17
La hermana Theresa intentaba luchar contra los pensamientos impúdicos que la acosaban a todas horas.
No podía evitarlo. El capitán Farrow la perseguía en sueños. Se adueñaba de hasta la última de sus horas de vigilia. Cuando rezaba, su corazón caprichoso invocaba su voz, su sonrisa. En la calle, si pasaba junto a un hombre que fumaba los mismos puros que él, el corazón le daba un vuelco. Cada vez que tenía que llevar infusiones y tónicos a su casa sentía el deseo irrefrenable de correr hasta allí y, al mismo tiempo, de huir cuanto antes.
Volvió la vista atrás y recordó el día en que sus hermanas y ella habían esperado en el muelle para subir a bordo del Syren. De aquello hacía ya dos años y medio. Entonces Cosette le había preguntado: «¿Cómo lo va a hacer, chérie? He oído que las islas Sandwich están llenas de palmeras y de lagunas azules y que siempre brilla el sol. ¡Debe ser muy difícil tener los votos presentes en un paraíso así!».
Y Theresa, en su ingenuidad, le había respondido: «No habrá seducción posible allí. Además, estando en el paraíso seguro que es más fácil no olvidar los votos».
En esa incertidumbre se hallaba inmersa la mañana en que le tocó hacer la compra. Se detuvo antes de tomar King Street y observó el juego de luces y sombras, de brumas y arcoíris que se dibujaban sobre las escarpadas laderas de las montañas. Había pasado un año desde la noche en que había presenciado el ritual de fertilidad en la arboleda secreta de Wailaka, pero el latido y el ritmo de aquella danza aún corría por sus venas. Siguiendo las instrucciones del padre Halloran, continuó tendiendo puentes entre los Farrow y ella. Visitaba a menudo a Jamie y a la señora Farrow y les llevaba medicinas, infusiones y tónicos reconstituyentes. Y, aunque intentaba limitar sus visitas a las horas en las que el capitán Farrow no estaba en casa, lo veía a menudo y él siempre quería sentarse y hablar con ella. Llegó al extremo de obligarse a no pasar por delante de la casa a mediodía porque sabía que a esa hora el capitán Farrow estaría en la galería oteando el horizonte con su catalejo.
Fue precisamente un día que caminaba por el otro lado de la calle para evitar la casa del capitán Farrow cuando, viendo la intensidad con la que miraba a través del catalejo, se percató de la soledad que desprendía su figura. Se preguntó si era la única que había reparado en ello, puesto que la casa de Robert Farrow era un continuo ir y venir de amigos y socios, y rara vez estaba solo. Celebraba fiestas y veladas musicales, las mujeres iban de visita con sus hermanas o sus hijas casaderas y los políticos acudían a discutir las nuevas leyes o a hablar de la guerra en Estados Unidos. Aun así, a pesar de la sempiterna compañía, Theresa había advertido cierta soledad en él, como si compartiera el tiempo con sus visitantes e invitados pero solo en cuerpo, nunca en alma, y es que sus pensamientos y su corazón siempre estaban muy lejos. ¿Pensaba en Leilani? Por la noche, a solas en aquella casa enorme, ¿se servía una copa de whisky y se plantaba ante su retrato para recordar el escaso tiempo que habían pasado juntos? ¿Languidecía por ella? Theresa había oído los rumores que circulaban por Honolulú acerca de por qué no se había casado de nuevo siendo evidente que tenía que hacerlo. No estaba bien que un hombre de su posición y de su fortuna no tuviera una esposa. En cierto modo, resultaba un tanto… sospechoso.
Theresa, en cambio, lo entendía. Sabía que el corazón quería lo que quería y no se conformaba con menos.
Contempló la profunda uve que dibujaba el valle de Nu’uanu, donde los frondosos bosques ocultaban antiguos secretos. Allí, en las calles de Honolulú, se cerraban transacciones todos los días, el hombre blanco firmaba contratos y se congratulaba de sus éxitos, las campanas de la iglesia llamaban a misa de domingo a los cristianos de Hawái (ataviados con sus mejores galas, sombrillas y sombreros de copa incluidos) mientras no muy lejos de allí, a los pies de las montañas cubiertas de niebla, las transacciones eran de otro tipo, prohibidas, inimaginables. Los misioneros creían que los antiguos dioses habían abandonado las islas hacía cuarenta años. Pero no era cierto.
«Siguen aquí. Observando. Esperando…». Apartó la mirada del poder y la magnificencia del valle y concentró toda su atención en el recado que tenía entre manos.
Un año atrás las hermanas apenas atendían a pacientes en su domicilio; la comunidad católica era pequeña y no había demanda suficiente para mantener ocupadas a seis monjas enfermeras. Pero entonces el señor Klausner les había pedido que ayudaran a su esposa y esta se había mostrado tan agradecida que hizo correr la voz entre sus amistades. Pronto luteranos y episcopales empezaron a solicitar sus servicios y, cuando los congregacionalistas supieron que Emily Farrow era atendida por las Hermanas de la Buena Esperanza, bueno, les pareció recomendación más que suficiente, en especial a las mujeres porque no les gustaba acudir a los médicos, todos hombres. Así pues, las Hermanas de la Buena Esperanza no podían estar más ocupadas.
Solo había un boticario en Honolulú, un hombre llamado Gahrman, un tipo agradable de Pennsylvania de cuya compañía Theresa solía disfrutar. Cuando entró en la botica Gahrman estaba contando una historia al único cliente que había en ese momento, el doctor Edgeware.
—Así que el hombre acude a mí y resulta que está ciego desde hace veinte años y me pregunta si puedo hacer algo por él. Lo examino y le digo: «Sí, puedo devolverle la visión». Me paga y le doy un colirio que yo mismo preparo y el hombre se va con el ojo tapado e instrucciones de quitarse la venda al cabo de una semana, «Y entonces ya verá perfectamente», le digo. Pues verá, doctor, el tipo vuelve a la semana siguiente, entra en la botica como una exhalación y me exige que le devuelva el dinero. No solo eso, sino que quiere volver a ser ciego. Le pregunto qué le pasa, si acaso no está contento ahora que puede ver. Y me grita: «Me gusta volver a ver, sí… Pero ¡nadie me había dicho que mi mujer era tan fea!».
Mientras el boticario se reía a carcajadas de su propio chiste Theresa se acercó al mostrador y carraspeó discretamente para llamar su atención. Tanto él como el doctor la habían visto entrar, sabían que estaba esperando, pero el boticario seguía ignorándola.
—Disculpe, señor Gahrman —dijo—, necesito comprar calomelanos y raíz de ipecacuana.
—Debería haber una ley que prohíba transitar por las calles a ciertos especímenes antinaturales del género femenino —dijo el doctor Edgeware al boticario, de espaldas a Theresa.
—La había, ya sabe —respondió Gahrman. Theresa escuchaba estupefacta los comentarios de ambos—. Hace veintiún años, cuando todos los católicos fueron expulsados de las islas y se les prohibió poner un solo pie en nuestras costas.
El doctor Edgeware limpió una mota de polvo imaginaria del mostrador.
—Esa ley no debería haber desaparecido de los libros.
Theresa estuvo a punto de replicar, pero se mordió la lengua y guardó silencio mientras esperaba a que el señor Gahrman se percatara de su presencia.
El doctor Edgeware era un conocido anticatólico, también famoso por su soltería y su misoginia. Solía mandar cartas a los periódicos de Honolulú en las que no se molestaba en moderar sus opiniones: «Las mujeres son criaturas estúpidas, dadas a la histeria puesto que viven dominadas por su útero. Su único propósito en este mundo es uno: producir hijos. Aquellas que no pueden cumplir con su obligación han de ser tratadas con compasión, pero aquellas que se niegan a cumplirlo van contra la naturaleza y deben ser tratadas con desconfianza».
Edgeware había hecho circular una petición en la que se exigía que las Hermanas de la Buena Esperanza se recluyesen en su convento del mismo modo que las hermanas francesas no salían de su escuela. ¡Uno no se las encontraba rondando por Honolulú como mujeres de moral distraída!
—Disculpe —repitió Theresa, esa vez un poco más alto, aunque nuevamente la ignoraron. Tratando de contener la indignación dejó su bolsa de mano negra sobre el mostrador y dijo—: Señor Gahrman, si no le importa, necesito diez frascos de calomelanos y cinco de raíz de ipecacuana.
—No me quedan —replicó el boticario sin molestarse en levantar la mirada—. Estamos sin existencias.
Su actitud sorprendió a Theresa, porque el señor Gahrman siempre había sido muy amable con ella y con el resto de las hermanas. Lo más probable era que, ahora que el doctor Edgeware formaba parte del círculo próximo al rey Kamehameha, los hombres se vieran obligados a decantarse por un bando u otro, y era evidente que el boticario ya había hecho su elección.
—¿Cuándo volverá a tener?
—No lo sé.
Le dio las gracias y se encaminó a la puerta, pero antes de salir a la calle oyó decir al doctor Edgeware:
—Necesito calomelanos y raíz de ipecacuana.
—¡Por supuesto! Acabo de recibir un envío desde Boston —anunció el señor Gahrman en voz alta—. ¿Cuántos frascos quiere de cada, doctor?
A medida que se acercaba a la casa de los Farrow, la hermana Theresa no pudo evitar buscar al capitán tanto con la mirada como con el corazón mientras en su mente se agolpaban los problemas y las preocupaciones.
Hacía semanas que las hermanas no podían comprar suministros en la botica y ni la madre Agnes ni el padre Halloran habían conseguido recuperar la relación comercial con el señor Gahrman. Recurrir al obispo no sirvió de nada; también él se encontraba en una situación política delicada, intentando encontrar el equilibrio diplomático entre los políticos anticatólicos. Theresa tampoco podía pedir ayuda al capitán Farrow por temor a causarle problemas entre su propia gente.
Pero si el boticario seguía negándose a venderles sus productos, ¿qué podían hacer? Sin medicinas estaban desamparadas. Podían cultivar algunas plantas en el jardín, pero ciertas drogas, como la morfina o el láudano, tenían que ser importadas.
No comprendía aquella resistencia absurda a aceptar su ayuda que se había propagado entre los médicos. La población nativa estaba disminuyendo a un ritmo alarmante. A la llegada del capitán Cook en 1778 se decía que había un millón de hawaianos viviendo en las islas. En 1822 la cifra había bajado hasta los doscientos mil. Hacía nueve años, en 1853, se había realizado un censo oficial y se había descubierto que los nativos eran apenas setenta y tres mil, ¡una cifra que seguía disminuyendo! Los médicos occidentales no tenían motivos para pelearse por Hawái como perros disputándose un hueso. Deberían agradecer la ayuda de Theresa y sus hermanas en lugar de boicotearlas.
Abandonó la calle y tomó el camino que llevaba a la casa de los Farrow, el corazón acelerado como le ocurría siempre que iba allí. La señorita Carter fue quien abrió la puerta. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados y llevaba un pañuelo en la mano. Theresa se preguntó si la institutriz había estado llorando. De pronto se asustó. ¿Le ocurría algo a Jamie?
Los tónicos de hierbas del convento lo estaban ayudando y los clavos oxidados en la sopa también. Tenía días de normalidad casi absoluta en los que podía correr y jugar, pero luego recaía de nuevo… y Theresa tenía que cambiar de tratamiento.
La suya era una enfermedad desconcertante. Mahina le había contado que Jamie era un niño enfermizo porque una vez había presenciado una pelea entre su padre y su tío que había terminado a puñetazos y con Peter gravemente herido. Y había añadido: «Mala sangre entre hermanos, Kika Keleka, hace mala sangre en niño».
—No hay nadie en casa —le espetó la institutriz, y le dio con la puerta en las narices.
Al parecer, se había vuelto a granjear la enemistad de la señorita Carter.
Mientras se alejaba de la casa dirigió la mirada hacia el camino por el que los carruajes entraban de la calle y se dirigían a los establos y vio que acababan de llegar Robert, Jamie, la señora Emily, Peter y Reese. Aquello la sorprendió; era difícil verlos a todos juntos. Los observó mientras se apeaban del carruaje y enseguida captó la tensión entre los dos hermanos. No podía oír sus voces, pero sí sentía su ira, la veía en sus ojos, en su forma de moverse tan poco natural. Los hermanos habían protagonizado una pelea por la que Peter había quedado lisiado. Aquella debía de ser la causa de la animadversión que existía entre ambos. Pero ¿qué había provocado el enfrentamiento?
También vio cómo afectaba a Jamie, el abatimiento que se había apoderado de él mientras su abuela se apoyaba en su hombro. Reese tampoco parecía feliz, y en cuanto Theresa pudo oír la conversación no tardó en comprender la razón.
—Ven, nos vamos a casa —dijo Peter a su hijo.
Besó a su madre en la mejilla sin dirigirle una sola palabra a su hermano, y padre e hijo partieron de vuelta a Waialua, al oeste de la isla. Robert suspiró y ofreció el brazo a su madre.
—¡Hermana Theresa! —exclamó al verla, visiblemente contento.
—¡Hermana! —gritó Jamie también, animándose de inmediato. Se soltó de su abuela y corrió hacia ella. Parecía que tenía más energía; Theresa se preguntó por qué. Enseguida conoció la respuesta—. Hermana —le dijo emocionado—, ¡voy a ir a clase!
Theresa ya no tenía que inclinarse para mirarlo a la cara. Había crecido mucho durante los dos últimos años. Estaba segura de que algún día sería más alto que ella, al igual que su padre.
—¿A la escuela? —repitió.
—¡Al instituto de Oahu! Voy a estudiar lógica y retórica, matemáticas, historia y filosofía. Los chicos juegan a la pelota con bates de kukui. Dan paseos, nadan y practican el cróquet. ¡Incluso tienen lucha libre!
—Paso demasiadas horas fuera de casa —dijo el capitán cuando por fin consiguió llegar hasta ella acompañado de su madre—, me necesitan en el puerto y en la oficina de envíos, lo cual deja a Jamie en un hogar en el que solo hay mujeres. Le vendrá bien pasar más tiempo con otros niños.
—Creo que es una decisión excelente. ¿Qué ocurrirá con la señorita Carter?
—Le he encontrado trabajo con una familia de Kona. Se marcha mañana.
Eso explicaba las lágrimas de la institutriz. Sus servicios ya no eran necesarios en casa de los Farrow, y Theresa la compadecía. Sabía perfectamente cómo se sentiría si algún día le dijeran que no volvería a ver al capitán Farrow.
—¿A qué debo el honor de su visita, hermana?
Robert le regaló una de aquellas sonrisas que siempre le aceleraban el corazón.
—Traigo regalos —respondió Theresa, y levantó la bolsa de lona que llevaba en la mano—. Algo para Mahina. —No especificó que era para el estreñimiento—. Algo para el insomnio de su madre y un tónico nuevo para Jamie, aunque no creo que pueda mejorar los efectos de su futuro ingreso en el instituto. También tengo noticias —añadió mientras caminaba junto al capitán—. Mi madre me ha escrito para decirme que mi hermano se ha incorporado al ejército de la Unión, al vigésimo regimiento de Infantería de Voluntarios de Massachusetts, que fue creado en Readville en septiembre pasado. Mi madre se ha metido en la cama y jura que no se levantará hasta que regrese sano y salvo a casa.
Cuando llegaron a la terraza cubierta de la parte trasera de la casa Emily Farrow se soltó del brazo de su hijo y se dirigió a Theresa.
—La guerra es algo terrible, querida mía —le dijo—, pero es necesario que el país permanezca unido. También es necesario si queremos abolir la esclavitud. Ojalá mi esposo Isaac pudiera verlo. Era un abolicionista convencido.
La señorita Carter apareció por la puerta de atrás secándose las manos en el delantal.
—Ya acompaño yo a su madre, señor —dijo mientras sujetaba a Emily por el brazo—. Poco a poco. La anciana sonrió y le preguntó si podía tomar una taza de té. Cuando desaparecieron camino de la habitación de Emily, Theresa se volvió de nuevo hacia el capitán.
—Parece que su madre tiene un buen día.
—Los paseos por la playa siempre la tranquilizan. Es donde hemos ido hoy —le explicó—. Le gusta rastrear la arena en busca de lo que ella llama «tesoros». ¿Vamos adentro?
El capitán se refería a ir a su estudio y a hacer una rápida visita al aparador de los licores, donde se sirvió un whisky que engulló de un solo trago.
Theresa vio el montón de papeles que cubría el enorme escritorio de Robert. Planos de barcos. Diseños. Contratos.
—Me encuentro inmerso en una carrera contra el tiempo, hermana. Estoy en negociaciones con Pacific Mail. Espero convencerlos para que se unan al proyecto y, una vez que tenga la ruta, solo deberé concentrarme en los barcos de vapor especialmente diseñados para el transporte de pasajeros. Por desgracia, no soy el único interesado en el lucrativo negocio del correo. He tenido que lidiar con algunos sinvergüenzas que ofrecían sobornos y cosas así. No pienso aceptar esa forma de hacer negocios. —Se sirvió otro whisky, pero en esa ocasión se contuvo y no se lo bebió de un trago—. El truco está en no ser necesariamente el primero… pero sí el mejor. Y la forma de lograrlo, hermana, es proporcionando algo más, no solo el pasaje, que es lo que ofertarán todas las navieras. Tengo que conseguir de algún modo que mis barcos sean más atractivos, por ejemplo ofreciendo lujos y comodidades adicionales que los otros no tengan. Algún espectáculo, quizá.
—¡Un espectáculo! ¿En un barco? ¡Eso sí que sería algo diferente!
Robert la miró fijamente con aquellos ojos que parecían perdidos en sus pensamientos.
—Sabe de lo que habla, ¿verdad? Recuerdo que me contó lo mal que lo pasó a bordo del Syren. Si tuviera que hacer un viaje y pudiera escoger entre varios barcos, ¿por cuál se decantaría?
—Escogería el que ofreciera más que los demás, algo que me resultara apetecible.
Y mientras decía esas palabras en voz alta de pronto supo cuál era la solución a sus problemas con la botica del señor Gahrman.
Los ciudadanos de Honolulú ansiaban estar al día, y ya esperaban formando cola frente al Klausner’s Emporium a que llegaran las ediciones matutinas de los periódicos locales.
Theresa se percató de que había menos clientes que durante los últimos meses. Sabía que el negocio del señor Klausner no atravesaba un buen momento. A causa de la bonanza económica que se vivía en Hawái, gracias en parte a la pujante industria del azúcar, la población había vuelto a crecer y cada día llegaba gente nueva con la esperanza de labrarse un futuro en las islas. Algunos de esos recién llegados eran comerciantes, que no tardaron en abrir tiendas que hacían la competencia al señor Klausner. Theresa vio filas de clientes al otro lado de la calle y en la esquina, donde también se distribuían diarios.
Entró en el enorme Klausner’s Emporium y la campanilla que colgaba sobre la puerta repiqueteó. Visitar aquel establecimiento siempre era un placer, con sus montones de mesas y mostradores repletos de todo lo humanamente imaginable, desde bobinas de tela hasta cajas de bombones. Las paredes estaban cubiertas hasta el techo de estanterías, por lo que los dependientes iban de aquí para allá empujando escaleras de mano para poder llegar a la mercancía. A Frederich Klausner le gustaba jactarse de que él vendía «todo lo que alguien puede querer o necesitar en estas islas».
Y habría sido verdad si no fuera por ciertos productos de los que carecía.
El señor Klausner la recibió con su entusiasmo habitual.
—¡Mi querida hermana Theresa! ¡Cuánto me alegro de verla!
En el año que había transcurrido desde el nacimiento de su hija, a la que habían llamado Theresa, la hermana había vuelto a la casa en multitud de ocasiones para visitar a la señora Klausner y también a la pequeña, que cada día estaba más grande. En cada visita la trataban como a la hija pródiga. Gracias a su generosidad y a la comida que la gente de Mahina llevaba periódicamente al convento, las monjas se habían recuperado y disfrutaban de cierta prosperidad.
Theresa y el señor Klausner intercambiaron los comentarios banales de costumbre y luego ella decidió ir al grano. Le preguntó cómo iba la tienda y él esbozó una mueca de tristeza.
—Mi querido señor Klausner —le dijo Theresa—, ¡creo que tengo la solución a su problema! Su comercio ofrece la misma mercancía que sus competidores, por lo que no hay razón alguna para que los clientes lo prefieran a usted antes que a ellos. Lo que tiene que hacer, señor Klausner, es darles algo más, algo que las otras tiendas no tengan.
Él miró a su alrededor, los ojos como platos y las manos extendidas.
—¿Qué más podría ofrecer? ¡Aquí hay de todo!
—No vende medicamentos, señor Klausner, de ningún tipo.
—Pero esa es la especialidad del señor Gahrman.
—¿Y por qué ha de tener el monopolio? Cualquiera puede vender medicinas.
—Pero yo no soy boticario. No sé preparar fármacos.
—Eso no es relevante. Los médicos pueden mezclar ellos mismos sus preparados, y mis hermanas y yo podemos aprender a recetar las fórmulas magistrales. Cualquiera es capaz de encargar productos a una farmacéutica y luego venderlos. Usted también puede, señor Klausner, y como no tendrá que preparar recetas ni fórmulas, sino que solo venderá directamente al público, podrá ofrecer sus productos a un precio más bajo que el señor Gahrman. Mis hermanas y yo solo le compraremos a usted, y cuando extendamos recetas a nuestros pacientes les diremos que vengan a su tienda. Como bien sabe, mucha gente toma medicamentos de por vida, así que el volumen de pacientes para la morfina o los tónicos será constante. Y cuando los clientes vengan a comprar láudano y calomelanos verán también los periódicos, las revistas y los bombones… ¡y puede que hasta le compren una máquina de coser!
El señor Klausner se rascó la calva.
—Ni siquiera me lo había planteado. Pero, mi querida hermana Theresa, ¡no sabría ni qué comprar!
Ella sonrió y abrió la bolsa de mano de cuero negro que siempre llevaba consigo.
—¡Justo traigo una lista!
—¡Hermana Theresa, es usted tan lista…! —exclamó Verónica.
Estaban en el huerto recogiendo hierbas. El sol brillaba con fuerza sobre el pequeño enclave donde crecían las plantas medicinales del convento, y también sobre las dos monjas que con su respectivo velo recogido, las mangas subidas y los bajos remangados, cavaban en la tierra y alababan al Señor por su trabajo.
—A mí jamás se me habría ocurrido una solución tan inteligente al incómodo problema del boticario —añadió Verónica mientras recogía hojas de salvia y las ponía en el cesto. No solo las utilizarían para cocinar, sino que también elaborarían con ellas tónicos con los que curar la diarrea y la tos seca, además de un ungüento para los cortes y las quemaduras—. Es tan lista en todo lo que hace…
—Solo ha sido sentido común. Además, estábamos desesperadas.
Verónica dejó su cesto en el suelo, se llevó las manos a la cintura y sonrió.
—Es usted muy modesta, Theresa. Es la más hermosa de todas nosotras y también la más lista, y aun así es discreta y humilde. ¡Ojalá pudiera parecerme más a usted!
—De verdad, hermana…
—¡Ah, Theresa! —exclamó Verónica. Se acercó a su compañera, la sujetó por los hombros y le dijo—: ¡La amo! —Y la besó en los labios.
Theresa se quedó petrificada y el beso se prolongó hasta que, de pronto, se oyó una voz potente.
—¡Hermanas! ¡Qué está pasando aquí!
Verónica retrocedió y dirigió una mirada de estupor a la madre Agnes, que acababa de salir al jardín justo en aquel preciso instante. Las tres permanecieron en silencio, sin saber qué decir, hasta que Verónica se echó a llorar y Theresa la miró sin entender muy bien qué estaba sucediendo.
—Ay, querida —murmuró la madre Agnes.
Un cuarto de hora más tarde, una vez recuperado el pudor de los hábitos y con las manos limpias de tierra, las dos hermanas esperaban de pie frente a la madre Agnes, que, dominada por el agotamiento, solo podía negar con la cabeza y lamentarse del peso que tenía que cargar sobre sus hombros. Debería haberse dado cuenta antes. La hermana Verónica siempre quería acompañar a Theresa en las visitas a domicilio y la seguía a todas partes.
—Hermana Verónica —dijo sentada detrás de su mesa—, sabe que lo que ha hecho está mal, ¿verdad?
—No… no lo sé —tartamudeó la joven monja.
La madre Agnes se volvió entonces hacia Theresa.
—Sé que es usted inocente en todo esto.
Viendo la perplejidad en su mirada, resultaba evidente que Theresa no tenía ni idea de qué quería decir su superiora con «todo esto». De hecho, ni siquiera Verónica lo tenía claro.
La superiora sentía estima por las dos, había estado a su lado desde que eran postulantes y había cuidado de ellas en esa tierra extraña y salvaje. No quería tomar una decisión tan drástica, pero las normas de la orden eran muy claras al respecto: nada de amistades especiales. La que unía a las dos jóvenes no parecía haber ido muy lejos y por eso lo mejor era cortarla de raíz cuanto antes.
—Hermana Verónica —dijo con todo el tacto que fue capaz de reunir—, voy a mandarla de vuelta a San Francisco.
—¿Qué? ¡No, reverenda madre, se lo suplico!
—Hija mía, es por su propio bien. La enviaron a las islas demasiado pronto, y es evidente que aún no está preparada para un reto como este. La madre Matilda sabrá cuidar de usted y le ofrecerá la formación que necesita. Y quizá algún día, cuando esté lista, pueda regresar con nosotras. Ahora váyase y rece. Benedicite.
Estaban reunidas en el salón, zurciendo ropa en silencio y aún bastante afectadas por la triste partida de la hermana Verónica aquella misma mañana, cuando la señora Jackson apareció por la puerta acompañada de un visitante visiblemente alterado. Era un joven hawaiano, vestido con pantalones y camisa, que no dejaba de balbucear palabras inconexas.
—Tranquilo, muchacho —le dijo la madre Agnes—. ¿Hablas inglés?
Él asintió con vehemencia.
—¿Es en lo que estás hablando ahora?
El muchacho respondió una sarta de palabras incomprensibles hasta que la señora Jackson intervino y se dirigió a él en su lengua materna.
—Dice que lo han enviado en busca de la hermana Theresa, que debe llevarla de vuelta a Wailaka. Hay un hombre muy enfermo allí.
La madre Agnes elevó tanto las cejas que se le arrugó la cofia.
—¿Es esa la aldea que visitó el año pasado? —preguntó volviéndose hacia Theresa.
—Sí, madre. El muchacho debe de venir de parte de Mahina.
Observó a su superiora mientras esta meditaba sobre lo que acababa de oír. Ya era tarde, y aquel chico requería la presencia de una de sus hermanas en un reconocido nido de paganismo. Theresa supuso que no le daría permiso para ir, pero, para su sorpresa, la madre Agnes accedió.
—Es una oportunidad excelente, hermana Theresa, para demostrarles cómo somos los cristianos de verdad. Hace meses que ellos nos regalan su comida y hasta el momento no hemos tenido ocasión de devolverles el favor. ¡Y ahora nos invitan a que lo hagamos! Por supuesto que debe ir. Asegúrese de que lleva su bolsa de mano bien aprovisionada con todo lo que pueda cargar.
El muchacho había recorrido los casi cinco kilómetros que lo separaban de Honolulú desde su aldea y regresaron ella. Azuzó al caballo y volaron por Nu’uanu Road, sorprendiendo a los transeúntes con los que se cruzaban. Las calles estaban extrañamente tranquilas y oscuras, y es que la ciudad estaba de luto oficial por el pequeño Príncipe Albert, que había muerto a la edad de cuatro años. El rey y la reina estaban tan afectados por la pérdida que hacía semanas que no aparecían en público.
Por fin llegaron a Wailaka. Una gran multitud se había reunido alrededor de una de las cabañas principales. Theresa oyó el sonido rítmico de un tambor que provenía del interior y una voz masculina entonando un cántico. Entró en la cabaña, apenas iluminada, pero sus ojos no tardaron en habituarse a la penumbra. Vio a un hombre tumbado sobre unas esterillas en el centro de la estancia. Había aldeanos sentados a lo largo de las cuatro paredes, en silencio, vigilantes. Un hombre alto, ataviado con una túnica marrón y una corona de hojas alrededor de la cabeza, permanecía de pie junto al enfermo y sacudía sobre él un manojo de hojas ti humedecidas.
Mahina recibió a Theresa visiblemente preocupada.
—Aloha —murmuró mientras la abrazaba. A Theresa le sorprendió ver allí al capitán Farrow, pero cuando supo quién era el hombre que yacía en el suelo comprendió el porqué de su presencia. Era su cuñado, el hijo pequeño de Mahina, Polunu.
—¿Qué le ocurre?
—Tiene ’ana’ana —dijo Mahina.
—¿Qué es eso?
Robert intervino.
—Es un tipo de conjuro que se utiliza para acabar con la vida de alguien. Una especie de hechizo que mata.
Theresa lo miró fijamente.
—¿Lo dice en serio?
—Muy en serio.
—Así que en realidad no le pasa nada, ¿verdad?
—Solo que se está muriendo.
—Esto no tiene ni pies ni cabeza —murmuró Theresa mientras dejaba su bolsa junto al cuerpo de Polunu—. La gente no se muere porque alguien le lance un hechizo maligno.
Antes de examinar al pequeño se recogió las mangas y el velo, desplegó con cuidado el delantal de trabajo, blanco e impoluto, se lo pasó alrededor del cuello y se lo ató a la espalda. Acto seguido se arrodilló junto a Polunu para ver cómo estaba.
Vio que no tenía las pupilas demasiado dilatadas, si bien las movía de un lado a otro, como si siguiera el vuelo de una mariposa por el interior de la cabaña. Tenía el blanco de los ojos claro, la piel caliente, seca y de su color habitual, y las uñas sonrosadas. El pulso le pareció normal. Le auscultó el pecho y tampoco advirtió nada que le indicara una posible congestión de los pulmones.
El latido era fuerte, rítmico, sin irregularidades. Le palpó el abdomen; no estaba rígido, y no detectó anormalidad alguna. No presentaba sarpullidos, heridas ni marcas de ningún tipo.
Parecía estar perfectamente sano.
Le acercó un frasco de amoníaco a la nariz para que reaccionara, pero no obtuvo respuesta alguna.
—Necesita un sangrado —dijo—, y eso es algo para lo que yo no estoy cualificada.
El capitán Farrow negó despacio con la cabeza.
—El jefe Kekoa no permitirá que un médico se acerque a su sobrino. Usted y yo somos los únicos blancos en los que confía. ¿Está segura de que el sangrado hará que se recupere?
Theresa no tuvo más remedio que responder que no, puesto que ni siquiera sabía qué enfermedad era la que había dejado a Polunu en aquel estado.
—¿Podrían sacarlo al aire libre? Aquí dentro hace mucho calor.
Mahina escogió a cuatro jóvenes fornidos para que llevaran a su hijo hasta el exterior. Lo colocaron sobre una esterilla, y cuando los aldeanos empezaron a reunirse a su alrededor Theresa les pidió que retrocedieran y se arrodilló junto a él para abanicarlo con el delantal.
Su respiración era ahora más dificultosa. Le auscultó por segunda vez el pecho; los pulmones seguían limpios. ¿Por qué le costaba respirar? Tenía el pulso fuerte y constante. El color era normal. ¡Aquel hombre estaba sano y, aun así, la vida se le escapaba por momentos!
Pensó en Jamie Farrow que, según Mahina, tenía «demonios nadando en la sangre». Levantó la mirada hacia el capitán Farrow.
—¿Han intentado curarlo?
—Desde hace tres días —respondió él con gravedad. A juzgar por la barba incipiente que le cubría la mandíbula, él también había pasado allí todo ese tiempo—. Cuando alguien enferma los hawaianos rezan a Kane, dador y restaurador de vidas. Rezan durante días para apaciguar a los dioses antes de tratar el problema físico. Han hecho todo lo que han podido, por eso Mahina la ha mandado llamar. Si los remedios kanaka no han funcionado, quizá los haole sí lo hagan.
—Capitán Farrow —dijo Theresa en voz baja—, no puedo hacer nada por él, ni yo ni los medicamentos que conozco. Este hombre está bajo la influencia de algún tipo de hechizo.
—Alguien ha entonado una plegaria de muerte en su nombre y ahora cree que se está muriendo de verdad.
—Bobadas —protestó ella, pero no pudo evitar sentir el aguijonazo del miedo.
Había visto morir a muchas personas, les había cogido la mano y había rezado con ellos, pero estaban enfermos, heridos o eran viejos, ¡no hombres de treinta años en la flor de la vida sin un solo rasguño en todo el cuerpo!
El miedo se transformó en rabia. Se volvió hacia Polunu, le golpeó suavemente las mejillas y lo llamó por su nombre. Lo golpeó de nuevo, esta vez más fuerte, y lo llamó otra vez, en voz más alta. Le exigió una respuesta. ¡Le ordenó que no la ignorara! Lo zarandeó por los hombros hasta que las lágrimas que le corrían por las mejillas se precipitaron sobre el pecho desnudo del hombre.
—Por favor, Señor —exclamó—, no permitas que ocurra esto. ¡Virgen María, madre de Dios, ayuda a este pobre hombre! Muéstrate la salida de la oscuridad en la que está sumido, acógelo en la luz cegadora de Tu gracia divina. Toca su alma y ábrete el corazón.
Dibujó la señal de la cruz sobre su frente y luego sobre su pecho. Desató rápidamente el rosario que llevaba a la cintura, lo extendió justo sobre el corazón de Polunu y rezó como nunca antes lo había hecho.
—¡Pele, Pele! —gritó de repente Mahina alzando la voz y los brazos hacia las estrellas—. ¡Manda piedra sagrada a la gente de Pua!
Theresa levantó la mirada y vio el rostro deformado por el dolor, las lágrimas rodando por las mejillas de Mahina.
—¡Mahina siente! —gritó—. Mahina rompe kapu. ¡Lleva mi, no lleva hijo de Mahina! ¡Manda otra vez Piedra de Lono!
Theresa se levantó y puso las manos sobre los hombros de Mahina.
—Tranquila —le dijo aguantándose las ganas de llorar—, tenga fe.
—Mahina tiene fe —respondió ella con la voz rota y la barbilla temblando—. ¡Piedra salva mi hijo! Piedra muy poderosa. Gran mana. Viene de ancestros, muchos años. ¡De Kahiki!
—¿Dónde está esa piedra, Mahina? Theresa estaba desesperada. Si bastaba con mirar una piedra para evitar la muerte de un hombre, ¡estaba dispuesta a hacerlo!
—¡Mi madre esconde en Vagina de Pele! ¡Ir es kapu! ¡Entrar es kapu!
Polunu emitió un quejido ahogado y Theresa corrió a su lado.
—¿Está bien? —le preguntó al tiempo que buscaba cualquier signo de mejoría en su rostro—. ¿Puede oírme? ¡Polunu!
Le buscó el pulso, pero no se lo encontró.
—Auwe! —gritó Mahina, y los aldeanos repitieron su lamento, elevándolo hacia el firmamento en un coro de gemidos sobrenatural.
Mahina se desplomó sobre el suelo, de rodillas, gritando y tirándose del pelo. Abrazó el cuerpo inerte de Polunu y lo atrajo hacia su regazo para acunarlo, mientras sus mejillas se cubrían de lágrimas y sus alaridos de dolor rompían el silencio de la noche.
Y Theresa observó a aquella madre que sujetaba el cuerpo de su hijo que, a pesar de estar sano, había muerto sencillamente porque alguien le había dicho que así sería.
«El sol se ha apagado en el cielo. El día ya no tiene luz. Los peces han abandonado el mar. Los árboles se tiñen de amarillo, languidecen. Ya no crece el ñame en los campos. Hawai’i Nui está cubierto de polvo».
Mahina dejó lo que estaba haciendo para enjugarse las lágrimas, pero en cuanto lo hizo brotaron más y le nublaron la vista.
—Auwe! —gritó transida de pena—. Aloha ’oe, Polunu! A hui hou k’kou! Aloha au la ’oe! Adiós, hijo mío… Llevaba tanto tiempo de rodillas que le dolía todo el cuerpo, pero no podía dejarlo. Los regalos para Pu’uwai tenían que ser perfectos.
Los aldeanos observaban a su querida Tutu arrodillada frente a su cabaña, preparando regalos para el dios más antiguo de la isla. Sabían que Mahina tenía el corazón destrozado por la muerte de su hijo, que estaba perdiendo peso, que no dormía por las noches, pero nadie, ni siquiera el kahuna lapa’au de la aldea, había sido capaz de ayudarla. Sabían que quería contentar a los dioses y por qué.
Su gente la necesitaba, no podía caer enferma y morir.
Mientras envolvía los regalos (flores, piedras de colores, trozos de piña recién cortados) con grandes hojas verdes y los ataba con tallos secos de enredadera, pensó: «No iré sola a Pu’uwai».
Desde la noche del hula de la fertilidad, hacía más de un año, cuando el jefe Kekoa había nombrado a Kika Keleka kama’aina, hija de la tierra, Mahina le había estado revelando algunos de los secretos medicinales de la isla. Lo hacía poco a poco, gradualmente, al igual que con Mika Kalono muchos años atrás. Enseñando, iluminando, compartiendo conocimientos ancestrales de los isleños.
Era muy de vez en cuando y donde podía, en ocasiones en casa de los Farrow, también en la aldea, pero nunca con lecciones demasiado evidentes. Le contaba algo, un simple alivio («Raíz machacada del koali cura heridas y sana huesos rotos», le decía, por ejemplo), de manera que, con el paso de los meses la mente de Keleka fue atesorando infinidad de remedios kanaka.
Ahora había llegado el momento de compartir otro tipo de secretos. Mahina iba a llevar a Keleka a un lugar tan sagrado que ningún kanaka podía ir, solo los ali’i, un sitio donde la presencia de un haole era kapu.
Sería una prueba.
En cuanto terminó el trabajo, Mahina levantó la vista del suelo y miró a su alrededor: las cabañas de ramaje, los hornos imu, los pabellones de trabajo y un puñado de aldeanos yendo de aquí para allá, ocupados en sus quehaceres cotidianos.
Cada vez eran más las mujeres que vestían muumuus. Algunos hombres llevaban pantalones. Mahina vio botellas y periódicos. Las costumbres haole iban imponiéndose poco a poco.
Por eso debía romper las leyes kapu y llevar a una haole wahine a la morada más antigua y sagrada de O’ahu, para que las costumbres de sus ancestros nunca se olvidaran.
Mientras se dirigía a casa de los Farrow, notando el calor del sol a través de la tela negra del velo y deseando poder quitárselo siquiera una sola vez para sentir la brisa marina en el pelo, Theresa se preguntó quién habría requerido su presencia allí.
El mensajero que había acudido al convento la noche anterior, un mozo del establo del capitán Farrow, solo le había dicho que alguien solicitaba sus servicios y que si podía acudir por la mañana. ¿Sería Jamie, que se había saltado el colegio? ¿Acaso Emily habría sufrido una recaída?
Le sorprendió encontrar a Mahina apostada en la entrada del camino que llevaba hasta la casa. Iba ataviada con un hermoso muumuu azul y un lei de flores lilas. El viento le acariciaba el cabello y jugueteaba con la tela de su vestido, evidenciando, para sorpresa de Theresa, que había perdido mucho peso.
Nadie había superado la muerte de Polunu, tampoco Theresa. No podía dejar de pensar en lo ocurrido. ¿Cómo era posible que unas simples palabras provocaran la muerte de un hombre sano? Había intentado hablar de ello con el padre Halloran y con la madre Agnes, incluso con las hermanas, pero no parecían interesados en las creencias arcanas de los isleños.
Mahina la abrazó con un aloha, y Theresa vio la tristeza que destilaban sus enormes ojos castaños, las arrugas que el dolor había hecho aparecer en su cara. Miró a su alrededor y tuvo la sensación de que no había nadie en casa de los Farrow.
—¿Ha sido usted quien me ha hecho venir, Tutu? —le preguntó.
—Vamos —respondió Mahina cogiéndola del brazo.
—¿Adónde?
—Tú ver. Vamos.
Mahina la llevó hasta la playa, en dirección este, lejos del centro de la ciudad, del puerto, de los barcos y los almacenes. Bordearon marismas y pantanos hasta que llegaron a un tramo de costa aislado que muy pocos kanaka frecuentaban y al que el hombre blanco ni siquiera se acercaba. La playa estaba desierta e inmaculada, y abrazaba las aguas formando una curva muy pronunciada. Mahina llamó a aquel lugar Waikiki y dijo que era el más sagrado de todo Hawai’i Nui.
A Theresa la playa le pareció muy hermosa, alejada del ruido y del humo de las chimeneas y de los barcos de vapor. La arena era prácticamente blanca y se extendía desde las dunas cubiertas de hierba hasta la orilla, donde el agua era verde lima. Mar adentro se teñía de turquesa y aguamarina.
La hermana Theresa siguió a Mahina hacia un grupo de palmeras entre cuyos troncos florecían hibiscos escarlatas. Era como un paraíso secreto en el que uno se sentía el único habitante del planeta. Se preguntó cómo podía ser que nadie hubiera construido cabañas en un lugar tan bello como aquel.
Y entonces supo por qué.
—Tierra muy sagrada —anunció Mahina con voz solemne—. Lo que enseño, solo kahuna ven.
Apartó una mata cuajada de flores blancas y tras ella, justo en el centro, apareció una piedra cubierta de musgo, de forma irregular, que le llegaba a la altura de la cintura. Mahina permaneció en silencio mientras la hermana Theresa observaba la enorme roca. No vio nada especial en ella, ni inscripciones, ni pictogramas ni señales de antiguos sacrificios. Solo era una piedra.
—Este sitio más sagrado de todo Oahu —dijo Mahina—. Hace mucho tiempo, antes de hombre blanco, mi pueblo viene aquí a celebrar a dioses, a dar gracias por vida y fertilidad. Comemos aquí. Bailamos hula. Hacemos juegos. Vamos sobre olas y divertimos a dioses. Volvemos a casa cargados de bendiciones. —Dejó escapar un suspiro teñido de tristeza—. Mi gente empieza a olvidar. Van a iglesia y no aquí. Ahora solo Mahina viene a recordar dioses antiguos.
Al ver que Mahina no decía nada más, Theresa miró a su alrededor y se preguntó por qué aquella roca era tan sagrada. Junto a la playa solo había árboles, hierba y matorrales. Volvió la vista hacia la llanura sobre la que se levantaba Honolulú, con su miríada de casas y de pequeñas construcciones. Allí el terreno era tan plano como en esa playa. Recordó algo que Robert Farrow le había explicado, una teoría según la cual aquellas islas eran las cimas de enormes volcanes que se elevaban desde el fondo del océano. La llanura sobre la que Honolulú había sido construida era el resultado milenario de capas y capas de ceniza volcánica que habían ido acumulándose bajo el mar y del coral que sobre ellas crecía, moría y se descomponía una y otra vez hasta elevarse por encima de la superficie marina. La llanura había dejado de crecer cuando los volcanes de Oahu se habían extinguido. Ahora había una extensión uniforme de unos cinco kilómetros que iba desde el océano hasta el lugar en el que los abruptos riscos, cubiertos de un verde deslumbrante, se alzaban sobre barrancos angostos y cascadas vertiginosas, coronados todos ellos por una niebla perpetua.
Concentró su atención nuevamente en la piedra y, de pronto, se le ocurrió una pregunta: ¿de dónde había salido aquella roca, en una tierra tan llana?
Dirigió la mirada hacia las montañas, tan activas en el pasado, y pensó: «La expulsaron las ardientes entrañas de un volcán». Imaginó la erupción, la trayectoria de la enorme piedra por el aire, su caída sobre la arena de esa playa en la que había pasado cientos de años al cobijo de las palmeras y de la vegetación del lugar.
Mahina estudió el rostro de Theresa y asintió. Había superado la prueba.
—Tú sabes. Kika Keleka entiende. Esto viene de dioses. Esto viene de dentro de dios. Llamamos piedra sagrada, Pu’uwai, «Corazón». —Dejó los regalos que había llevado consigo a los pies de la roca y añadió—: Esto es corazón de O’ahu, corazón de Hawai’i Nui. Algún día kanaka olvida, pero Kika Keleka no olvida.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué me has traído aquí?
Mahina posó una mano sobre el brazo de Theresa.
—Tio Kekoa dice tú kama’aina. Yo enseño secretos kanaka.
—No creo que…
Mahina sonrió y asintió.
—Tio Kekoa sabe verdad. Tío Kekoa siempre tiene razón.
Cuando Theresa se disponía a protestar, a decir que aquello tenía que ser un error, sintió que se levantaba una suave brisa que traía consigo el sonido de unas risas lejanas. Se volvió en la dirección de la que provenían y vio a lo lejos, mar adentro, a un grupo de muchachos sentados en sus tablas. Sabía que habían llegado hasta allí remando con los brazos, tumbados boca abajo sobre las planchas. Calculó que se habían adentrado en las aguas al menos ochocientos metros hasta alcanzar las olas. Eran tenaces, pensó.
No podía distinguir quiénes eran; únicamente los veía como pequeñas criaturas acuáticas de piel bronceada arrodilladas sobre aquellas tablas. De pronto se incorporaron sobre una rodilla, aprovechando la suave cresta de una ola, y entre gritos y vítores, se pusieron en pie, con las rodillas flexionadas y los brazos abiertos para no perder el equilibrio. El océano creció y creció hasta formar una gran ola ribeteada de espuma que se deslizaba en paralelo a la costa. Los muchachos se fueron distanciando, poniendo espacio de por medio, mientras una línea blanca se abría paso lentamente hacia la orilla.
Fascinada por la escena, Theresa se apartó del corazón de O’ahu y se abrió paso entre las palmeras, sin dejar de mirar a aquellos jóvenes.
Sus figuras fueron haciéndose más grandes. Reían a carcajadas y se llamaban los unos a los otros mientras realizaban piruetas sobre las tablas y las dirigían sobre la superficie del mar en dirección a la orilla. A Theresa le sorprendió su agilidad, la forma en que zigzagueaban sobre las olas sin perder el equilibrio. Era una carrera, de pronto lo vio muy claro, y unos eran más rápidos que otros. Algunos cayeron al agua. Cada vez eran menos.
Se acercaban a la playa, muchachos ebrios de sol y de viento, de su propia juventud. Reconoció una de las risas. Era el nieto de Mahina, Liho, un chico muy divertido que hacía reír a la gente. Era hijo de Polunu, sobrino del capitán Farrow y primo de Jamie, por tanto.
La hermana Theresa abandonó el cobijo de las palmeras y avanzó por la arena blanca de la playa, todavía con la mirada puesta en aquellos muchachos. Liho movía los brazos para saludarla y gritaba su nombre. Se fijó en él: hacía que su tabla avanzara más rápido sobre las aguas y luego, de repente, cambiaba el rumbo y la dirigía hacia un lado. A Theresa aquella ilusión óptica le pareció muy curiosa. Liho se desplazaba lateralmente mientras la ola seguía avanzando hacia ella.
Sintió la presencia de Mahina a su lado, al borde del agua donde los andarríos correteaban por la arena.
—¿Ves? —dijo—. ¿Entiendes? Muchachos no gobiernan olas… ¡Olas llevan a muchachos! Los dioses del mar están contentos. Comparten alegría. Los dioses de Hawai’i Nui aún vivos.
La hermana Theresa frunció el ceño. En la ciudad se hablaba de prohibir aquella práctica como antes se había prohibido el hula. Uno a uno, los distintos aspectos de la cultura hawaiana iban siendo borrados. ¿Qué quedaría al final? ¿Y qué tenía de malo bailar, impulsarse sobre las olas, vivir como antes lo habían hecho sus ancestros?
La espuma del mar empezó a desaparecer. Las olas perdieron la energía de antes, como si estuvieran cansadas de cargar con el peso de todos aquellos muchachos sonrientes. El oleaje remitió y se confundió con las verdes y ondulantes aguas del océano. Liho se lanzó al agua y nadó hasta la orilla.
—¡Kika Keleka! —gritó—. E he’enaku kakou!
—¿Qué ha dicho, Mahina?
—Él dice: tú monta olas. Tú vas, Kika. Liho enseña bien.
Theresa respondió que no con la cabeza.
—¿Quién fue la primera persona que se montó en una tabla y surcó las olas?
—Los dioses enseñan kanaka. Y ahora kanaka enseña haole.
Theresa se echó a reír.
—¡No creo que llegue el día en que veas a un hombre blanco montado en una de esas tablas!
Liho se acercó a las dos mujeres, sonriendo y cubierto de sal, gotas de agua y arena. Se cubría con un taparrabos y llevaba un collar de dientes de tiburón al cuello. Le faltaba un incisivo, así que a veces silbaba cuando hablaba y la gente se reía. Dejó la tabla sobre la arena y tendió una mano a la hermana Theresa.
—Ven. Monta tabla con Liho.
Aquello hizo tanta gracia a Theresa que se dobló de la risa. Sin embargo, en lo más profundo de su alma una parte de ella anhelaba decir que ¡sí! «Quiero despojarme de estos velos y estas telas de lino almidonadas, nadar más allá del arrecife y esperar a que la ola perfecta me devuelva a la playa…».
Y, de pronto, la pequeña parte de sí misma que siempre le hacía sentirse una extraña entre sus hermanas se hizo más grande.
Mientras observaban a Liho remando con los brazos hacia aguas más profundas, Theresa cobró conciencia de la importancia del momento. Era todo un honor que Mahina quisiera enseñarle los secretos de los kanaka, pero ¿estaría a la altura? Tenía el corazón dividido. «Soy yo la que debería enseñarte a ti. Me ordenaron que te instruyera en el catecismo católico y te convirtiera al cristianismo».
Con todo, a pesar del conflicto interno en el que se encontraba sumida, no podía ignorar la emoción que crecía en su interior. No solo iba a aprender algo que muy pocos blancos conocían, sino que además entraría a formar parte de una especie de hermandad secreta. Sintió que una extraña forma de amor inundaba su corazón. Amor hacia aquella mujer que confiaba en ella, que no hacia preguntas ni pedía nada a cambio, sino que sencillamente la había elegido para aquella tarea tan especial.
—Enséñeme más, Tutu —dijo volviéndose hacia Mahina.