8

Anna corría sobre la hierba tan rápido como se lo permitían las piernas, con las manos apretadas contra el pecho y gritando: «¡Mamá! ¡Mamá!».

Pero la cabaña estaba demasiado lejos. Su madre no podía oírla. Presa del pánico, Anna corrió aún más deprisa.

La granja Barnett del valle de Willamette, en el territorio de Oregón, era una hermosa extensión de tierra con cultivos, corrales y un espléndido granero. Las montañas, altas y teñidas de lavanda, completaban el paisaje. Anna, que tenía diez años, pasaba sus días junto al arroyo mientras que su madre pasaba los suyos preocupándose por su pequeña.

—Anna es como un animalillo salvaje —se quejaba Rachel a su marido—. En cuanto sale de casa se quita los zapatos y la cofia para poder corretear como una criatura del bosque. ¡Y siempre tiene la cabeza en las nubes! Soy yo quien debe ocuparse de la colada, la plancha y la cocina. Ni siquiera consigo que quite las malas hierbas del jardín porque, en cuanto me doy la vuelta, sus ensoñaciones la guían nuevamente hacia las praderas. Tienes que obligarla a ser más responsable, Mallory, aunque sea por la fuerza. ¡No puedo vivir así!

Sin embargo, el señor Barnett nunca tuvo la oportunidad de enderezar a su hija. Seducido por la fiebre del oro, partió hacia California junto con la mitad de los granjeros del valle de Willamette. La madre de Anna se debatió entre la ira y el llanto, además de vivir con un omnipresente miedo. Aquello había ocurrido hacía un año, en 1849. Llevaban seis en aquella hacienda, tras su llegada a través de la ruta de Oregón en 1843. Habían sido de los primeros blancos en asentarse en el territorio de Oregón. Aparte de su pequeño grupo, solo había franceses que se dedicaban al comercio de pieles e indios. La madre de Anna solía decir que los misioneros metodistas habían llegado justo a tiempo.

—¡Mamá!

Anna irrumpió en casa como una exhalación y sorprendió a su madre, a quien estuvo a punto de caérsele al suelo el molde con el pastel que tenía en las manos.

—¡Por todos los santos, hija! ¿Es que no te he enseñado a…?

Anna levantó las manos en alto.

—Está herido.

—Ay, Dios —susurró Rachel Barnett al ver el pajarillo que su hija sostenía.

La pequeña iba descalza, cómo no, y sin cofia.

—Lo he encontrado junto al arroyo —explicó con las mejillas cubiertas de lágrimas—. Tiene un ala rota. Debemos curársela. Rachel dejó el molde y la cuchara sobre la mesa hecha de troncos, rústica como toda la cabaña, y extendió las manos.

—Dámelo, hija.

Rachel había trabajado en una fábrica de algodón en Massachusetts en la que Mallory Barnett era el supervisor. Las mill girls, que era como se denominaba a estas jóvenes, trabajaban ochenta horas a la semana y sus jornadas se regían por rutinas muy estrictas. Se levantaban a las cuatro de la madrugada con la sirena de la fábrica, a las cinco ya estaban en su puesto, a las siete desayunaban en media hora, luego disponían de otra media para comer y ya no se detenían hasta las siete de la tarde, cuando la fábrica cerraba sus puertas y los trabajadores regresaban a sus casas, que eran de la empresa. El horario se repetía seis días a la semana, con los domingos libres.

Era un trabajo muy duro. En cada sala trabajaban ochenta mujeres, cada una en uno de los enormes telares mecánicos. El ruido era ensordecedor y siempre hacía calor, pero las ventanas permanecían cerradas durante todo el verano para proteger los hilos, que eran muy delicados. La empresa tenía casas de huéspedes cerca de las naves, pero había que compartir habitación, en ocasiones hasta con seis chicas más. Era una vida agotadora e incómoda de la que Rachel esperaba poder escapar.

Había echado el ojo al supervisor, Mallory Barnett. Salieron juntos, se enamoraron y se confiaron el uno al otro el deseo secreto de alejarse de aquella vida tan estricta y con tanta gente a su alrededor a todas horas. Habían oído hablar de las tierras desocupadas del Oeste, en Oregón y en el territorio mexicano de Baja California. Algunos decían que pertenecían a los indios, que habían vivido en ellas durante miles de años. Otros, en cambio, argumentaban enérgicamente que los indios no hacían uso de la tierra, no construían ni plantaban nada en ella, de modo que cualquiera podía reclamarla. Cuando los Barnett oyeron aquello vieron la oportunidad de empezar una vida nueva.

Tenían doce hectáreas, pero la madre de Anna codiciaba las tierras desocupadas que rodeaban su granja, a lo que su marido solía decirle: «¿Es que no tenemos ya suficientes?». Rachel Barnett había empezado a trabajar en los telares cuando tenía nueve años y no lo había dejado hasta los veintidós, así que Mallory culpaba de aquella necesidad imperiosa de espacio a los trece años que su esposa había trabajado y vivido hacinada entre telares, y se lo perdonaba.

«Los más pequeños éramos mudadores —había explicado en cierta ocasión a su hija—, es decir, “mudábamos” o retirábamos las bobinas llenas de las lanzaderas volantes y las sustituíamos por otras vacías. Nos pagaban dos dólares a la semana y trabajábamos catorce horas al día. Creo que mi necesidad de tener más espacio no guarda relación con la existencia o no de paredes, sino con el tiempo. Y con la libertad, que podría ser lo mismo. Vinimos al Oeste para que nuestros hijos no fueran esclavos de los relojes, de las sirenas ni de las normas de nadie».

—¿Puedes curarlo? —preguntó Anna con los ojos arrasados en lágrimas.

Rachel suspiró. ¿De dónde había sacado aquella niña su obsesión por curar a todos los animalillos? Incluso una vez había llevado a casa una mariposa con la esperanza de que pudieran ayudarla a volar de nuevo. La criatura se estaba muriendo. Era parte de la vida, había contado a su hija, y había intentado explicarle que no todas las heridas ni las enfermedades tenían cura. Algunas había que aceptarlas y aprender a vivir con ellas. En ocasiones, era Dios quien las aliviaba; si no, te morías, sin más.

—Hija —dijo Rachel—, no podemos hacer nada por este pajarillo. A veces la naturaleza es así. Ha resultado herido para que otro animal se alimente con él. Los designios de Dios son incontestables. No debemos inmiscuirnos en sus decisiones.

—Pero cuando el señor Miller se rompió la pierna papá se la curó. Y cuando la señora Odum tuvo la gripe tú y las demás mujeres le disteis medicinas y le aplicasteis emplastos, y se puso bien.

—Sí, el buen Señor creyó conveniente dejar esos problemas en nuestras manos, nos dio las soluciones. Pero en otros casos, bueno, no sé.

Dejó al tembloroso gorrión en el suelo y lo aplastó con la bota.

Anna gritó.

—No pasa nada, hija —dijo Rachel. Levantó al animal del suelo por un ala y lo lanzó bien lejos—. No podíamos salvarlo, así que al menos le hemos ahorrado el sufrimiento. —Se inclinó hasta ponerse a la altura de Anna—. A veces, cuando no queda más remedio, matar es un acto de compasión. Venga, cómete un pastelito, regresa al arroyo y recoge tus cosas. Puedes rezar por el pájaro si quieres.

Anna salió de la cabaña con los ojos llenos de lágrimas, miró hacia atrás y vio a su madre negando con la cabeza.

Desde que era muy pequeña sabía que no era como los otros niños. Para empezar, no había nacido en una auténtica casa sino en un carromato, en 1841. A su madre le gustaba contar que los indios les habían disparado con arcos y flechas mientras ella daba a luz a su hija. Anna no podía evitar sentir la necesidad de enmendar todo lo que no estaba bien. Cuando su hermano pequeño, Eli, enfermó de sarampión, ella permaneció a su lado día y noche aplicándole bálsamo sobre el sarpullido, y le complacía comprobar que con ello le aliviaba el tormento. No era más que eso, quería arreglar las cosas.

Su padre la entendería. Una vez había oído que decía a su madre: «Tiene un corazón sensible, Rachel. Déjala tranquila».

Pero, por desgracia, su padre ya no estaba. Se había marchado a buscar oro a un lugar llamado Sacramento, así que ahora su madre, Eli y ella se encontraban solos. Recibían alguna que otra carta de él, y en todas ellas les describía la dureza y las decepciones en los campos de oro, lo peligrosa que era la vida allí, cómo los hombres se robaban los unos a los otros y hasta llegaban a matarse por el preciado mineral al tiempo que las enfermedades se llevaban muchas otras vidas por delante. Cada vez que llegaba una misiva, su madre se pasaba días enteros llorando.

Mallory Barnett seguía prometiéndoles que volvería en cuanto acumulara una fortuna gracias al oro. Y lo había encontrado; en sus cartas solía dibujar las pepitas que iba encontrando. «Compraremos la finca contigua», escribió en una de aquellas cartas que Rachel leía a sus hijos después de la cena, sentados los tres junto al fuego en su cabaña de madera. «Construiremos una casa como Dios manda y quizá traeremos a una mujer para que nos ayude con la colada. Contrataré a unos cuantos hombres y criaremos ganado. Convertiremos nuestra finca en una gran hacienda de la que todos hablarán en kilómetros a la redonda».

Mientras tanto, Rachel tenía que confiar en la ayuda de los vecinos cuando llegaba el momento de recolectar el maíz o cuando nacían los corderos. Lo más duro era el invierno. En la cabaña hacía frío, el viento se colaba por las rendijas y las noches se les hacían interminables.

Por suerte, Anna había encontrado su lugar al aire libre, bajo el sol. Junto al arroyo, donde su madre siempre le decía que no fuera. No podía evitarlo. Era como si el borboteo del agua la llamara. Anna había sido bendecida con una hermosa melena de cabellos fuertes y ondulados, de un pelirrojo casi dorado que reflejaba la luz del sol como si fuera de fuego. Era fácil localizarla desde la distancia, corriendo descalza sobre la hierba o sentada sobre su roca favorita, pulida y con forma de silla. Solía levantar la mirada hacia las hojas y las ramas de los árboles y dejar que su mente revoloteara libre con los halcones. Metía los pies en el agua y notaba el calor del sol a través de la tela del vestido. Cuando estallaba una tormenta en el valle, escuchaba los truenos a lo lejos y percibía el ruido a través de la roca sobre la que estaba sentada. Disfrutaba de la lluvia que caía sobre el arroyo y lo hacía crecer. La corriente ganaba velocidad y saltaba por encima de las piedras: la naturaleza representaba una gloriosa danza. Y la pequeña Anna Barnett se hallaba en el centro de todo aquello.

Le gustaba imaginar qué había al otro lado de las montañas. ¿Dónde nacía el río? ¿Cómo era la gente que vivía allí? Leía libros de geografía y consultaba mapas, pero no eran más que una representación árida y silenciosa de un mundo colorido y lleno de sonidos que intentaba atraer la atención de la niña. Era inquieta, quería crecer cuanto antes para aprender muchas cosas, para ver el resto del mundo.

La educación la recibía a través de su madre y de una caja de libros que esta había comprado a un vendedor ambulante que iba de casa en casa en un carromato repleto de enseres domésticos. Anna aprendió el abecedario y a sumar. Rachel le dijo que algún día aprendería a escribir con el estilo grácil y fluido que, según ella, distinguía a una dama, pero la pequeña no sabía por qué debería ser una dama si vivía en una granja. Sin embargo, su madre se mostraba inflexible en lo que a modales se refería y siempre se aseguraba de que llevara un pañuelo en el bolsillo y dijera «por favor» y «gracias», y en que fuera amable con los desconocidos.

Anna estaba triste. Encontró al gorrión muerto y decidió darle sepultura, pero mientras cavaba un agujero el cielo se cubrió de nubes de tormenta que avanzaban hacía el valle a una velocidad alarmante. De pronto se levantó un viento muy fuerte y Anna oyó la voz de un hombre en la lejanía. Era el señor Turner que, a dos granjas de la suya, detenía su carromato. Recogió los zapatos y la cofia del suelo y regresó corriendo a la cabaña, donde Rachel esperaba frente a la puerta con algo en las manos.

Era una carta. Anna estaba convencida de que era de su padre. ¡Por fin volvía a casa!

Sabía que su madre pensaba lo mismo que ella porque sonreía sin apartar los ojos del sobre. En la última misiva Mallory Barnett decía que estaba cansado de buscar oro y que tenía ganas de regresar.

Anna estaba emocionada. Hacía tres años que no lo veía. Aún recordaba lo mucho que le gustaba su olor a tabaco, el sonido de su risa profunda, la calidez que desprendía cuando la sentaba en su regazo y la llamaba «Huevo».

Entró en la cabaña corriendo con las primeras gotas de lluvia. Rachel hizo esperar a sus hijos deliberadamente mientras ponía una tetera al fuego, removía las brasas de la lumbre y utilizaba un poco del preciado aceite de ballena para iluminar la estancia. Usaban muchas cosas con frugalidad porque la suya era una «granja pobre», decía.

Después del té con pastas y de que cada uno buscara un sitio calentito junto al hogar, Eli y Anna permanecieron inmóviles, dispuestos a escuchar emocionados las noticias de su padre.

Anna se percató del halo de luz que la lámpara de aceite proyectaba alrededor del cabello de su madre. La gente de los alrededores solía comentar lo bella que era la esposa de Mallory y se preguntaban por qué la había dejado sola de semejante manera. Rachel les decía que a ella no le importaba porque había ido en busca de oro por ella y por sus hijos. Y cuando regresara a casa, repetía, ampliarían la granja y tendrían más espacio que nunca.

Sin embargo, a medida que leía la carta iba bajando los hombros.

—Nos reunimos con vuestro padre en San Francisco —les dijo con un hilo de voz—. Ha puesto la granja a la venta. Mandará a un hombre para que nos ayude a cargarlo todo en el carromato y nos lleve a Oregón City, donde compraremos un pasaje para uno de los barcos de vapor de la bahía del Hudson. —Levantó la cabeza para mirar a sus hijos, y Anna vio que el brillo de la esperanza y de los planes futuros se desvanecía de sus ojos—. Niños, vamos a vivir en una ciudad.

Inclinó la cabeza e hizo una extraña promesa:

—Te lo aseguro, Mallory, allí nunca seré feliz…

Llegaron a San Francisco tras pasar varias semanas hacinados en un barco que se dedicaba principalmente al transporte de pieles a China. Para Eli y para Anna fue toda una aventura. Les encantó el mar y los marineros, pero su madre se pasó la mayor parte del tiempo inclinada sobre la borda. El reencuentro con Mallory Barnett fue muy feliz, colmado de risas, lágrimas y abrazos sinceros (aunque Rachel estaba un tanto callada y con una expresión pétrea en el rostro). Mallory los cubrió de regalos, muchos de los cuales eran cosas que Anna no había visto hasta entonces, como perfume, una tela llamada «seda» o bombones de chocolate importados de un lugar llamado Holanda. Luego se montaron en un carromato cubierto, como tenía que ser, y recorrieron calles flanqueadas por enormes edificios de ladrillo que obligaban a Eli y a Anna a dirigir la mirada hacia el cielo.

Su nuevo hogar, que Mallory Barnett había hecho levantar mientras esperaba la llegada de su familia y cuya construcción justo acababa de terminar, se encontraba en Rincon Hill.

Conforme se alejaban del puerto les contó que lo que acabó por denominarse Fiebre del Oro de 1849 había aumentado la población de San Francisco de una forma espectacular. Toda la ciudad se había elevado desde el suelo como por arte de magia, dijo. En menos de un año, que era el tiempo que había pasado desde que dejó atrás los campos de oro y se estableció allí para hacer fortuna, la ciudad había pasado de doscientos habitantes a veinticinco mil. «Los del cuarenta y nueve», que era como se hacían llamar, plantaron tiendas de campaña o construyeron refugios cubiertos por lonas en las laderas menos pronunciadas de Telegraph, Russian y Nob Hills, así como en las dunas de arena que había junto al puerto. Sin embargo, cuando llegaron Rachel y los niños en 1852 aquella suerte de campo minero sobredimensionado ya había desaparecido. Las cifras oficiales situaban la población de San Francisco sobre los cincuenta mil habitantes, de los cuales ocho mil eran mujeres.

Muchas familias vivían en casitas de tres y cuatro habitaciones diseminadas a lo largo de calles cubiertas de suciedad, pero los sanfranciscanos adinerados como el padre de Anna querían casas mejores en barrios distinguidos donde poder presumir de su fortuna. Los ricos se decantaban por Rincon Hill, les contó Mallory mientras se dirigían hacia allí, porque, al estar por encima de la tierra llana, el tiempo en las colinas era más cálido y soleado que en los bloques al norte de Market Street. Desde allí se divisaba la bahía y toda la ciudad, y además estaban lejos de los inconvenientes de la urbe como las cantinas, las casas de apuestas y, en palabras de Mallory, las casas de mala reputación (Anna y Eli no tenían la menor idea de qué quería decir aquello).

Pasaron frente a decenas de casas grandes y confortables rodeadas de jardín, con solares vacíos entre ellas y alguna que otra edificación aún en construcción. La suya estaba en Harrison Street, hacia la cima de la colina, cerca de Second Street. Mientras el carro ascendía por la suave pendiente, avanzando lentamente frente a construcciones espectaculares con árboles y césped, Rachel se negaba a mirar a su alrededor. Estaba cansada, furiosa y decidida a odiar con todas sus fuerzas aquella nueva vida. De hecho, ya odiaba San Francisco a partir de lo que había visto hasta entonces.

—Esta ciudad ha sido erigida por hombres y para hombres. ¡Casas de apuestas y tabernas! Disparos en las calles. Es un lugar sin ley no apto para mujeres y niños. ¡Y tú nos has traído aquí, Mallory! Siempre lo llevarás en la conciencia. En Oregón éramos felices y estábamos a salvo.

Sin embargo, cuando el carromato se detuvo frente a una casa de tres plantas con balcones y galerías, hierro forjado por todas partes, agujas en lo alto, un tejado a varias aguas y una torre vigía como si fuera un palacio y Barnett exclamó: «¡Ya hemos llegado!», Rachel abrió desmesuradamente los ojos, y Eli y Anna no pudieron contener un grito de alegría.

Tenía razón con respecto a las vistas. Vieron el puerto y los barcos con sus cientos de mástiles formando un bosque, y más al norte, no muy lejos de allí, un grupo de edificios especialmente altos de ladrillo y piedra en lo que Mallory definió como el distrito comercial y de negocios. Incluso alcanzaban a ver al fondo de la bahía una isla que se llamaba Alcatraz.

—¡Cuesta creer —exclamó Mallory mientras el viento amenazaba con arrancar bombines y cofias de sus cabezas— que hace solo cuatro años este lugar fuera una aldea de adobe en la que solo vivían mexicanos! El oro siempre es impredecible.

Entraron en la casa y Anna se percató enseguida de la sorpresa de su madre al ver la opulencia del interior. Aun así, insistía en fruncir los labios y mostrarse decepcionada.

—Necesitaré ayuda. Como mínimo, doncellas.

—También tendremos cocinero y mayordomo —replicó Mallory, y sonrió con orgullo.

Las cosas le habían ido bien en San Francisco y quería recompensarse a sí mismo y a su familia por el trabajo duro y la inteligencia demostrada hasta ese momento.

Todo había sido gracias a los barcos.

Había hecho fortuna en los campos de oro, pero estos no tardaron en llenarse de gente y la vida allí se volvió peligrosa. En cuanto supo de las oportunidades que había en otros lugares partió rumbo a San Francisco con la intención de aumentar su fortuna, y no tardó en encontrar la respuesta en la bahía. El panorama era espectacular, les explicó. Hasta donde alcanzaba la vista, decenas de barcos abandonados se amontonaban en el canal, tan juntos que no se veía el agua. Embarcaciones chinas, australianas y de las islas Sandwich, todas cargadas de mercancías con las que comerciar pudriéndose en el puerto con las bodegas llenas porque el capitán y la tripulación habían abandonado el barco para unirse a la búsqueda de oro.

Barnett había invertido todo su oro en la compra y el transporte de uno de esos cargamentos abandonados que debía ser enviado río arriba hasta Sacramento. Contenía camisas y pantalones, botas y sombreros, hachas y palas, linternas y aceite de ballena, azúcar, café y, lo más interesante de todo, licores de todas las clases. Lo que sobró lo guardó en un almacén. Lo vendía todo diez veces más caro de lo que le había costado, y la demanda no dejaba de crecer.

—Carruaje propio y caballo —les dijo en su nuevo salón, que olía a pintura reciente—. Todo lo que desees, querida mía.

Rachel extendió la mirada por las cortinas de terciopelo, el papel de las paredes, la tapicería de raso, las lámparas de cristal y la elegante chimenea de mármol.

—Doncellas, eso seguro —repitió mientras se quitaba la cofia—. Y una institutriz para los niños, por supuesto. Tendremos que guardar las apariencias, ahora que somos ricos. Ropa nueva para Anna y Eli en cuanto sea posible. Vestidos nuevos también para mí. Mandaré buscar a una modista, la mejor que haya en San Francisco.

A Anna le sorprendió la capacidad de adaptación de su madre y lo rápido que había olvidado su promesa de ser infeliz en aquella nueva ciudad.

—En cuanto a la institutriz, no me conformaré con nadie que no tenga una buena educación, además de clase y distinción. Si he de traerla desde Boston…

—Creo que es suficiente por hoy, chérie —dijo Cosette a Anna—. ¡Apenas queda espacio para los paquetes! Y no sé si cabe el perro.

—Pero tiene hambre —protestó Anna—, y creo que está enfermo. Voy a cuidar de él.

—Su madre no le dejará meter en casa a un animal callejero.

—Ya lo veremos —dijo Anna al tiempo que sujetaba al escuálido chucho sobre el regazo.

Las dos jóvenes iban sentadas en su carruaje privado, un landó con la capota bajada para poder gozar de su paseo al aire libre.

Cosette era la institutriz de Anna desde hacía dos años. A Rachel Barnett le encantaba la nueva casa y se había adaptado a ella en un santiamén. Había comprado ropa para todos y también había contratado al servicio (incluida la institutriz francesa). A pesar de que el solar sobre el que se levantaba la casa era, según ella, «no mucho más grande que un plato de té», eso no bastaba para amilanarla. Lo que le faltaba en hectáreas lo compensaba con más y más vestidos. No tardó en hacerse amiga de las damas ricas de la zona. Juntas formaban la élite social de la ciudad, constituida por las familias más adineradas de San Francisco. Rachel Barnett, hasta hacía poco esposa de un granjero, organizó elegantes reuniones para tomar el té o distinguidas cenas en el comedor de su casa, a las que invitaba a escritores y poetas. Celebró encuentros literarios en su salón y rápidamente se vio inmersa en un mundo glamuroso con el que hasta entonces ni siquiera había soñado.

Sin embargo, mientras su madre prosperaba y florecía en aspectos que nadie habría imaginado, Anna empezó a echar de menos la granja y los animales, el arroyo y la roca donde solía pasar el tiempo. La emoción del primer momento se había desvanecido; además, apenas había naturaleza en aquella nueva ciudad, tan salvaje y anárquica que se formó un Comité de Vigilancia y había ahorcamientos públicos cada día.

A Anna la casa se le antojaba, a pesar de su tamaño, opresiva. Las calles con sus tablones a cada lado para los viandantes y los edificios de ladrillo, piedra y madera; el intenso tránsito de caballos, carruajes, carretas y personas; todo la agobiaba. Lo peor, no obstante, era la ropa que su madre la obligaba a llevar. Se acabaron los vestidos de percal, los pies descalzos y la melena al viento. Rachel Barnett se había formado una nueva imagen de su familia que debía adaptarse a la espectacularidad de la casa y a su reciente fortuna.

Así pues, la inquietud de siempre, la necesidad de saber qué había más allá del horizonte, invadió de nuevo la mente de Anna.

Cuando el cochero dobló la esquina para subir por la colina en la que se encontraba su casa, el chucho que Anna sujetaba entre los brazos soltó un aullido y, antes de que tuviera tiempo de reaccionar, saltó del carruaje y echó a correr calle abajo.

—¡Espera! —le gritó ella—. Vuelve.

—Persigue a un gato, ¿lo ve? No, no, espere, chérie, no puede ir tras él.

Pero Anna ya había ordenado al cochero que detuviera el vehículo. Bajó de un salto y echó a correr detrás del perro con un ímpetu impropio de una dama.

De repente el gato cambió de dirección y subió a toda prisa los escalones de piedra de un enorme edificio que había entre dos solares vacíos. El perro fue tras él, seguido de cerca por Anna y, detrás de esta, Cosette, que no dejaba de preguntarse qué pensaría la gente de aquella escena.

El gato se refugió al otro lado de la gigantesca puerta que se abría en lo alto de la escalera y el chucho lo siguió.

—Espere —dijo Cosette en cuanto alcanzó a Anna y logró sujetarla por el brazo—. No puede entrar ahí.

—¿Por qué no?

—Es un hospital, chérie. Será mejor que no pase.

Anna, que había crecido entre cabañas de madera y tipis, aún estaba adaptándose a la gran ciudad. Levantó la mirada hacia la fachada del edificio. Era de ladrillo, de dos plantas con estrechas ventanas abiertas en los muros a intervalos regulares. Leyó la inscripción del dintel: HOSPITAL MARINER.

—¿Qué es un hospital?

—Es el lugar adonde van a morir los pobres. En Nueva Orleans también hay uno. Cuando las personas sin recursos enferman van a un sitio como este.

A pesar de las protestas de Cosette, Anna no pudo reprimir el impulso de ver qué había dentro. La entrada se abría a un vestíbulo central con puertas a ambos lados que llevaban a salas comunes, estrechas y alargadas. Vio hileras de camas cuyos ocupantes, hombres adultos, gemían o gritaban de dolor. Algunos vomitaban ruidosamente. El hedor era insoportable. Las dos muchachas se cubrieron la boca y la nariz con su respectivo manguito de piel.

—Venga, chérie, marchémonos de aquí.

Anna observó fascinada a un hombre que, ataviado con una especie de hábito ensangrentado, iba de una cama a otra. En una se detuvo para cubrir la cara del paciente que la ocupaba con la sábana. Lo seguía una mujer mayor con la espalda encorvada cuyo cabello canoso asomaba bajo una sucia cofia de calle. El vestido y el delantal que llevaba estaban igualmente mugrientos. Cargaba con un cubo en el que el hombre tiraba los vendajes manchados de los enfermos.

—¿Quiénes son esos dos? —Anna los señaló.

—El hombre es el médico. La anciana es la enfermera.

Anna frunció el ceño.

—¿Qué es una enfermera?

—Una mujer que no encuentra trabajo en ningún otro sitio. ¿Cómo era? La escoria de la sociedad. Cuando necesitan dinero y nadie las contrata, vienen aquí a fregar suelos y dar de comer a los moribundos. O se dedican a la prostitución. A veces, a ambas cosas. No cobran mucho. En Nueva Orleans ni siquiera se les paga. Se ganan la vida quedándose con las pertenencias de los pacientes que son recogidos en la calle y, la verdad, no es que sea demasiado.

—¿Y por qué las familias de estos hombres no se hacen cargo de ellos?

—No tienen familia. Ni casa.

Anna abrió los ojos. No podía ser, siempre había alguien a quien acudir. Una madre, una esposa, una hija que cuidara de aquellos pobres hombres. Eran como pájaros heridos, pensó, como perros cojos. Nadie cuidaba de ellos, solo los desconocidos.

Y, al menos en el caso de aquellos enfermos, ¡era una desconocida borracha quien los cuidaba!, se dijo Anna al ver que la enfermera sacaba una botella de entre los pliegues de su falda, la destapaba, bebía un buen trago, se limpiaba la boca con la mano y volvía a esconderla.

Era incapaz de moverse de donde estaba, a pesar de que Cosette no dejaba de tirarle de la manga. De pronto al otro lado del vestíbulo se abrió una puerta y aparecieron dos hombres que transportaban en una camilla a un marinero inconsciente.

—¡Buenas! ¡Hemos encontrado otro!

De una sala contigua emergieron dos mujeres, vestidas con el mismo desaliño que la anciana.

—Se ha caído de lo alto del palo de un barco —explicó uno de los camilleros—. No se ha despertado desde entonces. Las mujeres se dirigieron a toda prisa hacia el nuevo paciente y le revisaron la ropa, vaciaron los bolsillos y le quitaron los zapatos.

—No lleva nada encima —protestó una de ellas—. Está bien, queda una cama libre por aquí. Anna vio que llevaban al pobre diablo al interior de otra sala y lo dejaban sobre una cama que, a todas luces, acababa de quedar libre puesto que las sábanas estaban arrugadas y manchadas de sangre. Las enfermeras desaparecieron y los dos hombres volvieron por donde habían venido.

—Venga, chérie, será mejor que nadie nos vea en un sitio como este. ¡Seguro que tenemos que fumigar nuestra ropa!

—Pero no pueden dejar a ese pobre hombre así.

—Vamos, su madre se estará preguntando dónde está.

Anna obedeció de mala gana, profundamente afectada por lo que acababa de ver. Hombres tumbados sobre sus propias heces, suplicando una ayuda que nunca recibirían, muriendo solos.

Un hospital era un lugar horrible.

—Solo una parada más, chérie —dijo Cosette a Anna mientras ambas entregaban los paquetes al cochero, quien esperaba pacientemente a un lado de la calzada mientras su joven señora iba de compras—. Necesito ir al boticario.

San Francisco acababa de recuperarse de una devastadora epidemia de cólera asiático y era la primera vez que salían de casa en semanas. Anna, que ya había cumplido quince años, había ido con su institutriz al barrio comercial con una lista de cosas por comprar, y estaban aprovechando la salida al máximo, visitando tiendas, observando a la gente, preguntándose si podían tomar un té en el comedor del hotel Claridge, pues hacía poco que permitían la entrada de mujeres a la hora de la merienda aunque no fueran acompañadas de un hombre.

La última parada había sido en Gleeson’s Book Emporium, una librería en la que Anna había comprado la última obra del señor Nathaniel Hawthorne, La casa de los siete tejados, y ahora se dirigían diligentes hacia la botica.

Para aquella salida por Montgomery Street, Anna y Cosette se habían hecho acompañar de un criado y una doncella que se ocupaban de cargar con los paquetes. El criado también hacía las veces de guardaespaldas, puesto que saltaba a la vista que las dos jóvenes eran de buena familia. Llevaban faldas ahuecadas, modernas capas sobre los hombros y unos manguitos a juego bajo los que ocultaban las manos enguantadas. Además lucían bonetes decorados con cintas y flores agrupadas a un lado, lo más chic según los cánones de la moda de la época.

Rachel solía recordar a su hija lo afortunada que era. Ya había empezado a planear su presentación en sociedad para el año siguiente. Para entonces, Anna habría cumplido dieciséis años, y en la fiesta conocería a los hijos de las familias más ricas de la ciudad. Sin duda su hija seria «Un partido excelente», como gustaba decir a Rachel.

Se dirigieron a toda prisa a Schott’s and Colby’s, químicos-farmacéuticos que se dedicaban a la venta de drogas, medicinas, perfumes, jabones de tocador y aguas minerales, así como a la preparación y dispensación de fórmulas magistrales. Se anunciaban en los periódicos: «Venta, al por mayor y al por menor, de quinina francesa, opio, morfina, zarzaparrilla del doctor Bull, aceite inglés de hígado de bacalao, extracto de coloquíntida y muchos artículos más».

Anna no sabía por qué, pero le encantaba acudir a la botica. No era por nada en concreto, tampoco se creía capaz de expresarlo con palabras. Notaba una sensación intensa y cálida cada vez que atravesaba la puerta y veía los estantes que cubrían las paredes repletos de tarros, frascos, cajas y libros. Si no tuviera más remedio que describir lo que sentía, diría: «Siento que es lo correcto, nada más. Estar aquí, rodeada de tantas curas y remedios maravillosos. La botica, con sus armarios y sus estantes llenos de medicamentos, polvos y tónicos, es un lugar para la esperanza. De algún modo —concluiría—, el dolor y la enfermedad mejoran un poco simplemente por estar aquí».

Habían ido a la botica por Cosette, que sufría unos intensos dolores menstruales y buscaba un remedio que los aliviara. Había visitado a tres médicos distintos. El primero le aconsejó que dejara de leer novelas románticas; el segundo, que se abstuviera de usar demasiado perfume, y el tercero le había recomendado que buscara marido y se quedara embarazada lo antes posible.

—El problema —dijo Cosette a Anna mientras esperaban su turno— es que los hombres no entienden los problemas de las mujeres y por eso no pueden ayudarnos.

—Pero una doctora sí podría, ¿verdad?

—No hay mujeres doctoras.

—¿Por qué no?

Cosette se encogió de hombros.

—No nos está permitido.

Anna pensó que aquello no estaba bien. Las mujeres podrían beneficiarse de la existencia de otras mujeres doctoras. Y además, ¿quién tenía la potestad para impedirlo? Inmersa en sus pensamientos, se disponía a coger el tarro de cristal que contenía los bastones de menta cuando, de pronto, la campanilla que colgaba sobre la puerta tintineó y entró la criatura más extraordinaria que había visto en su vida.

Anna, con la boca abierta, ahogó una exclamación de sorpresa.

—No mire tan fijamente, es de mala educación —le susurró Cosette.

Pero Anna no podía apartar la mirada. Allí, en medio de la botica, avanzando por el pasillo directamente hacia ella, estaba aquella mujer, ataviada con una túnica que ondeaba al ritmo de sus pasos y un velo negro con una tela blanca que le enmarcaba el rostro igual que a la madre de Jesús en la Biblia ilustrada para niños.

—¿Es una actriz? —preguntó a su institutriz, aunque no tenía ni idea de en qué clase de obra podría participar una dama como aquella, ataviada con múltiples capas de tela negra y el rostro comprimido por aquel extraño y almidonado retazo blanco que, si no estaba equivocada, recibía el nombre de toca.

—Es una religiosa. En Nueva Orleans también las hay.

Cosette Renaud era una muchacha de ascendencia francesa, culta e instruida. Su esposo había contraído la «fiebre del oro» y ella lo había acompañado en el viaje desde Nueva Orleans hasta la bahía de San Francisco. Llevaban poco tiempo en los campos de mineral cuando Pierre Renaud sufrió una desgraciada caída desde lo alto de una carreta y perdió la vida. Su viuda se quedó sola, sin nadie que la protegiera. Muchas mujeres en circunstancias similares a la de Cosette buscaban un trabajo como cocineras, lavanderas o prostitutas que les permitiera sobrevivir. Sin embargo, Cosette Renaud era una joven de buena familia, así que con la pequeña cantidad de oro que Pierre había encontrado cogió un barco de vapor que la llevó río de los Americanos abajo. Cuando llegó a San Francisco y descubrió que aquella era una ciudad dura, con tablones de madera para sortear el barro de las calles y hombres por todas partes, y consciente de que no encontraría ningún hotel que aceptara a una mujer sola, paró un carruaje y pidió al cochero que la llevara a la iglesia católica más cercana.

El pastor era el padre Riley, quien, al saber del aprieto en el que Cosette se encontraba, le consiguió alojamiento aquel mismo día con una familia católica que de buen grado aceptó las pepitas de oro a cambio de cama y comida. Cosette se anunció como institutriz en varios periódicos de San Francisco y en cuestión de días recibió más ofertas de las que esperaba. En una ciudad como aquella, llena de nuevos ricos, no eran pocos los que querían añadir una «institutriz francesa de verdad» al resto de los símbolos que de terminaban su estatus. Le gustó la espaciosa casa de los Barnett en Rincon Hill, y más adelante confesó a Anna que enseguida les había cogido cariño a Eli y a ella, y que por eso había aceptado el trabajo.

En los cinco años que habían pasado desde entonces, Anna había aprendido mucho de la refinada Cosette, y ese día en la botica también aprendería una valiosa lección, esa vez sobre las mujeres que se unían a sociedades religiosas, adoptaban extraños atuendos y dedicaban la vida a servir a la Iglesia.

—Hacen manteles para altares y vestiduras para los sacerdotes —le explicó Cosette en voz baja—, y también hostias para la Comunión. La hermana a la que mira con tanto descaro forma parte de la comunidad de las Hermanas de la Buena Esperanza, que se dedican al cuidado de enfermos. Casi todas ellas son monjas —añadió Cosette al ver el ceño fruncido de Anna—. Significa que viven tras los muros de un convento y nunca salen de él. Por eso no es muy habitual verlas, ni siquiera en Nueva Orleans, que es una ciudad muy católica. Pero estas son lo que llamamos «monjas itinerantes», es decir, que trabajan fuera del convento. Visitan hospitales y casas privadas para cuidar de los enfermos y los moribundos.

Anna estaba estupefacta.

—¿Esa mujer trabaja en el hospital? Parece tan respetable…

—Precisamente por eso visita a los enfermos allí, porque necesitan de su ayuda más que ningún otro. Ya vio lo inútiles que son las enfermeras.

La hermana llevaba una bolsa de mano de cuero negro y un delgado cordón alrededor de la cintura del que pendía una curiosa sarta de cuentas. Cuando llegó su turno, entregó una lista a uno de los dependientes de la botica y Anna, que observaba la escena con evidente interés, oyó que le preguntaba con voz dulce y suave si habían recibido el arsénico. El dependiente fue colocando sobre el mostrador los artículos que iba cogiendo de los estantes; ella se los guardó en la bolsa, le pagó y luego le dio las gracias.

Después de que la hermana se marchara, con el largo velo y la falda negros ondeando con el viento que se coló por la puerta que daba a la calle cuando la abrió, Anna permaneció inmóvil, como hechizada, súbitamente poseída por la curiosidad más intensa que jamás había experimentado.

Quería saber más.

—¡Sigámosla! —exclamó, dejándose llevar por un impulso.

Antes de que Cosette tuviera tiempo de protestar, salió corriendo de la botica prestando tan poca atención a la corrección de sus modales que, si su madre la hubiera visto, se habría ganado una buena reprimenda. El carruaje seguía frente a la puerta, con la doncella y el criado esperando pacientemente. Anna miró a la derecha, calle abajo, y vio que la hermana montaba en un pequeño carruaje, cogía las riendas y se alejaba.

—¡Señorita Anna! —La llamó Cosette casi sin aliento, al tiempo que se sujetaba el sombrero mientras trataba de alcanzarla.

—Rápido —la urgió ella, y subió a su carruaje.

La doncella y el criado ocuparon sus asientos y el cochero hizo andar a los caballos. Anna mantuvo la mirada al frente mientras Cosette protestaba y los dos sirvientes intercambiaban miradas de sorpresa. Observó la pequeña calesa alejándose por Montgomery Street, abriéndose paso entre el tráfico como si la hermana fuera una cochera experimentada. «¡Qué valiente!», pensó.

La calesa dobló la esquina en California Street y el carruaje de Anna hizo lo propio. Las ruedas emitieron un sonoro chirrido provocado por los tablones que habían empezado a instalar por toda la ciudad para evitar los lodazales que se formaban en las calles cada vez que llovía. Cosette protestó porque estaban alejándose de casa, pero Anna solo tenía ojos para la hermana.

Giraron de nuevo en la esquina de California con Stockton, y finalmente la calesa se detuvo frente a un enorme edificio de piedra de dos plantas de altura y con muchas ventanas.

—¡Santo Dios! —exclamó Anna al reconocer aquel lugar. Era el horrible hospital Mariner. Frunció el ceño. La inscripción del dintel lo identificaba como el hospital de la Buena Esperanza—. Por favor, deténgase aquí —indicó al cochero, y vio que la mujer de negro se apeaba de la calesa, cargada con su bolsa de cuero negro, y subía la escalera que llevaba a la entrada del edificio.

Miró fijamente las puertas, altas e imponentes, a cuya derecha se erguía la estatua de una mujer con un atuendo semejante al que llevaba la hermana. Anna se preguntó quién era. Tres años antes, aquella estatua no estaba allí.

Mientras el cochero recuperaba su postura habitual, la espalda encorvada, y los dos sirvientes miraban a Anna expectantes, Cosette dijo:

—Deberíamos irnos. Su madre estará preguntándose dónde estamos. Y yo aún tengo que regresar a la botica para comprar mi medicina.

—Lo siento, Cosette —se disculpó Anna con un arrepentimiento sincero, consciente de que había actuado egoístamente—. Volveremos, no te preocupes. Pero antes tengo que echar un vistazo.

Sacré bleu! —exclamó Cosette.

—Ha cambiado, Cosette. Quiero ver cómo es ahora. Solo será un momento —dijo Anna, y se apeó del carruaje.

Cosette la siguió. Subieron juntas la escalera y Anna tiró de la enorme manija de hierro de la puerta.

Estaban en el mismo vestíbulo de la otra vez, pero el interior del edificio se había transformado. El hedor reinante era menos intenso y los dos hombres con levita, sombrero de copa, bigote y expresión severa en el rostro que parecían conversar sobre alguna cuestión médica estaban aseados. Las paredes estaban cubiertas de frescos que, según Cosette, representaban a san Pedro y san Pablo. Frente a ellas pasó un grupo de hombres, ayudantes, al parecer, ataviados con guantes y delantales de goma y con cubos y brazadas de mantas en las manos.

—Debemos irnos —susurró Cosette, y sujetó a su joven señora por el brazo.

Pero Anna quería ver qué más había cambiado en el hospital. Atravesó la puerta de una de las salas y esperó a que sus ojos se adaptaran a la penumbra. Al igual que tres años atrás, el interior era oscuro. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas. Junto a cada una de las camas ardía una lámpara de aceite. Sin embargo, ahora los pacientes dormían entre sábanas limpias y ya nadie los ignoraba. Los trabajadores retiraban cuñas, empujaban carros cargados de material y servían bandejas de comida a los pacientes. Además, había una cruz sobre cada lecho, en la pared, y las hermanas, con sus ropajes negros, realizaban todo tipo de tareas desagradables como quien cogiera rosas, inclinándose sobre los enfermos y agitando sus velos negros como si fueran espíritus de otro mundo.

Anna no sabía contar pulsaciones ni medir la fiebre, como tampoco conocía ni una sola de la infinidad de labores técnicas que las hermanas llevaban a cabo en aquella sala. Solo podía observarlas como si estuviera hechizada mientras una extraña sensación, una felicidad absoluta, la colmaba. No podía explicarlo.

—¡Este lugar es horrible! —susurró Cosette.

Pero el corazón de Anna le decía: «No, este lugar es maravilloso».

Su mirada se desvió hacía el paciente que tenía más cerca, un niño de unos diez años echado en una cama limpia al que le costaba respirar. Tenía la cara cubierta de sudor y las mejillas coloradas. Los ojos, grandes y muy abiertos, estaban hundidos y rodeados por unas profundas ojeras. Sus brazos, estirados sobre las sábanas, eran como dos ramitas de un árbol.

Anna se acercó a la cama.

Sacré bleu! —repitió en un susurro Cosette—. Señorita Anna, ¿es que está usted loca?

Pero ella no le hizo caso. Se colocó junto al lecho del pequeño y le sonrió.

—Hola —le dijo.

El niño posó los ojos en ella. Durante unos segundos se miraron fijamente hasta que él separó los labios, resecos por la enfermedad.

—Agua, por favor —pidió con un hilo de voz.

Junto al cabecero de la cama había una mesita y en ella una jarra y un vaso. Anna lo llenó, deslizó un brazo bajo la almohada del pequeño, lo ayudó a incorporarse y le acercó el agua a los labios.

—Gracias —dijo él, y cerró los ojos tras beber un poco.

Anna permaneció inmóvil. No podía apartarse de allí. Aún tenía el brazo bajo la almohada del crío y el vaso seguía apoyado en sus labios agrietados. Sintió en su pecho una especie de caricia dulce y suave. Una oleada de ternura se apoderó de ella. Aquel ser era tan frágil y estaba tan indefenso, como un gorrión, que el corazón de Anna se llenó de tal compasión que comenzó a llorar sobre el rostro del niño.

Pensó: «No tienes madre, por eso estás aquí. Todas estas personas enfermas no tienen adónde ir ni nadie que cuide de ellas. Una vez, no hace mucho tiempo, fuiste un bebé y seguro que tu madre besaba tu cabecita rosada y te decía que eras un niño precioso. ¿Dónde está esa mujer? ¿Ha muerto? ¿Qué enfermedad es la que sufres, pequeño? Eres como una cría de pájaro que se ha caído del nido. Puedo notar tus infelices huesos a través de la piel. No te preocupes, tranquilo. Las hermanas se ocuparán de ti con sus delicadas manos y sus sonrisas beatíficas».

De pronto notó que algo cambiaba en su interior y por fin lo comprendió. Aquel lugar era la explicación de por qué sentía la necesidad de llevar gorriones heridos y perros abandonados a casa. Aquel hospital era su lugar en el mundo.

Cosette la sujetó por el brazo mientras una de las hermanas se dirigía hacia ellas con una mirada reprobatoria en los ojos. Llevaba una escoba en la mano, como si pensara usarla para barrerlas hasta la calle. Anna no se resistió y dejó que Cosette la guiara afuera porque sabía que no tardaría en volver.