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—¿De veras tiene que ir, Isaac? Apenas llevamos aquí cuatro meses.
—Muchas otras almas ansían su salvación, Emily —respondió el reverendo Stone mientras guardaba metódicamente sus enseres en una bolsa de piel—. No puedo quedarme en un único lugar. El Señor envió a sus discípulos a recorrer el mundo para que su red fuese lo más amplia posible.
Emily se retorció las manos. Nadie le había dicho que tendría que permanecer allí sin su esposo. Cuando solo un día antes de su partida Isaac le había informado de su intención de visitar las aldeas de la costa norte, había recibido la noticia con tal estupefacción que desde entonces apenas había probado bocado o conciliado el sueño. Y ahora era un manojo de nervios.
¿Qué había pasado con su espíritu aventurero? ¿Se había esfumado? Emily había descubierto que le aterrorizaba la idea de quedarse sola con los nativos, aunque no era capaz de explicar por qué. El problema era su… exotismo. Los hawaianos eran amables y generosos, y siempre estaban sonriendo. Sin embargo, cuando el señor Alcott se había dirigido a la congregación para hablarles de un reino formado por varias islas y repleto de almas condenadas a la perdición, había olvidado mencionar que había más obstáculos, además de la cuestión religiosa. Los niños corrían de un lado a otro sin ninguna clase de disciplina. Pero ¿cómo iban a conocer la disciplina si los adultos carecían por completo de ella? Su vida social se basaba en el impulso y el capricho. En cuanto el océano se erizaba, todos abandonaban sus labores, cogían sus tablas y se dirigían mar adentro dispuestos a impulsarse sobre las olas. Lo mismo ocurría con la escuela. Durante los primeros días de clase en el nuevo pabellón que Isaac había construido, Emily enseñó el alfabeto a una numerosa concurrencia, niños y adultos por igual. Todos aparecían a primera hora y se mostraban deseosos de manejar las tizas y las pizarras. Ella estaba encantada. No obstante, no mucho tiempo después ya no se presentaba nadie voluntariamente, y tenía que recorrer la aldea y reunir a los niños, mucho más rebeldes.
Por si fuera poco, era incapaz de sacarse ciertas ideas de la cabeza, pensamientos que el odioso señor Clarkson se había ocupado de inculcarle, como cuando les había explicado, a Isaac y a ella, cierta vez que se había pasado por su cabaña para tomar un té con pastas, que apenas cuarenta años atrás aquellas gentes practicaban el sacrificio humano. A pesar de que el jefe Holokai había asegurado a Isaac que aquel ritual aborrecible había quedado atrás, el impulso de matar seguramente aún les corría por las venas. ¿Y si era la presencia de Isaac lo que los mantenía a raya, pero en cuanto se alejara de Hilo…?
—He oído hablar de casos de fornicación flagrante en la isla —dijo Isaac mientras cerraba la bolsa—. El concepto «matrimonio» les es ajeno. Pasan de un compañero a otro según les apetece. Y los que sí están casados realizan prácticas sexuales delante de sus hijos. Toda la familia duerme junta, y esa es una tradición que estoy decidido a erradicar.
Salieron de la cabaña y, una vez en el exterior, Isaac se dio la vuelta y apoyó las manos en los hombros de su esposa.
—Recuerde que Dios está con nosotros, Emily. No hay nada que temer. Y ya era hora de que llevara la luz del Señor al resto de las almas descarriadas de la isla. La dejo aquí para que se haga cargo de la congregación, para que corrija a nuestra gente cuando se desvíe del camino y para que la anime a creer en el Todopoderoso y en el amor infinito que siente por ellos.
La fe de Emily no brillaba en el cielo, resplandeciente como la de su esposo. Su relación con el Todopoderoso era más apacible, más agradable. Sin embargo, si creía en el demonio, en la existencia del mal en el mundo y en que la única salvación posible era a través del conocimiento del Altísimo. Por eso estaba allí, por eso había encontrado una tierra de una luz tan brillante y una belleza tan sublime que se preguntaba cómo era posible que la oscuridad reinara en semejante lugar. Aunque ¿acaso el Edén no era hermoso? ¿No había sido en el Paraíso donde un hombre y una mujer habían morado completamente ajenos al mal? ¿Ajenos incluso a su propia desnudez, al igual que los habitantes de aquellas islas? Hasta que una serpiente los había alejado de la gracia del Señor.
Se protegió los ojos con una mano y miró a su alrededor, a los árboles lehua ohia, a las enredaderas y a las abundantes flores, a las ruidosas cascadas y los chispeantes arroyos, a las lagunas profundas y verdes, y pensó: «Sí, la Serpiente está aquí, observando, esperando…».
—Ha de ser fuerte en su fe, Emily —continuó su esposo con el tono de voz que empleaba en los sermones—. Dios aborrece la debilidad.
Pero Isaac no comprendía sus sentimientos de aislamiento y soledad. De vez en cuando disfrutaban de la compañía de otros blancos, puesto que los barcos seguían fondeando en la bahía y hombres de todo tipo desembarcaban en la costa. Casi siempre eran capitanes, navegantes y exploradores, todos ellos educados y civilizados: los marineros sin rango tenían prohibido abandonar las embarcaciones para no perturbar la paz. Entre los visitantes también había escritores y artistas, científicos y naturalistas que acudían a las islas para ver con sus propios ojos aquel mundo exótico y puro, todavía no corrompido por el ser humano. Cuando desembarcaban en la playa siempre se les decía que tenían un plato de comida y un buen rato de conversación inglesa en casa del reverendo Stone y su esposa.
Sin embargo, nunca había mujeres blancas entre ellos. Y Emily añoraba la compañía de alguien de su mismo sexo.
Mientras Isaac montaba en su caballo, le tocó una pierna.
—He estado pensando, Isaac —le dijo—. Quizá deberíamos tener una casa de verdad. Ya hemos construido la iglesia y la escuela. Ahora necesitamos un hogar definitivo. Una cabaña cubierta de hierba no es un lugar adecuado para recibir a las visitas.
Llevaba días dando vueltas a la idea. Había llegado a aquellas costas convencida de que estaba abierta a nuevas experiencias, creyendo que fuera lo que fuese lo que los nativos soportaran, una mujer de Nueva Inglaterra como ella podría aguantarlo. Y, sin embargo, había acabado odiando esa cabaña.
Y más cosas…
Desde el primer día, cuando el barco había echado anclas y las nativas habían subido a bordo desnudas, Emily había tratado de convencerse de que aquella era una costumbre más y que, de todas formas, si Isaac y ella estaban allí era precisamente para cambiar dichos hábitos. Aun así, por mucho que se esforzara en ser tolerante, no podía evitar escandalizarse por todo lo que veía. Los nativos no eran en absoluto como ella había imaginado. Su forma de vestirse, de comer, de tocarse los unos a los otros, la ausencia de autocontrol o recato…
Emily procedía de un mundo en el que las muestras de afecto en público eran consideradas inadecuadas. Los hawaianos eran un pueblo muy emotivo y nunca se guardaban nada para sí mismos. Ya fuera ira o dolor, incluso felicidad extrema, expresaban sus sentimientos a los cuatro vientos, lloraban a mares o se reían a carcajadas hasta que les dolía la barriga. ¿Cómo hacerles entender que las personas bien educadas controlaban sus sentimientos, sus reacciones físicas, su forma de hablar?
Y el problema no eran solo los hawaianos; también estaba el intolerable señor Clarkson. Emily nunca se había considerado una esnob. Había llegado dispuesta a entablar amistad con los habitantes de las islas, incluidos los marineros retirados y los expatriados que habían establecido su residencia allí. Pero, por mucho que lo intentara, no era capaz de mirar al agente portuario como a un amigo o un igual. Le habían enseñado que un trato gélido pero cordial era la mejor arma que una mujer educada tenía a su disposición para poner en su sitio a los tipos vulgares como William Clarkson.
—Quizá —continuó, dirigiéndose a Isaac— no deberíamos vivir como los nativos. ¿Cómo civilizar a estas gentes sino a través del ejemplo?
No obstante, mientras pronunciaba esas palabras tan razonables y cargadas de lógica, no pudo evitar sentirse decepcionada consigo misma.
—¡Por supuesto! —exclamó Isaac con una sonrisa entusiasta, sorprendiéndola—. No le falta a usted razón, querida esposa. En cuanto regrese nos pondremos manos a la obra con la construcción de la nueva casa. ¡Que Dios la bendiga, Emily!
Estuvo mirándolo mientras se alejaba hasta desaparecer en el interior del bosque y luego dio media vuelta. Vio a un hombre que ascendía desde el puerto. Era un marinero ya entrado en años y un tanto descuidado que vivía en una barraca junto a la playa y que, de vez en cuando, trabajaba para el señor Clarkson.
—Una carta para usted, señora —anunció al tiempo que se limpiaba el sudor de la cara.
—¿Una carta?
El corazón le dio un vuelco. ¡De casa, seguro! ¡Una carta de sus padres! Qué coincidencia tan oportuna. Y qué rápido había llegado.
Sin embargo, resultó que no había sido enviada desde New Haven sino, extrañamente, desde algún punto del océano. Los capitanes, le explicó el viejo lobo de mar, cuando se cruzaban con barcos amigos que navegaban en sentido opuesto al suyo, a menudo les confiaban su correspondencia y cualquier noticia importante que necesitaran hacer llegar, de modo que lo que el anciano traía consigo era un pequeño hatillo de cartas dirigidas al reverendo Stone y a su esposa de parte del capitán MacKenzie Farrow.
Súbitamente emocionada, las apretó contra su pecho y se apresuró al interior de su cabaña.
Emily canturreaba mientras se ataba la cofia bajo la barbilla y luego revisaba su aspecto en el pequeño espejo que había traído de casa.
Hacía días que no estaba tan contenta.
El capitán Farrow había escrito cinco cartas, cada una continuación de la anterior, en las que tocaba una gran variedad de temas. Entre otras cosas, expresaba el placer que le suponía saber que a su regreso a Hilo lo esperaba la compañía de cristianos ilustrados y también mostraba interés por conocer los progresos de la misión del reverendo Stone. Farrow hablaba de sí mismo con gran detalle, de su familia en Georgia y de sus viajes por el Pacífico Noroeste, donde disfrutaba de los encuentros con los distintos pueblos indígenas que vivían de una forma del todo diferente a como lo hacían los habitantes de las islas Sandwich.
Era una narración larga e interesante, pero Emily no podía evitar preguntarse por qué había enviado aquellas cartas tan personales a un matrimonio de completos desconocidos. Pensó que quizá, al igual que le ocurría a ella, MacKenzie Farrow se sentía solo en alta mar, en sus encuentros con razas y culturas extranjeras, y que la oportunidad de llenar tantas horas de soledad manteniendo esa suerte de diálogo con sus nuevos amigos americanos le suponía un alivio más que bienvenido.
Pero entonces llegó al final de la última carta, en la que el capitán había escrito:
Querida señora Stone:
Me ha causado usted una honda impresión. Me ha recordado a mi hogar, a las damas sureñas que formaban parte del círculo social de mi familia. Llevo tanto tiempo en el mar que había olvidado recuerdos que me son muy queridos y que usted con su presencia ha traído de vuelta a mi memoria. Por culpa de una disputa con mi padre, había dejado que las vivencias de una adolescencia feliz cayeran en el olvido. Sin embargo, usted ha hecho que los recupere, señora Stone, y por ello siempre tendrá mi eterna gratitud.
Dichos recuerdos, que ahora se me antojan un regalo de su parte, me han impulsado a escribir a mi padre, a reconciliarme con él. Los hawaianos realizan un rito ancestral llamado ho’oponopono. Implica confesión, penitencia y perdón, y normalmente se lleva a cabo en el seno de las familias para curar enfermedades y ahuyentar la mala suerte. La carta para mi padre, que le ruego entregue en un barco que parta hacia el Atlántico, es mi intento de ho’oponopono con la esperanza de que tanto él como yo podamos cerrar las heridas que están abiertas entre nosotros y nos separan.
Emily vio que el destinatario de la última misiva era un tal coronel Beauregard Farrow, con domicilio en Savannah, Georgia.
Se llevó el hatillo de cartas al pecho y prometió en silencio que bajaría todos los días al puerto y se aseguraría de que aquella carta tan valiosa acabara en las manos de un capitán responsable. Y mientras hacía esa promesa, se preguntó si habría más cartas del capitán Farrow de camino. Ahora por fin tenía algo que anhelar en silencio hasta que su marido regresara.
Isaac ya llevaba tres días fuera. Ese sería el primer sábado que no pronunciaría su sermón frente a la congregación. Pero Emily estaba preparada. Con su libro de oraciones sujeto con firmeza entre las manos enguantadas partió desde la asfixiante cabaña. Llevaba una sombrilla porque había descubierto que el tiempo en Hilo era impredecible: podía estar tranquilamente al sol y, diez minutos más tarde, acabar empapada por una lluvia repentina.
Cruzó la verde pradera —un paisaje natural salpicado de arbustos floridos y enormes árboles cuyo follaje proporcionaba sombra— hasta la iglesia sin paredes. Estaba repleta, como era habitual. Desde el primer servicio de Isaac, hacía ya cuatro meses, la asistencia había sido muy numerosa. Los miembros de la congregación, sentados sobre las esterillas que cubrían el suelo, ocupaban hasta el último centímetro libre, mientras que otros debían ocupar los laterales y la parte de atrás. El traductor de Isaac era un campesino taro de nombre Kumu, que no era más que un niño cuando llegaron los primeros hombres blancos a Hilo. Inteligente y con una gran capacidad para el aprendizaje, Kumu había aprendido a hablar inglés y ahora se mostraba ansioso por aprender a leerlo. En la escuela en la que Emily enseñaba, Kumu era uno de los adultos que se sentaba todos los días con una cartilla y una pizarra y se esmeraba en escribir el alfabeto.
Emily sonrió y saludó a los congregados con un aloha. Era un grupo muy variopinto, desde niños hasta ancianos. Las mujeres iban ataviadas con pareos de diseños alegres y lucían en el cuello leis, las guirnaldas hawaianas de flores; los hombres, por su parte, vestían pantalones de las donaciones que Emily había traído desde New Haven. Por desgracia, muchos todavía llevaban el malo, un minúsculo taparrabos hecho con una estrecha tira de corteza que apenas les cubría nada. Alguien había contado a Emily que aquellas dos prendas, el pareo y el malo, no eran una muestra de pudor, sino una forma de evitar que los espíritus se colaran en los genitales.
Isaac había predicado en multitud de ocasiones sobre la necesidad de cubrirse con ropas. También se había pronunciado contrario a la práctica habitual de defecar y orinar en público, algo que los isleños no acababan de comprender porque para ellos no era un comportamiento inaceptable. Emily decidió que su sermón de ese sábado se centraría en el recato en las mujeres y en la necesidad de cubrirse.
Los sermones de Isaac siempre se dividían en dos partes: la primera trataba la cuestión de cómo deberían comportarse las personas, mientras que la segunda versaba sobre cómo encontrar el camino a la salvación. Extrañamente, los nativos siempre se mostraban más interesados por la segunda parte. Isaac había descubierto, para su regocijo, que contrariamente a las afirmaciones del señor Clarkson, no todos los hawaianos codiciaban poder y cosas materiales. Después de que la reina Ka’ahumanu demostrara que los antiguos dioses no existían, muchos se habían quedado sin nada en lo que creer. Les entusiasmaba la idea de que un dios invisible, todopoderoso y misericordioso cuidara de ellos. Tal como el capitán Farrow explicaba en su carta, los conceptos de «perdón» y «redención» no eran nuevos para los hawaianos.
De momento, no había conversos, al menos no de forma oficial. Isaac aún no había bautizado a nadie en la nueva fe, a pesar de que eran muchos los que declaraban su amor hacia Dios con entusiasmo. «Hasta que no comprendan el concepto de “alma” —solía decir Isaac—, y la diferencia entre perdición y salvación, no puedo llamarlos cristianos».
Emily se situó al frente de la congregación, abrió su Biblia, carraspeó y dijo:
—Hoy voy a leerles un pasaje de la Segunda Carta a los Tesalonicenses, en el que el apóstol Pablo escribió: «Pero os ordenamos, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que ande desordenadamente, y no según la enseñanza que recibisteis de nosotros…».
—¿Dónde Mika Kalono? —preguntó una voz desde el fondo de la iglesia.
Emily levantó la mirada.
—¿Disculpe?
—Usted no Mika Kalono —dijo una segunda voz.
Los hawaianos no sabían pronunciar algunas consonantes como la «ese» y la «te», así que las sustituían, y «míster Stone» sonaba un tanto diferente.
—El reverendo Sttone ha ido a visitar otras aldeas por la costa. Va a llevar la palabra de Dios a otros. Yo me…
Kumu, el granjero taro, de pie junto a ella, tradujo para quienes no entendían el inglés y, de pronto, la multitud se mostró inquieta.
—¿No Mika Kalono? —preguntó otro.
—Bueno, no, lo siento, pero…
Para sorpresa de Emily, los asistentes se levantaron uno a uno y abandonaron el lugar, dejándola, en cuestión de segundos, a solas en el pabellón desierto. Kumu le dedicó una sonrisa desdentada y dijo:
—¿Yo voy?
Una semana más tarde, mientras se ponía el vestido que solía llevar durante el día, con las mangas largas y ajustadas y el cuello alto, y se preguntaba si el cielo encapotado anunciaba otro día de lluvia, Emily decidió probar un acercamiento distinto al sermón. En lugar de leer de un libro caminaría entre los fieles y se dirigiría a ellos directamente, de tú a tú. La mayoría de ellos no hablaban inglés, pero sí conocían algunas frases y palabras, y ante todo querían aprender. «Lo convertiré en un juego —pensó al tiempo que se ataba las cintas de la cofia—. Quizá incluso utilice premios de algún tipo».
Salió de la cabaña henchida de esperanza y complacida con su ingenuidad, pero a medio camino se detuvo. La casa de oración estaba desierta. Ni siquiera Kumu la esperaba.
¿Cómo era posible, si había recorrido la aldea el día anterior, recordándoles que al día siguiente era sábado y que esperaba verlos allí, y todos habían asentido y con una sonrisa le habían prometido que acudirían?
Ahora por fin sabía la verdad: Isaac era la fuerza sobre la que se sostenía la misión. Emily nunca se había sentido tan insignificante e inútil.
—¿Hay alguna carta para nosotros, señor Clarkson?
Emily aborrecía bajar todos los días hasta el muelle en el que el agente tenía su oficina de aduanas, además de un comercio bien surtido, pero esperaba impaciente la llegada de más cartas, de casa, del Comité Misionero y, ante todo, del capitán Farrow. Había barcos nuevos en la bahía, lo cual implicaba la posibilidad de que hubiera llegado correo.
William Clarkson sonrió mientras hurgaba entre sus dientes amarillentos.
—Lo siento, señora, nada nuevo.
Emily despreciaba la forma en que la miraba de arriba abajo, una ofensa que aquel individuo nunca había osado cometer antes de que Isaac se marchara. Sin embargo, su esposo llevaba tres semanas lejos del hogar y ella se sentía cada vez más vulnerable e indefensa.
Por lo menos le quedaba el consuelo de haber podido entregar la carta del capitán Farrow al capitán de un clíper que se dirigía hacia el Atlántico, quien le había asegurado que se ocuparía personalmente de que la misiva llegara al puerto de Savannah.
Mientras recorría fatigosamente el muelle, donde los nativos se afanaban cargando en barcas los maderos de sándalo que previamente habían talado de los bosques más altos de la isla, Emily levantó la mirada hacia las montañas, verdes y exuberantes, que se elevaban sobre el pequeño asentamiento que era Hilo. Las nubes tenían la misteriosa habilidad de materializarse repentinamente de la nada, oscurecer el cielo y descargar una suave llovizna, transformarse en niebla alrededor de las escarpadas cimas y dar a luz magníficos arco iris. Hilo era un lugar de clima siempre húmedo, pero también poseía una belleza imposible de describir.
Siguió el camino que bordeaba la laguna, pasó de largo al llegar a su casa y continuó hasta la aldea de los nativos.
Tenía una misión.
Se le había ocurrido la noche anterior mientras rezaba. A solas en su cabaña, de rodillas a la luz de la lámpara de aceite, tratando de que el miedo y la soledad no debilitaran su fe en los planes que el Todopoderoso tenía para ella, había hablado a su Padre celestial en voz alta. La respuesta había llegado en forma de idea: «Céntrate en Pua. Convierte a la gran jefa y el resto la seguirá».
Pua, la hermosa hija del jefe Holokai, era una mujer inteligente y una alumna entregada, pero no se podía contar con ella. Como kahuna lapa’au, su presencia era requerida por toda la isla para diagnosticar enfermedades, administrar plantas curativas, tratar heridas y erupciones, asistir a partos y, en términos generales, ocuparse de la salud y la fertilidad de su gente. Además, como gran jefa y ali’i, debía estar presente en todos los rituales, ceremonias y festividades. Y, como aún no se había convertido al cristianismo, y a pesar de que el sistema kapu había sido abolido y los dioses declarados inexistentes, Pua y miles de hawaianos como ella seguían participando en ritos religiosos que en ocasiones podían durar días. Así pues, el tiempo que le quedaba libre para aprender a leer y escribir era muy limitado.
Por si fuera poco, Emily no conocía los horarios de Pua, que simplemente desaparecía sin decir palabra y volvía transcurridos varías días sin previo aviso y esperando recibir una nueva lección.
Sin embargo, su hermano Kekoa sí se dejaba ver a menudo por la aldea. Muy influyente entre su gente, había luchado junto al viejo Kamehameha, de modo que los nativos hacían lo que él decía.
«Pediré a Isaac que se centre en convertir a Kekoa», se dijo Emily.
Conocía bien la aldea, sabía por dónde podía ir y por dónde no, y qué cabaña pertenecía a cada familia. En total había una treintena, algunas grandes, otras más pequeñas, dispuestas siguiendo un patrón caótico.
Muchos la recibieron con un aloha, la saludaron con la mano y le sonrieron mientras se ocupaban de sus quehaceres. Las mujeres se sentaban frente a sus chozas y confeccionaban guirnaldas con flores, o atendían pequeñas parcelas de huerto o amamantaban a sus bebés. Los perros campaban a sus anchas, al igual que los niños, y las gallinas picoteaban el suelo.
Las cabañas junto a las que Emily pasó tenían funciones muy concretas: una era la casa en la que todos los miembros de la familia dormían juntos; otra, cuyo acceso estaba prohibido a las mujeres, la usaban los hombres para sus reuniones; también estaba la que hacía las veces de cocina, en la que las mujeres tampoco podían entrar. Allí se levantaba el pabellón donde se fabricaba el tejido de corteza, un espacio vetado a los hombres, y el complejo donde se ahuecaban las canoas y se les añadía el estabilizador lateral, prohibido para las mujeres. En las afueras de la aldea se amontonaban las chozas más sencillas de los parias y los esclavos, mientras que las de los pescadores y los constructores de canoas estaban más cerca de la playa. En el extremo opuesto del poblado, que era hacia donde Emily se dirigía, se levantaban las casas lujosas de los ali’i, construidas sobre cimientos de basalto, y, por último, algo a lo que se referían como el sagrado heiau, el recinto de los antiguos dioses, rodeado por una cerca y guardado por ídolos de aspecto salvaje que flanqueaban las puertas.
Un poco más allá, y apartada del asentamiento principal, estaba la choza menstrual a la que las mujeres se retiraban una vez al mes. Aquel era un tema del que hablaban tan abiertamente, los hombres incluidos, que cuando una mujer tenía el período llevaba sobre si una flecha especial con el fin de alertar de su condición a los demás. Era kapu por la sangre, a la que ellos llamaban «lágrimas de Lehua». Durante esos días la mujer no podía tocar ni objetos ni personas. Lo que en Nueva Inglaterra se escondía con la mayor corrección y disimulo posibles, en esa cultura salvaje era pregonado a los cuatro vientos, y Emily sospechaba lo difícil que resultaría convencerlos para que abandonaran semejante costumbre.
Sin embargo, no era la única tradición fuertemente arraigada entre los nativos. Tanto ella como los otros misioneros de las islas estaban decididos a erradicar otras muchas costumbres, principalmente la promiscuidad sexual y el incesto.
Mientras pasaba junto a grupos de mujeres que cogían flores y con ellas confeccionaban guirnaldas, coronas y brazaletes, y luego frente al pabellón donde tejían con fibras de corteza, a Emily se le ocurrió de repente que los adornos que usaban, excepto las conchas, eran todos perecederos. El tejido que creaban a partir de la corteza de la morera no duraba demasiado y tenía que ser continuamente sustituido. Incluso las casas acababan por pudrirse o eran arrastradas por las tormentas. Todo tenía que ser renovado o reemplazado una y otra vez. Para un oriundo de Nueva Inglaterra acostumbrado a la permanencia del ladrillo, el hierro y el vidrio, la forma de vida de los hawaianos era algo efímero, temporal. Nada de lo que hacían era perdurable. A pesar de todo… vivían más cerca de la naturaleza. Trabajaban con lo que tenían, no fabricaban nada cuyo origen no estuviera en el mundo que los rodeaba. Y la constante renovación de sus posesiones les hacía pensar en las estaciones y en el insistente renacer de la tierra.
El heiau era la versión hawaiana del templo, el lugar donde los sacerdotes hacían sus ofrendas a los dioses. Construido con rocas de lava apiladas, el heiau del jefe Holokai era un espacio cuadrado de unos cien pies de lado a lado, cuyas paredes tenían ocho pies de altura y cuatro de grosor. En la pared norte se abría una puerta, a través de la cual Emily vio grandes plataformas de piedra con varias estructuras de ramaje sobre ellas. Le habían contado que allí era donde vivían los sacerdotes y también donde se guardaban los objetos sagrados. En el centro del complejo se levantaba un altar rodeado de los ídolos que representaban a los dioses.
Enseguida reconoció a la gran jefa Pua junto al altar. Estaba dejando una ofrenda de frutas y flores mientras cantaba a la enorme piedra situada en el centro del mismo.
—Aloha —dijo una niña que esperaba junto a la puerta.
—Aloha, querida —replicó Emily, que ya conocía a la hija de Pua.
Mahina tenía trece años, era delgada y guapa, con el pelo negro, largo y ondulado, y llevaba un colorido pareo alrededor de la cintura. Era una joven tímida y risueña que sabía hablar algo de inglés. De repente, Emily cayó en la cuenta de que Mahina pronto tendría la edad necesaria para unirse a las otras chicas y nadar hasta los barcos donde gozaban en compañía de los marineros, que llevaban meses y meses en alta mar.
Emily no podía detener a las otras muchachas, pero juró que intentaría que Mahina nunca se uniera a ellas.
—Mi madre dar ofrenda a Lono —dijo Mahina en su inglés imperfecto.
—¿Qué significado tiene la piedra del altar?
—Es piko ma’i de Lono.
—No te entiendo.
Mahina rio con timidez y, valiéndose de gestos, trató de explicarse. Emily la miró fijamente y luego volvió los ojos nuevamente hacia el altar. Ahora que veía la piedra en otro contexto, se dijo que era imposible errar en su simbolismo: el «ídolo» era cilíndrico, de unos cuatro pies de altura, tallado en lava negra y con una especie de caperuza en la punta.
«¡Por todos los santos! —pensó estupefacta—. ¿Adoran al miembro viril?».
Incapaz de pronunciar una sola palabra, recordó lo que el doctor Franks, un médico que se encontraba de visita por las islas, le había dicho un día que Emily lo invitó a su casa para tomar el té.
—Quizá su fe y la nuestra tengan algunas cosas en común —había comentado ella acerca de la religión hawaiana—. Por ejemplo, nos han contado que practican la circuncisión. A partir de dicha afinidad, podemos establecer un paralelismo con el pacto de Dios con Moisés.
—Sí, eso es cierto —asintió el doctor tras dar un sorbo de té oolong y coger una pasta—, la circuncisión es algo que se practica entre estas gentes, pero no es la circuncisión de Abraham y Moisés. De hecho, técnicamente no es una circuncisión sino algo llamado «subincisión». No se retira el prepucio como señal del compromiso con Dios, sino que se deforma para que el placer del hombre durante la procreación sea más intenso.
El doctor Franks le había hablado con tanta naturalidad que Emily había estado a punto de atragantarse con el té.
Las relaciones íntimas parecían ser un tema de especial interés entre los hombres blancos de la isla. Por el señor Clarkson había sabido de otra práctica que ella habría preferido ignorar, pero como el único comercio de todo Hilo era suyo y en él se vendían cosas tan necesarias como agujas de coser y telas, Emily no había tenido más remedio que encontrarse en las inmediaciones durante tan desagradable charla.
—Era costumbre que las mujeres mayores llevaran a los muchachos a la playa de noche para enseñarles a hacer el amor. Y lo mismo ocurría con los hombres, que adoctrinaban lascivamente a las niñas y les decían que lo que pasa entre un hombre y una mujer dentro de su casa es sagrado.
Esas prácticas sexuales, señora Stone, han sido ilegalizadas, prohibidas por la propia monarquía, pero todo el mundo sabe que fuera de las ciudades, en el campo, en las aldeas, en la oscuridad, esas costumbres tan reprobables siguen vigentes.
Por fin, Pua terminó su cántico y salió del heiau.
—Aloha —saludó a Emily, encantada de verla.
Añadió algo más, muy deprisa, y Mahina tradujo:
—Mi madre reza a Lono por tú y Mika Kalona.
—¿Reza por nosotros? ¿Por qué?
Mahina se dirigió a su madre, que dijo con una sonrisa:
—Tú y Mika Kalona… ¿doce mes?
Emily frunció el ceño.
—Ah, sí. Llevamos un año casados, es cierto.
—¿Y no bebé?
—Bueno, no.
Emily carraspeó. No tenía intención de explicar las circunstancias de su matrimonio, que a efectos prácticos había empezado hacía solo cuatro meses. Eso sí, desde entonces Isaac había sido diligente y regular, una vez cada siete días.
De pronto comprendió el verdadero significado de lo que Mahina acababa de decirle. Pua rezaba a una efigie de piedra con forma de pene… ¡y pedía por Isaac y por ella!
Se sintió repentinamente sucia, como si alguien le hubiera echado encima algo pútrido y desagradable. El instinto le hizo dar un paso atrás antes de mirar fijamente a Pua con una expresión de horror en la mirada.
—¡No debe hacer eso, Pua!
No sabía cómo expresarlo con palabras. Rezar ante ídolos de piedra era una abominación, sí, pero hasta entonces esa práctica nunca le había resultado repulsiva. En ese momento, no obstante, sí se lo parecía porque se había convertido en algo personal. En contra de su voluntad, Isaac y ella misma se habían visto involucrados en una práctica pagana de las más depravadas.
Sintió ganas de vomitar.
¿Qué problema tenían aquellas gentes? ¿Es que no se daban cuenta de que ritos como ese suponían una afrenta a Dios? Pua había pedido a Isaac en varias ocasiones que la «hiciera cristiana» y él le había explicado que hasta que no renunciara a sus costumbres paganas no podría recibir el bautismo. ¿Cómo hacerles entender que, para ver la luz divina del Señor, antes tenían que abandonar las prácticas del pasado?
Recordó el día en que el rey Kamehameha II se había presentado en Hilo para visitar a sus súbditos y recibir noticias del jefe Holokai. Había llegado con un séquito de asesores extranjeros, uno de los cuales era el presidente del Comité Misionero en Honolulú, un hombre procedente de New Hampshire llamado Jameson, quien presentó al reverendo Stone y a ella misma al monarca.
A Emily se le hizo extraño ver a un joven de piel tan oscura y con rasgos polinesios tan marcados ataviado con una guerrera militar con botones metálicos, medallas y hasta un fajín, además de un casco con un penacho de plumas. Su esposa, la reina Kamamalu, una joven de tan solo dieciocho años, lucía un hermoso vestido estilo Imperio, con el cabello recogido en un moño y tirabuzones sobre las orejas según la moda imperante en Europa. «Si no fuera por el color de su piel —pensó Emily—, Kamamalu pasaría desapercibida en cualquier corte del Viejo Continente».
Le pareció que formaban una pareja encantadora, hasta que Isaac le explicó que la esposa del rey era también su hermana.
Y ahora por fin comprendía la verdad, y es que a diferencia de lo que había dicho el capitán Farrow sobre lo sencillo que resultaría atraer a aquellas gentes hacia la cristiandad, lo cierto era que sería sin duda una ardua tarea. Mientras la realeza practicara el incesto y otras costumbres igualmente deleznables, Pua y sus semejantes nunca conocerían el amor del Señor.
Cuando se marchó de la aldea aún no se había recuperado del impacto sufrido por el descubrimiento del ídolo de piedra en el heiau. Había planeado pasar la tarde cosiendo y remendando, pero una oscuridad opresiva se había apoderado de su corazón. «¡Este no es mi sitio! ¡He sido una ingenua y una estúpida al creer que podría hacer algo positivo por estas gentes primitivas!».
Siguió caminando, sin pensar, más allá de la cabaña y de la laguna, siguiendo el erosionado sendero que llevaba hasta la playa flanqueado por palmeras que el viento mecía.
Avanzó dando traspiés por la arena blanca, junto a la orilla, al tiempo que sujetaba con fuerza el chal que le cubría los hombros, con la mirada perdida en el océano sin saber qué esperaba encontrar allí. La única certeza que tenía era que ese era un lugar horrible, que ella no encajaba en ese entorno y que, desde su llegada, nunca se había sentido más sola y aislada que en aquel momento.
Mientras contemplaba el lejano horizonte pensó en los miles de kilómetros que la separaban de sus seres queridos y de todo lo que le era conocido. «¡Me encuentro sola y echo de menos mi hogar!», exclamó en silencio, con la esperanza de que el viento y las olas del océano llevaran su plegaria de vuelta a New Haven.
«¡Madre, padre, mis queridas hermanas! —se lamentó—. Estoy rodeada de cientos de amigables nativos, y aun así sigo siendo una extraña en esta tierra. La añoranza que siento por mi hogar es como una enfermedad que me oprime y me provoca el llanto. ¡Querida familia, ayudadme!».
Echó a andar de nuevo, tambaleándose, sin rumbo fijo, tropezando sin cesar con las algas y los maderos que las olas habían abandonado en la playa, asustando a los andarríos que correteaban por la arena. Quería borrar de su mente la obscenidad que había presenciado ante el altar. Se llevó las manos al vientre y rezó para no acabar vomitando. Los nativos la llamaban, hombres jóvenes con sus tablas de madera, algunos mayores que remendaban redes de pescar, mujeres que inspeccionaban la hierba que crecía bajo las palmeras en busca de cocos. Todos la saludaban y le sonreían, y aunque Emily les devolvía el gesto, la suya era una sonrisa forzada, como si tuviera el rostro de madera. No importaba lo amigables que fueran; tenían la piel oscura, iban casi desnudos, se pintaban la piel y adornaban sus cuerpos con huesos, conchas y flores.
No existía un mundo más extraño que aquel.
El viento le tiraba del largo vestido. La arena encontraba la forma de colarse en sus zapatos. Emily quería irse a casa. No a la cabaña de hierba, sino a su casa…
«Paseos dominicales por el parque Green a la salida de misa en la iglesia de la calle Temple. Un picnic en el bosque junto al río Quinnipiac. Montar en trineo en invierno. Los colores cambiantes de las hojas en otoño… ¡Ah, sus tonos dorados, rojizos y anaranjados!».
De pronto, se le encogió el corazón y ya no pudo reprimir un sollozo de amargura.
Recordó la casa en la que había nacido, un edificio de dos plantas típico de Nueva Inglaterra y construido hacía más de cien años, aunque aún conservaba la fuerza y la solidez de antaño. ¡No como las cabañas de aquel lugar, que se desmoronaban durante las tormentas o se pudrían por la humedad y tenían que reconstruirse todos los años!
Emily se detuvo a observar las olas que llegaban hasta la orilla y se iban, dejando tras de sí algas y espuma. Los pájaros correteaban de aquí para allá, hundiendo el pico en la arena todavía húmeda. La marea volvía otra vez, levantaba las algas viejas, que ya se pudrían sobre la arena, y las hacía girar para luego abandonarlas de nuevo cuando el agua se retiraba. La escena resultaba hipnótica.
Aquello le recordó las salidas familiares cuando aún era una niña al puerto de New Haven, donde la gente se reunía para ver la construcción de un faro en la punta de la península de Little Necke. Allí también se había dejado seducir por el reflujo y el movimiento del mar, que a veces depositaba objetos sobre la arena o se los llevaba hacia las profundidades en un eterno vaivén.
Una vez había encontrado una pequeña concha. No recordaba qué había hecho con ella.
Dejó escapar un suspiro entrecortado. Los recuerdos de su hogar no le aliviarían la melancolía. De hecho, agravaban su nostalgia. Decidió regresar a la caballa a la que nunca llamaría hogar, o eso temía, y con la mente ocupada por las agujas y los hilos que allí la esperaban, retomó la caminata por la playa.
A medio camino de las dunas tropezó con algo duro. Bajó la mirada y vio un trozo de madera enterrado. Se agachó, tiró de él y con una mano lo limpió de arena para ver qué era. Era un tablón liso pintado de amarillo, seguramente procedente de algún naufragio que el mar había traído de vuelta hasta la costa.
Lo dejó caer de nuevo, pero la tabla se dio la vuelta antes de tocar el suelo y aterrizó finalmente sobre el lado opuesto. Emily se quedó petrificada. Allí, a sus pies, vio la palabra ROSE pintada en negro.
—Cielo santo —dijo en un susurro al tiempo que se apretaba una mano contra el pecho.
Rose debía de ser el nombre de una embarcación que había naufragado. Pero también era el nombre de su madre.
—Cielo santo —repitió, esta vez más alto, sintiendo el sol sobre la cabeza y los hombros, el viento en la cara, el sonido de las risas de los nativos y las olas rompiendo sobre la arena, los gritos de los marineros en sus barcos echando las anclas.
Cogió de nuevo el tablón, lo apretó contra su pecho y cerró los ojos. Contuvo la respiración; estaba temblando.
«No —se dijo—, este trozo de madera no procede de los restos de un naufragio. Salió del astillero de New Haven donde el barco estaba siendo reparado. El nombre estaba equivocado o quizá lo cambiaron. Los trabajadores lo arrancaron y lo lanzaron al agua.
»Las corrientes marinas y los vientos lo trajeron por toda la costa atlántica hasta el cabo de Hornos donde, cruzando mares embravecidos, las gélidas olas empujaron este pequeño mensaje procedente de mi hogar hasta que encontró una corriente que lo acercó al Pacífico y luego se dejó llevar por las dóciles aguas hawaianas hasta aquí, en los confines de la tierra, y quedar depositado en esta arena para que yo lo encontrara, como una carta en un buzón.
»Este trozo de madera ha viajado hasta aquí para hacerme saber que Dios no ignora la añoranza que me atenaza el corazón y me ha mandado una prueba para que sepa que nadie me ha olvidado, que los océanos, por vastos que sean, no son una barrera entre mis seres queridos y yo, sino un vínculo que me une a ellos».
Con lágrimas de alegría, Emily desanduvo corriendo el camino que descendía desde la laguna. Poco después, ya dentro de la caballa, colocó el madero con el nombre de su madre en la estantería que Isaac había construido para los platos y las tazas. Y, mientras lo hacía, dijo en voz alta:
—Esta tabla me la ha enviado Dios desde New Haven para hacerme saber que, a pesar de la distancia y el paso del tiempo, Nueva Inglaterra sigue siendo mi hogar.
Y sintió que el dolor de la soledad, de la añoranza, se mitigaba.
Cuando se apartó de su tesoro recién encontrado le pareció que su espíritu se fortalecía, y pensó en el golpe emocional que había recibido en el heiau. Sin embargo, ahora sabía que no debía sentir repulsión. Tenía que encontrar el valor que hasta ahora le había faltado. De repente su voluntad de acabar con el pecado en las islas Sandwich se vio reforzada, y prometió que a partir de entonces el objetivo personal de su vida sería sacar a la gran jefa Pua de la oscuridad y mostrarle la luz divina.
Pua se movía bajo el resplandor de la luna llena con pasos quedos.
La gran jefa dio varias vueltas alrededor de la cabaña en la que Emily Stone dormía ajena a su presencia, entonando en plena noche sortilegios que no precisaban palabras. Agitó hojas de ti humedecidas en agua sagrada hasta que las gotas brillaron en las paredes de hierba de la casa, susurró cánticos y dibujó signos sagrados con las manos. Y cuando terminó, sonrió satisfecha.
Había usado un hechizo especialmente poderoso.
Cuando regresó a su cabaña dispuesta a dormir, se encontró con su apuesto guerrero. Pua no tenía esposo. El padre de Mahina había sido uno de los Altos Sacerdotes del primer Kamehameha con el que había compartido cuatro meses de placer. El hermano de Mahina era el resultado de su unión con un hombre de sangre noble en Waimea, donde Pua había asistido a un festival. Muchos otros hombres habían probado las artes amatorias de Pua y, a cambio, la habían agasajado con las suyas propias.
Con todo, últimamente su corazón pertenecía a un solo hombre, y fue a su esterilla a la que acudió esa noche, donde él la recibió con los brazos abiertos. Se quitó el pareo, se tumbó junto a su amado y rozó con su nariz la de él de lado a lado, asegurándose de que sus labios no se rozasen puesto que era kapu.
Mientras se acariciaban y murmuraban palabras de amor, Pua le tocó el piko ma’i hasta que este se irguió tan firme como el de Lono, y él hizo lo propio con su ’amo hulu hasta que estuvo húmedo como los bosques pluviales de las colinas de Kilauea. Solo entonces Pua montó a horcajadas sobre el guerrero y fue descendiendo lentamente sobre su falo. Como todas las mujeres de su raza, había aprendido a una edad temprana a controlar los músculos vaginales para dar más placer a su amante.
Ella también se deleitó con su miembro, despacio, disfrutándolo, mientras le hablaba del ritual mágico que acababa de hacer a la esposa del predicador haole.
—Necesita bebés. No tiene nada en que ocuparse, nadie a quien amar. Su esposo es frío, no tiene aliento, es haole. Pero ella tiene fuego en el vientre. Rezaré todos los días, pronunciaré hechizos y colocaré hojas de ti alrededor de su casa. Pediré a los dioses que le den un hijo, y así, cuando tenga a alguien a quien querer, dejará de intentar cambiarnos diciéndonos cómo tenemos que vivir.
Pua ralentizó sus movimientos para acrecentar el placer de su amante, el hombre al que quería con todo su corazón: Kekoa, su hermano.