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La carta del Comité Misionero en Honolulú era breve y no se andaba con circunloquios:

Sentimos su pérdida, señora Stone, pero debemos recordarle que una mujer que no esté casada no puede servir en nuestra misión. Mientras dure el duelo, puede quedarse en la casa que ocupa los terrenos que el Comité Misionero le alquila a la Corona, tras lo cual le recomendamos encarecidamente que regrese a New Haven y tome esposo entre los miembros de su congregación. De ese modo, con la ayuda del Señor, algún día podrá reanudar la excelsa labor que ha venido realizando en las islas.

Emily sintió que se le partía el alma. Había enviado una misiva al comité para informarse acerca de su situación, con la esperanza de que su condición de viuda le bastara para seguir trabajando en Hilo, pero el comité le había dejado bien claro que si quería seguir formando parte de la misión tenía que casarse con otro miembro de la Iglesia. Pero ¿cómo podía hacer algo semejante si había entregado su corazón al capitán Farrow?

Fiel a su palabra, MacKenzie había dejado el timón del Krestel en las competentes manos de su primer oficial y no se había movido de Hilo. Últimamente él y Emily habían pasado mucho tiempo haciéndose compañía, y el anhelo que sentían el uno por el otro era más que evidente. Con todo, ni siquiera se habían dado la mano desde que Isaac había muerto, seis meses atrás. En aquella noche tormentosa, después de que un presentimiento le hiciera virar su barco para regresar a Hilo, MacKenzie la había reconfortado. Pero no se habían besado. No habría estado bien. También le había ayudado a enterrar a su esposo en una parcela de terreno seco hacia el corazón de la isla, con una valla protectora alrededor de la tumba y una losa de coral en la que habían grabado toscamente una cruz y el nombre completo del reverendo Isaac Stone.

Desde aquel día Emily sentía que daba bandazos sin rumbo fijo. Isaac era la columna vertebral de aquella misión, el arquitecto de la salvación entre los nativos, el espíritu que los guiaba. Sin él, le parecía ir a la deriva, como la cometa roja que en cualquier momento podía salir volando y desaparecer.

Cuando MacKenzie estaba con ella, sentía que algo la andaba al suelo, pero eran cuidadosos y se veían lo mínimo para evitar que los chismorreos se extendieran como la pólvora. Si eso llegara a ocurrir, el Comité Misionero acabaría por descubrir su amistad y enviarían a Emily de vuelta a casa de inmediato, siguiera o no de luto.

Sabía que, llegado el caso, podría apelar ante los directores de la misión en New Haven, pero las cartas tardarían meses en llegar hasta allí, más otro tanto hasta que tuviera en sus manos la respuesta. Posiblemente pasarían dos años antes de que conociera su respuesta, y en ese tiempo se vería obligada a abandonar su casa para que pudieran ocuparla los nuevos misioneros.

Cuando vio a MacKenzie subiendo por el camino desde los muelles se guardó la carta en el bolsillo. Tenía que pensar en lo que el comité le decía en ella antes de comentárselo.

Sabía que el capitán albergaba sentimientos hacia ella. Lo advertía en sus ojos y lo notaba en los largos silencios que compartían cuando les fallaban las palabras y simplemente se miraban el uno al otro. Sin embargo, no había cruzado ninguna línea. Emily sabía que tenía que cumplir con su papel de viuda y seguir las convenciones. Pero ahora el Comité Misionero la obligaba a tomar una decisión desesperada. Había desembarcado en aquellas islas para llevar la salvación a sus habitantes, pero solo podía cumplir con su cometido si se casaba con otro misionero.

—¡Buenos días tenga! —La saludó MacKenzie.

—Buenos días tenga usted también, capitán.

Como estaba temporalmente sin barco, Farrow se había construido una cabaña de ramaje cerca de la laguna, no muy lejos de la casa de Emily, pero si lo suficiente para no provocar a las malas lenguas. A pesar de que le había transmitido un doloroso mensaje a Clarkson, el indiscreto agente portuario, sabía que la gente aún los vigilaba.

Emily quería correr a su encuentro, pero permaneció frente a la puerta de su pequeña casa de coral. Había dedicado la soleada mañana a cocinar y remendar ropa. Ahora sus dos sirvientas estaban colgando la colada.

Eran las únicas nativas que Emily había sido capaz de cristianizar. Por desgracia, eran esclavas y eso significaba que no tenían influencia alguna sobre los aldeanos. No estaba segura de cuáles habían sido sus delitos, pero en la estructura jerárquica de los hawaianos solo estaban un peldaño por encima de los parias, gente que había infringido kapus graves y ya no podían estar en contacto con el resto de la población. Las dos hermanas les habían sido entregadas a Isaac y a ella, pero Emily las trataba con respeto. Durante la última visita del reverendo Michaels para predicar y distribuir literatura cristiana impresa en la lengua de los hawaianos, él mismo había bautizado a ambas muchachas, y ahora se llamaban Mary y Hannah, nombres que eran capaces de pronunciar.

Emily también les estaba enseñando modales. No utilizaban vestidos, pero habían aprendido a anudarse el pareo por debajo de los brazos de forma que les cubriera el pecho. Comían en platos, con tenedor y cuchillo. Las adiestró en tareas como planchar o coser, pero donde realmente destacaban era cocinando. Les mostró cómo hacer pan, cómo trabajar la masa de pasteles y tartas, cómo cocinar un asado perfecto y hasta cómo preparar una salsa de nabo, que no preparaban nada mal. Con los pocos recursos que tenía a su disposición, Emily era capaz de organizar una comida típica de Nueva Inglaterra y sorprendentemente buena, o eso decían aquellos que disfrutaban de vez en cuando de su hospitalidad. Echaba de menos cocinar con manzanas y queso, la carne de cordero, el helado y el sirope de arce. A cambio, había aprendido a apreciar la piña y el mango, además del abundante marisco que era el alimento básico de las islas.

Sabía que el capitán Farrow la visitaría en cuanto se ocupara de unos asuntos en el puerto, de modo que se había pasado toda la mañana supervisando personalmente una bandeja de pastelitos de gelatina que ya estaban fuera del horno, partidos a cuadrados y listos para saborear. Había usado toda la mantequilla y la leche que le quedaba, y ¿quién sabía cuándo encontraría más? Podía comprar carne de vacuno cada vez que el jefe Holokai enviaba a sus hombres a capturar y sacrificar algunas cabezas del ganado salvaje que campaba a sus anchas por la isla, pero vacas domesticadas había muy pocas, la mayoría en Kona, así que los lácteos escaseaban y eran muy caros. Aun así, dado que los pastelitos de gelatina eran para MacKenzie, Emily estaba dispuesta a usar sus reservas, tan preciadas y cada vez más escasas, para contentarlo.

El corazón le dio un vuelco al ver que avanzaba hacia ella bajo el sol tropical; alto, apuesto, imponente. Temía el momento en que el capitán tuviera que embarcarse de nuevo en el Krestel, algo que ambos sabían que acabaría pasando. Mientras tanto, se mantenía ocupado. Pasaba el día en compañía de los capitanes que recalaban en la bahía para cargar sus bodegas de provisiones. MacKenzie se había iniciado en una suerte de mercadeo: compraba cargamentos a los barcos que hacían parada en Hilo, los guardaba en el almacén que había construido junto a los muelles y luego los vendía a los capitanes que necesitaran de su mercancía. Era un negocio muy rentable, cuyas ganancias pretendía invertir en la compra de un segundo barco.

Un marinero avanzaba junto a él, cargado con una caja de madera. Emily no lo conocía, aunque cada vez eran más los tripulantes que abandonaban su embarcación para quedarse en la isla y «Casarse» con una nativa. Poco a poco, a lo largo de la playa había empezado a formarse una pequeña colonia de blancos, desperdigados y sin relación entre ellos. Eran hombres que tenían las más diversas ocupaciones (naturalistas, geólogos, artistas y exploradores) que desembarcaban en la isla para pasar unos meses en ella y luego escribir la crónica de sus hallazgos.

—Le he traído algo —dijo Farrow mientras se acercaba, sonriendo al ver a Emily con un vestido de color rosa palo y su sempiterna cofia de encaje blanca cubriéndole el cabello.

Tras la muerte de su esposo, había guardado luto durante tres meses, pero el bombasí negro había resultado excesivamente grueso para el calor y la humedad de la isla. Después de la insistencia por parte del capitán, e incluso de algunos compañeros misioneros que la habían visitado, Emily recuperó sus ropas habituales.

—¿Más regalos? —preguntó entre risas.

Su pequeña casa cada día estaba más llena gracias a la generosidad de MacKenzie Farrow.

—Este es más práctico. —Hizo un gesto al marinero y este dejó caer la caja sobre la hierba y abrió la tapa. Estaba repleta de rollos de tela—. De los campos de algodón de Georgia —explicó a la vez que señalaba con orgullo el tesoro que se ocultaba en la caja— a las fábricas de Nueva Inglaterra, y ahora a Hawái antes de seguir su camino hacia California y la costa Oeste. Las he conseguido a cambio de jade.

Emily se quedó asombrada viendo las coloridas cretonas, las pálidas muselinas y el algodón blanco.

—¡Oh, gracias, capitán! Por favor, venga y tome asiento. Acabo de preparar unos pastelillos de gelatina y una jarra de zumo de mango.

Pero él no se movió de donde estaba, al parecer perdido en sus pensamientos. Excusó al marinero con un gesto de la mano y, cuando estuvieron a solas, su rostro cambió y su expresión se tornó seria.

—Emily, han pasado seis meses desde que murió su esposo. Es mucho tiempo para que una mujer viva sola.

—No estoy sola —replicó ella con forzada alegría—. Tengo a Mary y a Hannah. Me visita mucha gente. Pua y Mahina vienen a verme de vez en cuando. Y —añadió, esta vez en voz baja— le tengo a usted, capitán.

—Esa es la cuestión, Emily —dijo él. Se acercó a ella y se quitó la gorra en señal de respeto—. No me tiene de verdad. Y a mí me gustaría que nuestra relación fuera más permanente.

—¡Ah! —exclamó ella—. Capitán, me ha cogido usted por sorpresa. —Se llevó una mano al pecho y sintió el latido desbocado de su corazón. De pronto, un arrebato de alegría se apoderó de ella y a punto estuvo de responder con un «sí», pero entonces recordó la carta que tenía en el bolsillo. Se la enseñó y, tras darle unos minutos para leerla, dijo—: Si quiero continuar con mi trabajo aquí, he de atenerme a las reglas del comité.

Para su sorpresa, MacKenzie la sujetó por los hombros y acercó su rostro al de ella.

—Cásese conmigo, Emily. Puede seguir con su trabajo, no importa lo que diga el comité.

—MacKenzie —protestó ella—, ¡me echarán de mi hogar! No podré predicar en la casa de oraciones. Enviarán a otra maestra para que ocupe mi lugar en la escuela.

—Yo le construiré otra casa, Emily, y un pabellón para que continúe con sus clases. Puede seguir llevando la misma vida que hasta ahora.

—No es tan sencillo. No tendré ninguna autoridad. Los nativos no entenderán la situación, creerán que estoy siendo castigada. Pensarán que mi propia gente me ha expulsado… y en cierto modo será verdad. Si me convierto en una marginada, los isleños no querrán saber nada de mí.

—¡Quiero que sea mi esposa, Emily!

—Y yo quiero que usted sea mi marido, pero también quiero servir a Dios y continuar con el trabajo que Isaac empezó ¡y por el que perdió la vida! Oh, MacKenzie —se lamentó—, me casé con Isaac para convertirme en misionera. Si me quitan mi trabajo, ¿cuál es mi propósito en la vida? ¿Para qué he surcado los mares hasta aquí?

—Para estar conmigo —replicó él, y apartó las manos de sus hombros—. Pero supongo que eso no es suficiente. No la culpo, Emily; de hecho la entiendo. Pero podemos encontrar la manera, estoy seguro.

Ella agachó la cabeza y se retorció las manos.

—El Comité Misionero me ha ofrecido otra opción —dijo con un hilo de voz.

La mirada del capitán se endureció, ofuscada por las sospechas.

—¿Y qué opción es esa?

Emily levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Dicen que puedo quedarme en esta casa y retomar el trabajo con los nativos como misionera… si los autorizo a enviarme un nuevo esposo.

MacKenzie la miró fijamente hasta que, de repente, se apartó.

—¡Por Dios, no! —exclamó, y se volvió de nuevo hacia ella con el rostro desencajado—. ¿Un matrimonio por poderes? ¿Están dispuestos a entregarla a un completo desconocido? ¡No lo permitiré, Emily! ¿Dónde están esos estúpidos santurrones que se creen con el derecho de decirle cómo tiene que vivir su vida? ¿En Honolulú? Porque si es ahí donde están, iré a verlos personalmente ¡y los mandaré al infierno!

—MacKenzie —le suplicó Emily sujetándolo por el brazo—, espere. Tenemos que ser razonables. Racionales… Si se presenta allí, me enviarán de vuelta a New Haven y será un escándalo. Por favor… Tiene que haber una solución que nos satisfaga a todos. Deme tiempo para pensar.

El capitán accedió a regañadientes y enfiló el camino de vuelta al muelle, deteniéndose de pronto para volverse un instante hacia la casa.

Tras perderlo de vista, Emily cogió el chal de su colgador y se dirigió hacia la playa.

Aquel día era especialmente luminoso, y el colorido de la isla era aún más intenso de lo habitual. Las montañas que se elevaban más allá de la aldea de Hilo, escarpadas y abrumadoras en su esplendor, parecían grandes esmeraldas talladas. Las cascadas, blancas y majestuosas, que se precipitaban al vacío desde alturas de vértigo, levantaban brillantes brumas y bellos arcoíris. Las puntas de los helechos, iluminados por los rayos del sol, refulgían como diamantes.

Sin embargo, Emily no prestaba atención al paraíso tropical que la rodeaba. Sus pensamientos eran más oscuros, más turbulentos. Tenía el corazón lleno de tristeza y de confusión, y también de amor hacia el hombre del que nunca debería haberse enamorado.

«Me entiende», se dijo mientras caminaba por la arena mojada sobre la que correteaban las aves para escapar de las olas y las algas se secaban al sol. Un poco más allá, los nativos trabajaban en sus tablas y sus canoas.

«MacKenzie comprende la necesidad que siento de ayudar a estas gentes, sabe que sirvo para ello, me valora por mi empeño. ¡El Comité Misionero, en cambio, se niega a escucharme porque no estoy casada con un predicador de la congregación! ¿Por qué necesito un esposo misionero que valide mi trabajo, que les haga ver lo que valgo? Nos llamamos “hermano” y “hermana” los unos a los otros, predicamos la igualdad con los nativos, y, sin embargo, a mí no se me reconoce como misionera de pleno derecho».

Se detuvo y dirigió la mirada hacia el mar, donde tres barcos, separados entre ellos por una distancia considerable, acababan de aparecer en el horizonte. ¿Se dirigían hacia Hilo o pasarían de largo y fondearían en Honolulú? Cualquier otro día se habría emocionado con la llegada y se habría unido a los demás en el muelle para ver quién arribaba, qué cargamento había en sus bodegas (necesitaba desesperadamente agujas de coser y harina) y si traían cartas, periódicos o libros desde Nueva Inglaterra.

Sin embargo, solo le preocupaba una cosa: ¿cómo satisfacer al Comité Misionero sin renunciar a MacKenzie y a su propia valía?

—¡Mika Kalona! —Un niño que agitaba algo sobre su cabeza apareció corriendo por las dunas. Emily sonrió. Su nombre era ’Olina, que significaba «feliz», y era uno de los estudiantes más brillantes de la clase, eso cuando iba a la escuela—. ¡Encontrado a Mika! —exclamó con una sonrisa radiante en la cara, y cuando llegó junto a ella, Emily vio que lo que sostenía era una preciosa caracola, grande, brillante y perfecta.

—¿Para mí? —le preguntó. El pequeño se la ofreció y Emily la cogió de entre sus manos—. Mahalo, gracias —le dijo, y el niño echó a correr de nuevo para ir a jugar con sus amigos.

Pasó los dedos por la superficie interior de la caracola, lisa, pulida, y volvió a enfrascarse en su problema. Tal vez si de algún modo consiguiera que el Comité Misionero se percatara de que MacKenzie era cristiano, además de un hombre de honor…

Sintió que se hundía bajo el peso de la realidad No funcionaría, estaba convencida. Torcerían el gesto y dirían que el capitán Farrow era un comerciante, un aventurero, no un misionero dedicado a su labor y que, por tanto, no era el esposo apropiado para ella.

Contempló la hermosa caracola y recordó que esa tonalidad de rosa era el color favorito de su hermana. «La añadiré a mi colección —pensó— para que me recuerde a mi casa».

Frunció el ceño, con las palabras aún resonando en su cabeza. Había algo más en aquel objeto que atraía su atención, aunque no acertaba a identificarlo. Mientras intentaba centrar la mente en aquel pensamiento huidizo vio que los jóvenes de la aldea corrían hacia la orilla con las tablas bajo el brazo y se adentraban en el océano para ir al encuentro de las olas más grandes. Por un momento envidió su suerte. Eran como la cometa roja de MacKenzie. Había deseado con todas sus fuerzas tener su misma libertad, romper la cuerda que la unía a la tierra. Durante un instante quiso tener el coraje suficiente para quitarse el vestido, coger una tabla y adentrarse en las aguas.

«Pero las jóvenes de New Haven no nadan en el mar».

De pronto una idea le vino a la mente: «No nadan en el mar, pero sí pueden demostrar que tienen agallas y fuerza de voluntad, pueden contribuir como miembros de la comunidad a pesar de no estar casadas con un misionero».

¡Eso era! Pediría al Comité Misionero que hiciera una excepción en su caso. Invitaría a sus representantes a Hilo y les presentaría a los nativos, al jefe Holokai y a sus hijos, Kekoa y Pua, también a Mahina y a ’Olina, y haría que cantaran himnos cristianos para demostrarles el gran trabajo que había hecho allí. Y cuando conocieran a MacKenzie repararían en que era un buen hombre y harían una excepción con respecto a las normas de matrimonio.

Sonrió, visiblemente aliviada. Llegarían a un acuerdo, seguro. Al dar media vuelta para regresar a casa se dio cuenta de que aún tenía la caracola entre las manos y de nuevo la asaltó el pensamiento de antes que le rondaba la cabeza y que no acababa de identificar. Se detuvo y la observó. Era exactamente de la misma tonalidad de rosa que su hermana siempre buscaba en las telas y los tejidos de las cofias.

Pensar en su hermana la llevó a acordarse de su padre y de un recuerdo precioso que Emily atesoraba. Durante toda su infancia y los primeros años de su juventud, su padre nunca la había abrazado o besado, ni siquiera le había dedicado una palabra de ánimo o de cariño. Sin embargo, el día que se casó con Isaac, no por amor sino para servir al Todopoderoso, su padre le puso una mano en el hombro, sonrió y dijo:

—Estoy orgulloso de ti, querida hija.

Aquel recuerdo hizo sonreír a Emily.

Y luego…

¡Por todos los santos!

Soltó la caracola y se llevó las manos a la boca. ¡Su familia! Con toda la confusión mental y el problema de cómo convencer al Comité Misionero para que le otorgaran una dispensa y casarse con MacKenzie, no se le había ocurrido pensar ni una sola vez en la reacción de su familia.

Se quedó petrificada sobre la arena como una estatua azotada por el viento, el corazón latiéndole desbocado en el pecho. De repente imaginó la escena: la ira de su padre, la vergüenza de sus hermanas, su madre retirándose a su diván. «¡Emily deja la misión para casarse con el capitán de un barco!».

El escándalo sería mayúsculo. En cuanto la noticia llegara a New Haven, y acabaría llegando, su familia no volvería a caminar con la frente alta. No le dirigirían nunca más la palabra. Su padre la repudiaría. Su hija casada con un aventurero que se dedicaba a recorrer el mundo y fondear en puertos conocidos por ser nidos de vicio e inmoralidad. ¡Los antros del libertinaje de Oriente!

Se pasó los brazos alrededor del pecho para no echarse a temblar. Las lágrimas le nublaron la vista. ¿Cómo había podido olvidarse de ellos?

Y también de los demás misioneros de la isla. Emily tampoco los había tenido en cuenta. ¿Qué opinarían de que se «juntara» con el capitán de un velero? La condenarían al ostracismo, y acabaría más sola y aislada que nunca.

«¿Cómo puede ser que no haya reparado antes en ello? ¿Tanto me ciega el amor que siento por MacKenzie, tan egoísta soy que ni siquiera he pensado en mis amigos y en mis seres queridos? ¡Solo he pensado en mí misma!».

Bajó la mirada hacia la caracola que descansaba sobre la arena. Creía que era un mensaje llegado desde New Haven para recordarle sus orígenes, como el resto de los «tesoros» que guardaba. Pero esa vez el mensaje contenía algo más. Era un augurio divino llegado justo a tiempo, un recordatorio de cuál era su deber y su responsabilidad, de cuáles debían ser sus prioridades.

Recogió la caracola y retomó el camino de regreso, triste pero convencida de lo que debía hacer.

Lo encontró en la oficina de Clarkson revisando las nuevas cartas náuticas que acababan de llegar a bordo de un barco.

—¡Emily! —exclamó al verla, incapaz de contenerse.

—Capitán Farrow, ¿puedo hablar un momento con usted?

Abandonaron la oficina, seguidos por la mirada taimada de Clarkson, y tomaron el camino que llevaba a lo alto del acantilado, a los asentamientos que se elevaban sobre la bahía.

Emily se detuvo junto a un enorme baniano y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los oiría.

—MacKenzie, a pesar de que lo amo con todo mi corazón, no puedo anteponer los sentimientos a la razón. Quizá me he dejado influir por los hawaianos, que son gente muy emotiva. Pero no debo olvidar quién soy y cómo he de comportarme en esta tierra extraña. MacKenzie, mi deber en la vida es primero con Dios, luego con mi familia y, por último, con el Comité Misionero. Yo misma o mis deseos somos lo último de la lista. No puedo casarme con usted.

Él contempló su semblante demudado y vio el dolor en sus ojos. Emily había dedicado la última hora a examinar profundamente su alma y su conciencia, y al capitán no le gustaron las conclusiones a las que había llegado.

—No pienso aceptarlo —replicó, con la voz tensa por la emoción—. No lo haré, Emily. Seguiré luchando por usted.

Ella irguió los hombros y la espalda.

—Voy a comprometerme con el Comité Misionero. Les escribiré para decirles que estoy dispuesta a aceptar un matrimonio por poderes, pero con la condición de que sea mi padre quien escoja a mi futuro esposo. Es mi decisión, y no volveré a hablar de ello… —Se le quebró la voz y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas—. Adiós, MacKenzie, y que Dios lo bendiga.

—Mika Emily —le dijeron las hermanas, emocionadas y entre risas—, ¿tú hace vestidos? ¿Nosotras miramos?

Estaba en el porche revisando las telas que MacKenzie le había regalado hacía ya una semana. Desde entonces no había sido capaz de mirarlas, eran un recordatorio demasiado doloroso de lo que había perdido. Ese día, sin embargo, consideró que las manos ociosas son instrumentos del diablo y que regodearse en la autocompasión era pecado, así que decidió enterrar el dolor a base de fuerza de voluntad y trabajo duro.

Miró a Hannah y a Mary, mujeres ambas de unos cuarenta años, solteras y sin hijos por culpa de un error incomprensible que habían cometido mucho tiempo atrás; personas agradables y sonrientes que parecían aceptar la vida tal como les llegaba. Había intentado convencerlas para que llevaran vestidos, al igual que a las demás mujeres de la aldea (ropa donada por las congregaciones de New Haven), pero no les gustaba. Acostumbradas a cubrirse únicamente con pareos y con flores, los corpiños y las faldas largas de Nueva Inglaterra les parecían engorrosas y demasiado apretadas.

Emily contempló los rollos de tela que pronto se convertirían en prendas y tuvo una idea. Diseñaría un vestido específicamente para ser usado en las islas. Un proyecto que consumiría sus pensamientos, su energía y las horas, una empresa que sepultaría el dolor de haber perdido a MacKenzie, el dolor y todas las emociones, y es que estaba cansada de la tristeza y la ira, del resentimiento y de todos los altibajos que acababan con la energía vital de cualquier mujer.

«A partir de ahora ignoraré mis sentimientos y me dedicaré exclusivamente a hacer vestidos», se dijo.

Se preguntó, no obstante, si con eso bastaría. Al principio había creído que enseñar con el ejemplo sería la clave, pero ahora comprendía que llevar un vestido delante de los nativos no bastaba. Tenía que encontrar la manera de que ellos también quisieran cubrirse con ropa.

Decidida a no perder tiempo, empezó su campaña secreta en aquel preciso instante. Con la ayuda de Mar y reunió todo lo que necesitaría y partió hacia el grupo de cabañas que se levantaban junto a la casa de oración.

Cuando llegó a la entrada de la aldea, flanqueada por dos enormes efigies talladas en lava, dos dioses de ojos grandes y bocas iracundas, dejó su taburete en el suelo, se sentó e invitó a Mary a que hiciera lo propio junto a ella. La entrada del poblado era el punto estratégico perfecto puesto que las muchachas tenían que pasar por allí cuando regresaran del baño del mediodía en la laguna.

Una vez instaladas, Emily se dedicó a vaciar metódicamente las cestas y los hatillos que Mary y ella habían traído consigo, extendiendo a su alrededor todo un surtido de telas, hilos, tijeras, agujas y alfileres, así como una cinta de medir. También había llevado dos sombrillas, tres pares de guantes y dos pequeñas bolsas de mano con cierre.

—Debemos combinar los colores —explicó a Mary, sin prestar atención a los pocos nativos que se habían detenido a mirar—. No es adecuado llevar guantes negros con un vestido blanco.

Había cortado retazos de tela de los rollos que MacKenzie le había dado: percal rojo y blanco, guinga de cuadros verdes, algodón salmón y un nuevo tipo de tejido llamado sirsaca, especialmente ligero, que a Emily le pareció perfecto para los trópicos. Mientras Mary y ella desdoblaban las telas, las mostraban con orgullo, las alzaban y se maravillaban del modo en que ondeaban con la brisa, las jóvenes de la laguna regresaron de su baño diario, y en sus cuerpos aún se apreciaban brillantes gotas de agua. Llevaban flores recién cortadas en el pelo y no dejaban de reírse. Cuando vieron la curiosa escena en la entrada de la aldea se detuvieron a mirar.

—Buenas tardes —las saludó Emily. Las conocía a casi todas por sus nombres. La hija de Pua, Mahina, que estaba entre ellas, observó los objetos que cubrían la hierba con gran interés—. Por favor —las animó al tiempo que señalaba los artículos—, echen un vistazo.

Era la primera vez que invitaba a alguien a inspeccionar sus efectos personales, pero a hora las instó a que lo hicieran y cuando una de las jóvenes cogió con timidez una de las sombrillas del suelo, Emily le mostró cómo abrirla y sostenerla por encima de la cabeza.

En cuestión de minutos las chicas empezaron a pasarse entre risas los guantes, las bolsas de mano y las sombrillas mientras iban caminando de un lado a otro como si desfilaran, muchachas medio desnudas ataviadas con guantes y con pequeñas bolsas de mano. Sabía que la imitaban a ella, pero no de un modo ofensivo. De pronto Mahina se agachó y acarició los rollos de tela. Cogió unas tijeras y las inspeccionó con el ceño fruncido, luego revisó una caja de alfileres y los dejó de nuevo en el suelo. Levantó la cinta de medir, y la observó de arriba abajo.

—¿Qué hacer Mika Emily? —preguntó.

—Voy a hacer un vestido. Pueden mirar si les apetece.

Las chicas se sentaron en círculo a su alrededor, toda vez que algunos aldeanos presenciaban, intrigados, la escena. Eran artesanos, de modo que valoraban la habilidad de quien sabía confeccionar algo con las manos. Emily no tardó en ganarse su atención mientras media la tela, la marcaba, la cortaba, unía las piezas con alfileres y daba las primeras puntadas.

Mary y ella recogieron sus cosas al ponerse el sol y se despidieron de los aldeanos.

Regresaron al día siguiente, y al otro. Los nativos fueron testigos de cómo la prenda iba cobrando forma. Cuando estuvo terminada, Emily se levantó del taburete y sostuvo el vestido en alto para que todos pudieran verlo. Lo miraron un buen rato con expresión de sorpresa en la cara, se acercaron y tiraron de la tela mientras hablaban entre ellos, porque aquello no se parecía en nada a lo que Mika Emily solía llevar.

Y es que Emily había sacado el patrón de uno de los libros de nanas de la Madre Hubbard y el resultado era un vestido holgado, hasta los pies, con el cuello alto de canesú y las mangas largas.

—Es para ti, Mahina —dijo, y se lo ofreció.

Sabía que Mahina, la hija de la gran jefa Pua, era una líder entre los muchachos de su edad. La quinceañera aceptó el vestido con gesto tímido y, con la ayuda de Emily, se lo deslizó por la cabeza e introdujo los brazos en las mangas. El algodón de color salmón envolvía su figura, alta y esbelta, como una cascada rodeada de bruma. Sus amigas la alabaron, y Mahina dio vueltas y vueltas agitando la falda, sin ser consciente de que ya no tenía los pechos y el cuello desnudos, llevaba los brazos cubiertos y ni siquiera se le veían los tobillos.

Las otras muchachas no tardaron en probarse el vestido por turnos y, con él puesto, enseñaban la prenda a los otros aldeanos entre risas y comentarios. Al ver a Mahina y las demás jóvenes, Emily se percató de algo en lo que no había reparado hasta ese momento: eran realmente inocentes. Reían a todas horas. Eran amables y generosas. Y, por extraño que pareciera, a pesar de su desnudez eran tan recatadas como cualquier muchachita de Nueva Inglaterra. Ignoraban que mostrar el cuerpo era pecado.

Emily se cepillaba la larga melena poco antes de acostarse. A través de la ventana le llegaban las risas masculinas de un grupo de hombres. MacKenzie estaba sentado frente a su cabaña, acompañado de otro capitán y sus oficiales.

La habían invitado a la cena, pero tanto para MacKenzie como para ella el encuentro aún habría sido doloroso, de modo que optó por tomar algo en su casa, asistida por Hannah y Mary.

Cuando se disponía a trenzarse el cabello, la brisa nocturna le llevó el sonido de un lamento lejano. Una mujer lloraba: su quejido era agudo y desesperado. «Auwe! Auwe!».

Emily se puso en pie de un salto. Los llantos procedían de la aldea. Unos segundos más tarde alguien golpeó la puerta de su casa. Se puso unas zapatillas y, cubierta con un camisón y una bata, fue a ver quién era.

Quien llamaba era Hannah, muy nerviosa y con una mirada angustiada en los ojos.

—¡Venir, Mika Emily!

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Hannah señaló con un brazo el bosque tras la aldea de los nativos.

—¡Ellos enterrado bebé!

—¿Qué? Llévame hasta allí cuanto antes.

Emily había oído hablar de la vieja costumbre de enterrar recién nacidos vivos, pero le habían dicho que estaba erradicada. Siguió a Hannah más allá del poblado, a oscuras, hasta que se adentraron en la espesura y encontraron a un grupo de mujeres que pisoteaban la tierra de una minúscula tumba. Las apartó, se arrodilló y empezó a retirarla rápidamente.

—¡Ayúdame, Señor! —suplicó mientras introducía las manos en el suelo húmedo.

Sacó puñados de tierra tan deprisa como pudo, procurando no las timar al bebé que había debajo. Aún podía oír el llanto a lo lejos y, de pronto, comprendió el motivo de esos lamentos.

Hundió los dedos más y más, hasta que notó algo suave y tibio. Siguió extrayendo tierra, y finalmente desenterró al bebé, con el cordón umbilical colgando aún del vientre. Estaba inerte.

—Padre Todo poderoso, por favor, no permitas que esta criatura muera —susurró mientras la sujetaba contra su pecho y le sacaba con cuidado la tierra que le había entrado en la boca.

Le succionó la naricita para limpiársela también y luego le insufló a través de los labios bocanadas rápidas y breves. Al final el bebé gimoteó y su cuerpo tembló lleno de vida. Emily se levantó del suelo, lo puso en los brazos de Hannah y le ordenó que se lo entregara a su madre. Luego se encaró con el grupo de mujeres que lo había enterrado.

—¡Lo que acaban de hacer está mal! ¡La vida es sagrada! Solo Dios tiene derecho a decidir sobre ella. ¿Es que no lo entienden?

Pero aquellas nativas no solo no se arrepentían de lo que habían hecho, sino que parecían desconcertadas por su diatriba. Emily las conocía. Dos de ellas llevaban sus vestidos de la Madre Hubbard y acudían a la iglesia todos los domingos a escuchar sus sermones.

—¡Préstenme atención! —les gritó, y en ese momento apareció MacKenzie entre los árboles.

—¿Qué está pasando aquí? Emily, la he visto salir corriendo de casa. ¿Qué ocurre?

Las mujeres se dirigieron a él en hawaiano, hablando muy deprisa y todas al mismo tiempo, y él las hizo callar con un gesto y les dijo que volvieran a su hogar.

—¡Han enterrado a un pobre bebé, MacKenzie! —exclamó Emily con los ojos arrasados en lágrimas y la mirada cargada de ira—. ¿Qué le pasa a esta gente? ¿Por qué no consigo que lo comprendan? ¿Por qué no logro entenderlos yo a ellos? Cada vez que pienso que me he ganado su amistad, al minuto siguiente se me antojan tan extraños que casi me dan miedo.

MacKenzie la sujetó por el brazo y, cuando se dio cuenta de la violencia con la que temblaba, le dijo:

—Vámonos de este sitio.

Le pasó un brazo alrededor de los hombros y la guio hasta su cabaña. Una vez allí, la sentó junto a la puerta, entró en la casa y salió con una botella y un vaso en el que sirvió apenas unos sorbos de la bebida que contenía.

—Tómeselo.

Le ofreció el vaso.

—Es…

—Usted bébaselo —insistió MacKenzie con dulzura, y la obligó a aceptarlo.

Emily dio un pequeño trago, hizo una mueca y bebió de nuevo. El líquido le quemó en la garganta. Después del tercer sorbo dejó el vaso y notó que empezaba a tranquilizarse.

—Los hawaianos llevan siglos practicando el infanticidio —le explicó MacKenzie, y su voz resultaba reconfortante en el calor de la noche—. Es un mecanismo de control de la población. Así no hay pobreza ni hambre. Cuando hay pocos hombres, matan a las niñas. Cuando hay pocas mujeres, matan a los niños. Ahora mismo, por ejemplo, hay más mujeres que hombres por culpa de las sangrientas batallas del reinado del primer Kamehameha, durante las cuales murieron muchos guerreros.

Emily negó con la cabeza.

—Está mal. Solo Dios tiene derecho a decidir sobre el equilibrio de la población. —Se volvió hacia él con mirada desconsolada—. MacKenzie, pensé que, si me centraba en el trabajo, sería capaz de ignorar lo que siento por ti, que aceptaría las reglas del Comité Misionero, pero no puedo ser una criatura sin sentimientos. ¡Solo la mujer que entierra bebés vivos carece de sentimientos! ¡Te necesito, MacKenzie! Necesito tu fuerza, tu amor y tu confianza. Constrúyeme una casa, amor mío, y un pabellón que haga las veces de escuela. Estableceré mi propia misión aquí, en Hilo. Me ocuparé de que los nativos sepan que continúo en la aldea para ayudarlos y que, aunque ya no reciba la aprobación de los demás misioneros, sigo siendo su amiga. Y trabajaré aún más para convencerlos de que no soy una paria.

El capitán quiso gritar de alegría, pero antes necesitaba confirmar que Emily estaba segura de su decisión.

—¿Y tu familia? ¿Qué pasará con ellos?

—No puedo preocuparme más por lo que piensen. Ellos no conocen este mundo extraño y terrible en el que vivo, ignoran que necesito un hombre a mi lado que conozca a los nativos y me ayude con ellos. Pero sobre todo… no puedo vivir más sin ti.

A MacKenzie lo embargó el deseo, pero era incapaz de moverse. Se fijó en la forma en que la larga melena de Emily reflejaba la luz de las antorchas tiki. Reinaba un silencio absoluto, a excepción del sonido de las olas que rompían en la playa. Ya no se oían los auwe, los alaridos de dolor, por lo que supo que el bebé estaba de nuevo con su madre. Comprendía los sentimientos de Emily y hasta los compartía, pues a veces también se sentía frustrado al intentar entender a aquellas gentes; sin embargo, él no había ido allí para cambiarlos.

De repente ya no pensó más en los hawaianos, sino en aquella hermosa mujer que se había quedado sola en una tierra extraña sin ayuda alguna ni apoyo, que se esforzaba tanto como podía por conservar la alegría y el optimismo y que lo había ayudado a reanudar la relación con su padre.

—Dios mío, Emily —le dijo con voz grave—. Dios mío…

Ella alzó la mirada y lo contempló. Llevaba la cabeza descubierta y la brisa nocturna le meda el cabello ondulado. Iba sin afeitar, sin chaqueta y con el chaleco abierto. Se había desanudado el pañuelo en algún momento de la noche y el botón abierto del cuello de la camisa blanca dejaba entrever un retazo de piel quemada por el sol. Por un instante, Emily pensó que iba a morir de deseo.

Cuando MacKenzie levantó una mano para acariciarla no se movió. La atrajo hacia sí y ella se dejó llevar. Y cuando sus labios se posaron en los suyos, se apretó contra su boca y le rodeó la espalda, fuerte y poderoso, ella se sujetó a él como si ya nunca fuese a soltarlo. La cogió en brazos, la llevó adentro, con la boca aún sobre la de ella, y la dejó suavemente en las esterillas que hacían las veces de cama.

A Emily le sorprendió la lentitud de sus movimientos. Cerró los ojos y saboreó cada caricia, cada beso. Se atrevió a explorar el cuerpo del capitán, y descubrió una piel curtida por el mar y una musculatura firme. Él le quitó despacio el camisón y lo tiró a un lado, y Emily se sorprendió al darse cuenta de que no le daba vergüenza estar desnuda frente a aquel hombre mientras también él se despojaba de la ropa.

Cuando volvió junto a ella, el roce de su piel le resultó tan grato como desconcertante. Y de pronto comprendió algo nuevo sobre los hawaianos: tenían razón al creer que el acto sexual era bueno y natural, que obtener placer en la intimidad del hombre y la mujer no era pecado.

Lloró cuando terminaron. Lloró sobre el pecho del capitán y dejó que las lágrimas lo arrastraran todo, la añoranza del hogar, la trágica muerte de Isaac, la frustración con los nativos, el deseo de amarlos y entenderlos. También lloró porque iba a abandonar la misión que tanto quería.

Tumbada entre los brazos de MacKenzie pensó en los progresos que había hecho con Mahina y los vestidos y en la influencia que ejercía sobre Mary y Hannah, y se dio cuenta de que él estaba en lo cierto: no tenía por qué pertenecer a la misión para continuar con su trabajo en la isla.

Pero por encima de todo, después de haber saboreado el amor de MacKenzie, sabía que nunca podría dejarlo. Dios la había llevado hasta allí, y ese era su sitio. La decisión estaba tomada. Se convertiría en la esposa del capitán MacKenzie Farrow.