navegando, con su grácil cuerpo semejante a una flecha apuntando fuera de la Tierra, y
orientado todo su dispositivo óptico de alta potencia hacia los planetas exteriores, donde se encontraba su destino.
Sin embargo había un telescopio que apuntaba permanentemente a la Tierra. Estaba montado como la mira de un arma de fuego en el borde de la antena de largo alcance de la nave, y comprobaba que el gran rulo parabólico estuviese rígidamente fijado sobre su distante blanco. Mientras la Tierra permanecía centrada en la retícula del anteojo, el vital enlace de comunicación estaba intacto, y podían provenir y expedirse mensajes a lo largo del invisible haz que se extendía más de tres millones de millas cada día que pasaba. Por lo menos una vez en cada período de guardia, Bowman miraba a la Tierra a través del telescopio de alineación de la antena. Pero como aquella estaba ahora muy lejos, atrás, del lado del Sol, presentaba a la Discovery su oscurecido hemisferio, y en la pantalla central aparecía el planeta como un centellante creciente de plata, semejante a otro Venus.
Era raro que en aquel arco de luz siempre menguante pudieran ser identificados cualesquiera rasgos geográficos, pues las nubes y la cabina los ocultaban, pero hasta la oscurecida porción del disco era infinitamente fascinadora. Estaba sembrada de relucientes ciudades; algunas de ellas brillaban con invariable luz, titilando a veces como luciérnagas cuando pasaban sobre ellas variaciones atmosféricas. Había también períodos en que, cuando la Luna pasaba en su órbita, resplandecía como una gran lámpara sobre los oscurecidos mares y continentes de la Tierra. Luego, con un temblor de agradecimiento, Bowman podía vislumbrar a menudo líneas costeras familiares, brillando en aquella espectral luz lunar. Y a veces, cuando el Pacífico estaba en calma, podía hasta ver el fulgir lunar brillando en su cara; y recordaba noches bajo las palmeras de las lagunas tropicales.
Sin embargo no lamentaba en absoluto aquellas perdidas bellezas. Las había disfrutado todas, en sus treinta y cinco años de vida; y estaba decidido a volverlas a disfrutar, cuando volviese rico y famoso. En el interin, la distancia las hacía a todas tanto más preciosas.
Al sexto miembro de la tripulación no le importaban nada todas esas cosas, pues no era humano. Era el sumamente perfeccionado computador HAL 9.000, cerebro y sistema nervioso de la nave.
HAL (sigla de Computador ALgorítmico Heurísticamente programado, nada menos) era una obra maestra de la tercera generación de computadores. Ello parecía ocurrir en intervalos de veinte años, y mucha gente pensaba ya que otra nueva creación era inminente.
La primera había acontecido en 1940 y pico, cuando la válvula de vacío hacía tiempo anticuada, había hecho posible tan toscos cachivaches de alta velocidad como la ENIAC y sus sucesores. Lugo en los años sesenta habían sido perfeccionados sólidos ingenios microelectrónicos. Con su advenimiento, resultaba claro que inteligencias artificiales cuando menos tan poderosas como la del hombre, no necesitaban ser mayores que mesas de despacho... caso de que se supiera cómo construirlas. Probablemente nadie lo sabría nunca; mas ello no importaba. En los años ochenta, Minsky y Good habían mostrado cómo podían ser generadas automáticamente redes nerviosas autorreplicadas, de acuerdo con cualquier arbitrario programa de enseñanza. Podían construirse cerebros artificiales mediante un proceso asombrosamente análogo al desarrollo de un cerebro humano. En cualquier caso dado, jamás se sabrían los detalles