21
—El superintendente del hospital de la Reina ha venido a verle, señor.
—Gracias, Milford. Hágalo entrar.
Simon Edgeware estaba en su oficina del edifico del Capitolio donde se reunía la Asamblea Legislativa, frente al palacio ’Iolani. Era una estancia espaciosa, muy bien amueblada y con dos retratos colgando de la pared, del rey Kamehameha V y de la reina Victoria, ambos realizados según la nueva técnica fotográfica. Mientras esperaba a que su asistente hiciera entrar a su visitante observó la calle a través de la ventana.
Se había convertido en un hombre poderoso; dentro de muy poco, gracias a sus inversiones en la creciente industria del azúcar, también seria rico. No estaba nada mal para el hijo bastardo de una modista pobre que culpaba a su hijo no deseado de todos sus males. Dominante y aficionada a la bebida, Molly Edgeware solía regañar a Simon y le decía que no valía para nada, que le había arruinado la vida. Él intentaba hacerle ver que en realidad el culpable había sido su padre, pero ella le propinaba un guantazo con el dorso de la mano y lo enviaba al otro lado de la estancia.
Edgeware había hecho muchas cosas en los seis años que llevaba en las islas: había limpiado pueblos enteros, mejorado las medidas sanitarias, supervisado el aislamiento de los enfermos en casos de epidemia y sometido a cuarentena a los barcos en caso necesario. El siguiente punto de la lista era convencer al monarca para que expulsara del reino a las monjas católicas. No al catolicismo ni a los sacerdotes, y eso no lo conseguiría jamás, y tampoco los temía. Las hermanas, en cambio, eran otra historia. Se metían en las casas de la gente, y cuando cuidaban a las mujeres que estaban enfermas, vulnerables por tanto, además de medicinas les administraban rosarios y las adoctrinaban. Para Edgeware llevaban pues mucho más que infusiones y tónicos a las casas de los enfermos; llevaban propaganda.
Lo cual las convertía en un peligro potencial.
Edgeware estaba trabajando en un plan para convencer a Kamehameha de que, mientras que el catolicismo era un mal necesario que había que tolerar, aquellas mujeres debían ser expulsadas cuanto antes.
Y en concreto despreciaba a la hermana Theresa, que se había atrevido a humillarlo en Waialua. Le había gritado delante de todo el mundo que se equivocaba al trasladar a los contagiados de escarlatina a la playa. Por si fuera poco, se demostró que la monja tenía razón cuando los enfermos decidieron adentrarse en el mar embravecido. Nunca se lo perdonaría.
Con todo, el odio de Simon Edgeware hacia las Hermanas de la Buena Esperanza, y en concreto hacia Theresa, tenía otras motivaciones de índole más personal, pero eran tan desagradables que ni siquiera él era consciente de su existencia. A veces, mientras dormía, asediaban su mente. En esas ocasiones el cerebro lo atormentaba con imágenes de Theresa y su hábito negro, y el doctor se despertaba sexualmente excitado. Afortunadamente bastaba con una buena jarra de agua fría para ahuyentar los recuerdos que pudiera conservar de aquellos sueños tan insultantes.
Apenas era consciente de la incomodidad que le provocaba estar en compañía de mujeres poderosas. Eso incluía a cualquiera que ostentara un poder real, como Mahina, que era una leyenda viviente, pero también existían otros tipos de poder. A Edgeware no le gustaba coincidir con mujeres embarazadas. Representaban el poder femenino más primario, y por ello no era capaz de definir el temor que le inspiraban. Era toda la parte sexual, el misterio que las rodeaba, lo que le provocaba rechazo. Sentía que, si algún día decidían unirse y rebelarse contra la opresión, el mundo sería suyo y los hombres no podrían hacer nada para detenerlas.
Por suerte sí tenía el poder necesario para detener a la hermana Theresa y a sus compañeras. Todo sería legítimo y perfectamente legal, sin fisuras ni resquicios que les permitieran escabullirse. Tarde o temprano violarían la ley o cometerían un delito, y Simon Edgeware estaría allí con sus soldados para llevarlas ante un juez, donde no habría recurso para ellas ni para su Iglesia.
Suspiró y se apartó de la ventana. Entendía la razón por la que el Señor había creado a las mujeres, pero ¿no podría haberles insuflado un carácter más dócil?
El ungüento que Theresa había utilizado para la urticaria de Mahina el día en que se habían conocido, hacía ya cinco años, se había hecho muy popular en la aldea de la ali’i. Los hawaianos eran dados a sufrir alteraciones en la piel y el bálsamo que Theresa y sus hermanas elaboraban en el jardín del convento era mano de santo con la mayoría de aquellos sarpullidos.
Theresa estaba sentada frente a la cabaña de Tutu Nalani cambiándole el vendaje de una dermatitis que le había salido en el brazo izquierdo. Nalani, cuyo nombre significaba «cielos tranquilos», era una anciana de cabello blanco, pariente lejana de Mahina y del jefe Kekoa. Las dos estaban en el epicentro de la actividad de la aldea, rodeadas de niños y perros que corrían a sus anchas, mujeres sentadas frente a sus casas confeccionando leis o cosiendo muumuus entre risas y conversaciones, y hombres ocupándose de los trabajos más diversos entre las numerosas cabañas y pabellones del pueblo.
Theresa sonreía mientras trabajaba, pero por dentro estaba sufriendo. Tras conocer a la enfermera Yates en el baile real había pasado toda la semana apesadumbrada por una única cuestión. ¡Se había equivocado tanto…! ¡Hasta qué punto se había precipitado! «Abandone la orden», le había pedido Robert hacia dos años, y Theresa había respondido: «¿Qué haría? ¿Adónde iría?».
¡Ahora tenía opciones! Podía trabajar de enfermera, quizá en el hospital de la Reina, o con pacientes privados.
Y podría casarse con Robert…
Pero no se veía capaz de dejar el convento. Estaba en deuda con sus hermanas, que la habían aceptado en su seno y le habían proporcionado una educación muy valiosa. Y ahora la necesitaban. La población blanca de Honolulú crecía de manera imparable, pero la hermandad no. Solo eran ellas seis y no daban abasto.
Mientras cubría el brazo de Nalani con un vendaje limpio recitó una plegaria hawaiana que Mahina le había enseñado. Había descubierto que los kanaka cuidaban mejor de sus heridas si creían que estaban protegidas por un hechizo sagrado.
Siempre había cuestionado la eficacia de los cánticos en la elaboración de remedios medicinales hasta que una tarde Mahina le había abierto los ojos. Le estaba explicando cómo debía machacar los frutos del noni para preparar con ellos una cataplasma para las quemaduras, cantando durante todo el proceso, y Theresa le preguntó si las palabras tenían algún efecto real. Mahina se detuvo a pensar un instante, luego metió una mano en la bolsa de mano de Theresa y sacó un frasco lleno de agua.
—¿Qué es esto? —le preguntó.
—Eso es agua bendita —respondió Theresa.
—¿Por qué bendita?
—Un sacerdote la bendice con sus plegarias.
Desde entonces había memorizado algunos cánticos y su pronunciación exacta. También había aprendido unos cuantos pasos del hula y había descubierto la sensación de libertad que experimentaba cada vez que se subía las mangas y agitaba los brazos. Por supuesto era algo mínimo, no la danza seductora y sensual que la imponente Mahina representaba, pero a Theresa le recordaba la noche de la escarlatina en la que se había quitado el hábito para zambullirse en el mar. A pesar de lo trágico de los acontecimientos, se había sentido libre de un modo indescriptible, y vivía con la esperanza de sentirse así de nuevo.
Algo le tapó la luz solar y una voz dijo:
—¡Aloha, Keleka!
Levantó la mirada y vio la silueta de un joven alto y enjuto recortada frente al sol. No le veía la cara, pero sabía que era Liho, el nieto de Mahina, que se había curado gracias a un ho’oponopono. Se alegró de verlo.
—Traigo mango para Keleka —anunció Liho, y le entregó un trozo de tapa anudado y lleno de frutos.
—Gracias, Liho. Déjalo aquí, por favor.
Tras hacer lo que Theresa le había pedido, se sentó junto a ella en cuclillas para ver cómo terminaba de vendar el brazo de Nalani.
Al darse la vuelta para coger las tijeras de su bolsa de mano Theresa vio el pie izquierdo de Liho. Iba descalzo y tenía una herida bastante fea en el pulgar. Había dejado de sangrar y ya cicatrizaba. Aun así, tenía que limpiársela y aplicarle un ungüento para evitar que se le infectara.
Cuando terminó con Nalani se concentró en Liho, quien empezó a contarle la exitosa expedición de pesca de la que justo acababa de regresar.
—Muchos mahi-mahi —anunció orgulloso.
Theresa se inclinó para examinarle el pie. Se lo levantó del suelo para verlo mejor, convencida de que Liho se quejaría del dolor, pero no reaccionó.
—¿Te duele? —le preguntó.
—¿Qué? —dijo él y, al bajar la mirada, le sorprendió verse la herida.
Theresa la tocó con la yema de un dedo.
—Esto. ¿Te duele?
—No siente, Keleka.
Pensó en ello un instante y luego apretó con más fuerza, pero Liho tampoco reaccionó. Alzó la vista hacia él y vio que tenía una especie de arañazo en la punta de la nariz.
—¿Eso te duele? —le preguntó.
Liho la miró desconcertado, y Theresa le tocó la nariz. Esa vez tampoco sintió nada.
Le examinó la cara más de cerca, y sintió un nudo en el estómago. Ahora podía ver algo sobre su piel bronceada en lo que no había reparado hasta ese momento: varias placas ligeramente menos pigmentadas que el resto de la piel. Le pidió que cerrara los ojos, sacó una aguja de suturar y se la clavó en una de las lesiones.
—¿Sientes esto? —le preguntó, sabiendo lo que iba a responder porque no se había inmutado.
—No, Keleka.
Presa del pánico, le examinó las manos y le clavó la aguja en la yema de los dedos. Liho había perdido la sensibilidad en las manos.
—Santo Dios —susurró.
Estaba segura. Solo existía una enfermedad que presentara aquellos síntomas en la fase inicial. Hasta entonces, únicamente se conocían veinticinco casos documentados y controlados, pero las sospechas apuntaban a que muchos no se denunciaban por el miedo de las familias a lo que pudiera ocurrir.
Sabía qué futuro aguardaba a Liho. La lepra no tenía cura y mutilaba a sus víctimas por fases, lentamente. Se quedaría ciego, se le deformaría el rostro, le fallarían los riñones y también los nervios, que le provocarían una peligrosa pérdida de tacto. Una de las complicaciones más terribles de la lepra era la debilidad en los músculos que convertía las manos en garras.
—Liho —le dijo al muchacho con una sonrisa—, ¿dónde está Tutu Mahina?
Él señaló hacia el otro extremo de la aldea, donde Theresa sabía que estaba el pabellón en el que las mujeres tejían el tapa.
Mientras se dirigía hacia allí vio a Mahina ya sus compañeras trabajando en las distintas fases del proceso: pelando la corteza de los tallos de morera, humedeciendo las tiras y luego machacándolas. Usaban conchas afiladas y piedras lisas en la confección de aquella suerte de tela. Al verla llegar todas levantaron la mirada y la saludaron con una sonrisa en los labios.
—¡Keleka! —exclamó Mahina, y alzó la mole que era su cuerpo de la esterilla sobre la que estaba sentada para rodearla con uno de sus famosos abrazos.
Había vuelto a ganar el peso que perdió al morir Polunu, su hijo. La alegría tras salvar a Liho gracias al ho’oponopono le había devuelto el apetito y las ganas de vivir. Era más generosa que nunca, una visión familiar en las calles de Honolulú por las que solía caminar sola, repartiendo alohas y coloridos leis entre los transeúntes.
Sin embargo, esa vez Theresa tenía malas noticias y no sabía cómo dárselas.
Estaba obligada por ley a denunciar la enfermedad de Liho a las autoridades sanitarias. El doctor Edgeware iría a Wailaka acompañado de sus soldados y haría que su personal examinara a todos los nativos. Llegado el caso, podría declarar la cuarentena y quemar la aldea. Liho sería trasladado al campo de aislamiento que acababan de construir en una zona apartada de la isla. Sus familiares tendrían que pedir un permiso especial si querían visitarlo, además de someterse ellos también a revisiones frecuentes, pero todas esas medidas eran necesarias dada la naturaleza altamente contagiosa de la enfermedad.
—Mahina, tengo que hablar con usted.
Esta perdió la sonrisa.
—Keleka parece preocupada. ¿Qué preocupa Keleka?
Theresa dirigió la mirada hacia los presentes.
—En privado, por favor.
—¿Mi Pinau… está bien? —preguntó alarmada, y es que Mahina siempre estaba preocupada por su nieto Jamie. Se dirigieron hacia el margen de un campo de boniatos en el que no trabajaba nadie, y Theresa le explicó la revisión que había hecho a Liho y cuál era su diagnóstico.
Al principio Mahina la miró fijamente, sin acabar de creérselo, pero enseguida clamó al cielo.
—Auwe! No verdad, Keleka. ¡Decirme que no verdad!
Theresa miró a Liho, que estaba entre las cabañas lanzando un palo a un cachorro y riendo a carcajadas cuando el perrito se lo traía de vuelta. Últimamente se había hablado mucho de la posibilidad, auspiciada por el doctor Edgeware, de crear una colonia de leprosos en otra isla. Aquello destrozaría a las familias afectadas.
—Mahina, escúcheme. —La sujetó por los brazos—. Liho no mejorará. Los médicos blancos no pueden ayudarlo y tampoco el kahuna lapa’au. Ni siquiera un ho’oponopono. Su enfermedad no hará más que empeorar y, por si fuera poco, se la contagiará a los demás. ¿Lo entiende? Tiene que llevarse a su nieto al bosque, lejos de la gente, y tenerlo allí escondido. Ahora es kapu para los demás, ¿entiende?
—¿Dónde ir? —preguntó Mahina entre sollozos.
—Encuentre un lugar adecuado. Y no le permita regresar a la aldea. No deje que baje a la playa. Al oír aquello la nativa abrió mucho los ojos.
—¿No pescar? ¿No hacer canoas? ¿No navegar olas?
Santo Dios, pensó Theresa. Para Liho se habían terminado los días de surcar las olas del mar sobre una tabla.
—Explique a los demás que esto no deben saberlo los haole.
Sabía que necesitaría ayuda de su familia, que seguramente tendría que contarles lo que le había sucedido a Liho.
Mahina asintió, visiblemente afectada.
—¿Tú dice Kapena?
—Sí, yo me ocupo de contárselo al capitán Farrow. Mahina, Liho debe esconderse en el bosque —insistió Theresa con un nudo en la garganta— y no salir de él nunca más.