XXVI

HOWARD se encontraba atareadísimo, pues en todas partes requerían sus servicios. Había esperado encontrar tranquilidad en aquel pueblo, en el que pensaba dar a sus viejos huesos un descanso bien merecido después de aquellos meses en los que tan duramente había trabajado en la mina, pero se equivocó. Su fama de gran médico capaz de operar milagros, todos los milagros imaginables desde que la Biblia fue escrita, se había extendido.

Los habitantes de la Sierra Madre, como los serranos de todo el continente, son en general muy sanos. Llegan a edades junto a las que Matusalén queda corto, pero se encuentran indefensos ante enfermedades que no son originarias de este continente. Siendo gentes sencillas, acostumbradas a una vida natural, sufren, como la mayoría de los habitantes del mundo, más de males imaginarios que reales. La habilidad médica de Howard se basaba —como sólo él sabía— en su posibilidad de distinguir entre las enfermedades verdaderas y los males supuestos y sufridos por autosugestión. Otro de los motivos de su fama era que siempre contaba con la respuesta rápida y oportuna para satisfacer a sus pacientes.

Una mujer llegó un día a preguntarle por qué razón tenía ella piojos y su vecina no. Entre los indios y los mestizos, los piojos son tan comunes como las pulgas en los perros. Parece que se afanan por no desprenderse de ellos. El Departamento de Salubridad se empeña en verdaderas campañas en su contra, por ser, al igual que las pulgas, transmisores de un buen número de enfermedades, pero los indios serían capaces de levantarse en armas contra el gobierno por tomar semejantes medidas, como lo han hecho por causas similares.

Howard, debido a su larga permanencia en el país, conocía a la gente. Como gran médico que era, necesitaba hacer uso de su saber. Podía fácilmente haber dado alguna receta a la mujer para que se despojara de sus piojos, pero deseoso de no perder su reputación de gran médico, comprendió que no debía hablar con verdad a sus clientes respecto a sus males, pues le habría ocurrido lo que a más de un médico honesto. Algunos de éstos, por su honestidad, se ven obligados a trabajar, para ganarse la vida, en una mina de carbón.

Howard dijo a la mujer:

—Si tienes piojos es porque tu sangre es buena y saludable y ellos gustan de chuparla. Tu vecina debe tener mala sangre y por eso no tiene piojos. Los piojos son muy inteligentes y rechazan la mala sangre como tu marido suele rechazar el mal tequila.

La mujer quedó satisfecha y decidió amar y honrar a los piojos para ostentarlos como la mejor señal de que era una mujer saludable. Cinco minutos después la otra mujer acudió al doctor solicitando una medicina para mejorar su sangre, la que debía ser mala, ya que no tenía piojos. Entonces Howard hizo lo que todos los médicos suelen hacer: le recetó una medicina, y para que la receta le diera mejor resultado, él mismo la preparó haciendo una mezcla de zacate, hojas y raíces cocidas, de cuya inocuidad estaba seguro. La mujer se mostró tan agradecida que de haber tenido cien pesos se los habría ofrecido, pero Howard tuvo que contentarse con los diez centavos que le dio.

La base de todas las medicaciones de Howard era el agua caliente al interior y al exterior, en cantidades cuidadosamente prescritas. Y su variedad era tal que le bastaba para curar cada enfermedad y a cada individuo de diferente manera.

Toda la gente de la región admiraba a Howard y a sus milagros y le habrían hecho presidente de la República de tener poder para ello.

Enfermos, hombres y mujeres, llegaban a él, diciéndole que sabían que la muerte los acechaba y que estaban seguros del sitio vulnerable por el que los atacaría. Howard, siempre lleno de discursos, jamás lamentaba su ineptitud para curar un mal. Inmediatamente ordenaba compresas calientes sobre la piel de la región dolorida. Y en el estómago, en las costillas, en la espalda, en el cuello, es decir, en todos los sitios en los que una compresa podía ser aplicada. Algunos enfermos sanaban en tres días, otros en varias semanas y otros morían. Howard explicaba las defunciones diciendo que el paciente lo había consultado cuando ya era demasiado tarde para expulsar a la muerte de su interior. Otras veces alegaba que el muerto tenía un alma demasiado noble para habitar este mundo cruel y que la Virgen Santísima había decidido llevarlo a su lado. Y si el paciente era un reconocido pícaro, explicaba su muerte como un deseo de Dios para salvarlo del infierno, antes de que sus pecados fueran tantos que no quedaran esperanzas de salvación para su alma.

Respecto al arreglo de huesos, Howard no era molestado, pues los indios creían firmemente que los viejos, hombres y mujeres, que habían hecho ese trabajo desde hacía cientos de años, no debían ser desplazados por un gringo capaz de hablar sobre los ferrocarriles que corren debajo de los ríos y las máquinas que cruzaban los cielos con gran estruendo, concediendo, sin embargo, a tan gran médico el derecho de mentir por diversión.

Howard habría podido terminar allí su vida, alimentado, respetado y tratado como un gran sacerdote. Tenía todo a su disposición y era lo suficientemente inteligente para vivir valiéndose de la autorizada doctrina que dispone dejar a la gente que haga lo que desea y lo que quiere, sin tratar jamás de reformar a nadie o de cambiar las condiciones de su vida señalándole sus errores y poniendo de manifiesto y en contraste las cualidades propias.

Por ello era apreciado por todos y todos se complacían con su presencia. Pero habría dejado de ser norteamericano si no hubiera ambicionado un cambio para bien o para mal.

Todos los días pensaba en marchar. Le molestaba cierta sospecha que había empezado a abrigar respecto de sus dos socios. Podrían haber cogido su parte y desaparecido. Se consoló con la idea de que en cualquier cosa que hubiera ocurrido, él nada podía hacer; lo único que le quedaba era esperar y confiar.

Una hermosa mañana se encontraba meciéndose perezosamente en una hamaca, cuando un hombre venido de un pueblo lejano, cabalgando un potro, se detuvo y preguntó por el gran médico que allí vivía. Habló con el dueño de una casa, el que lo condujo al lugar en el que Howard descansaba, después de haber trabajado, devorando toda una gallina asada.

—Ahí tiene usted al gran médico.

—¿Qué tal, amigo? —dijo Howard, saludando al indio.

Antes de que éste hablara, el que lo había conducido empezó a decir:

—Vea usted, señor doctor; este hombre viene desde un pueblo muy lejano que se halla en las montañas, para contarle algo que puede interesarle.

El indio se sentó próximo a la hamaca y comenzó su relato.

—Mi compadre Lázaro, que habita en el mismo pueblo que yo, fue al bosque a hacer carbón para venderlo más tarde a buen precio en Durango. Mi compadre es carbonero, y como todos ellos, empieza a trabajar muy de mañana, antes de que salga el sol. Se internó en el bosque y apenas había terminado de arreglar el horno, cuando vio que algo se arrastraba por el campo. Todavía estaba muy oscuro y no pudo distinguir qué era aquello.

«Primero pensó que podía ser un tigre, y se asustó muchísimo, corrió por su machete y, al aproximarse, pudo ver que aquel bulto era un hombre que se arrastraba por el campo como un animal y que el hombre aquel era un blanco bañado en sangre y totalmente agotado. Tenía muchas heridas de bala y podía haber muerto allí mismo.

»Lázaro, que es muy bueno, le dio agua y le quitó la sangre que cubría su rostro. Se desentendió del horno, montó al hombre blanco en su burro y lo llevó al pueblo, entró con él en su casa, y cuando lo hubo colocado sobre el petate se dio cuenta de que estaba muerto.

»Los vecinos acudieron para ver al extranjero y entre ellos nuestro curandero, el componedor de huesos, que es un viejo muy experimentado. Lo examinó cuidadosamente y dijo: «Este hombre no está muerto, está muy grave y muy débil debido a la pérdida de sangre y al esfuerzo que tuvo que hacer para arrastrarse por el bosque».

»Entonces me mandó llamar a mí, Filomeno, porque mi caballo es veloz, y me ordenó que viniera en busca del gran médico extranjero que habita en este pueblo, porque nuestro curandero piensa que usted debe saber mejor cómo curar a uno de su raza. He cabalgado como un demonio para pedirle que vaya a ver a su hermano. Todos creemos que usted puede curarlo, porque no está muerto, solamente muy débil y usted debe conocer mejor que nosotros la naturaleza de los blancos. Quizá pueda salvarlo si viene en seguida conmigo».

—¿Cómo es ese hombre blanco, Filomeno? —preguntó Howard.

Filomeno hizo de él una descripción tan precisa que Howard supo en seguida que se trataba de Curtin y tuvo la seguridad de que, junto con Dobbs, había sido asaltado por algunos bandidos.

Ofrecieron a Howard el mejor caballo que su anfitrión poseía y acompañado de éste y de tres vecinos más se encaminaron al pueblecito. La distancia era larga y el camino, como todos los de la Sierra Madre, pesado.

Cuando Howard y sus amigos llegaron al pueblo, Curtin se encontraba ligeramente recobrado. La mujer de la casa en la que se hallaba, más práctica que los hombres, había lavado las heridas con agua caliente y mucho jabón, había puesto en ellas mezcal y después las había vendado tan bien como le fuera posible. Otra mujer mató un pollo, y con él y algunas yerbas había condimentado un caldo de efectos estimulantes para los heridos.

Cuando Curtin volvió en sí, relató a los vecinos lo que había ocurrido. Solo que no mencionó a Dobbs y dijo que unos ladrones lo habían tratado de asesinar para robarle. No se refirió a aquél, pues no deseaba que lo persiguieran y descubrieran el contenido de la carga, que podría perderse de uno u otro modo. Sabía que con ayuda del viejo podría atrapar a aquel canalla con bastante rapidez y sin ayuda ajena.

Cuando relató a Howard la verdadera historia, le preguntó:

—¿Qué opinas del trato que me dio? ¿Imaginaste alguna vez que hubiera alguien capaz de hacer eso a un camarada? Me disparó a sangre fría sin tenerme ni la consideración que un perro merecía.

—¡Pero no comprendo por qué!

—Muy sencillo, no quise unirme a él para robarte y huir. Él representó la vieja comedia de que se veía obligado a matarme en defensa propia. Podía yo haber aparentado ir de acuerdo con él y en cuanto hubiéramos llegado al puerto hacerle ver que estaba equivocado, pero había algo que me impedía obrar en esa forma. Pensé que tal vez podrías reunirte a nosotros antes de lo que esperábamos y creer que yo intentaba traicionarte. Me hubiera sido difícil explicarte la verdad, y de todos modos me habría él matado para quedarse con todo.

—¡Vaya un camarada, un gran camarada!

—¡Dímelo a mí! Me dio un balazo en la parte izquierda del pecho y me abandonó en el bosque. Pero ahora me doy cuenta de una cosa: tengo una herida más que no me di cuenta cuando me la hizo; estoy por pensar que el muy bestia regresó a medianoche y me disparó nuevamente para asegurarse de mi muerte.

—¿Cómo escapaste?

—Durante la noche volví en mí y reflexionando en que él volvería por la mañana a donde yo estaba y podría descubrir que me quedaba un soplo de vida, decidí alejarme arrastrándome. Después de avanzar un poco, encontré mi pistola que había tirado cerca de mí, para hacer aparecer que habíamos luchado rectamente. Cuatro de los casquillos estaban vacíos, por lo que pienso que ese puerco intentó asesinarme con mi propia pistola.

—Bueno, ahora cálmate; no te excites, porque ello puede dañarte los pulmones —le advirtió Howard.

—No te preocupes por mí; sanaré aunque solo sea para coger a ese canalla. Para no hacer el cuento largo, te diré que arrastrándome en sentido opuesto al campamento, llegué por la mañana temprano al lugar en que se encontraba un carbonero. Cuando me vio, trató de atacarme con su machete. Luego intentó correr y me costó un gran esfuerzo, débil como me encontraba, explicarle que era inofensivo y que debía ayudarme y conducirme a su casa. Cuando se dio cuenta de mi situación, se portó admirablemente, con una delicadeza difícil de descubrir en gentes de nuestra raza. Sin su ayuda habría muerto más miserablemente que una rata.

—En resumen, nuestro buen amigo Dobbs se largó con todo, dejándonos en la calle.

—Así parece, viejo.

Howard meditó un rato, y dijo:

—Pensándolo bien, no hay que culparlo.

—¿Que no hay qué? —preguntó Curtin como si no comprendiera.

—Quiero decir que no es un ladrón y un asesino como los que suele haber. Verás, yo creo que en el fondo es tan honesto como tú y como yo. El mal estuvo en que vosotros dos os quedarais solos en el corazón de la Sierra, y con cincuenta mil relucientes dólares entre ambos. La tentación es infernal, créeme. El permanecer de día y de noche en caminos aislados sin ver una sola alma acaba por trastornar, hermano. Lo sé bien; tal vez tú lo hayas sentido, no lo niegues. Basta con olvidarse de algunos sentimientos familiares. Los parajes salvajes, las montañas desoladas, suelen gritar a todas horas en nuestros oídos: «Nosotros no hablamos, nadie lo sabrá jamás, hazlo, hazlo ahora mismo, en el próximo recodo del camino. He aquí la oportunidad de tu vida, no la pierdas. Lo único que necesitas es decidirte y nadie lo sabrá jamás. Toma lo que está en tus manos, no repares en una vida humana, el mundo está poblado de tipos como él». Yo quisiera saber dónde está el hombre capaz de resistir esto sin volverse loco. De haber sido joven y de encontrarme solo contigo o con él, con toda franqueza, Curty, también me habría sentido tentado. Creo que si tú hurgas en tu mente cuidadosamente, encontrarás que semejantes ideas te asaltaron. Que no lo hayas hecho no quiere decir que la tentación no te haya acechado. Lo que ocurrió es que te dominaste en los instantes más peligrosos.

—Pero él carece de escrúpulos y de conciencia, eso lo sabía yo hace mucho tiempo.

—Tiene tanta conciencia como nosotros la hubiéramos tenido bajo las mismas circunstancias. Y recuerda que donde no hay fiscal no hay acusado. Ahora lo único que podemos hacer es encontrar a ese embustero y arrebatarle lo nuestro.

Howard quiso salir en seguida en persecución de Dobbs a fin de alcanzarlo en Durango, o por lo menos en el puerto, y evitar que cruzara la frontera. Curtin tenía que permanecer en el pueblo hasta que se recobrara totalmente, y después se reuniría con Howard.

Cuando el viejo dijo a los indios que tenía que ir a vigilar sus propiedades, ya que Curtin se encontraba enfermo, aquéllos estuvieron de acuerdo con su partida, aun cuando la lamentaron.

A la mañana siguiente, Howard se puso en camino, para lo cual le fue proporcionado un buen caballo. Sus amigos no le permitieron que partiera solo. Insistieron en acompañarlo para protegerlo de algún accidente semejante al de Curtin.

Habían dejado atrás un pueblo cuando en el camino se encontraron con don Joaquín, el alcalde, quien, acompañado de seis hombres, llevaba a Howard los burros para hacerle entrega de los animales y de sus cargas… Él, al reconocer la recua, preguntó al alcalde:

—Bueno, mi amigo, ¿en dónde está el americano que la conducía? No lo veo. Se llamaba Dobbs.

—Unos bandidos lo asesinaron no lejos de Durango —repuso el alcalde—. Lo enterramos y rezamos por el descanso de su alma.

—¿Capturaron a los bandidos?

—Sí, señor doctor, los cogimos allá en el pueblo cuando trataban de vender los burros. Las tropas federales se los llevaron ayer y ya deben haberlos fusilado.

Howard se quedó mirando la carga y descubrió que los bultos eran menos voluminosos que como él los recordaba…

A toda prisa desmontó, se dirigió al más próximo y lo abrió con nerviosidad. Las pieles se encontraban allí, pero las bolsitas no. Abrió otro con manos temblorosas; tampoco en aquél estaban.

—Amigos —gritó—: debemos ir tras los bandidos. Hay algo que necesito preguntarles. Quiero que me digan qué hicieron con un buen número de bolsitas de trapo que se encontraban en los bultos. Contenían arena y polvo que deseábamos llevar a una gran ciudad para que hombres conocedores los probaran y nos dijeran qué clase de minerales contiene el suelo.

—Necesitaremos dos días para alcanzar a los soldados que marchan con los bandidos hacia el cuartel, en donde deben encontrarse a estas horas. Será necesario que tomemos un atajo y que viajemos rápidamente, porque en cuanto esos bandoleros lleguen tendrán dos horas solamente antes de la corte marcial y dos horas después para ser fusilados, y entonces será tarde para hacerles preguntas —explicó el alcalde.

Ordenó a los hombres que se llevaran la recua a la casa de su cuñado, en la que Howard vivía, y que dijeran que regresarían unos días más tarde, porque iban en busca de los soldados.

Cuando iniciaron la marcha, uno de los indios que acompañaba al alcalde se aproximó y preguntó:

—Oiga, señor doctor: ¿lo único que desea saber es el paradero de las bolsitas?

—Exactamente, amigo; nada más quiero saber qué hicieron con ellas.

—Tal vez yo se lo pueda decir, señor, y así no tendremos que ir tras los soldados.

—Ande, pues, diga —urgió Howard.

—Mire, señor doctor; yo fui uno de los hombres a quienes el alcalde ordenó la custodia de los bandidos mientras él iba con el jefe de policía en busca del cuerpo de su compañero asesinado. Bueno, pues empezamos a conversar amistosamente, hasta jugamos a las cartas para matar el tiempo. Apostamos cigarrillos para divertirnos y, por supuesto, conversamos largamente. Los bandidos nos hablaron de su vida, de los lugares en que habían trabajado, de las cárceles que habían conocido, de cuántas veces habían escapado de ellas y de todas las fechorías que habían cometido, pues trataban de mostrarnos lo hábiles que eran.

Howard sabía por experiencia que no era conveniente apurar a esas gentes cuando relatan una historia, pues si se les interrumpe se confunden fácilmente. Se concretó a escuchar con ansiedad hasta los detalles carentes de interés. Sabía que el relator llegaría finalmente al punto. Lo mismo ocurría con sus pacientes, quienes, para explicar su enfermedad, generalmente empezaban contando cuántas ovejas había poseído su abuelo.

—Ellos hablaron y yo escuché. Dijeron que en el mundo había muchos ladrones y bandidos como ellos y que algunos hasta parecían gentes honestas, hombres decentes. Perdóneme, señor doctor, si le digo esto, pero al referirse a aquello señalaban especialmente a usted y al americano a quien cortaron la cabeza con el machete. Dijeron que ese hombre era un grandísimo ladrón —vuelvo a pedirle perdón por expresarme así de su amigo—, sí, dijeron que el americano era tan ladrón como ellos, y tal vez peor, pues había puesto entre las pieles bolsitas llenas de tierra para engañar al pobre comerciante que en Durango se las comprara, ya que, como lo haría de noche, no podría ver bien lo que le daban. Los lotes no serían abiertos y el comerciante confiado los vería sólo por fuera. Dentro de las pieles estaban las bolsitas de arena para aumentar el peso, ya que por peso se las pagarían. Así, pues, cuando los bandidos se internaron en el bosque, abrieron los bultos para ver cuánto habían obtenido, y cuando se dieron cuenta de que las bolsitas contenían solo arena y polvo para engañar al peletero de Durango, vaciaron su contenido y lo esparcieron por el campo. No sé en qué lugar lo harían y aun así el viento debe haber hecho volar la arena. Con ello lograron aminorar el peso de la carga y hacer que los burros pudieran llegar pronto a donde esperaban vender los animales, con mayor rapidez. Ahora ya sabe usted, señor doctor, lo que ocurrió con las bolsitas y tal vez no haya razón ya para seguir a los soldados a fin de interrogar a los bandidos, ya que la arena no podrá ser encontrada, ni siquiera el sitio en el que fueron vaciados los sacos, pues estaba oscuro y habían dejado el camino por temor a ser descubiertos.

—Gracias por tu relato, amigo —dijo Howard con gran pena—. No, ya no hay razón para seguirlos. ¿No llevaban ni uno solo de los saquitos cuando fueron arrestados?

—Ni uno solo —repuso el indio—. Nada más tenían las botas y los pantalones del hombre que habían muerto y unos cuantos centavos, no muchos. También tenían una navaja; todo lo demás está en los bultos, nada vendieron en el camino porque a nadie encontraron. Así, pues, se ha perdido muy poco, señor doctor. Todo se encuentra tal y como ustedes lo dejaron, lo único que falta es la arena.

—Sí, desde luego; la arena es lo único que falta.

Howard reflexionó unos instantes como si quisiera fijar en su mente todo aquello y después dejó escapar, como en un rugido, una carcajada homérica que hizo pensar a sus compañeros que se había vuelto loco.

—Amigos míos, no se preocupen por mi risa, es que lo ocurrido es lo más cómico que uno puede suponer —y volvió a reír hasta que el estómago le dolió. Los indios, pensando que gozaba con alguna idea cómica, le imitaron riendo tan cordialmente como él lo hacía, ignorantes de la verdad.

—Así es que hemos trabajado y sufrido como galeotes, solo por placer —dijo Howard cuando terminó de relatar a Curtin la historia—. De cualquier manera creo que es una gran broma que tanto a nosotros como a los bandidos nos jugó el Señor, o el destino o la naturaleza, lo que prefieras, y quienquiera que lo haya hecho tiene un gran sentido del humor. El oro ha regresado al lugar de su procedencia; que descanse en paz.

Curtin no era un filósofo como Howard y se sentía mal ante el hecho de haber trabajado tanto y en medio de tan grandes privaciones por nada.

—Hubiéramos podido recuperar todo el producto de nuestra mina a cambio de unas cajetillas de cigarros, de haber encontrado a tiempo a los bandidos para preguntarles qué habían hecho con la arena —dijo Howard, y volvió a estallar en risa.

—Tu risa tonta me vuelve loco —gritó Curtin enojado—. ¡No comprendo cómo una persona en sus cabales puede reír de semejante cosa!

—Si eso no te hace reír, no sé entonces qué es lo que puede parecerte gracioso. Esta guasa sola vale por los diez meses de trabajo y dificultades —y volvió a reír hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas—. Fui robado, pero en cambio me convertí en hacedor de milagros, en médico cuya fama vuela por toda la Sierra Madre. He tenido tal éxito en mis curaciones que me han acreditado más que al médico mejor pagado de Los Ángeles. Tú has sido muerto dos veces, vives aún y vivirás por sesenta años más. Dobbs perdió la cabeza a tal extremo que no volverá a hacer uso de ella. Y todo esto por cierta cantidad de oro que nadie puede localizar y que hubiera podido ser adquirida por tres cajetillas de cigarrillos, con un valor de treinta centavos —Howard no pudo evitarlo y rió una y otra vez.

Por fin Curtin pudo ver la parte cómica del asunto y empezó a reír. Cuando Howard se dio cuenta, corrió a taparle la boca, diciéndole:

—Oye, Curty; no trates de imitarme si no quieres que te estallen los pulmones. Más vale que los cuides, porque todavía no los tienes muy bien y los necesitamos para regresar al puerto, como lo hacen quienes han ganado y perdido una fortuna, unos por el petróleo, otros por el oro. Sabe que los que ganaron y perdieron oro puro y natural son de aristocracia más alta que los que ganaron y perdieron petróleo.

Curtin se puso pensativo.

—¿Qué haremos en el puerto? Necesitamos buscarnos la vida en cualquier forma.

—Desde que me enteré de que la arena había desaparecido no he pensado en otra cosa. Podría intentar quedarme aquí para ejercer la medicina. Nunca me faltarían clientes, eso puedo asegurarlo. Podríamos hacer juntos el negocio, te haría mi socio. En verdad que necesito de un ayudante. A menudo no sé a quién atender primero y no puedo estar en dos sitios al mismo tiempo.

La sociedad no se formó por la sencilla razón de que cuando Howard abrió uno de los bultos encontró aún unas bolsitas de arena y tal vez los bandidos no las habían visto o les dio pereza abrir toda la carga.

Howard sopesó las bolsitas para calcular su valor.

—¿Cuánto crees que valgan? —preguntó Curtin—. ¿Crees que bastaría para que abriéramos un cine en el puerto?

—Creo que no; un cine nos costaría algo más. Pero podríamos abrir una tienda de abarrotes de las mejores.

—¿En dónde? ¿En el puerto?

—¿En qué otra parte crees? Con el auge petrolero, allí siempre se hace negocio.

—¡Auge petrolero! No me hagas reír. El auge ya no existe —Curtin no aprobó el plan y explicó por qué—: Recuerdo que un mes antes de nuestra partida, cuatro de las mejores tiendas de abarrotes quebraron y fueron cerradas. ¿No recuerdas eso?

—Sí, admito que sería arriesgado. Tienes razón, el auge se acabó. Pero han transcurrido diez meses y en ese lapso pueden haber ocurrido muchas cosas capaces de cambiar la situación. Tal vez haya otra gran guerra en Europa; los europeos son así. ¿Por qué no probamos suerte?

—Después de todo, viejo, tu negocio como médico puede prosperar. Nos quedaremos dos meses más. Por lo menos aquí podemos comer bien tres veces al día y hasta cinco si así lo deseamos; tenemos un techo que nos cubra y frecuentemente un buen trago. Además, el sábado en la noche habrá baile y tal vez se nos presente una oportunidad de no sentirnos tan solos. Y me pregunto si convirtiéndonos en tenderos podríamos gozar de todo esto.

—Tú lo has dicho, Curty. Toma en consideración el hecho de que cualquier imbécil puede ser tendero, pero no todos los hombres serían capaces de ganar fama como grandes médicos entre los indígenas y ser más altamente respetados que el mismo presidente de la República. Y no creas que es muy fácil ser buen médico. Tú puedes hacer la carrera en una Universidad, pero los buenos médicos nacen, no se hacen, y yo soy médico de nacimiento, te lo aseguro. Nada más ve al pueblo en el que tengo mi cuartel general y hasta tú te descubrirás cuando veas el gran respeto que se me tiene. Antier querían hacerme nada menos que su legislador; yo no sé lo que eso significa, pero supongo que es el honor más alto que a un hombre pueden conceder.

En aquel momento su anfitrión entró al jacal.

—Señor doctor —dijo—: siento mucho pedirle que abandone a su amigo enfermo, pero no se preocupe usted, él se recobrará con las buenas medicinas de usted. Nosotros lo atenderemos y curaremos lo mejor que nos sea posible; pero ahora es necesario que volvamos al pueblo, señor doctor. Un hombre acaba de llegar a caballo para avisamos que hay mucha gente allá que ha llegado a consultarle, y como los vecinos no están acostumbrados a ver tanta, se han alarmado. Así es que le ruego que nos demos prisa para que los visitantes consigan su medicina y se marchen en paz.

—Ya ves, viejo —dijo Howard a Curtin—, lo importante que soy; en adelante deberás guardarme el debido respeto.

—Así lo haré, señor doctor —dijo Curtin riendo y estrechándole la mano.

—Y ahora procura recuperarte rápidamente, muchacho.

—Ya me siento bien. Estoy seguro de que dentro de tres días estaré curado. Tan pronto como pueda cabalgar, iré al pueblo a ver cómo hace el gran doctor sus milagros.

Howard no tuvo tiempo de contestar, los nativos le apuraron para que partiera y casi le obligaron a salir y a montar. En cuanto lo vieron sobre el caballo, espolearon los suyos y regresaron con él al pueblo.

FIN