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La casa que había a las afueras de la ciudad, en la carretera al valle de Nu’uanu, construida en madera con un tejado inclinado de hojalata y una galería adornada con buganvillas, pertenecía a una mujer irlandesa de nombre señora McCleary que vivía allí con sus cinco «hijas adoptivas».

La señora McCleary era conocida por aceptar «viajeros», pero solo a los mejores, caballeros limpios y educados. Servía jerez y vino de Burdeos en su salón mientras un irlandés corpulento, que no tenía ninguna relación con ella, hacía las veces de guardaespaldas y tocaba el piano. Sus cinco «hijas», todas jóvenes hawaianas, se ocupaban de entretener a los invitados de la señora McCleary «conversando» con ellos. Dichas conversaciones tenían lugar en pequeños dormitorios y con la puerta cerrada.

Cuando el doctor Edgeware hubo terminado con lo que él mismo llamaba sus «negocios sucios» detrás de una de esas puertas, atravesó otra para disfrutar del baño caliente que lo esperaba.

La señora McCleary cobraba un precio considerable a sus clientes, no a cambio de los servicios, sino de su silencio. El doctor Simon Edgeware, que había llegado de Londres hacía ya dos años y que tenía ambiciones políticas, sabía que podía contar con su discreción. Y siempre le procuraba un baño caliente para después, un servicio en el que el escrupuloso doctor insistía mucho porque le gustaba frotarse con jabón hasta ponerse roja la piel antes de regresar a su habitación del American Hotel.

Tras el baño se vestía con sumo cuidado. Simon era un hombre de cuarenta años alto y de huesos largos, con el rostro estrecho y la nariz larga. Las canas prematuras y las patillas plateadas hacían que pareciese mayor de lo que realmente era. Tenía los ojos azules, muy claros, y la piel pálida, tanto que para los hawaianos era un fantasma, un auténtico haole.

Lo que hacía con las chicas en aquella casa no era por placer, sino por necesidad. Simon Edgeware despreciaba sus propios instintos carnales, intentaba obviarlos durante meses hasta que un día, de madrugada, sentía la urgencia de visitar a la señora McCleary.

Las mujeres no podían evitar ser como eran, se decía a si mismo mientras se ataba el pañuelo con las notas de La balada de Annie Lisie sonando al piano desde el salón. Vivían dominadas por su útero y no eran dueñas de sus propias acciones. Los hombres, en cambio, superiores a las mujeres, racionales y educados, ¿deberían ser capaces de imponerse a sus instintos más primitivos? Cada vez que abandonaba la casa de la señora McCleary se juraba que aquella había sido la última vez, pero el deseo siempre se apoderaba de él hasta convertirse en un tumor. Tenía que extirparlo. La liberación que obtenía allí era como reventar un forúnculo: solo cabía esperar que el pus no volviera a reproducirse.

Tras pagar a la señora McCleary, que aguardaba sentada en la galería como una araña junto a su red, pensó Edgeware, se montó a lomos de su yegua y regresó al hotel. Se estaba haciendo de día. Después de cambiarse de ropa y dedicar unos minutos a tomarse un chocolate caliente con tostadas acudiría a pie a la cita que tenía en el palacio real.

La Cámara del Consejo era el corazón de la gran Hale Ali’i y había sido diseñada por un arquitecto alemán con la intención de que se pareciera a los palacios europeos, con enormes lámparas de araña de cristal, suelos de mármol, columnas dóricas y muebles elegantes tapizados en seda y satén. Las paredes estaban cubiertas de retratos a tamaño real de distintos monarcas europeos, regalados al rey de Hawái, suponía Edgeware, como símbolo de la estima existente entre la realeza del mundo entero. Del mismo modo, suponía que los gobernantes de Occidente también habían recibido a su vez retratos de Kamehameha y de su esposa, la reina Emma, aunque de lo que no estaba seguro era de cuántos de ellos habían visto la luz en sus países de destino. A ambos lados de aquella cámara central estaba el salón de recepciones, donde Kamehameha daba audiencia todos los días, y la gran biblioteca, donde el ambiente era mucho más íntimo.

Simon Edgeware fue escoltado a esta última con gran pompa y allí se encontró a un reducido grupo de caballeros con quienes había entablado relación no hacía mucho, británicos y norteamericanos todos ellos, comerciantes y abogados, que habían ido escalando puestos en el gobierno para poder ganarse la estima del rey y el derecho a susurrarle al oído. Lo recibieron el ministro de Relaciones Exteriores, el del Interior, el de Finanzas y el de Educación; en otras palabras, el Gabinete del rey Kamehameha al completo, del que el doctor Edgeware esperaba formar parte en breve.

Aquella mañana tenía una propuesta que hacer. «Por el bien de los nativos hawaianos», esas eran las palabras que había preparado para ganarse el favor del rey. Estaba convencido de que necesitaban un ministro de Sanidad y creía ser el hombre indicado para el puesto.

El rey Kamehameha IV vestía una levita negra hasta las rodillas y un chaleco blanco sobre una camisa del mismo color. Podría haber pasado por un caballero cualquiera recién llegado de París o de Berlín si no fuera por el rostro anguloso, los ojos redondos, la piel oscura y la boca de mujer. Edgeware sabía que algunos consideraban apuesto al joven soberano. No era su caso.

El monarca y su Gabinete Ministerial ocupaban sillas tapizadas en brocado de oro y tomaban té en tazas de porcelana mientras la luz matutina entraba a raudales por las ventanas. Kamehameha hablaba un inglés excelente, con un leve acento que denotaba los años que había pasado bajo la tutela de los misioneros calvinistas norteamericanos (aunque de todos era sabido que él no quería establecer lazos con Estados Unidos y, en cambio, los fomentaba con británicos y franceses). Era un hombre cultivado, según había podido comprobar Edgeware: tocaba la flauta y el piano, y le gustaban el canto, el teatro y el críquet. Era más cosmopolita que sus antecesores, y es que había viajado por América y Europa y conocía a muchos jefes de Estado.

Edgeware saludó Kamehameha con una reverencia, disimulando el desprecio que en realidad sentía por aquel hombre primitivo que presumía de estar al mismo nivel que la realeza europea. «Crees que los reyes de Europa te respetan —dijo en silencio—. Apuesto a que, cuando visitas sus majestuosos palacios, te consideran una rareza y todos los aristócratas acuden a ver con sus propios ojos al mono que viste de gentleman, porque así es como os ven. Bichos raros, majestad, en un circo ambulante que nadie se toma en serio. Hace sesenta años ibais por ahí desnudos, realizando sacrificios humanos y adorando a los árboles. Y tienes la desfachatez de considerarte igual que los reyes cuyos ancestros se remontan a la época de los césares».

—Gracias por concederme esta audiencia, majestad —dijo el doctor Edgeware con una sinceridad totalmente convincente, mientras por dentro esbozaba una mueca y pensaba: «Lo que no sabes es que todos estos que te llaman “amigo” cuando no estás prefieren usar la palabra “negro”. Crees que quieren ser amigos tuyos, pero en realidad lo que ambicionan son las riquezas de tus tierras y la localización estratégica y militar de tus islas. Ni siquiera te has dado cuenta de que no han venido a apoyarte, sino a robarte lo que es tuyo. Y, cuando lo consigan, cuando lo consigamos, no serás consciente de ello siquiera».

No obstante, tampoco subestimaba por completo al joven rey. Kamehameha no ignoraba que para ciertos países su reino era un botín muy preciado.

Tomó asiento, aceptó la taza de té que le ofrecía el mayordomo, de librea amarilla y guantes blancos, y sonrió para sus adentros. Había necesitado meses de campaña, de halagos, de proporcionar su consejo médico a cambio de nada, para remontar la estrecha y transitada escalera de la élite de Honolulú hasta conseguir una audiencia con el rey, aunque no tan privada como le habría gustado. Aquel iba a ser el primer paso de un más que seguro ascenso estelar hasta la cúspide del poder.

Simon Edgeware había crecido en una pequeña aldea en la que el único hombre ilustrado era el médico del pueblo. En varios kilómetros a la redonda la gente dependía por completo de él. Cuando el hombre recorría las calles, los granjeros se quitaban la gorra para saludarlo. Cuando entraba en una casa, las mujeres guardaban silencio y se volvían dóciles. La palabra del doctor era la ley, nadie la cuestionaba. Podía decir que el cielo era rojo si le venía en gana y todos asentirían sin dudarlo. Simon Edgeware fue consciente de aquella realidad cuando apenas contaba doce años y vivía solo con su madre, una mujer malhumorada y dominante. Decidió entonces que quería convertirse en aquel hombre.

Con la ayuda de un médico de la zona que lo aceptó como aprendiz, Edgeware trabajó muy duro y consiguió una plaza en una escuela de medicina de Londres. Por desgracia, cuando ingresó ya sabía que no le gustaba la ciencia y mucho menos los enfermos. Ese era el problema de la profesión y no había tardado en descubrirlo. Disfrutaba del poder que le otorgaba su posición, pero detestaba las obligaciones que se le presuponían. Investigó cualquier vía que le permitiera mejorar su estatus y, al mismo tiempo, distanciarse de los aspectos menos agradables de la medicina. Un puesto en la administración de un hospital, tal vez, pero el problema era que Inglaterra estaba dominada por un sistema de castas en el que los puestos importantes eran para los hijos de aquellos que los ocupaban. El heredero de un sastre empobrecido tenía pocas posibilidades de trepar por la codiciada escala.

No tardó en dirigir la mirada hacia el otro lado del Atlántico y preguntarse si quizá le iría mejor en Estados Unidos, donde el sistema era mucho más igualitario y un pobre podía llegar a la cima si se lo proponía. Luego alguien le habló de las oportunidades que encontraría en las islas del Pacifico donde, literalmente, un don nadie podía convertirse en un prohombre. Por lo que le dijeron, allí hasta los granujas se labraban una fortuna y un nombre.

La noche antes de partir desde Southampton un mensajero de su aldea natal se presentó en el hotel de Londres en el que se hospedaba para informarle de la muerte de su madre. «Hasta nunca», dijo Simon Edgeware, y nunca volvió la vista atrás.

Sin embargo, tras unos meses en Honolulú se dio cuenta de que algunos pacientes, sobre todo los más adinerados o aquellos que tenían acceso al rey, como los hijos de los primeros misioneros (los Farrow, por ejemplo, una variante de la realeza en sí mismos), podían ser su vía de acceso al poder más inmediata.

—Y bien, Edgeware —dijo el ministro de Finanzas, un hombre particularmente pomposo, hijo de una familia de congregacionalistas que habían llegado a las islas treinta años atrás—, explique a Su Majestad la propuesta que me comentó por encima el otro día. Creo que no es descabellada.

Los protestantes adinerados de la ciudad estaban presionando al rey para que hiciera algo con el sórdido barrio de prostitución que se había desarrollado en los aledaños del puerto, donde cualquier intento por cerrar los burdeles era el equivalente a contener la marea con una escoba. Cada vez que las autoridades asaltaban un prostíbulo y lo cerraban aparecían dos más.

—Todos sabemos, majestad —dijo Edgeware—, que hay que hacer algo con la prostitución, que no deja de propagarse por la ciudad. Debe ser eliminada por completo, y creo que tengo la solución. En lugar de limitarnos a ilegalizarla, en lugar de erradicarla haciendo uso de leyes morales, sugiero que subordinemos dichas leyes al dominio de la salud pública. Majestad, corremos el riesgo de sufrir una epidemia de enfermedades venéreas. ¿Acaso no tenemos suficiente con el impacto devastador que el sarampión y la gripe están teniendo en la población nativa? ¿Debemos sumar otra enfermedad del hombre blanco a las estadísticas, ya de por sí alarmantes? Tal vez si nombrarais un nuevo cargo en vuestro Gabinete, un ministro de Salud Pública, por ejemplo, contaríamos con la autoridad suficiente para cerrar esos establecimientos de una vez por todas.

«Y mataría dos pájaros de un tiro», pensó Edgeware satisfecho. Si la tentación desapareciera, si dejara de existir la casa de la señora McCleary, podría enfrentarse a sus instintos más bajos porque no tendría ningún lugar en el que sucumbir a ellos.

—Espera —le susurró Mahina al oído mientras le acariciaba la espalda, el espeso cabello, el trasero firme y moldeado.

Llevaban horas haciendo el amor. Mahina lo había llevado muchas veces al borde del éxtasis para luego detenerse, como una marea cálida que avanzaba y retrocedía, tocando, acariciando, pellizcando. Él había dejado su ardiente aliento hasta en el último pliegue de su cuerpo, y ella había saboreado cada gota de sudor que había desprendido el de él.

Su amante tenía veinte años y estaba dominado por la impaciencia propia de la juventud. Mahina, que tenía treinta y tres más que él, debía instruirlo en la práctica de las artes amatorias, una tradición de la que su pueblo llevaba generaciones disfrutando y que los dioses habían ideado para las relaciones entre hombres y mujeres.

Había llegado la hora. Con los potentes músculos internos de su ’amo hulu le apretó el piko ma’i hasta que soltó un alarido y tembló entre los rollizos brazos de su maestra, que también se dejó llevar por la misma oleada de placer, cálida como un arcoíris.

Descansaron tumbados sobre la esterilla, fatigados y cubiertos de sudor, pero también revitalizados. Acababan de llevar a cabo un ritual sagrado y sabían que los dioses estaban sonriendo. Él susurró «Aloha, Tutu», y abandonó la cabaña. Mahina esperó un poco más, deleitándose en la sensación que aún le recorría el cuerpo. Luego se puso su muumuu y fue al exterior, donde brillaba el sol de la mañana.

Estaba hambrienta, siempre lo estaba tras una noche de sexo enérgico. Lástima que los haole no disfrutaran del placer como ellos. Había convivido con el hombre blanco desde que tenía trece años y Mika Emily y Mika Kalono habían llegado a Hilo a bordo de su barco, pero seguía sin entenderlos. Los haole decían que el sexo era malo. Habían prohibido que las chicas nadaran hasta las embarcaciones donde los marineros las recibían con los brazos abiertos y, en lugar de eso, habían construido pequeñas casas, sucias y malolientes, a las que los hombres blancos acudían por la noche y pagaban por lo que antes podían tener gratis.

Miró a su alrededor, a su gente, yendo de aquí para allá y ocupándose de sus asuntos como antes lo habían hecho sus ancestros. Era una buena señal. Hacía años que nadie enfermaba, no como en Honolulú o en otras aldeas de la costa que el hombre blanco visitaba más asiduamente. Aquel lugar a los pies del Pali donde empezaba el valle de Un’uanu se llamaba Wailaka, y la aldea, un puñado de cabañas y pabellones con su propio heiau sagrado, tenía cientos de años. Su tío, Kekoa, hermano de su madre, era el jefe. Entre los dos, tío y sobrina, se ocupaban de que los suyos vivieran siguiendo las tradiciones y no se dejaran seducir por las costumbres de los haole.

Mahina decidió recoger hierbas con las que preparar un tónico para el pequeño Pinau, su nieto hapa-haole que estaba enfermo.

Mientras arrastraba su cuerpo agotado por la aldea, saludando a sus amigos, sonriendo, ofreciendo alohas, pensó en Jamie y en todos los kanaka que morían todos los años por culpa de las enfermedades de los blancos, y luego recordó que una vez, cuando era pequeña, su madre, Pua, le dijo que su gente no solía enfermar. La gran jefa atribuía la buena salud de los suyos al Pene de Lono, que había permanecido durante generaciones en el altar del heiau sagrado, pero que la propia Pua había escondido en la Vagina de Pele, cuya localización nadie conocía.

De pronto se detuvo al llegar al pabellón donde se confeccionaba la tela kapa. Allí las mujeres trabajaban golpeando la corteza de la morera, para luego cortarla en tiras y extenderla al sol hasta que pudieran tejerla. Tres muchachas ayudaban a las mayores. Eran amigas íntimas, de quince años las tres, y siempre iban juntas a todas partes. Lo que detuvo a Mahina tan repentinamente fue ver a las tres jóvenes con la cabeza cubierta por un sombrero. Eran de ala pequeña, pero uno era de paja y los otros dos de tela, y todos adornados con lazos y cintas.

La visión le produjo un escalofrío que le recorrió el cuerpo.

Frunció los labios, se rascó un hombro, se frotó la nariz y dedicó unos minutos a meditar sobre la situación.

Al final, se dirigió hacia la entrada del pabellón, que no era más que un tejado sostenido bien alto sobre postes, y llamó a las tres jóvenes.

Cuando se acercaron, sonrientes y ataviadas con sus coloridos muumuus, Mahina trató de escoger las palabras con sumo cuidado. Ella misma había aceptado el muumuu hacía ya mucho tiempo, cuando tendría la edad de aquellas tres muchachas y Mika Emily les había dejado, a ella y a su amiga, sus parasoles, sus guantes y sus bolsos para que se los probaran. Querían quedárselo todo. Con el tiempo, el vestido haole se había convertido en una forma de vida y Mahina era consciente de que no podían volver otra vez al pareo. Sin embargo, los sombreros no eran solo algo que ponerse en la cabeza, eran un anzuelo. Los haole solían lanzar señuelos y, cuando los kanaka lo mordían, tiraban de ellos como si fueran peces.

—Bonitos sombreros —les dijo fingiendo admiración—. ¿De dónde los habéis sacado?

Las muchachas se miraron entre ellas y se removieron nerviosas.

—En el pueblo —respondió una.

Mahina sonrió.

—¿En la iglesia haole?

—Había unas mujeres en la entrada regalando ropa. ¡Gratis, Tutu Mahina, sin dinero de por medio!

—¿Entrasteis en la iglesia?

No querían responder, pero tampoco tenían más remedio.

—Dicen que su dios es muy poderoso —replicó una de ellas, a la defensiva.

—Ah —asintió Mahina—. ¿Y lo visteis en la iglesia?

—Es invisible. Como los viejos dioses kanaka.

Mahina sabía que lo que las movía a hablarle así era la inocencia y no la falta de respeto, de modo que se mostró paciente con ellas. Arqueó las cejas y las miró con una expresión de sorpresa en el rostro.

—¿Creéis que los dioses kanaka son invisibles? ¿Nunca habéis visto uno? Auwe!

Las jóvenes se miraron otra vez las unas a las otras.

—Tutu, ¿tú has visto algún dios?

—¡Mejor aún! He visto a una diosa. ¿Os gustaría verla?

Una de ellas le dedicó una mirada cargada de escepticismo.

—¿Es un ídolo de madera?

—No, no, me refiero a una diosa de verdad, con pelo, ojos y una sonrisa. Os llevaré a verla.

La siguieron hacia el bosque, con las manos sujetando sus preciosos sombreros para que las ramas y los arbustos no se los hicieran caer.

Llegaron a una laguna en la que el agua, inmóvil, era un remanso liso como un espejo. Las muchachas miraron a su alrededor con los ojos muy abiertos.

—¿Está aquí la diosa, Tutu?

—Aquí, más cerca del agua. Vive ahí.

Cuando llegaron a la orilla cubierta de hierba les dijo que se arrodillaran.

—Ahora mirad.

Obedecieron y, mientras observaban su propio reflejo sobre la laguna, Mahina dijo: «i ka wa mamua…», que significaba «Hace mucho tiempo…». Y empezó a contarles la historia de las canoas de doble casco que habían llegado hacía mil años de la legendaria Kahiki. Les contó la historia de Papio, la diosa tiburón. Les recordó la leyenda de los menehune, el Pueblo Enano que vivía en lo más profundo del bosque. Habló sobre la época en que el viejo jefe Puna fue capturado por la malvada diosa Dragón. Mahina recordó a los héroes legendarios del pasado, sus batallas, sus romances, los hechos de sus vidas, incomprensibles para un humano. Con su voz suave y melódica, casi como si cantara, Mahina hiló una narración tras otra sobre las tranquilas aguas de la laguna mientras las tres muchachas contenían la respiración y contemplaban su reflejo.

Por fin, cuando hubo tejido todos sus relatos con tanta habilidad que saltaba a la vista la maravillosa tela que era la noble historia de las islas, dijo:

—Lo que veis, hijas mías, son diosas de verdad. No son invisibles. Tampoco son de madera o de piedra. Están hechas de vida. Llenas de poder, de mana.

Una vez que terminó y las muchachas dejaron de mirar atentamente a las tres hermosas diosas cuyas imágenes flotaban sobre las aguas de la laguna, las tres se quitaron los sombreros de la cabeza y, con los ojos llenos de lágrimas, abrazaron a su querida y oronda Tutu, le pidieron que las perdonara y le prometieron que nunca volverían a entrar en una iglesia haole.

Mahina las observó con el corazón compungido mientras corrían de vuelta a la aldea.

Ese día había conseguido salvar a aquellas chicas, pero ¿y los venideros? Su gente estaba siendo seducida lentamente. Querían sombreros haole. Querían guantes haole, y sombrillas y zapatos. Mahina no podía estar en todas partes. Poco a poco, todos aquellos objetos irían llegando a su aldea; todas las mujeres, fueran jóvenes o ancianas, tendrían un sombrero, un par de guantes, zapatos y una sombrilla propios. Debía estar atenta para mantener las costumbres de siempre vivas pero en secreto. Tenía que recordarlas, del mismo modo que había ayudado a las tres muchachas a hacerlo. Por desgracia, llegaría el día en que ella ya no estaría allí, y su gente se desviaría del camino y ya no podría regresar a él nunca más.

Debía hacer algo para salvar a sus dioses y proteger su cultura. Pero ¿qué?

Levantó la mirada hacia los verdes acantilados que abrazaban aquella laguna oculta. Cubiertos de una vegetación exuberante, se levantaban en línea recta desde el agua como guerreros en guardia, vigilantes. Los haole tenían la extraña necesidad de medirlo todo; al llegar a aquellas paredes las habían escalado, las habían mesurado y habían anunciado que esos picos tenían casi setecientos metros de altura. En muchas ocasiones sus cimas no eran visibles, cuando las brumas descendían y cubrían las cúspides, como si no quisieran que los hombres las vieran.

Ese día no había niebla. Las abruptas cimas de las montañas se elevaban majestuosas hacia un cielo azul intenso, señal de que los dioses no estaban allí arriba.

Mahina contempló la laguna, aquella extensión de agua verde azulada rodeada de bosques y de flores. Allí moraban los dioses.

De pronto levantó los brazos y entonó un cántico sagrado en el que enumeraba los nombres de los espíritus, los alababa, les prometía que nunca serian olvidados. Movió las manos y pisoteó la tierra. Sus enormes caderas se contoneaban con la fuerza de un terremoto. Aun así, sus movimientos resultaban elegantes, ligeros. Contó con las manos historias de dioses y de ancestros, y mientras entonaba el cántico sagrado elevó una plegaria silenciosa al cielo: «Nuestras costumbres desaparecen, nuestro pueblo codicia cosas haole. Decidme qué he de hacer».

Y desde muy lejos, quizá tan lejos como la legendaria Kahiki, llegó la respuesta en forma de susurro: «Los haole os han impuesto sus costumbres desde hace demasiado tiempo; ha llegado la hora de resistirse».

La danza llegó a su final y Mahina se quedó allí sola, de pie, con el ceño fruncido.

—Pero ¿cómo? —preguntó a la laguna, desierta y silenciosa—. ¿Cómo puede resistirse Mahina?