12

Benedicite, reverenda madre. ¿Me da usted su permiso para acompañar a la hermana Theresa en las visitas a domicilio de hoy?

La madre Agnes apenas se molestó en mirar a la hermana Verónica, que esperaba junto a la puerta. Estaba ocupada haciendo inventario en la cocina con la ayuda de la hermana Catherine, que estaba visiblemente nerviosa. Volvía a faltar manteca, ¡otra vez!

—He acabado de planchar las sábanas —añadió la hermana Verónica.

Su superiora levantó la mirada con una expresión de impaciencia.

—Ya he asignado a la hermana Margaret para que acompañe a Theresa.

—Margaret tiene el período.

—Vaya, entiendo —replicó Agnes, y centró su atención nuevamente en la lata de manteca, que estaba casi vacía. Tenía que decidir si usaban lo poco que quedaba para las pomadas y los ungüentos que tanta falta les hacían o bien para aderezar las patatas de la noche, que estarían mucho más sabrosas—. Sí, sí, por supuesto que puede ir. Benedicite.

Cuando la hermana Verónica ya se marchaba oyó la voz de la madre Agnes diciéndole:

—Y no estaría de más que le recordara a los pacientes de hoy que aceptamos donaciones.

La hermana Verónica preparó su bolsa negra lentamente, con la meticulosidad que le era propia, y comprobó hasta tres veces que todo estuviera en orden. Sabía que la suya no era una mente rápida, del mismo modo que sabía que no era guapa. Una vez había oído que su padre decía a su madre: «Ha salido a tu familia. La misma cara de pan, la misma frente baja. Nunca le encontraremos marido, no podremos quitárnosla de encima. Llévasela a la Iglesia, así matamos dos pájaros de un tiro: nos la quitamos de encima y nos ganamos el favor del cielo».

Su familia no quería saber nada de ella, pero Verónica era feliz igualmente. Sus hermanas de la orden cuidaban de ella. Cuando le costaba avanzar en sus tareas podía contar con la ayuda de alguna de sus compañeras. Sobre todo de la hermana Theresa. Theresa era tan guapa… Le gustaba mirarla cuando le cortaba el pelo. Lo tenía fuerte y ondulado, del color rojizo del sol poniente. Qué lástima que hubiera de cortárselo, pero el clima era demasiado húmedo y caluroso para llevarlo largo.

—¿Preparada, hermana? —le dijo Theresa en el salón, y Verónica sintió que el corazón le daba un vuelco de alegría.

La hermana Margaret no tenía el período, Verónica le había suplicado que le dejara ocupar su lugar. No sabía por qué le gustaba tanto pasar tiempo en compañía de Theresa, pero buscaba estar con ella siempre que podía.

Las dos monjas se dispusieron a empezar la soleada jornada que tenían por delante.

—¿Se ha dado cuenta, hermana Verónica —dijo Theresa mientras caminaban por la acera—, de que en Hawái hay muchas más cosas además de las cascadas, las brumas, los arcoíris y la espuma de las olas?

—¿A qué se refiere?

Aunque muchas veces no entendía lo que le decía, a la hermana Verónica le encantaba escuchar su voz y caminar a su lado. «Con Theresa podría estar así para siempre y nunca pediría nada más», pensaba a menudo.

—Es como si por encima de los cielos azules, la lluvia tibia y las flores deslumbrantes operaran poderes superiores —continuó Theresa—. Los nativos que prosperaron en estas cimas volcánicas aisladas del mundo no se consideraban a sí mismos propietarios de las tierras que pisaban, amos de los animales que las habitan ni reyes de las aguas y los peces. Los hawaianos se consideraban parte de la compleja urdimbre que es la naturaleza y que los dioses habían creado al comienzo de los tiempos. Lo cual hace que me pregunte si todavía existen esas mismas fuerzas invisibles, a pesar de la llegada del hombre blanco con sus pistolas y sus imprentas y sus carreteras pavimentadas.

—Se rumorea —dijo la hermana Verónica— que las viejas costumbres no han sido erradicadas por completo. La danza hula ha sido declarada ilegal, pero la gente dice que se sigue practicando. Nunca la he presenciado, pero cuentan que es lasciva e indecente, peor que cualquiera de las abominaciones que los canaanitas de la Biblia cometieron en el pasado. Por lo visto en las granjas de la periferia, en los barrios más aislados, los isleños se reúnen para bailar y venerar a los antiguos dioses, incluso para tomar parte en prácticas mucho peores.

La hermana Theresa suspiró. Verónica no lo entendía. Durante los cinco meses que habían pasado desde su llegada Theresa había sentido algo mágico a su alrededor, como si un hechizo flotara en el aire, pero no podía hablar de ello con nadie. La madre Agnes, el padre Halloran, el resto de sus hermanas, ninguno de ellos comprendería lo que habría querido explicarles; la acusarían de blasfemia y el padre Halloran le haría rezar diez rosarios cada día.

—Hermana Theresa, ¿qué es eso de ahí delante?

Una multitud se había reunido cerca de los jardines de la residencia real. En una esquina de la enorme extensión de césped que rodeaba el complejo se levantaba el quiosco en el que la banda del rey tocaba todos los domingos por la tarde bajo la prodigiosa batuta de su director, un prusiano de Weimar. Se rumoreaba que el rey Kamehameha III quería emular a las monarquías europeas y que por eso había formado una «banda real» que tocaba marchas militares y amenizaba las visitas de los dignatarios llegados de Gran Bretaña, Francia y Alemania. Los músicos, ataviados con uniformes blancos adornados con brillantes botones metálicos y sombreros altos tocados con grandes plumas, bien podrían pasar por los componentes de cualquier banda estadounidense. Lo único que los diferenciaba eran sus rasgos polinesios.

—Quizá actúe la banda —aventuró la hermana Theresa.

Sin embargo, a medida que se acercaban vio los banderines rojos, blancos y azules que indicaban que posiblemente se celebraría algún tipo de acto político. De pronto una voz imponente se levantó por encima de la silenciosa multitud allí congregada, formada en su mayor parte por europeos, aunque también había nativos, así como algunas mujeres.

Buscaron una mejor posición para observar más de cerca lo que estaba sucediendo, y a la hermana Theresa le sorprendió ver al capitán Robert Farrow subido en una caja de madera. Llevaba la misma levita blanca con los pantalones a juego y el sombrero de ala ancha que protegía del sol sus hermosas facciones. Gesticulaba y se dirigía con gran elocuencia a un público fascinado.

—¡Estamos aislados! —exclamó—. ¡Somos vulnerables! Estamos a merced del resto del mundo. Por eso debemos establecer fuertes lazos con el continente, y resulta que América es el continente más cercano. No tiene sentido unirnos a un país distante como Inglaterra o Francia, cuyos barcos no podrían zarpar de inmediato en nuestra ayuda si los necesitáramos. Precisamos aliados poderosos. Aliados cercanos.

—A usted solo le interesa anexionar Hawái a Estados Unidos —protestó una voz desde la multitud.

—No, anexionar no. Yo hablo de una alianza entre nuestro reino y la república. Hawái se gobernaría a sí misma. No busco amos, busco amigos, pero los vínculos que nos unan a ellos han de ser estrechos… y deben ser rápidos. Un aliado que no puede acudir en nuestra ayuda en semanas no es un aliado conveniente.

A la hermana Theresa le interesaba más Robert Farrow en sí que lo que contara. Tal como el padre Halloran le había dicho, todos los mediodías podía verse al capitán Farrow en la galería de la segunda planta de su casa mirando hacia el mar a través de un catalejo de latón. Parecía ser un ritual privado, puesto que siempre estaba solo. ¿En qué pensaba, se preguntaba Theresa, mientras sujetaba el catalejo a la altura de sus ojos? ¿Qué esperaba ver? ¿O era quizá su forma de surcar las aguas de su querido océano a bordo de un barco imaginario?

Centró su atención en su discurso. Era un orador cuando menos convincente. Su dicción era puro arte. A cada palabra le daba una importancia demoledora. Si su discurso versara sobre la conveniencia de beber agua, sería como si «beber» fuera un concepto nuevo y revolucionario en el que nadie había pensado hasta entonces.

El capitán miró por encima de las cabezas de los presentes y, cuando la vio, se detuvo un instante y levantó una mano. La hermana Theresa miró hacia atrás para ver a quién se dirigía, pero no había nadie más. Cuando lo miró de nuevo, él esbozó una leve sonrisa y retomó el discurso.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó la hermana Verónica en voz baja.

—No tengo ni idea. Quizá quiere hablar conmigo. Esperemos a que termine.

Detrás de la tarima desde la que hablaba el capitán Farrow se extendían los jardines de la residencia del monarca, de un verde esmeralda. El palacio real recibía el nombre de Hale Ali’i (Residencia del Jefe). El edificio guardaba cierta similitud con las mansiones señoriales que podían verse en Estados Unidos, pero había sido construido como una residencia ali’i tradicional, por lo cual no había dormitorios, solo espacios ceremoniales. Contaba con una sala del trono, una estancia para las recepciones y un comedor. Era la casa más espectacular de la ciudad, y sus funciones eran básicamente la recepción de dignatarios extranjeros y la realización de tareas de gobierno. El joven rey, Kamehameha IV, prefería vivir en una cabaña de ramaje en los jardines del palacio.

Una vez concluido el discurso, que fue recibido con aplausos entusiastas, el capitán Farrow se bajó de la caja y fue rodeado de inmediato por los que parecían ser sus partidarios, hombres del comercio y de la industria, pensó Theresa, ataviados todos ellos con levitas negras y sombreros de copa, de vientres enormes como barriles de vino y puros entre los labios, que recibieron a su héroe con palmadas en la espalda y palabras de admiración. «Nos ha gustado lo que ha dicho, Robert —le decían—, nos gustan su energía y su visión».

El señor Farrow aceptó reunirse con algunos, acordó fechas y concretó citas, y prometió tratar de ocuparse de los temas que le presentaban. Finalmente consiguió abrirse paso a través de la multitud, sin dejar de estrechar manos a diestro y siniestro, y se detuvo frente a la pareja de monjas.

—Gracias por esperar, hermana. Sé que está muy ocupada y que su tiempo es muy limitado, pero me preguntaba si tendría un momento libre para visitar a Jamie. Hoy no se encuentra demasiado bien.

—¿Es por la intolerancia a la lactosa?

—No ha bebido ni un sorbo de leche desde que usted nos aconsejó que dejara de hacerlo. No, hermana, esto es algo más traicionero.

Ella respondió que por supuesto que visitaría al niño, al que apenas había visto un puñado de veces en las últimas semanas en el jardín de su casa y acompañado de su institutriz.

—Mi hijo era un niño robusto y lleno de energía. Nunca estaba quieto, le encantaba correr y subirse a cualquier sitio. Hasta que, de pronto, hace cuatro años, empezó a enfermar, perdió peso, y perdió el apetito y las ganas de salir de casa. Lo han visitado todos los médicos de Honolulú y ninguno sabe qué le ocurre, como le expliqué. Esta mañana la institutriz no ha conseguido convencerlo para que saliera de su dormitorio. Y allí sigue, tumbado en la cama, inmóvil. Estoy preocupado, hermana.

—¿Y el doctor Edgeware no sabe qué le ocurre?

Había oído hablar del doctor de la familia Farrow, un hombre de gran reputación y muy querido en las islas.

—El doctor Edgeware está en Hilo y no volverá hasta dentro de unas semanas.

Cuando llegaron a la casa de los Farrow Theresa pidió a la hermana Verónica que continuara sin ella y le prometió que enseguida se reunirían.

Verónica dudó un instante, miró a su compañera, luego al capitán y después otra vez a Theresa. Finalmente aceptó de mala gana y se alejó calle arriba.

El capitán Farrow escoltó a la hermana Theresa hacia el interior de la casa. Era la primera vez que estaba allí. La entrada, espaciosa y llena de luz, se abría hacia la escalera y las habitaciones que se alineaban a ambos lados. El suelo era de madera pulida, muy brillante, y del techo colgaban lámparas con velas y decoraciones de cristal. Se parecía al hogar de su familia en San Francisco y a las mansiones en las que sus padres y ella habían asistido a grandes fiestas.

En todo excepto en el hecho de que la casa del capitán Farrow, según vio Theresa cuando pasaron frente a las puertas del salón y de la biblioteca, estaba llena de rarezas de todo tipo, curiosos armarios chinos lacados en negro, farolillos rojos o estatuas de lo que parecían ser dioses chinos tallados en jade rosa y verde. El suelo estaba cubierto con pieles de tigre y de las paredes colgaban cabezas disecadas de leones y antílopes.

Cuando vio el tótem que se levantaba a los pies de la escalera no pudo evitar sentirse atraída hacia él.

—Es tlingit, de Alaska —dijo el capitán Farrow.

Theresa se acercó más para inspeccionar las tallas. El tótem estaba compuesto por cuatro figuras humanas, cada una aposentada sobre la inmediatamente inferior. Tenían los ojos grandes y redondos, y enseñaban los dientes con gesto fiero. Los cuatro tenían pico de ave y alas. El más alto de todos llevaba un sombrero con forma de cono sobre la cabeza.

—Cuando tenía diez años y vivía en Oregón —dijo—, mi padre nos mandó a buscar para que nos reuniéramos con él en California. Viajamos en carreta hasta el río Willamette, allí cogimos un pequeño barco de vapor hasta la costa y luego el Pacific Mail hasta San Francisco. En el muelle donde atracaban los barcos había dos tótems como este. Eran más pequeños, pero parecidos. Los habían tallado los indios chinook, pero nadie sabía qué significaban. A mí me parecen preciosos…

—Por desgracia, son cada vez más escasos porque los misioneros convencen a los indios del noroeste para que se conviertan al cristianismo y dejen de tallar efigies, incluso consiguen que destruyan los tótems que ya tienen. Supongo que algún día este, que conseguí de una tribu tlingit de Alaska, será muy valioso. —Hizo una pausa—. Iba a donarlo a un museo, pero acabé trayéndolo conmigo en mi último viaje. Cuando volví a Hawái me enteré de que mi padre había muerto y tuve que hacerme cargo del negocio. Este tótem es un recuerdo de mis días en alta mar.

Al darse la vuelta para subir la escalera Theresa miró a través de una de las puertas que estaba abierta y vio un cuadro sobre la chimenea. Era el retrato de una mujer joven ataviada con un vestido muy moderno, con un niño de unos cinco años a su lado. Lo que más le llamó la atención fue su belleza. Era morena, de mirada dulce y larga cabellera negra recogida en dos gruesas trenzas. La combinación de aquellos rasgos tan exóticos con la indumentaria de corte europeo bastaba para captar no solo la atención del espectador, sino también su imaginación.

—Mi difunta esposa —dijo el capitán Farrow—. Se llamaba Leilani.

El niño del cuadro era Jamie. Tenía unos ojos preciosos, grandes y redondos, con el párpado inferior ligeramente abultado, lo cual le confería una mirada melancólica, rasgo que había heredado de su madre. Cuando se lo comentó, el capitán explicó que era tradición en las islas moldear al bebé acabado de nacer. Tan pronto como salía del cuerpo materno, la comadrona le apretaba las comisuras de los ojos y moldeaba otras partes de su cuerpo hasta que estaba perfectamente formado.

—Lo hacen para conseguir el ideal de belleza de la isla —dijo sin dejar de mirar el cuadro. Tras unos segundos de silencio, suspiró y añadió—: Jamie nació en el mes de Welo bajo la luna Ku-pau, un tiempo de mareas bajas y vientos suaves. Se supone que eso le confiere un carácter dulce y cálido. —Se volvió para mirar a Theresa y advirtió preocupación en sus ojos—. La llevaré con él.

Subieron hasta lo alto de la escalera, donde había una puerta abierta que permitía ver el interior del dormitorio. Jamie estaba tumbado sobre la colcha, totalmente vestido, y su institutriz sentada en una s illa a su lado.

—Señorita Carter —dijo el capitán Farrow—, he pedido a la hermana Theresa que eche un vistazo a Jamie.

La joven se levantó de la silla, muy tiesa, con las manos unidas a la altura de la cintura.

—Por supuesto, señor Farrow.

A pesar de que Theresa era más alta que ella, la institutriz parecía mirarla desde lo alto. Se preguntó qué había hecho para ofenderla tan gravemente.

Con el capitán apostado a los pies de la cama, Theresa examinó a Jamie con el estetoscopio (el corazón le latía agitado como el de un pájaro atrapado), le miró la lengua (blanquecina) y finalmente los ojos (faltos de color también). Le hizo unas cuantas preguntas y luego le pidió que le apretara la mano tan fuerte como pudiera. Apenas notó el apretón.

Al verle la alianza en la mano izquierda Jamie le preguntó si estaba casada.

—Sí, lo estoy —respondió ella.

—¿Dónde vive su marido?

—Bueno, digamos que está en el cielo.

—Entonces ¿es usted viuda, como la abuela Emily?

Antes de que pudiera explicarse los interrumpió una mujer a la que Theresa confundió con el ama de llaves y que guardaba un gran parecido con la señorita Carter (madre e hija, dedujo Theresa), que informó al señor Farrow de que tenían visitas. El capitán se disculpó y la dejó a solas con Jamie y la institutriz.

La señorita Carter regresó a su silla y se preocupó de que la hermana Theresa supiera, valiéndose únicamente de su postura vigilante, que no se fiaba de ella. Era una mujer joven y atractiva, con el rostro en forma de corazón y enmarcado por tirabuzones cobrizos. Su vestido era sencillo, de color gris, pero llevaba una crinolina a la última moda y el corpiño le hacía un talle fino y delicado. Theresa se preguntó por qué no estaba casada.

Interrogó a Jamie sobre sus hábitos de sueño, acerca de qué comía, si tenía días buenos y días malos. El niño era muy guapo, con una cara preciosa, redonda y exótica, en la que destacaban los expresivos ojos de los polinesios que podían verse por toda la isla. Sus labios eran gruesos y su piel, de un hermoso tono oliváceo, muestras todas ellas del apuesto hombre en que acabaría convirtiéndose.

Pero antes debían descubrir el origen de su misteriosa enfermedad.

De pronto se le ocurrió algo.

—Señorita Carter, ¿puedo hablar un momento con usted?

La institutriz frunció el ceño. Luego se levantó y ambas se dirigieron hacia la ventana, que estaba abierta para que entrara el aire, donde Jamie no podría escuchar lo que dijeran.

—Señorita Carter, ¿cuándo murió la madre del niño?

Ella se puso tensa y frunció los labios. Para ser tan joven, pensó Theresa, parecía increíblemente vieja.

—No es un tema del que se hable en esta casa.

—Me pregunto si la raíz de los problemas de Jamie está en el dolor que siente por la muerte de su madre.

La señorita Carter levantó la barbilla.

—Creía que era usted experta en enfermedades.

—Simplemente le estaba preguntando…

—Es la hora de su tentempié de la tarde —la interrumpió y, cuando la brisa levantó los velos de su interlocutora, la señorita Carter retrocedió como si el simple roce con su ropa bastara para envenenarla—. Ahora mismo vuelvo —dijo. Dio media vuelta y se marchó.

Theresa permaneció junto a la ventana, preguntándose por qué aquella mujer parecía ver a un adversario en una sencilla monja católica. Sus pensamientos no tardaron en concentrarse de nuevo en el niño que yacía en la cama. Reflexionaba acerca de qué le pasaba y cómo ayudarlo cuando, de pronto, una voz muy fina interrumpió sus cavilaciones.

—¿Usted qué es?

Un niño de unos diez años acababa de entrar en la estancia. Vestía un pequeño traje de tweed con pantalones que se recogían bajo la rodilla y un bombín de paja en la cabeza.

Jamie se incorporó en la cama apoyándose en los codos.

—¡Reese! —exclamó con una sonrisa—. ¡Has venido!

El visitante se acercó lentamente sin apartar los ojos de Theresa.

—Hola, Jamie —dijo cuando llegó junto a la cama—. ¿Estás bien?

—Estoy bien —respondió Jamie—. Hermana Theresa, este es mi primo Reese.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

El pequeño frunció el ceño mientras señalaba el velo de la monja.

—¿Qué es todo eso?

—Es la vestimenta de las hermanas religiosas.

—¿Le hace daño?

Theresa supuso que se refería a la cofia y a la toca, que le presionaban la cara. Apretaban, pero no era doloroso. Negó con la cabeza.

El interés del recién llegado se desvaneció por completo cuando se volvió hacia su primo y le dijo:

—¿Cuándo podrás venir al rancho? Tenemos seis potrillos nuevos. ¡Y el río debe de tener al menos mil quinientos metros de profundidad!

Theresa recordó que el padre Halloran le había comentado algo sobre Peter Farrow y su hijo Reese. Los primos no se parecían mucho. Theresa supuso que era así porque Reese no tenía sangre hawaiana.

—¡No te corresponde a ti tomar esa decisión, Robert!

El grito la sorprendió y, cuando se volvió hacia la ventana, oyó que Reese decía:

—Vaya, ya están otra vez, Jamie. Ojalá no se pelearan.

Theresa se acercó a la ventana y vio a dos hombres alejándose de la casa por el jardín trasero. Uno era el capitán Farrow, el otro era menos alto y más corpulento, y caminaba cojeando y apoyándose en un bastón. Theresa supuso que era el hermano del capitán, de quien se decía que tenía más de cien cabezas de ganado en su rancho de Waialua.

El viento arrastraba sus voces y, mientras los dos primos se ponían al día, no pudo evitar escuchar a los hermanos.

—¡No pienso hablar de ello, Robert! —exclamó Peter Farrow—. ¡Era tu esposa! Si quieres seguir conmemorando su cumpleaños, adelante, pero yo no quiero tener nada que ver con eso.

—Por el amor de Dios, Peter, ¿por qué nunca dices su nombre? ¿Por qué te niegas a honrar la memoria de Leilani al menos pronunciando su nombre en voz alta?

Peter se negó a responder y el capitán Farrow miró a su alrededor.

—¿Dónde está madre, Peter? Pensaba que la traerías para que viera a Jamie.

—Anoche se escapó de su dormitorio. No sé cómo consiguió abrir la puerta, pero la cuestión es que la encontré vagando por la playa bajo la luz de la luna vestida únicamente con un camisón. Esta mañana ha amanecido con un resfriado. La he obligado a quedarse en casa, aunque ha protestado y de qué manera.

El capitán Farrow se quitó el sombrero, se pasó la mano por el pelo y luego se lo puso de nuevo.

—Últimamente estaba bien. ¿Qué le ha ocurrido?

—No tengo ni idea. El último ataque lo tuvo hace meses. Desde entonces ha estado tranquila. Y entonces, de pronto, otro ataque violento. —Peter cogió a su hermano del brazo—. Robert, no podemos cuidar más de ella. Charlotte está embarazada y no quiere que madre esté cerca del bebé. Tendrá que venir aquí y vivir contigo.

—¿Charlotte está embarazada otra vez? ¿Es que has perdido la cabeza?

—Robert, yo no soy como tú. Me niego a permitir que el miedo gobierne mi vida.

—¡Es una jugada demasiado arriesgada, Peter!

—A ti no te impidió tener un hijo.

—¡Una decisión de la que ahora me arrepiento, créeme!

Al oír tan horribles palabras Theresa miró hacia la cama, pero por suerte Jamie estaba tan emocionado escuchando a Reese, que hablaba del rancho, que no había oído a su padre. Pero ¿lo sabía igualmente? ¿Cómo podía un padre arrepentirse de haber tenido a su hijo? ¿Era ese quizá el origen de la enfermedad del pequeño?

—Robert —dijo Peter desde el jardín—, Charlotte se ha retirado a su cama y amenaza con quedarse allí el tiempo que dure el embarazo si madre no abandona la casa.

Se dio la vuelta, retrocedió unos pasos apoyado en el bastón y, colocando una mano junto a la boca, gritó en dirección a la ventana tras la que estaba Theresa:

—¡Reese! ¡Baja ya, hijo! ¡Es hora de irse!

—Caramba —protestó Reese junto a la cama—, supongo que tengo que irme ya. Espero que te pongas mejor y que vengas unos días al rancho.

Tras la partida de Reese la hermana Theresa regresó junto a Jamie, que había cerrado los ojos. Sentía simpatía por él. A su edad los niños deberían estar encaramándose a árboles y persiguiendo conejos. Le puso una mano sobre la frente y se prometió a si misma que lo sacaría de aquel misterioso letargo.

Mientras recogía su bolsa de mano oyó el sonido inconfundible de unos pasos. Alguien subía por la escalera, se dijo, y se preparó para ver aparecer al capitán Farrow por la puerta. Sin embargo, no pudo evitar abrir los ojos de par en par al descubrir que quien entraba era la mujer más corpulenta que había visto en toda su vida.

Ataviada con un muumuu de color amarillo chillón que la cubría por completo desde el cuello hasta los tobillos y las muñecas, no solo era alta sino también entrada en carnes. Tenía la piel morena, y el cabello, largo y rizado, le caía sobre los hombros. Pasó junto a Theresa y se inclinó sobre el pequeño.

—Está durmiendo —dijo Theresa, que no dejaba de preguntarse quién era aquella mujer.

Una sirvienta, seguro, puesto que era hawaiana y hablaba en la lengua nativa al niño. Sin embargo, Theresa se sorprendió aún más cuando Jamie abrió los ojos y sonrió.

—¡Tutu!

La mujer cogió el pequeño cuerpo del niño entre sus enormes brazos y se lo llevó al pecho.

—¡Mi pequeño Pinau! —exclamó, acunándolo.

—Esta es la hermana Theresa —dijo Jamie—. Ha venido a ayudarme. Hermana Theresa, esta es mi Kapuna-wahine. Tutu Mahina, mi abuela.

La mujer dejó a su nieto sobre la cama y se volvió hacia Theresa. Era como si ocupara toda la estancia, pero no solo físicamente, también emanaba de ella una marcada personalidad.

—¿Ha venido ayudar a pequeño Pinau? —preguntó. Su voz era muy suave, casi melódica—. Hace tres, cuatro años, corría como pinau, como libélula. Iba aquí, iba allí —explicó agitando sus enormes brazos de un lado a otro—. ¡Imposible atrapar, como pinau! Pero ahora… —Bajó la mirada con una expresión de tristeza en el rostro—. Pobre niñito. Enfermo. El hijo de mi hija…

Así que aquella mujer era la suegra del capitán Farrow, madre de la hermosa Leilani del cuadro, cuyo nombre Peter Farrow se negaba a pronunciar.

Pidió a Theresa que repitiera su nombre y esta esperó mientras su interlocutora se peleaba con él.

—¡Kika Keleka! —exclamó Mahina finalmente, y sonrió orgullosa.

Le costó mucho más comprender el misterio de la vestimenta de la hermana, que examinó con un descaro absoluto, levantando velos, tirando del peto almidonado y agitándole las faldas. El rosario le llamó la atención.

—Ah, ¿cree en Kirito? —preguntó observando de cerca el crucifijo.

—Sí, creo en Jesucristo.

—¿Cree en Akua?

—Sí, creo en Dios.

Mahina frunció el ceño.

—No como Kapena Pallo.

—No, el capitán Farrow y yo somos un poco diferentes, pero aun así los dos somos cristianos.

—¡Ah! —exclamó, y obsequió a Theresa con un abrazo totalmente inesperado. La montaña de carne que era Mahina la rodeó por completo y pudo sentir la calidez que desprendía su pecho enorme a través de las capas de ropa—. Aloha! Aloha.

La forma en que Mahina decía aloha era casi como una nana. Alargaba la segunda silaba y bajaba la voz, como si cantara. Era un bálsamo para los oídos. Ponía tanto aire en aquella sencilla palabra que Theresa sabía que aquello no era solo un saludo. Le estaba ofreciendo su amor.

—Pequeño Pinau, él enfermo porque malos espíritus en esta hale —dijo Mahina—. Demonios en su sangre. Espantar a demonios. Padre y tío tienen horrible pelea. —Agitó los puños en alto, golpeando el aire—. Tío, él cae por escalera. —Hizo rodar las manos delante de ella—. Romper pierna. Auwe! Ahora mala sangre, Kika Keleka. Niño enfermo por su culpa. Necesitan ho’oponopono pero no quieren.

Theresa no sabía qué era un ho’oponopono, pero conocía la superstición de los nativos con respecto a las casas que podían provocar enfermedades. Mientras hablaba, se fijó en que Mahina no dejaba de rascarse el brazo. Le pidió que se subiera la manga y lo que vio fue un sarpullido bastante feo. Las heridas iban del hombro al codo y estaban abultadas. Se había rascado hasta levantarse la piel en algunas zonas, por lo que también sangraban ligeramente.

Se ofreció a tratarle la herida. Mahina la miró con recelo. No obstante, enseguida asintió, y la hermana le pidió que se sentara y se sujetara la manga subida.

Las hermanas cultivaban su propia equinácea en el jardín del convento (principalmente, Echinacea purpurea y Ratibida pirmata) a partir de la cual elaboraban extractos, tinturas y ungüentos. La equinácea era un remedio fantástico, además de universal, para muchas enfermedades, por lo que siempre la llevaban en sus bolsas de mano junto con el resto de los suministros que constituían su botiquín médico.

Sacó la lata donde guardaba el ungüento, lo aplicó con cuidado en la herida y luego la cubrió con una venda, tras lo cual le ordenó a Mahina que no se quitara el apósito ni lo mojara durante al menos siete días, momento en que volvería a examinarle el brazo.

—Quizá es usted alérgica a algo —le dijo—. Ahora sabemos que algunas de las cosas que los europeos han introducido en las islas no son adecuadas para los hawaianos. Quizá es algo que ha comido.

Mahina negó con la cabeza.

—Hay maldición sobre mí.

—¿Por qué dice eso?

La mujer miró largamente a Theresa, recorriendo con sus ojos castaños los velos y la falda de la monja antes de posarlos sobre el rosario. Al parecer, había llegado a una conclusión; Theresa sintió que la mujer había estado valorando si podía hacerle una confidencia especial.

—Hace mucho tiempo, cuando era joven, yo voy con mi madre a Vagina de Pele. Entrar es kapu. Mi madre dice que yo quede fuera. Pero entro. Diosa Pele lleva a mí madre, y yo entro en Vagina de Pele. —Mahina guardó silencio un instante y Theresa esperó. Vio que recorría con sus grandes ojos redondos el dormitorio de Jamie—. Yo entro y como es kapu, Pele maldice. Kika Keleka, ¿cómo puedo levantar maldición de mí? Yo intento ho′oponopono pero no funciona.

—¿En qué consiste la maldición?

Mahina alzó la mirada.

—¡Mahina no sabe! Muchos años atrás Pele maldice a mí, y espero durante años dioses me fulminen, pero ellos no hacen aún y yo no sé razón. —Se levantó de la silla y se acercó a la cama para inclinarse sobre Jamie, que seguía dormido—. Pobre pequeño Pinau. Puede que esto es maldición de Mahina. Los dioses ponen niño enfermo porque Mahina rompe kapu.

Theresa consultó la hora en el pequeño reloj que llevaba colgado del hábito y vio que se había quedado demasiado rato. Tenía que reunirse con la hermana Verónica.

Dejó a Mahina con su nieto y encontró al capitán Farrow en una terraza cubierta al fondo de la casa, con el ceño fruncido frente a los grandes ventanales que daban al jardín.

Theresa carraspeó y el capitán se dio la vuelta. Sus ojos transmitían una suerte de oscura melancolía, la mirada de quien se encuentra perdido. Theresa pensó que sobre aquella casa se cernía una extraña tristeza. El niño solitario. El padre, un hombre de pasiones y visiones.

Era como si un secreto los mantuviera prisioneros en ella. Por lo pronto, sospechaba que la enfermedad del pequeño era algo más que una mera afección física. Los problemas del alma eran los que realmente aquejaban a aquella familia.

Cuando se disponía a hablarle de la situación de Jamie, de pronto apareció la señorita Carter con una taza y un plato entre las manos. Al ver a Theresa se detuvo en seco y una mirada de hastío ensombreció su rostro.

—Su refrigerio, señor Farrow —dijo, y él indicó con un gesto que lo dejara en la mesa.

La institutriz obedeció y, antes de darse la vuelta para marcharse, echó una mirada a la hermana que hablaba por si sola: no se mostraba posesiva con el hijo, sino con el padre.

—¿Qué me puede decir de Jamie, hermana? —preguntó el capitán.

—Creo que sufre de anemia.

—Eso mismo lo han dicho ya otros médicos. He intentado distintos tónicos, pero ninguno funciona. —Se retorció las manos—. Quiero a mi hijo más de lo que puedo expresar con palabras. Cuando me arrebataron a mi esposa el dolor casi me hizo enloquecer. No puedo perder a Jamie, hermana, no puedo.

—Creo que necesita hierro —dijo ella, un tanto atónita por la repentina muestra de emociones—. Que la cocinera le prepare caldo de verduras con un clavo oxidado en la olla. Que hierva durante una hora. Saque el clavo, deje que el caldo se enfríe y luego déselo a su hijo. Hágalo las veces que sea necesario. Si eso no funciona, mis hermanas y yo fabricamos algunos tónicos que podrían serle de ayuda.

El capitán le dedicó una de sus miradas largas y pensativas antes de sorprenderla con otra afirmación.

—Es usted muy joven.

—Pero mis remedios son muy antiguos. Y probados —añadió con una sonrisa.

El capitán la sorprendió nuevamente al devolverle la sonrisa y, mientras pensaba que estaba muy atractivo con aquella expresión en el rostro, sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Buenos días tenga, capitán. Él la siguió con la mirada mientras se dirigía hacia la salida, una curiosa figura blanca y negra.

Se dijo que la hermana Theresa era muy bella. Tenía el rostro ovalado, la nariz pequeña y la boca delicada, además de unos grandes ojos castaños que transmitían calidez. No podía verle el cabello, pero sus cejas eran del color del bronce, lo que le hizo imaginar unas trenzas rebeldes bajo el velo negro. A pesar del hábito religioso que la cubría por completo, era muy femenina, pensó, y sus manos, cuando las enseñaba, eran como palomas en pleno vuelo, pálidas y finas mientras revoloteaban sobre los frascos de medicinas y las vendas. Su tacto cuando aplicaba un bálsamo debía de ser delicado como un beso.

—¿Capitán Farrow? —dijo el ama de llaves desde la puerta de la estancia—. El señorito Jamie pregunta por usted. Farrow atravesó la casa hasta la escalera, y había subido la mitad del recorrido cuando, de pronto, se detuvo en seco. El día, que había empezado con una promesa, se había nublado. La visita de Peter, la discusión con su hermano, la noticia de que su madre, Emily, había tenido una recaída, el embarazo de Charlotte…

Se agarró al pasamanos y trató de dominar sus emociones. Intentó actuar racionalmente, como lo hacía cuando estaba en las oficinas de la empresa o en una reunión de la Asamblea Legislativa. Pero aquello era demasiado. El niño que descansaba en la cama de su dormitorio…

El hijo cuyo nacimiento nunca debería haber permitido.

El hijo al que le tenía miedo.

Robert Farrow, descendiente de un capitán de barco y una misionera, no podía enfrentarse a lo que sabía que hallaría en la habitación del pequeño. Con un suspiro de agotamiento, dio media vuelta y bajó por donde había subido.