25
Una multitud inquieta se había reunido frente al juzgado, y la palabra «Kilauea» estaba en boca de todos.
Había tanta gente que la hermana Theresa no pudo subir los escalones que llevaban a la entrada del edificio. No había un solo hombre que no tuviera un periódico en la mano y leyera en voz alta los muchos artículos que hablaban de la asediada isla de Hawái donde, seis días atrás, Pele había despertado de su letargo para recordar al isleño que seguía siendo tan temible como siempre. Las erupciones llegaron acompañadas de terremotos, un maremoto que provocó una gran destrucción y una extraña fluctuación en el nivel del mar. Todo el mundo repetía que era un mal augurio que presagiaba un desastre, una señal que marcaría el final de la dinastía de los Kamehameha. La gente estaba preocupada. Muchos tenían amigos y familiares en la isla de Hawái.
—¡He oído que la tierra llegó a temblar más de cien veces en una sola noche!
—¿Por dónde sale la lava?
—¡Se han abierto fallas nuevas por todas partes!
—Dicen que los daños más importantes están en Kau. Una avalancha sepultó una aldea entera, con treinta y una personas y quinientas cabezas de ganado.
—He oído que se ha abierto una nueva boca cerca de la que produjo la erupción de 1830.
—¡Theresa!
Se dio la vuelta y vio a Robert abriéndose paso a través de la multitud.
—Siento llegar tarde. La gente me detiene por la calle para preguntarme qué piensa hacer el gobierno con los terremotos. —Negó con la cabeza—. ¡Como si pudiéramos controlarlos! Venga, entraremos por detrás. Solo los miembros de la Asamblea Legislativa pueden acceder por la puerta principal.
Tras meses de cruzada en favor de los leprosos, de escribir cartas a los periódicos, al rey y a los ministros, de suplicar al obispo, de hablar con cualquiera que estuviera dispuesto a escucharla; después de hacer todo lo que estaba en su mano, dentro de sus limitaciones, para crear una colonia de leprosos en la isla de Oahu y traerlos de vuelta de Molokai, Theresa había pedido ayuda a Robert y este se había comprometido a exponer su caso frente a los miembros de la Asamblea Legislativa y proponer la redacción de nuevas leyes para controlar la enfermedad, que cada día se cobraba más vidas.
La Asamblea se reunía todos los días de once de la mañana a cuatro de la tarde. Las sesiones se celebraban en la Corte Suprema, una gran sala cuya majestuosidad nada tenía que envidiar a sus homólogas de Estados Unidos o Europa, con banderas, retratos reales, enormes ventanales que proyectaban la luz del sol sobre la estancia forrada en madera, con un estrado para el juez, un púlpito para el ponente, filas de asientos y mesas para los miembros y una barandilla de madera que separaba a los legisladores de la galería para los visitantes, desde donde Theresa presenciaría la sesión.
No había separación entre la Cámara de los Nobles y la Cámara de los Representantes. Se sentaban todos juntos, unos cuarenta o cincuenta hombres (los nativos superaban en número a los blancos). Los ministros del rey —ingleses, norteamericanos y un francés—, su Gabinete, ocupaban sillas con aspecto de trono junto a la pared izquierda de la sala. Theresa vio a Robert sentado a su mesa, de espaldas a ella. Encontró un asiento libre entre los espectadores, todos hombres, kanaka y haole, que no dejaban de hablar y fumar.
El capellán abrió la sesión con una plegaria al Señor, primero en inglés y luego en hawaiano. Pasaron lista; por razones obvias, los representantes de los distritos de Kau, Puna y Hilo no estaban presentes, y solo había uno de Kona en nombre de toda la Gran Isla. Una vez hechas las comprobaciones de rutina, tal como Robert había explicado a Theresa, los representantes se levantaron por turnos para proponer leyes nuevas, impugnar algún punto con el que no estuvieran de acuerdo, someter a discusión debates ya existentes, proponer votaciones, interrogar a otros miembros, oponerse a alguna resolución, quejarse de su sueldo o discutir medidas, todo con tanto desorden que Theresa se preguntó si los funcionarios y los periodistas eran capaces de seguir el hilo de la sesión.
Todo se desarrollaba en un ambiente muy ruidoso, casi caótico. Los miembros de las cámaras discutían entre ellos o dormitaban con la cabeza apoyada en la mesa; todos fumaban (pipas, puros, cigarrillos), escupían tabaco, mordisqueaban tentempiés de queso y galletas saladas o pelaban naranjas mientras ignoraban a los distintos oradores. Un representante de Maui «pidió la palabra» y esta le fue concedida. Era un nativo ataviado con un traje occidental y solicitaba un ayudante para el alguacil de la isla, con un sueldo de mil dólares. Los miembros discutieron la propuesta, la aprobaron y la maza atestiguó su validez.
Theresa esperaba nerviosa el momento en que Robert encontrara una oportunidad para hablar. Todos sus planes, todas sus esperanzas dependían de lo que él dijera ante la Asamblea.
Había pasado un año y medio desde la muerte de Emily, y Theresa apenas había tenido ocasión de ir al hogar de los Farrow. Jamie había cumplido dieciocho años y era casi tan alto como su padre, así que se había quedado sin pacientes a los que visitar en esa casa, pero tampoco había perdido el contacto con él. La madre Agnes le permitía seguir yendo a Wailaka, la aldea de Mahina, y allí solía coincidir con el muchacho cuando este iba a ver a sus parientes hawaianos. También era allí donde solía citarse con Robert para ir en carreta hasta la colonia secreta de leprosos a llevarles suministros y procurar aliviarles el dolor, en la medida de lo posible.
No habían vuelto a hablar de lo que sentían el uno por el otro desde la noche del ho’oponopono de Jamie, pero cuando Robert la miraba, Theresa entreveía el deseo que lo consumía por dentro, el impulso de enfrentarse a todo y olvidarse de los votos y el honor. Por suerte, sentía un profundo respeto por ella y se contenía, al igual que la propia Theresa.
En ese instante, desde la galería de visitantes, deseaba más que nunca poder estar con él.
Justo cuando empezaba a preguntarse cuándo pediría la palabra Robert, vio que se ponía en pie y pedía ser escuchado por la cámara. Era más joven y más alto que los hombres que tenía a su alrededor, iba mejor vestido y tenía un porte más digno, o al menos así lo veía ella.
El presidente de la Asamblea cedió la palabra «al representante de Honolulú, distrito tercero».
Theresa nunca dejaría de asombrarse, y emocionarse, ante la increíble habilidad de Robert para la oratoria. Casi todos los representantes habían murmurado, tosido, roncado y masticado ruidosamente durante los discursos de sus compañeros, pero en cuanto Robert se puso en pie se hizo el silencio en la gran sala. Todos querían oír al capitán Farrow.
Sin embargo, en cuanto abordó el problema de la colonia para leprosos una corriente de murmullos y quejas atravesó la cámara.
—Sí, al principio —dijo Robert con su imponente voz— el Departamento de Salud se ocupó de proveer a los enfermos de comida y otros suministros, pero no tenía suficientes recursos para ofrecerles los cuidados necesarios. No hay nadie en las islas que no sepa que la colonia se ha convertido en un lugar miserable y abandonado y que, con semejantes condiciones de vida, los leprosos solo pueden gritar «’Aole kanawai m keia wahi», «Aquí Dios no existe».
El doctor Edgeware, ministro de Salud Pública, se levantó de su silla y, aclarándose la garganta, dijo:
—Todo el mundo sabe que estamos dando todos los pasos necesarios para garantizar la seguridad de los leprosos.
Alto, delgado y huesudo como siempre, Theresa pensó que todo en él parecía estrecho, incluida su concepción de la política.
—Todo el mundo sabe que es exactamente al contrario —le espetó Robert.
—Capitán Farrow, se presenta aquí con un tema que ha sido debatido, examinado, estudiado y votado ampliamente en esta cámara, y que ya se ha convertido en ley. Le ruego que no nos haga perder el tiempo con un problema que ya ha sido resuelto.
—En mi opinión, este es un problema que sigue sin solución, señor Edgeware. ¡El trato inhumano que reciben las víctimas de la lepra es abominable y una vergüenza para el Reino de Hawái! Ni siquiera permitimos que los visitantes naveguen cerca de la isla de Molokai por temor a que descubran nuestro secreto más oscuro.
—¡Está usted fuera de lugar, capitán Farrow!
—¡Y usted deshonra con su ineficacia el cargo de ministro de Salud Pública!
El presidente de la Asamblea hizo sonar su maza varias veces y, de repente, se produjo en la sala una algarabía de gritos e insultos.
—Distinguidos caballeros y colegas —dijo Edgeware cuando el presidente consiguió recuperar el control—, votemos cuanto antes y…
Theresa no pudo permanecer en silencio ni un segundo más. Se acercó a la barandilla de madera que separaba a los miembros de la Asamblea de los visitantes y alzó la voz.
—Por favor, señores, escuchen nuestra súplica. Hablamos en nombre de aquellos que no tienen voz.
Edgeware le dedicó una mirada gélida.
—¿Y por qué no va a ayudarlos, si tanto se preocupa por ellos?
Aquel era un tema que ya había sido ampliamente debatido en el seno del convento. El obispo de Honolulú creía que los leprosos necesitaban la asistencia de un sacerdote católico, pero al mismo tiempo era consciente de que enviar a alguien allí equivalía a condenarlo a muerte. Por ello había anunciado que no nombraría a nadie, sino que confiaba en que alguien se presentara voluntario. De momento nadie había dado un paso al frente, y la madre Agnes no quería que las hermanas se involucraran.
—Crear una colonia aquí, en Oahu, bastaría para aliviar el terrible sufrimiento y el aislamiento de esos pobres leprosos —respondió Theresa.
—Creo que ya hay una colonia en Oahu, ¿no es así? —replicó Edgeware enfatizando sus palabras.
De repente se hizo el silencio en la cámara. Todos esperaban una respuesta.
—Adelante, mujer. Sabemos que hay un asentamiento secreto al que se retiran los leprosos de la isla. Le ordeno que nos dé la localización exacta.
Como religiosa que era, Theresa no estaba acostumbrada a hablar en público, pero esa vez pensó en el sufrimiento de los leprosos que vivían al norte de Wailaka y encontró el valor necesario para responder.
—¿Por qué todo el mundo finge no conocer las terribles condiciones en las que se vive en Molokai? No hay servicios de ningún tipo en la zona, ni un edificio o construcción donde cobijarse, ni siquiera agua corriente. La gente vive en cuevas o en chozas rudimentarias construidas con cañas y ramaje. A los que llegan en barco se les ordena que salten por la borda y naden si quieren salvar la vida. Algunos se ahogan, otros son atacados por los tiburones. Los marineros lanzan las provisiones al mar y esperan que la corriente las lleve hasta la costa. Las mujeres que llegan solas son asaltadas en cuanto pisan tierra y forzadas.
—Rumores y mentiras —dijo Edgeware visiblemente nervioso—. Le ordeno de nuevo, joven, que nos dé la localización de los leprosos renegados.
—Lo que dice la hermana es cierto —intervino Robert—. Los oficiales de mi flota han presenciado lo que ocurre a bordo de los barcos que los transportan hasta allí. No puede seguir ignorándolo, señor Edgeware. Y permítame que le haga una pregunta, señor ministro de Salud Pública —añadió, esa vez levantando la voz—. ¿Cuándo fue la última vez que llevó a cabo, personalmente, una inspección de la colonia de Molokai? Mejor dicho: ¿ha estado allí alguna vez?
Un estallido de voces recorrió la sala y fue imposible restablecer el orden hasta pasados unos minutos.
—Doctor Edgeware, por favor… —suplicó Theresa agarrándose a la barandilla—. La raza hawaiana desaparece a pasos agigantados. Según el último censo, solo quedan cuarenta y nueve mil nativos en el archipiélago y, si no se detiene la sangría, ¡en veinticinco años no quedará ni uno solo!
—Y supongo que usted tiene una cura milagrosa que atajará el problema.
—Sí. Levante la prohibición que pesa sobre las prácticas de los nativos, como el hula o los cánticos a los viejos dioses.
Un clamor estalló en la sala y el presidente tuvo que hacer sonar su maza varias veces para acallar el escándalo.
—No lo dice en serio. —Edgeware se echó a reír—. Ni siquiera un católico condenaría la supresión de tales prácticas satánicas.
—La medicina occidental no está salvando a los hawaianos —dijo Theresa, y sus palabras fueron recibidas en la galería de los visitantes con vítores y aplausos—. El único recurso que les queda es acudir a los métodos tradicionales.
Edgeware agitó una mano con desdén.
—Los hawaianos quieren continuar evolucionando, entrar en la era moderna y ser reconocidos entre las potencias mundiales como iguales. Lo que usted pretende es que volvamos al pasado. Deje de malgastar el tiempo de esta augusta concurrencia y díganos dónde está el campo de leprosos.
—Señor Edgeware, ¿cómo puede usted, que es médico, criminalizar una enfermedad de esta manera? Ha convertido la lepra en un delito cuya condena es la muerte en vida.
—¡Señorita, si no me dice dónde está el campamento, haré que la arresten y la metan en la cárcel si es necesario!
Uno de los funcionarios de la cámara se acercó al doctor Edgeware y le susurró algo al oído.
—Señoría —dijo Edgeware dirigiéndose al presidente—, ¿podemos hacer un receso de cinco minutos?
—Su petición es inadmisible, señor Edgeware.
—Se trata de un asunto de la máxima urgencia.
Algunos de los representantes exigieron que siguiera el debate, otros se mostraron partidarios del receso. Theresa salió de la sala para tomar el aire y allí se encontró con la madre Agnes que, muy nerviosa, le comunicó que el padre Halloran y el obispo le ordenaban que revelara la localización del campo de leprosos.
¿Cómo podían saber lo que estaba debatiéndose allí dentro? Theresa no tenía la menor idea, pero explicó a la madre Agnes que no iba a revelar esa información, entre otras cosas porque, si lo hacía, acabaría en la cárcel. La madre Agnes apeló a la autoridad del capitán Farrow, que se había reunido con ellas, pero él se mostró inflexible.
—Estoy de acuerdo con la hermana Theresa.
La religiosa buscó la forma de convencer a Theresa, pero Robert Farrow parecía tener todo el poder. Tres años atrás, después de decir a la hermana que debía regresar a San Francisco, Jamie Farrow se había curado milagrosamente de la misteriosa enfermedad que padecía. Al día siguiente la madre Agnes recibió la visita sorpresa del padre Halloran para informarle de que Robert Farrow había acudido a verlo muy alterado porque le había llegado el rumor de que la hermana Theresa tenía que volver al continente. «Se ha ofrecido a donar una cantidad considerable de dinero a la Iglesia —le explicó el sacerdote— y se ha comprometido a defender los intereses católicos frente a la Asamblea Legislativa a cambio de mi intervención en la deportación de Theresa».
La madre Agnes quería enviar a su subordinada a casa, pero el padre Halloran le dijo que parte del dinero sería para el convento, y ella estaba cansada de hacer malabares para subsistir. Una de las condiciones era que Theresa nunca supiera de la intervención del capitán.
Se reanudó la sesión. Theresa estaba mentalizada para seguir presionando con la colonia para los leprosos en Oahu, pero el doctor Edgeware la sorprendió.
—Ya no la necesitamos para interrogarla, joven —le dijo con una sonrisa maliciosa—. Hemos encontrado el campamento secreto cerca de Wailaka. Han rodeado a sus habitantes y ahora mismo están trayéndolos a los muelles.
Robert y Theresa salieron sin perder un segundo, sorprendiendo a los transeúntes y a los conductores de carruajes en su carrera desesperada por King Street hacia el puerto. Vieron soldados formando un cordón alrededor de un grupo de nativos asustados. Eran todos del campamento de Wailaka. Theresa reconoció al pobre Liho, a Tutu Nalani y a los demás. A quien no vio fue al jefe Kekoa.
Pero Mahina si estaba con ellos. Theresa corrió hacia ella, atravesó la barrera uniformada y se lanzó a sus brazos. Los soldados intentaron interceptarla, pero Robert les ordenó que retrocedieran. Obedecieron al capitán, conocedores de la autoridad que representaba como miembro de la Asamblea Legislativa.
Theresa miró a su alrededor, histérica. Una multitud se había reunido en el puerto. Muchos eran nativos de la aldea de Wailaka que lloraban y se lamentaban. No paraba de llegar gente, a medida que se extendía la noticia de que Mahina, la hija de la gran jefa Pua y una de los últimos ali’i, había sido apresada junto con los leprosos.
—¿Quién está al mando? —gritó Theresa—. Esta mujer no está enferma.
—No, no, Kika —protestó Mahina—. Yo voy. Estoy con familia.
—Pero Mahina, usted no tiene lepra.
Mahina no podía expresar con palabras los sentimientos de responsabilidad y deber por los que se sentía obligada a acompañar a los suyos. Como siempre había gozado de mucha influencia entre los kanaka, incluso entre los conversos, les había dicho que no trabajaran para los haole en sus plantaciones para no acabar siendo explotados y por eso los dueños habían tenido que importar mano de obra del exterior. Así había comenzado la llegada de chinos a las islas en 1852 y con ellos la lepra. Mahina creía que tenía la culpa de que la plaga se hubiera extendido entre su pueblo.
—Mahina va a cuidar de ellos —dijo—. ¿Quién cuida de Liho?
El pobre muchacho había empeorado desde la aparición de los primeros síntomas. Había perdido varios dedos de las manos y de los pies, también la punta de la nariz; su rostro empezaba a deformarse.
Theresa buscó entre las caras de aquella gente por la que sentía tanto cariño y dio gracias al cielo al ver que Jamie no estaba entre ellos. Por suerte aquel día no había visitado a su familia hawaiana y estaba a salvo en el instituto de Oahu, en Punahou.
—No llora, Kika Keleka. Esto tenía que pasar. Hawai’i Nui llega a su fin.
Theresa no podía contener las lágrimas. Se le rompía el corazón al verlos tan asustados, abrazándose los unos a los otros, conscientes de que los enviaban a una tumba a cielo abierto.
—¿Qué quiere decir?
—Gran Isla tiembla. Gran Isla cae al mar. Pele furiosa. Pele destruye todas las islas. Jefa Pua dice esto hace muchos años. Ella ve. Cuando vamos a Molokai, Pele despierta y destruye Hawai’i.
—¡Mahina, no puede rendirse!
—Pobre Kika Keleka… —Mahina le acarició la cara—. Tan triste… Tú buen corazón. Tú buen aloha. No llora por Mahina.
Theresa se volvió hacia Robert.
—¡Si esta gente cree que su sangre morirá con ellos, se dejarán morir y será su fin de verdad! Les pasará lo mismo que a Polunu o a los nativos que fallecieron después de que su madre les dijera que Jesús los había maldecido. Debemos impedir que cumplan la profecía de Pua. ¿Cómo podemos convencerlos de que esto no es el fin de su pueblo?
—No tengo ni idea. Quizá con un ritual de ho′oponopono…
—¡La piedra sanadora! —exclamó Theresa—. ¡Si la recuperan, creerán en la salvación! —Se volvió hacia Mahina—. Tenemos que encontrar la piedra sanadora y traerla de vuelta. ¿Dónde está?
—¡No, no, Kika! ¡Kapu! ¡Dioses castigan a ti!
—Tampoco notaré mucho la diferencia si los dioses acaban destruyendo Hawái. ¡Piense! ¿Dónde la escondió su madre?
Mahina frunció el ceño.
—Hace mucho tiempo. Mahina muy asustada. Pele furiosa.
—¿El tío Kekoa lo sabrá?
Mahina reflexionó un instante y luego asintió.
—Tío Kekoa sabe dónde está Vagina de Pele. Tú encuentra piedra. Tú trae a Wailaka. Cuida salud de aldea. Piedra de Lono aleja enfermedad de pueblo de Kekoa.
El doctor Edgeware llegó con una escolta militar.
—¿Qué hace esta gente aquí? ¿Por qué no están en el campamento de cuarentena? —le gritó Theresa—. No pensará enviarlos a Molokai hoy mismo, ¿verdad?
—Ya llevan suficiente tiempo en cuarentena —respondió él con indiferencia.
—¡Por el amor de Dios, Edgeware! —exclamó Robert—. Los trata como a animales.
—¿Por el amor de Dios? —repitió Edgeware con frialdad—. Lo hago pensando en el bien de los ciudadanos de Honolulú. Cuanto antes los saquemos de la isla, más seguros estaremos de que no contagian a nadie.
Hizo una señal al capitán del vapor, y los soldados empujaron a Mahina y a su gente hacia la pasarela. Los gritos y los lamentos se intensificaron; algunos intentaron resistirse, pero los soldados los redujeron y los obligaron a subir a bordo del barco.
—Robert, ¿no podemos hacer nada?
Él movió de lado a lado la cabeza con gravedad.
—En este asunto Edgeware posee la autoridad absoluta. Él tiene razón. Por ahora hemos de pensar en la población sana. Pero no permitiré que se olviden de la colonia de Oahu. Los convenceré, se lo prometo. Encontraremos unas tierras lo suficientemente aisladas para contener la enfermedad pero con acceso para la familia y los amigos. Lucharemos por ello, se lo prometo.
Las lágrimas rodaban por las mejillas de Theresa mientras veía a Mahina, la larga cabellera al viento y su forma imponente envuelta en un muumuu rojo, cruzando la pasarela digna y orgullosa. Le susurró aloha y le prometió en silencio que la traería de vuelta a Oahu, a ella y a su gente.
El doctor Edgeware se volvió hacia el teniente que lo acompañaba.
—Arreste a esa mujer —dijo señalando a Theresa—. Está acusada de dar asilo a leprosos.
Un soldado la cogió por el brazo, pero Robert se interpuso, sujetó al hombre por el otro brazo y lo obligó a volverse.
—¡Suéltela! —le ordenó y, cuando el soldado se negó a obedecer, cerró el puño y le propinó un derechazo en la mandíbula que le hizo retroceder. Miró a Theresa—. Tenemos que salir de aquí.
—Robert, lléveme a Wailaka.
Edgeware se interpuso en su camino y Robert lo amenazó con el puño aún cerrado.
—Apártese o usted también recibirá.
El doctor sonrió y se hizo a un lado.
—En menos de una hora tendré preparada una orden de arresto para esa monja.
Corrieron hacia la fila de coches de punto y se montaron en el primero libre.
La aldea estaba desierta.
—Están todos en el puerto —dijo Robert—. Acamparán en la playa y esperarán toda la noche.
—El jefe Kekoa no estaba con ellos.
Fueron de cabaña en cabaña. Theresa buscó en la zona de las mujeres mientras Robert hacía lo propio en la de los hombres. Se habían llevado hasta los perros. Lo único que quedaba en Wailaka era un puñado de gallinas.
—La vivienda de Kekoa está vacía. Quiero decir que no hay nada. Sus ropas ceremoniales, el casco, el kahili, todos sus objetos personales.
—No creo que haya bajado al puerto cargado con todo eso.
—No, yo tampoco lo creo.
Robert miró a su alrededor, hacia las cabañas deshabitadas, donde las fogatas aún ardían. La aldea parecía abandonada, y Theresa se preguntaba si sus habitantes regresarían. La lepra había llegado hasta allí y había convivido con las viejas tradiciones. Quizá, ahora que Mahina ya no estaba, los nativos se unirían al resto de los kanaka y abrazarían la cultura occidental.
—Puede que aún estén por aquí —dijo Robert—. Quizá se escondieron al ver llegar a los soldados. Tenemos que encontrarlos.
No fue una tarea fácil. El sol se ponía y apenas veían por dónde caminaban, así que tras una hora de búsqueda infructuosa se rindieron. Habían avanzado hacia el norte, hasta el pie de las colinas que se elevaban gradualmente hacia el Pali.
—Espere —dijo Theresa al llegar a un pequeño claro que resultó ser el lugar donde había presenciado el hula de la fertilidad. Reconoció la piedra lisa cubierta de petroglifos que representaban actos sexuales entre humanos—. ¿Qué es ese sonido?
Robert se detuvo y prestó atención dándose la vuelta lentamente.
—Lo oigo, pero…
—¿Es un pájaro?
Él dirigió la mirada hacia lo lejos, por encima de las copas de los árboles, hasta un afloramiento escarpado que se elevaba a unos trescientos metros por encima de ellos.
—¡Allí! —exclamó.
Theresa alzó la mirada y vio, recortada contra la pálida luz del atardecer, la figura de un hombre. Tenía los brazos extendidos y cantaba, muy alto y con un tono agudo. Su cántico transmitía una tristeza tan absoluta que pensó que era uno de los sonidos más hermosos que había oído en toda su vida.
—Es Kekoa —dijo Robert.
Theresa vio la capa de plumas amarillas y el casco alto y curvado. Había clavado el kahili sagrado en el suelo. Su voz se propagaba con el viento, rebotaba en los escarpados acantilados y sobrevolaba los árboles koa y ohia, asustando a los pájaros, que levantaban el vuelo y se refugiaban en un cielo cada vez más oscuro. Era un cántico largo y solitario, ancestral. Theresa imaginó los miles de personas que habían escuchado a su gran jefe desde aquel valle cubierto de bosques, que habían recibido su bendición y la de los dioses. Ahora los únicos que presenciaban esa escena eran dos haole.
De pronto Kekoa dejó de cantar, bajó los brazos y se quedó inmóvil.
—Dios mío —murmuró Robert—. Kekoa está en el sitio exacto en el que luchó junto a Kamehameha el Grande durante la batalla de Oahu.
—¿Deberíamos subir a reunirnos con él? —preguntó Theresa. Pero antes de que Robert pudiera responder, Kekoa se inclinó hacia delante y se lanzó al vacío.
Horrorizados, lo vieron rebotar en las rocas y luego seguir cayendo, rodando, desmadejado como un muñeco roto. Su cabeza salió despedida y su cuerpo se precipitó al fondo de aquel desfiladero de más de trescientos metros de profundidad.
Theresa gritó y se cubrió la cara. Robert la atrajo hacia su pecho.
—¡No puede ser! —exclamó—. ¡Todo está mal! —Retrocedió, se arrancó el rosario del cinturón y lo lanzó al suelo—. ¡Esto no significa nada! —Se arrancó el velo del hábito y luego tiró de las mangas. Quería librarse de todos los símbolos sin sentido de aquel mundo que la había traicionado—. ¡Todo está mal! ¡Todo está al revés y boca arriba! ¿Qué hacemos aquí? Dios mío, ¿qué hemos hecho? ¿Qué he hecho?
Robert la sujetó por los hombros y le dijo:
—Ha hecho cosas maravillosas, Anna. Ha salvado vidas. Ha dado esperanza a la gente. Me ha devuelto a mi hijo. Y ha hecho que me diera cuenta de que mi madre no estaba loca. —La apretó con fuerza—. Anna, ¡escúcheme! —Pero ella se negaba a reaccionar, intentaba resistirse—. ¡Anna! —le gritó cogiéndola por las muñecas—. Mire.
Levantó un dedo hacia el cielo y Theresa lo siguió. Allí arriba, sobre la pulida superficie de la luna, brillaba un arcoíris de colores asombrosos. Parpadeó con fuerza, sorprendida, y se enjugó las lágrimas de la cara. Y, mientras contemplaba aquella visión milagrosa, pensó: «Mahina ya no está. Y ahora Kekoa tampoco. Los últimos de su linaje están alaheo pau’ole: se han ido para siempre».
Y supo con una certeza absoluta que aquello de allí arriba era el espíritu del jefe Kekoa enviándoles una señal.
Apartó la mirada del arcoíris y la fijó en algo aún más milagroso: el hermoso rostro de Robert Farrow. No volvería a verlo jamás.
Quería decirle adiós sin que él se percatara de sus intenciones porque, si lo intuía, haría todo lo posible por impedir que se marchara.
De pronto comprendió algo sobre las revelaciones de aquella noche: antes de saber quién era ella o qué debía hacer, tenía que empezar de nuevo. Era necesario que volviera a nacer. No como una monja o una enfermera, sino como una mujer.
Levantó la barbilla y él bajó la cabeza hasta que sus labios se encontraron.
No le costó deshacerse de los velos y las faldas, y luego del lino almidonado y de la toca. Se sentía vulnerable, aunque estaba ardiendo, en aquel edén plagado de helechos y de flores.
—¿Cómo lo haces? ¿Cómo lo haces? —preguntó Robert con el rostro de su amada entre las manos—. ¿Cómo lo haces para entrar en las cabañas de los leprosos a limpiarles las heridas? ¿Cómo compones los huesos rotos y acabas con la enfermedad, y ves una faceta de la vida que nadie, excepto quienes la sufren, ve? ¿Cómo puedes presenciar las tragedias y las injusticias de la vida y permanecer intacta, ingenua, llena de esperanza?
Las lágrimas de Theresa le resbalaron por los dedos. Y luego fueron las suyas las que brotaron y se precipitaron por sus mejillas mientras se abrazaban en silencio y maldecían el destino que les había sido asignado en el momento de su nacimiento. Porque Theresa sabía que no podía escapar con el hombre al que amaría con todo su corazón durante el resto de sus días.
Se tumbaron sobre la hierba y unieron sus cuerpos en aquel claro del bosque bajo la tenue luz de la luna teñida con los colores del arcoíris. La noche traía consigo el fértil aroma de la isla. La brisa tropical mecía en sus tallos los hibiscos gigantes, escarlatas y amarillos brillantes, así como las hojas salpicadas de rocío. Robert era incapaz de tocarla, ahora que Theresa se había desprendido del incómodo hábito y por fin podía verla como era en realidad: una muñeca de porcelana con la piel marfileña.
—Dios mío —susurró—, eres tan frágil, tan pálida…
Todavía llevaba la cofia que le aprisionaba la cabeza. Robert se la quitó y descubrió una hermosa melena cobriza y ondulada que le llegaba hasta los hombros.
Theresa cerró los ojos y suspiró al notar las caricias de Robert. «Solo una vez, amor mío —pensó—, y luego desapareceré de tu vida para siempre».
Nunca había conocido un deseo como aquel, un martirio tan dulce. El mundo y todo lo que había en él dejaron de existir. El dolor que había sentido al presenciar la muerte del jefe Kekoa fue sustituido por aquella pasión nueva y emocionante. Le tocó el pecho. Se aferró con fuerza a sus brazos.
Robert inclinó la cabeza y le besó el cuello. Theresa gimió. Contuvo el aliento cuando le acarició el pecho, arqueó la espalda y se abrió para acogerlo en su cuerpo.
—Dios mío… No sabes cuánto te quiero. Te amo desde el primer día que vi.
«Y yo a ti», pensó Theresa.
La noche era un coro de aves nocturnas. Cerca de allí un arroyo danzaba sobre las piedras. La sinfonía de Hawái. Theresa hundió los dedos en el pelo de Robert y atrajo hacia sí su rostro. Cuando sus labios se encontraron, por un momento pensó que los fuegos de Pele le corrían por las venas. Nunca había sentido un calor como aquel, un deseo tan irrefrenable. No hacía calor, pero estaba sudando. Oyó gemidos que escapaban de sus propios labios. Ninguna fantasía sexual se acercaba a la realidad.
La lengua de Robert la sorprendió. Aprendía sobre la marcha y él era un maestro paciente. Con cada gesto, con cada nueva sensación, ella vacilaba y luego lo imitaba. Cuando notó su mano deslizándose entre sus piernas, las abrió.
«Es tan perfecto… —pensó—. Es imposible que sea pecado. ¿Cómo puede estar prohibido? Los dioses nos crearon para esto».
Y cuando Robert entró en ella no se sorprendió, sino que le pareció la sensación más natural y deliciosa del mundo. Él se sostenía sobre los codos, como si temiera romperla, pero Theresa lo atrajo hacia sí para notar sobre el pecho desnudo el roce húmedo de su torso. Sentía su aliento en el cuello. Quería gritar de alegría.
Mientras la penetraba empezó a experimentar una nueva sensación que le hizo levantar las piernas y rodearle con ellas la cintura. Se le escapó un suspiro de placer. «Ah, mi amor —exclamó para sí—. Mi querido Robert…».
Se sintió elevada hacia el cielo por una ola de puro éxtasis, como una de las que rompían en la playa, que la transportó en un viaje tan dulce que por un momento creyó que iba a morir de felicidad.
Se dejaron caer sobre la hierba, exhaustos, entrelazados y cubiertos de sudor, con la brisa de la noche acariciándoles la piel. Theresa se asombró ante el hombre que la sujetaba entre sus brazos, fuerte y poderoso, pero tierno al mismo tiempo. Tenía los ojos cerrados y su respiración era lenta y profunda. Se preguntó si estaba dormido. Era tan apuesto bajo la luz de la luna… Le acarició el cabello suavemente y luego lo besó en los labios.
«Así que esto es lo que se siente al estar casado —pensó—. El lujo de tenerse el uno al otro en la privacidad de la alcoba».
—Te quiero —le susurró, y cerró los ojos también ella para saborear aquellos últimos instantes a su lado.
Una nube pasó frente a la luna y la niebla descendió sobre la tierra. Robert despertó de su breve duermevela para contemplar a la preciosa y pálida mujer que descansaba entre sus brazos. Parecía tan vulnerable, tan frágil, inocente e indefensa, y, sin embargo, apenas unas horas antes le había plantado cara a uno de los caballeros más poderosos del reino. Se había abierto paso a través de un cerco de soldados y había protestado a gritos. La suya era una fragilidad engañosa. Aquella mujer era más fuerte que muchos hombres que conocía.
—Dondequiera que voy, amor mío —murmuró sobre su cuello—, veo tu rostro en la luna, oigo tu risa en los riachuelos y en los arroyos, descubro tus ojos en el arcoíris. Eres mi brújula y mi ancla, el viento que hincha mis velas. El misterio que te envuelve es profundo como el océano. Eres el faro dorado que me guía en la tormenta. Me llenaste de vida cuando creía que estaba muerto. Me diste fortaleza, esperanza, un objetivo a seguir. ¿Cómo puedo vivir sin ti?
Theresa se movió y abrió los ojos.
—Abrázame. —Se aferró a él como si se ahogara. Y entonces dijo—: Robert, iré a buscar la piedra sanadora. Iré a por ella a la isla de Hawái y la traeré de vuelta.
Él se incorporó sobre un codo y la miró con los ojos colmados de pasión.
—El Kilauea está causando estragos. Es peligroso. Jamie y yo buscaremos la piedra por ti.
Ella le regaló una sonrisa triste.
—Jamie y tú podéis venir conmigo si queréis.
—Cogeremos el vapor de la tarde.
—Sí.
«Pero yo iré en el anterior, que parte a las ocho de la mañana…».
Alzó la mirada hacia la luna, que cruzaba el cielo siguiendo su camino eterno y ancestral, y pensó que sin velos y sin tocas almidonadas, sin campanas, horarios o normas, lo único que quedaba era la verdad. En la claridad de aquel momento, desnuda bajo las estrellas de Hawái como Eva en el Edén, Theresa supo cuál era su misión en la vida.
Debía traer el ho’oponopono al pueblo de Mahina. Tenía que arreglar las cosas. Tenía que ir a Hilo ella sola para encontrar la piedra sagrada y llevarla a los leprosos de Molokai.
Era pasada la medianoche cuando entró en el convento a través de la puerta del jardín. La madre Agnes la estaba esperando.
—Ha montado un espectáculo en el puerto, se ha puesto en ridículo… y también a la orden —le dijo—. He tolerado su comportamiento errático durante ocho años, pero se acabó. Esta vez, se lo aseguro, no cambiaré de idea. No me importa el dinero que el capitán Farrow done a la Iglesia, hermana Theresa, sus acciones están atrayendo la atención y el escándalo hacia las Hermanas de la Buena Esperanza. Volverá a San Francisco con el primer barco que zarpe.
—No, reverenda madre —replicó Theresa muy tranquila—. Me voy a la isla de Hawái.
—Le prohíbo que salga de esta casa.
—Madre Agnes, hace treinta y ocho años Emily Farrow sufrió una fiebre muy alta por culpa de la gripe y, en pleno delirio, maldijo a un grupo de hawaianos que se habían convertido al cristianismo. Les dijo que Jesús los odiaba. En los días que siguieron todos ellos murieron y, para aplacar la ira de Pele, una sacerdotisa se adentró en la lava y se inmoló.
—Virgen santa —murmuró la madre Agnes santiguándose.
—Necesito traer de vuelta la piedra sanadora del pueblo de Mahina para que recobren la fe y la esperanza en el futuro.
—Es un suicidio —protestó la madre Agnes—. Llevamos todo el día recibiendo noticias espeluznantes sobre los terremotos y los ríos de lava que recorren la isla. No puedo permitir que se exponga a semejante peligro.
—Iré, quiera o no quiera —anunció Theresa sin perder la calma—. Tengo que hacerlo. Reverenda madre, sabe que últimamente he cuestionado varias veces nuestra efectividad como enfermeras. Quizá deberíamos permitir que los nativos recuperen sus viejos rituales, al menos aquellos que los salvaban de la enfermedad antes de que llegara el hombre blanco. ¿Tenemos derecho a decirles cómo han de vivir su vida? Si la plegaria es una herramienta de curación para los cristianos, ¿no puede ser igual para los hawaianos, pero en forma de ritual ho′oponopono?
—No son las plegarias las que curan, es Dios. Y Dios no tiene nada que ver con los rituales paganos. Quienquiera que rece sin dirigir su plegaria a Dios, está rezándole a la nada.
—¿Cómo lo sabe, reverenda madre?
Sus ojos se encontraron en el silencio del convento, de Honolulú, bajo la luz de las estrellas.
—En los últimos ocho años —dijo la madre Agnes— se ha saltado la ley, ha cuestionado la autoridad de sus superiores, ha guardado secretos, ha ocultado casos de lepra, ha ido por su cuenta cuando le ha parecido bien… Incluso ha luchado contra la llamada de la carne y me atrevo a decir que ha sucumbido. Sigue siendo igual de testaruda que el primer día que se puso el velo de postulante. Es usted intratable y, si le soy sincera, un problema. —Cuando Theresa se disponía a defenderse, la madre Agnes levantó una mano—. La envidio. La envidio desde el día en que llegó al convento de San Francisco y pidió la admisión en la orden. Entonces la envidié porque sabía qué quería hacer en la vida: ser enfermera. Y para conseguirlo estaba dispuesta a dejarlo todo. Lo he sabido desde el primer momento, hermana Theresa, los sacrificios que estaba haciendo. Le envidio el valor de seguir sus convicciones pase lo que pase. ¿Sabe? Yo no tengo la misma imaginación que usted, no tengo la visión ni el impulso necesarios. Yo vivo con reglas, horarios, campanas. Necesito que me digan cómo vestirme, qué debo rezar. No sé qué es ser un espíritu libre… como tampoco sé qué se siente al renunciar a la libertad para poder cumplir con el destino. —La miró fijamente y añadió—: Arrodíllese y recemos.
—No tengo tiempo, reverenda madre.
—Hija, me temo que la he decepcionado. Sabía que estaba batallando contra sus votos y su conciencia. Tendría que haberla ayudado más. Debería haberle dado más, guiarla con mano firme por el buen camino. Por favor, perdóneme.
—No podría haber hecho nada por mí. Desde el día en que mi padre me llevó al convento, en San Francisco, hace once años, he sido una forastera. En cierto modo las he deshonrado, a usted y a las hermanas, porque estaba viviendo una mentira. Estoy en deuda con la hermandad. Me aceptaron, me vistieron, me dieron un techo bajo el que cobijarme y un plato de comida todos los días. Me dieron una educación que jamás habría podido recibir fuera de la orden. Y honraré a la hermandad yendo a Molokai a cuidar de los leprosos, en nombre de las Hermanas de la Buena Esperanza.
—¿Qué está diciendo?
—Reverenda madre, me uní a la orden por otros motivos que no eran el deseo de servir a Dios. Llevo ocho años cargando con ese peso. No puedo seguir llevando los símbolos sagrados de su vocación. Sería hipócrita, y supondría por mi parte una falta de consideración hacia esta orden. Madre Agnes, siento un profundo respeto por usted y por mis hermanas. No traicionaré su confianza con secretos y mentiras.
—¡Piense en lo que está haciendo! —le gritó Agnes mientras Theresa se quitaba el anillo—. Romper los sagrados votos…
—Perdóneme, reverenda madre. Las Hermanas de la Buena Esperanza hacen un trabajo extraordinario, pero puede hacerse mucho más. El libro de Florence Nightingale me ha abierto los ojos. Usted dice que no necesitamos los escritos experimentales de recién llegados y de forasteros, pero yo creo que debemos escuchar lo que tienen que decir. En lo más profundo de mi ser sé que puedo ofrecer mucho más, pero aquí me siento limitada. No puedo dar la espalda a los que me necesitan.
La madre Agnes la observó en silencio, sin saber qué decir, mientras Theresa se quitaba la alianza, el rosario, los velos. Cuando terminó, ya solo quedaba el atuendo blanco que llevaba bajo el hábito, con la melena cobriza alborotada cayéndote sobre los hombros.
—Ya no soy Theresa. No soy merecedora de llevar ese nombre. A partir de ahora seré otra vez Anna.
En el salón había una bolsa llena de ropa donada por los feligreses para ser distribuida entre los pobres. La madre Agnes observó a Anna mientras esta buscaba entre las prendas hasta encontrar un vestido de su talla. Permaneció en silencio, con las manos entrelazadas y escondidas dentro de las mangas del hábito, también mientras Anna se ponía el vestido por la cabeza y se abotonaba el corpiño ajustado desde la cintura hasta el cuello. Le faltaban algunos botones en la parte de arriba.
La madre Agnes no dejaba de llorar. No sabía muy bien por qué, si eran lágrimas de tristeza o de alegría. La transformación de Theresa en Anna había sido demasiado.
—Querida, tenga cuidado —le dijo—. Esta tarde ha venido un grupo de soldados al convento con una orden para arrestarla. La están buscando.
—Gracias, reverenda madre. Tendré cuidado. Quiero escribir unas cartas antes de partir hacia el puerto. Entre mis cosas encontrará un libro, Walden. ¿Puedo pedirle que se ocupe de que sea devuelto a casa de los Farrow?
—Así será —respondió Agnes, la voz temblorosa—. Y rezaré para que regrese sana y salva.
Por primera vez en muchos años la abrazó, y Anna sintió el suave roce de un beso en la mejilla.
La madre superiora subió lentamente la escalera para dirigirse a su dormitorio, y Anna no pudo evitar reflexionar sobre la cadena de acontecimientos iniciada por Emily aquella noche de verano de hacia treinta y ocho años. Si no hubiera tenido fiebre. Si se hubiera quedado en casa. Si no hubiera descubierto el ritual del hula y la piedra sagrada…
Muchos hawaianos no habrían perdido la vida por culpa de sus palabras. No la habrían acosado las visiones de los muertos. No habría empujado a MacKenzie por el acantilado. Robert no habría tenido que renunciar al mar y quizá Peter y él habrían sido amigos toda su vida.
Pero, por otro lado, Jamie no habría nacido. Y Anna no habría conocido a Robert.
Nunca dejaría de asombrarse ante el mecanismo inapelable del destino. «Nuestras acciones tienen más consecuencias y efectos a largo plazo de lo que creemos —pensó sentada ante el escritorio del salón—. ¿Y quién me dice a mí que la rueda se detendrá cuando encuentre la piedra de Lono?». Quizá lo que ocurrió en 1830 seguiría reverberando a lo largo de los años y afectaría a las vidas de aquellos que aún no habían nacido.
El puerto bullía con la actividad matutina. Los pasajeros se dirigían hacia el muelle donde un barco los llevaría a sus respectivos destinos, otros habían acudido a recibir a los recién llegados, los estibadores cargaban y descargaban las mercancías, los capitanes gritaban órdenes… Un centro de actividad marítima funcionando a máximo rendimiento.
Anna sabía desde qué muelle partía el vapor que hacía la ruta entre las islas. Había recorrido las calles a primera hora de la mañana con mucho cuidado para que los soldados no la localizaran. Ahora estaba en la entrada del puerto y, desde allí, podía ver casacas rojas por todas partes armados con mosquetes. Por suerte buscaban a una monja, así que estaba segura de que no la reconocerían con las ropas que llevaba ahora.
Cuando encontró el muelle vio a Robert de pie junto a la pasarela, sonriéndole. Llevaba un atuendo informal, con pantalones y chaqueta ancha de franela y un macuto de lona colgando del hombro. La sonrisa se desvaneció cuando la miró de arriba abajo y vio el vestido celeste, con el corpiño ajustado, la falda hasta los pies y el cuello abierto, y se dio cuenta de lo que aquello significaba.
—¿Ha sido por mí?
—No, Robert. Me he despertado de un sueño, uno muy largo. He hecho las paces con Dios. Mi propio ho’oponopono.
—Presentía que intentarías hacerlo sola. Voy contigo, Anna, así que será mejor que no protestes. Creo que encontraremos la cueva cerca del flujo de lava de 1830.
—Robert —dijo ella mientras cruzaban la pasarela—, la madre Agnes me ha explicado que diste dinero a la Iglesia para que me quedara en Hawái. ¿Es cierto?
—No tendría que habértelo contado, pero sí, es verdad. Estaba dispuesto a mover cielo y tierra para que no te fueras de aquí. Y ahora sugiero que nos demos prisa. Conozco la isla de Hawái muy bien, la exploré a menudo cuando era joven. Sé dónde están los límites de la erupción de 1830, pero con toda la actividad sísmica que ha habido últimamente y los ríos de lava nuevos es posible que la cueva ya ni exista. Podría haberse derrumbado o estar cubierta de lava.
—¡Esperemos que siga intacta! Cruzaron la pasarela de la mano, pero cuando acababan de pisar la cubierta del vapor oyeron una voz autoritaria elevándose sobre la barahúnda del puerto.
—¡Deténganse ahora mismo! —Era el doctor Edgeware, que se abría paso entre la multitud seguido de varios casacas rojas—. ¡Usted! —Señaló a Anna—. Estaba seguro de que intentaría huir, pero ya debería saber, joven, que tengo ojos por todas partes. Baje ahora mismo, está detenida. Anna no se movió de donde estaba. Permaneció en la cubierta del barco con Robert a su lado y mirando al ministro de Salud Pública con una expresión decidida en el semblante. Edgeware le devolvió la mirada y frunció el ceño al percatarse del cambio en su indumentaria. Trató de imaginar qué había ocurrido, qué ocurría aún.
La cubierta del barco estaba repleta de nativos que viajaban a las otras islas. Estaban sentados entre sus posesiones, rodeados de cerdos, perros y jaulas con gallinas. Un hombre de uniforme se abrió paso entre el desorden y preguntó:
—¿Qué está pasando aquí? Tenemos que zarpar cuanto antes. Hemos de cumplir unos horarios.
—Puede zarpar cuando quiera —le dijo Robert.
—¡Eso lo veremos! —gritó Edgeware rojo de ira—. Tengo una orden de arresto para esa mujer.
Sin embargo, Anna permaneció inmóvil, desafiante, elevándose por encima de él como un ángel vengador, la melena cobriza flotando al viento y creando un halo divino alrededor de su cabeza.
Edgeware se removió inquieto. Miró a izquierda y derecha y luego de nuevo a Anna. El corpiño delineaba la forma de sus pechos, la delgadez de su cintura, desde donde la falda caía hasta los pies. Ya no era una monja sumisa y servicial, sino una mujer.
Edgeware se quedó sin palabras.
Los trabajadores del puerto retiraron la pasarela mientras los marineros soltaban amarras y con una señal indicaban al capitán que podía iniciar las maniobras. Los motores cobraron vida, la chimenea escupió humo y las enormes palas empezaron a girar.
Robert y Anna dejaron a Edgeware en el muelle, mudo y perplejo, haciéndose más y más pequeño a medida que el barco se adentraba en el mar.