14

Los gritos se oían desde la calle.

—Virgen santa —susurró la hermana Verónica mientras se santiguaba.

—Pobre señora Farrow —dijo la hermana Theresa, que miraba hacia la ventana de la galería superior de la casa de los Farrow—. Está teniendo uno de sus días difíciles.

Otros viandantes también dirigían la vista hacia la casa de la esquina de King Street. Theresa advirtió compasión en sus rostros. Honolulú era una ciudad pequeña en la que todos se conocían. Desde que la madre del capitán Farrow había ido a vivir con él los rumores se habían propagado como la pólvora: Emily Farrow estaba loca de atar, y su hijo la mantenía atada en la buhardilla. Se decía que los Farrow ya habían contratado los servicios sucesivos de tres «enfermeras» particulares, mujeres fornidas cuya función era mantener a la señora Farrow encerrada en su habitación y, a juzgar por los gritos y el estallido de objetos contra el suelo, la hermana Theresa sospechaba que la número cuatro no tardaría en presentar su renuncia.

Cuando las dos hermanas se disponían a seguir su camino el capitán Farrow surgió de repente de una calle colindante galopando a lomos de una yegua de pelaje castaño. Los mozos aparecieron a la carrera desde los establos y cogieron al animal por las riendas en cuanto su dueño saltó al suelo.

—Será mejor que preguntemos si podemos nacer algo —dijo Theresa a la hermana Verónica al ver que el capitán se dirigía raudo hacia su casa.

—Pero la señorita Miller nos está esperando.

—Pues adelántese, hermana. No hace falta que estemos las dos para cambiar el vendaje a la señorita Miller. Me reuniré con usted en cuanto pueda.

Con una expresión de duda en el rostro Verónica siguió su camino y Theresa tomó el que llevaba a casa de los Farrow.

Nadie le abrió la puerta, así que entró y llamó a quien pudiera atenderla. Sin embargo, la conmoción en la planta superior era tal que nadie la oyó. Se tomó la libertad de cerrar la puerta tras de sí y se dirigió hacia el pie de la escalera, desde donde alcanzó a oír un intercambio acalorado que provenía de arriba.

—Se niega a tomar la medicina, señor. Creo que debería mantenerla atada.

—No pienso hacerlo. No voy a atar a mi madre como si fuera un animal.

—Esta vez ha provocado muchos daños en la habitación, señor. Ha roto cosas, las ha hecho añicos contra el suelo. Podría hacerse daño a sí misma la próxima ocasión.

—Encerrarla en su dormitorio es más que suficiente, señora Brown. Ahora, por favor, vaya a hacer compañía a mi madre. Y vuelva a intentar que se tome la medicina. Dígale que son órdenes del doctor Edgeware.

Theresa oyó el tintineo de unas llaves en un aro de hierro, una puerta abriéndose y cerrándose y, un instante después, los pasos del capitán Farrow, que bajaba por la escalera con una expresión sombría en el rostro.

—Hermana… —Se detuvo antes de bajar todos los escalones, en cuanto vio a Theresa—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—He pensado que quizá soy yo la que podría hacer algo por usted.

—Ah —dijo él—. Ha oído los gritos.

Suspiró y descendió hasta el penúltimo de los peldaños, donde se detuvo. Theresa tuvo que levantar la mirada.

—Supongo que todo Honolulú los ha oído. ¿Puedo ayudar de algún modo, señor Farrow?

—Todos los médicos de la ciudad han visitado a mi madre… y todos coinciden en lo mismo: que le demos láudano. —Se quitó el sombrero y bajó el último escalón—. Pero solo sirve para ayudarla a dormir. No es una cura.

Parecía cansado. Tenía ojeras y arrugas nuevas alrededor de los labios.

Theresa lo siguió hasta el salón, donde el retrato de la hermosa Leilani lucía sobre la chimenea. La espaciosa estancia estaba decorada con divanes y sillas chinas, lacados en un negro muy brillante, con incrustaciones de madreperla y cubiertos con cojines y almohadones de seda.

—¿Qué le ocurre, si no es mucho preguntar?

El capitán Farrow cruzó la estancia y abrió las puertas cristaleras para que entrara la suave brisa.

—Sufre un desorden nervioso que los médicos no saben identificar y mucho menos curar. De hecho, comenzó hace treinta años. —Volvió la cabeza para mirarla—. Yo tenía siete años y mi hermano cinco. Mi madre estaba sola con nosotros porque nuestro padre se encontraba en alta mar. Algo ocurrió aquel verano, no tengo la menor idea de qué fue. Mamá se negó a hablar de ello entonces, y sigue sin querer hacerlo. Mi padre interrogó a los vecinos, a los nativos, pero nadie supo decirle qué era lo que había pasado. No sé qué es lo que experimentó o presenció, pero lo que quiera que fuese mermó su salud enseguida y aún hoy le provoca pesadillas.

Oyeron gritos procedentes de la planta de arriba, el sonido de alguien pateando el suelo con rabia.

—Debe de ser difícil para su hijo —dijo Theresa.

—Jamie se encuentra en Waialua con su primo Reese. No puedo permitir que esté cerca de mi madre.

—¿Podría llegar a hacerle daño?

Robert Farrow se dirigió hacia un aparador de madera de caoba en el que había varias botellas y copas de cristal. Se sirvió una del decantador, que contenía un líquido marrón.

—No lo sabemos —respondió antes de dar un buen trago—, pero no podemos arriesgarnos. Hermana Theresa, cuando aún vivíamos en Hilo y mi padre estaba en casa entre viaje y viaje, una noche se despertó y descubrió que mi madre había salido. De esto hace ya once años. Yo no estaba en casa, pero Peter sí. Mi padre se levantó de la cama, salió a buscarla y la encontró en los acantilados que dan al mar. Se encaramó a las rocas para ayudarla a bajar, tropezó y se precipitó al vacío. Mi madre no lo recuerda. A día de hoy, sigue creyendo que ha salido a navegar y que todavía no ha regresado.

—No sabe cuánto lo siento.

—No sé qué hacer, hermana. Mi madre no puede vivir en Waialua porque en breve nacerá el bebé de mi hermano, pero si se queda aquí, Jamie ha de seguir alejado de esta casa. —Suspiró—. Y echo de menos a mi hijo.

—Capitán Farrow, ¿qué provoca los episodios de su madre?

—No sabría decírselo. A veces pasa semanas enteras comportándose con normalidad. Lee la Biblia, borda, va a misa. Y de repente se despierta una noche y ya no puede volver a dormir. Al final el insomnio afecta su mente.

—¿Sabe qué se lo provoca?

—Asegura que los fantasmas se reúnen alrededor de su cama —respondió Farrow con la mirada fija en la copa que sostenía—. Dice que la mantienen despierta con sus gritos, así que ella también grita para ahuyentarlos.

—¿Y se niega a tomar láudano?

—Mi madre es una firme defensora de la abstinencia, así que se niega a ingerir todo aquello que lleve alcohol. Ni bebidas ni drogas, lo cual nos deja s in posibilidades. —Frunció el ceño sin alzar los ojos de su bebida, como si de algún modo esta lo hubiera ofendido—. Lo que de verdad me preocupa, hermana —continuó, bajando la voz—, es que una persona sana no pierde la cabeza de la noche a la mañana, ¿verdad? Tiene que haber algo previamente en ella, ¿no cree? Mi madre estaba predestinada a ver mermadas sus facultades, aunque se hubiera quedado en New Haven. Y si hay un brote de locura en la familia, quizá mi hijo lo ha heredado. He oído que las enfermedades mentales se saltan una generación. Peter y yo de momento parecemos cuerdos, así que…

De pronto Theresa comprendió cuál era el origen de aquel aire de tragedia que parecía envolver la casa y a la familia. También entendió el comentario que Robert Farrow había hecho a su hermano hacía ya algunas semanas sobre arrepentirse de haber tenido un hijo. Entonces la había considerado una afirmación cruel, pero ahora la veía desde otra óptica.

—No puedo responderle a eso, señor Farrow, pero me gustaría ayudar a su madre. Hay una hierba, la valeriana, que tiene un efecto sedante moderado y ayuda al paciente a dormir.

—¿Valeriana? Nunca he oído hablar de ella.

—No se encuentra en Hawái. Mis hermanas y yo la cultivamos en nuestro huerto con las semillas que trajimos de casa. Preparamos una infusión muy efectiva con la raíz.

Él la miró fijamente.

—Lo sé —dijo Theresa sonriendo al sentir la inquietante mirada del capitán fija en ella—, soy muy joven.

Farrow esbozó una sonrisa y pareció que se relajaba un poco.

—Me gustaría conocer a su madre.

La hermana Theresa sentía curiosidad por la extraña enfermedad de la señora Farrow. ¿El insomnio había llegado primero y, con él, las alucinaciones o había sido al revés? Quizá si conseguía prevenir la falta de sueño, los brotes de inestabilidad mental desaparecerían y el ciclo se rompería.

—No creo que sea prudente. —El capitán elevó la mirada hacia el techo—. Creo que la señora Brown ha logrado calmarla. A veces ocurre. Los ataques se producen casi siempre de noche. Hoy se ha producido porque la señora Brown ha intentado darle el láudano. Quizá deberíamos esperar hasta que el episodio haya remitido.

—Pero es posible que pueda ayudarla ya.

—Debo advertirle que su reacción al verla será de extrañeza. Dudo que mi madre haya visto una monja antes. Había muy pocos católicos en New Haven cuando vivía allí y aquí ni siquiera se había construido la primera iglesia católica cuando estaba en sus cabales. Así pues, si la mira fijamente o hace un comentario desagradable…

—Estoy acostumbrada —replicó Theresa con una sonrisa.

Farrow dejó la copa sobre el aparador.

—Seguro que sí. Muy bien, pues si le parece podemos subir ahora.

Cuando llegaron a la puerta oyeron gritos ahogados al otro lado, una voz suplicando, otra furiosa.

—Supongo que la señora Brown aún no tiene la situación bajo control —dijo el capitán.

—Aun así, me gustaría conocer a su madre, capitán.

—Tendrá que ser breve —dijo él mientras llamaba con los nudillos.

Se oyó el tintineo de unas llaves, y acto seguido asomó la señora Brown. Tenía las mejillas coloradas y el cabello revuelto bajo la cofia.

—Me temo que no es un buen momento, señor —dijo, pero el capitán Farrow insistió y la enfermera no tuvo más remedio que hacerse a un lado.

Emily Farrow estaba al otro lado de la estancia blandiendo un atizador de la chimenea. De no haber sido por su mirada amenazadora, a Theresa le habría parecido una mujer bastante normal. Delgada y con el cabello canoso, llevaba un vestido verde de manga larga y cuello alto, y un camafeo en él.

—Robert —exclamó la señora Farrow—, ¿te importa decir a esta criatura exasperante que deje de intentar obligarme a beber su endemoniado alcohol…? —De pronto sus ojos se posaron en Theresa y la observó en silencio con los labios entreabiertos—. ¿Y usted qué es?

—La hermana Theresa es monja, madre.

La señora Farrow arrugó la nariz.

—Seguro que no es de los nuestros.

—La hermana Theresa es católica.

—Ah, eso lo explica todo. Gente curiosa, los católicos.

—Quería conocerla, madre.

—¿Por qué? —le espetó ella, aún blandiendo el atizador.

Theresa habló, sin olvidar en ningún momento tres datos importantes sobre aquella mujer: era una devota cristiana, había ido a Hawái como misionera y, por encima de todo, era una dama.

—Hace poco que he llegado a esta isla como misionera, señora Farrow, y me encantaría escuchar su historia. He pensado que sería agradable conversar con usted mientras tomamos una taza de té.

Emily permaneció inmóvil, indecisa, mientras los sonidos que ascendían desde la calle (los crujidos de las ruedas de los carros, el clop clop de las patas de los caballos, los gritos de los niños) se colaban en la estancia a través de la ventana.

—Ahora mismo agradecería una buena taza de té, la verdad —dijo de pronto, y bajó el atizador.

—Primero la medicina —intervino la señora Brown, y se dirigió hacia ella con el frasco en una mano y una cuchara en la otra, lo cual provocó la inmediata elevación del atizador.

—¿Le importaría ocuparse de que suban el té? —pidió la hermana Theresa al capitán Farrow volviéndose hacia él—. Agua caliente en una tetera, dos tazas. Un plato de galletas, si tienen.

Robert se ocupó de trasladar la petición a la enfermera, quien dejó el frasco de láudano y abandonó la estancia refunfuñando.

—Permítame, madre —dijo el capitán. Le quitó de la mano el atizador y la acompañó hasta la mecedora que había junto a las puertas abiertas que daban a la galería—. Está agotada. Necesita descansar.

Emily levantó la mirada hacia su hijo con los ojos colmados de tristeza.

—No puedo dormir, Robert. Me mantienen despierta. Me persiguen para que me vuelva loca.

Theresa cogió una silla sin que nadie la invitara a tomar asiento y la arrastró hasta estar justo delante de la señora Farrow, que no parecía molesta por la cercanía. Miró a su alrededor, los objetos rotos, el desorden, y se preguntó cómo serían los «fantasmas» que le provocaban semejantes ataques.

—¿Sabe, jovencita? —dijo Emily con la mirada dirigida hacia los árboles del jardín—. Cuando me marché de New Haven tenía tantos sueños y el corazón tan lleno de amor hacia el Señor que pensé que podría volar hasta aquí yo sola. Pero el viaje fue muy duro. Las tormentas y las corrientes nos retenían, y tuvimos que hacer varios intentos antes de conseguir rodear el cabo de Hornos. Tres miembros de la tripulación cayeron por la borda. Pensé que íbamos a morir. Y entonces, cuando llegamos aquí y los marineros nos llevaron a tierra, lo que encontré fueron salvajes desnudos que parloteaban en una lengua incoherente. De pronto sentí que me invadía el miedo y me pregunté por qué Dios nos había traído a un sitio tan terrible. Quizá por eso el Señor está castigándome, por haber tenido en el pasado tan poca fe. —Miró a Theresa con los ojos llenos de dolor—. No se deje engañar por sus sonrisas, por sus vestiduras europeas o por los nombres cristianos que adoptan cuando acuden a misa el domingo. Las viejas costumbres siguen vivas. Las supersticiones, los fantasmas, el demonio. Están a nuestro alrededor, el poder de Satanás sigue presente en estas islas. Yo lo intenté con todas mis fuerzas hace cuarenta años, Dios sabe que lo intenté…

Llegó el té, que la señora Brown dejó sobre una pequeña mesa. Theresa abrió su bolsa de mano y no tardó en sacar un paquete de valeriana.

—Es un té especial que preparamos en el convento —explicó mientras vertía unas cucharadas en la tetera y dejaba que hirviera—. Tiene un olor y un sabor muy intensos, pero es muy sano y reconstituyente.

Emily sonrió y ofreció una galleta a su invitada. Cogió una para ella y siguió hablando de su juventud, de las semanas que pasaba sin ver a otra mujer blanca mientras el reverendo Stone, su esposo, viajaba por la isla de Hawái predicando y bautizando a los nativos. El capitán Farrow se había retirado a una esquina y observaba la escena en silencio. Cuando la infusión estuvo lista, la señora Farrow sirvió dos tazas y ofreció una a Theresa.

Le temblaban las manos y tenía los ojos inyectados en sangre. Theresa se preguntó si eran precisamente aquellos días del pasado los que le provocaban ahora las noches sin descanso. Recordó que Mahina le había contado que estaba maldita por algo que le había ocurrido hacía treinta años y pensó que quizá había alguna conexión entre los dos sucesos.

Observó a la señora Farrow mientras esta se llevaba la taza a los labios. La raíz de la valeriana tenía un aroma muy intenso y un sabor un tanto desagradable, pero no podía hacer nada para remediarlo salvo añadirle una cucharada de azúcar, cosa que hizo. Emily tomó un sorbo y se detuvo. Frunció el ceño, se llevó la taza a la nariz y la olió.

Theresa miró al capitán Farrow, quien inmediatamente se puso en estado de alerta. Le hizo una pregunta con la mirada que ella interpretó como: «¿Tienen algo más en su jardín que cure el insomnio?». Por desgracia, no. Al igual que los médicos de Honolulú, las hermanas administraban tinturas de opio para el insomnio y otras enfermedades. La raíz de la valeriana era su única esperanza.

—Este té desprende un olor horrible —dijo la señora Farrow arrugando la nariz.

—Es una infusión vigorizante —replicó Theresa.

Emily se volvió hacia su invitada y la miró visiblemente molesta, y la joven monja temió que en cualquier momento le lanzara la taza. Sin embargo, su rostro se iluminó de pronto.

—¿Por qué me resulta tan familiar? ¡Ah, sí! Sin duda se trata de raíz de valeriana. Mi madre solía beberla todas las noches. Lo había olvidado. Me pregunto si me ayudará con el insomnio. —Dio un buen trago y luego otro. Cuando ya había tomado la mitad de la taza, añadió—: ¡Esto me recuerda a casa! Mi abuela cultivaba plantas aromáticas. Me encantaba ayudarla a plantar las semillas en primavera…

Volvió a llenarse la taza y siguió hablando con nostalgia de la vida tan feliz que había conocido en New Haven, hacía cuarenta años, y luego avanzó hacia el presente y dijo algo sobre una cometa roja y una preciosa caracola de un tono blanco rosado. Cuando se terminó el té agradeció su visita a la monja y anunció que quizá intentaría dormir la siesta. Theresa se despidió de ella y salió de la estancia en compañía del capitán Farrow.

—A veces hace falta beber la infusión de valeriana durante varios días antes de notar sus efectos. Le dejo este paquete. Asegúrese de que toma una taza todas las tardes antes de retirarse a su dormitorio.

Robert le cogió una mano, lo cual sorprendió a Theresa, y la miró fijamente a los ojos.

—No sé cómo darle las gracias, hermana. El suyo ha sido un enfoque nuevo.

—En ocasiones una palabra amable da mejor resultado que la intimidación.

—Lo que más me sorprende es la facilidad con la que ha aceptado su presencia. Creía que no toleraría la compañía de un católico.

—Estaba convencida de que su educación haría prevalecer los modales por encima de los prejuicios. Esperemos que funcione. Mientras tanto, capitán Farrow, mis hermanas y yo incluiremos a su madre en nuestras plegarias.

—¿Volverá?

Estaba muy cerca de ella y Theresa sentía que el espacio a su alrededor era cada vez más cálido e íntimo. Quiso responder que lo más adecuado sería que el doctor Edgeware visitara a su madre, que ella misma enviaría a alguna de sus hermanas o que la señora Brown estaba más preparada para cuidar de ella. Sin embargo, sus propias palabras la traicionaron.

—Por supuesto que volveré.

Theresa estaba a solas, puesto que la hermana Verónica tenía anginas. La madre Agnes le había permitido salir, aunque de mala gana. No le gustaba que abandonaran el convento solas, pero la señora Liddell necesitaba su medicina con urgencia y Theresa prometió a su superiora que únicamente transitaría por calles seguras, una de ellas King Street, lo cual la llevó, a su regreso de casa de los Liddell, a la propiedad de los Farrow.

Había dos mujeres en el jardín: la señora Farrow, que bordaba sentada en una silla de respaldo alto, y Mahina, confeccionando en el suelo un lei con las flores que iba cogiendo de varias cestas. La hermana Theresa no pudo evitar compararlas. Emily Farrow, delgada y menuda, con un delicado gorrito de encaje sobre su pelo blanco. Había llevado una nueva religión a las islas, otra moral, unas tradiciones completamente distintas. Y Mahina, de piel oscura, voluptuosa, llena de vida, custodia de los dioses y la cultura de Hawái, con los pies descalzos tan arraigados al suelo volcánico del archipiélago que al verla era imposible no evocar a Gaia, la diosa de la Tierra para los antiguos griegos. No podían existir dos mujeres más diferentes entre sí y, a pesar de todo, ambas eran abuelas de Jamie Farrow.

Theresa las saludó mientras atravesaba el césped. Mahina se levantó del suelo y la recibió entre sus brazos generosos y la señora Farrow se limitó a decirle:

—Hola, querida. La madre del capitán Farrow estaba mejorando. Tras la visita de la hermana Theresa había seguido tomando la infusión de raíz de valeriana y en cuestión de días había empezado a disfrutar de un sueño más reparador. Por desgracia, le advirtió el capitán Farrow, era cuestión de tiempo que algo la alterara y tuvieran que encerrarla de nuevo en su dormitorio. Theresa se acercó para ver el bordado en el que estaba trabajando la señora Farrow y para el que usaba un bastidor de pie. Era un paisaje con árboles, flores y un hermoso cielo azul.

—Es precioso —dijo.

—Al demonio le gustan las manos ociosas, querida.

A pesar del aire de fragilidad que transmitía, la mano que clavaba la aguja en la tela del bastidor, que tiraba de ella y luego volvía a clavarla rebosaba energía. Por un momento la hermana Theresa creyó ver a la Emily Farrow del pasado, a la joven que había ayudado a llevar la civilización a aquellas costas tan lejanas, y pensó en su propia madre, que se había ocupado ella sola de la granja de Oregón y que se entregaba con la misma energía a todo cuanto hacía.

Mahina intentó ponerle una guirnalda de flores rojizas y aromáticas alrededor del cuello, pero ella se echó a reír, le dio las gracias y le dijo que no podía aceptarla. Los leis de Mahina eran famosos en todas las islas y, a pesar de que, si quisiera, podría venderlos a cambio de dinero, ella prefería regalarlos.

Cerca de allí, a la sombra de un tamarindo, la señorita Carter daba una lección de historia al pequeño Jamie. Al ver a Theresa, el niño sonrió, la saludó con la mano y también de viva voz. Se estaba recuperando, sin duda gracias al clavo oxidado puesto a hervir en el caldo de verduras, pensó Theresa. Aun así, seguía siendo un niño frágil, por lo que se preguntó qué podría hacer para que creciera más fuerte.

—¡Buenas tardes, hermana!

Theresa se dio la vuelta y, protegiéndose los ojos del sol con una mano, levantó la mirada hasta que vio al capitán Farrow con su catalejo, lo cual le recordó que era la hora entre el mediodía y la una de la tarde, y que se encontraba, por tanto, en plena ronda.

—¡Suba! La vista es maravillosa desde aquí arriba.

—¡Suba, Kika! —repitió Mahina al ver que la monja no se decidía—. Allí ver muchos barcos. Mucha agua. Puede que Mano. Con suerte, ver a Mano.

Se excusó ante la señora Farrow y Mahina y, mientras se dirigía hacia la casa, se percató de la mirada venenosa que afeaba el rostro de la señorita Carter y, una vez más, se preguntó por qué aquella mujer parecía odiarla tanto.

Cuando salió a la galería de la primera planta dos cosas le sorprendieron: la belleza de las vistas y el viento. Podía ver el puerto, los muelles y los mástiles de los barcos, y más allá, el océano. Sin embargo, fue aquel viento lo que le cautivó el alma. Le acarició el rostro, y ella lo recibió con los ojos cerrados. Imaginó cómo sería notar su contacto en el pelo y, por un instante, deseó poder deshacerse de los pesados velos que le cubrían la cabeza y sentir la caricia refrescante de la brisa.

—¿A qué debemos su visita, hermana? —le preguntó el capitán Farrow.

Parecía estar de buen humor, pues sonreía mientras fumaba un cigarro largo y fino.

—Pasaba por aquí. Por lo que he visto, su madre está mucho mejor.

—Hace días que no sufre un ataque. Y me alegro de tener a Jamie en casa. ¿Alguna vez ha mirado a través de un catalejo, hermana? Es como ver un mundo completamente nuevo.

Se apartó y con un gesto la invitó a probarlo. Theresa dejó su bolsa de mano en el suelo y se inclinó para acercar un ojo a la altura de la mira.

—Ese es uno de nuestros barcos, que acaba de regresar —le explicó el capitán Farrow mientras ella oteaba el horizonte—. El Krestel, en honor al barco de mi padre que fue barrenado hace diez años.

Theresa observó el majestuoso clíper deslizándose sobre la superficie del mar.

—Mi padre se inició en el comercio marítimo hace sesenta años. Comerciaba con los nativos de Alaska y les llevaba enseres de metal a cambio de pieles, luego recalaba en Hawái para cargar en las bodegas sándalo y desde aquí lo llevaba todo a la provincia de Cantón, en China, donde esa madera era muy apreciada. —Dio una calada al cigarro y el aroma masculino del humo flotó hacia Theresa—. Hacia finales de la década de los veinte los bosques prácticamente habían desaparecido y mi padre tuvo que buscar otras mercancías para transportar, como azúcar, café y carne de res. Hizo construir más barcos, amplió las rutas y diversificó las mercancías, de modo que mi familia no tardó en prosperar. —Otra calada al cigarro, más humo flotando hacia ella. De pronto Theresa se dio cuenta de que llevaría el olor impregnado en la ropa cuando regresara al convento—. Estoy muy orgulloso de la flota Farrow tal como está, pero ahora quiero conectar Hawái con el resto del mundo. Para ello preciso una flota más eficiente. Los viajes de tres o cuatro semanas son cosa del pasado, hermana Theresa. La era del vapor ha llegado y, con ella, las semanas de viaje de antaño se reducen a apenas diez días. ¿No le parece asombroso?

—Maravilloso —replicó ella, apartándose del catalejo—, sobre todo para alguien como yo que sufrió lo indecible durante el trayecto desde San Francisco.

—Ahora mismo, hermana, Hawái está demasiado lejos para el viajero o el hombre de negocios común, pero una línea de barcos de vapor supondría la llegada masiva de norteamericanos, que traerían consigo su capital, sus empresas y, en definitiva, prosperidad. Y luego ya nos ocuparemos de que Hawái se convierta en un reino merecedor de su título.

Las vistas desde allí arriba eran espectaculares. Theresa podía ver la playa por encima de los tejados de las casas y a los hawaianos sobre sus increíbles tablas de madera surcando las olas.

—Es evidente que adora el mar, señor Farrow.

—La primera vez que embarqué tenía once años. Por entonces ya sabía leer, escribir y hacer sumas. Mi padre me llevó con él en el que sería mi viaje iniciático como grumete, pero no crea que estuve ocioso. Era un hombre muy culto, y se enorgullecía de la biblioteca de su barco. Me dio libros: Platón, Aristóteles, Voltaire… Se ocupó de que también yo me convirtiera en un hombre culto y, además, me enseñó a interpretar las estrellas y a gobernar una embarcación. Recibí el bastón de capitán a los veintidós años. —Negó con la cabeza y dirigió la mirada hacia el puerto, que bullía de actividad—. Por desgracia, Hawái se encuentra al borde de una depresión económica, pero estoy seguro de que tengo las respuestas. El problema es conseguir que la gente me preste atención.

Theresa ya había leído en los periódicos locales que el señor Farrow había iniciado una campaña para construir barcos más rápidos y seguros, y que buscaba inversores.

—Mucha gente estaría dispuesta a venir a las islas si el viaje fuera más breve y un poco más llevadero —dijo—. Además, una travesía que durase menos tiempo también posibilitaría conectar adecuadamente a los habitantes de las islas con su hogar. Piense en el correo, señor Farrow. Una carta tarda semanas en llegar a destino a bordo de un clíper y apenas unos días en un barco de vapor. Muchos de los que viven aquí echan de menos sus hogares. Están impacientes por recibir noticias de sus familias.

El capitán Farrow le dedicó una de sus miradas, largas e introspectivas, y a continuación sus labios se curvaron hasta dibujar una leve sonrisa, como si acabara de tener una idea.

De pronto oyeron risas en el jardín y vieron que Mahina hacía cosquillas a Jamie, que se retorcía encantado. A Theresa la escena le recordó a un oso son su cría.

—¿Y qué hay del abuelo hawaiano de Jamie? —preguntó—. ¿Viene a menudo?

—Hace dieciocho años el esposo de Mahina y dos de sus hijos tuvieron la mala suerte de encontrarse en el puerto con una patrulla de reclutamiento que buscaba a quien echar el guante. Por aquel entonces era un problema muy grave. Cada año recalaban en Honolulú casi mil balleneros. En invierno las aguas se llenaban de ballenas que venían a criar, y cazarlas era sencillo. Los balleneros solo tenían que esperar. Con el tiempo las ballenas desaparecieron de las aguas de Hawái y los barcos tuvieron que desplazarse hacia el norte, hasta el Ártico. Como consecuencia, la vida de los marineros se volvió tan dura que en cuanto los barcos echaban el ancla y las tripulaciones desembarcaban en tierra, muchos hombres desaparecían en los bosques. Los capitanes tenían que reclutar a la fuerza a todo el que se cruzara en su camino.

—¿Y Mahina no ha vuelto a saber nada de ellos desde entonces?

Farrow negó con la cabeza y Theresa bajó la mirada hacia Jamie, que no dejaba de reír.

—Es una lástima que su hijo no pueda ver a su primo más a menudo —se lamentó, pensando que un niño tan pequeño debería tener amigos con los que jugar.

Al oír aquello la actitud del capitán cambió por completo y la expresión de su rostro se ensombreció. Theresa supuso que estaría pensando en el distanciamiento que había entre su hermano y él, una ruptura de la que todo Honolulú estaba al corriente, aunque la hermana Theresa desconocía el porqué.

—¿Mahina tiene más familia?

—Su hija, Leilani, que fue mi esposa, murió durante una epidemia de varicela. Otro de sus hijos vive en una granja familiar. Su tío, Kekoa, es el jefe de una aldea en Wailaka, en el valle de Nu’uanu, a unos cinco kilómetros de aquí.

La risa melódica de Mahina llegó hasta la galería.

—La historia de estas gentes me resulta fascinante, capitán Farrow. ¿Cree que podría hacerles unas preguntas?

—A los ancianos no les importará compartir sus conocimientos siempre que sea respetuosa y no le vean intención de ofender. Algo me dice, de todos modos, que usted sería incapaz de ofender a nadie.

—Saciaré mi curiosidad, pero con sumo tacto. Creo, señor Farrow, que si puedo aprender más de la historia y la cultura de los nativos encontraré una manera mejor de cuidar de ellos. —Pensó en silencio durante un instante y luego añadió—: La curiosidad me ha premiado con la vida que llevo ahora. Si no me hubiera interesado por la religiosa que vi en una botica, si no la hubiera seguido y no hubiera querido ver el interior del hospital en el que trabajaba, nunca me habría sido revelado que esta es la vida que debo llevar.

El capitán la miró de arriba abajo, aunque no de una forma descortés, sino más bien objetiva.

—Parece una vida difícil —dijo—. Perdóneme, hermana, pero me resulta un tanto… antinatural.

—Las recompensas superan con creces los sacrificios, señor Farrow. Cuidar de los enfermos es lo que siempre he querido hacer.

—Aun así, es usted muy joven para renunciar a tantas cosas.

—Ya he cumplido veinte años —lo interrumpió ella con orgullo.

Farrow bajó la mirada y, para sorpresa de Theresa, le sujetó la mano izquierda y la levantó para examinar el anillo que llevaba en el dedo anular.

—Podría pasar por una alianza de boda —murmuró—. Sobre todo porque la lleva en la mano izquierda.

Theresa sintió que le ardía la cara. El señor Farrow estaba inquietantemente cerca y, a pesar de la brisa que soplaba en el balcón, su cuerpo desprendía los aromas propios de un hombre: jabón de afeitar, tabaco, whisky. Deberían resultarle irritantes y, sin embargo, los encontraba embriagadores.

—Es una alianza de boda —dijo prácticamente sin aliento—. Cuando tomamos los votos finales, nos convertimos en «esposas de Cristo». El anillo es un símbolo de nuestra unión con el Salvador, un signo de que le dedicamos nuestra virtud y nuestra castidad a Él.

—¿Es eso cierto? —preguntó el capitán Farrow con un hilo de voz, sin soltarle la mano y con los ojos clavados en los de ella con tanta intensidad que Theresa sintió que se quedaba sin respiración.

Por un instante fue como si no hubiera nadie más en todo el planeta, solo ellos dos. Se perdió por completo en el magnetismo de Robert Farrow hasta que, de repente, este la soltó y dirigió su atención nuevamente hacia la vista que se abría frente a ellos: la exuberante vegetación, las palmeras y, a lo lejos, el volcán dormido al que llamaban Cabeza de Diamante.

Theresa podía sentir el nerviosismo que transmitía el capitán Farrow. Era como si, en su presencia, la impaciencia se apoderara de él sin que ella supiera por qué.

—Una mujer puede dedicarse a Dios y aun así llevar una vida normal —le dijo dándole la espalda. Dio media vuelta y volvió a mirarla fijamente—. Tan joven y ya ha renunciado a la posibilidad de tener esposo y descendencia. Eso no está bien. Mi madre sirvió a Dios del modo más sacrificado posible y eso no le impidió casarse y tener dos hijos.

—Mi vocación es cuidar de los enfermos, señor Farrow —replicó ella con voz queda—. Las Hermanas de la Buena Esperanza fueron las que me abrieron esa puerta. Y tiene razón, la nuestra no es una vida natural, pero tan solo es un pequeño sacrificio a cambio del privilegio que supone asistir a aquellos que lo necesitan.

El capitán la miró largamente y dijo:

—Perdóneme, hermana. No pretendía criticarla o menospreciar su forma de vida. —Bajó la mirada hacia el jardín—. Siempre he admirado a mi madre por venir hasta aquí, a lo desconocido, enfrentándose a situaciones de una dureza extrema. Y también la admiro a usted. Es muy valiente, hermana. Apuesto a que no le tiene miedo a nada.

Theresa recogió su bolsa de mano del suelo y se colocó el velo.

—Debo irme. Gracias por enseñarme las vistas. Ahora entiendo por qué sube aquí todos los días.

—Supongo que la ciudad al completo sabe de mi pausa matutina. En cierto modo he de decir que es un lujo, pero también es la forma de controlar los barcos del puerto.

—Diría que es un ritual para refrescar el alma, señor Farrow.

Él la miró sorprendido.

—No soy hombre de rituales, hermana.

—Todos lo somos. Los rituales nos mantienen anclados a la vida, nos conceden tiempo para reflexionar. Tienen la habilidad de hacer que el tiempo se detenga y que de pronto seamos conscientes de todo lo que nos rodea. Nuestra vida en el convento es una sucesión de rituales; mi favorito es la hora de silencio que paso todos los días en el huerto de las hierbas medicinales. Es entonces cuando puedo escuchar la sinfonía que es Hawái.

Farrow la miró con una expresión extraña.

—He oído describir Hawái de todas las formas posibles, desde el paraíso hasta el infierno, ¡pero nunca como una sinfonía!

—La música de las brumas me llena el corazón de alegría, señor Farrow. Me deleito escuchando las canciones de las flores. Hasta los pájaros mientras vuelan crean su propia melodía. —Theresa sonrió, un tanto avergonzada—. Cuando vivíamos en Oregón tenía un sitio especial al que acudía todos los días para sentarme y disfrutar del sol. Para mí, la naturaleza era música en estado puro.

Él susurró:

—«Uno necesita tan solo permanecer quieto en un lugar del bosque suficientemente atractivo para que los habitantes del bosque acudan sin excepción a exhibirse por turno». —Al ver la confusión en el rostro de la monja, añadió—: Es una cita de Walden, de un tipo llamado Thoreau. ¿Lo ha leído? Se publicó hace unos siete años.

Theresa respondió que no con la cabeza.

—Venga, hermana, la acompañaré hasta la puerta.

Al llegar al recibidor Farrow se detuvo y entró en su estudio. Cuando salió le entregó un pequeño libro.

—Puede quedárselo el tiempo que le parezca.

En la portada ponía: «Walden por Henry David Thoreau». Theresa sabía que no debería aceptarlo, pero a pesar de ello se guardó el libro en la bolsa de mano y le dio las gracias.

Abandonó la casa de los Farrow con la idea de preguntar a la madre Agnes si les estaba permitido leer, pero al pasar bajo la sombra de unos tamarindos sintió que el libro la llamaba.

Llegó a la enorme explanada de hierba que se extendía frente al palacio real. Allí había bancos para los caminantes cansados o sencillamente para aquellos que quisieran hacer tiempo mientras veían desfilar al grueso de la sociedad de Honolulú. Se sentó y sacó el libro de la bolsa. Tenía aspecto de haber sido leído varias veces. Un libro sin duda muy querido. En el interior de la cubierta podía leerse: «De la biblioteca de Robert Gideon Farrow».

Theresa deslizó los dedos sobre el nombre. Robert Gideon. Sonaba tan imponente… Empezó a leer: «cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo en los bosques».

No tardó en perderse en la narrativa. «Seamos primero tan simples y armoniosos como la Naturaleza misma […]. Preferiría sentarme sobre una calabaza y disponer enteramente de ella que apretujarme sobre un cojín de terciopelo […]. Un lago es uno de los rasgos más bellos y expresivos de un paisaje».

Le costó mucho cerrar el libro. El señor Thoreau la había transportado de vuelta a su adorado Oregón, pero se estaba haciendo tarde y tenía que regresar al convento.

La madre Agnes la recibió en el salón con una mirada airada.

—Siento llegar tarde, reverenda madre, pero…

—La han visto, hermana. —La superiora temblaba de ira—. A solas en compañía de un hombre. Mirando a través de un catalejo con él. Y, por lo que me han dicho, ¡se estaba riendo!

Theresa bajó la cabeza y admitió que todo era verdad.

—Perdóneme, reverenda madre. El capitán Farrow me ha invitado a mirar a través de su catalejo y no he visto mal alguno en ello.

—El problema es que sigue siendo demasiado terrenal, hermana. Debe trabajar más duro para mantener la mente ocupada en cuestiones espirituales. Y también ha de aprender a controlar su curiosidad. Al mostrar interés por los demás se está abriendo a asuntos mundanos… y arriesgándose a perder el camino religioso y terminar en el carnal. —Se llevó las manos a la cintura, se irguió cuan alta era y añadió—: No volverá a casa de los Farrow. No pondrá el pie en dicha propiedad bajo ningún concepto ni tendrá nada que ver con esa familia.

—Sí, reverenda madre —respondió la hermana Theresa. Y enseguida tuvo claro que su nuevo libro sería un secreto.