Capítulo 12

1

Taylor Briggs le había dicho a Judith en una ocasión que llevaba la cuenta de los años que tenía en veranos. Cuando su vida llegara a su fin, decía, recordaría todos esos veranos y, contándolos, se sentiría bendecido por haberlos vivido. Desde los idilios de su juventud hasta las últimas grandes orgías celebradas en las habitaciones traseras y en las casas de baño de Nueva York y San Francisco, podía recordar su carrera amorosa con tan solo olisquear el sudor de sus axilas. Judith sintió envidia al escucharlo. Al igual que le sucedía a Cortés, ella también tenía dificultad para recordar lo acaecido más de diez años atrás. No tenía ni una sola imagen de su adolescencia, ni de su infancia; no podía evocar a sus padres, ni siquiera nombrarlos. Esta incapacidad de aferrarse a la historia no la preocupaba demasiado (no conocía otra cosa), hasta que se topaba con alguien como Taylor, que parecía obtener una enorme satisfacción con sus recuerdos. Esperaba que aún siguiera haciéndolo; ese era uno de los pocos placeres que le quedaban.

Había escuchado por primera vez los rumores de su enfermedad el pasado mes de julio de boca del amante de Taylor, Clem. A pesar de que ambos habían compartido el mismo estilo de vida, el sida había pasado de largo junto a este último; Jude había pasado unas cuantas noches con él, charlando sobre la culpa que sentía ante lo que él pensaba que era una evasión inmerecida. No obstante, sus caminos se habían separado durante los meses de otoño y le sorprendió mucho encontrar una invitación para asistir a la fiesta de Navidad de la pareja cuando volvió de Nueva York. Puesto que aún estaba demasiado sensible por todo lo que había sucedido, llamó para decir que no podría asistir; fue entonces cuando Clem le confesó que no era muy probable que Taylor viese otra primavera, y menos aún otro verano. ¿No pensaba ir, aunque fuera por Taylor? Por supuesto, aceptó. Si entre su círculo de amistades había alguien que sabía sacar partido de los malos tiempos, esos eran Taylor y Clem; y tanto el uno como el otro merecían que ella se esforzara por poner lo mejor de su parte. ¿El hecho de sentirse tan cómoda rodeada de hombres que no veían su sexo como un terreno que debían conquistar se debería a las dificultades que le habían provocado los heterosexuales que habían pasado por su vida?

La noche de Navidad, cuando pasaban unos minutos de las ocho, Clem abrió la puerta y la invitó a entrar; reclamó un beso al pasar por debajo del ramillete de muérdago que estaba colgado en el pasillo antes de que, en sus propias palabras, «los bárbaros cayeran sobre ella». La casa estaba decorada exactamente igual que lo habría estado un siglo atrás: las cintas de oropel, la falsa nieve y las tiras de lucecillas habían sido descartadas en favor de las ramas de abeto, que colgaban en tal profusión de las paredes y repisas que las habitaciones parecían haber sido medio invadidas por el bosque. Clem, cuya juventud había quedado olvidada mucho tiempo atrás bajo el peso de los años, no compartía esa imagen tan saludable. Cinco meses antes, su aspecto había sido el de un treintañero entrado en carnes, si se lo miraba con buenos ojos. En ese momento, parecía al menos diez años más viejo, y ni su alegre bienvenida ni los halagos que le dedicaba lograban disimular su cansancio.

—Vas de verde —le dijo mientras la acompañaba al salón—. Se lo dije a Taylor. Ojos verdes, vestido verde.

—¿Das el visto bueno?

—¡Por supuesto! Estas Navidades estamos celebrando unas festividades paganas. Dies Natalis Solis Invictus.

—¿Y eso qué es?

—El Nacimiento del Sol Invicto —contestó—. La Luz del Mundo. En estos momentos, necesitamos que nos ilumine un poco.

—¿Conozco a alguna de las personas que están aquí? —preguntó antes de llegar al centro de la fiesta.

—Todos te conocen, querida —le dijo con cariño—. Incluso aquellos que nunca te han visto.

Muchos de los rostros que los esperaban le resultaban familiares, de modo que le llevó cinco minutos llegar hasta el lugar donde Taylor estaba sentado, como el señor del castillo, en un sillón bien provisto de cojines y situado muy cerca del crepitante fuego de la chimenea. Intentó ocultar la impresión que le produjo su aspecto. Había perdido casi todo lo que una vez fuera una melena leonina y la práctica totalidad de la carne superflua del rostro que había por debajo. Sus ojos, que siempre habían sido su rasgo más impresionante (una de las muchas cosas que ambos tenían en común), parecían enormes, como si quisiera devorar durante el tiempo que le restaba todas esas imágenes que la muerte le arrebataría. Abrió los brazos para saludarla.

—¡Cariño! —le dijo—. Dame un abrazo. Disculpa que no me levante.

Ella se inclinó y lo abrazó. No era más que piel y huesos; y estaba helado a pesar de la proximidad del fuego.

»¿Te ha traído Clem un poco de ponche?

—A eso iba —dijo Clem.

—Sírveme otro vodka a mí, ya que vas —ordenó Taylor con la misma autoridad de siempre.

—Creía que habíamos quedado… —protestó Clem

—Ya sé que es malo para mí. Pero estar sobrio es mucho peor.

—Se trata de tu funeral —dijo Clem con una franqueza tal que dejó a Jude atónita. Pero la pareja se miró con una especie de adoración salvaje y Jude se dio cuenta, al observar el intercambio, de que la crueldad de Clem no era más que una parte del mecanismo de defensa que utilizaba para poder soportar la tragedia.

—Como quieras —accedió Taylor—. Tráeme un zumo de naranja. Espera, llamémoslo Virgen María[5]. Para no desentonar con la época.

—Pensaba que celebrábamos una fiesta pagana —dijo Jude, mientras Clem se alejaba en busca de las bebidas.

—No sé por qué los cristianos deberían quedarse con la Santa Madre —dijo Taylor—. Nunca han sabido qué hacer con ella. Coge una silla, cariño. Me dijeron que te habías ido a tierras lejanas.

—Sí, pero regresé a última hora. He tenido algunos problemas en Nueva York.

—¿A quién le rompiste el corazón esta vez?

—No se trata de ese tipo de problema.

—¿Entonces? —preguntó él—. Sé una chismosa. Cuéntaselo a Taylor.

Era un chiste malo que se remontaba mucho tiempo atrás y que consiguió arrancar una sonrisa de los labios de Judith. También consiguió que comenzara a narrar una historia que había jurado no revelar a nadie.

—Alguien intentó asesinarme —dijo.

—Estás bromeando —contestó Taylor.

—Ojalá.

—¿Qué sucedió? —preguntó—. Desembucha. Últimamente me gusta escuchar las malas noticias de los demás. Cuanto peores sean, mejor.

Jude acarició el dorso de la huesuda mano de Taylor.

—Primero dime cómo estás tú.

—Fatal —contestó—. Clem es maravilloso, por supuesto, pero ni todos los mimos del mundo podrán devolverme la salud. Tengo días buenos y días malos, Casi todos malos de un tiempo a esta parte. No me queda, como mi madre solía decir, mucho tiempo en este mundo. —Alzó la mirada—. Mira, aquí viene San Clemente del Orinal. Cambio de tema. Clem, ¿te ha contado Judy que han intentado matarla?

—No. ¿Dónde?

—En Manhattan.

—¿Un ladrón?

—No.

—No será algún conocido, ¿verdad? —preguntó Taylor.

Ahora que estaba a punto de contar toda la historia, no estaba muy segura de querer hacerlo. Pero Taylor tenía los ojos brillantes por la emoción y no podía soportar decepcionarlo. Comenzó a narrar lo sucedido y su historia se vio salpicada con las complacidas exclamaciones de incredulidad de Taylor, lo que provocó que se entregara a su audiencia como si su relato no fuese más que una invención descabellada en lugar de la lúgubre verdad. Solo perdió el ímpetu en una ocasión, cuando salió a relucir el nombre de Cortés y Clem aprovechó para informar de que estaba invitado a la fiesta. El corazón le dio un vuelco a Judith y lardó un momento en recuperar el ritmo normal.

—Cuéntanos el resto —la instó Taylor—. ¿Qué sucedió entonces?

Ella siguió con la historia, pero a partir de ese punto, y puesto que estaba de espaldas a la puerta, se descubrió pensando a cada instante si él estaría atravesándola en ese mismo momento. Semejante distracción hizo mella en su capacidad narrativa, si bien era bastante posible que el relato de un asesinato contado por la víctima estuviera condenado a caer en la previsibilidad. Así que le puso fin con una premura inmerecida.

—El caso es que estoy viva —dijo.

—Brindo por eso —contestó Taylor al tiempo que le pasaba el vaso de Virgen María aún intacto a Clem—. ¿Unas gotas de vodka, tal vez? —le imploró—. Asumiré las consecuencias.

Clem se encogió de hombros con un gesto renuente y, tras tomar el vaso vacío de Jude, se abrió camino entre la multitud hasta la mesa de las bebidas, lo cual le dio una excusa a la misma Jude para girarse y examinar la habitación. Habían aparecido al menos media docena de rostros nuevos desde que se sentara. Cortés no estaba entre ellos.

—¿Estás buscando al «hombre adecuado»? —preguntó Taylor—. Todavía no ha llegado.

Ella volvió a mirarlo, dispuesta a enfrentar su diversión.

—No sé de quién estás hablando —le contestó.

—Del señor Zacharias.

—¿Y qué es lo que te resulta tan gracioso?

—Él y tú. El idilio más comentado de la pasada década. No sé si sabes que cuando hablas de él te cambia la voz. Se vuelve…

—¿Venenosa?

—Jadeante. Deseosa.

—Yo no jadeo por Cortés.

—Me lo habrá parecido a mí, entonces —dijo taimadamente—. ¿Era bueno en la cama?

—Los he conocido mejores.

—¿Quieres saber algo que nunca le he dicho a nadie?

Taylor se inclinó hacia delante y su sonrisa dejó entrever parte de su dolor. Ella creyó que ese ceño fruncido se debía a los dolores físicos, hasta que escuchó sus palabras.

»Me enamoré de Cortés en el mismo momento que lo conocí. Intenté por todos los medios llevármelo a la cama. Lo emborraché, hice que se colocara… Nada funcionó. Pero no se me pasó, hasta que hace unos seis años…

Clem apareció en ese momento, entregó los vasos nuevamente llenos a Taylor y Jude, y volvió a marcharse para dar la bienvenida a un grupo de recién llegados.

—¿Te acostaste con Cortés? —preguntó Jude.

—No exactamente. Me explico: lo convencí de que me dejara hacerle una mamada. Él estaba muy colocado. Y sonreía con esa sonrisa tan suya. Me encantaba esa sonrisa. De modo que allí estaba yo —continuó, con ese tono lascivo que siempre utilizaba cuando hablaba de sus conquistas—, intentando ponerlo duro cuando él empezó… No sé cómo explicarlo… Supongo que podría decirse que empezó a hablar en otro idioma. Estaba tendido en mi cama, con los pantalones por los tobillos, y empezó a hablar en otro idioma. Ninguno que me resultara lejanamente conocido. No era español, ni francés. No sé lo que era. Pero, ¿sabes una cosa? Mi erección desapareció al mismo tiempo que él conseguía una. —Soltó una escandalosa carcajada, pero no tardó en recuperar la compostura. La sonrisa desapareció y volvió a retomar la narración—. De repente, me dio miedo. Mucho miedo. No fui capaz de acabar lo que había empezado. Me levanté y lo dejé allí tumbado en la cama con la polla tiesa y hablando en esa lengua. —Le hizo un gesto para que le diera el vaso y bebió una buena cantidad. El recuerdo lo había perturbado de modo visible. En su cuello había aparecido un sarpullido y le brillaban los ojos—. ¿Lo has visto hacer eso alguna vez?

Jude negó con la cabeza.

—Te lo pregunto porque sé que rompisteis de repente, y me preguntaba si él te habría asustado de algún modo.

—No. Lo único que sucedió es que tenía por costumbre pasar demasiado tiempo follando por ahí.

Taylor emitió un gruñido evasivo antes de volver a hablar.

—Desde hace muy poco me dan unos sudores nocturnos, ¿sabes? A veces tengo que levantarme a las tres de la mañana para que Clem cambie las sábanas. La mitad del tiempo no sé si estoy dormido o despierto. De repente, me asaltan todo tipo de recuerdos. Cosas en las que hace años que no pienso. Una de ellas es esa. Lo escucho hablar mientras estoy bañado en sudor. Lo escucho hablar como si estuviese poseído.

—Y no te gusta, ¿verdad?

—No lo sé —contestó—. En este momento veo los recuerdos de un modo diferente. Sueño con mi madre y es como si quisiera volver a meterme en su vientre para nacer de nuevo. Sueño con Cortés y me pregunto por qué dejé escapar todos esos misterios de mi vida. Cosas que ya no pueden resolverse porque es demasiado tarde. Estar enamorado. Hablar en otra lengua desconocida. Al final todo se resume en una cosa: no logro entender nada. —Agitó la cabeza y luchó contra las lágrimas al mismo tiempo—. Lo siento —se disculpó—. La Navidad me pone sensible. ¿Puedes ir en busca de Clem? Necesito ir al baño,

—¿Puedo ayudarte yo?

—Todavía hay ciertas cosas para las que necesito a Clem, pero gracias de todos modos.

—De nada.

—Gracias también por escucharme.

Jude se abrió camino hacia el lugar donde Clem hablaba con otros invitados y le informó discretamente del encargo de Taylor.

—Conoces a Simone, ¿verdad? —preguntó Clem, que lo utilizó como pie a su escapada y dejó allí a Jude para que conversara en su lugar.

La verdad era que Jude conocía a Simone, pero de modo muy superficial y, tras la conversación que acababa de tener con Taylor, le resultó muy difícil integrarse en el barullo social. Sin embargo, las respuestas de Simone eran excesivamente coquetas; dejaba escapar una risilla burbujeante a la más mínima oportunidad, y se acariciaba el cuello como si quisiera señalar el lugar donde quería que la besaran. Jude estaba ensayando una negativa educada cuando se dio cuenta de que la mirada de Simone, mal disimulada con una excesiva carcajada, revoloteaba hacia otra persona inmersa en la multitud. Molesta ante la idea de que pudieran tomarla como cómplice en la caza de ligues de aquella mujer, preguntó:

—¿Quién es él?

—¿Quién es quién? —preguntó Simone, sonrojada y nerviosa—. ¡Huy, lo siento! No es más que un tipo que no deja de mirarme.

La mirada de la chica volvió a posarse sobre su admirador y, en ese instante, Jude tuvo la absoluta certeza de que si se giraba en ese momento la mirada que interceptaría no sería otra que la de Cortés. Estaba allí, totalmente entregado a sus viejos trucos, enlazando una cadena de miraditas y preparado para atrapar a la más guapa en cuanto se cansara del juego.

—¿Por qué no te acercas y hablas con él? —le dijo.

—No sé si debería hacerlo.

—Siempre puedes pensártelo mejor si encuentras otra oferta más interesante.

—Quizá lo haga —contestó Simone y, sin hacer esfuerzo alguno por seguir conversando, se llevó su risa a otro lado.

Durante dos segundos, Jude luchó contra la tentación de mirarla mientras se alejaba. Al final, se dio la vuelta. El tipo interesado en Simone estaba de pie junto al árbol de Navidad, dándole la bienvenida al objeto de su deseo con una sonrisa mientras ella se abría camino entre la multitud para llegar hasta él. Después de todo, no se trataba de Cortés, sino de otro hombre que le resultaba familiar; quizá fuera el hermano de Taylor. Extrañamente aliviada, e irritada consigo misma por sentirse de esa manera, se encaminó hacia la mesa de las bebidas para volver a llenarse el vaso y, una vez hecho esto, salió al pasillo en busca de un poco de aire fresco. En el descansillo de las escaleras había un violonchelista que tocaba In the Bleak Midwinter; la melodía se sumaba al instrumento que la interpretaba y el efecto resultaba del todo melancólico. La puerta principal se abrió y la ráfaga de aire le puso la carne de gallina. Se acercó para cerrarla y, en ese momento, otro de los invitados que también escuchaba al intérprete le susurró muy discretamente:

—Hay alguien vomitando ahí fuera.

Ella echó un vistazo al exterior. Así era, había alguien sentado en el bordillo de la acera, con esa postura de aquel que se ha resignado a ser gobernado por los dictados del estómago: la cabeza agachada y los codos sobre las rodillas en espera de la siguiente arcada. Tal vez ella hiciera ruido al acercarse. Tal vez él percibió que lo estaba mirando. El hombre alzó la cabeza y miró a sus espaldas.

—Cortés, ¿qué estás haciendo ahí fuera?

—¿A ti qué te parece?

La última vez que lo vio no gozaba de muy buen aspecto, pero en esos momentos estaba hecho un desastre: demacrado, sin afeitar y pálido a causa de las náuseas.

—Hay un cuarto de baño en la casa.

—Con una silla de ruedas —contestó Cortés con una mirada casi supersticiosa—. Prefiero vomitar aquí fuera.

Se limpió la boca con el dorso de la mano. Estaba prácticamente cubierta de pintura. Igual que la otra, según comprobó Jude, así como sus pantalones y su camisa.

—Has estado ocupado.

Él lo malinterpretó.

—No debería haber bebido nada —fue su respuesta.

—¿Quieres que te traiga un poco de agua?

—No, gracias. Me voy a casa. Despídete de Clem y Taylor por mí, ¿vale? No puedo volver a entrar ahí. Me pondría en ridículo. —Se puso en pie, tambaleándose un poco—. Parece ser que nunca nos encontramos en circunstancias agradables, ¿no es verdad? —comentó.

—Creo que debería llevarte a casa. Si conduces, acabarás matándote o matando a otra persona.

—No pasa nada —respondió, alzando las manos cubiertas de pintura—. Las carreteras están vacías. Estaré bien. —Metió la mano en el bolsillo, en busca de las llaves del coche.

—Me salvaste la vida. Déjame que te devuelva el favor.

Él levantó la mirada para observarla con los párpados medio entornados.

—Tal vez no sea una mala idea.

Jude regresó al interior para despedirse en su nombre y en el de Cortés. Taylor estaba de vuelta en su sillón. Lo vio antes de que él la viese a ella. Tenía la mirada perdida y vidriosa. Sin embargo, no era dolor lo que se leía en sus ojos, sino una extenuación tan inmensa que había borrado el resto de los sentimientos salvo, quizá, el arrepentimiento que sentía por no haber investigado esos misterios de su pasado. Se acercó a él y le explicó que acababa de encontrarse con Cortés, que estaba enfermo y que necesitaba que alguien lo llevara a casa.

—¿No va a entrar a despedirse? —preguntó Taylor.

—Creo que le da miedo vomitar en la alfombra, o encima de ti, bueno, o en los dos sitios…

—Dile que me llame. Dile que quiero verlo pronto. —Tomó la mano de Jude y la sujetó con una fuerza sorprendente—. Dile que sea pronto.

—Lo haré.

—Quiero ver esa sonrisa suya una vez más.

—Habrá muchas oportunidades —le dijo.

Él negó con la cabeza.

—Tendré que conformarme con una —contestó en voz baja.

Jude le dio un beso y prometió que lo llamaría para decirle que había llegado bien a casa. De camino hacia la puerta se encontró con Clem y, una vez más, se disculpó y se despidió.

—Llámame si necesitas cualquier cosa —se ofreció.

—Gracias, pero creo no queda más que esperar.

—En ese caso, podemos esperar juntos.

—Es mejor que solo seamos él y yo —contestó Clem—. Pero te llamaré. —Miró de soslayo a Taylor que, de nuevo, tenía la mirada perdida—. Está decidido a aguantar hasta la primavera. «Una primavera más», dice una y otra vez. En su puta vida le habían importado los crocos hasta ahora. —Sonrió—. ¿Sabes qué es lo que resulta más increíble? —le preguntó—. Que me he vuelto a enamorar de él.

—Eso es maravilloso.

—Y ahora voy a perderlo, justo cuando me he dado cuenta de lo que significa para mí. No cometas ese mismo error, ¿quieres? —Le dedicó una mirada penetrante—. Y ya sabes a lo que me refiero.

Ella asintió.

—Bien. Entonces será mejor que lo lleves a casa.

2

Las carreteras estaban tan vacías como él había predicho, por lo que no tardaron más de quince minutos en llegar al estudio de Cortés. No paraba de decir incoherencias. Durante el viaje, la conversación entre ellos había estado plagada de saltos y silencios, como si su cerebro funcionara más deprisa que su lengua o, tal vez, más despacio. La culpa no la tenía la bebida. Ella lo había visto consumir todo tipo de alcohol; según la ocasión, lo hacía gemir, lo ponía cachondo o lo convertía en un santurrón. Pero jamás lo había visto así, con la cabeza apoyada en el asiento, los ojos cerrados y hablando como si se encontrara en el fondo de una fosa. Tan pronto le daba las gracias por cuidarlo como le decía que no creyera que la pintura que le manchaba las manos era mierda. No era mierda, decía una y otra vez. Era una mezcla de pardo rojizo oscuro, con azul de Prusia y amarillo cadmio; pero, por alguna razón, cuando se mezclaban los colores, cualquier color, el resultado siempre se parecía a la mierda. El monólogo fue apagándose hasta caer en el silencio, del cual surgió otro nuevo tema un par de minutos después.

—No puedo verlo. Entiéndeme, así como está…

—¿A quién? —preguntó Jude.

—A Taylor. No puedo verlo tan enfermo. Tú sabes cómo odio las enfermedades.

Lo había olvidado. Era casi una paranoia, tal vez avivada por el hecho de que, aunque Cortés trataba su propio cuerpo con escasa consideración, no solo no enfermaba jamás, sino que tampoco parecía envejecer. Si duda, cuando llegase el colapso sería catastrófico: los excesos, las locuras y el correr de los años le pasarían factura de golpe. Pero hasta que llegara ese momento, no quería que nada le recordara su propia fragilidad física.

»Taylor va a morir, ¿verdad? —preguntó.

—Clem cree que no tardará mucho.

Cortés dejó escapar un enorme suspiro.

—Debería pasar algún tiempo con él. Hubo un tiempo en que fuimos grandes amigos.

—Despertasteis algunos rumores.

—Fue él quien los extendió, no yo.

—Pero solo fueron rumores, ¿no?

—¿Tú qué crees?

—Creo que has probado, al menos en una ocasión, todo tipo de experiencias.

—No es mi tipo —contestó Cortés, sin abrir los ojos.

—Deberías verlo de nuevo —le dijo ella—. Tienes que enfrentarte al hecho de que el cuerpo se desgasta tarde o temprano. Nos sucede a todos.

—A mí no. Cuando empiece a encontrarme mal, pienso suicidarme. Lo juro. —Apretó los puños llenos de pintura y se los llevó a la cara para frotarse las mejillas con los nudillos—. No permitiré que eso me suceda —dijo.

—Pues que tengas buena suerte —contestó ella.

El resto del camino transcurrió en silencio. La distante presencia de Cortés en el asiento del copiloto acabó por ponerla nerviosa. No dejaba de pensar en la historia que le había contado Taylor, y a cada momento esperaba que él se pusiera a hablar y dejara escapar un torrente de idioteces. No se dio cuenta de que Cortés estaba dormido hasta que anunció que habían llegado al estudio. Lo observó durante un instante: la suave curva de su frente y la delicada plenitud de sus labios. Aún sentía ganas de mimarlo, no había duda. Pero, ¿qué le esperaba al final de ese camino? Nada más que decepción y una rabia frustrante. A pesar de las palabras de ánimo de Clem, estaba totalmente segura de que lo suyo era una causa perdida.

Lo zarandeó para despertarlo y le preguntó si podía utilizar el baño antes de marcharse. Tenía pinchazos en la vejiga. Él dudó, cosa que la sorprendió. De repente, comenzó a sospechar que ya tenía compañía femenina en el estudio, algún ave de paso con la que haría un relleno en Navidad y a la que tiraría a la basura en Año Nuevo. La curiosidad la obligó a insistir. Incapaz de decirle que no, Cortés accedió de mala gana. Subió las escaleras tras él, preguntándose a cada paso cuál sería el aspecto de su nueva conquista y, sin embargo, una vez arriba, descubrió que el estudio estaba vacío. La única compañía de Cortés era el cuadro con el que se había manchado tanto las manos. Pareció molestarle bastante que ella posara los ojos en el lienzo y la acompañó al cuarto de baño; aquello la desconcertó mucho más que si su primera suposición hubiese resultado acertada y una de sus conquistas hubiera estado divirtiéndose consigo misma sobre el raído sofá. Pobre Cortés. Cada día se comportaba de un modo más extraño.

Tras aliviarse, salió del aseo y descubrió que el lienzo había sido cubierto con una sábana manchada. Cortés se comportaba de un modo huidizo y nervioso, y estaba claro que se moría de ganas de que se fuera de allí. Jude no encontró razón alguna para no ser directa con él.

—¿Estás trabajando en algo nuevo?

—Bueno… —le contestó.

—Me gustaría verlo.

—No está acabado.

—Me da igual que se trate de una falsificación —dijo ella—. Sé a lo que os dedicáis Klein y tú.

—No es una falsificación —contestó con una fiereza en la voz y en el semblante que hasta ese momento no había mostrado—. Es mío.

—¿Un Zacharias original? —recalcó ella—. Esto sí que tengo que verlo.

Alargó el brazo para tirar de la sábana antes de que él pudiera impedírselo. Solo había atisbado una breve imagen del lienzo al entrar al estudio, y desde lejos. Al verlo de cerca, era patente que había trabajado en él con no poca intensidad. Había lugares con marcas, como si hubiese hundido la paleta o el pincel; mientras que, en otros sitios, la pintura había sido aplicada con un generoso abandono antes de extenderla con los dedos a su antojo. Y todo eso para plasmar… ¿qué? Al parecer, eran dos personas cara a cara, recortadas sobre un cielo salvaje; tenían la piel blanca, aunque presentaban trazos de color morado.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—¿Son, en plural? —repitió él, casi sorprendido al ver que ella había interpretado la imagen de modo tan claro; se encogió de hombros para camuflar su reacción—. Nadie —contestó—. Solo es un experimento. —Y volvió a tapar el cuadro con la sábana.

—¿Un encargo?

—Preferiría no hablar del tema —le dijo.

Su incomodidad resultaba, en cierto modo, entrañable. Era como un niño al que habían pillado haciendo un ritual secreto.

—Estás lleno de sorpresas —le dijo ella, con una sonrisa.

—Qué va.

A pesar de que el lienzo estaba cubierto, seguía pareciendo inquieto, y Jude se dio cuenta de que la conversación sobre esa pintura y lo que significaba no iba a llegar más allá.

—Me voy, entonces —le informó.

—Gracias por traerme —contestó él mientras la acompañaba a la puerta.

—¿Todavía sigue en pie lo de esa copa? —le preguntó.

—¿No vas a regresar a Nueva York?

—De momento, no. Te llamaré dentro de un par de días. No te olvides de Taylor.

—¿Qué eres, la voz de mi conciencia? —preguntó con un leve atisbo de humor para aligerar la brusquedad del comentario—. No lo olvidaré.

—Siempre dejas huella en la gente, Cortés. Y esa es una responsabilidad de la que no puedes desentenderte.

—Intentaré ser invisible de ahora en adelante —contestó.

No la acompañó hasta la puerta principal, sino que dejó que bajara las escaleras sola y cerró la puerta del estudio antes de que hubiese descendido media docena de escalones. Mientras bajaba, Jude se preguntó qué instinto espurio la había empujado a sugerir lo de las copas. Bueno, de todos modos, siempre podría cancelarlo, aun cuando Cortés recordara que habían quedado, lo cual dudaba mucho.

De nuevo en la calle, alzó la vista hacia el piso con el fin de verlo por la ventana. Para hacerlo, tuvo que cruzar la calle, pero una vez en la acera opuesta, lo vio de pie frente al lienzo que volvía a estar al descubierto. Cortés miraba la pintura fijamente, con la cabeza inclinada. No estaba segura, pero le parecía que estaba moviendo los labios, como si hablara con la imagen del cuadro. ¿Qué le estaría diciendo?, se preguntó. ¿Estaría intentando extraer alguna imagen concreta del caos de pintura? Y si fuera cierto, ¿cuál de las muchas lenguas que conocía estaría utilizando?