22

«Por favor —le había dicho la enfermera Yates la noche del baile—, venga a vernos cuando quiera. Me gustaría que me hablara de sus experiencias y, quién sabe, quizá hasta podría darme algún consejo. Todo esto es nuevo para mí».

Así pues, allí estaba Theresa, al final del camino de acceso a la casa de madera de dos plantas en cuya entrada colgaba un cartel que decía: STEVEN YATES, MÉDICO Y CIRUJANO - ENFERMERA DISPONIBLE.

«Enfermera…». Sonaba elegante. Respetable incluso.

El porche estaba ocupado por varios bancos colocados en fila. Al parecer, allí era donde aguardaban los pacientes. Cuando le llegaba el turno al que estaba más cerca de la puerta, todos los demás avanzaban un puesto y los recién llegados se ponían a la cola.

Cuando Theresa llegó solo había una persona esperando, un hombre de origen chino que había acudido a la consulta solo. Iba vestido con unos pantalones anchos y una chaqueta acolchada, ambos azules. Llevaba el pelo recogido en una larga trenza que le caía sobre la espalda y se cubría la cabeza con un pequeño casquete ceñido. Theresa sabía que, con la proliferación de plantaciones de azúcar, cada vez llegaban más trabajadores desde China. Se preguntó dónde trabajaría aquel hombre. Llevaba el brazo derecho envuelto con un vendaje sucio.

Le sonrió y se sentó frente a él. Pasaron los minutos hasta que se abrió la puerta y salieron un niño y una mujer que no dejaba de dar las gracias a la señora Yates por «descongestionarle el pecho a Jenny».

—Hermana Theresa —exclamó la señora Yates—. ¡Qué sorpresa tan agradable! Por favor, entre. —Se volvió hacia el paciente chino y le dijo—: Señor Chen, entre, por favor.

El hombre asintió y las siguió con una sonrisa.

Accedieron a un recibidor. Las puertas de la izquierda estaban cerradas. Más adelante una escalera conducía a la planta superior y, a la derecha, unas puertas dobles daban acceso a una estancia diáfana y llena de luz que Theresa identificó con el antiguo salón o la biblioteca de la casa, que los Yates habían transformado en una consulta médica. Había libros en las estanterías, representaciones anatómicas en las paredes, un esqueleto colgando de un gancho, armarios, una mesa y varias sillas.

—Mi esposo está en el hospital —dijo Eva Yates al tiempo que indicaba al señor Chen que tomara asiento—. Lamentará haberse perdido su visita.

La hermana Theresa no pudo evitar pensar que la señora Yates parecía una mujer cualquiera recibiendo a unos conocidos. Llevaba un bonito vestido de seda verde pálido con el cuello y los puños de encaje, y se había recogido el pelo bajo una pequeña cofia también de encaje.

Empezó a retirar las vendas que cubrían el brazo del señor Chen, y Theresa pensó: «Hace exactamente lo mismo que yo y, aun así, trabaja sin trabas. Y está casada».

—El señor Chen vino la semana pasada con un amigo que nos contó que se había hecho daño mientras cargaba cajas en una carreta. El doctor Yates necesitó casi una hora para sacarle todas las astillas del brazo y luego suturar las heridas.

Algo se escurrió entre las vendas y cayó al suelo. Theresa lo recogió. Era un objeto redondo y plano, de una pulgada más o menos de diámetro, hecho de metal y cubierto de símbolos. Se lo entregó a la señora Yates, quien dijo:

—El amigo que trajo al señor Chen me contó que es una moneda de la buena suerte y que es para la salud. Esta está especialmente diseñada para alejar algo llamado «enfermedad chi». Se llama moneda Tian Yi porque Tian Yi significa «doctor del cielo».

Theresa observó con gran interés a la señora Yates mientras retiraba los puntos de seda negra del brazo del paciente con unas pinzas y unas pequeñas tijeras. Era casi hipnótico, la concentración con la que trabajaba, la precisión de sus movimientos. El señor Chen no se quejó ni una sola vez. Theresa sintió envidia: a sus hermanas y a ella no les estaba permitido retirar los puntos de sutura.

Finalmente la señora Yates vendó otra vez el brazo, asegurándose de introducir la moneda amarilla de la suerte entre las gasas, justo sobre la herida.

Theresa se disponía a hacer una pregunta a su colega cuando se vio interrumpida por un niño de unos seis años y una niña de alrededor de tres que entraron corriendo en la sala entre gritos y risas. La señora Yates los abrazó.

—¡Mis pequeñajos! ¿Cuántas veces os he dicho que no interrumpáis a mamá cuando está trabajando? Volved con Nanny, ángeles míos. Venga, marchaos. En un rato os preparo galletas y leche.

El señor Chen se inclinó en una reverencia, dijo algo en chino y luego se marchó.

—Permítame que limpie todo esto —dijo la señora Yates—. Después podemos ir al salón a tomar el té. No sabe cuánto me alegro de que haya aceptado mi invitación. ¡Tengo tantas preguntas!

—Yo también tengo algunas —dijo Theresa mientras miraba a su alrededor. Cuando llegó al armario con la puerta de cristal preguntó—: Por ejemplo, ¿qué es esto? —Señaló un cilindro de cristal con un émbolo en un extremo y una aguja en el otro.

—Es un invento muy reciente —explicó la señora Yates—. Se llama jeringa hipodérmica y se usa para la inyección subcutánea de medicamentos. En algunos casos es más efectivo que administrar la medicina por vía oral. También se utiliza para la anestesia local de las heridas.

—¿Y ese instrumento tan extraño que hay al lado?

—Se llama microscopio. Aumenta las imágenes muchas veces. Mi esposo lo utiliza para investigar. Cree que buena parte de las enfermedades son causadas por unos organismos llamados «gérmenes» que no se perciben a simple vista.

La hermana Theresa contempló maravillada los instrumentos e inventos modernos que había repartidos por toda la estancia. Igualmente impresionante era la cantidad de medicamentos que se alineaban en las estanterías, desde aceite de castor o cocaína hasta sales para el hígado y tratamientos para los juanetes. Había un remedio para cada enfermedad. Ojalá las hermanas y ella pudieran permitirse semejantes lujos.

Durante la agradable conversación que compartieron mientras tomaban té con tartaletas de mango Theresa habló a Eva Yates de muchas de las costumbres y los misterios de Hawái y, a cambio, averiguó más sobre cómo Florence Nightingale, en compañía de una norteamericana llamada Clara Barton que se dedicaba a preparar enfermeras para ocuparse de los soldados heridos en la Guerra Entre los Estados, libró a la profesión del estigma que equiparaba enfermeras a prostitutas y la convirtió en una honorable vocación a la que mujeres respetables de cualquier procedencia podían aspirar. Se habían abierto las primeras escuelas, los hospitales contrataban a las nuevas enfermeras y los médicos requerían de sus servicios para que los ayudaran con los niños y las mujeres. Era el comienzo de una nueva era. Y Theresa se lo estaba perdiendo.

Cuando ya se iba, la señora Yates le entregó unos libros: los manuales y los libros de texto con los que había estudiado.

—Tómese su tiempo, hermana. Encontrará algunas ideas innovadoras que quizá usted y sus hermanas puedan usar. Y recuerde, aquí hallará la puerta siempre abierta.

Theresa planchaba la ropa de toda la semana cuando la madre Agnes la hizo llamar a su despacho. Parecía cansada, pensó al verla, como si no estuviera descansando lo suficiente.

—Hermana Theresa, es evidente que tiene usted dudas espirituales, que su conciencia está inquieta. No lo está dando todo en su trabajo y me temo que tiende hacia lo secular y no hacia lo religioso. Es por ello que he decidido enviarla de vuelta a San Francisco, donde vivirá aislada del mundo exterior. Tengo el convencimiento de que servirá mejor al Señor desde la seguridad del convento.

Liho estaba sentado frente a su cabaña, solo, el corazón rebosante de pena.

Tenía una esterilla para dormir, mantas para taparse, una lanza para pescar en el arroyo, un cuchillo para cortar las frutas de los árboles y una talla de Kane, el creador de vida, para que le hiciera compañía.

No era suficiente. Liho echaba de menos a sus amigos. Quería impulsarse sobre las olas con su tabla. Pescar. Dormir en familia. Ya nunca oía voces, ni cantos, ni tambores, tampoco risas. A veces se despertaba por la noche y creía que era la única persona en el mundo. Como si, por alguna razón, todos hubieran abandonado las islas. Tenía miedo. No entendía qué había pasado. Había perdido el tacto en algunas partes del cuerpo. No era culpa suya. ¿Por qué lo castigaban de aquella manera? Intentó recordar. ¿Había ofendido a algún espíritu? Desde muy pequeño le habían enseñado a respetar a los espíritus y a los dioses allá por donde iba.

Cuando un kanaka se adentraba en el bosque no era para dar un paseo, como solían hacer los haole, sino para seguir el camino donde todo había sido tocado por los dioses y bendecido con su magia. Había que cantar al lugar por el que se pasaba y al destino al que se esperaba llegar. El viajero debía estar atento a la presencia de flores, piedras, de cualquier cosa que tocara. Incluso el aire era sagrado. Todo merecía ser respetado y reconocido. Los kanaka siempre tenían una oración en los labios o un dicho con el que protegerse de los malos espíritus.

Claro que los jóvenes a veces eran olvidadizos. Liho buscó en su memoria. Si pudiera recordar dónde había ocurrido, a qué espíritu había ofendido, podría entonar un cántico para pedirle disculpas y hacer propósito de enmienda. Si supiera dónde y a qué espíritu, regresaría al sitio en cuestión, pediría perdón y dejaría regalos, y a cambio los espíritus lo curarían. ¿Por qué no podía sanarlo el kahuna lapa′au?

Había sido desterrado de la familia. Ningún kanaka vivía solo. Incluso aquellos ancianos que habían perdido a todos sus familiares y amigos eran acogidos en otra familia y tratados como si fueran un miembro más. Liho había vivido desde que era un bebé rodeado de gente. Así lo hacían los kanaka.

Sin embargo, Tutu Mahina le había dicho que tendría que quedarse allí el resto de su vida y que nunca volvería a ver a su familia ni a sus amigos.

«Me escaparé —decidió—. Nadaré mar adentro y montaré a hombros del nai’a. Me uniré a Mano en su reino submarino y desde allí abajo veré a mis hermanos montados en sus tablas sobre las olas».

Levantó la mirada hacia los árboles. Había oído un crujido. ¡Alguien se acercaba! Seguramente sería Tutu Mahina. Era la única que iba a verlo. Le llevaba comida y palabras de consuelo, pero nunca se quedaba demasiado tiempo. No podía, aunque eso era precisamente lo que Liho quería: vivir para siempre con su abuela.

Al ver la figura que emergió de entre los árboles abrió los ojos enormemente sorprendido. Un gigante de piel morena ataviado con una falda de hojas ti y una corona a juego sobre la cabeza. ¡Su tío Kekoa!

La sorpresa se convirtió en desconcierto. El jefe de la aldea llevaba una tabla bajo el brazo.

No abrió la boca, la colocó encima de tres rocas y se montó en ella como si quisiera impulsarse sobre las olas. Extendió los brazos, gruesos y carnosos, dobló las rodillas y se balanceó de un lado a otro, moviendo las extremidades hasta caerse de bruces de una forma bastante cómica.

Liho sonrió. Cuando su tío se cayó de la tabla por segunda vez la sonrisa se convirtió en una risa disimulada. A la tercera caída se le escapó una carcajada. Cuando Kekoa se cayó por cuarta vez de la tabla y aterrizó en el suelo, boca arriba, con las piernas en alto y emitiendo un extraño «uf», Liho ya no pudo contenerse más. Su tío se levantó del suelo y, al inclinarse para poner recta la tabla, soltó una ventosidad tan sonora que esa vez su sobrino acabó revolcándose por el suelo de la risa. Entonces puso cara de asco, se pinzó la nariz con dos dedos y agitó una mano detrás de él. Cuando vio que el joven Liho reía con tantas ganas que le rodaban las lágrimas por las mejillas, corrió a su lado y lo abrazó con todas sus fuerzas.

—Mi niño adorado —exclamó llorando sobre la cabeza de su sobrino—. ¡Mi pobre niño enfermo! Biznieto de mi querida hermana Pua. Auwe! —Lo meció entre sus brazos durante varios minutos hasta que, de pronto, se separó, le enjugó las lágrimas y dijo—: ¡Vamos, tenemos que montar las olas!

Colocó de nuevo la tabla sobre las piedras y dijo a su sobrino que subiera. Mientras el muchacho extendía los brazos y mantenía el equilibrio, Kekoa se arrodilló en el suelo y movió la tabla hacia un lado y hacia el otro, arriba y abajo. Al tiempo que Liho gritaba de alegría su tío, viejo y orgulloso como era, disimulaba los sollozos que le oprimían el pecho.

Theresa avanzaba por la acera repleta de gente con el corazón en un puño. Se dirigía a casa de los Farrow para despedirse. La población de Honolulú había experimentado un crecimiento espectacular desde su llegada. Ahora había más edificios, más tráfico, más peatones. Todos sacaban algo en positivo de la guerra en Estados Unidos; sobre todo, del fin del conflicto. Hawái aún vivía conmocionada por las noticias, las buenas y las malas. El 9 de abril, el general Lee se rindió ante el general Grant en Appomattox, y cinco días más tarde el presidente Lincoln fue asesinado.

Para Theresa y su familia, las noticias no podían ser mejores. Su hermano Eli había sobrevivido a la guerra. Su regimiento se había reunido por última vez en Readville, donde los soldados recibirían la paga final y podrían regresar a sus casas. Theresa no sabía qué haría su hermano a partir de entonces, si volvería a Harvard o iría a San Francisco con su familia. Lo que sí sabía era que los cuatro años de sufrimiento que su madre había pasado por fin habían terminado.

También era consciente de que debería alegrarse de poder regresar a casa y ver de nuevo a los suyos, pero allí tenía a su otra familia y, con el aumento incesante de los casos de lepra y la campaña del doctor Edgeware para desacreditar la ayuda a los enfermos, se sentía como si estuviera abandonando a Mahina y a su gente.

—Hizo usted lo correcto, Anna —le había dicho Robert cuando le contó lo sucedido con Liho—. Al menos de momento. Eso nos da tiempo para pensar, para diseñar un plan. Si Edgeware lo descubriera, se presentaría en la aldea, arrastraría a Liho y a quien fuera hasta los campos de cuarentena y prendería fuego a las cabañas. —Luego añadió en un tono de voz más grave—: Anna, todavía no se ha hecho público, lo estamos debatiendo en la Asamblea Legislativa, pero los miembros de ambas cámaras se han puesto de acuerdo para aprobar una ley que cortará de raíz la propagación de la lepra. Consiste en crear un asentamiento para leprosos en la isla de Molokai.

Theresa le rogó que no lo permitiera. Las víctimas necesitaban el apoyo y los cuidados de su familia. Aislar a los afectados en una isla remota supondría condenarlos a morir en vida.

—Yo solo soy un voto, Anna —había afirmado Robert—, pero tengo una voz potente. Lucharé hasta el final, se lo prometo.

—Y yo lucharé a su lado —había dicho ella.

Pero a hora la enviaban de vuelta a casa.

Frente a la reja de los Farrow esperaba un calesín de un solo caballo que Theresa reconoció enseguida. Era del doctor Steven Yates. La señora Carter le abrió la puerta y la invitó a subir a la primera planta, donde se encontraba el dormitorio de Jamie. En él, el doctor Yates examinaba al muchacho y el capitán Farrow observaba en silencio.

Mientras esperaba a que el doctor terminara el reconocimiento Theresa pensó en uno de los libros que Eva Yates le había prestado: Notas sobre enfermería, de Florence Nightingale. Había leído en él la siguiente recomendación: «La labor de una enfermera consiste en utilizar el entorno del paciente para que lo ayude a recuperarse». Pensó en ello mientras recorría con la mirada la habitación de Jamie. ¿Podría ser que algo en su entorno estuviera causándole daño? Siempre parecía mucho más recuperado cuando visitaba el rancho de Waialua. ¿O quizá estaba pasando por alto algo del entorno de Jamie que podría contribuir a su curación?

—Su hijo precisa de una dieta rica en lácteos —dijo finalmente el doctor Yates tras dejar el estetoscopio a un lado—. Dele leche, queso y mantequilla muy a menudo.

—Eso ya lo intentamos —replicó Robert—. Jamie no tolera los lácteos. Su madre era hawaiana.

—Ah, sí, algo había oído. Bueno, pues en ese caso intentemos…

Mientras hablaban la voz de Mahina resonó en la mente de Theresa. Pero no conseguía entender sus palabras.

—Capitán Farrow —dijo el doctor Yates—, ¿su hijo nació así?

—No, doctor, eso es lo más exasperante de todo. Hasta hace unos años era un muchacho fuerte y lleno de energía. Nunca estaba quieto.

—¿Y qué pasó para que cambiara tanto? ¿Una enfermedad grave, quizá?

—Lo único que sé es que Jamie empezó a debilitarse tras la muerte de su madre. La echaba muchísimo de menos, y creo que eso fue lo que desencadenó la enfermedad.

Theresa ya lo sabía, Robert se lo había contado, y siempre había pensado que quizá aquel había sido el desencadenante para que Jamie se convirtiera en un niño enfermizo. Por si fuera poco, la muerte de Reese no había hecho más que empeorarlo todo.

Prestó atención a la voz susurrante de Mahina en su cabeza y entonces las palabras de Robert cobraron otro significado. De repente recordó lo que la ali’i había dicho de su nieto Liho: «Él no haole. Medicina haole no buena. Necesita medicina kanaka».

Mientras Robert informaba al doctor de todas las particularidades del historial médico de su hijo Theresa pensó: «Jamie es medio hawaiano. ¿Y si su enfermedad no fuera de origen emocional o físico, sino espiritual? ¿Y si la debilidad no empezó con la muerte de su madre, sino cuando Robert y Peter se pelearon y este último acabó rompiéndose la pierna al caer por la escalera? ¿Y si Jamie estuviera sufriendo por culpa del enfrentamiento que existía entre su padre y su tío?».

—Capitán Farrow —dijo de repente—, creo que he encontrado la solución. —Los dos hombres se volvieron hacia ella—. ¿Y si Jamie necesitara un ho′oponopono? Como el que presenciamos hace dos años para curar a Liho.

—¿Hopo… qué? —preguntó el doctor Yates.

—Capitán Farrow, usted y su hermano, ¿cuándo se enf…? —Guardó silencio y miró al doctor Yates, recién llegado a Honolulú—. ¿Cuándo se rompió la pierna Peter?

—Hace ocho años.

—¿Jamie lo presenció?

—Sí, entonces tenía siete años. —Robert la miró fijamente y, de pronto, supo por la expresión de su rostro que sabía por dónde iba—. Fue unos meses después de la muerte de Leilani. Y ahora que pienso en ello… Jamie estuvo bien durante una temporada. Lloraba y estaba triste, pero su salud estaba intacta. Hasta que Peter y yo discutimos.

—Creo que necesita medicina kanaka —advirtió ella, y al ver que Robert dudaba, añadió—: Una vez Mahina me dijo: «O ka huhu ka mea e ola ’ole ai», o lo que es lo mismo: «La ira es aquello que no da vida». Capitán Farrow, es posible que Jamie sufra por ese sentimiento negativo que emponzoña esta casa.

—¿Puedo decir algo? —intervino el doctor Yates—. Durante mi formación como médico estudié varias especialidades menores como, por ejemplo, la que se ocupa de las enfermedades mentales, también llamada psiquiatría. Observé algunos casos en los que el paciente se convencía a si mismo de que estaba enfermo, a pesar de no sufrir ninguna patología. Es lo que en términos científicos llamamos «somatización». Muchos expertos empiezan a creer que existe una relación directa entre el cuerpo y la mente, una relación que puede manifestarse en forma de síntomas palpables. He de confesarle, capitán Farrow, que no puedo diagnosticar qué tiene su hijo ni prescribirle un tratamiento. Si dicen que es medio hawaiano y los hawaianos tienen su propia forma de medicina, le sugiero que al menos lo intente.

Robert no se lo pensó dos veces.

—Enviaré una nota a Peter de inmediato. —Se detuvo junto a la puerta—. ¿Debería pedir a nuestra madre que participe?

—No creo que esté en condiciones —dijo Theresa, pensando en los ataques de fatiga extrema que Emily había sufrido últimamente y en la leve coloración azul que le teñía los labios y las uñas—. Creo que la señora Farrow sufre de insuficiencia cardiaca.

—Estoy de acuerdo con usted —convino el doctor Yates, y Theresa le sonrió agradecida; era el primer médico que la trataba con respeto.

Pero claro, su esposa era enfermera.

Robert estaba tan alterado que, por el momento, Theresa prefirió no contarle que se marchaba de Hawái. Así pues, se entregó de lleno a los preparativos del ritual. Fue al mercado local y compró el alga kala. También se proveyó de hojas de ti, afiladas y de un verde espectacular, además de sagradas para Lono.

Ya era tarde cuando Peter llegó, cansado y de mal humor.

—En la nota decías que era urgente. ¡Espero que no sea ese maldito barco otra vez!

Robert había comprado un barco de guerra de la Unión, con un desplazamiento de más de doscientas toneladas y uno de los cascos más resistentes que existían. Lo acondicionarían con todo tipo de comodidades para sesenta pasajeros y literas para otros cuarenta más, hasta convertirlo en una embarcación confortable y rápida, el siguiente paso en la evolución de la navegación. Sin embargo, Robert necesitaba que alguien de confianza viajara a Estados Unidos y cerrara la compra en su nombre. Se lo había pedido a Peter, pero este se había negado.

—Es Jamie. Está muy enfermo. Puede que no aguante ni dos días más.

Entraron en el salón, en el que Theresa había encendido velas e incienso. Peter tenía un aspecto horrible. Hacía un año que no lo veía, pero saltaba a la vista que aquellos doce meses habían sido un calvario para él. El dolor le había hecho adelgazar, le había teñido la piel de un tono ceniciento, le había clareado el cabello. Nunca había sido un hombre especialmente apuesto, pensó Theresa, pero ahora no se parecía en nada a su hermano Robert, mucho más atractivo y corpulento. La cojera había empeorado, lo cual suponía todo un recordatorio de por qué estaban allí: para resolver los problemas.

Al verla Peter arrugó el ceño.

—¿Qué demonios hace ella aquí?

Theresa sabía que, en cierto modo, la culpaba de la muerte de Reese.

—Vamos a celebrar un ho′oponopono por Jamie. La hermana Theresa hará de mediadora.

Peter frunció los labios, pensativo, aunque Theresa creyó ver un destello de curiosidad en sus ojos. Sabía de la amistad que lo unía a los nativos que trabajaban en su rancho y que en ocasiones acudía a sus rituales, así que seguramente había presenciado más de un ho’oponopono.

—Supongo que daño no nos hará. Y, al fin y al cabo, su madre era hawaiana.

—Capitán Farrow —dijo Theresa—, ¿le importaría traer a Jamie? Explíquele lo que vamos a hacer. Recuerde que se trata de creer, del poder de la mente sobre el cuerpo, como afirma el doctor Yates. Si es capaz de convencer a Jamie de que puede curarse si usted y Peter participan en un ho’oponopono, mejorará, seguro.

Pensó en la señora Klausner, quien durante el alumbramiento de su hija habría estado mejor atendida por un médico experimentado que por dos monjas sin experiencia alguna, pero ella creía que, con su presencia, habían traído a Dios consigo, lo cual convirtió un parto potencialmente complicado en algo sencillo.

Peter paseaba por el salón, mirando a Theresa de vez en cuando con una expresión de escepticismo. Le habría gustado tener a Mahina allí, con ella, pero no podía estar presente. Algunos aldeanos habían desarrollado los síntomas de la lepra y se habían trasladado a vivir con Liho en su morada secreta en el bosque. Mahina era su único nexo con el mundo exterior.

Robert apareció con su hijo en brazos, un muchacho de quince años que parecía un niño. Lo acomodaron sobre un diván tapizado con satén y, cuando estuvo bien instalado, Theresa se acercó a él y se sentó a su lado.

—Jamie —le dijo—, ¿sabes lo que es un ho’oponopono? Has visto los rituales en la aldea de Tutu Mahina.

Él asintió. La palidez de la piel se había acentuado visiblemente, hasta los labios tenía blancos. Intentó levantar un brazo, pero lo bajó de inmediato.

—Esta noche vamos a celebrar un ho’oponopono —continuó Theresa— para que mejores. —Al ver que entendía lo que le decía, añadió—: Mira, ¿lo ves? Está aquí tu tío.

Los ojos de Jamie se iluminaron al ver a Peter en la estancia, y Theresa supo al instante que el ritual tenía posibilidades de triunfar.

—Hola, hijo —le dijo Peter con la voz tensa, cojeando y apoyándose en el bastón—. Siento no haber venido a verte últimamente, pero…

—No pasa nada, tío Peter —le interrumpió Jamie con una voz que sonaba liviana como una pluma—. Sé que estás muy triste.

—Es cierto, hijo, es cierto, pero escucha, el ritual que vamos a hacer ayudará a que te recuperes. Por algo tienes sangre kanaka.

Robert dirigió la plegaria, primero a Dios y a Jesucristo y luego a los dioses y a los espíritus ancestrales de las islas. Theresa repartió el alga, crujiente y salada, que tenía un sabor agrio y peculiar. Mientras masticaban, entonó la canción que había aprendido de Mahina: «Aloha mai no, aloha aku… o ka huu ka mea e ola ’ole ai… E h’oi, e Pele, i ke kuahiwi, ua na ko lili… ko inaina…».

Sacó un frasco de agua bendita de su bolsa de mano y la vertió sobre el manojo de hojas ti, que luego agitó hacia los cuatro puntos cardinales, por las esquinas y en las zonas en penumbra de la estancia, en la ventana y en el hogar, así como también por encima de Jamie.

—Empecemos —anunció por fin—. Cualquier rastro de infelicidad que alberguen en sus corazones, muéstrenla inmediatamente. Expongan el dolor que sienten para que por fin pueda levantar el vuelo. —Al ver que ninguno de los hermanos hablaba, continuó—: Los problemas de Jamie comenzaron a raíz de una pelea, ¿es así?

Peter cruzó los brazos y estiró la espalda contra el respaldo de la silla.

—No tengo nada que comentar al respecto —afirmó—. Que se lo cuente Robert.

—Fue una discusión absurda —intervino su hermano—. Un malentendido.

—¿Un «malentendido»? Supongo que quieres decir por mi parte. Tú tenías razón, por supuesto. La discusión fue por mi culpa. —Peter se volvió hacia Theresa—. Acusé a mi hermano de algo y él me espetó que estaba equivocado.

—¿Y de qué lo acusó? —preguntó Theresa, y miró a Jamie, que observaba la escena desde el diván.

—Peter, ya te dije entonces… —empezó Robert, pero no pudo terminar la frase.

—¡Mataste a la persona que más quería! Y durante todos estos años has sido perfectamente consciente de que fue culpa tuya.

Robert dio un paso hacia Peter con las manos extendidas, como si intentara detener la cascada de acusaciones.

—Tienes que escucharme…

—¡La dejaste ir! —le gritó Peter poniéndose en pie de un salto—. ¡Ni siquiera intentaste detenerla! ¡Te quedaste allí, sin hacer nada, mientras Leilani bajaba a la playa para ahogarse en el mar con los enfermos que estaban en cuarentena! —Se le puso la cara roja de la rabia—. ¿Por qué no la detuviste? ¡Dios mío…!

—Peter —dijo Robert—, por supuesto que intenté detenerla. Y ya entonces, hace ocho años, traté de contártelo, pero no quisiste escucharme. —Se volvió hacia Theresa para explicarse—. Leilani insistía en que quería bajar al pabellón de cuarentena, en la playa, para ayudar a cuidar a las víctimas de la epidemia. Una semana después de enterrarla Peter me acusó de dejarla ir a una muerte segura.

Theresa comenzaba a comprender lo sucedido: Peter había estado enamorado de su cuñada.

—¿Por qué no le cuentas a la hermana, para empezar, por qué te casaste con Leilani? —exclamó Peter—. Explícate que siempre me has odiado porque, tras la muerte de nuestro padre, no quise quedarme en Honolulú y dirigir la empresa. Deseaba cumplir mi sueño de tener un rancho de ganado. Nunca fui como tú o como papá. ¡Me importaba un comino el mar! Pero me marché a Waialua y tú tuviste que guardar tus cuadernos de bitácora y tus catalejos y ocuparte de la compañía desde el puerto. Por eso sedujiste a Leilani. Me la robaste a propósito. Fue tu forma de castigarme.

Robert sacudió la cabeza.

—Eso no fue así.

—Entonces ¿cómo fue? ¿Tienes alguna otra explicación de por qué se casó contigo y no conmigo? —Peter esperó una respuesta que no llegó—. ¿Lo ves? ¡Ahí lo tienes! Cuando te lo pregunté la otra vez tampoco tenías respuesta… ¡Y sigues sin tenerla!

—Dejémoslo, esto no va a funcionar. Peter, siento haberte hecho venir.

Pero Theresa presentía que Robert no estaba siendo sincero, que se guardaba algo que seguramente había callado durante mucho tiempo.

—Capitán Farrow —le dijo con un hilo de voz—, cuente a Peter lo que mantiene oculto en su corazón.

—No oculto nada —replicó él—. Lo que ocurrió fue que intenté detener a Leilani, intenté que no bajara a la playa. Ella me dijo que su gente la necesitaba, eso es todo. Mi hermano y yo discutimos, forcejeamos en lo alto de la escalera y él cayó. Siento que te rompieras la pierna, Peter, de verdad que lo siento.

—Una confesión a medias no es una confesión —le espetó él—. Reconoce que me robaste a Leilani porque querías vengarte de mí por no poder volver a navegar. Me odiabas por haberme ido a Waialua. La convenciste para que se casara contigo. ¡No habrá paz en esta familia hasta que admitas la verdad!

Cogió el sombrero y el bastón y se dispuso a marcharse.

—Espera —intervino Jamie con la poca voz que le quedaba—. Tío, no te vayas…

Peter se detuvo y miró a su sobrino con los ojos llenos de dolor.

—Lo siento, Jamie, pero tu padre no está cumpliendo su parte del ho’oponopono.

Theresa miró a Robert y vio que estaba sufriendo. Algo lo atormentaba, un secreto que guardaba en lo más profundo de su corazón. ¿Por qué no lo confesaba? Había accedido de buena gana a participar en el ritual, pero a hora se negaba a colaborar.

—Robert —le dijo poniéndole una mano en el brazo—. Sea lo que sea, por favor, por el bien de Jamie, compártalo con su hermano.

Él miró a Jamie y luego a Peter; sus ojos transmitían la agonía por la que estaba pasando. Era evidente que padecía. ¿De qué se trataba? ¿De un dilema moral? ¿De algo de lo que se avergonzaba? Finalmente suspiró y relajó los hombros.

—Hermano —dijo—, lo cierto es que Leilani nunca estuvo enamorada de ti.

Peter lo miró fijamente.

—Eso es mentira —le espetó—. ¡Es mentira y lo sabes!

—No, Peter. Me lo contó ella misma. Leilani no te amaba, nunca tuvo intención de casarse contigo. Si no te lo he dicho hasta ahora es porque no quería hacerte daño.

—¡Me niego a creerlo! Me la robaste para vengarte de mí, porque tenías que quedarte en Honolulú cuando lo que ansiabas era navegar.

—Reconozco, Peter, que te odié por ello. Yo amaba el mar y, cuando murió papá, anunciaste que no ibas a ocupar su lugar, que no te harías cargo de la empresa. Querías tener tu propio rancho, así que te marchaste a Waialua y compraste las cabezas de ganado ¡mientras yo guardaba los aparejos y me resignaba a pasar el resto de mis días en una oficina! Pero Leilani no te quería. Cuando nos encontraste juntos en el jardín… Peter, fue ella la que vino a mí. Me dijo que me amaba. Le respondí que tenía que volver contigo, pero ella repuso que no iba a casarse contigo.

—¡No te creo! ¡Estás mintiendo!

Peter se abalanzó sobre Robert con los puños en alto y le atizó en la mandíbula, pero cuando se disponía a pegarle de nuevo se oyó la voz de Jamie.

—¡No, tío Peter! ¡Detente!

Peter miró a su sobrino y acto seguido contempló sus propios puños como si ignorara de quién eran. Se desplomó sobre una silla y se cubrió el rostro con las manos.

—Todos estos años… preferiste que te odiara a herir mis sentimientos con la verdad. Dejaste que creyera que me la habías robado, cuando era ella la que no me quiso desde el principio.

—Era consciente de que te hundirías, Peter. Era mejor que me odiaras a mí que a Leilani.

Peter levantó la mirada, vacía de todo sentimiento.

—Habría sido incapaz de odiarla.

—Eso es lo que crees ahora, pero no podemos saberlo. Si te hubiera rechazado abiertamente, ¿cómo sabes que no habrías acabado odiándola con el tiempo? Lo mejor era que el objetivo de tu rencor fuera yo.

Afuera se había levantado una ventisca que empujaba las ramas de los kukui contra las ventanas como si fueran fantasmas que intentaban entrar. A través de los resquicios se colaba una suave corriente que hacía parpadear la llama de las velas y las lámparas y proyectaba sombras espectrales en las paredes de la estancia. Theresa sentía que debía esperar.

Faltaba algo por confesar.

—Peter —dijo Robert por fin, como si el viento susurrante y las sombras lo obligaran a hacer una última confesión—, sobre la muerte de papá…

—Sé lo que has pensado todos estos años —le interrumpió su hermano. Se puso en pie otra vez y miró a su alrededor, quizá en busca de una vía de escape o tal vez de una explicación de por qué estaba allí—. Nunca lo dijiste, Robert, pero lo vi en tus ojos. ¡Dios mío…! ¿Crees que no lo habría impedido si hubiese podido? Pero ¡llegué demasiado tarde!

—Peter… —Robert se le acercó y le apretó un brazo—, nunca he creído que habrías podido evitarlo. Nunca, de verdad. Y no sabes cuánto siento que tuvieras que pasar por ello tú solo, que presenciaras una escena tan horrible. —Se volvió hacia Theresa y dijo—: La noche en que murió mi padre al ir a los acantilados a intentar salvar a mi madre… Peter vio cómo tropezaba y se precipitaba al mar. Nunca encontramos su cuerpo.

Se le quebró la voz y Peter tomó el relevo.

—Vi a mi padre caer —explicó a Theresa—, pero no porque tropezara. Ese ha sido nuestro secreto durante todos estos años. Lo cierto es que nuestra madre tiró a nuestro padre por el acantilado.

—Santo Dios —susurró Theresa mientras se santiguaba.

—Nunca he pensado que fuera culpa tuya, Peter. Sé que no pudiste hacer nada para evitarlo. Mamá había perdido la cabeza, no sabía lo que hacía. —Robert se volvió hacia Theresa—. Dijimos que había tropezado, que había sido un accidente. Como comprenderá, no podíamos contar a nadie que nuestra madre había matado a su esposo.

Theresa asintió. Una tristeza inabarcable se había apoderado de ella, un dolor infinito por aquellos dos hermanos que habían guardado un terrible secreto que los había perseguido durante tantos años.

—¡Lo siento, tío Peter! —gritó de pronto Jamie desde el diván—. ¡Siento que Reese muriera y yo no!

Todos se volvieron hacia él. Tenía el rostro deformado por el dolor y no dejaba de sollozar.

—¿Qué? —dijo Peter.

—¡Siento no haber sido yo quien muriera! ¡Ojalá el de la tumba fuera yo y no Reese!

—¡Oh, Dios! —Peter corrió junto a Jamie y lo abrazó—. No lo decía de verdad, Jamie. ¡Era el dolor el que hablaba! ¡Oh, Dios, si tú también hubieras muerto, no lo habría soportado!

Tío y sobrino se abrazaron y lloraron desconsoladamente mientras Theresa observaba la escena junto a Robert, pensando en todo cuanto habían dicho, en las dos verdades que habían aflorado a la superficie. Pensó en las familias y en los secretos y, por primera vez, se preguntó si la suya guardaba secretos en el cajón de alguna cómoda olvidada. Su madre, en la cabaña de Oregón, llorando amargamente y maldiciendo el nombre de su padre, que estaba lejos de casa, en los campos de oro. Su padre, inventándose una mentira sobre un hombre llamado Barney Northcote a quien unas cajas habían aplastado las piernas y que luego había sido tratado por unas monjas enfermeras, y todo para no renunciar a su orgullo y permitir que su hija ingresara en el convento.

Claro que quizá algunas mentiras no eran tan malas, como la que Robert había contado a su hermano para ahorrarle el dolor de saber que Leilani nunca había sentido nada por él. A veces, pensó Theresa, los secretos y las mentiras mantenían unidas a las familias.

Peter dejó a Jamie sobre los cojines; el muchacho se había quedado dormido. Se levantó del diván y miró a su hermano. Parecía exangüe. Theresa no ignoraba cómo sería la relación de ambos a partir de esa noche, si el ho′oponopono había funcionado o no, si Peter y Robert podrían llegar a ser amigos algún día, si serían capaces de pedirse perdón mutuamente. Quizá todo eso llegara más adelante, con la curación que solo podía traer el paso del tiempo.

—Sobre el barco de guerra —dijo Peter—. Ve a Boston, Robert. Yo me ocupo de la empresa mientras tú no estés. Me aseguraré de que todo vaya como la seda. Ve a Boston, y tráete el barco de pasajeros más rápido y más seguro que haya surcado los mares.

No era exactamente una reconciliación, pero sí un buen comienzo. Peter se quedó con Jamie en el salón para vigilarlo y Robert y Theresa salieron a la terraza a tomar el aire.

—Creo que a partir de ahora todo irá bien —dijo el capitán entre el intenso aroma de las flores—. Creo que, con el tiempo, Peter y yo volveremos a ser hermanos. Y espero que lo que hemos hecho hoy sirva para ayudar a Jamie. Le doy las gracias por ello, Anna.

Estaba a su lado, muy cerca, el hombre de sus sueños, al que amaría el resto de sus días y del que debía despedirse para siempre.

—Partiré inmediatamente hacia Estados Unidos —continuó—, pero un pensamiento me consuela: el viaje de ida durará semanas, pero el de vuelta apenas unos días.

—Robert, yo también me voy.

—¿Qué? ¿Adónde? ¿Por qué? —Cuando le contó lo sucedido, él exclamó—: ¡No lo permitiré! Iré a hablar con el obispo.

—¡No depende del obispo! Debo obedecer a la madre Agnes. Robert, por favor… Se lo suplico, deje que me vaya, olvídese de mí.

Él la sujetó por los hombros.

—Quítese estas ropas absurdas, Anna, y vuelva a ser una mujer, tal como Dios la creó. Déjeme enseñarle el mundo. La llevaré a ver los fiordos de Noruega, las verdes islas del Mediterráneo. Le mostraré a la gente del este que reza a colosales esculturas de Buda y le cubriré el cabello de flores de cerezo.

—¡Robert! —protestó Theresa—. ¡No puedo!

—¡Quédese conmigo, Anna! Recorra los mares a mi lado. ¡Déjeme enseñarle el mundo! —insistió—. Ah, los sitios a los que podríamos ir, las aventuras que viviríamos juntos, y yo la amaría cada segundo de cada hora de cada milla que navegáramos.

—Por favor —suplicó ella, pero Robert la sujetó con más fuerza.

—Desde que tengo uso de razón, mi madre siempre me ha repetido que mi hogar está en Nueva Inglaterra, pero gracias a usted ahora sé que mi hogar está en Hawái. Y qué suerte tengo de vivir en un lugar tan hermoso, tan especial. Una vez me dijo que Hawái es una sinfonía. Vi la magia de las Piedras de Alumbramiento gracias a usted. He visto Hawái a través de sus ojos ¡y solo ahora sé valorarlo! Maldita sea, Anna, estoy enamorado de usted.

—Robert, los votos son sagrados. Estoy en deuda con la hermandad. Por favor —susurró de nuevo mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas—, sea fuerte por mí porque yo no puedo serlo por mí misma.

Se miraron a los ojos, en silencio, mientras los vientos alisios mecían el velo de Theresa y los ojos de Robert reflejaban la luna. La batalla en la mente del capitán era tan cruenta que todo su cuerpo temblaba.

De pronto la soltó, dio un paso atrás y dejó caer las manos.

—A pesar del dolor, respetaré su honor y sus votos, pero no dejaré de amarla y lucharé… Lucharé de nuevo por usted.

Los secretos se habían convertido en una carga demasiado pesada, casi tanto como el hábito de monja. Sentía deseos carnales por un hombre. Había permitido que varios leprosos se ocultaran en los bosques y no se lo había dicho a nadie. Había organizado un ritual pagano prohibido por la ley. Y no había confesado ni una sola de todas esas faltas a su confesor ni a su superiora. Quizá sería mejor volver a California y empezar de cero.

Era lo que se decía a si misma mientras recogía sus escasas posesiones e intentaba hallar un resquicio de alegría en su corazón ante la inminente partida de Hawái. Al fin y al cabo, volvería a ver a su madre y a su padre, a su hermana pequeña y seguramente a Eli, pero también dejaría atrás a Robert y ese dolor pesaba más que cualquier otro sentimiento.

Sabía que su vida nunca sería igual. Amaría a Robert Farrow el resto de sus días. Su corazón permanecería allí, entre las palmeras, los arcoíris y el pueblo de Mahina. Quizá Robert tenía razón y se había convertido en una kama’aina, en una hija de la tierra.

La madre Agnes entró en el dormitorio mientras Theresa acababa de recoger sus cosas. Ella misma la acompañaría al puerto.

—Hermana Theresa, la semana pasada fue a casa de los Farrow a llevar un tónico para el chico, Jamie. ¿Qué más hizo? Theresa estaba preparada para aquel momento.

—Rezamos —respondió, lo cual no distaba demasiado de la verdad—. Animé al capitán Farrow y a su hermano a que hicieran las paces. Les expliqué que la confesión es buena para el alma y que, a veces, el perdón es la mejor medicina.

—Ya veo.

—¿Por qué me lo pregunta, reverenda madre?

—Ha llegado a mis oídos que el muchacho se está recuperando tan rápidamente que la gente se refiere a ello como un milagro. Parece que los pilares de la fe católica, la confesión y la contrición, han tenido éxito donde todo lo demás había fracasado. Eso me lleva a pensar que quizá aún haya esperanza y podamos traer a esa familia a nuestra fe y, con ellos, a la abuela hawaiana del muchacho y a los nativos de Wailaka que tan reacios se muestran. El padre Halloran está de acuerdo conmigo. Es por eso que hemos decidido que su trabajo aquí, hermana Theresa, es admirable. Es usted de mucha utilidad para la orden. Deshaga las maletas. Se queda en Hawái.