XV

LOS tres socios trabajaron una semana más. Lavaron los montones de tierra y roca que tenían preparados por considerar que valía la pena extraer lo que contenían.

Pero firmes en su decisión de marchar, empezaron a destruir la mina.

Mientras lo hacían, Dobbs se cortó una mano y gritó enojado:

—¿Por qué maldita razón hemos de trabajar como burros de noria para arreglar el campo? Dime, viejo.

—Todos acordamos hacerlo el día que empezamos a trabajar aquí —contestó Howard—, ¿o no fue así?

—Sí, pero me parece una pérdida de tiempo.

—También el Señor pudo haber considerado como pérdida de tiempo la creación del mundo, si es que fue Él quien realmente lo hizo. Creo que deberíamos estar agradecidos a la montaña que ha sabido compensar generosamente nuestro trabajo. Así, pues, pienso que no debemos dejar este lugar en las condiciones en que suelen dejar el campo algunos excursionistas sucios y descuidados. Hemos herido a esta montaña y estamos en la obligación de cerrar sus heridas. La belleza silenciosa de este lugar merece nuestro respeto. Además, quiero recordarlo en la forma en que lo encontramos y no en el estado en que lo hemos puesto para arrancar de él el tesoro que esta montaña ha guardado por millones de años. No dormiría tranquilo pensando que la dejamos como un chiquero y solo lamento no poder restaurarla a la perfección; pero, por lo menos, debemos poner de manifiesto nuestras buenas intenciones y nuestra gratitud. Si vosotros no queréis ayudarme, lo haré yo solo de cualquier modo.

Curtin rió:

—La forma en que te expresas sobre esta montaña, concediéndole personalidad, es curiosa. Pero cuenta conmigo. Podría asegurar que después de dormir una noche en una cabaña, te sientes en la obligación de asearla; ya sabes que yo soy materia dispuesta; prosigamos.

—Tengo otra razón más —explicó Howard—, una razón menos sentimental y que quizá te convenza, Dobbs, y es ésta: Supón que cuando nos marchemos llega alguien, mira y da con la cerradura. ¿Entonces qué? Tendríamos dos horas después alguna partida de bandidos en pos de lo que hemos obtenido y de nuestras vidas; así, pues, más vale poner esto en orden. Arreglémoslo para que quede como un jardín sin pensar en la recompensa; de todos modos valdrá la pena.

—Bueno, haré lo que pueda, pero no me molestéis, que no soy jardinero —Dobbs había quedado convencido pero no quería ponerlo de manifiesto para que Curtin no se burlara de él.

Almorzaron como de costumbre: un jarro de té, un bizcocho duro como cuero, y un pedazo de carne seca que había necesidad de masticar repetidas veces. Después del almuerzo fumaron una o dos pipas antes de volver al trabajo.

Debía aprovecharse la luz del sol desde el primero hasta el último rayo. Los días en el trópico, aun en mitad del verano, no son largos. Había necesidad de terminar el desayuno antes de que los primeros rayos del sol se elevaran en el horizonte y no se abandonaba la mina hasta que la oscuridad la cubría totalmente. Solo en esa forma podían los socios lograr un trabajo efectivo, aun cuando a menudo eran interrumpidos por aguaceros torrenciales que inundaban completamente el llano, convirtiéndolo en un lago.

—Sin duda éste es el trabajo más duro que yo he hecho en mi vida —dijo Curtin cuando se sentaron cerca del fuego a fumar y a conversar acerca de su vida en los últimos meses.

—Desde luego que ha sido un trabajo muy pesado —admitió Howard—, pero tengo la seguridad de que ninguno de nosotros, en toda su vida, percibió tan buenos salarios como los que hemos obtenido aquí.

—Tal vez —repuso Dobbs—. Tal vez. Solo que pienso que podrían haber sido mejores.

—¿Mejores? —preguntó Curtin, asaltado por el temor de que Dobbs volviera a proponer que se quedaran algunos meses más.

—¡Oh, nada! Olvídalo —contestó éste, tratando de quitarse de la cabeza algún pensamiento molesto.

—Bueno, hemos sacado nuestra paga —agregó Howard, como si no hubiera escuchado lo que los otros habían dicho entre sí—. Tenemos el dinero, pero pienso que hasta no asegurarlo en un banco o por lo menos en una ciudad, difícilmente podremos llamarlo nuestro. Todavía nos queda un endemoniado camino que recorrer y trabajo muy duro para poner a salvo lo nuestro. Ello me preocupa mucho.

Ni Dobbs ni Curtin hablaron. Sacudieron sus pipas y volvieron al trabajo.

Las grúas, los depósitos y las ruedas quedaron destruidas y quemadas, para no dejar huellas de su existencia. Después, sus cenizas fueron cubiertas con tierra sobre la que se sembraron algunas yerbas.

Howard tenía buenas razones para obrar con tanto cuidado.

—Supongamos que alguno de vosotros juega y pierde lo que tiene; en ese caso, podría regresar y sacar todavía de aquí algo para vivir. Así, pues, escondamos el lugar tan bien como sea posible para reservárselo a aquel de nosotros que pueda necesitarlo.

En menos de dos semanas los socios habían transformado el lugar de tal manera que, algún tiempo más tarde, sería difícil descubrir que aquél había sido un sitio de trabajo.

Lacaud salía todos aquellos días y regresaba al campamento por la noche. No preguntaba en dónde habían estado trabajando los socios ni en dónde estaba la mina. No le interesaba conocer su localización. Tenía la idea de que, dondequiera que se encontrara, no conducía al verdadero filón y, por lo tanto, no valía la pena explorarla.

Era evidente que si los socios no habían podido encontrarlo allí después de tantos días de duro trabajo, sería una pérdida de tiempo para él intentarlo y, por lo tanto, no lo haría, aun cuando diera con la mina. Ni siquiera perdería su tiempo y sus energías explorando los alrededores.

—¿Encontraste tu filón? —le preguntaba Dobbs cuando regresaba al campo.

—Todavía no —contestaba Lacaud—. Pero, de cualquier forma, presiento que nunca me sentí tan cerca de él como esta tarde.

—Cuenta con mis bendiciones y no abandones la tarea hasta que lo encuentres.

—No te preocupes, que así lo haré —era difícil hacer que Lacaud perdiera la confianza.

—Te invitamos a cenar, Lacky —dijo Howard en tono amistoso—. No cocines, que después necesitarás tus provisiones.

—Gracias, viejo.

Aquella noche los socios se sentían como trabajadores fabriles en tarde de sábado. Al día siguiente sembrarían más yerbas y arbustos y destruirían el senderito que conducía a la mina, para que las plantas tuvieran tiempo de enraizar y crecer, con lo que devolverían al llano la apariencia de lugar virgen que tenía antes de que ellos lo exploraran. En aquel trabajo emplearían todo el día siguiente, y sería un día agradable, como dedicado a trabajar en el jardín de su casa.

Descansarían cómodamente, después empacarían todas sus cosas y dos días más tarde partirían.

Pasaron una noche muy agradable y por primera vez sintieron que los ligaban lazos de amistad. Antes nunca habían sido amigos, sino solamente socios con el interés común de su trabajo.

Durante aquellos largos meses no habían tenido ni periódicos ni libros que enriquecieran sus pensamientos y sus palabras. Siempre demasiado cansados, habían ahorrado los vocablos a tal grado que muchas veces Lacaud no comprendía de qué hablaban aquellos tres. Para referirse a las hachas, palas, tierra, agua, rocas, burros, comida, oro, vestidos, a las piezas de su herramienta y su maquinaria primitiva y a todos los detalles de su trabajo, se valían solo de señas o de unas letras que únicamente ellos comprendían. Podían hablar entre sí durante toda una hora sin que un extraño entendiera lo que decían.

Ellos no se percataban de que sus expresiones se habían tornado primitivas, porque únicamente viviendo en grandes grupos puede el hombre comparar su lenguaje con el de los demás.

Solo cuando Lacaud no entendía lo que conversaban y tenía que preguntarles varias veces, se daban cuenta de que habían creado un dialecto de su propiedad, incomprensible para los extraños.

Arreglaron la mina a satisfacción de Howard. Quien hubiera llegado a ella en aquellos momentos, no habría podido pensar ni por casualidad que allí se había trabajado recientemente.

—Decid, muchachos, ¿no os place verdaderamente ver cómo ha quedado esto? —preguntó Howard con orgullo.

—Bueno —contestó Dobbs—, a ti te gusta y con eso basta, pero, por San Miguel, déjanos en paz y no nos jorobes más con tus escrúpulos para herir las montañas. Algunas veces pienso que debías haber sido predicador; lo único que no acierto a comprender es para el culto de quién tratas de conquistar las almas.

Aquella noche Howard les dijo:

—Me preocupa algo muy importante; he estado reflexionando y he concluido que no nos será tan fácil llegar a Durango con nuestra carga.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Curtin.

—El viaje presenta sus peligros.

—Eso ya lo sabemos —dijo Dobbs impacientemente al escuchar cuentos que para él eran viejos.

—No te pongas nervioso. Dobbs: créeme, este viaje será diferente del que hicimos para venir acá; tal vez sea el más difícil que hayas emprendido en tu vida. Puede haber bandidos y pueden ocurrirnos toda clase de accidentes al transitar los horribles atajos y veredas de esta Sierra. La policía puede cruzarse con nosotros en el camino y sentir curiosidad por saber qué es lo que llevamos en nuestros bultos. Hemos trabajado muy duro, tan duro como quien más, y os repito que mientras no veamos la canela bien guardada en la buena caja fuerte de un banco, no la podemos considerar nuestra. Os recuerdo esto para que no os sintáis ricos todavía.

Lacaud se aproximó al fuego y por un rato lo contempló en silencio. Después, como despertando de un largo sueño, dijo:

—Estoy seguro de que se halla en alguna parte de aquí.

—Sin duda —intervino Howard sonriendo—. Deja tus preocupaciones para otro día, y ahora saborea la buena cena que te está esperando —y luego, dirigiéndose a Dobbs—: ¡Hey, cocinero! ¿Qué pasa con el café?

—Ya voy, patrona —contestó aquél, tendiendo la cafetera al viejo.