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Era un gran día para los ciudadanos de Honolulú.
El primer barco de vapor dedicado en exclusiva al transporte de pasajeros iba a llegar al puerto de la ciudad tras partir desde San Francisco apenas diez días antes. Era el SS Leilani, insignia de las Líneas Farrow, y todo el mundo había acudido al muelle para verlo arribar, deslizándose majestuosamente sobre las aguas.
Varias semanas antes Robert había enviado el prototipo del anuncio que aparecería en periódicos y revistas y que colgaría de todas las farolas y los muros de la ciudad, para promocionar el viaje inaugural del SS Leilani: «¡Llegue al paraíso en cuestión de DÍAS! Disfrute del lujo y de las comodidades a bordo del único barco de vapor exclusivo para pasajeros y comprometido con USTED, su seguridad y su placer. Los servicios incluyen un salón de cartas para los caballeros donde pueden jugar al póquer o al cribagge mientras se toman un whisky y se fuman un buen puro, y otro salón aparte para las señoras donde tomar el té, leer y escribir cartas. Disfrute de una deliciosa cena amenizada por un pianista y una cantante de temas populares. Camarotes solo para señoras, disponibles».
Los billetes para el viaje de inauguración desde San Francisco se habían vendido en cuestión de días.
Robert había conseguido el contrato con Pacific Mail para operar la lucrativa línea entre la costa Oeste y Hawái. La histórica llegada del SS Leilani marcaría una nueva era en las comunicaciones, que a partir de ese momento serían mucho más rápidas y directas. Los hombres y las mujeres que se agolpaban en el muelle esperaban ansiosos las cartas que venían desde el continente y que iban repletas de noticias recientes y no con varias semanas de retraso. Los periódicos que traía el barco a bordo ni siquiera llegarían a la ciudad, serian interceptados por los más impacientes que querían saber lo que pasaba en Estados Unidos.
Podía palparse la emoción en el ambiente. Dentro del arrecife el majestuoso California y otro barco de guerra norteamericano estaban amarrados junto a un clíper inglés. Dos goletas se alejaban del puerto mientras que el vapor que comunicaba las islas, el Puahe′a, con la cubierta llena de nativos, se dirigía hacia su amarre. Alrededor, un número indefinido de canoas impulsadas por isleños iba de aquí para allá. Todos los ojos estaban puestos en la bocana, en el océano que se extendía más allá del arrecife, impacientes por ver la arribada del SS Leilani. Y tanto el espacio libre del puerto como el de las carreteras colindantes estaba repleto de ciudadanos que deseaban ser testigos del inicio de una nueva era.
La antigua institutriz de Jamie se hallaba entre los presentes. Había ido a Honolulú a visitar a su madre, la señora Carter, que seguía trabajando como ama de llaves en casa de los Farrow. La hermana Theresa no la veía desde que se había marchado a Kona, hacía ya cuatro años. Le sonrió al reconocerla entre la multitud; parecía feliz. Ya no era la señorita Carter, sino la señora de Freedman, y es que se había casado con el dueño de una próspera plantación de café.
El señor Gahrman, el boticario, tampoco quería perderse el gran acontecimiento, pero él no sonrió al ver a Theresa. Su relación con la monja no había sido muy cordial desde que esta había propuesto al señor Klausner que vendiera medicamentos en su tienda, negocio que por cierto iba muy bien, mientras que el señor Gahrman apenas subsistía.
Los Klausner también estaban allí, cómo no, y saludaron a la hermana Theresa con entusiasmo. La pequeña Theresa, que ya tenía cinco años, era la luz que iluminaba sus días. Era una niña sana y vivaracha que la llamaba «Tita Theresa».
La señorita Alexandra Huntington, la hija del juez, iba cogida del brazo de un caballero que, por lo poco que Theresa sabía, poseía varios molinos en Nueva Inglaterra y estaba de visita en Hawái por motivos empresariales. Alexandra la miró, pero no pareció reconocerla.
El doctor y la señora Yates también estaban entre los presentes con sus dos hijos.
El rey Kamehameha y la reina Emma presidían la escena con porte regio, protegidos bajo un baldaquín mientras la banda real interpretaba una sonora marcha. Theresa ocupaba un puesto de honor junto a Peter y Jamie Farrow. Jamie ya había cumplido dieciséis años y estaba más fuerte que nunca; había empezado a practicar deportes como la vela y el piragüismo, y también se impulsaba sobre las olas montado en una tabla como los nativos. A resultas de ello, su aspecto era mucho más hawaiano, más sano, y Theresa era consciente de cómo lo miraban las jovencitas.
Se había convertido en un muchacho ambicioso. El ho′oponopono no solo le había devuelto la fuerza física, sino también la intelectual, y ahora quería hacer un millón de cosas. Su máxima aspiración era estudiar derecho y participar en la política de Hawái, como su padre. Jamie estaba convencido de que, al ser blanco y hawaiano, podría aportar el equilibrio perfecto y la perspectiva necesaria para dirigir con éxito el futuro de Hawái.
Por desgracia, la salud de Emily Farrow era delicada y no había podido asistir a la llegada del SS Leilani. Estaba en casa, al cuidado de la señora Carter.
Mahina estaba invitada, pero no había ido. Tampoco el jefe Kekoa ni uno solo de los aldeanos de Wailaka. Theresa sospechaba que no querían llamar la atención del doctor Edgeware. Todo Honolulú estaba al corriente de los esfuerzos que el ministro de Salud Pública llevaba a cabo para sacar a los leprosos de Oahu y recluirlos en una colonia lejos de la isla.
«¡Allí viene!», exclamó alguien, y la banda real tocó los acordes de América, el himno de Estados Unidos (que, curiosamente, compartía melodía con el hawaiano y el Dios salve a la reina de los británicos). La multitud estalló en vítores al ver que el impresionante barco entraba en el puerto. Las canoas lo recibieron con flores y leis que lanzaban a su paso como si quisieran perfumarle el avance. Vieron a los pasajeros en las cubiertas, saludando y llamando a los que esperaban en tierra firme. La visión resultaba inspiradora, tan diferente del puñado de monjas asustadas y mareadas por el vaivén del mar que había llegado a bordo de un clíper junto con el padre Halloran hacía ya seis años.
El SS Leilani era un barco elegante de tres mástiles con un bauprés prominente, pero ahora navegaba con las velas plegadas, impulsado únicamente por la fuerza del vapor. Desde el centro de la embarcación se elevaba una columna de humo negro que salía por la chimenea y que era un símbolo de progreso y de la era moderna. Theresa buscó a Robert entre los pasajeros, pero fue en vano porque estaba gobernando el timón. Hacía meses que no lo veía.
Una vez amarrados los cabos y extendida la pasarela, Robert emergió del puente de mando ataviado con una chaqueta de color azul marino con botones de latón y unos pantalones blancos, además del sombrero blanco de capitán en la cabeza. Se colocó junto a la rampa y fue saludando a los pasajeros uno a uno a medida que iban desembarcando para ser recibidos en tierra firme por un grupo de jóvenes de las islas que les ponían leis alrededor del cuello.
Theresa oyó que un caballero comentaba a su compañero: «Es posible que no hayan de pasar muchos años para que se produzca la anexión del archipiélago a Estados Unidos». Dirigió la mirada hacia los barcos que copaban el puerto y se dio cuenta de que, entre todas las banderas que ondeaban sobre cada una de las grandes embarcaciones, tres eran británicas, dos francesas, una alemana y las cuarenta restantes americanas. La del SS Leilani era la número cuarenta y uno.
Aquella disparidad en los números la sorprendió, y no pudo evitar preguntarse si Robert era consciente de que, con su aportación, Hawái estaba más cerca de aquello a lo que él se oponía.
—Venga con nosotros, hermana —dijo Jamie—. ¡Tiene que venir!
Jamie había crecido tanto que Theresa tuvo que alzar la frente para mirarlo a los ojos.
—Pero es una salida familiar —protestó, aunque estaba encantada de que la invitaran.
Desde que Emily Farrow había vuelto a la casa de los Farrow habían retomado la costumbre de bajar de vez en cuando a la playa. Robert decía que a su madre le encantaba caminar por la orilla del mar. Al parecer, le aclaraba la mente y le devolvía la energía.
—La mujer que salva la vida de mi hijo para mí forma parte de mi familia —dijo Robert.
—Al fin y al cabo —intervino Peter—, ya la llamamos «hermana».
En el año que había pasado desde el ho′oponopono entre ambos y su posterior reconciliación, Theresa había visto a Peter más a menudo en Honolulú, sobre todo después de que Robert viajara a Estados Unidos para cerrar la compra del barco.
Acababan de regresar de la fiesta que se había organizado en el palacio ’Iolani con motivo de la arribada del SS Leilani. Toda la sociedad de Honolulú estaba allí, incluso el padre Halloran. Entre los primeros pasajeros de la nueva línea viajaba un periodista de Sacramento. Conocía San Francisco, y Theresa tuvo la oportunidad de mantener una agradable conversación con él. El hombre le explicó que tenía intención de quedarse seis meses en Hawái para escribir una serie de artículos para su periódico. Ella conocía su trabajo. Se llamaba Samuel Clemens, aunque escribía bajo el sobrenombre de Mark Twain. Theresa le dijo lo mucho que le había gustado su historia de la rana saltarina.
Hacía calor, pero aun así echó un mantón de lana fina sobre los hombros a Emily Farrow. Atravesaba uno de sus momentos «buenos», en los cuales podía salir de casa y pasear con la ayuda de Robert. Cada día se la veía más frágil, aunque su fe y su espíritu permanecían intactos. Iba a misa todos los domingos y algunas tardes participaba en un grupo de plegaria con sus amigos.
La playa no estaba lejos, pero fueron en carruaje. Cuando llegaron a Waikiki, Robert y Peter ayudaron a bajar a su madre.
—Voy a buscar conchas —anunció Jamie—. Me he propuesto empezar una colección.
—Te ayudamos —dijo su padre.
—Ah, creo que prefiero ser yo quien las encuentre.
Theresa y Robert compartieron una sonrisa cómplice. Últimamente Jamie hablaba a menudo de una chica de su escuela llamada Claire. Por la frecuencia con que la mencionaba y la forma en que comentaba «Claire dice esto, Claire dice lo otro», sospechaban que estaba enamorado y que quería las conchas para regalárselas a Claire y no para coleccionarlas.
—¿Sabes qué, Robert? —dijo Emily mientras la acompañaban hasta la arena—. Una vez tu padre hizo volar una cometa enorme para mí en esta misma playa. Fue antes de que nacieras, claro está.
—Eso fue en Hilo, madre.
—Cierto, pero aun así…
Theresa sabía por qué aquellas excursiones siempre tenían un efecto tan positivo en el cuerpo y el alma de Emily: le recordaban a aquellos tiempos.
—Cuando era pequeña, en New Haven, nos encantaba ir a la playa y buscar tesoros. Solíamos encontrar fragmentos de cristal, madera y conchas. Jamie, a ver si encuentras algo por aquí que venga de casa. Algo que haya viajado miles de millas desde Nueva Inglaterra hasta las islas Sandwich.
En cuanto a Theresa, estaba muy animada. Había recibido una carta de su madre en la que le explicaba que Eli había vuelto a San Francisco e iba a empezar a trabajar en el negocio familiar con su padre. También había recibido otra misiva, llegada a bordo del SS Leilani, en la que la madre Matilda le contaba que, a pesar de lo trágica que había sido la Guerra Entre los Estados, algo bueno había surgido de ella: «Las hermanas enfermeras de Gran Bretaña y Europa recibieron la llamada y vinieron a nuestras costas para cuidar de los soldados heridos, tanto del ejército de la Unión como del de los confederados. Ahora mismo hay miles de hermanas en Estados Unidos y cada vez son más las jóvenes que deciden ingresaren la orden. Ya no somos una rareza, la gente no nos mira por la calle, y confío en que sigamos creciendo y sirviendo al Señor como mejor sabemos».
Theresa se planteó enviarle los manuales de enfermería de Eva Yates y se preguntó cuál sería su reacción. La de la madre Agnes había sido negativa.
—Las Hermanas de la Buena Esperanza —le había dicho frunciendo los labios— ofrecemos un cuidado excelente a nuestros pacientes desde la Edad Media. Nuestras prácticas se basan en siglos y siglos de aprendizaje y de mejoras de las enseñanzas de aquellas que nos precedieron. No necesitamos las teorías de recién llegados y advenedizos. Devuelva esos libros, hermana.
Pero Theresa no podía olvidar lo que había leído en ellos. Florence Nightingale hablaba del entorno, de la reforma de la salud. Pensó, por ejemplo, en la costumbre de las hermanas de cerrar ventanas y correr cortinas para que la luz y el aire fresco no entraran en la habitación del enfermo. Empezaba a sospechar que lo que funcionaba en la Europa más fría y húmeda no tenía los mismos resultados allí en el trópico. Además, Florence Nightingale abogaba por el aire fresco y la luz del sol.
También recomendaba que los conocimientos y habilidades de la profesión fueran públicos, no que estuvieran solo al alcance de enfermeras y doctores, para que las personas pudieran ayudarse entre ellas si no tenían acceso a un profesional. Quizá la madre Matilda desde San Francisco vería la sabiduría que implicaba seguir aquellos preceptos.
El día era cálido, sin una sola nube en el cielo, y los cinco gozaron de una vista espectacular sobre Diamond Head mientras paseaban por la playa. El viento mecía las palmeras, que parecían susurrar: «Disfruta del día…».
Theresa y los Farrow no eran los únicos blancos en la playa. Mucha gente había «descubierto» aquel lugar aislado, no muy lejos de la piedra cubierta de musgo llamada Pu’uwai, el corazón de O’ahu. Un grupo de mujeres disfrutaba del agua, ataviadas con trajes de baño que, gracias a las innovaciones en ropa femenina de Amelia Bloomer y sus antecesoras, cubrían hasta el último centímetro de piel. Tocadas con sombreros de ala ancha y bombachos bajo vestidos con corte de chaqueta y hechos de tupida franela, podían estar seguras de que el sol no rozaría ni un poro de sus pálidas pieles. Allí donde las aguas eran poco profundas las mujeres se desnudaban en una suerte de casetas con ruedas. Y luego podían salir del agua sin ser vistas gracias a las cortinas que rodeaban la zona de playa de dichas casetas.
No pasaría mucho tiempo, pensó Theresa con una punzada de tristeza, antes de que Waikiki se convirtiera en una playa para blancos y Pu’uwai fuera retirada a fin de construir un hotel para turistas.
Dirigió la mirada hacia el mar, donde los nativos disfrutaban entre las olas. Les envidiaba la libertad de poder nadar desnudos en lugar de tener que conformarse con darse breves chapuzones como las mujeres blancas. Los hawaianos se zambullían en el mar todos los días y pasaban horas en remojo; también la gente de Mahina, que vivía a casi cinco kilómetros del océano: ellos tenían las lagunas del interior creadas por cascadas y riachuelos. En público usaban taparrabos, incluso las mujeres, pero como las autoridades las obligaban a cubrirse los pechos buscaban grutas ocultas donde poder nadar como los dioses: desnudas.
Theresa solo había sentido algo parecido una vez y deseaba quitarse el hábito y adentrase en el mar. Y de pronto sintió un impulso incontrolable. Pensó: «¿Por qué no?». La idea era muy tentadora. ¡No podía resistirse! Se quitó los zapatos y las medias, se recogió la falda y entró en el agua. Cuando las olas le cubrieron los pies hasta los tobillos cerró los ojos. La espuma del mar y la tierra humedecida la devolvió a su infancia, al arroyo en el que solía pasar sus días cuando vivía con su familia en Oregón.
Volvió la vista y vio que los Farrow la miraban con los ojos muy abiertos. Pensó que quizá había ido demasiado lejos hasta que reparó en que Robert se agachaba, se quitaba los zapatos y los calcetines, se arremangaba los pantalones y se unía a ella.
—¡Hacia siglos que no disfrutaba de esto! —exclamó entre risas—. ¡Por Dios, qué placer!
Mientras caminaba a su lado bajo los cegadores rayos del sol tropical Theresa recordó las palabras que Robert le había dicho hacia un año: «¡Quédese conmigo, Anna! Recorra los mares a mi lado. ¡Déjeme enseñarle el mundo! Ah, los sitios a los que podríamos ir, las aventuras que viviríamos juntos, y yo la amaría cada segundo de cada hora de cada milla que navegáramos».
Cuánto le habría gustado gritar con todas sus fuerzas: «¡Sí, iré contigo hasta el fin del mundo!».
Pero había pronunciado unos votos y tenía obligaciones y deudas a las que se debía. Su vida no le pertenecía y eso siempre sería así, pero a pesar de ello lo amaría, al igual que él le había prometido amarla, con una pasión silenciosa, secreta, que ambos sabían que estaba condenada desde el primer instante.
Theresa se dijo que haría bien en contentarse con momentos como aquel, compartidos con Robert, aunque solo fuera caminar por la orilla y buscar conchas en la arena. «Saborearé cada minuto y no esperaré nada más».
Los cinco siguieron caminando por la arena, ahuyentando a los pájaros que revoloteaban sobre ellos. Buscaron entre las algas y los maderos podridos, y un grupo de nativos, que estaban haciendo canoas y tablas, los saludaron desde sus cabañas. Vieron a los más jóvenes encaramándose por los troncos finos y curvos de las palmeras para hacer caer los cocos. A Peter le costaba andar porque el bastón se hundía en la arena, pero de vez en cuando conseguía agacharse, coger algo del suelo, examinarlo y lanzarlo de nuevo.
Al cabo de un rato Emily dijo que estaba cansada, así que dieron la vuelta, a pesar de que Jamie aún no había encontrado un regalo para Claire. Se montaron en el carruaje, Robert y Theresa se pusieron las medias y los zapatos e iniciaron el camino de vuelta a casa, pero al pasar junto al puerto vieron un gran revuelo en la zona de los muelles.
—¿Qué ocurre? —preguntó Emily.
Robert detuvo el carruaje y se protegió los ojos con la mano. Theresa solo veía edificios de madera, grandes barcos con sus mástiles y una muchedumbre que parecía indignada.
—Esperad aquí —dijo Robert, y se apeó de un salto del carruaje.
Theresa lo siguió con la mirada mientras se abría paso entre una confusión de caballos, carretas y gente con los puños alzados. Se detuvo al llegar junto a unos soldados que le cerraron el paso con sus armas. Habían levantado barricadas de madera para impedir que la multitud invadiera el puerto. Un poco más allá Theresa se fijó en un grupo de personas aterrorizadas —hombres, mujeres y niños— que sujetaban sus posesiones contra el pecho. Estaban rodeados de soldados.
De pronto vio que el doctor Edgeware salía de una pequeña oficina en uno de los edificios. Decidió bajarse del carruaje y reunirse con Robert. Atravesó la aglomeración entre empujones y zarandeos y, al llegar a su lado, tuvo que cogerse a su brazo para no ser arrastrada de nuevo.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué está pasando?
—Son leprosos —dijo el doctor Edgeware a Robert, ignorando la presencia de Theresa—. Los enviamos a una colonia aislada en Molokai.
Desde allí pudo ver el penoso estado en que se encontraba aquel grupo de unas cien personas, que se cogían los unos a los otros, atemorizados. Eran una mezcla de chinos y hawaianos, y no había ni un solo blanco entre ellos. También distinguió las emociones que dividían a la muchedumbre: algunos gritaban a favor de la nueva ley de aislamiento y exigían que las autoridades se llevaran a los enfermos de la isla lo antes posible: otros, en cambio, protestaban por el trato brutal al que se sometía a aquellos seres humanos, que lo que necesitaban era un hospital. Entre los gritos y las voces también se oían lamentos y Auwe! con los que los hawaianos suplicaban a Edgeware que les permitiera llevarse a sus familiares a casa.
Theresa y Robert contemplaron con impotencia a los soldados que guiaban la fila de leprosos hasta el barco que los esperaba. Todo el mundo sabía dónde los abandonarían: en una franja estrecha de tierra prácticamente rodeada por un mar siempre rizado, con una pared rocosa de sesenta metros de altura a sus espaldas. Allí no había médicos, ni enfermeras ni sacerdotes. El aislamiento sería absoluto.
—Lo siento, Anna, no lo sabía —le dijo Robert muy circunspecto cuando regresaron al carruaje—. Solo llevo unos días aquí y no he tenido oportunidad de ponerme al corriente con las cuestiones del gobierno. El rey Kamehameha ha aprobado la ley de aislamiento mientras yo estaba fuera. Me he opuesto a ella durante dos años y habría vuelto a hacerlo otra vez, pero cuando partí hacía Estados Unidos Edgeware vio su oportunidad. Anna, Edgeware dijo que no abandonaría su cacería de leprosos hasta que no hubiera registrado hasta el último rincón de la isla.
Antes de ayudarla a subir al carruaje sus ojos se encontraron y el mismo pensamiento afloró en sus mentes: el asentamiento secreto de enfermos de lepra que había al norte de Wailaka.
Viajaban en silencio, el corazón compungido por los leprosos que habían visto el día anterior.
La carreta iba repleta de suministros: mantas, ropa, alimentos. Especialmente importantes eran los zapatos y los guantes, aunque sabían que tendrían que convencer a los aldeanos para que se los pusieran. Theresa también llevaba unos ungüentos; aunque quizá no iban a serles de mucha ayuda, al menos tenía que intentarlo.
Lo que antes había sido el escondite de un muchacho solitario se había convertido en un refugio secreto para más de treinta afectados de lepra.
Robert y Theresa pasaron cerca de la aldea, donde vieron antorchas y oyeron voces y tambores, pero ni una sola risa. El capitán Farrow detuvo la carreta y miró hacia atrás para asegurarse de que nadie los seguía. El doctor Edgeware había intensificado la persecución y sus soldados estaban por todas partes. Esa vez no vio a ninguno, así que continuaron avanzando.
Pasaron junto al sendero que llevaba hasta la arboleda secreta de la fertilidad y siguieron por un camino tan lleno de baches que la carreta crujía continuamente e incluso se quedaba atascada en algunos puntos. Cuando ya no pudieron avanzar más Robert se llevó las manos a ambos lados de la boca y gritó. Esperaron hasta que un grupo emergió de entre los árboles como fantasmas salidos del bosque, criaturas débiles y tambaleantes que caminaban como si se avergonzasen de su propia existencia. Mahina iba con ellos, se elevaba sobre sus compañeros porque no estaba enferma. A su lado iba Liho, muy desmejorado y cojeando. Había perdido los dedos del pie derecho.
El muchacho que se impulsaba sobre las olas del océano como un joven dios inmortal, que se había curado gracias a un ho’oponopono, se estaba muriendo y esa vez no había cura posible.
—Asegúrese de buscar todos los días lesiones nuevas —recomendó Theresa a Mahina al entregarle los ungüentos—. Ya no tienen sensibilidad. Extienda esto sobre las heridas para prevenir las infecciones. E intente que lleven siempre zapatos y guantes; los dedos de los pies y de las manos son los primeros en resultar dañados. —Cogió la linterna de aceite de la carreta y la levantó junto a la cara de Mahina. Tenía la piel limpia, sin ninguna marca. Le tocó la nariz—. ¿Siente esto?
—Sí.
Le examinó los dedos y se los apretó; no había perdido el tacto. Por el momento, Mahina no tenía la lepra, pero transmitía una gran melancolía. La alegría que la caracterizaba había desaparecido.
—La noche que Pele lleva mi madre fue noche que empezó maldición —dijo Mahina—. No queda esperanza, Keleka. Los dioses han abandonado nosotros. Durante mil años, y otros mil después, piedra sanadora de Kahiki cuida de la salud de mi gente. No enfermamos. Y entonces Pele lleva piedra y ahora morimos todos. Mañana no más kanaka.
—Mahina, ¿por qué se sacrificó tu madre a la montaña?
Theresa necesitaba saberlo, quería entender qué era aquello que devoraba sus almas, que les provocaba la muerte en cifras tan alarmantes.
—Mahina no sabe, Mahina nunca sabe. La noche que mi madre camina a fuego de Pele ella dice que sacrifica para liberar de maldición, pero no funciona. Maldición sigue presente. Antes de entrar en fuego de Pele mi madre dice que llega día en que bebés son arrancados de brazos de sus madres. Maridos y mujeres son separados. Hermano y hermana, hija de padre. ¡Cruzan el agua y no vemos nunca más! Auwe! Ese es final de Hawai’i Nui. Eso es cuando Pele destruye a toda la gente. Ahora Mahina sabe. La colonia de leprosos. Es profecía de mi madre. —Inclinó la cabeza y la movió de lado a lado—. Mi madre, gran kahuna lapa’au, gran jefa, descendiente de gran Umi. Ella ve futuro. Ella ve fin de kanaka.
Dio media vuelta y, mientras los demás aceptaban las provisiones, bendijo a Robert y a Theresa. Luego volvió a desaparecer en la oscuridad de la noche.