oculta aún. Y luego la oscuridad rasgóse bruscamente, al lanzarse la cápsula espacial
hacia arriba, en dirección a un firmamento constelado de estrellas. Se encontraba, pues, de nuevo en el espacio, pero una simple ojeada le dijo que estaba a siglos luz de la Tierra. Ni siquiera intentó encontrar ninguna de las familiares constelaciones que desde el comienzo de la historia habían sido amigas del hombre, quizá ninguna de las estrellas que destellaban alrededor suyo había sido jamás contemplada por el ser humano a simple vista. La mayoría de ellas estaban concentradas en un resplandeciente cinturón, cortado acá y allá por franjas de oscurecedor polvo cósmico, que daba la vuelta completamente al firmamento. Era como la Vía Láctea, pero docenas de veces más brillante; Bowman se preguntó si sería su propia Galaxia, vista desde un punto más próximo a su rutilante y atestado centro.
Esperaba que lo fuera, en tal caso no se hallaría tan lejos de casa. Pero al punto se dio cuenta de que este era un pueril pensamiento. Se encontraba tan inconcebiblemente lejos del Sistema Solar, que suponía poca diferencia que se hallase en su propia Galaxia, o en la más distante que cualquier telescopio hubiera vislumbrado. Miró hacia atrás, para ver la cosa de la que estaba elevándose, y experimentó otra conmoción. No había allí un mundo gigante de múltiples facetas, ni cualquier duplicado de Japeto. No había nada... excepto una sombra, negra como la tinta sobre las estrellas, como una puerta que se abriese de una estancia oscurecida a una noche más oscura aún. Mientras la contemplaba, la puerta se cerró. No se retiró ante él, sino que se llenó lentamente con estrellas, como si hubiese sido reparada una grieta en la fábrica del espacio. Luego quedó sólo bajo el cielo extraterrestre. La cápsula espacial estaba girando lentamente, y al hacerlo, presentaba a su vista nuevas maravillas. Fue primero un enjambre estelar perfectamente esférico, cuyas estrellas se apiñaban más y más hacia el centro, hasta convertir su corazón en un eterno fulgor. Sus bordes exteriores estaban mal definidos... un halo de soles que se atenuaba lentamente, emergiendo imperceptiblemente sobre el fondo de estrellas más distantes. Aquella magnífica aparición, Bowman lo sabía, era un cúmulo globular. Estaba contemplando algo que ningún ojo humano había visto jamás sino como un borrón luminoso en el campo de un telescopio. No podía recordar la distancia del más cercano cúmulo conocido, pero estaba seguro que no había ninguno en un radio de mil años- luz del Sistema Solar.
La cápsula continuaba su lenta rotación, para revelar una vista más rara, un inmenso sol rojo varias veces mayor que la Luna vista desde la Tierra. Bowman pudo mirar su cara sin molestia; a juzgar por su color no era más caliente que un carbón incandescente. Acá y allá, encajados en el sombrío rojo, había ríos de brillante amarillo... incandescentes Amazonas, serpeando por meandros de millones de kilómetros antes de perderse en los desiertos de aquel agonizante sol.
¿Agonizante? No... esa era una impresión totalmente falsa, nacida de la experiencia humana y de las emociones despertadas por las tonalidades de las pinceladas de las puestas de sol, o el resplandor de los evanescentes rescoldos. Era una estrella que había dejado tras de sí las ardientes extravagancias de su juventud, había recorrido los violetas, azules y verdes del espectro en unos cuantos y fugaces miles de millones de años, y se había instalado ahora en una pacífica madurez de inimaginable duración. Todo cuanto había sucedido antes no era ni una milésima de lo que estaba por venir; la historia de esa estrella apenas había comenzado.