por un temblor casi indominable. Deseó cerrar los ojos y descartar la perlada nada que le
rodeaba; pero eso sería el acto de un cobarde, y no quería ceder ante él. El horadado y facetado planeta rodaba lentamente bajo él, sin cambio alguno real de escenario. Calculó que estaría unos quince kilómetros de su superficie, y hubiera podido ver fácilmente cualesquiera signos de vida. Pero aquel mundo estaba totalmente desierto; la inteligencia había llegado allí, marcado en él la impronta de su voluntad, y se había ido de nuevo.
Luego, divisó formando una giba en la lisa llanura a unos treinta kilómetros, una pila toscamente cilíndrica de restos que sólo podían ser el esqueleto de una gigantesca nave. Estaba demasiado distante de él para distinguir detalles, y desaparecieron de vista en unos segundos, pero pudo percibir nervaduras rotas y láminas de metal opacamente relucientes, que habían sido parcialmente peladas como la piel de una naranja. Se preguntó cuantos miles de años debió yacer aquel pecio en aquel desierto tablero de ajedrez y que especie de seres lo habían tripulado, navegando entre las estrellas. Olvidó luego el pecio, pues había algo alzándose sobre el horizonte. Al principio pareció como un disco plano, pero ello era debido a que estaba dirigiéndose casi directamente hacia él. Al aproximarse y pasar por debajo, vio que tenía forma ahusada, y varias decenas de metros de longitud. Aunque a lo largo de ésta eran débilmente visibles unas bandas, aquí y allá, resultaba difícil enfocarlas, pues el objeto parecía estar vibrando, o quizá girando a muy rápida velocidad. Una afilada punta remataba ambos extremos del objeto, no percibiéndose ningún signo de propulsión. Sólo una cosa de él era familiar a los ojos humanos: su color. Si en verdad era un artefacto sólido, y no un espejismo, entonces sus constructores compartían quizás algunas de las emociones de los hombres. Más ciertamente no compartían sus limitaciones, pues el huso parecía estar hecho de oro. Bowman miró por el sistema retrovisor, para ver cómo se hundía por detrás el objeto, que había hecho caso omiso de su presencia; y ahora vio que estaba descendiendo hacia una de aquellas miles de grandes hendiduras y, segundos después, desapareció en un fogonazo final áureo al zambullirse en el planeta. Y él volvía a estar solo, bajo aquel siniestro firmamento, y la sensación de aislamiento y remoto alejamiento fue más abrumadora que nunca. Luego vio que también él estaba hundiéndose hacia la abigarrada superficie del gigantesco mundo, y que otro de los abismos rectangulares se abría como una boca, inmediatamente bajo él. El vacío firmamento se cerró sobre su cabeza, el reloj se inmovilizó, y una vez más su cápsula fue cayendo entre infinitas paredes de ébano, hacia otro distante retazo de estrellas. Mas ahora estaba seguro de no estar volviendo al Sistema Solar, y en un ramalazo de atisbo que podía haber sido totalmente falso, supo lo que seguramente debía ser aquel objeto. Era una especie de aparato conmutador cósmico, que hacía pasar el tránsito de las estrellas a través de inimaginables dimensiones de espacio y tiempo. El estaba pasando, pues, a través de la Gran Estación Central de la Galaxia.


42 – El firmamento extraterrestre

Muy lejos, al frente, las paredes de la hendidura se estaban haciendo confusamente visibles de nuevo, a la débil luz que se difundía hacia abajo, procedente de alguna fuente