20
Ya había pasado un año desde la terrible tragedia de Waialua, pero la sensación de impotencia que había sentido aquella noche aún atormentaba a Theresa. Y ahora sentía la misma indefensión sentada junto a la cama de Jamie Farrow, derrotada por una enfermedad cuyo nombre desconocía.
Nadie sabía qué le pasaba. Cada vez que un médico nuevo desembarcaba en Honolulú el capitán Farrow requería sus servicios. El recién llegado realizaba el mismo examen que tantos otros habían llevado a cabo antes que él y, una vez terminado, pronunciaba las palabras de siempre: «No sé qué mal sufre su hijo».
Aquella mañana en concreto Jamie no se encontraba bien. El ama de llaves había hecho llamar a la hermana Theresa y esta, a su vez, había requerido la presencia del capitán Farrow, que estaba en las oficinas de la empresa. Jamie sufría unos terribles dolores estomacales que lo tenían postrado en la cama. Theresa le administró una infusión especial que las hermanas preparaban para los cólicos infantiles, con la esperanza de que la mezcla de camomila, regaliz y menta le aliviara los espasmos.
Le acarició el cabello mientras él descansaba de costado, en posición fetal. Jamie tenía quince años, pero no aparentaba físicamente esa edad. No se le habían desarrollado los músculos y, aunque en ocasiones se le agudizaba el tono de voz, por el momento tampoco parecía que fuera a crecerte la barba. Nunca había sido un muchacho fuerte, pero desde la muerte de Reese su estado había empeorado. El capitán Farrow creía que su hijo echaba de menos a su primo y que quizá ese era el origen de su recaída. De hecho, todo el mundo decía que la salud de Jamie había iniciado un declive tras la pérdida de su madre.
Sin embargo, aquel no era el único problema que el fallecimiento de Reese había traído consigo, y es que Peter y Robert se habían distanciado aún más y no se dirigían la palabra desde el día de la tragedia.
—¿Cómo está?
Theresa se dio la vuelta y vio al capitán Farrow de pie junto a la puerta. Desde la muerte de su sobrino había envejecido visiblemente. Tenía arrugas nuevas alrededor de la boca y una expresión triste en los ojos. Seguía luchando por sus principios y por su visión de futuro con respecto a Hawái, pero Theresa sentía que había perdido parte de su vitalidad de antaño.
Dejaron a Jamie solo para que pudiera dormir y bajaron al salón.
—Anna… —dijo Robert.
Ella aún no se había acostumbrado a su antiguo nombre. Le gustaba oírlo en boca de Robert, pero al mismo tiempo lo detestaba porque no hacía más que empeorar el conflicto interno en el que vivía sumida. Ninguno de los dos había pronunciado la palabra «amor», pero Theresa sabía que estaba ahí, sabía que Robert sentía lo mismo que ella. Por desgracia, la suya era una relación condenada desde el primer momento puesto que no iba a ninguna parte y solo podía acabar en tragedia. Así pues, ambos representaban el papel que le había tocado y vivían tras una fachada de mentiras.
—Anna —repitió—, he sido invitado al baile real que tendrá lugar dentro de tres días. Será la celebración del cumpleaños del monarca, promete ser el evento del año. Puedo llevar a alguien conmigo. ¿Ha estado alguna vez en el palacio?
Ella no podía creer lo que estaba oyendo.
—No, nunca.
—En ese caso, ¿me haría el honor de acompañarme? Créame, en mí estado actual preferiría no ir, pero políticamente no me convendría. Seré capaz de hacer de tripas corazón si usted está conmigo.
—Tengo que pedir permiso.
Sabía que el padre Halloran no se opondría, pero la madre Agnes seguramente sí. De todos modos, no pudo evitar que se le acelerara el pulso. Le apetecía asistir de nuevo a un baile. Hacía más de nueve años que no iba a uno, desde antes de ingresar en la orden. No podría bailar, obviamente, pero sí mirar y escuchar la música.
Y en compañía del apuesto capitán Farrow.
La señora Carter entró en el estudio para anunciar la llegada de la señorita Alexandra Huntington.
—Por favor, dígale que pase —dijo Robert, y Theresa se fijó en cómo se pasaba los dedos por el pelo y se ponía bien la corbata.
La señorita Huntington había llegado a Hawái hacía seis meses en compañía de su padre, un abogado adinerado de Maryland que acababa de ser nombrado juez por el rey Kamehameha V. Rondaba la edad de Theresa, veinticinco, y parecía no importarle que el capitán Farrow tuviera cuarenta y uno.
—¡Robert, querido!
La señorita Huntington no caminaba, se deslizaba sobre el suelo con la gracia y el aplomo que le confería el puesto que ocupaba en el mundo. Tenía un cabello extraordinariamente bonito, de un rubio tan claro que recibía el calificativo de «platino» y atraía las miradas de admiración de la gente.
El padre de la señorita Huntington había invertido en Naviera Farrow y también era dueño de una plantación de café, así que su hija era una joven bien posicionada. Theresa procuraba apartar de su corazón los celos y la envidia, pero no podía evitar sentirse dolida al verla disfrutando de la compañía de Robert, riéndose sin reservas y, de vez en cuando, tocándolo a través de los guantes que siempre llevaba.
Mientras el capitán Farrow y la señorita Huntington hablaban del tiempo y de las amistades que compartían, y Theresa daba a la señora Carter un frasco de tónico que había traído consigo y las instrucciones para administrárselo a Jamie. Emily Farrow hizo su aparición en el salón, tan cortés y educada como siempre. Al parecer, tenía uno de sus días buenos en los que parecía llena de vigor y muy lúcida. El manojo de llaves que le colgaba del cinturón era la prueba más evidente de que ese día era la señora de la casa y no la inválida que solía ser.
—Buenos días, querida —dijo a Alexandra Huntington, quien, a su vez, se dirigió a ella como «mamá Farrow»—. Theresa, querida, ¿puedo abusar de su compañía un momento? Necesito que me ayude con una cosa.
—Madre —intervino Robert—, ¿no le parece que no debería hacer esfuerzos?
—Por favor, no te preocupes por mí, hijo. Llevo haciendo esfuerzos desde antes de que tú nacieras. No olvides que llegué a estas islas sin mapa y sin ayuda, solo con la pericia propia de una yanqui. Me gustaría ver a los jóvenes de hoy haciendo todo lo que Isaac y yo hicimos hace cuarenta y cinco años. Venga, Theresa. Acompáñeme arriba.
El dormitorio de la señora Farrow incluía una sala de estar privada, primorosamente decorada con los muebles Chippendale que la familia había traído desde el continente en 1820. Una alfombra verde cubría el suelo. La estancia, en la que no había ni rastro de la cultura de Hawái o de los trópicos, era el espacio vital de aquella viuda típica de Nueva Inglaterra.
Lo que si contenía era una curiosa colección de recuerdos recogidos en la playa y que Emily creía que le habían sido enviados por su familia, entre ellos una caracola nácar rosado y un erizo de mar.
Theresa visitaba a la señora Farrow con regularidad. Físicamente estaba débil y a veces necesitaba detenerse y recuperar el aliento, pero por lo demás no precisaba demasiados cuidados. Las crisis estaban bajo control y ya solo se manifestaban en forma de pesadillas, sin los paseos y los terrores nocturnos. Aun así, a veces un oído agradecido era la mejor medicina para Emily. Le encantaba hablar con Theresa sobre el pasado, sobre su vida en New Haven antes de casarse con Isaac y partir hacia las islas Sandwich, como seguía llamándolas. Le contaba cómo habían sido sus primeros años en Hilo, cómo enseñaba a las nativas a coser o cómo les explicaba que ir medio desnudas por el mundo era pecado.
Sobre todo le gustaba recordar las temporadas que el capitán MacKenzie pasaba en tierra, ya fuera de camino a China o a Alaska, y que hacía que su propia vida le resultara más llevadera mientras el reverendo Stone, su primer esposo, recorría la isla en busca de nuevos fieles.
—Aprendí muchísimo del capitán MacKenzie —dijo a Theresa al tiempo que la conducía hacia un enorme baúl que alguien había bajado de la buhardilla—. Una vez me llevó a ver un río de lava. ¿Alguna vez ha visto uno, querida? La roca fundida fluye junto a tus pies y se desliza hacia el mar, lo hace hervir literalmente, levantando enormes columnas de vapor. Es una visión tan terrible como hermosa.
»MacKenzie me habló de las costumbres de los nativos. ¿Sabe por qué los hawaianos no se besan en los labios, sino que se frotan la nariz? Dicen que es tabú robar a alguien el aliento o dejar que te lo roben. Y al acto sexual lo llaman “hacer arcoíris”, ¿no es adorable? Ya está —anunció mientras levantaba la tapa del baúl.
Estaba lleno de paja. Emily introdujo una mano y buscó en su interior hasta encontrar una tetera deslucida.
—Esto es obra del mismísimo Paul Revere, encargado por mi padre como regalo para mi madre. Es una auténtica obra de arte, ¿no cree?
Fue cogiendo una a una las piezas que conformaban el juego, les quitó la paja y les pasó un paño: la tetera, en su soporte, para el agua caliente: la cajita para el té, con su tapa, para contener las hojas, así como la cucharita para medir la cantidad a infusionar; la jarra para la leche y el azucarero con sus pinzas; las cucharillas para el té, las de postre para las tartas y, finalmente, el colador.
—Es precioso —dijo Theresa, e imaginó el brillo que debían de tener esos objetos, ahora sin lustre, hacia años.
—Y muy valioso también. El señor Revere creaba sus exquisitas piezas de orfebrería con monedas de plata, las fundía y convertía el metal líquido en objetos funcionales. En caso de necesidad, el dueño podía venderlos por el mismo valor de las monedas. Mi madre me regaló este juego de té cuando me casé con Isaac Stone. —Guardó silencio un instante y una arruga diminuta frunció su delicado ceño—. Isaac murió… —Parpadeó y contempló los platitos que sostenía entre las manos como si no supiera de dónde habían salido—. MacKenzie también murió, en un viaje a Santiago. Una tormenta en alta mar, según tengo entendido… —Negó con la cabeza antes de continuar—. Es una de mis posesiones más preciadas. Solo lo sacaba en los días especiales y cuando MacKenzie y yo teníamos invitados. Lo guardé cuando falleció porque verlo me resultaba demasiado doloroso, pero ahora ellos podrán darle un mejor uso.
—¿Espera alguna visita especial?
Emily colocó las piezas de plata sobre la mesa redonda que descansaba junto a la ventana.
—No, querida, es mi regalo de boda para Robert y la señorita Huntington. Tengo que revisar todas las piezas, aunque siempre lo traté con sumo cuidado.
Theresa hubo de apoyarse en el respaldo de una silla.
—¿Regalo de boda? —se oyó decir a si misma—. No sabía… Emily le lanzó una sonrisa cómplice.
—Aún no han decidido la fecha, pero será pronto. Tendría que haber un juego de porcelana aquí en el fondo —continuó mientras sacaba puñados de paja—. Importado de Inglaterra. Quiero que Robert y la señorita Huntington puedan recibir a las visitas como Dios manda.
Theresa necesitaba aire fresco. Se acercó a la ventana, la abrió y vio a Robert en el jardín; acompañaba a la señorita Huntington hasta su carruaje. Antes de subirse con la ayuda del lacayo, la joven besó en la mejilla al capitán Farrow y le dijo algo que le hizo reír a carcajadas.
Robert esperó mientras se alejaba, dio media vuelta, se detuvo un instante y levantó la mirada. Theresa supo que la había visto en la ventana porque no se movió hasta que ella le dio la espalda.
Sabía que no debía albergar sentimientos, pero bajo la oscura tela del hábito latía el corazón de una mujer que amaba al hombre que jamás podría tener. Pronto haría cinco años que había desembarcado en las islas, cinco años desde el día en que un desconocido, un caballero alto y apuesto, había acudido en su ayuda. Era una efeméride agridulce. Estaba haciendo el trabajo para el que había nacido, era feliz con las labores diarias y estaba orgullosa de poder ayudar a los demás, pero cada vez que iba a casa de los Farrow sentía una puñalada más en el corazón.
Y ahora la señorita Huntington había entrado en su vida para echarle sal en la herida.
A pesar de que el palacio ’Iolani no estaba lejos del convento, Robert insistió en ir a recoger a la hermana Theresa en su carruaje. Según sus propias palabras, tenían que llegar «Con estilo». El capitán iba muy elegante, con una levita y unos pantalones negros, una camisa almidonada y un pañuelo al cuello, ambos blancos. Cubriéndole la cabeza, un sombrero de copa negro. Comentó que, por una vez, iban los dos conjuntados. Theresa intentó sonreír, pero el peso que le oprimía el corazón era demasiado grande.
—Está muy callada, Anna —dijo Robert mientras el carruaje se adentraba en el denso tráfico de King Street, donde otros carruajes, además de carretas y jinetes, competían por el mismo espacio—. ¿Va todo bien?
—Sí, desde luego —respondió ella.
Había tenido tres días para hacerse a la idea de que Robert iba a casarse con la señorita Huntington. Sabía que era cuestión de tiempo que se acostumbrara a verlo como algo inevitable e incluso normal, y esperaba sinceramente que llegara el día en que se alegrara por él.
Se unieron al desfile de carruajes que se dirigían al palacio. Al llegar a la entrada los recibió un grupo de muchachas vestidas con muumuus blancos que enseguida les pusieron al cuello leis de flores recién cogidas. Dentro la orquesta tocaba un vals vienés y las parejas se deslizaban sobre el brillante suelo del palacio como nenúfares que flotaran sobre las aguas de la laguna.
Robert acompañó a Theresa hasta una pequeña mesa y le preguntó qué le apetecía beber. Cualquier ponche de frutas que no llevara alcohol, respondió ella, aunque no tenía apetito ni sed. Por primera vez en su vida iba a pasar la velada en compañía del hombre al que amaba, una ocasión que sabía que no volvería a repetirse.
Se dejó llevar por el glamour del baile, por la belleza de las mujeres y el atractivo de los caballeros. Tres hombres, ataviados con levita negra y camisa blanca, interceptaron a Robert por el camino, lo sujetaron por el brazo e iniciaron una animada conversación de la que él parecía incapaz de librarse. La miró, indefenso, y ella sonrió y lo saludó con la mano. El ponche de frutas podía esperar.
Recibió algunas miradas de extrañeza, también unas cuantas abiertamente hostiles, pero en su conjunto los invitados parecían más interesados en disfrutar de la velada, así que ignoraron la presencia de una monja católica. Sin embargo, sí había un hombre que no se molestaba en disimular la contrariedad que le provocaba. Era el doctor Simon Edgeware, que compartía mesa al otro lado del salón con el ministro de Finanzas, su esposa y dos importantes congregacionalistas con mucha influencia en la Asamblea Legislativa, o eso creía Theresa.
Decidió ignorar las miradas del doctor Edgeware y dirigió toda su atención hacia la puerta del salón, donde la señorita Huntington acababa de llegar cogida del brazo de su padre. La luz de las lámparas de araña bañó sus cabellos dorados y muchas cabezas se volvieron para admirarla.
Las conversaciones de los presentes versaban en su mayoría sobre la guerra en Estados Unidos.
Theresa apenas tenía noticias de su hermano Eli. En febrero su regimiento había participado en la batalla de Hatcher’s Run y en marzo había tomado parte en la toma de Petersburg. Lo último que su familia y ella sabían era que el vigésimo de Massachusetts se había unido a la persecución de los confederados en dirección a Appomattox.
Cuando por fin el rey hizo su gran entrada la orquesta tocó el himno nacional de Hawái, que compartía melodía con el Dios salve a la reina.
Kamehameha V tenía treinta y tres años pero aparentaba cincuenta. Tenía el rostro ancho y rotundo y la piel oscura de los polinesios; el cabello, negro y tupido, un bigote no demasiado poblado y un cuerpo de apostura imperial, alto tirando a corpulento. No estaba casado, por lo que, en caso de que muriera sin descendencia y sin nombrar a un sucesor, la corona podría recaer en el príncipe Lunalilo o bien en David Kalakaua, el chambelán del rey. Ambos procedían de grandes linajes. Lunalilo tenía la sangre más real del reino, incluso más que la de Kamehameha V, mientras que la familia de Kalakaua se remontaba directamente a los antiguos monarcas de Hawái.
Ambos descendían del legendario rey Umi, un honor que Mahina también compartía, y es que su madre, Pua, había ocupado el decimotercer puesto en la línea de sucesión de Umi, un derecho que nadie más poseía.
Mientras Kamehameha se dirigía con paso imperial hacia su trono los invitados dejaron de bailar o se levantaron de sus sillas. Lucía un frac negro de corte impecable, con una banda de seda atravesándole el pecho en diagonal y guarnecida con cintas y una gran cantidad de medallas. A su lado iba la reina Emma, su cuñada, rodeada por sus asistentes y vestida de luto, sencilla pero elegante. A su paso los caballeros se inclinaban en una reverencia y las damas los recibían con una genuflexión. Alguien que estaba cerca de Theresa y a quien no reconoció le dijo a su compañero de mesa: «¡Nunca pensé que llegaría el día en que un blanco se postrara de esta manera ante alguien de color!».
Cuando la pareja real ocupó su lugar en el estrado que presidia la sala, la música volvió a sonar y los invitados siguieron bailando o conversando, coqueteando o discutiendo sobre política. Robert regresó a la mesa con una copa de ponche de mango en la mano.
—He visto un caviar en el bufet que tiene una pinta excelente —dijo.
Theresa le prometió que no tardaría en ir a escoger entre los distintos platos que se ofrecían. De momento la escena que acababa de presenciar la había dejado sin aliento. Ciertamente la atmósfera resultaba embriagadora. Los Barnett solían celebrar recepciones como aquella en su mansión de San Francisco, y Theresa sentía el dolor agridulce de la nostalgia al recordar aquellos días. ¡Cuánto le gustaba vestir sus mejores galas y dejarse llevar por la pista de baile del brazo de algún joven apuesto! Sin embargo, ya no era aquella muchacha de antaño y tampoco formaba parte de aquel festejo al que había asistido, no como los demás. Era como si estuviera asomada a una ventana y mirara hacia el interior.
Se levantó de la silla y comentó algo sobre el bufet. Robert se disponía a acompañarla cuando un murmullo recorrió de repente el salón. Provenía de la entrada principal; atravesó las puertas dobles, que aún permanecían abiertas, y se propagó por la estancia como una ola. Todos guardaron silencio o dejaron de bailar y dirigieron la mirada hacia la entrada; hasta la orquesta enmudeció. Theresa y Robert se sorprendieron ante una visión que no esperaban.
Era Mahina, inmóvil como una estatua, que explayaba la mirada por el salón hasta detenerse en el hombre que lo presidia desde su trono. Llevaba un animado pareo alrededor de la cadera, ancha y generosa, y nada más. Sus pechos estaban ocultos bajo varias capas de leis de todos los colores del arcoíris. Sobre la cabeza, una corona de flores. Las muñecas y los tobillos cubiertos con pulseras florales; los pies descalzos. La melena, larga y totalmente blanca, le caía espalda abajo como una cascada hasta más allá de la cintura. Tras un instante en el que no se oyó entre los allí congregados ni el menor sonido, Mahina reanudó el paso, la vista fija a lo lejos, el semblante solemne y decidido.
Los invitados pudieron ver al hombre que caminaba detrás de ella, el imponente jefe Kekoa con el atuendo formal de su cargo y una corona de hojas de ti sobre la cabeza de pelo cano. Portaba el bastón de mando, un kahili adornado con plumas, emblema de su poder. Detrás de él avanzaban cuatro sacerdotes nativos cargados con haces de hojas de ti.
Nadie osó decir una sola palabra mientras la procesión avanzaba lentamente hacia el estrado. La expresión del rey era indescifrable, pero Theresa vio muchas miradas de estupefacción, en especial en el rostro de las mujeres blancas. Podía palparse la tensión, y es que todos se preguntaban qué hacía Mahina allí y qué planeaba.
Cuando llegó al trono alzó las manos y gritó con voz estridente palabras en hawaiano cuyo significado ninguno de los presentes entendió. Kekoa se unió al cántico al tiempo que los sacerdotes agitaban las hojas de ti en todas direcciones. Mahina movió los brazos, chilló, se llevó las palmas a ambos lados de la boca y soltó una ristra de palabras mientras el monarca permanecía impasible. El eco de su voz se extendió por toda la sala durante varios minutos más hasta que por fin calló y los presentes, expectantes, aguardaron en silencio.
—¿Qué está haciendo? —susurró Theresa.
Robert sonrió.
—Está bendiciendo al rey, por su cumpleaños.
Justo en aquel preciso instante la multitud, paralizada, vio que Kamehameha sonreía y la reina Emma también, y el alivio se hizo palpable en el ambiente. Los presentes dejaron de contener la respiración, relajaron los hombros, se volvieron hacia sus compañeros y comentaron lo sucedido entre susurros. Poco después el Kekoa y los sacerdotes se hicieron a un lado para que la gran ali’i Mahina pasara y luego la siguieron hacia la entrada.
Mahina mantuvo la mirada al frente, sin reconocer a ninguno de los trescientos invitados, excepto a dos: cuando pasó junto a Robert y Theresa, se detuvo y los abrazó con grandes aspavientos, apretando la nariz contra la de ellos y diciéndoles aloha a su manera, tan intensa y cargada de significado. Acto seguido la extraña procesión reemprendió su camino, y Theresa se dio cuenta de que todos en el salón, incluidos el rey y la reina, la miraban fijamente.
La música sonó de nuevo, la gente retomó lo que estaba haciendo antes de la interrupción y la celebración continuó.
—Eso ha sido muy astuto por su parte —dijo Robert.
—¿A qué se refiere?
—¿Se ha dado cuenta de que Mahina ha eclipsado al mismísimo monarca? Siempre he sabido que tenía un don para el teatro. Se la trae al pairo el cumpleaños de Kamehameha. Sencillamente ha elegido este acto para recordarnos a todos, haole y kanaka por igual, y en especial al rey y a sus ministros haole, que esto sigue siendo Hawái y que las antiguas costumbres no pueden olvidarse con tanta facilidad. Apuesto a que Mahina sería una política excelente.
—Creo que iré a echar un vistazo al bufet —anunció Theresa, y añadió—: No sé si se ha percatado de la llegada de la señorita Huntington y de su padre.
—Los he visto entrar.
—Supongo que preferirá su compañía a la de una religiosa —bromeó, tratando de restar importancia al peso que le oprimía el pecho.
—¿Y por qué iba a preferir su compañía?
—Su madre me ha contado la noticia de su inminente boda con la señorita Huntington.
Robert se mostró sorprendido.
—Así que eso es lo que le ha dicho mi madre, ¿eh? Es una de sus fantasías. Le gustaría que me casara con la señorita Huntington, pero lo cierto es que no me interesa lo más mínimo.
Theresa sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Pero es una mujer muy hermosa…
—Sí, supongo que lo es, después de pasarse dos horas delante de un espejo. A Alexandra lo único que le interesa es su apariencia, y si un caballero olvida hacerle un cumplido o pasan, no sé, cinco minutos sin que nadie le recuerde que es la mujer más bella del lugar se pone de mal humor. Ningún hombre es capaz de estar a la altura de sus exigencias aunque, como puede ver, no le faltan pretendientes. —Y entonces Robert le dedicó una de sus miradas, largas e intensas, y dijo—: Además, la señorita Huntington nunca será como nosotros, Anna. Nunca será hawaiana.
—Yo no soy hawaiana.
Él sonrió y bajó la voz hasta que el salón de baile y todos sus ocupantes desaparecieron y solo quedaron ellos dos en el mundo.
—Es usted más hawaiana de lo que cree. El jefe Kekoa dijo que es una kama’aina, Anna. Es hija de esta isla.
De pronto Theresa sintió un calor muy intenso. Necesitaba tomar el aire, así que murmuró algo sobre la cena y huyó de la compañía de Robert. Cuando llegó a las interminables mesas del bufet, cubiertas con más comida de la que había visto en toda su vida, esquivó la fila y se dirigió hacia el vestíbulo de mármol y cristal, reluciente bajo la luz de las lámparas de araña del techo.
«¡No se casa!».
Se llevó la mano a la frente y rozó al hacerlo el borde almidonado de la toca.
—¿Se encuentra bien, querida?
Theresa dio media vuelta y se encontró con una mujer pelirroja, ataviada con un precioso vestido lavanda, que le sonreía. Llevaba unos guantes largos y plumas de garcilla en el pelo.
—Es que… necesitaba alejarme de la multitud.
—Sé a qué se refiere —replicó la mujer entre risas—. A veces estas cosas pueden ser un poco abrumadoras. —Abrió su diminuto bolso—. ¿Le vendrían bien unas sales aromáticas?
—No… gracias. Ya pasó.
—Siempre las llevo encima, por si acaso. —Extendió una mano y se la tendió—. Eva Yates —se presentó, y Theresa se la estrechó—. Y usted es la hermana…
—Theresa. De las Hermanas de la Buena Esperanza.
—Sí, lo sé. Estoy familiarizada con el maravilloso trabajo que hacen. Solo llevo un par de semanas en Honolulú, pero he de decirle que he oído hablar, y muy bien, de su hermandad. Esperaba poder conocerlas. Yo también soy enfermera, ¿sabe?, y obviamente voy a necesitar ayuda para adaptarme a las islas. Su grupo lleva aquí cinco años, ¿verdad?
Theresa la miró fijamente.
—¿Es usted enfermera?
—¿Le sorprende? —exclamó Eva Yates—. Hawái está aislada del mundo y las noticias tardan mucho en llegar hasta aquí, ¿verdad? Formé parte de la primera promoción de la nueva escuela Nightingale de Londres. ¿No ha oído hablar de ella?
Theresa respondió que no con la cabeza, demasiado extrañada para hablar.
—Pero ha oído hablar de la guerra de Crimea, ¿verdad?
—Sí, creo que sí.
La guerra de Crimea había tenido lugar en la década anterior, cuando Theresa era una adolescente que carecía de interés por las noticias del mundo, y mucho menos por las campañas militares.
La voz de Eva Yates parecía llegarle desde muy lejos mientras le hablaba de una mujer inglesa llamada Florence Nightingale que, al conocer las terribles condiciones en las que vivían los soldados ingleses heridos durante aquel conflicto en un lugar llamado Scutari, en el Imperio otomano, había reunido a un grupo de voluntarias y las había formado para ser enfermeras. La señorita Nightingale viajó en barco hasta Scutari con treinta y ocho enfermeras y quince monjas católicas. Una vez allí descubrieron la deplorable situación del hospital y el personal médico, claramente superado, que atendía a los pacientes.
La historia era, cuando menos, heroica, pero mientras la señora Yates le contaba los detalles más épicos, Theresa solo podía pensar en una cosa, y era que, de pronto, la de enfermera era una profesión honorable, abierta a cualquier mujer respetable con la experiencia necesaria, una moral noble y dedicación.
—Me gustaría trabajar en el hospital de la Reina Emma —dijo la señora Yates—, pero con dos niños pequeños debo quedarme en casa. Mi esposo tiene el consultorio allí. Yo lo ayudo con los pacientes hospitalizados y lo acompaño en las visitas a domicilio.
—Su esposo… —se oyó repetir Theresa; y también tenía dos hijos pequeños.
—Sí, está dentro, aprovechando para hacer contactos. Es médico y hemos venido a Hawái para instalarnos.
Theresa se había quedado sin habla; tan hierática como si le hubiera caído un rayo encima. Cuando consiguió interiorizar las palabras de la señora Yates sintió que volvía a fallar le el aire.
Tiene esposo e hijos, lleva vestidos y bebe champán, y aun así asiste a los enfermos…
Pensó en el precio que ella había pagado a cambio del privilegio de ser enfermera. Había renunciado a la posibilidad de ser esposa y madre, de conocer el amor de un hombre, al igual que Emily Farrow, antes que ella, había sacrificado la compañía de los suyos para poder predicar entre los nativos. A cambio, ¿qué había recibido la señora Farrow? Soledad, quizá la responsable de su desequilibrio. «¿He hecho lo mismo que ella?», se preguntó Theresa. Si hubiera esperado un año o dos, habría oído hablar de las enfermeras de Florence Nightingale… Pero tenía prisa, no podía aguardar ni un minuto más, así que renunció a la felicidad más absoluta y ahora se debía a unos votos que nunca tendría que haber pronunciado.
Jamás conocería el amor de Robert. ¡No podría ser su esposa ni la madre de sus hijos!
«¿Qué he hecho? Dios mío, ¿qué he hecho?».