Los instrumentos que habían planeado emplear eran bastante simples, aunque podían cambiar el mundo y dar su dominio a los mono-humanoide. El más primitivo era la piedra manual, que multiplicaba muchas veces la potencia de un golpe. Había luego el mazo de hueso, que aumentaba el alcance y procuraba un amortiguador contra las garras o zarpas de bestias hambrientas. Con estas armas, estaba a su disposición el ilimitado alimento que erraba por las sabanas.
Pero necesitaban de otras ayudas, pues sus dientes y uñas no podían desmembrar con presteza a ningún animal más grande que un conejo. Por fortuna, la Naturaleza había dispuesto de instrumentos perfectos, que sólo requerían ser recogidos. Primeramente había un tosco pero muy eficaz cuchillo o sierra, de un modelo que serviría muy bien para los siguientes tres millones de años. Era simplemente la quijada inferior de un antílope, con los dientes aún en su lugar; no sufriría ninguna mejora sustancial hasta la llegada del metal. Había también un punzón o daga bajo la forma de un cuerno de gacela, y finalmente un raspador compuesto por la quijada completa de casi cualquier animal pequeño.
El mazo de piedra, la sierra dentada, la daga de cuerno y el raspador de hueso... tales eran las maravillosas invenciones que los mono-humanoide necesitaban para sobrevivir. No tardarían en reconocerlos como los símbolos del poder que eran, pero muchos meses habían de pasar antes de que sus torpes dedos adquirieran la habilidad -o la voluntad- para usarlos.
Quizás, andando el tiempo, habrían llegado por su propio esfuerzo a la terrible y brillante idea de emplear armas naturales como instrumentos artificiales. Pero los viejos estaban todos contra ellos y aún ahora había innumerables oportunidades de fracaso en las edades por venir.
Se había dado a los mono-humanoide su primera oportunidad. No habría una segunda; el futuro se hallaba en sus propias manos. Crecieron y menguaron lunas; nacieron criaturas y a veces vivieron; débiles y desdentados viejos de quince años murieron; el leopardo cobró se impuesto en la noche; los Otros amenazaron cotidianamente a través del río... y la tribu prosperó. En el curso de un solo año, Moon-Watcher y sus compañeros cambiaron casi hasta el punto de resultar irreconocibles.
Habían aprendido bien sus lecciones; ahora podían manejar todos los instrumentos que les habían sido revelados. El mismo recuerdo del hambre se estaba borrando de sus mentes; y, aunque los cerdos se estaban tornando recelosos, había gacelas y antílopes y cebras en incontables millares en los llanos. Todos estos animales, y otros, habían pasado a ser presa de los aprendices de cazador. Al no estar ya semiembotados por la inanición, disponían de tiempo para el ocio y para los primeros rudimentos de pensamiento. Su nuevo sistema de vida era ya aceptado despreocupadamente, y no lo asociaban en modo alguna con el monolito que seguía alzado junto a la senda del río. Si alguna vez se hubiesen detenido a considerar la cuestión, se hubiesen jactado de haber creado con su propio esfuerzo sus mejores condiciones de vida actuales; de hecho, habían olvidado ya cualquier otro modo de existencia.
Mas ninguna Utopía es perfecta, y esta presentaba dos defectos. El primero era el leopardo merodeador, cuya pasión por los mono-humanoide parecía haber aumentado mucho, al estar estos mejor alimentados. El segundo consistía en la tribu al otro lado del