5

La gran jefa Pua, de pie bajo un árbol lehua en flor, observaba a la mujer del capitán haole mientras esta tendía la ropa recién lavada.

A Pua le gustaba Mika Emily. Era amable con la gente de la aldea, les enseñaba a leer y a confeccionar vestidos. Mika Kalono llevaba dos años muerto, y ningún predicador había ido a reclamar su puesto. Para Pua, aquello era un buen augurio. Se acabó decir a los kanaka cómo tenían que vivir. Además, el nuevo hombre de Mika Emily era una buena persona. Comía con los kanaka, trataba a los nativos como amigos y nunca les decía que deberían rezar al dios haole.

Y aquel no era el único augurio positivo. Mika Emily esperaba un hijo. El bebé llegaría en cualquier momento. Un niño especial. El primer blanco nacido en aquella tierra sagrada. Un nacimiento propicio. Pua sabía que los misioneros de Kona y Waimea también habían traído criaturas blancas al mundo, pero ninguna de las dos aldeas era tan especial como Hilo, Puna y Kau. La zona sudeste de la isla era el lugar en el que los Primeros habían desembarcado muchas generaciones atrás. Los bebés blancos nacidos en otras partes de la isla eran especiales, sí, pero el de Mika Emily era el más especial de todos.

Pua abandonó la sombra del árbol lehua y se dirigió hacia el heiau sagrado, al final de la aldea, para dejar mangos y bananas en la base del Pene de Lono. Alzó los brazos y entonó un cántico dirigido al enorme falo para pedir al dios de la sanación y de la fertilidad que hiciera más bebés entre los kanaka y así mantener fuerte la población.

Cogió el cuchillo de piedra que llevaba atado alrededor de la cintura, partió un mango por la mitad y observó la semilla. Para un ojo inexperto, no era más que un hueso alargado, húmedo y amarillento, pero Pua podía ver las formas que recorrían su superficie ondulante, comprendía el significado de los frágiles hilillos que lo unían a la pulpa del fruto.

El mensaje era una profecía.

Desde la muerte de Mika Kalono ningún misionero se había establecido de forma permanente en Hilo, solo pasaban por allí de camino a otras aldeas. De vez en cuando, un predicador se presentaba en Kona para pasar unos cuantos días con las gentes del jefe Holokai y, mientras estaba allí, la asistencia al oficio del sábado era impresionante. Sin embargo, en cuanto se marchaba todos regresaban a su vida de siempre.

A Pua eso la complacía. Su hermano Kekoa y ella se esforzaban mucho para que los aldeanos no olvidaran su cultura y sus tradiciones, les recordaban que no debían dar la espalda a los antiguos dioses porque de lo contrario algo terrible sucedería. El hombre de Kona había ido a predicar hacía ya un mes. Se había pasado todo el servicio tosiendo y estornudando y, tras su marcha, muchos aldeanos habían enfermado de un mal contra el que Pua, con toda su magia, sus plegarias y sus hierbas, no podía luchar. Algunos habían muerto. Mika Emily lo había llamado «Catarro», algo que, según ella, no mataba al hombre blanco.

Los sermones del reverendo Michaels asustaron a su gente. Les gritó que el dios todopoderoso del hombre blanco tenía más poder que mil dioses hawaianos juntos y que los isleños morirían si no obedecían sus mandamientos. Les enumeró las normas, y el pueblo de Pua escuchó. Les dijo que la promiscuidad sexual era un pecado y que Dios los castigaría por ello. Les habló de fuegos eternos en un lugar llamado infierno, y los aldeanos imaginaron los fuegos de Pele cuando la diosa enfurecía y escupía ríos de lava hacia el cielo. Temían a los fuegos de la diosa, de modo que la mención del infierno causó el mismo efecto en ellos, a tal punto que intentaron comportarse según las reglas del predicador.

Pua leyó el mensaje en la semilla del mango. Decía que aquel año nacerían pocos kanaka, menos bebés de los habituales para reemplazar a aquellos que habían muerto de «Catarro». En años venideros serían menos kanaka en las islas de Havaiki. Pua era consciente de que el objetivo de su existencia era evitar que esa profecía se hiciera realidad.

Sabía lo que tenía que hacer. Entregaría al hijo de Mika Emily a Lono a modo de ofrenda.

Mientras tendía la colada, Emily no apartaba la mirada de la bahía. Había enviado un mensaje a Kona para el señor Michaels diciéndole que se acercaba la fecha. Meses atrás, cierta vez que predicaba en la isla, él le había dicho que su mujer iría a ayudarla en el parto. Todos los días, Emily observaba la costa en busca de las canoas de mayor tamaño que los isleños, hawaianos o no, utilizaban para viajar a los asentamientos de la costa y que se impulsaban por medio de una característica vela triangular hecha con un tejido vegetal amarillo.

También esperaba la llegada del Krestel.

Durante los primeros seis meses de su matrimonio, oficiado por un predicador que pasaba por la isla, MacKenzie subía hasta el promontorio y dirigía la mirada hacia el mar. Emily lo observaba y pensaba: «Como con la cometa, soy la cuerda que lo mantiene unido a tierra mientras su corazón anhela regresar al mar».

Un día habló con él y le pidió que se embarcara en un nuevo viaje. Él protestó. La amaba, declaró, y quería estar con ella, pero Emily había tomado una resolución: si no era capaz de superar sus propios miedos, al menos no debía permitir que MacKenzie se convirtiera en prisionero de ellos.

Así pues, le dijo:

—Márchate, amor mío, y tráeme historias de los lugares que nunca podré conocer.

Él la sorprendió al pedirle que fuera con él.

—Muchos capitanes llevan consigo a sus esposas. Haré que preparen un camarote especial para que estés más cómoda. Pasaremos muchos meses juntos en el mar, mi amor, y podrás visitar islas y lugares exóticos.

Emily deseaba con toda su alma decir que sí, pero le preocupaba lo que pudiera pasarles a los nativos sin su vigilancia y su influencia constantes. ¡Quizá enterrasen vivos a más bebés!

Sin embargo, tras la partida del capitán su estado emocional había empeorado. Los viajes por mar eran peligrosos; a menudo desaparecían barcos enteros con todo lo que llevaban a bordo. Cuando Isaac se marchaba, Emily siempre sabía que su esposo seguía en la isla. En cambio, cuando MacKenzie partía, se adentraba en el océano, donde estaba a merced de corrientes, tifones y piratas. Emily no podía estar segura de su regreso y la preocupación la consumía. «Podría haber ido con él —pensaba cuando se sentía sola—, pero los nativos me necesitan. Si partiera con mi amado esposo, volverían a sus costumbres salvajes».

Por si fuera poco, aún no había recibido ni una sola carta de su familia. No sabía cómo se habían tomado la noticia de su matrimonio con el capitán Farrow. Y había sucumbido a la necesidad de bajar a la playa, donde pasaba horas y horas rebuscando en la arena, entre las dunas, entre los maderos que el mar arrastraba a la orilla en busca de alguna señal que le indicara que su familia y sus amigos de New Haven no se habían olvidado de ella. Y, sobre todo, que la habían perdonado por casarse con el capitán de un barco.

Quizá las buenas noticias mitigaran el disgusto.

Tiempo atrás, cuando hacia una semana que MacKenzie había partido hacia Alaska, Emily se despertó una mañana aquejada de náuseas y se percató de que tenía los pechos especialmente sensibles. Estaba embarazada. Sus padres se alegrarían al saberlo.

Dejó un instante su labor para estirar la espalda y contempló con orgullo su nuevo hogar.

En cuanto recibió la comunicación del Comité Misionero en la que se le informaba de que ya no formaba parte de la congregación, Emily abandonó la pequeña casa que Isaac había hecho y MacKenzie inició los trabajos de construcción de otra más grande para los dos. Organizó a los nativos y, con la ayuda de algunos marineros de los barcos fondeados en la bahía para aprovisionarse de agua y comida, levantaron una casa de bloques de coral tallados de los arrecifes del litoral. La edificación tenía dos plantas, buhardilla y sótano. Las ventanas eran grandes, numerosas y con contraventanas para protegerse del sol. MacKenzie quería añadir un porche cubierto y un balcón. Muchos de los elementos que la decoraban (la repisa de la chimenea, los paneles de cristal de las ventanas, los pasadores de las puertas) los habían ido añadiendo gradualmente a medida que llegaban desde Nueva Inglaterra. Los muebles también habían llegado poco a poco, pero ahora la nueva casa de Emily lucía suelos pulidos cubiertos por alfombras, un diván con varias sillas tapizadas a juego, un perchero, un armario, una mesa de comedor con otras sillas de respaldo alto y un aparador, una cama grande y un baúl para la ropa del hogar, un escritorio y un reloj de pared.

Durante el tiempo que MacKenzie había compartido con Emily tras la muerte de Isaac, el capitán había estrechado lazos y firmado contratos con la realeza, los granjeros y los nuevos ganaderos. También había comprado dos barcos más con sus respectivos capitanes para transportar las mercancías con las que comerciaba. Y entonces Emily había dicho a su amado MacKenzie que podía regresar a la mar, le había asegurado que ella estaría bien, y había rezado en secreto para que la casa que Isaac había construido no permaneciera vacía demasiado tiempo, para que el Comité Misionero enviara a la isla a otra pareja que predicara entre las gentes del jefe Holokai.

A pesar de que ya no era misionera, Emily estaba más decidida que nunca a llevar la palabra de Cristo a los isleños. Habían pasado casi cuatro años desde su llegada y sentía que, aparte de convencer a las mujeres para que cubrieran su desnudez con vestidos, no había logrado grandes avances. Se culpaba por la muerte prematura de Isaac. Si Pua hubiera sido cristiana cuando su difunto esposo cayó enfermo, lo más probable es que lo hubiera curado con su medicina y sus ungüentos. Por desgracia, Isaac no estaba dispuesto a permitir que se entonaran cánticos paganos bajo su techo y había muerto.

Con el paso de los años Emily había conseguido entender mejor la visión de los hawaianos. Creían en el poder de las palabras, aunque no como los occidentales concebían el poder de la plegaria, en la que estas o los rezos no tenían valor por si mismos sino por el hecho de que iban dirigidos a Dios, que tenía todo el poder. Para los hawaianos, en cambio, las palabras poseían el poder de sanar o de hacer daño, y por ello siempre eran muy cuidadosos con lo que decían. Así se explicaba que Pua no pudiera administrar una medicina sin las palabras adecuadas, ya que eran estas las que tenían la capacidad de curar.

Emily estaba resuelta a liberar al pueblo de Pua del yugo de la superstición y de la creencia en la magia que les impedía aplicar la medicina de una forma positiva.

Cuando vio a Pua subiendo por el camino que llevaba a su casa dejó caer en la cesta las prendas húmedas que le quedaban por tender, se llevó las manos a la baja espalda y se estiró.

Aloha —la saludó alegremente Pua.

—Buenos días, Pua.

Emily se alegraba de ver a la gran jefa, y es que la sonrisa de la nativa bastaba para levantarle el ánimo. No sabía mucho acerca de la vida personal de la sanadora. Pua pasaba poco tiempo en la aldea, casi menos que Emily. Sus servicios eran requeridos por toda la isla, sobre todo últimamente con los continuos brotes que se propagaban entre los isleños, enfermedades traídas por el hombre blanco ante las que los nativos no tenían apenas resistencia. Emily se preguntaba por qué Pua no estaba casada. Aún era joven y hermosa. Por lo poco que sabía de ella, Mahina era su única hija.

—¿Cómo estar Mika Emily? —le preguntó Pua posando una de sus oscuras manos sobre el abultado vientre de Emily.

—Lista para tener al bebé. Será cualquier día de estos. Con un poco de suerte, la señora Michaels ya estará de camino.

—Pua ayuda.

—Gracias, pero la señora Michaels tiene experiencia trayendo niños al mundo.

Lo cierto era que Emily no sabía cuál era exactamente la experiencia de Charlotte Michaels, pero Pua se había ofrecido muchas veces durante los últimos meses a hacer de comadrona, y ella no quería bajo ningún concepto que la gran jefa trajera a su hijo al mundo. El proceso implicaría magia, estaba convencida, y toda suerte de rituales paganos. Emily no sabía cómo afectaría todo aquello al alma inmortal de su recién nacido y no tenía intención de arriesgarse. Si era preciso, daría a luz ella sola.

Pua le ofreció un pequeño hatillo envuelto con una hoja grande y verde, que Emily observó con recelo.

—¡Comida buena! —exclamó Pua entre risas.

Emily lo cogió, retiró la hoja y descubrió varios trozos de mango de un espectacular color amarillo.

—Vaya, parece delicioso, Pua. Mahalo.

Se dejó caer en una de las sillas que había a la puerta de la casa e invitó a Pua a que se sentara con ella, pero la sanadora dijo que tenía pacientes que visitar.

El mango era dulce y refrescante, y Emily cerró los ojos mientras saboreaba cada mordisco. Solo cuando ya se había comido el último trozo se dio cuenta del extraño regusto de la fruta.

Una hora después empezaron los dolores del parto.

Se levantó como pudo de la silla y, apoyándose en el muro de la casa, avanzó hasta el extremo del porche desde donde podía ver el puerto. No divisó ninguna vela amarilla. Intentó concentrarse y pensar. Había albergado la esperanza de que Charlotte Michaels llegara a tiempo. No había más mujeres blancas en la zona y, obviamente, ya no había tiempo de hacer venir a una.

Dio media vuelta y dirigió la mirada hacia la aldea de los nativos. Mientras otra punzada de dolor a filada como un cuchillo la atravesaba, pensó en el bebé. Necesitaba que alguien la ayudara con el parto, sabía que no podía hacerlo sola.

«¡Pua no! —se dijo—. Utilizará su brujería con mi hijo».

Pero no tenía a nadie más a quien acudir. Y Pua se aseguraría de que el bebé sobreviviera.

Elevó a Dios una plegaria desesperada: «¡Envíame ayuda! Si MacKenzie estuviera aquí… ¡O algún misionero! ¡Estoy sola, dando a luz a mi primer hijo! ¡Dame fuerzas, Señor!».

Sintió que otra punzada de dolor la recorría. Cuando por fin empezó a retroceder vio a la gran jefa Pua y a su hija Mahina subiendo por el camino en dirección a su casa. Una tercera contracción la obligó a doblarse y ya no pudo pensar con claridad. ¿Eran las dos nativas la respuesta de Dios a sus plegarias? ¿Era aquella Su voluntad? ¿O quizá se trataba de un engaño de Satanás, que le enviaba a aquellas dos paganas para que se apoderaran del recién nacido?

«¡Dime qué debo hacer, oh, Señor!».

Pua y Mahina sonreían mientras se acercaban. Iban medio desnudas, con la piel morena apenas cubierta por sendos pareos floreados anudados alrededor del cuello. Adoraban piedras de formas obscenas, fornicaban, practicaban el incesto y estaban condenadas a la perdición por sus pecados y su ignorancia.

Emily se dirigió hacia ellas con las manos bajo el vientre, tambaleándose. La gran jefa y su hija corrieron a su encuentro y la sujetaron cada una por un brazo.

—Viene —le dijo Mahina con dulzura—. Nosotras ayudamos.

—¿Qué…?

La guiaron por el camino, lejos de la casa.

—No, esperad. Llevadme adentro.

Pero le flaqueaban las piernas a causa del dolor y ya solo podía mantenerse erguida gracias a la ayuda de Pua y de Mahina.

—Tú viene —la apremió la joven—. Mika Emily tiene bebé especial. Nosotras ocupamos de bebé especial.

—¿Especial? —repitió Emily sin aliento mientras avanzaba confusa hacia la aldea—. ¿Qué quieres decir…?

A medida que pasaban entre las cabañas, los aldeanos salían a mirar y las seguían. Cuando por fin llegaron al otro extremo del asentamiento una multitud acompañaba a Mika Emily.

—Cabaña de partos —anunció Mahina con una sonrisa al aproximarse a una cabaña de ramaje grande y diáfana cuya entrada custodiaban varias efigies de dioses talladas en madera.

—No —dijo Emily intentando resistirse.

Prefería tener a su hijo a la intemperie que en una cabaña pagana, pero estaba débil, quería que su bebé naciera sano y sabía que Pua era una experimentada comadrona.

Sin embargo, no era cristiana. Y mientras la ayudaban a entrar en aquella suerte de refugio, Emily vio horrorizada que la cabaña estaba a escasa distancia de la entrada del heiau en el que había visto el obsceno falo sobre el altar pagano. Allí esperaban los dos sacerdotes ataviados con capas y pareos que custodiaban el ídolo sin dejar de observarla.

—¡No!

Madre e hija la ayudaron a estirarse sobre la esterilla, que estaba cubierta con un retazo limpio de tejido de corteza. Pua le habló dulcemente en hawaiano mientras Mahina le acariciaba la frente y el cabello y le decía:

—Ahora tú bien. Tenemos bebé especial. Lono ayuda. Ahora rezamos a Lono.

—Por favor, no…

Le dieron agua y le enjugaron el sudor de la cara. Mahina permaneció a su lado mientras Pua se colocaba en posición para recibir al bebé. Emily oyó el sonido de los tambores seguidos de los cánticos, lamentos rítmicos y fuertes. Ladeó e intentó contenerse, pero su hijo tenía ganas de nacer. El dolor la rompió por dentro. Perdió la noción del tiempo. No sabía si llevaba minutos u horas de parto; solo era consciente de las contracciones y de la voz dulce y reconfortante de Mahina.

Aterrorizada, pensó en los sacerdotes que esperaban junto al altar. ¿A qué?

Por fin, tras una eternidad de dolor y de agotamiento, llegó el bebé.

—¡Tienes hijo! —exclamó Mahina, emocionada, mientras Pua se apresuraba a separar al recién nacido de su madre.

—Dámelo —suplicó Emily casi sin aliento a la vez que extendía los brazos.

Pero Pua se puso en pie y acunó en sus brazos al niño, ensangrentado y quejumbroso, y sin mediar palabra salió a toda prisa de la cabaña.

Emily gritó y lloró mientras Mahina la sujetaba y con una sonrisa le decía una y otra vez que Lono sería feliz con su regalo. Intentó mirar a través de la puerta de la cabaña y vio a Pua frente al altar pagano, delante del ídolo depravado, levantando al bebé en alto mientras los sacerdotes entonaban canticos y agitaban manojos de hojas ti. De repente la gran jefa dejó al pequeño en el altar, sobre un lecho de flores, y alzó los brazos para entonar también ella los cánticos que quebraban el silencio de la noche mientras en la aldea resonaban los tambores y decenas de voces humanas recitaban las palabras de una canción pagana.

Emily estaba suplicando a Mahina entre sollozos que perdonaran la vida a su hijo cuando, de pronto, Pua regresó y, con los ojos nublados, vio al bebé en los brazos de la sacerdotisa. Estaba cubierto de pétalos. La gran jefa se arrodilló junto a ella y le colocó al niño sobre el pecho. Luego, sin dejar de acariciarlo, le pasó la mano por el cabello a ella.

—Bebé ahora hijo de Lono. Niño mucha suerte —le dijo con una sonrisa en los labios.

De pronto las lágrimas de Emily se transformaron en alegría al ver que el pequeño movía los brazos y las piernas, que volvía la carita arrugada hacía un lado y otro, y un amor como nunca había creído posible la colmó de paz y felicidad.

Cuatro semanas después del nacimiento de su hijo, al que Emily bautizó como Robert Gideon, llegaron los nuevos misioneros.

Dos familias fueron cordialmente recibidas en la playa por el señor Clarkson, quien las escoltó, junto con una bulliciosa multitud de nativos, a conocer al jefe Holokai y a sus queridos hijo e hija, Kekoa y Pua. Los recién llegados fueron convenientemente interrogados y luego obsequiados con un fabuloso banquete con espectáculo, tras el cual los acompañaron a través de la aldea hasta la laguna, junto a la cual los aldeanos habían levantado una nueva cabaña de ramaje especialmente para ellos. Emily observó la escena desde la puerta de su casa de dos plantas, con Robert entre sus brazos. No había querido asistir al luau. Jamás perdonaría a Pua lo que había hecho.

Mientras los cuatro misioneros deliberaban sobre quién viviría en la cabaña y quién en la casa que ocupaba la tierra que la Junta Misionera alquilaba a la Corona, los nativos abrieron las cajas de madera que los haole habían traído consigo y descubrieron cientos de biblias y libros de plegarias, así como cartillas y pizarras, papel y plumas.

Emily sintió la emoción que embargaba las voces de los nuevos predicadores y la energía que desprendían, y reconoció en ellos el celo que había descubierto en Isaac hacía ya cuatro años. Aquellos dos hombres, con una visión y una convicción tan firmes, se ocuparían de que los nativos se convirtieran al cristianismo. No dudaba de ello.

Tampoco dudaba de que, a partir de aquel día, los nativos de Hilo nunca volverían a ser los mismos.