparate: el joven del bigote. No llevaba el manto sujeto con los dientes en aquella ocasión, y cuando habló se dignó hacerlo en inglés. Pero la cinta letal todavía aleteaba en sus manos y su advertencia era clara.

—Has vuelto —dijo.

—¿Dónde está Pai?

—¿Dónde está la niña?

—Muerta. ¿Dónde está Pai?

—Pareces diferente.

—Lo soy. ¿Dónde está Pai?

—Aquí no.

—¿Entonces dónde?

—El místico ha subido al palacio —replicó el hombre.

—¿Por qué?

—Así se decretó en el juicio.

—¿Que subiera, nada más? —preguntó Cortés al tiempo que daba un paso hacia el hombre—. Seguro que hay algo más.

Aunque la espada de seda protegía al hombre, el poder que contenía Cortés excedía en mucho al suyo y, al percibirlo, el eurhetemec decidió responder con menos florituras.

—La sentencia fue que matara al Autarca —dijo.

—¿Lo han enviado allí solo?

—No. Se llevó a algunos miembros de nuestra tribu con él y dejó a otros cuantos aquí para proteger el kesparate.

—¿Cuánto tiempo hace que se marcharon?

—No mucho. Pero no serás capaz de entrar en el palacio. Ni ellos tampoco. Es un suicidio.

Cortés no se detuvo a discutir; se encaminó de vuelta a la entrada, dejando al hombre para que protegiera las flores y las calles vacías. Según se aproximaba a la puerta, no obstante vio a dos individuos, un hombre y una mujer, que acababan de entrar y miraban en su dirección. Ambos estaban desnudos de cintura para arriba y tenían la garganta pintada con las tres bandas azules que recordaba del asedio del puerto, lo que los señalaba como miembros de la Carestía. Cuando se aproximó, ambos lo saludaron juntando las palmas e inclinando la cabeza. La mujer era casi el doble de grande que su compañero; su cuerpo era una máquina gloriosa; su cabeza, afeitada por completo salvo en la zona de la coleta, se asentaba sobre un cuello más ancho que su cráneo y que, al igual que su vientre y sus brazos, era tan musculoso que el más mínimo movimiento resultaba un espectáculo.

—¡Te dije que estaría aquí! —le dijo al mundo.

—No sé qué es lo que quieres —respondió Cortés—, pero no puedo proporcionártelo.

—¿De verdad eres John Furia Zacharias?

—Sí.

—¿Al que llaman Cortés?

—Sí, pero…

—Entonces, tienes que venir. Por favor. El padre Atanasio nos ha enviado a buscarte. Nos hemos enterado de lo que ha ocurrido en la calle Lujuria y sabíamos que habías sido tú. Soy Nikaetomaas —dijo la mujer—. Este es Floccus Dado. Hemos estado esperándote desde que llegó Estabrook.

—¿Estabrook? —preguntó Cortés. No había pensado en él ni una sola vez durante meses—. ¿De qué lo conoces?

—Lo encontramos en la calle. Creíamos que era el elegido, pero estábamos equivocados. Él no sabe nada.

—¿Y crees que yo sí? —inquirió Cortés, desesperado—. Déjame decirte una cosa: ¡no sé una puta mierda! No sé quién crees que soy, pero no soy tu hombre.

—Eso fue lo que dijo el padre Atanasio. Dijo que ignorabas…

—Bien, pues tenía razón.

—Pero te casaste con la criatura mística.

—¿Y qué? —dijo Cortés—. La amo, y no me importa que todo el mundo se entere.

—Nos hemos dado cuenta de eso —dijo Nikaetomaas, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. De esa forma te hemos localizado.

—Sabíamos que vendrías aquí —dijo Floccus—. Que allí donde fuera la criatura, tú la seguirías.

—No está aquí —señaló Cortés—. Ha subido al palacio.

—¿Al palacio? —repitió Nikaetomaas al tiempo que alzaba la vista hacia los menguados muros—. ¿Y tienes intención de seguirla?

—Sí.

—Entonces iré contigo —añadió la mujer—. Señor Dado, vuelve con Atanasio. Dile a quién hemos encontrado y hacia dónde nos dirigimos.

—No quiero compañía —dijo Cortés—. Ni siquiera confío en mí mismo.

—¿Cómo conseguirás entrar al palacio sin nadie a tu lado? —quiso saber Nikaetomaas—. Yo conozco las puertas. Conozco los patios.

Cortés le dio vueltas a las posibilidades en su cabeza. Parte de él quería ir como un rufián, sembrando el mismo caos que había llevado a la calle Lujuria como emblema. Pero era cierto que su ignorancia acerca del trazado del palacio podría retrasarlo, y unos minutos podrían marcar la diferencia entre encontrar al místico con vida o hallarlo muerto. Asintió para dar su consentimiento y el grupo se dividió a la entrada: Floccus Dado volvió con el padre Atanasio, y Cortés y Nikaetomaas subieron hacia la fortaleza del Autarca.

En lo único que pensaba mientras viajaban era en Estabrook. Preguntó cómo estaba el hombre, y si todavía estaba loco.

—Estaba casi muerto cuando lo encontramos —respondió Nikaetomaas—. Su hermano lo dejó aquí dándolo por muerto. Pero lo llevamos a nuestras tiendas en la Mácula y lo curamos. O, mejor dicho, la estancia allí lo curó.

—¿Hicisteis todo eso creyendo que era yo?

—Sabíamos que alguien iba a llegar desde el Quinto para comenzar la Reconciliación de nuevo. Y, por supuesto, sabíamos que no tardaría mucho. Lo único que ignorábamos era su aspecto.

—Bueno, siento decepcionarte, pero os habéis equivocado por segunda vez. Al igual que Estabrook, yo no soy el hombre que buscáis.

—Entonces, ¿por qué has venido?

Aquella era una pregunta que merecía una respuesta seria, si no por el bien de ella, por el suyo propio.

—Había preguntas cuya respuesta no podía conseguir en la Tierra —dijo—. Un amigo mío murió muy joven. Una mujer que conocía casi fue asesinada…

—Judith.

—Sí, Judith.

—Hemos hablado muchísimo sobre ella —dijo Nikaetomaas—. Estabrook estaba obsesionado con esa mujer.

—¿Todavía?

—Hace mucho que no hablo con él. Pero, como ya sabes, trataba de traerla a Yzordderrex cuando su hermano intervino.

—¿Ha venido?

—Al parecer, no —dijo Nikaetomaas—. Pero Atanasio cree que al final vendrá. Dice que ella es parte de la historia de la Reconciliación.

—¿Y de dónde ha sacado eso?

—De la obsesión de Estabrook por ella, supongo. De la forma en que habla de Judith, como si ella fuera algo sagrado, y Atanasio adora a las mujeres sagradas.

—Deja que te diga algo: conozco a Judith muy bien, y no es ninguna Virgen.

—Hay distintos tipos de santidad entre nuestro sexo —replicó Nikaetomaas, un poco irritada.

—Lo siento, no pretendía ofender. Pero si hay algo que Judith siempre ha odiado es que la coloquen en un pedestal.

—En ese caso, puede que no sea el ídolo lo que debamos estudiar, sino al adorador. Atanasio dice que la obsesión es la madre de nuestra fortaleza.

—¿Y eso qué significa?

—Que tenemos que lograr que las murallas que nos rodean ardan hasta las cenizas, pero que se necesita una llama muy grande para hacerlo.

—Una obsesión, en otras palabras.

—Ese es un tipo de llama, sí.

—¿Pero por qué íbamos a querer quemar esas murallas, para empezar? ¿No sirven para protegernos?

—Porque si no lo hacemos moriremos dentro, besando nuestros propios reflejos —afirmó Nikaetomaas; una respuesta demasiado profunda para ser improvisada.

—¿Otra frase de Atanasio? —preguntó Cortés.

—No —respondió Nikaetomaas—. De una tía mía. Estuvo encerrada en el Bastión durante años, pero aquí… —la mujer señaló su sien— es libre.

—¿Y qué pasa con el Autarca? —quiso saber Cortés al tiempo que giraba la cabeza hacia la fortaleza.

—¿Qué pasa con él?

—¿Está allí arriba besando su reflejo?

—¿Quién sabe? Puede que muriera hace años y que el lugar se gobierne solo.

—¿De verdad lo crees?

Nikaetomaas meneó la cabeza.

—No. Está vivo, tras sus murallas.

—¿Y por qué no sale?

—¿Quién sabe? Sea lo que sea a lo que le tiene miedo, no creo que respire el mismo aire que nosotros.

Antes de que abandonaran la calle principal llena de escombros del kesparate Hittahitte, que se extendía entre las puertas del kesparate Eurhemetec y las amplias calzadas romanas del distrito burocrático de Yzordderrex, Nikaetomaas escarbó entre las ruinas de una buhardilla en busca de algún tipo de disfraz. Encontró un montón de ropas sucias que insistió en que Cortés se pusiera y después dio con algunas igual de asquerosas para ella. Debían ocultar sus rostros y sus cuerpos, le explicó, para poder mezclarse sin problemas con los miserables que se encontrarían reunidos a las puertas. A continuación empezaron a avanzar, y el ascenso los llevó hacia unas calles flanqueadas por edificios de arquitectura y altura clásicas, que todavía no habían sido tocados por las antorchas que pasaban de mano en mano, de tejado en tejado, en los kesparates de más abajo. No permanecerían prístinos durante mucho tiempo, predijo Nikaetomaas. Cuando el fuego de los rebeldes alcanzara aquellos edificios (las Cortes de Tributación y los Departamentos de Justicia), no dejaría un pilar sano. Pero, por el momento, los viajeros se movían entre los monolitos tan silenciosos como mausoleos.

Al otro lado, la razón de que vistieran esa ropa apestosa y harapienta se hizo evidente. Nikaetomaas no les había conducido a una de las puertas grandes, sino a una puerta secundaria alrededor de la cual se había reunido un grupo de personas vestidas con ropas idénticas a las que ellos habían conseguido. Algunos llevaban velas, y su caprichosa luz le permitió distinguir a Cortés que ni uno de los cuerpos allí reunidos estaba entero.

—¿Están esperando para entrar? —le preguntó a su guía.

—No. Esta es la puerta de San Sumidero y San Neto. ¿No has oído hablar de ellos en el Quinto? Creía que fue allí donde se convirtieron en mártires.

—Es muy posible.

—Están por todos lados en Yzordderrex. En las rimas infantiles, en los espectáculos de marionetas…

—Entonces, ¿qué pasa aquí? ¿Es que los santos se aparecen?

—Más o menos.

—¿Y qué es lo que espera esta gente? —preguntó Cortés, y echó un vistazo a la patética asamblea—. ¿Curarse?

Desde luego, necesitaban muchísimo milagros de ese tipo. Tullidos y enfermos, supurantes y quebrados, algunos de ellos parecían tan débiles que no llegarían a la mañana siguiente.

—No —replicó Nikaetomaas—. Vienen aquí en busca de sustento. Solo espero que los santos no estén demasiado ocupados con la revolución para aparecerse.

No había terminado de pronunciar esas palabras cuando el sonido de un motor que cobraba vida al otro lado de las puertas levantó un revuelo entre la multitud. Las muletas se convirtieron en armas, voló la saliva de los enfermos y los inválidos lucharon por conseguir un lugar cerca de la gratificación que sabían inminente. Nikaetomaas empujó a Cortés hacia la reyerta, donde se vio obligado a luchar, a pesar de que se sentía avergonzado de hacerlo, para que no le arrancaran las extremidades aquellos que tenían menos que él. Con la cabeza gacha y sin dejar de sacudir los brazos, se abrió camino a la fuerza hacia las puertas que comenzaban a abrirse.

Lo que apareció al otro lado arrancó jadeos de devoción a todos los asistentes y uno de incredulidad a Cortés. Rodando hacia delante para llenar la amplitud de las puertas había una representación barata de cuatro metros y medio: una escultura que representaba a San Sumidero y a San Neto hombro con hombro, con los brazos extendidos hacia la multitud anhelante, mientras que sus ojos se movían hacia abajo en sus esculpidas cuencas (como los de los muñecos de las carrozas del Carnaval) para contemplar a su grupo de adoradores como si los temieran, antes de volver a alzarlos hacia los cielos un segundo después. Pero fue su apariencia lo que dejó atónito a Cortés. Estaban vestidos con sus dádivas: cubiertos de comida de la garganta a los pies. Una túnica de comida recién salida del horno cubría sus torsos; las salchichas colgaban en humeantes lazos alrededor de sus cuellos y muñecas; de su entrepierna colgaban sacos llenos de pan, mientras que los mantos de sus faldas estaban hechos a base de fruta y pescado. De inmediato la multitud avanzó para desnudarlos, implacables en su hambre, golpeándose los unos a los otros mientras escalaban en busca de su parte.

Los santos no estaban indefensos, sin embargo; había penalizaciones por la glotonería. Garfios y lanzas, diseñados expresamente para hacer daño, estaban colocados entre los abundantes pliegues de las capas y las túnicas. A los fieles no parecía importarles, de modo que seguían escalando las estatuas, desdeñando la fruta y el pescado para alcanzar los filetes y las salchichas de más arriba. Algunos cayeron y se convirtieron en masas sangrientas; otros, apoyándose en las víctimas, alcanzaron su objetivo con gritos de felicidad y cargaron los bolsos que llevaban a la espalda. Aun entonces, en medio del triunfo, no se encontraban a salvo. Aquellos que estaban detrás los arrancaban de sus puestos, o tiraban de las bolsas de sus espaldas y los arrojaban hacia sus cómplices en la multitud, donde, a su vez, los atacaban y robaban.

Nikaetomaas se agarró al cinturón de Cortés para que no pudieran separarlos en aquella confusión y, después de muchas maniobras, lograron alcanzar la base de las estatuas. La máquina había sido diseñada para bloquear las puertas, pero Nikaetomaas se puso en cuclillas frente a la peana y, ocultando lo que hacía a los guardias que vigilaban por encima de las puertas, arrancó la cubierta que albergaba las ruedas del vehículo. Eran de metal fundido, pero parecían de cartón bajo sus manos, así que los remaches salieron volando. Al instante se agachó para introducirse en el hueco que había creado. Cortés la siguió. Una vez bajo los santos, el griterío de la multitud se hizo más lejano y los porrazos de los cuerpos se entremezclaron con la gresca general. Estaban casi a oscuras, pero se arrastraron hacia delante sobre el vientre mientras el motor, enorme y caliente, goteaba alguna clase de líquido sobre ellos. Cuando llegaron al otro lado y Nikaetomaas comenzó a retirar la cubierta de ese extremo, el volumen de los gritos volvió a aumentar. Cortés miró a su alrededor. Otros habían descubierto la obra de Nikaetomaas y, creyendo quizá que había nuevos tesoros sin descubrir bajo los ídolos, los estaban siguiendo: no dos ni tres, sino muchos. Cortés empezó a echarle una mano a la mujer mientras el espacio se llenaba de cuerpos y nuevos altercados estallaban entre los perseguidores que luchaban por abrirse paso. Toda la estructura, tan grande como era, comenzó a temblar debido a la combinación de los luchadores de abajo y los conspiradores de la cima. Con la violencia de las sacudidas que se incrementaba por momentos, Cortés pudo vislumbrar su vía de escape. Había un patio de tamaño considerable al otro lado de los santos, marcado por los raíles de la máquina y lleno de comida descartada.

La inestabilidad de la maquinaria no había pasado desapercibida, y dos de los guardias ya estaban abandonando su almuerzo de filetes de primera y dando la alarma con gritos de pánico. Su retirada permitió que Nikaetomaas gateara hasta liberarse sin que nadie se diera cuenta, y que después se girara para tirar de Cortés. Estaba a punto de estallar el caos absoluto, y se escucharon disparos al otro lado mientras los guardias de arriba trataban de disuadir a la multitud para que no se arrastrara bajo la estructura. Cortés sintió manos que se aferraban a sus piernas, pero se las quitó de encima a patadas al tiempo que Nikaetomaas tiraba de él y lo sacaba al aire libre; justo en ese instante se produjeron varios crujidos, como súbitos truenos, que anunciaron que los santos estaban cansados de tambalearse y listos para caer. Con la espalda inclinada, Cortés y Nikaetomaas cruzaron el terreno lleno de desperdicios y cascaras hacia la seguridad de las sombras mientras, con un escandaloso estruendo, los santos caían patas arriba como los borrachos de los tebeos, con una masa de individuos aún adheridos a sus brazos, capas y mantos. La estructura se hizo pedazos al chocar contra el suelo, esparciendo trozos de piedra, comida y carne destrozada en todas direcciones.

Los guardias descendían desde la muralla en aquel momento para detener a balazos el progreso de la multitud. Cortés y Nikaetomaas no se detuvieron a mirar aquel nuevo horror, sino que se dieron la vuelta y se alejaron de las puertas con las súplicas y los aullidos de los que habían quedado atrapados por las estatuas siguiéndolos hacia la oscuridad.

2

—¿Qué es ese estrépito, Rosengarten?

—Se trata de un pequeño incidente en la Puerta de los Santos, señor.

—¿Estamos bajo asedio?

—No; no ha sido más que un desafortunado accidente.

—¿Víctimas?

—Ninguna significativa. Están sellando la puerta en estos instantes.

—¿Y Quaisoir? ¿Cómo está?

—No he hablado con Seidux desde esta tarde.

—Entonces ve ahora.

—Por supuesto.

Rosengarten se retiró y el Autarca volvió a prestar atención al hombre inmóvil de la silla de al lado.

—Estas noches yzordderrexianas… —le dijo al tipo— son muy largas. ¿Sabes?, en el Quinto duran la mitad, y solía quejarme de que se acababan demasiado pronto. Pero ahora… —suspiró—, ahora me pregunto si no sería mejor que volviera allí y fundara una Nueva Yzordderrex. ¿Qué te parece?

El hombre de la silla no contestó. Sus gritos habían cesado hacía mucho tiempo, aunque las reverberaciones, más apreciadas y más seductoras que el propio sonido, continuaban sacudiendo el aire incluso a nivel del lecho de aquella habitación, donde a veces se formaban nubes que dejaban caer una lluvia delicada y purificante.

El Autarca colocó su silla más cerca del hombre. Un saco de fluido viviente del tamaño de su cabeza estaba incrustado en el pecho de la víctima; sus miembros, finos como cabellos, se clavaban en el cuerpo del hombre y se adherían al corazón, a los pulmones, al hígado y a las vísceras. Él mismo había invocado a ese ser desde el In Ovo; no era más que el despojo de lo que una vez había sido una bestia fabulosa, la Renunciante. La había elegido como un cirujano elegiría un instrumento de una bandeja para llevar a cabo una tarea muy delicada y muy particular. Fuera cual fuese la naturaleza de esas bestias invocadas, no las temía. Varias décadas de rituales semejantes lo habían familiarizado con las especies que rondaban el In Ovo, y a pesar de que ciertamente había algunas que jamás se atrevería a traer al mundo de los vivos, la mayoría tenía suficientes instintos de supervivencia como para conocer la voz de su amo, y lo obedecían dentro de los confines de su entendimiento. A esta criatura la había llamado Abelove, por un abogado al que había conocido durante un breve periodo en el Quinto y que era tan sanguijuela como ese trozo de malicia, y casi igual de apestoso.

—¿Qué se siente? —preguntó el Autarca, que se esforzaba por escuchar cualquier murmullo de respuesta—. El dolor ya ha pasado, ¿verdad? ¿No te dije que pasaría?

El hombre abrió los ojos y se lamió los labios, que esbozaron algo muy parecido a una sonrisa.

»Sientes la unión con Abelove, ¿no es cierto? Se ha abierto camino hasta cada pequeño rincón. Habla, por favor, o te lo quitaré. Sangrarás por cada punción que te ha hecho, pero el dolor no será nada comparado con la pérdida que sentirás.

—No… —dijo el hombre.

—Entonces, háblame —replicó el Autarca, cargado de razones—. ¿Sabes lo difícil que es encontrar una sanguijuela como esta? Casi se han extinguido. Pero te di esta a ti, ¿verdad? Y lo único que te pido es que me digas lo que sientes.

—Es… agradable.

—¿Está hablando Abelove o tú?

—Somos lo mismo —fue la respuesta.

—Es como el sexo, ¿no es cierto?

—No.

—¿Como el amor, entonces?

—No. Como si no hubiera nacido.

—¿Como si estuvieras en el útero?

—En el útero.

—Dios, cómo te envidio. Yo no recuerdo eso. Nunca floté dentro de una madre.

El Autarca se levantó de la silla y se cubrió la boca con la mano. Siempre le pasaba aquello cuando los restos de kreauchee se desplazaban por sus venas. Se ponía insoportablemente sensible en esas ocasiones, proclive a las expresiones de dolor y furia a la más mínima señal.

»Estar unido a otra alma —dijo—, de forma indivisible. Consumido y creado al mismo tiempo. Qué deliciosa felicidad.

Se giró hacia su prisionero, cuyos ojos se habían cerrado de nuevo. El Autarca no lo notó.

»Es en ocasiones como esta —dijo— cuando desearía ser un poeta. Desearía tener las palabras para expresar mi anhelo. Creo que si conociera eso algún día, no me importa cuántos años pasen, o si son siglos, incluso, no me importa, si supiera que un día iba a estar unido de forma inseparable a otra alma, podría empezar a ser un buen hombre.

Se sentó junto a su cautivo, cuyos ojos estaban ya completamente cerrados.

»Pero eso no ocurrirá —dijo, y empezaron a llegar las lágrimas—. Somos demasiado nosotros mismos. Tememos dejar de ser lo que somos por miedo a no ser nada, y nos aferramos tanto a eso que perdemos todo lo demás. —La agitación sacudía las lágrimas de sus ojos en aquel momento—. ¿Me estás escuchando? —preguntó. Zarandeó al hombre, que tenía la boca abierta y un reguero de saliva en una de las comisuras—. ¡Escucha! —exclamó con furia—. ¡Te estoy expresando mi dolor!

Al no recibir respuesta, se puso en pie y abofeteó el rostro de su cautivo con tanta fuerza que el hombre cayó hacia atrás, junto con la silla en la que estaba atado. La criatura aferrada a su pecho se convulsionó en solidaridad con su huésped.

»¡No te he traído aquí para que duermas! —gritó el Autarca—. Quiero que compartas tu dolor conmigo.

Colocó las manos sobre la sanguijuela y empezó a arrancarla del pecho del hombre. El pánico de la criatura se extendió a su huésped y, al instante, el hombre comenzó a retorcerse; las cuerdas le hicieron sangre mientras luchaba por evitar que le quitaran la sanguijuela. Menos de una hora antes, cuando Abelove había sido convocado desde las sombras y mostrado al prisionero, este había suplicado que no se lo acercaran. En ese momento, una vez que hubo recuperado el habla de nuevo, suplicó con el doble de fervor que no lo separaran de él, y sus ruegos se convirtieron en gritos cuando los filamentos del parásito, que tenían garfios para evitar que los retirasen, fueron arrancados de los órganos que habían perforado. Tan pronto como llegaron a la superficie, comenzaron a sacudirse como látigos, tratando de regresar a su huésped o de encontrar uno nuevo. Pero el Autarca se mostró impasible ante el pánico de ambos amantes y los separó como si de la muerte se tratara: lanzó a Abelove al otro lado de la estancia y cogió el rostro del hombre entre los dedos pegajosos por la sangre de su amado.

»Ahora… —dijo—, ¿qué es lo que sientes?

—Devuélvemelo… por favor… devuélvemelo.

—¿Es como nacer? —dijo el Autarca.

—¡Lo que tú digas! ¡Sí! ¡Sí! ¡Pero devuélvemelo!

El Autarca se apartó del hombre y atravesó la habitación hasta el lugar donde había llevado a cabo la invocación. Se abrió camino a través de las espirales de tripas humanas que había dispuesto en el suelo como cebo, cogió el cuchillo que aún se encontraba sobre la sangre que había al lado de la cabeza con los ojos vendados, y regresó con lentitud a lugar donde yacía la víctima. Allí, cortó las ataduras del prisionero y se echó hacia atrás para contemplar el resto del espectáculo. A pesar de que estaba gravemente herido, de que sus pulmones perforados apenas eran capaces de coger aliento, el hombre clavó la vista en el objeto de su deseo y comenzó a arrastrarse hacia él. Sin inmutarse, el Autarca dejó que gateara, a sabiendas de que la distancia era demasiado grande y de que la escena acabaría en tragedia.

El amante no había recorrido más que un par de metros cuando se escuchó un golpe en la puerta.

—¡Largo! —gritó el Autarca, pero los golpes sonaron de nuevo, esa vez acompañados de la voz de Rosengarten.

—Quaisoir se ha ido, señor —dijo.

El Autarca contempló la desesperación del hombre que se arrastraba y la suya propia. A pesar de todas sus indulgencias, la mujer lo había abandonado por el Hombre de los Pesares.

—¡Adelante! —dijo.

Rosengarten entró y le dio su informe. Seidux estaba muerto, lo habían acuchillado y defenestrado. Los aposentos de Quaisoir estaban vacíos, su sirviente había desaparecido y su vestidor estaba patas arriba. Ya se había puesto en marcha la búsqueda de sus secuestradores.

—¿Secuestradores? —preguntó el Autarca—. No, Rosengarten. No hay secuestradores. Se ha ido por propia voluntad.

Ni una sola vez apartó la vista del amante mientras hablaba; el hombre ya había recorrido un tercio de la distancia que había entre la silla y su amado, pero se estaba debilitando con rapidez.

»Se acabó —dijo el Autarca—. Se ha ido a buscar a su Redentor, la muy zorra.

—Entonces, ¿sería mejor que mandara a las tropas a buscarla? —quiso saber Rosengarten—. La ciudad es peligrosa.

—También lo es ella cuando quiere. La mujer del Bastión le enseñó algunos trucos paganos.

—Espero que esa sentina haya ardido hasta los cimientos —dijo Rosengarten con un extraño fervor.

—Lo dudo —replicó el Autarca—. Tienen maneras de protegerse entre ellas.

—De mí no —se jactó Rosengarten.

—Sí, incluso de ti —le respondió el Autarca—. Incluso de mí. El poder de las mujeres no mengua, por mucho que lo intentemos. El Invisible trató de hacerlo, pero no tuvo éxito. Siempre hay algún rincón…

—Dé la orden —lo interrumpió el comandante— y bajaré ahora mismo. Colgaré a esas zorras en las calles.

—No, no lo entiendes —dijo el Autarca con un tono casi indiferente, pero más lleno de pesar precisamente por eso—. El rincón no está ahí fuera, está aquí. —Se señaló la cabeza—. Está en nuestras mentes. Sus misterios nos obsesionan, a pesar de que las apartamos de nuestra vista. Incluso a mí. Dios sabe que yo debería verme libre de ello. Yo no fui engendrado como el resto de vosotros. ¿Cómo puedo anhelar algo que jamás he tenido? Pero así es. —Suspiró—. Dios, cómo lo anhelo. —Miró a Rosengarten, que tenía una expresión de no entender nada—. Míralo. —El Autarca volvió a posar la vista en el cautivo—. Le quedan segundos de vida. Pero la sanguijuela le ha dado a probar algo que quiere recuperar.

—¿Qué le ha dado a probar?

—El útero, Rosengarten. Dijo que era como estar dentro del útero. Todos somos descastados. Da igual lo que construyamos, da igual dónde nos escondamos, siempre seremos descastados.

Mientras hablaba, el prisionero emitió un último gemido exhausto y se quedó quieto. El Autarca contempló el cadáver un rato; el único sonido que se escuchaba en la amplia habitación era el de los débiles movimientos de la sanguijuela sobre el suelo frío.

—Cierra las puertas y séllalas —dijo el Autarca, que se dio la vuelta para marcharse sin mirar a Rosengarten—. Voy a la Torre del Eje.

—Sí, señor.

—Ven a buscarme cuando haya luz. Estas noches son demasiado largas. Demasiado largas. Algunas veces me pregunto…

Pero lo que se preguntaba había desaparecido de su cabeza mucho antes de alcanzar sus labios y, cuando abandonó la tumba de los amantes, lo hizo en silencio.