16
La hermana Theresa necesitaba regresar a casa de los Farrow. Debía devolver al capitán el libro que le había prestado, aunque hacerlo supusiera desobedecer a la madre Agnes.
Pero no tenía más remedio que hacerlo.
El libro estaba en su poder desde hacía meses. Cada vez que abría Walden por cualquier página, siempre a escondidas, y leía las palabras de Thoreau podía oír la voz del señor Farrow dentro de su cabeza. También lo imaginaba y, de pronto, las manos que sujetaban el libro ya no eran las suyas sino las del capitán. Adoraba las palabras de Thoreau, pero no sabía si era sensato seguir leyéndolas puesto que le hacían pensar en Robert Farrow más a menudo de lo que era correcto.
Podría haber pedido a la señora Jackson, la gobernanta, que se lo devolviera ella, o también a Rodrigo, el mozo que se ocupaba del mantenimiento de la casa, pero habría sido muy poco agradecido por su parte. Había disfrutado tanto del libro que no retornarlo en persona se le antojaba una falta de respeto imperdonable. Y, de todos modos, su intención era llamar a la puerta y entregárselo a la señora Carter, el ama de llaves, nada más. Tenía la excusa perfecta para hacerlo. Le tocaba acudir a la botica de Merchant Street para proveerse de suministros y de camino tenía que pasar por la residencia de los Farrow.
Mientras caminaba por King Street estaba tan absorta en el azul del cielo y en la suave brisa que le acariciaba el velo que al principio no se percató de todos los carruajes que se alienaban frente a la casa de los Farrow. Entonces oyó la música y las risas, y comprendió que se estaba celebrando una recepción vespertina en el jardín.
Sabía que el capitán Farrow era famoso por sus actos sociales. Ser invitado a su casa bastaba para convertir a cualquiera en alguien en las islas. Tomó el camino que llevaba al jardín trasero, donde vio a un centenar de personas, ataviadas todas con sus mejores galas y disfrutando de las flores, del sol y de la agradable brisa. Los rodeó, manteniendo una distancia prudencial, al tiempo que buscaba al anfitrión entre la multitud.
Los músicos tocaban el violín bajo las palmeras mecidas por el viento, mientras un grupo de jóvenes hawaianas, sonrientes y vestidas con muumuus largos y blancos, se movían entre los presentes cargadas con bandejas de plata llenas de exquisiteces o de copas de vino. Los atuendos de los invitados eran tan elegantes que Theresa supo al instante que aquellas personas eran la flor y nata de la isla: jueces, abogados, banqueros y legisladores. Muchos habían traído consigo a sus esposas desde Estados Unidos e Inglaterra, pero otros, los menos, se habían casado con hawaianas, mujeres de piel exótica ataviadas con largos vestidos ahuecados, zapatos, guantes y sombrillas para protegerse del sol.
Los invitados ocupaban mesas cubiertas con manteles blancos o permanecían de pie, formando pequeños grupos bajo los pandanus y los mangos. Theresa vio a Emily Farrow sentada a la sombra, flanqueada por dos doncellas que llevaban uniforme negro y delantal blanco.
Al parecer presidía la fiesta como lo haría la viuda de un noble, recibiendo cordialmente a los invitados entre sonrisas y comentarios personales, mientras hombres y mujeres hacían cola para presentarle sus respetos a aquella dama que, a su manera, formaba parte de la realeza de las islas. El doctor Edgeware estaba detrás de Emily, de pie, como si ostentara alguna clase de poder secreto sobre el trono de los Farrow. De pronto se inclinó sobre ella y le susurró algo al oído, a lo que la señora respondió con un gesto de impaciencia.
—Deje de atosigarme, joven —oyó Theresa que le decía.
Mientras cruzaba el jardín para presentar sus respetos también ella a la señora Farrow, oyó retazos de algunas de las conversaciones. Todos hablaban de la guerra que había estallado en Estados Unidos. Las hostilidades habían comenzado en abril, con el ataque de los confederados contra Fort Sumter. El presidente Lincoln había pedido a los estados que reclutaran tropas para recuperar el fuerte; como consecuencia, cuatro estados esclavistas más se habían unido a la Confederación. La mayoría de los norteamericanos que residían en Hawái apoyaban fervientemente a Lincoln y a la Unión (algunas familias incluso habían enviado a sus hijos para que se unieran a las filas del ejército del Norte).
Theresa se sumó a la fila de convidados que aguardaban para saludar a Emily y, cuando por fin le llegó su turno, ella la recibió con una sonrisa radiante.
—¡Bienvenida, querida! —exclamó—. Me alegro de que Robert la haya invitado. Hace siglos que no la vemos. ¿Se encuentra bien?
Theresa sonrió.
—Debería ser yo quien le hiciera esa pregunta a usted. Es una fiesta maravillosa.
—Ha sido necesario el poder del Señor para vestir a estas gentes —dijo Emily señalando a las hawaianas que se habían puesto atuendos modernos—, pero al final Su voluntad ha prevalecido. —Se echó a reír—. ¡Y resulta que lo único que necesitábamos era una sombrilla y un par de guantes!
—He venido a hablar un segundo con su hijo. ¿Sabe dónde está?
—Encaramado a alguna tarima, como siempre —respondió Emily sin poder contener la risa, y Theresa se alegró de ver a la madre de Robert Farrow de tan buen humor.
Al darse la vuelta para buscar al capitán se percató de que algunos invitados apartaban rápidamente la mirada. La habían estado observando. Theresa ya estaba acostumbrada. Por suerte, entre tanta curiosidad, tanto ceño fruncido y tanta descortesía, alguien la recibió con una sonrisa.
—Vaya, vaya… —Un desconocido se dirigía hacia ella—. ¡No tengo el placer de conocerla! He oído hablar de su congregación, cómo no, ¡lo que hacen es admirable!
Hablaba en inglés con un acento muy marcado que Theresa estimó prusiano. Era un caballero de aspecto próspero, con la cadena de oro de un reloj rodeándole un vientre más que generoso. Debía de tener alrededor de cincuenta años. Le escaseaba el cabello, completamente cano, y tenía el rostro rubicundo y las mejillas caídas. Sin embargo, fueron sus ojos los que llamaron la atención a Theresa; eran azules, muy brillantes, y transmitían felicidad tras unas gafas sin montura.
—Frederich Klausner —se presentó, y esbozó una reverencia—. A su servicio.
—Encantada —respondió ella, un tanto desconcertada ante el comportamiento de aquel desconocido.
—En Alemania también tenemos religiosas que trabajan en los hospitales —trató de explicarse el señor Klausner—. Grandes mujeres, sin duda. ¡Tan devotas! Sé que ahora mismo se siente fuera de lugar, pero le aseguro que a los que venimos de Europa su presencia no nos sorprende lo más mínimo.
Theresa sonrió. Frederich Klausner era a todas luces luterano, se dijo; había oído hablar de las órdenes de hermanas enfermeras de su país. Además, su forma de dirigirse a ella hizo que se sintiera más cómoda en aquel entorno tan elegante al que no pertenecía.
—¿De qué conoce al capitán?
—Traté a su hijo hace ya algunos meses. Y usted, ¿de qué lo conoce?
—Soy uno de sus socios capitalistas. ¡No sabe las ganas que tengo de ver el primer servicio de transporte a vapor entre Hawái y el resto del mundo! El progreso es importante si queremos prosperar, ¿no cree?
—Klausner —murmuró Theresa, pensativa—. Hay un Klausner’s Emporium en Merchant Street.
Él sonrió orgulloso e hizo un amago de reverencia, a pesar de lo abultado de su cintura.
—Ese honor es todo mío, sí. Verá, querida hermana, nunca aprendí a leer ni a escribir, así que el único trabajo que encontré fue el de barrer las oficinas de un periódico en Augsburgo, en Alemania. Cuando el editor descubrió que era analfabeto me despidió. ¡No podía tener empleado en su periódico a un iletrado, me dijo! Por suerte, mi hermano y yo habíamos oído hablar del oro de California. Reunimos todo el dinero que teníamos y partimos hacia San Francisco. En poco tiempo bateamos el suficiente metal dorado para enviarme a mí a Hawái, mientras que él prefirió quedarse en California. Al llegar abrí un pequeño estanco en Merchant Street, y me fue tan bien que pude expandir el negocio. Empecé a vender caramelos, enaguas, tirantes. Al poco tiempo ya estaba vendiendo sombreros y botas, así que abrí otra tienda justo al lado del estanco y comencé a importar telas, agujas e hilo, lanas para tejer… Cualquier cosa que necesitaran mis clientes, yo se la conseguía. Me expandí también por el otro lado y abrí una tienda dedicada a los libros. Ahora poseo el comercio más grande de todo Honolulú. Si necesita una máquina de coser, venga a verme. ¡Soy el único proveedor en Hawái de las nuevas máquinas de hilo único con función de pespunte! Tengo de todo, desde bombones alemanes hasta bastones irlandeses.
Theresa felicitó al señor Klausner por el éxito de sus negocios.
—Imagine hasta dónde podría llegar si además supiera leer y escribir —le dijo.
—Mein Gott! —exclamó él—. ¡Seguiría barriendo el suelo en el Allgemeine Zeitung!
Theresa sonrió, encantada de haber entablado conversación con aquel afable hombre de negocios.
—He venido a ver al señor Farrow, pero no consigo dar con él. Supongo que estará muy ocupado atendiendo a sus invitados. ¿Le importaría decirle que he estado aquí?
Se dio la vuelta, pero el señor Klausner, que estaba disfrutando de la conversación tanto como ella, se negó a dejarla marchar.
—El anfitrión está dentro, recaudando más dinero para sus planes de futuro. Vaya al estudio. ¡Allí lo encontrará!
Theresa, persuadida por la insistencia del señor Klausner, entró en la casa y oyó un coro de voces masculinas. Las siguió hasta el estudio, donde el capitán conversaba con algunos caballeros prominentes de Hawái. Sobre el enorme escritorio vio largas tiras de papel en las que creyó reconocer algún tipo de proyecto, quizá el bosquejo de un edificio, aunque no estaba segura. Al oír al capitán Farrow decir: «¡Les presento mi nuevo modelo de motor!», de pronto supo que lo que estaba enseñando a sus invitados eran los planos de su nuevo barco de vapor.
—La gente no quiere esperar semanas para tener noticias de sus seres queridos que se han quedado en casa —les estaba diciendo—. ¡Imaginen con qué rapidez las recibirían!
Theresa sonrió. El capitán Farrow estaba repitiendo lo mismo que ella le había dicho unos meses atrás, casi palabra por palabra.
—¡Y no me refiero solo al correo, caballeros! —continuó. Se dirigió hacia la vitrina en la que guardaba varios licores y un juego de copas de cristal. Se había quitado el sombrero, pero su atuendo era formal, de lino blanco. Theresa no pudo evitar fijarse en que sacaba una cabeza a cualquiera de los presentes y que, de todos, era el que poseía la figura más esbelta—. ¡También debemos pensar en cifras de pasajeros! Hemos de atraer a más gente, conseguir que los viajes por mar sean más agradables, incluso placenteros. Mi nuevo barco tendrá un motor de «arpa», colocado en horizontal para que quede por debajo de la línea de flotación. Este tipo de motor ocupa menos, lo cual deja más espacio libre para los pasajeros.
—Es una inversión muy importante, Farrow —dijo uno de los presentes, el presidente del Banco de Honolulú, si Theresa no estaba equivocada.
Robert Farrow regresó junto al escritorio con el decantador y varias copas.
—Sé perfectamente quiénes son mis oponentes…
—¡Lo mismo digo! —declaró uno de los presentes al ver a la hermana Theresa en la puerta.
—¡Santo Dios! —exclamó otro al darse la vuelta.
Sin embargo, cuando el capitán Farrow la vio una sonrisa irresistible se materializó en su rostro, y a Theresa el corazón le dio un vuelco. Se apartó de sus invitados y se dirigió hacia ella con las manos extendidas, olvidando que las de Theresa estaban ocultas bajo las mangas del hábito.
—¿Dónde se había metido, hermana? ¡La hemos echado de menos!
—El Señor nos ha bendecido con mucho trabajo —respondió ella, aunque el trabajo al que se refería era cuidar del huerto de plantas medicinales y preparar lociones, tónicos y polvos. Tras la primera oleada, hacía ya algunos meses, el número de pacientes había disminuido notablemente. De hecho, el convento tenía problemas para mantenerse.
—¿A qué debemos el honor de su visita?
—He venido a devolverle su libro. Me temo que lo he tenido demasiado tiempo.
Uno de los caballeros carraspeó, quizá con demasiada fuerza, pensó Theresa. El capitán Farrow la sujetó por el brazo y se inclinó hacia ella.
—Me vendría bien tomar un poco el aire —le dijo, y la guio hacia las puertas francesas que daban al jardín.
En el año escaso que llevaba en Honolulú Theresa había descubierto que el capitán Farrow era lo que se llamaba «un soltero codiciado» y que hasta la última viuda, solterona o madre con hijas en edad casadera le había echado el ojo (incluso algunas casadas, por lo que se decía). La señorita Carter, la institutriz, seguía mirándolo con ojos de cervatillo, pero en las últimas semanas su actitud hacia Theresa se había calmado, quizá porque ya se había dado cuenta de que una religiosa no suponía un peligro.
Robert cogió dos copas de ponche de la bandeja de uno de los camareros, le dio una a ella y luego la llevó hasta el otro extremo del jardín, donde se refugiaron a la sombra de un baniano.
—¿Quiere que le traiga algo para comer? —le preguntó—. La cocinera se ha superado a si misma con un asado delicioso de ternera. ¿Le apetece más un postre?
A Theresa le habría encantado servirse ella misma un plato del delicioso bufet. Cada vez que el viento traía consigo algún olor no podía evitar que le rugiera el estómago. Por desgracia, dada la escasez de recursos del convento sus hermanas se acostarían esa misma noche sin cenar… ¿Cómo iba ella a probar un solo bocado?
—No tengo hambre, gracias —respondió.
—¿Qué noticias tiene de su familia? —preguntó el capitán, que estaba apoyado en el tronco del árbol y disfrutaba de aquel respiro tras pasar varias horas desempeñando el papel de anfitrión.
—Mi hermana pequeña no deja de crecer, está sana y, según mi madre, es muy bonita, y mi hermano Eli está a punto de ir a la universidad. Mi padre no se conformará con ninguna que no sea la de Harvard, aunque a mi madre le preocupan los cinco mil kilómetros de distancia y el hecho de que haya estallado la guerra. Eli ha expresado su deseo de alistarse en el ejército de la Unión, pero mi padre se lo ha impedido. ¿Y su hijo, capitán Farrow? ¿Cómo está?
—Jamie ha ido a pasar unos días a Waialua, al rancho de Peter. Su salud siempre mejora cuando visita a su primo Reese. Creo que es por la influencia de los nativos. A mi hermano le gusta rodearse de los isleños y suele contratarlos. Jamie y Reese, y Peter también, pasan mucho tiempo en la aldea.
De pronto apareció Mahina cruzando el jardín con sus extraños andares, ataviada con un muumuu amarillo. Saludó con un aloha! a Theresa al tiempo que la rodeaba con sus enormes brazos.
—¿Dónde estado tú? —le preguntó—. ¡Mahina hace muchos meses que no ve pequeña Keleka! —Antes de que Theresa pudiera responder, añadió—: ¿Dónde tu hale? ¿Dónde tu casa? Keleka no viene, ¡Mahina va a hale de Keleka!
—Nuestra casa está en la esquina de Fort Street con Beretrania.
Mahina frunció el ceño.
—¿Nuestra? ¿Tú tiene marido?
—No en el sentido que usted cree. Vivo con mis hermanas.
—Yo voy. Tú enseña.
—¿Ahora?
El capitán Farrow sonrió.
—Mahina es muy impulsiva. Y cuando un ali’i es impulsivo no se le puede llevar la contraria. Quédese el libro, hermana, y reléalo. La segunda vez es casi mejor que la primera. Y recuerde: no sea una extranjera entre nosotros.
Mientras acompañaba a Mahina hacia la calle se dio la vuelta para despedirse de Emily Farrow y se descubrió nuevamente objeto de una de las miradas directas y un tanto tétricas del doctor Simon Edgeware.
Mahina no dejó de hablar un segundo mientras avanzaban por King Street. La gente saludaba con respeto a la nativa y a Theresa le dedicaban una mirada de extrañeza. Formaban una pareja curiosa: una monja católica con un hábito blanco y negro junto a una conocida sabia hawaiana ataviada con un estridente muumuu amarillo.
Al llegar al convento llevó a Mahina al pequeño salón, donde la señora Jackson enceraba el suelo. La pobre se puso colorada al ver a la recién llegada y la recibió con mucha humildad.
—¿Quién vive aquí? —preguntó Mahina mirando a su alrededor.
—Solo las hermanas.
La hawaiana enarcó las cejas.
—¿No hombres?
—Los hombres tienen prohibida la entrada.
—Kapu?
—Supongo que podríamos llamarlo así.
Mahina sonrió mientras asentía.
—Casa de hombres y casa de mujeres.
Al parecer aquella división por sexos le pareció bien. Tenía edad suficiente para recordar los días en que había que respetar las leyes kapu y la población adoraba ídolos de piedra. Theresa se preguntó si quizá en la aldea de su tío, en Wailaka, seguían practicando las viejas costumbres.
—Enséñame iglesia.
Theresa la guio calle abajo hasta la puerta principal de la catedral. No había misa a aquella hora. Dentro no hada tanto calor y los colores de las vidrieras se proyectaban sobre el suelo de mármol.
Los ojos redondos de Mahina no perdían detalle.
—No como otra iglesia haole. Allí no flores, no fuego, no dioses.
—El «fuego» es en realidad incienso y aquellas figuras de allí no son dioses, Mahina, son solo estatuas. Aquella es la Virgen María, la madre de Jesucristo. Y aquel es José…
—¿Virgen y madre? —Casi gritó Mahina, y su voz se propagó por toda la catedral—. ¿Cómo ser posible?
Theresa intentó explicárselo, pero Mahina ya se había fijado en el crucifijo que había sobre el altar.
—¡Pobre hombre sangrando que cuelga de madero! ¿Cree en sacrificio humano como kanaka?
—Esto es distinto, Mahina. Jesucristo se sacrificó por propia voluntad.
Justo en aquel momento vio al padre Halloran observándolas desde la puerta de la sacristía y, ante la expresión de su rostro, se preguntó si estaba enfadado porque había llevado allí a Mahina y si estaba a punto de recibir una reprimenda.
Mahina le dio las gracias por mostrarle dónde hacía su vida y se marchó. Cuando aún no había salido de la catedral Theresa vio que el padre Halloran se dirigía hacia ella por el pasillo central con el semblante serio.
—Puedo explicárselo… —balbuceó, pero el sacerdote levantó una mano y la interrumpió.
—Desde que llegué a las islas, hermana Theresa, he rezado por las almas perdidas de los nativos que no aceptan a Jesucristo como su Señor y Salvador. Es algo que siempre me ha afectado mucho, un problema para el que de momento no he encontrado solución. ¿Cómo podemos, como buenos católicos, vivir nuestra vida y ser felices mientras a escasos cinco kilómetros de aquí hay una guarida de adoradores del demonio, un bosque oscuro y repleto de promiscuidad y de pecados inimaginables? El jefe Kekoa ostenta el poder sobre las familias que viven en esa aldea y las obliga a vivir según las prácticas satánicas del pasado. ¡No sabe el dolor que me ha provocado todo este tiempo saber de su existencia y no poder hacer nada para ayudarlos! Pero ahora, hermana Theresa, usted me ha traído la solución hasta la puerta de nuestra casa.
—¿De veras?
—Mahina es muy influyente entre los hawaianos no cristianizados. Y el jefe Kekoa es su tío. Es posible que usted sea su salvación, hermana Theresa, puede guiarlos hacia la luz del Señor.
—Pero…
—La escucharán porque es amiga de la familia del nieto de Mahina, Jamie Farrow. Y sé que el capitán, su padre, le está muy agradecido por haber curado al niño de la inflamación de estómago que sufría. La animo a que cultive esa relación, hermana. Visite la casa de los Farrow. Hágase amiga de Mahina y háblele del Evangelio.
No creía que aquella táctica tuviera éxito; aun así, prometió al padre Halloran que haría todo lo que estuviera en su mano mientras por dentro estaba encantada porque podría visitar de nuevo la casa de los Farrow.
A la hermana Theresa le sorprendió recibir una nota del señor Klausner, a quien había conocido en la fiesta en el jardín de los Farrow, en la que le rogaba que visitara a su esposa.
Una vez conseguido el permiso de la madre Agnes para salir del convento, la hermana Verónica se reunió con ella en el salón y le preguntó si podía acompañarla. Ahora que por fin la gente se había acostumbrado a su presencia, la regla de ir de dos en dos ya no era estricta.
—Me encantaría ver cómo viven los Klausner —dijo Verónica con su habitual entusiasmo—. Son tan ricos que seguro que tienen cosas preciosas en casa. Y la señora Klausner debe de vestir a la última.
—Pero no sé para qué necesitan de mi presencia, hermana. Para tomar el té seguro que no.
Verónica cogió a su compañera de la mano y se la apretó.
—Por favor… Debo ir con usted sea como sea.
La madre Agnes les dio permiso, así que partieron enseguida a pie. La hermana Verónica no dejó de hablar en todo el trayecto. La residencia de los Klausner era una hermosa casa de dos plantas de Nu’uanu Road, frente a cuya puerta el señor Klausner las recibió muy alterado.
—Gracias por venir, hermanas. Mi esposa está gravemente enferma, no sabemos qué le ocurre. Por favor, ayúdenla. Ya sé que no son médicos, pero ¡es que mi Gretchen los echa a todos! —Podían oír los alaridos de dolor de la pobre mujer desde la planta de arriba—. Está histérica —dijo el señor Klausner retorciéndose las manos—. Tiene, ¿cómo se dice? Tiene bulto enorme en el bajo vientre… y ahora ha empezado a sangrar. Está tan asustada que ha echado a tres doctores. No permite que la toquen. Está decidida a morirse. Mi hijo, el que vive en Hilo, ha venido con su esposa. Estamos todos muy preocupados. No sabíamos qué hacer hasta que me he acordado de las buenas hermanas. Quizá Gretchen sí les haga caso a ustedes.
—¿Qué edad tiene su esposa, señor Klausner?
—Le falta poco para cumplir sesenta años, pero siempre ha tenido una salud de hierro, hasta ayer. ¡De repente, los dolores y la sangre!
—Pero ¿no ha visto a nadie por ese bulto?
—Mi esposa es, ¿cómo se dice?, muy rolliza.
—Entiendo —replicó la hermana Theresa—. Será mejor que vayamos a verla. Le sugiero a usted y a su familia que dediquen este rato a rezar.
Mientras subían la escalera la hermana Verónica miró a su compañera, visiblemente afectada.
—Si es cierto que tiene un bulto en el bajo vientre, no hay nada que nosotras podamos hacer —dijo en voz baja—, sobre todo si, como parece, sangra. Eso es señal de que el tumor está muy extendido y que probablemente se está muriendo.
—En ese caso, le daremos algo para el dolor y rezaremos con ella.
Encontraron a la señora Klausner en la cama, gritando a las dos doncellas que intentaban alisar las sábanas arrugadas sobre las que descansaba. Tal como su esposo había dicho, era una mujer bastante corpulenta. Tenía el rostro colorado y cubierto de sudor, y el cabello, ya cano, le asomaba por debajo del gorro de dormir.
Theresa y Verónica se acercaron a la cama y, para su sorpresa, su sola presencia bastó para calmar a la señora Klausner.
—Ustedes son las nuevas hermanas —consiguió decir entre jadeos— de la iglesia católica. He oído hablar de ustedes. Por favor, ayúdenme.
—Hágalo usted, hermana Theresa —susurró Verónica—. Se le da mucho mejor que a mí.
La señora Klausner estaba muy gorda, pero Theresa le palpó el vientre y enseguida encontró el bulto. Se disponía a anunciar que lo único que podían hacer era ayudarla a que estuviera más cómoda cuando, de pronto, notó que algo se movía en la barriga de la mujer. Sacó el estetoscopio, se lo puso sobre el vientre y escuchó. Al detectar un segundo latido, este más débil pero acelerado, se volvió hacia su compañera.
—La señora Klausner no tiene un tumor —susurró a Verónica—, ¡está de parto!
Nada más oír que estaba embarazada la señora Klausner abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Un bebé? Soy demasiado mayor, ¿no? Cuando dejé de tener el período pensé que ya se había terminado.
—No se preocupe, querida —dijo Theresa—, le buscaremos un buen doctor. Todo irá bien.
—No, no —protestó ella, y se cogió a su mano con una fuerza sorprendente—. Por favor, son sirvientas de Dios. Sé que Él está aquí porque ustedes están aquí.
—En ese caso, haremos lo que podamos.
La hermana Verónica estaba preocupada.
—Hermana, ¿qué vamos a hacer? Nadie nos ha enseñado a traer un bebé al mundo.
—Rezaremos y pediremos al Señor que guíe nuestras manos.
—¡Rápido! —exclamó la señora Klausner.
Se recogieron los velos a toda prisa, se protegieron las mangas del hábito y por último se pusieron los delantales blancos. Entre muecas de dolor, la señora Klausner les dijo que pidieran a la cocinera que pusiera bastante agua a hervir.
—Necesitarán toallas, hilo, tijeras. ¡Y yo necesito un buen trago de schnapps!
Enviaron a la doncella a buscar todo lo que precisaban y luego se lavaron las manos con jabón carbólico. La señora Klausner gritó con todas sus fuerzas y, antes de que pudieran prepararse debidamente, una nueva vida llegó al mundo, la gloria de Dios hecha carne y hueso ante sus propios ojos. Theresa y Verónica lloraron de emoción y rieron con la señora Klausner, que también lloraba y reía, todo al mismo tiempo. Acababa de ser madre de una niña y era inmensamente feliz.
—¡No lo sabía! —exclamó mientras sus lágrimas caían en la cabeza de la recién nacida como agua bautismal—. Mis hijos ya son mayores y apenas los veo, pero ahora tengo a este angelito. No saben cómo se lo agradezco, hermanas. —Levantó la mirada hacia ellas—. Les hablaré a todas mis amigas de ustedes. Son como yo, no les gustan los médicos que no entienden los achaques femeninos. Son ustedes un regalo divino.
La dejaron sola para que pudiera descansar y fueron a la planta baja, donde un emocionado señor Klausner las abrazó, alabó sus nombres y su trabajo, y les aseguró que hablaría de sus servicios tanto a sus amigos como a sus clientes. Les entregó un puñado de monedas de oro y les prometió que, a partir de aquel día, disfrutarían de descuentos especiales en su tienda.
Mientras se despedían frente a la puerta principal vieron que se acercaba un caballero con sombrero de copa y un maletín negro en la mano. Era el doctor Edgeware.
—Mein Gott! —exclamó el señor Klausner al verlo—. Mi hijo insistió en traer a otro médico, al mejor de todo Honolulú, dijo. Ya no necesitamos sus servicios, herr doctor —informó al recién llegado—. La hermana Theresa ha hecho un trabajo maravilloso. ¡A partir de ahora ella se ocupará de mi Gretchen!
Al cruzarse con el doctor en el camino de piedra que llevaba a la casa, Theresa lo saludó con una sonrisa y él le devolvió una mirada tan cargada de repugnancia y odio que un escalofrío le recorrió el cuerpo. Recordó la que le había dedicado en el jardín del capitán Farrow y supo que sus hermanas y ella acababan de granjearse su primer enemigo en las islas.
Era octubre, el mes al que los nativos llamaban ’íkuwa y que marcaba el fin del verano en las islas y el inicio del invierno. Los hawaianos celebraban el Makahiki y, a pesar de que muchos de los rituales asociados con aquel momento de transición habían sido prohibidos, otras costumbres, como los festines, deslizarse sobre las olas sobre las tablas y la algarabía en general, seguían vigentes. Mahina invitó a la hermana Theresa a la celebración que iba a tener lugar cerca de la aldea de Wailaka, a los pies de las montañas cubiertas de niebla. La madre Agnes le dio permiso para ir, no sin antes dejar bien claro que aquello era idea del padre Halloran, no suya. El sacerdote quería que Theresa asistiera para contarle luego todo lo que había visto.
—Así sabremos a qué nos enfrentamos —le dijo—. Si queremos convencer a la obstinada familia del jefe Kekoa para que acepte la palabra del Señor, antes tendremos que aprender sus costumbres y, acto seguido, dar con el mejor método para combatirlas.
El capitán Robert estaba unido a la familia del jefe Kekoa a través de su difunta esposa, por lo que también había sido invitado. Así pues, recorrió con Theresa los escasos cinco kilómetros que los separaban de la aldea, él llevando las riendas del coche de caballos y ella sentada a su lado.
Siguieron la amplia carretera que salía de la ciudad y ascendía por el valle de Nu’uanu hacia las montañas, y se maravillaron con el colorido espectáculo que el sol proyectaba sobre las cimas y el verde intenso del valle en el que la lluvia, el sol y los arcoíris se alternaban continuamente.
—¿Ha oído hablar del telégrafo, hermana? —preguntó el capitán Farrow para romper el silencio—. ¡Hace apenas unas semanas que se ha completado el primer sistema intercontinental! Abarca toda Norteamérica y conecta el este de Estados Unidos con California a través de Salt Lake City. El primer telegrama lo ha enviado Brigham Young, el gobernador de Utah, y decía: «Utah no se ha separado de la Federación, sino que sigue siendo fiel a la Constitución y a las leyes de este nuestro país, que un día fue feliz». ¿Se lo imagina, hermana? ¡En cuestión de minutos, una noticia puede recorrer hasta tres mil kilómetros! —Estaban acercándose al punto en el que la carretera de Nu’uanu se convertía en el camino que llevaba hasta la aldea de Mahina—. El palacio de verano de la reina Emma está allí arriba, cerca del paso.
—Cuántos arcoíris —dijo Theresa empapándose de verdes desfiladeros y las montañas coronadas por la bruma—. ¡Mire, hay tres al mismo tiempo en el valle!
—Es posible ver arcoíris en la luna, ¿lo sabía? En las noches de luna llena, puede contemplarla a través de un arcoíris.
—Vaya, me encantaría verlo.
—También debería subir al Pali. No hay mejores vistas en todo el mundo.
—¿Qué es el Pali?
—Es un paso de montaña que conecta los dos lados de la isla. Desde aquí no es visible, pero está repleto de historias y leyendas. Dicen que hay una mo′o wahine, una mujer lagarto, que merodea por allí y adopta la forma de una hermosa fémina que atrae a los hombres hacia los acantilados.
Theresa contempló la niebla siempre en movimiento, subiendo, bajando y colgando de lo alto de los desfiladeros y sobre las simas. Un arcoíris unía dos despeñaderos muy profundos y otro desplegaba sus colores bastante cerca de ellos.
—En el Nu’uanu Pali se produjo la batalla más famosa de toda la historia de Hawái. Era 1795 y Kamehameha el Grande había partido desde Hawái, su isla natal, con un ejército de diez mil hombres para conquistar Oahu. Más arriba, en el valle de Nu’uanu, los defensores de Oahu no tuvieron más remedio que retroceder hacia el valle y acabaron atrapados por encima del Pali. El ejército de Kamehameha lanzó a cientos de ellos desde lo alto de los despeñaderos.
Theresa intentó no imaginar aquel fatídico día de 1795 y cambió de tema.
—¿Cómo está su madre, capitán Farrow? En la fiesta la vi muy recuperada.
Robert la miró.
—La valeriana ha dejado de funcionar, vuelve a sufrir de insomnio. El doctor Edgeware le está dando unos polvos para dormir, pero me gustaría conocer también su opinión, hermana. Estoy seguro de que al doctor no le importará que visite usted a mi madre para ir comprobando su estado.
Theresa sabía que a Simon Edgeware su presencia no solo le resultaría molesta, sino incluso ofensiva, pero a ella lo único que le preocupaba era la salud de la señora Farrow. Estaba convencida de que podían encontrar un equilibrio más llevadero entre los períodos de histeria y los de sosiego, lo cual siempre era una opción mejor que recurrir a las drogas.
Finalmente llegaron a una vasta extensión cubierta de campos de ñame. Mientras la atravesaban Theresa vio la aldea, una agrupación de cabañas de ramaje con fuegos imu en el centro, grandes ídolos en forma de criaturas terribles y pabellones que no eran más que unos cuantos palos sosteniendo un tejado de hierba.
El capitán Farrow detuvo la carreta y observó el pequeño asentamiento, que parecía desierto.
—Mi esposa, Leilani, nació en esta aldea —dijo—, así que toda esta gente que era su familia, lo que queda de ella, es también la mía. —Guardó silencio un instante, luego se volvió hacia Theresa y le explicó—: Muchos murieron de varicela, como Leilani. Procuro hacer todo lo que puedo por ellos. —Sonrió—. Pero el jefe Kekoa es un hombre orgulloso y se niega a aceptar caridad. —Mientras el caballo mordisqueaba la hierba del suelo el capitán permaneció inmóvil, con las riendas en la mano—. Está solo. Su esposa y sus hijos fallecieron durante la epidemia.
»Cuando estalló el brote las autoridades reunieron a los infectados y los pusieron en cuarentena en un pabellón improvisado en Playa Kuhio, pero ignoraban que nadar es uno de los métodos curativos más tradicionales entre los nativos. Aquí es costumbre llevar a los enfermos hasta las lagunas para tratarlos con sus aguas. Las autoridades hicieron caso omiso del tormento de la fiebre y los picores de la varicela. No sospecharon siquiera que, en cuanto se hacía de noche, la gente se adentraba en el mar para aliviar los síntomas de la enfermedad y curarla. Tampoco tuvieron en cuenta que se había formado una tormenta y que las aguas estaban turbias. Había olas de más de cuatro metros y fuertes corrientes submarinas. Leilani no tenía la varicela, estaba conmigo en casa. Jamie tenía cinco años. Pero nada más saber que los suyos estaban en cuarentena fue a cuidar de ellos. Cuando entraron en el agua ella corrió tras ellos, ella y muchos otros, para intentar rescatarlos. Más de mil personas murieron aquella noche, incluida mi esposa.
Theresa no sabía qué decir ante aquella historia tan terrible.
—Lo siento —fue lo único que acertó a murmurar.
No entraron en la aldea, sino que siguieron adelante hasta que el camino se acabó bruscamente frente a un muro de árboles. Se apearon del carruaje y recorrieron el resto del trayecto a pie.
—Confío en que será usted discreta, hermana —le dijo el capitán—. Lo que va a presenciar esta noche está prohibido por ley. En su afán por demostrar al resto del mundo que los hawaianos ya no son salvajes, la familia real ha ilegalizado ciertos rituales. Las autoridades están deseando descubrir a qué se dedica el jefe Kekoa y, sobre todo, dónde. El lugar al que la llevo es un secreto muy bien guardado. Si la policía lo descubriera, se presentarían aquí, se llevarían a Kekoa encadenado y lo meterían en la cárcel.
—No tenía ni idea —dijo ella, emocionada y asustada a partes iguales, a pesar de lo cual dio su palabra al capitán Farrow de que no comentaría con nadie lo que presenciara aquella noche.
Era la primera vez que pisaba aquella zona tan frondosa de Honolulú, pero a menudo se preguntaba qué misterios se ocultaban allí. Avanzó con sumo cuidado sobre aquel suelo cubierto de hierba alta, musgo y plantas enredaderas. Los árboles eran tan frondosos que no se veía el cielo. El capitán aguantaba las ramas con su cuerpo para que ella pudiera pasar sin rasgarse el velo y, por primera vez, Theresa comprendió por qué era más práctico llevar poca ropa en aquel entorno tan hostil.
Antes de llegar a su destino percibió el olor de un cerdo asado y supo que el animal había sido enterrado hacía horas y que en breve lo sacarían para darse un buen festín a su costa. También oyó risas y vio, a través de los árboles, las llamas parpadeantes de las antorchas. La noche se acercaba y, cuando cayera sobre ellos, los engulliría una oscuridad absoluta.
Nunca se había alejado tanto de la civilización, ni siquiera en Oregón, donde jamás perdía de vista la cabaña.
Cuando llegaron al claro la gente de Mahina ya estaba reunida y muy emocionada ante la celebración.
—Esta arboleda está dedicada a Laka, la diosa del hula —le explicó el capitán Farrow—. El manantial es sagrado y solo se puede beber su agua durante ciertos rituales. De lo contrario, es kapu.
Una joven se acercó a ellos, los recibió con un aloha y pasó un lei alrededor del cuello de Theresa, que no se lo quitó para no ofenderla. También intentó no mirar fijamente a la muchacha, que solo vestía un pareo de tapa alrededor de la cintura. La mayoría de las mujeres tenían los pechos al aire, aunque las de mayor edad, incluida Mahina, se cubrían con muumuus.
La llevaron a conocer a su líder del que tanto había oído hablar, el legendario jefe Kekoa, tío de Mahina. Era un hombre muy alto y corpulento, como su padre, el jefe Holokai, quien años atrás se había hecho amigo del reverendo Stone y de su esposa Emily; un noble de aspecto imponente con el cabello, blanco y muy corto, decorado con hojas de ti. Alrededor del grueso cuello lucía una gargantilla vegetal, y en las muñecas y los tobillos, pulseras a juego. Sobre su pecho desnudo Theresa vio un collar de dientes de tiburón. Se cubría con un pareo de tapa marrón y portaba un bastón alto rematado en una flor. Un cordón tejido con plumas amarillas le rodeaba la cintura, símbolo de su gran autoridad. Tenía la piel oscura y brillante como el bronce a la luz de las antorchas, la frente despejada y una mirada penetrante.
Durante el trayecto el capitán Farrow le había explicado que Kekoa era un ali’i de los linajes más puros de la isla y, además, un kahuna kilo ’ouli, un intérprete de personalidades.
—Fue instruido desde muy pequeño en el arte de «leer» a la gente. Le puede parecer que solo la está mirando, pero sus ojos se fijan en miles de detalles, los analizan, deciden cuáles son importantes y cuáles no, luego extrae conclusiones sobre usted y, al final, resume su personalidad a la perfección. Se le da muy bien.
Theresa esperó en silencio mientras el jefe la escudriñaba de arriba abajo. Se preguntó qué se suponía que podía ver en ella cuando la única parte de su cuerpo visible era su cara.
Observó la arboleda que se extendía a su alrededor, los hombres con sus exiguos taparrabos y las mujeres con los pechos desnudos, y luego dirigió la mirada hacia el altar, una enorme piedra plana dispuesta sobre tres tocones. Estaba cubierto de hojas verdes y, sobre ellas, se erigía una piedra con forma de falo envuelta con collares de conchas y leis recién hechos. Theresa pensó en los hawaianos que había visto en la fiesta del capitán Farrow, en la gente que se había casado con norteamericanos o con ingleses, que sabían qué tenedor usar para la carne o para el pescado, que se habían convertido al cristianismo y habían aceptado aquel mundo nuevo con la forma de vida que implicaba. En cambio, para el jefe Kekoa y los suyos era como si el tiempo se hubiera detenido. Seguían anclados en 1777 y el capitán Cook aún no había traído consigo el mundo occidental hasta el archipiélago.
El jefe Kekoa la sacó de sus ensoñaciones con una pregunta que el capitán Farrow tradujo.
—Quiere saber en qué mes nació.
Theresa respondió, y Robert volvió a hacer de intérprete. El jefe Kekoa le hacia otra pregunta:
—¿Cómo era la casa en la que nació?
Tras esta formuló algunas más, a cuál más desconcertante, hasta que Robert dijo:
—Quiere saber si su dios le habla.
Theresa dudó un instante. No sabía qué responder.
De pronto el jefe sonrió de oreja a oreja, cogió a la monja por los hombros y acercó su rostro, ancho y oscuro, al de ella para luego apretarle la nariz con la suya, primero a un lado, luego al otro.
—Aloha —dijo con la misma intensidad que Mahina, no como un simple formalismo sino como un deseo que nada en su corazón, una palabra pronunciada desde lo más hondo, arrastrando la sílaba central, cargándola de emoción.
—Ha impresionado al viejo Kekoa —le dijo Robert mientras se dirigían a su sitio—. La ha nombrado kama’aina, que significa «hija de la tierra». Al pasar por el centro del claro Theresa vio en el suelo la piedra grande, lisa y repleta de grabados que lo cubría.
—Se llaman petroglifos —le explicó el capitán—. Son tan antiguos que nadie sabe quién los hizo, pero son sagrados para los hawaianos, por lo que los encargados de cuidar esta arboleda se aseguran de que esta vieja placa de lava siempre esté libre de hierbas y de suciedad.
—¿Qué representan?
Theresa se inclinó para observarlos con más detenimiento; para ella no tenían sentido alguno, lo único que veía era una maraña de líneas y círculos.
—Será mejor que no los mire —dijo el capitán Farrow, y la cogió del brazo.
Pero justo cuando Theresa iba a darse la vuelta las imágenes cobraron sentido. Eran seres humanos, representados de una forma muy primitiva, sí, pero no por ello menos reconocibles. Siguió observando las marcas y empezó a diferenciar a los hombres de las mujeres hasta que, de repente…
Ahogó una exclamación de sorpresa y se incorporó. El capitán Farrow carraspeó, visiblemente incómodo, y la alejó de aquellas imágenes que solo podían ser representaciones gráficas de actos sexuales. Se distinguían a la perfección los miembros erectos de las figuras masculinas y las piernas abiertas de las mujeres. ¿Qué clase de arboleda era aquella?
Y ¿qué clase de ritual estaba a punto de dar comienzo?
Los presentes tomaron asiento, separados por sexos, alrededor del claro formando un circulo. Theresa ocupó un puesto junto a Mahina y, mientras las otras mujeres se sentaban directamente en el suelo, a ella le dieron un tronco para que estuviera más cómoda. Un cuenco de coco lleno de zumo de ti fermentado fue pasando de mano en mano para que todos pudieran beber de él. Apenas dieron un trago cada uno, por lo que Theresa imaginó que era como el vino de la comunión, pensado para evidenciar el carácter sagrado del ritual. A fin de mostrar respeto por sus anfitriones, tomó un sorbo y tuvo que reprimir un acceso de tos.
Mientras esperaban pensó en el fenómeno del que el capitán Farrow le había hablado, los arcoíris en la luna, y deseó con todas sus fuerzas poder ver aquel espectáculo con sus propios ojos. Sin embargo, a pesar de que el viento arrastraba la niebla de las montañas y la noche era cálida y húmeda, cuando levantó la vista al cielo no vio ningún arcoíris nocturno. La luna era un círculo blanco e imperturbable.
Miró a Robert, frente a ella, riéndose con los nativos que tenía a ambos lados. Era un hombre muy atractivo, un occidental ataviado con levita y camisa blancas, pantalones de lino y botas. El contraste con aquellos isleños que iban prácticamente desnudos resultaba evidente. No obstante, a Theresa no le molestaba la ausencia de ropa de los nativos, puesto que su atuendo parecía el más natural en aquel paraíso en el que Adán y Eva se habrían sentido como en casa. De hecho, por un momento envidió a aquellas gentes de espíritu libre que se encontraban cómodos en su desnudez, se reían a carcajadas cuando les apetecía y comían y bebían sin tener que preocuparse por si la taza repiqueteaba sobre su plato. ¡Ojalá pudiera quitarse los zapatos y correr descalza como ellos!
Tenía ganas de presenciar el espectáculo. Al saber que Mahina la había invitado, el capitán Farrow le había advertido que quizá lo que viera no sería de su agrado, pero Theresa ya había presenciado un hula antes. Cuando la ley lo permitía (siempre como un divertimento, nunca por motivos religiosos), había disfrutado de aquella danza que las jóvenes llevaban a cabo ataviadas con sus muumuus y había aplaudido la delicadeza con la que movían las manos y los brazos.
Por fin la multitud guardó silencio. Un cantante levantó su voz mientras golpeaba una calabaza doble llamada ipu heke y las muchachas aparecieron desde un extremo del claro. Vestían faldas de hierba seca, muy cortas, y llevaban el pecho al descubierto. Por la forma en que movían las caderas y separaban las rodillas, aquel no era un hula normal.
—Mahina, ¿qué clase de ceremonia es esta? —preguntó Theresa.
—Para pedir dioses que bendigan a nosotros.
—¿Eso es todo?
—No, no. Bailamos para hacer bebés.
Theresa la miró fijamente.
—¿Es un ritual de fertilidad?
Mahina asintió con vehemencia.
—Tú mira. Hombres y mujeres hacen bebés esta noche.
—Pero no puedo…
No tuvo tiempo de marcharse, tal como era su obligación, ya que la otra mitad de los bailarines emergió de entre los árboles y la sorprendieron de tal manera que se quedó petrificada.
Hombres jóvenes, viriles y fuertes, sus cuerpos musculosos brillando bajo la luz de las antorchas, irrumpieron en el claro entre chillidos, saltando y pateando el suelo. Gritaban al unísono y se golpeaban el pecho y los brazos. En el rostro se habían pintado muecas aterradoras, y llevaban el resto del cuerpo cubierto de violentos trazos de color que se extendían por la espalda y el abdomen. La precisión de sus movimientos era impresionante, y ejecutaban cada paso con una sincronía casi perfecta. Realizaron acrobacias espectaculares, saltaban por el aire y se tiraban al suelo para luego levantarse sobre un pie o una mano, los músculos y las venas hinchados, la piel tensa, el sudor corriendo por sus cuerpos.
Cuando el tempo del tambor se fue acelerando y, con él, los cánticos, los hombres se tumbaron boca arriba en el suelo e hicieron subir y bajar la pelvis al ritmo de la música. Las muchachas se incorporaron de nuevo a la danza. Cada una escogió a un hombre, se colocó encima de él a horcajas y dobló las rodillas de modo que los bajos de la falda acariciaran la pelvis de su compañero. Las parejas hicieron rotar la cadera al unísono hasta crear la ilusión de que estaban sexualmente unidos.
Theresa sintió el ritmo de la percusión en la sangre, percibió el olor a tierra del bosque y sintió que el aire, cálido y húmedo, la envolvía. De pronto lo que estaba presenciando ya no se le antojó impactante, ni siquiera vio motivo para escandalizarse. Mientras observaba a los bailarines contoneándose frente a un fondo de árboles, protegidos por un dosel de ramas y hojas, bajo la luna y las estrellas, pensó que eran hijos de la naturaleza.
«Al igual que yo hace ya mucho tiempo…».
Un segundo después le faltaba el aire. Nunca había presenciado un acto tan primitivo como aquel. Se dijo a sí misma que no era más que una mera observadora, que no participaba del ritual. Sin embargo, el ritmo del tambor y los movimientos de los danzantes la llenaron de un extraño dolor, un anhelo que le era desconocido, y aquello la alarmó. Al otro lado del círculo los ojos del capitán Farrow estaban fijos en ella. Theresa notó un calor insoportable. Quería quitarse el velo y sentir la brisa nocturna sobre la piel. Era como si en cualquier momento fuera a hervirle la sangre.
De pronto los bailarines desaparecieron en el bosque, corriendo de dos en dos entre gritos y risas, para culminar el ritual en privado. El cerdo fue desenterrado, cortado en porciones y repartido entre los presentes sobre grandes hojas verdes.
Cuando Mahina le entregó su porción de carne Theresa no supo si aceptarla o no. Estaba hambrienta, tenía el estómago vacío, pero en el convento estaban pasando apreturas otra vez y las hermanas solo comían pan y sopa de nabo.
—¿No hambre? —preguntó Mahina al ver el modo en que miraba la carne que tenía entre las manos; la boca se le hacía agua—. Tú demasiado flaca. Come, Kika Keleka.
—Estoy bien, gracias —respondió Theresa, y se preguntó si sería una grosería guardarse la comida en los bolsillos y llevársela a sus hermanas.
Las gotas de sudor le resbalaban por la espalda. El latido de las islas retumbaba en su vientre mientras imaginaba a los antiguos dioses y diosas, a sus ancestrales guardianes, los ’amakua, a los espíritus del bosque reuniéndose alrededor del claro para mirar. De repente tuvo miedo, no del bosque o de los nativos, sino de sí misma. De la debilidad de la carne.
Robert la acompañó hasta la puerta del convento y esperó hasta que estuvo dentro. Las hermanas la rodearon inmediatamente.
—¡Estábamos muy preocupadas! Hemos rezado por usted, querida hermana.
Verónica no pudo contenerse y la abrazó.
—¡Yo nunca tendría el valor de adentrarme en la jungla y presenciar un rito salvaje!
Consciente de que las hermanas olerían enseguida el aroma del cerdo asado del banquete, impregnado en su hábito, Theresa metió las manos en los profundos bolsillos y sacó dos bultos envueltos con hojas grandes y verdes. En uno de ellos llevaba un trozo de cerdo; en el otro, un puñado de patatas asadas. Se las entregó a la madre Agnes, quien observó largamente el ofrecimiento antes de decir:
—Lo dividiré por la mañana.
—Háblenos del banquete —dijo Verónica cogida del brazo de Theresa—. Háblenos de todo lo que ha visto.
Pero la madre Agnes levantó una mano en alto.
—No vamos a escuchar historias de rituales paganos. Me basta con saber que los nativos se atiborran mientras otros pasan hambre.
—Pero eso no es… —protestó Theresa.
—¿Esta comida se la han dado los nativos para que nos la dé? —preguntó Agnes—. ¿Es un regalo de su parte o la ha traído escondida en los bolsillos?
—Lo siento, reverenda madre —se disculpó Theresa—. Pensé que le parecería bien.
—Ya nos las apañaremos —replicó Agnes con un suspiro.
—¿Qué es eso? —dijo de pronto la hermana Margaret mientras se dirigía hacia la ventana.
Oyeron voces y ruido de cascos de caballos que provenían de la calle.
—Es una carreta —dijo Margaret—. Se han detenido aquí delante. Y también hay nativos a caballo… ¡Están subiendo la escalera de la entrada!
La madre Agnes abrió la puerta y lo que vio la dejó boquiabierta. Unos cuantos hombres descargaban cestas de la carreta, se las entregaban a las mujeres y estas las subían por la escalera hasta la entrada.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Agnes.
Mahina se les acercó y sonrió.
—Esto para ti. ¿Llevamos adentro?
Perpleja, la madre Agnes se apartó para dejar entrar a las nativas, los ojos como platos al ver los boniatos y los plátanos, los huevos frescos, las pilas de pescado salado y los generosos trozos de cerdo asado. Traían incluso una cesta de mimbre con varias gallinas vivas, que cacareaban en señal de protesta.
—Tenemos mucha comida. Vosotras mucha hambre. Demasiado flacas.
Las hermanas observaron en silencio, conmocionadas, mientras las nativas entraban más y más cestas hasta llenar el recibidor con más comida de la que habían visto en años. Batatas y piñas, naranjas y mangos. Incluso tres crías de cerdo.
Las mujeres subieron la última cesta y regresaron junto a la carreta, pero Mahina permaneció junto a la puerta.
—¿Necesitar más comida? Tú dice a Mahina.
—Le damos las gracias por estos regalos —respondió la madre Agnes, la voz a punto de quebrársele—. Mahalo… Y que Dios la bendiga.
Mahina bajó la escalera con una sonrisa en los labios y, con la ayuda de tres hombres fornidos, se montó también en la carreta. El de ese día había sido un festín perfecto, pensó. Muchos hombres y mujeres haciendo niños. Muchas bendiciones de los dioses.
Y algo más, algo sorprendente que la hizo sonreír durante todo el trayecto de vuelta a la aldea. Últimamente se había estado planteando a quién podía enseñar las costumbres de los kanaka, a quién podía confiar los secretos de los hawaianos.
Aquella noche, por fin, los dioses habían hablado. El jefe Kekoa había llamado kama′aina a Kika Keleka: hija de la tierra. La hermana Theresa era la escogida.
Tras pasar la noche dando vueltas en la cama entre sueños inquietantes Theresa se despertó más confusa que nunca. Se sentía distinta, cambiada, pero no sabía por qué. Se bañó, se vistió con el hábito y rezó en la capilla con las demás hermanas. Con todo, había algo que ya no era lo mismo.
«El hula de la fertilidad…».
Seguía fascinada por el poder hipnótico de aquella danza. La energía de los bailarines. La pasión que el cantante ponía en cada nota. La alegría de los espectadores.
Pero había algo más. El jefe Kekoa, el intérprete de personalidades, haciéndole todo tipo de preguntas. Las había respondido todas menos una. Kekoa le había preguntado si su Dios hablaba con ella, y no le había contestado porque, sinceramente, no sabía la respuesta.
Mientras esperaba arrodillada en la capilla a que le tocara el turno en el confesionario, rodeada por los pecados y las faltas susurradas a través de la pesada cortina de terciopelo, meditó sobre la piedad y la devoción de sus hermanas. Todas parecían tener una fe sincera en Dios y en la religión. Ella había rehuido la pregunta de Kekoa que las demás monjas habrían respondido con un sincero «sí». Dios les hablaba. Siempre respondía a sus plegarias, habrían dicho.
¿Realmente creía en Dios o solo recitaba las oraciones que se sabía de memoria, sin sentimiento o pasión alguna? Al fin y al cabo, no eran más que palabras.
Sin embargo, cada vez que Verónica, Margaret y Agnes cantaban en la misa del domingo, uno podía sentir la alegría y el amor al Señor que desprendían sus voces, al igual que los bailarines del claro expresaban su alegría y su fe en los dioses ancestrales de su pueblo.
«No ingresé en la hermandad para servir a Jesús, sino para poder cuidar de los enfermos. Me he limitado a dejarme llevar».
Por primera vez se sorprendió al pensar lo diferente que era de las otras hermanas. Al ingresar en la orden se había limitado a dar un paso al frente, como quien subía a un escenario, para desempeñar su papel de postulante sin cuestionarse en ningún momento la naturaleza de su fe o los motivos que la habían llevado hasta allí.
Ahora, sin embargo, una pequeña parte de ella sabía que era una intrusa y que siempre lo sería. Sintió que alguien le tocaba el hombro. Era Verónica, que le indicaba que el confesionario estaba vacío. Theresa entró en el pequeño cubículo, se santiguó y esperó a que el padre Halloran abriera la ventanilla.
—Perdóname, Padre, porque he pecado. Hace una semana desde mi última confesión.
Él reconoció su voz.
—Buenos días, hermana, no sabe las ganas que tengo de oír sus experiencias de ayer por la noche. ¡Y he de decir que conseguir toda esa comida de los nativos es poco menos que un milagro! Alabado sea el Señor. Debería alabar a Mahina, pensó Theresa mientras se arrodillaba en aquel habitáculo claustrofóbico y asfixiante.
Recitó una lista de pecados y faltas que había cometido últimamente y luego se quedó callada. Era consciente de que tenía que confesar algo mucho más vergonzoso y no sabía por dónde empezar.
—Padre… —Por fin consiguió comenzar—. Siento una atracción indecorosa hacia un hombre. Cuando estoy con él, soy incapaz de controlar mis pensamientos.
—¿Se avergüenza de esos pensamientos?
—Sí, padre.
—¿Promete luchar contra ellos y no dejarse llevar por la tentación?
—Si —respondió Theresa, y luego preguntó—: ¿Sería mejor si intentara no estar cerca de él?
—Dios siembra nuestro camino de tentaciones para ponernos a prueba —respondió el padre Halloran para su sorpresa—. Al huir de ellas, decepcionamos al Señor puesto que le mostramos la debilidad de nuestro carácter y de nuestra fe. Debe enfrentarse a esa tentación, hija, como si fuera una prueba de Dios.
—Si, padre.
—¿Qué vio en el ritual de Wailaka?
La pregunta cogió a Theresa por sorpresa. El confesionario parecía un lugar extraño para hablar del tema.
—El hula, padre. No se atrevió a ser más explícita.
—¿Dónde se llevó a cabo el ritual? No se lo podía decir, el padre Halloran enviaría a las autoridades y ella había prometido al capitán Farrow que guardaría el secreto.
—No sé si sabría encontrarlo —respondió, lo cual no era del todo mentira.
—¿Cómo se llama ese sitio? Los hawaianos ponen nombre a todo. Un emplazamiento ceremonial tan importante como ese seguro que tiene nombre.
—No… no lo recuerdo.
—¿En qué distrito está al menos?
—No… no estoy segura.
—Está bien. Cuando la inviten otra vez, vaya. Memorice la localización, el nombre y cómo se llega. Como penitencia, cinco padrenuestros y cinco avemarías. Y ahora haga un buen acto de contrición.
Theresa juntó las manos y agachó la cabeza.
—Oh, Señor, siento haberte ofendido…
«Y, por favor, perdóname, Señor. La arboleda se llama Eia ka wai la, he Wai ola, e!, que significa “Aquí está el Agua de la Vida”. Está en el distrito de Wailaka, donde el valle de Nu’uanu se eleva…
»Y te ruego con toda mi alma que no consientas que Robert Farrow vuelva a pedirme que lo acompañe, porque le diré que sí, ay, sí…».