XII

«HAY una pequeña y poco importante estación de ferrocarril que comunica los estados del centro con los del oeste de la República y en la que el tren se detiene únicamente el tiempo necesario para cargar el correo y el express, cuando lo hay, y para dejar las valijas del correo, algunos trozos de hielo y unas cuantas mercancías pedidas por los comerciantes. El pueblo, muy pequeño, está situado a cuatro kilómetros y medio de la estación, con la que se comunica por medio de un camino malo y sucio, por el que algunas veces transita algún que otro carricoche asmático.

»Raramente hay pasajeros que tomen o dejen el tren en esa estación. Suelen pasar muchos días sin que se registren llegadas o salidas.

»El tren del oeste se detiene a las ocho, hora a la que en los trópicos la noche es cerrada, tanto en verano como en invierno.

»De cualquier modo, ni el jefe de estación ni el conductor del tren se sorprendieron mucho cuando un viernes por la noche más de veinte pasajeros, todos mestizos, subieron al tren en la estación mencionada. A juzgar por sus trajes humildes, eran campesinos o propietarios de ranchitos que se dirigían al tianguis que tenía lugar el sábado en algún pueblo de mayor importancia, o bien trabajadores de caminos o de minas que volvían a sus labores. Sin embargo, al jefe de la estación le pareció un poco extraño que aquellos hombres no le compraran sus boletos, pero eso ocurría a menudo cuando los pasajeros eran bastantes y estaban retrasados; en ese caso los compraban al conductor del tren. Hasta cierto punto se alegró, pues bastante trabajo le daba despachar el express y atender a las muchas obligaciones que le correspondían como único empleado de la estación.

»Los mestizos llevaban sombreros de palma bien calados, con los que se cubrían la frente para que el viento no se los llevara cuando fueran en el tren, ya que preferían quedarse en la plataforma, bien por sentirse incómodos en el interior o bien porque temían los descarrilamientos. Vestían pantalones de algodón amarillo, café o blanco, algunos llevaban camisa de media lana y otros sucias camisas de manta, rotas o malamente remendadas. Algunos calzaban zapatos o huaraches, en tanto que otros iban descalzos. Uno de ellos calzaba un pie con una bota y el otro con un huarache muy viejo, y alguno que otro llevaba un taco en una pierna y la otra cubierta con el pantalón.

»Todos iban envueltos en sarapes de colores vivos, porque a causa de una onda del norte la noche era bastante fría; embozados hasta los ojos en los sarapes y con los sombreros cubriéndoles la frente, solo les quedaba visible un pedacito de la cara. Nada había de particular en la forma en que llevaban los sombreros y los sarapes, ya que así los usan los indios y mestizos cuando sienten frío. Así, pues, en el tren nadie —ni pasajeros, ni empleados, ni los de la escolta— puso el menor reparo ante la presencia de aquellos hombres.

»Empezaron a buscar asiento o por lo menos fingieron hacerlo. No había lugar suficiente en los coches de segunda que los recién llegados habían tomado, y por eso se distribuyeron entre los de primera y los de segunda.

»El tren iba lleno de familias con niños, de mujeres que viajaban solas, de comerciantes y agentes, de trabajadores del campo o de empleados humildes. En los coches de primera, la gente bien iba leyendo, conversando, jugando a los naipes o tratando de dormir. Junto a un coche de primera y en la parte posterior extrema iban dos carros pullman llenos de turistas, empleados de alta categoría y comerciantes ricos.

»En uno de los coches de segunda, colocado a seguida del express, venía la escolta, sentada en los primeros bancos. Estaba formada por soldados federales, un teniente, un sargento y tres cabos. El teniente había ido a cenar al coche comedor, dejando la escolta a cargo del sargento. Algunos de los soldados llevaban los tifies entre las piernas, otros los habían colocado en el banco detrás de sus espaldas y otros los habían dejado en las perchas.

»Algunos de los soldados dormitaban, otros jugaban para matar el tiempo y otros más leían revistas. Varios llevaban su primer libro de lectura sobre las rodillas y estudiaban las materias elementales que contenía, ayudados por aquellos que cursaban ya el segundo grado.

»Un agente de publicaciones recorría los pasillos ofreciendo cerveza, limonadas, dulces, chicles, cigarros, revistas, periódicos y libros.

»La mayor parte de los pasajeros hacía preparativos para dormir unas cuantas horas. El interior de los coches, particularmente los mal iluminados de segunda, presentaba un cuadro lleno de colorido. Se veían agrupados blancos, mestizos, indios, hombres, mujeres, niños; sucios y limpios; y mujeres y niñas vestidas con los pintorescos trajes regionales.

»El tren había tomado velocidad, a fin de llegar a la próxima estación, que se hallaba a unos treinta y dos minutos.

»Mientras se acomodaban, los mestizos tuvieron buen cuidado de que toda entrada quedara tomada por alguno de ellos. Esto no causó sospechas, ya que las puertas eran prácticamente el único sitio del que era posible disponer, pues los pasillos estaban tan llenos que hasta los conductores tenían dificultad para pasar a inspeccionar los boletos.

»El tren corría a toda velocidad. Repentinamente y sin atender a la más ligera señal, los mestizos abrieron sus sarapes, sacaron de entre ellos rifles y escopetas y empezaron a hacer fuego contra el apretado pasaje sin respetar hombres, mujeres ni niños, no perdonando ni a los de pecho.

»Los soldados habían sido arrinconados con tanta habilidad que ni siquiera tenían tiempo de tomar sus armas, pues al intentarlo caían fatalmente heridos. En menos de quince segundos no quedaba ni uno solo capaz de pelear. Aquéllos a quienes quedaba algún aliento para moverse o quejarse, recibían el tiro de gracia, eran acuchillados o bien les hundían el cráneo.

»Algunos de los empleados del tren se hallaban muertos y otros tan mal heridos que apenas podían arrastrarse por el suelo.

»Durante unos segundos, el pasaje quedó paralizado en sus asientos, con los ojos desmesuradamente abiertos, mirando a los asesinos y escuchando los tiros, como si lo que presenciaban no fuera real, sino una pesadilla de la que despertarían en cualquier momento para encontrar todo en perfecto orden.

»Aquella extraña sensación que los imposibilitaba para moverse y gritar, reunida a un silencio espantable ante la catastrófica irrupción en momentos de calma, duró solo unos segundos.

»Después se escuchó un grito que parecía surgir al unísono de los labios de todos los presentes. Era el grito con que se suele despertar de una pesadilla horrible. Los hombres gritaron y juraron, tratando de resistir a los asesinos o de escapar por las ventanillas. Pero quienquiera que lograba abrir una o intentaba salir por ella, recibía un tiro en la espalda o era golpeado sin piedad hasta que caía muerto. Muchos trataban de proteger con su cuerpo a sus mujeres y a sus niños. Otros intentaban arrastrarse hasta debajo de algún asiento o esconderse en algún rincón tras los equipajes. Las mujeres parecían histéricas moviéndose en todas direcciones como ciegas. Algunas corrían hasta encontrarse con el cañón de una escopeta, se lo colocaban en el pecho y pedían a gritos que las mataran. Los asesinos las complacían. Algunas, arrodilladas, imploraban a la Santísima Virgen, otras besaban sus escapularios, otras se mesaban los cabellos y se arañaban la cara. Las que llevaban niños los levantaban en brazos pidiendo piedad a los bandidos en nombre de todos los santos y ofreciéndoles sus propias vidas por la eterna gracia de Nuestra Señora de Guadalupe.

»No solo las mujeres, también los hombres lloraban como niños, sin implorar piedad, sin siquiera intentar esconderse; parecían haber perdido todo sentido. Muchos de ellos hacían débiles esfuerzos para pelear, con la esperanza de acabar pronto con aquello. Tenían los nervios deshechos.

»Al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, los bandoleros habían iniciado la espantosa matanza, y con ese mismo grito pusieron fin a ella.

»Aquellos que aún quedaban con vida, no esperaban conservarla. La mayoría de ellos había amontonado ante los bandidos cuanto poseían, relojes, cadenas y dinero. Temerosos de que les cortaran los dedos y las orejas para conseguir pronto el botín, se habían despojado de todas sus joyas para ofrecérselas.

»Habiendo acabado con el pasaje de los dos coches de segunda, los asaltantes pasaron al de primera, en el que se habían apostado algunos hombres para evitar que los pasajeros escaparan o acudieran en ayuda de los que ocupaban los otros carros.

»En el momento en que entraban para repetir lo que habían hecho en los carros de segunda, el teniente regresaba del coche comedor. Había oído tiros y se apresuraba a ver lo que ocurría. En el preciso instante en que entraba, recibió seis descargas que lo dejaron tendido.

»Los asesinos, al ver muerto al teniente, volvieron a gritar triunfantes “¡Viva Cristo Rey!” y emprendieron el asalto.

»Por no se sabe qué razones solo mataron a aquellos que les opusieron resistencia, hiriendo a golpes a aquellos que no les entregaban lo que poseían con la rapidez deseada.

»Tomando en consideración que en aquel coche viajaba gente acomodada, el botín logrado era de mucho más valor que el del asalto al carro de segunda, y tal vez ello influyó en la piedad de los asesinos.

»Un grupo se dirigió al carro pullman. El teniente había cerrado la puerta tras de sí al dejar el carro, y éste solo podía abrirse por dentro. Los bandidos rompieron los tableros de la puerta para abrirla y entraron al dormitorio.

»Los primeros robados fueron los pasajeros que se hallaban en el comedor, luego los que estaban en las camas y de los cuales algunos se hallaban aún sentados, en tanto que otros se habían tendido ya.

»Ninguno de ellos fue herido, pero se les despojó de cuanto poseían. Algunas maletas fueron revisadas y luego dejadas por no encontrar en ellas nada de valor.

»Tal vez el hecho de que el tren se aproximaba rápidamente a la estación impidió que los bandidos consumaran su hazaña por completo.

»Alguno de ellos tiró del llamador. El maquinista, al escuchar la señal, sospechó que algo ocurría. Había visto a los mestizos tomar el tren y tuvo la intuición de que ellos tenían que ver con los balazos cuyo sonido le había llegado débilmente. Así, pues, puso la máquina a todo vapor y el tren emprendió una carrera loca. Cuanto antes llegara a la próxima estación, mejor sería. Por instinto sabía que la llamada la hacían los bandidos y comprendió que lo peor que podía hacer era parar la máquina, dándoles oportunidad de huir con el botín. Ninguna vida podría salvarse parando el tren; es más, entonces algunos pasajeros tratarían de huir y serían asesinados.

»Los bandidos regresaron al carro de segunda, donde los pasajeros se encontraban aún lo bastante confundidos y asustados para poder gritar, y fueron invadidos nuevamente por el pánico al verlos regresar, pues creyeron que lo hacían para matar a quien aún se hallaba con vida. Tan aterrorizados estaban que ni siquiera pudieron implorar piedad. Se encararon a su suerte con la convicción de que aquél era su destino y de que no valía luchar. Algunos rezaban en voz baja en tanto que otros solamente movían los labios. Otros más ni siquiera de aquello eran capaces y solo podían mirar a los bandidos con ojos fijos y asombrados.

»Los asesinos no se ocuparon de los pasajeros. Pasaron corriendo a través del carro, pisoteando los cuerpos o dándoles puntapiés para hacerlos a un lado.

»Al entrar al express y al carro de equipajes, mataron a los empleados que manipulaban el correo y las mercancías que debían quedar en la estación próxima. Desde allí, seis hombres se arrastraron por el furgón hasta alcanzar la máquina. El fogonero saltó del tren y al saltar fue muerto.

»El maquinista, al ver a los bandidos, trató de escapar también, pero fue aprisionado. Le ordenaron que parara y que desenganchara la máquina y el furgón para poder utilizarlos en su huida.

»Mientras aquello ocurría, una docena de hombres se ocupó de tirar el equipaje, correo y mercancías a la vía, en donde eran recibidos por sus compañeros.

»En el express, los bandidos descubrieron medio ciento de latas de gasolina y petróleo consignadas a los comerciantes de los pueblecitos situados a lo largo del camino. Al verlas concibieron una idea diabólica. Las abrieron y empaparon con su contenido los carros de segunda y al pasaje que viajaba en ellos y les prendieron fuego. En un instante los carros ardieron como en una explosión. Inmediatamente el fuego pasó a los otros carros y en unos segundos quedaron envueltos en llamas.

»Gritando, aullando, llorando, riendo como locos, actuando fuera de toda razón e instinto, los pasajeros trataron de escapar. Al mismo tiempo los bandidos habían obligado al maquinista a detenerse, a desenganchar la máquina y el furgón y a conducirlos lejos de allí.

»Un amplio círculo quedó iluminado por las llamas y entre el resplandor espantable se veía correr y danzar gritando a gentes que solo quince minutos antes habían sido seres humanos normales, que viajaban pacíficamente de un lugar a otro. Madres sin sus hijos, hijos sin sus madres, mujeres sin marido, maridos sin sus mujeres; todos locos, muchos de ellos fatalmente quemados, muchos mortalmente heridos por bala o cuchillo, ninguno de ellos en su razón.

»Los pasajeros de los coches de primera y del pullman, menos afectados, hacían lo indecible para ayudar a los otros a escapar del tren en llamas. Auxiliaban a los heridos, consolaban a los moribundos y trataban de hacer entrar en razón a los enloquecidos.

»La máquina y el furgón cargado de bandidos se detuvieron repentinamente en el punto en el que por la tarde, temprano, habían dejado los caballos que se requerían para huir con su botín. Todo el equipaje quedó al cuidado de algunos hombres que debían reunírseles más tarde en su madriguera de la Sierra Madre. El último bandido que abandonó la máquina disparó sobre el maquinista y de un puntapié lo arrojó a la vía, dejándolo por muerto, y fue a reunirse con sus compañeros.

»Todo aquello había ocurrido en menos de diez minutos. La próxima estación se hallaba aún a más de quince kilómetros y no había pueblo cercano al que acudir en demanda de ayuda. La claridad producida por los carros en llamas podía verse desde larga distancia, pero como el fuego iba consumiéndose, cualquiera que lo hubiera visto creería que alguna cabaña se había incendiado, y no prestaría atención al asunto.

»Los pocos que conservaban la razón se reunieron y comenzaron a juntar a los hombres y a las mujeres que habían saltado por las ventanillas al iniciarse el incendio, cuando el tren se encontraba aún en movimiento, quienes habían quedado tirados a lo largo de la vía.

»El maquinista, que yacía también en el camino y que había quedado por muerto, volvió en sí al cabo de un rato. Con la poca fuerza que le restaba se arrastró por la vía y logró alcanzar la máquina y hacerla llegar hasta la estación.

»El jefe de estación, al ver entrar una máquina sola y reconocerla como la del tren esperado, se apresuró a mirar lo que ocurría y encontró al maquinista sin sentido en la cabina. Agonizante fue llevado a la estación, donde con el último aliento relató lo ocurrido.

»Con la ayuda de los empleados, de los pasajeros y de las gentes que estaban en la estación esperando la llegada del tren, un carro de carga fue convertido en coche de emergencia y conducido al lugar del desastre.

»Los empleados del ferrocarril, sabiendo con quiénes tenían que habérselas, ordenaron que la máquina del tren de pasajeros llevada a la estación por aquel valiente maquinista precediera al tren de emergencia con el objeto de asegurarse de que la vía no estaba dañada.

»Cuando la máquina, que se aproximaba al lugar del desastre, se encontraba aún a cerca de un kilómetro de distancia, algunos de los bandidos en acecho y otros de los que huían con el botín, hicieron fuego contra ella e hirieron a uno de los fogoneros en una pierna y a otro en el cráneo, pero, no obstante, la máquina pudo llegar al sitio del desastre.

»También el carro de emergencia fue tiroteado, pero la tripulación, que llevaba armas, contestó el ataque, y los bandidos creyeron que en él iban soldados; así, pues, soltaron lo más voluminoso de su botín y huyeron con lo que podían cargar en su huida. El botín más importante se encontraba en un lugar más allá del desastre, hasta donde el tren no podía llegar porque la vía estaba bloqueada por los carros quemados.

»Todos los heridos y muertos que pudieron encontrarse fueron llevados al tren de emergencia, así como aquellos que no estaban heridos y los equipajes que se encontraban por allí. El tren regresó a la estación, en la que se hallaba congregado todo el pueblo. Se habían recibido media docena de mensajes oficiales avisando que por la mañana llegaría un carro hospital. El jefe de las operaciones militares y el gobernador ordenaron que salieran tropas de caballería en trenes especiales a la inmediata persecución de los bandidos. La policía montada de todos los distritos circunvecinos había recibido órdenes de salir a la caza de los asesinos y de aprehenderlos por cualquier medio posible.

»La tragedia no había terminado. Veinticuatro horas más tarde, cuando el carro hospital llegó a la estación central, en donde cientos de personas esperaban, más de veinte hombres y mujeres enloquecieron al ver entre los muertos a algún ser amado. Hubo tres personas que se suicidaron en la creencia de que sus parientes habían sido asesinados. Estaban tan excitados que cuando vieron que la persona que esperaban no se hallaba entre las primeras que descendieron del tren, tuvieron la certeza de que había muerto y se quitaron la vida de un tiro o se echaron bajo las ruedas de un tren. A aquel estado de excitación había contribuido la prensa metropolitana, que encontraba en la noticia un buen medio para alcanzar la máxima demanda, habiendo convertido en histérica a la población con las noticias que propalaba, al grado de que no se encontraba individuo alguno en completa posesión de sus facultades y que pudiera juzgar la cosa objetivamente. Todos aquéllos a quienes les era posible leer un periódico, se identificaban con las víctimas.

»Generalmente, los seres humanos soportan con mayor facilidad la muerte de muchos cientos de personas ocasionada por un descarrilamiento, el hundimiento de un vapor o un terremoto que los asesinatos en masa. Los hombres lamentan la pérdida de miles de vidas en un naufragio y hacen todo lo que está a su alcance para socorrer a las víctimas y para evitar casos similares, pero claman venganza, encolerizados como salvajes, si veinte personas son asesinadas para despojarlas de sus bienes.

»El gobierno consideró deber imperativo lograr la aprehensión de aquellos bandidos que a la vista del mundo civilizado habían pisoteado el nombre y el honor de una nación culta.

»En algunos países en los que el bandidaje toma grandes proporciones no es posible determinar quiénes se benefician con los actos de pillaje. Los bandidos pueden aprovecharse del botín, pero generalmente no se enteran de por quién pelean. Suele ocurrir que algún político encumbrado, algún general en persecución de la presidencia o algún jefe de una secretaría destituido por ineptitud, se vale de esos bandidos a quienes llama rebeldes para destruir la reputación del gobierno ante la opinión de su país y la de otras naciones. Muchos de los actos de bandidaje ocurridos en este país obedecen a esa causa. Como generalmente esos bandidos no son juzgados en forma legal, algunos llegan a ser aprehendidos y se dice que se les ejecuta, pero ocurre que más tarde se les encuentra ocultándose como miembros del ejército. La persecución de los bandidos no puede llevarse a cabo por el público en general, ya que lo que se publica en los periódicos acerca de ellos, así como puede ser cierto, también puede ser una falsedad, y al cabo de tres o cuatro semanas no se vuelve a oír hablar de los bandidos; otros asuntos ocupan la atención pública.

»En este caso, los forajidos pusieron de manifiesto que peleaban por Jesús, su rey, a favor de la libertad de la Iglesia Católica Apostólica y Romana. De hecho, ellos tenían una idea muy vaga sobre la personalidad de Cristo y hubiera sido muy fácil hacerles creer que César, Bonaparte, Colón, Cortés y Jesús eran idénticos.

»La Iglesia Católica Apostólica y Romana, durante sus cuatrocientos años de dominación en la América Latina, la que durante trescientos cincuenta fuera absoluta, se ha interesado de preferencia en la adquisición de bienes materiales para llenar los cofres de Roma, sin importarle la educación de sus súbditos dentro del verdadero espíritu cristiano. Pero los gobiernos de los modernos países civilizados tienen una opinión respecto a la educación pública que difiere de la que tiene la Iglesia, y esos gobiernos difieren también acerca de quién entre ella y el Estado está llamado a gobernar.

»No podrá encontrarse prueba mejor de lo que la Iglesia católica ha hecho en estos países que el hecho de que los bandidos, en nombre de Cristo Rey, asesinen y roben sin piedad a hombres, mujeres y niños a quienes saben miembros de su misma Iglesia, en la creencia de que tales hechos la ayudan y que con ellos complacen a la Virgen Santísima y al Papa.

»Entre la banda de forajidos, los pasajeros pudieron reconocer a dos curas católicos. Más tarde, cuando fueron aprehendidos, confesaron haber sido líderes no solo de aquel asalto al tren, sino de medio ciento de atracos por los caminos y los ranchos, y que consideraban sus actos similares a los de Hidalgo y Morelos cuando luchaban por la independencia del país. Aquéllos habían tenido que pagar con la vida el fracaso de su empresa porque peleaban en circunstancias absolutamente diferentes a las del gran Washington, y esos hombres que luchaban por su patria fueron condenados no solo por la corona de España, sino por la Santa Inquisición, aun cuando peleaban bajo la bandera de la Virgen de Guadalupe. Algunos años después, cuando la Iglesia Romana tuvo interés en la separación de Hispanoamérica de España, porque este país había empezado a sacudirse el yugo de la Iglesia Romana, la independencia fue ganada con ayuda de la propia Iglesia, que antes había cooperado a la ejecución de patriotas que deseaban lo mismo que entonces la Iglesia pretendía, y en la catedral de la capital habían sido quemados los cuerpos decapitados de los sacerdotes rebeldes.

»A excepción de los dos curas, el gobierno ignoraba al mando de quién operaban aquellas hordas de bandidos que atacaban al grito de “¡Viva Cristo Rey!”. A fin de encontrar al verdadero jefe o para mostrar a los turistas americanos que el país gozaba de seguridad y que los culpables del incidente serían castigados severa y rápidamente, el gobierno cambió algunos jefes militares en quienes había perdido la confianza, y emprendió, usando de todo su poder, la persecución de los malhechores.

»Para perseguir a los bandidos por la Sierra Madre de nada hubiera servido tomar huellas digitales en las paredes de los coches del ferrocarril con objeto de compararlas en los archivos de la Inspección de Policía. La cuestión era cogerlos y una vez que los tuvieran detenidos, matarlos. Ya después se confrontarían las huellas digitales.

»En algunos países latinoamericanos, incluyendo a México, los bandidos, los atracadores, los salteadores de caminos, nunca son conducidos a los tribunales ni tienen oportunidad de hablar con algún abogado, ni se les admite fianza. A ello se debe que no haya bandoleros ni salteadores a quienes juzgar, pues generalmente se conforman con un asalto o dos, a lo más con tres cuando son muy afortunados, y después se retiran.

»Esa clase de bandidos, indios maleados y mestizos en su mayor parte, son generalmente rancheros, o más bien campesinos. Conocen a muchos kilómetros a la redonda de los sitios que habitan todos los senderos de las montañas, todos los agujeros en los que un hombre puede esconderse, todas las grietas de las rocas en las que es posible agazaparse, y en ellas son capaces de permanecer hasta tres días por temor de que otros conozcan su guarida.

»El ochenta por ciento de los soldados son indígenas elegidos entre las tribus para las que la guerra ha constituido la ocupación principal desde que este continente se elevó sobre los océanos; así, pues, ningún escondite sirve para escapar de ellos; el resto de los soldados son mestizos sabedores de toda clase de triquiñuelas de las que pueden hacer uso con mayor astucia que los mismos bandidos, ya que gozan de las ventajas que todo cazador tiene sobre la pieza que trata de cobrar. Los oficiales encargados de la cacería sabían por larga experiencia y por especial entrenamiento cómo hacer uso de sus hombres en la forma más ventajosa.

»Algunos soldados de caballería, conducidos por un capitán, llegaron a un pueblo. El capitán había seguido las huellas de ciertos caballos que conducían a aquel lugar o a sus alrededores. Por varias razones pensaba que muchos de los bandidos habitaban en el pueblo o por lo menos que tenían en él parientes o amigos.

»El tren había sido asaltado por cerca de doscientos hombres, aunque los robos y los asesinatos los habían cometido solo veinte o veinticinco; el resto había permanecido a lo largo del camino, preparados para el ataque en caso de que el tren se detuviera antes de que acabaran con la escolta. En caso contrario solo tenían que recoger el botín que los ladrones fueran tirando. Una vez consumado el asalto, la banda se dividió en pequeños grupos, la mayoría de ellos regresaron a su pueblo, en donde poseían una parcela, tenían a sus familias y vivían como campesinos pacíficos. Muchos ni siquiera comunicaron a su madre o a su mujer lo que habían estado haciendo en su ausencia, durante la cual, aparentemente, habían estado en el mercado. De regreso escondían sus escopetas o no, ya que después de la revolución, los campesinos tienen licencia para portar armas y poder combatir a los hacendados, antiguos señores feudales, quienes, debido a ella, han perdido la mayor parte de sus grandes dominios, que han sido divididos en parcelas para los campesinos; así que la sola posesión de armas de fuego no era prueba de que sus poseedores fueran bandidos.

»El oficial puso en juego ciertas artimañas que sabía le darían resultado con los asesinos, pues como eran gentes ignorantes, supersticiosas y dotadas de poca inteligencia, caerían inevitablemente. No razonan con rapidez suficiente para contestar a un interrogatorio que dure algún tiempo, se acobardan y confiesan.

»Los soldados penetraron en Chalchilmitesa, un pueblo alejado de la carretera y habitado por campesinos, mestizos e indígenas.

»En la sombra, ante una cabaña de palma, dos mestizos se encontraban sentados en cuclillas fumando cigarrillos de hoja. Vieron a los soldados con poco interés y sin moverse o pretender esconderse.

»Los soldados pasaron, pero treinta metros más allá de la cabaña, el oficial dio orden de hacer alto. Uno de los mestizos se levantó y trató de ir detrás de la cabaña. Su compañero le indicó con un movimiento de cabeza que permaneciera donde estaba, y aquél volvió a sentarse.

»Un sargento sabía algo acerca de las actividades de aquellos dos hombres y dijo algunas palabras al oído de su capitán, quien se dirigió a la cabaña opuesta a aquéllas en la que se encontraban los dos mestizos. Desmontó y pidió un poco de agua. Tomó el jarro que le ofrecieron, bebió y preguntó si había llovido mucho por allí en los últimos días.

»Meditó un rato sobre algo al parecer sin importancia y caminó hacia donde se encontraban los mestizos.

»—¿Viven ustedes en este pueblo?

»—No, teniente.

»—¿De dónde son?

»—Tenemos nuestra casa y nuestra parcela en Mezquital, jefe.

»—¿Vinieron a visitar a alguien, a su compadre?

»—Sí, coronel.

»El capitán pidió a un soldado que le llevara su caballo y trató de montar. El caballo se movía y el oficial aparentaba tener dificultad para meter el pie en el estribo. El caballo casi pateó a los mestizos. Uno de ellos se levantó y se aproximó para ayudar al oficial a montar.

»El capitán tocó al hombre y se paró con firmeza como esperando a que el caballo se aquietara.

»—¿Qué tienes en los bolsillos? —preguntó el oficial en forma inesperada.

»El mestizo se miró los pantalones y fijó la vista en sus bolsillos, que parecían repletos y pesados. Se volvió como si deseara regresar al jacal, pero se dio cuenta de que los soldados se aproximaban sin recibir orden de hacerlo, o por lo menos eso le pareció. Trató de serenarse enrollando otro cigarrillo y preguntando a su compañero si deseaba uno.

»El capitán seguía de pie no interesándose al parecer por nada de aquello. Justamente cuando el mestizo encendía su cigarro, el capitán lo cogió por el cuello de la camisa con la mano derecha en tanto que le metía la izquierda en el bolsillo del pantalón.

»El otro mestizo se puso en pie y se encogió de hombros como queriendo significar que aquello no le importaba. Pero cuando trató de dirigirse a la parte posterior del jacal, encontró a tres soldados que le interceptaban el paso. Sonrió y no trató de hacer otro movimiento.

»El capitán examinó lo que había sacado del bolsillo del mestizo. Era un portamonedas de cuero fino.

»El capitán rió y los dos mestizos lo imitaron como si todo aquello fuera solo una broma.

»Vació la bolsa y encontró algunas monedas de oro, otras de plata y morralla, que hacían un total de cuarenta pesos y algunos centavos.

»—¿Es tuyo? —preguntó el capitán.

»—Claro que es mío, jefe.

»—¿Y teniendo tanto dinero llevas la camisa tan rota?

»—Justamente pensaba ir mañana al pueblo y comprarme una nueva, coronel.

»—¿Tienes frecuentemente hemorragias nasales?

»El hombre se miró la camisa y contestó:

»—Sí, jefe.

»—Eso creo —dijo el capitán mirando las otras cosas que había en el bolsillo. Un boleto de ferrocarril a Torreón, de primera.

»Esa clase de mestizos nunca viajan en primera clase. El boleto tenía fecha del día en que el tren fuera asaltado.

»El otro mestizo fue registrado rápidamente. Tenía poco dinero pero llevaba en el bolsillo del reloj un anillo con un diamante y dos aretes de perlas.

»—¿En dónde están sus caballos?

»—En el corral, detrás del jacal —contestaron.

»El capitán envió a dos de sus hombres a que les examinaran las pezuñas a los caballos.

»Cuando regresaron dijeron:

»—Las pezuñas concuerdan, mi capitán.

»Los caballos eran unas pobres bestias con monturas viejas y rotas.

»—¿En dónde están las armas?

»Uno de los mestizos contestó:

»—En el corral, con los caballos.

»El capitán fue al corral, escarbó un poco la tierra con los pies y encontró un revólver oxidado, una pistola de modelo antiguo y una escopeta vieja.

»Regresó a donde los mestizos se encontraban rodeados por los soldados. Al mirar sus armas sonrieron y se encogieron de hombros. Sabían que estaban perdidos. Pero ¿qué importaba? San Dimas, su patrón, no quería protegerlos; así, pues ¿para qué luchar en contra de su destino?

»—¿No hay más armas?

»—No, jefe —dijeron, y como si su suerte les importara muy poco, siguieron fumando y mirando los preparativos de los soldados como quien presencia un espectáculo de variedades.

»Solo una docena de pueblerinos se había reunido en rededor de los soldados, y con ellos, por supuesto, un buen número de chamacos, algunos de los cuales ayudaban a los soldados a cuidar sus caballos. La mayoría de los pueblerinos permanecían en sus jacales, desde donde veían lo que ocurría. Sabían por experiencia que no es conveniente dejarse ver cuando hay soldados y policías por los alrededores. Ninguno de ellos tenía la conciencia enteramente limpia, o al menos así lo creían. Había cientos de órdenes dadas por el gobierno o por otras autoridades, las que podían haber contravenido sin darse cuenta de ello. Así que era mejor no dejarse ver por los soldados. Una vez vistos podían resultar acusados de algo.

»—¿Cómo se llaman? —preguntó el capitán a los mestizos.

»Dieron sus nombres y el capitán los anotó en su libreta.

»—¿En dónde está el cementerio? —preguntó a uno de los muchachos que los rodeaban.

»Los soldados condujeron a los dos hombres al cementerio, guiados por el muchacho y seguidos por cerca de veinte personas mayores y casi todos los chamacos del pueblo. Cuando marchaban, el capitán pidió a dos de los chicos que consiguieran del sepulturero dos palas.

»Llegados al cementerio, entregaron las palas a los dos hombres y los condujeron a un sitio en el que no había tumbas. Ellos no necesitaban que se les dieran más órdenes. Cavaron un hoyo profundo y se tendieron en él para ver si podían colocarse cómodamente durante el ciento de años que habrían de pasar allí. Las probaron tres o cuatro veces hasta que quedaron satisfechos. Entonces tiraron las palas en señal de que habían terminado.

»Hubo una pausa, debían descansar un poco después de tanto cavar bajo el sol ardiente. Se sentaron a la sombra de un árbol grande y empezaron a enrollar sus cigarrillos. Al verlos, el capitán sacó su cajetilla y les ofreció unos. Ellos los miraron y dijeron:

»—Gracias, coronel, pero no somos fumadores afeminados; preferimos de los que fuman los machos.

»—Como quieran —contestó el oficial, y encendió un cigarro para sí.

»Los prisioneros empezaron a conversar con algunos de los soldados y encontraron que tenían amistades en común o que conocían los pueblos en los que aquéllos habían nacido.

»Después de fumar tres cigarrillos, los prisioneros miraron interrogantes al capitán y éste preguntó:

»—¿Listos, muchachos?

»Ambos contestaron, sonriendo:

»—Sí, coronel.

»Sin que se lo ordenaran, se pararon junto a las fosas, teniendo cuidado de hacerlo en la que cada uno había cavado y probado.

»El sargento ordenó que seis soldados se colocaran frente a los prisioneros. Cuando éstos vieron todo listo, murmuraron algunas palabras dirigidas a la Virgen y a los santos, se persignaron varias veces y miraron al capitán.

»—Listo, mi coronel.

»Treinta segundos más tarde se encontraban cubiertos con la tierra de las fosas que habían cavado un cuarto de hora antes.

»El capitán y los soldados se persignaron, saludaron, volvieron a persignarse, abandonaron el cementerio, montaron a caballo y salieron del pueblo en busca de más bandidos.

»Este juicio por asesinato, incluida la ejecución, cuesta al pueblo pagador de contribuciones tres pesos cincuenta centavos que importan los cartuchos. El resultado final es más efectivo que en países en donde el costo medio de un juicio por asesinato llega a cerca de un cuarto de millón de dólares.

»La captura de los bandidos no siempre resulta tan fácil. Otro destacamento de caballería andaba tras la pista de forajidos. Al llegar a la cúspide de una colina, el oficial descubrió a diez hombres que cabalgaban cinco kilómetros delante de ellos. Cuando aquellos hombres se percataron de la presencia de los soldados, pusieron sus caballos al trote y pronto desaparecieron entre los montes. El oficial y sus hombres siguieron las huellas, pero como la vereda era arenosa y las huellas se mezclaban con otras, perdieron la pista y tuvieron que abandonar la persecución.

»Por la tarde, los soldados se aproximaron a una hacienda en donde el oficial había decidido pasar la noche con sus hombres.

»El destacamento penetró en el patio interior y el oficial, después de saludar al hacendado, le preguntó si había visto a aquellos hombres a caballo por allí. El hacendado negó haber visto a alguien en todo el día, diciendo que no había salido de la finca.

»Por alguna razón, el oficial cambió sus planes, pero indicó al hacendado que tenía que registrar la hacienda, a lo que éste repuso que podía hacerlo. No bien se hubieron aproximado a la casa cuando recibieron una lluvia de balas que partía de todos lados. Uno de los soldados cayó muerto y tres heridos cuando trataban de ganar la puerta principal.

»A menudo las haciendas están construidas casi como fortalezas. Todo el edificio se encuentra dentro de un patio principal rodeado por una tapia de piedra coronada a trechos por pequeñas torrecillas.

»Tan pronto como el último soldado hubo salido, la entrada principal fue cerrada desde el interior. Entonces comenzó una verdadera batalla. El oficial podía haber vuelto al cuartel por más hombres y armas, pero era un verdadero soldado incapaz de huir de los bandidos; sus hombres, todavía más soldados que él por su origen indígena, no lo habrían hecho y entonces hubiera perdido toda su autoridad. Tenía que aceptar el combate y luchar hasta agotar su último cartucho.

»Desde los tiempos de la revolución, ambos bandos sabían que el combate no terminaba hasta la destrucción de alguno de ellos y que, por lo tanto, la pelea sería sin cuartel. Los bandidos sabían que nada tendrían que perder, ya que de ser aprehendidos vivos, de todos modos los matarían. Lo mismo ocurriría a los soldados si no ganaban el combate. Si deseaban vivir tenían que ganar la batalla.

»El oficial ordenó que todos los caballos fueran conducidos tras de una colina para que no los mataran, aun cuando los bandidos no desperdiciaban sus balas en los caballos porque sabían que tenían que ahorrar sus municiones y, sobre todo, porque no siendo sus armas semejantes no podían usar sus cartuchos indistintamente. Además, esperaban ganar y habrían hecho un mal cálculo matando a los caballos, que pasarían a ser de su propiedad si ganaban.

»Los soldados encontraron que no se hallaban en muy buena posición. La hacienda estaba colocada en un llano y cada soldado podía ser visto claramente desde ella.

»Primero, y como para entrar en acción, el oficial ordenó un ataque general por los cuatro costados de la hacienda. Los soldados, bien preparados en la moderna táctica guerrera, se repartieron arrastrándose por el campo, dando solo pequeños saltos hacia adelante sin esperar a oír el silbato de su jefe.

»El oficial se aprovechó del hecho de que la hacienda tuviera dos entradas, dejó que sus soldados avanzaran haciendo sólo los disparos necesarios para tener ocupados a sus contrarios. Algunos soldados alcanzaron las paredes, pero eran demasiado altas y no hubiera sido posible escalarlas sin riesgo de perder la vida.

»Después de pelear dos horas inútilmente, el oficial hizo correr la voz para que se prepararan para el ataque final. Reunió al mayor número enfrente de la puerta principal, y valiéndose de ciertas mañas, hizo creer a los bandidos que el ataque empezaría inmediatamente, con un esfuerzo por romper la puerta. Mientras los bandidos concentraban toda su atención en aquella entrada, un pequeño grupo tomó la posterior, defendida solo por tres hombres. Mucho menos resistente que la principal, fue abierta fácilmente por un soldado, que a manera de gato pasó a través de una grieta de la pared cercana a ella. En el momento en que los bandidos se vieron atacados por la entrada posterior, se confundieron de tal modo que, con todas sus fuerzas, trataron de rechazar el ataque, mientras olvidaban la puerta del frente. Habiendo previsto lo que ocurriría a aquella pandilla desorganizada y acéfala, el oficial atacó por la entrada principal, lanzó contra ellos toda su fuerza y, antes de que los bandidos tuvieran tiempo de organizarse para defendería, los soldados invadieron el patio.

»Entonces la pelea se hizo más enconada. Combatían cuerpo a cuerpo. Ya no era posible usar los rifles, que eran reemplazados por machetes, cuchillos, piedras y puños. Finalmente se combatió en el interior del edificio, en la sala, en las recámaras, en la cocina.

»Tres horas después de que los soldados llegaran a la hacienda, la batalla había terminado a favor de éstos. Cuatro habían resultado muertos, tres gravemente heridos y diez con heridas leves. El oficial había recibido dos balazos, pero aún se hallaba en pie y al mando de sus hombres.

»Los diez bandidos habían sido reforzados por otros tres ocultos en la hacienda antes de su llegada. El hacendado había sido muerto, por lo que no fue posible interrogarle para determinar si era cómplice de los bandidos o si lo habían forzado para que les ayudara. Siete de éstos habían muerto y tres estaban heridos, así como uno de los que se les unieran. Los heridos y los dos que no lo estaban fueron llevados a un muro y fusilados sin palabras y sin perder tiempo. ¿Para qué cometer la estupidez de llevarlos a un hospital para que sanaran y volvieran a sus actividades? Ni el oficial ni los soldados enviados en persecución de los bandoleros para limpiar el país de enemigos públicos la cometerían. Eso queda para los reformadores de prisiones y para las solteronas sensibles. A los lobos, los tigres y las culebras se les suele matar siempre que son hallados cerca de las habitaciones de los hombres, porque éstos no podrían vivir en paz con semejante vecindad.

»Los peones de la hacienda habían ido a esconderse en el momento en que la batalla había comenzado. Terminada ésta, salieron de sus agujeros y fueron a ayudar a los soldados a montar. La familia del hacendado se hallaba de visita en la capital.

»En poder de los bandidos fueron encontradas joyas, gran variedad de carteras, boletos de ferrocarril, billetes, bolsas de señora y otras cosas que denunciaban sus actividades. Así, pues, no quedó duda de que el oficial había acertado nuevamente. Y nuevamente también, los había ejecutado sin ceremonias. Es decir, primero había matado a la rata y después la había examinado para ver si estaba apestada. Afortunadamente, por los alrededores no había ni reporteros ni fotógrafos que llenaran las páginas de los periódicos con cuentos e historias de bandidos heroicos y muy machos que lucharon y murieron valientemente. Del valor de los soldados y de los oficiales no hablan porque eso no interesa a su público.

»De esa manera todos los bandidos eran aprehendidos, tarde o temprano, y ejecutados en el mismo lugar en donde se les sorprendía. En el país había sus brotes esporádicos de bandidaje, pero éste nunca había llegado a ser una institución. Ni siquiera cuando, como ocasionalmente ocurría, un general o un político se valía de hordas de bandoleros para lograr alguno de sus fines».

—Es todo lo que sé de aquel asalto al tren y de la persecución de los bandidos que se llevó a cabo —concluyó Lacaud—. Parte de esto lo supe por don Genaro, quien me leyó los periódicos, y parte lo oí en el pueblo allá abajo —Lacaud permaneció en silencio por un instante, al cabo del cual agregó—: Bueno, ahora que conocéis de lo que estos hombres son capaces, decidme si me creéis espía o cómplice de semejantes asesinos; decidme.

—Nunca hemos dicho que lo seas, y menos aún que tengas conexión con esos asesinos de mujeres —contestó Howard—. Bueno, muchachos, yo creo que podemos confiar en nuestro nuevo socio.

—Por mi parte, sí —dijo Dobbs, tendiendo la mano a Lacaud y diciéndole—: Apriétala, socio.

También Curtin le ofreció la suya.

Howard respiró profundamente y dijo:

—¡Por el diablo! Entonces éstos deben ser los que quedan y tras de los que el gobierno anda.

—Estoy seguro —repuso Lacaud—. El periódico decía algo acerca de una pandilla, la peor de todas, a la que aún no se ha podido aprehender, y cuyo jefe anda tocado con un sombrero de palma pintado de oro brillante.

—Si es como dices, Lacky, el asunto no es para reírse —dijo Curtin, trepando a la roca y mirando hacia el valle. Al cabo de un rato gritó—: Ya no veo a esos demonios. Deben haber tomado otro camino.

—No creas —contestó Howard—. Deben ir por el recodo y tal vez por eso no los ves, pero si los vuelves a ver, sin duda se dirigen hacia acá. Vamos todos a aquel lado de la roca. Desde allí podremos verlos cuando pasen el recodo y vuelvan al camino recto, al que deberán entrar dentro de diez minutos. Si no los vemos, tal vez hayan renunciado a venir aquí. De no ser así, bueno, tendremos que hacerles frente. No hay otro remedio.